La desbordante pulsión de la palabra poética-L.M. Isava.pdf

May 23, 2017 | Autor: Luis Miguel Isava | Categoría: Poesía, Teoría poética, Poesía Venezolana Contemporánea
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La desbordante pulsión de la palabra poética Author(s): Luis Miguel Isava Source: Iberoamericana (1977-2000), 24. Jahrg., No. 2/3 (78/79), Cultura, Historia y Literatura de Venezuela / Kultur, Geschichte und Literatur Venezuelas (2000), pp. 206-223 Published by: Iberoamericana Editorial Vervuert Stable URL: http://www.jstor.org/stable/41671856 Accessed: 22-03-2017 07:45 UTC JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected].

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Luis Miguel Isava

La desbordante pulsión de la palabra poética Para hablar de la poesía venezolana más reciente -y quizá sea este también el caso de la poesía de todo el continente e incluso de la europea- es necesario remontarse a la poesía que comienza a escribirse hacia los años sesenta. Esta

necesidad se sustenta en el hecho de que en ese momento se producen importantes redefiniciones, cuando no explícitas rupturas, con las prácticas de

la tradición literaria inmediatamente anterior; prácticas que, a causa de un

inevitable proceso de sedimentación histórico, habían ido perdiendo su

impulso contestatario para convertirse en rígidos moldes. Estas redefiniciones

coinciden además con una situación política muy definida. Por esos años, la nueva y acendrada conciencia política que recorre Occidente reactualiza los intentos -impuestos por las vanguardias- que buscaban unificar e incluso identificar el proyecto de la transformación social con el de la creación artística. En el caso de Venezuela, la situación política era particularmente propicia para la reactivación de procesos revolucionarios en el sentido más amplio del término: en 1958 cae la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y los

opositores al régimen, hasta hace poco unidos por el enemigo común,

comienzan ahora a posicionarse en un verdadero abanico de posturas políticas para acompañar su labor creativa. Si bien algunos parecían conformarse con el acceso al proceso democrático, otros, más radicales, entendían la coyuntura histórica como una oportunidad para una verdadera transformación social1. Tres instancias de ese complejo abanico estético-ideológico, que se extendía

desde la opción social-democràtica hasta la izquierda revolucionaria, se evidencian en los grupos »Sardio«, »Tabla Redonda« y »El techo de la Ballena«. En esos grupos participarían casi la totalidad de los poetas que conformaron esa generación: Guillermo Sucre (1933) y Ramón Palomares

(1935) formarían parte de »Sardio«; Rafael Cadenas (1930) y Arnaldo Acosta Bello (1931-1996) de »Tabla Redonda«; Juan Calzadilla (1931) y Caopolicán Ovalles (1936) de »El techo de la ballena« (para nombrar sólo a algunos de los más destacados). A ellos habría que añadir los nombres de Juan Sánchez 1 Para las relaciones entre poesía y política en estos aflos en Venezuela, cf. Morales Toro ( 1 98 1 : 1 6- 1 8).

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Peláez (1922) y Hesnor Rivera (1928) como antecesores inmediatos, y los de

Rafael José Muñoz (1928) y Alfredo Silva Estrada (1933) como

contemporáneos que se mantendrían à distance respecto a las actividades grupales2. Con todos ellos surge en Venezuela una poesía de una calidad, una riqueza y una fuerza innegables. Esta poesía, como mucha de la que se escribe

por esas fechas en Latinoamérica, está profundamente marcada por el

surrealismo (en particular por las figuras de Breton y Michaux, y por sus apropiaciones latinoamericanas) y tiene sin duda las características de una vanguardia. En efecto, todos los elementos fundamentales parecen estar allí: rechazo al orden cultural establecido, renovación de medios y de técnicas de composición, impulso colectivo y colectivista de la creación que se manifiesta

en la creación de grupos y revistas, inserción -contra el uso burgués o

aburguesado- de la actividad artística en un proyecto cultural más radical cuyo

alcance trasciende la mera »república de las letras« para apuntar a una

trasformación que abarque a la sociedad entera. En este sentido se podría decir

que efectivamente la poesía venezolana de estos años alcanza el punto más alto y por ello quizá también el más álgido de nuestra inscripción literaria en la

llamada »modernidad«: período problemático, quizá por ser también él un discurso, en el que la actividad literaria se concibe desde la adopción de, y la fundamentación en lo que Lyotard ha llamado los metarrelatos: la revolución, el progreso, el proyecto político, la comprensión del mundo, la interrogación

existencial, la creación absoluta etc. Esto tal vez da cuenta de un cierto impulso totalizador que atraviesa en estos años tanto estas obras como las

declaraciones explícitas de sus autores; impulso que por otra parte, gracias a un verdadero compromiso intelectual -nunca ingenuo: siempre problemati-

zador, irónico y aun cáustico-, no redujo la comprensión del fenómeno

artístico a un fenómeno ancilar en el proceso de las transformaciones que se

invocaban. Debido a ello, sus innovaciones verbales, sus desafiantes

proposiciones retóricas, implicaron a la vez un corte radical, un alejamiento definitivo de las poéticas anteriores y una renovación y reestructuración de las

concepciones de la poesía venezolana. De allí la fuerza innegable, la presencia que esta poesía tuvo y sigue teniendo en las generaciones posteriores. Al punto

que no sería injusto afirmar que la poesía tal y como se la escribe hoy en Venezuela se mantiene en un constante diálogo -difícil, problemático, rebelde,

es cierto, pero no por ello menos real y fructífero- con el horizonte que

conforman las obras escritas en estos años.

2 Por motivos cronológicos dejo fuera de esta discusión a tres figuras importantes, tanto en su presencia crítica como en sus aportes creativos, para una cabal comprensión de la poesía venezolana contemporánea: me refiero a Vicente Gerbasi, Juan Liscano e Ida Gramko.

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Esta poesía, que surge en los años sesenta con las características apuntadas, constituye entonces el punto de partida inequívoco de las corrientes poéticas de los años posteriores y una referencia ineludible para su comprensión. Sin embargo, estas corrientes se caracterizan por un trabajo verbal que busca continuar, aunque sometiéndolas a una depuración, a una decantación, aquellas propuestas. No obstante, es imprescindible enfatizar que este trabajo de »ascetismo« verbal se hace evidente tanto en los nuevos creadores como en los

libros que aquella generación irá publicando en el trascurso de la siguiente década. Por ello encontramos un interesante solapamiento entre las manifestaciones retóricas de la »nueva poesía«, la que se comienza a escribir hacia finales de los sesenta y principios de los setenta, y la poesía que ahora escriben los grandes nombres de la vanguardia anterior; un solapamiento que establecerá una suerte de vasos comunicantes gracias a los cuales esta nueva poesía no sólo se insertaría en una tradición, sino que a la vez la transformaría, reescribiéndola y haciéndola reescribirse. Este fenómeno, además, se ve reforzado por la obra de algunos autores que, aunque no pertenecen por nacimiento a la generación de autores de los sesenta, comienzan a publicar en el entorno de esos años y no tardarían en reorientarse hacia esas nuevas vertientes de escritura en sus libros posteriores. Es el caso de Víctor Valera Mora (1935-1984), que publica su primer libro en 1961; de Eugenio Montejo (1938), que publica su primer libro en 1959; y de Gustavo Pereira (1940), que publica su primer libro en 1957. Esos primeros libros ya atestiguan diferencias importantes en sus poéticas respecto a las de sus antecesores; diferencias que, a la vuelta de menos de una década y con la publicación de sus próximos libros, no harán sino acentuarse. Esta nueva tendencia, que podemos calificar de apertura, determinará además tanto la consiguiente evolución de los poetas anteriores como las propuestas de los poetas que comenzarán a publicar en los años posteriores:

para mencionar sólo a algunos: Miyó Vestrini (1938-1991), Luis Alberto Crespo (1941), José Barroeta (1942), Jorge Nunes (1942), Julio Miranda (1945), Reynaldo Pérez Só (1945), Hanni Ossot (1946), Eleazar León (1946),

Márgara Russotto (1946) y Enrique Hernández D' Jesús (1947). Y esta apertura, quizá el resultado directo de un abandono explícito o implícito de los pro-

yectos totalizadores y/o revolucionarios (volveré sobre este punto más adelante), se conjugará con el proceso de decantación verbal al que me referí ante-

riormente. En efecto, todos estos poetas parecen moverse, desde diferentes puntos de partida y con muy distintos objetivos poéticos, sobre la línea de un impulso común: la búsqueda de la concisión poética. Y es precisamente el doble signo de estas exploraciones verbales, apertura del abanico de poéticas sobre la base de la exploración de una dicción más concentrada, lo que garantiza208 24. Jahrgang (2000) Nr. 2/3 (78/79) IBEROAMERICANA

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rá, en contra de la opinión que luego habría de ponerse en boga y que asumiría sin reflexión cierta crítica, la irreductible multiplicidad de estos trabajos poéti-

cos -si excluimos por supuesto las inevitables derivaciones epigonales, que por lo demás se encuentran en todos los períodos. Tal vez sea necesario, para desbrozar el terreno, intentar situar y problematizar una confusión que da origen a la crítica irreflexiva de la concentración

verbal. Parece que a menudo se reúne bajo la rúbrica de »concisión poética« con intención peyorativa, las más de las veces- dos tendencias que tienen en realidad naturalezas muy diferentes. Hay, por una parte, una concisión que busca, según la manida aunque no siempre bien entendida frase de Mallarmé, »dar un sentido más puro a las palabras de la tribu« y que se suele caracterizar

como »hermética«. La poesía de Ungaretti es el ejemplo por antonomasia de esta tendencia (y sin embargo habría que recordar que los poemas breves de Giuseppe Ungaretti se escriben y se inscriben en el centro de las vanguardias europeas). Hay, por otra parte, una concisión que busca la desretorización del

discurso poético con el empleo del »lenguaje verdaderamente usado por los hombres«, según la no menos conocida frase de Wordsworth, y que se suele calificar de »directa«. La poesía de William Carlos Williams representa de manera ejemplar esta tendencia (poesía que por otra parte no estuvo menos vinculada con aquellas mismas vanguardias). Ambas tendencias se pueden identificar -a veces, incluso, combinadas- en la poesía venezolana de los años que nos ocupan. La distinción nos permitirá hacer un deslinde. En primer lugar, no se puede negar la existencia de una cierta vertiente her-

mética en la poesía de algunos de estos autores (a la cabeza de los cuales se coloca siempre la de Pérez Só). Sin embargo, esto es criticable sólo desde una perspectiva prescriptiva de lo que debe ser la poesía. Tal vez habría que recordar que ésta, desde su irrupción en las lenguas romances, ha oscilado entre los

dos polos que los trabadores llamaron »trobar clus« y »trobar leu«, es decir, entre hermetismo y sencillez -y que ambos representan alternativas poéticas igualmente válidas y que se insertan en sendas largas tradiciones. Pero es por

lo menos injusto concluir que dicha vertiente hermética agota el panorama poético de estos años. Hemos de reconocer que hay también poetas que acuden

a la concisión por una necesidad de depurar el discurso de excesos, de desvarios, de hipérboles: en una palabra, de lo que aleja de una palabra más directa, que »nombre« de manera más inmediata lo que nos rodea, lo que palpamos, lo que vivimos. Es ésta una poesía que, en aras de la autenticidad, rehuye los discursos »literarios« aceptados y anquilosados. Esta es ciertamente la depuración

que buscan, en claves completamente diferentes y aun opuestas, la poesía de Víctor Valera Mora (en sus poemas breves y sobre todos en sus dos últimos IBEROAMERICANA 24. Jahrgang (2000) Nr. 2/3 (78/79) 209

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libros), la de Eugenio Montejo y la de Gustavo Pereira. El caso de este ùltimo

es iluminador. En su libro Poesía de qué (1970), Pereira introduce una ¿forma?, el »somari« -extraña amalgama de haikú, aforismo, grafitti y boutade-, a la que acudirá cada vez con más insistencia en su poesía posterior y que, aunque evidentemente tributaria de la concisión y la brevedad, es difícilmente

asimilable a cualquiera de las rúbricas tradicionales. En este sentido, bastaría recordar el »Ars poetica« de Cadenas: »que cada palabra lleve en peso lo que dice«, para darnos cuenta de que no toda depuración implica un esencialismo ni toda brevedad postula un hermetismo. Con todo, estas nuevas poéticas contribuyeron a remozar la poesía anterior

cuya retórica resultaba demasiado asimilable a una tradición poética precisa (Rimbaud, Surrealismo, Huidobro, Neruda). Esto explica tal vez las transformaciones radicales que se cumplen, por ejemplo, tanto en las obras de Cadenas, Calzadilla y Palomares como en las de Valera Mora, Pereira y Nunes. Es posible que la única característica que permitiría unificar esta multiplicidad y la variedad de propuestas, sea un acercamiento a una dicción menos amanerada, a un »habla« más directa, a un lenguaje poético menos cargado de »historia literaria« -esa trampa de la que no se logra escapar. A este rasgo habría quizá que añadir otro no menos importante para la poesía que habría de venir: la paulatina desaparición de la adscripción de la actividad creadora a proyectos sustentados por algún tipo de metarrelato. Este hecho, que con un dejo abiertamente crítico se ha tildado de »desencanto« e incluso de descarada »institucionalización«, me parece que responde en realidad a una postura más escéptica, y por ello más acorde con las corrientes intelectuales que se afianzan por entonces, frente a la labor creativa y a su repercusión socio-cultural. Una postura que, lejos de corresponder a una simple »fuga al interior«, constituye el primer signo de una ruptura definitiva con el tópico romántico del poeta-vates (con el que Neruda proyecta una larga sombra en el continente) o, en todo caso, de la problematización de su injerencia en la creación poética. De hecho, en el desarrollo de esta poesía asistimos al desplazamiento del espacio de las profecías y las certezas al ámbito de las experiencias de la más diversa índole -interiores o sensoriales, íntimas o impersonales, colectivas o individuales, actuales o memoriosas- que no buscan exponerse, mucho menos imponerse como verdades históricas, ni siquiera cuando se instalan en la historia.

Tal vez sean estos dos aspectos, la búsqueda de un lenguaje más inmediato, menos retorizado, y una posición más escéptica frente a la fuerza y el alcance

de los proyectos creadores, los que determinarían el tenor de los desarrollos ulteriores de la poesía venezolana que se escribe a partir de ese momento. Las 210 24. Jahrgang (2000) Nr. 2/3 (78/79) IBEROAMERICANA

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propuestas de dos poetas muy distintos entre sí que comienzan a publicar a partir de mediados de los 70, pero cuyas obras sólo alcanzarán su madurez en los años posteriores, ya apuntan a nuevas aperturas: me refiero a los trabajos

de William Osuna (1948) y Alejandro Oliveros (1949). El primero representa el asentamiento de la poesía de lo urbano-cotidiano, escrita en un registro de lenguaje corriente que sin embargo bordea a ratos el humor absurdo y que abunda en referentes concretos de la »realidad social«; una poesía que se practica por esas fechas en casi toda Latinoamérica (piénsese en Cardenal, Dalton, Cisneros, Cobo Borda, Gelman) y que, en Venezuela, tiene antecedentes en ciertos textos de Calzadilla y Valera Mora. Oliveros, por su parte, representa una vertiente poética casi inédita en el país (y escasamente explorada en Latinoamérica): la que se corresponde a la tradición de la poesía contemporánea norteamericana. Oliveros, además, acompañará su creación con la escritura de extensos ensayos sobre Eliot, Pound, Tate, los objetivistas, Lowel, que atestiguan esta filiación3. Estas dos nuevas vertientes se añadirían entonces al panorama de la poesía anterior, lo que prometía en cierta forma la continuación de la apertura mencionada anteriormente. Sin embargo, las implicaciones de la primera de ellas cristalizarán, hacia 1981, en dos grupos que negarán la existencia de dicha apertura y abogarán por -incluso exigirán- la ruptura con los moldes para ellos demasiados estrechos de la poesía anterior. Estos grupos fueron »Tráfico« -integrado por Armando Rojas Guardia (1949), Igor Barreto (1952), Yolanda Pantin (1955), Miguel Márquez (1955), Rafael Castillo Zapata (1958) y Alberto Márquez (I960)- y »Guaire« -integrado básicamente por Nelson Rivera (1958), Rafael Arráiz (1959) y Armando Coll (1960), aunque también participaron en momentos diversos Alberto Barrera (1960), Leonardo Padrón (1958) y Luis Pérez Oramas (I960)-; ambos acapararán la atención de la crítica periodística de los dos o tres años siguientes a su aparición, aunque su impacto sobre el panorama de la escritura poética de esos años será menos apreciable. De los dos, fue el grupo »Tráfico« el que tuvo una posición teórica más clara y manifiesta. Analicemos, siquiera someramente, algunas de sus propuestas más incisivas -que se desarrollan en el texto programático más importante del grupo, »Sí, manifiesto« (1981; cf. Santaella, 1992)-, a la luz de la contradicción que he asomado más arriba: la que resulta de una lectura que

3 Quizá sea importante indicar a este respecto que la escritura de una obra ensayística, reflexiva, que acompañe la labor poética, sin duda una de las características más defínitorías de la poesía contemporánea, es infrecuente en la poesía venezolana. Hay, claro está, importantes excepciones en los poetas del período que abarcamos: Guillermo Sucre, Rafael Cadenas, Gustavo Pereira, Eugenio Montejo, Hanni Ossot, el propio Oliveros, y entre los más recientes, Armando Rojas Guardia, Rafael Arráiz Lucca, Rafael Castillo Zapata y Luis Pérez Oramas.

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reducía el variado panorama poético anterior a un puñado de temáticas limitadas y fórmulas gastadas. Lo que me interesa resaltar es que ciertas propuestas

del manifiesto (más que la práctica misma de los poetas del grupo), aunque resultaron profundamente eficaces para crear un clima de debate respecto a las

posiciones teóricas sobre poesía y acicatear aún más el impulso renovador de la práctica escriturai, contribuyeron a fijar para la crítica posterior una serie de malentendidos que aún hoy distorsionan la comprensión del proceso de la poesía venezolana más reciente.

En primer lugar, y quizá sea éste el malentendido más tenaz de todos, se fijó o, para ser más gráfico, se petrificó la imagen de la poesía anterior (la crítica virulenta que lleva a cabo el manifiesto se extiende hasta la poesía de los 60) como una poesía de la »nocturnidad«, del »esencialismo«, de »la psique«, de »la armonía«, etc.4. Una imagen que, no obstante, se refiere a un nutrido grupo de poetas que sólo compartían -y ni siquiera todos- una cierta búsqueda de concisión verbal. Ahora se les endilgaba, de manera prejuiciada e imprecisa, la etiqueta de la »concisión poética«, olvidando lo que para esos años estaban escribiendo, para nombrar sólo algunos, Calzadilla, Valera Mora, Pereira, Miranda, D' Jesús. En segundo lugar su »nueva manera de entender la poesía« no lo era en realidad: volver al lenguaje accesible a todos ha sido, como se sabe, uno de los topoi de la poesía occidental, desde Catulo hasta José Emilio Pacheco, pasando por Wordsworth y Williams. Ese impulso ya estaba en el ambiente de la poesía que se escribe por esos años en Venezuela. En tercer lugar, el manifiesto de »Tráfico« está escrito, caso singular en la historia de los manifiestos, para un público distinto del que buscarían los poemas. En efecto, la vehemencia retórica y las referencias teóricas implícitas y explícitas que se urden en este texto se insertan inevitable e inextricablemente en el código que deseaba desalojar. Es posible que haya sido esta »inconveniencia« lo que hizo que se hablara tanto de sus propuestas y se las analizara tan poco. Lo que es más, ¿no hay acaso un cierto tenor apologético en este gesto, que parece afirmar »renunciamos a este lenguaje, pero no porque no lo manejemos«? El hecho es que la apertura de la audiencia no se cumplió y la sencillez o inmediatez que buscaron sus textos, incluso los más apegados al programa, era sólo aparente, ya que, en realidad, era deudora de la retórica no menos literaria de la llamada poesía exteriorista, con sus antecedentes latino y norteamericanos. Por último, se proponía, en contra de lo que se representa en el texto como teorizaciones extraviadas (con Barthes a la cabeza), una vuelta a cierto ideal revolu-

4 Liscano adopta casi de inmediato este diagnóstico (1982: 9); lo reencontramos con variantes y matizaciones en Castillo Zapata (1991: 1 1), Lasarte (1991: 12-13 y 1999: 277) y Lecuna (1994: 327).

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donano, al metarrelato de la acción social por medio de la creación de una poesia »que sirv[ier]a«. Con esta propuesta, »Tráfico« parecía asumir el intento de reivindicar el metarrelato vanguardista de una transformación social a

partir de la creación poética. No obstante, a la luz del desarrollo de la poesía venezolana, esa propuesta resultaba sin duda anacrónica: como apunté más arriba, la poesía anterior ya evidenciaba un abandono de esa tendencia y un desplazamiento gradual pero continuo hacia una reflexión crítica y una creación practicadas desde la imposibilidad de suscribir proyecto totalizador alguno.

Quizá la prueba más evidente de la justeza de estas críticas resida en el cho de que, con puntuales y en la mayoría de los casos sólo momentánea cepciones, ni los poetas de »Tráfico« ni los de »Guaire« armonizaron su p tica escriturai con las propuestas de este programa. Antes bien, pasada la vi lencia primera de los pronunciamientos, muchos de ellos fueron a insertars de manera muy personal, es cierto- en la tradición que criticaban. Al p que, como bien señala Javier Lasarte (1999: 280), respecto a estos poet »resultaría más ajustado a la realidad hablar de una reformulación de la trad ción inmediata que de una ruptura«. ¿No habría que agregar que, de hecho, poéticas de algunos de los últimos textos escritos por estos autores lleg oponerse abiertamente tanto al espíritu como a los postulados concretos

manifiesto?5

De esta forma, parece más conveniente hablar de las diferentes tendencias que conforman el abanico de propuestas de la poesía que se escribe en Venezuela hasta finales del siglo XX, sin necesidad de insertarlas en el radio de influencia de esos grupos. No quiero con esto disminuir su importancia: sin duda

su aparición dinamizó el espacio literario del país, catalizando la manifestación de tendencias que de una u otra manera ya estaban latentes en la poesía anterior. Pero creo que hoy por hoy resulta más ilustrativo presentar las diver-

sas tendencias de la escritura poética venezolana que se van a perfilar en los últimos 15 años del siglo XX, tanto a partir como independientemente de las propuestas de »Tráfico« y »Guaire«. Como señalé antes, el impulso por buscar una palabra más accesible, un lenguaje más sencillo para el poema, entroncaba en cierta medida con la decantación que se venía produciendo en la poesía anterior. Sin embargo, este llamado, que en algunos casos parecía poner el acento en la pluralización de la audiencia o en una voluntad de »llegar a todos«, va a redundar de hecho en

5 En el mismo trabajo, Lasarte (ibid.: 28 Is.) vincula en parte este aparente »regreso« a la crisis política, económica y social que vive el país en la década de los 90.

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una entrega a la exploración de las más diversas concepciones de la escritura poética. En algunos casos, la exploración se limitó a un cambio de referentes de un registro »esencialista« a uno de »realidades« cotidianas sin una alteración fundamental de una dicción que insiste aún en un tono vanguardista. Es ésta una línea que se inaugura en cierta forma en Amanecí de bala (1971) de Valera Mora y se evidencia todavía en algunos textos de la Antología de la mala calle (1990) de William Osuna. En otras instancias, la exploración consistió en acudir a un lenguaje menos retorizado, más afín a las inflexiones del

»habla corriente«. Tal es el caso, por ejemplo, de Terrenos (1985), de Rafael Arráiz, o de Correo del Corazón (1985), de Yolanda Pantin. Pero desde perspectivas y con acentos muy diferentes, esta búsqueda se encontraba ya en al-

gunos textos de Memorial (1977) y Amante (1983) de Cadenas y en los libros que Calzadilla publica en la década de los 80. Sin embargo, es necesario enfatizar que tampoco este »regreso al habla« -bien sea a través de una entonación o de una objetivación- parece ser una categoría adecuada para describir poéticas que en realidad resultan muy distintas e incluso divergentes. Esta diver-

gencia se hace evidente, por ejemplo, entre los textos de la transfiguración/reflexión del entorno de Litoral (1991) de Arráiz, los textos irónicos y a

menudo auto-ironizantes de Caída libre (1990) y Nada personal (1997) de Javier Lasarte (1955) y los textos »sencillos« de la inmediatez amorosa que publica Miguel James (1953) desde los años 80 hasta el presente6. Asimismo, podríamos decir, que libros como Estación de tránsito (1991), de Rafael Castillo Zapata, y La gana breve (1991), de Luis Pérez Oramas (1960), se insertan de maneras diversas -desde la mirada erotizada del viajero, el primero; desde la remembraza sensorializada, el segundo- en este »regreso al habla«, aunque ahora sin aparente intención programática. Quizá el mayor aporte de esta exploración sea la convivencia equilibrada en el poema de la inmediatez del lenguaje y la reflexión, es decir, la armonización de las nuevas propuestas con las tendencias de la poesía anterior, que encontramos en los poemas de Miguel

Márquez, en sus libros La casa, el paso (1991) o A salvo en la penumbra (1998), los del libro citado de Arráiz y los de Arturo Gutiérrez (1962), en su libro Al margen de las hojas (1991). Una vertiente que comienza a explorarse más explícitamente a partir de estos años es la que lleva a ima reactualización de la poesía clásica, en particular la latina. Este redescubrimiento adopta básicamente dos formas. Por ima parte, 6 Quizá sean estos dos últimos los poetas que parecen mantenerse en su práctica más cerca de algunas de las propuestas de »Tráfico« y »Guaire«. Sin embargo, James no participó en ellos y Lasarte sólo se vinculó intermitentemente al segundo. Lasarte, quien además es un académico, ha dedicado importantes trabajos al estudio de la poesía de estos años.

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notamos un impulso epigramático que encontramos en algunos textos de Osu-

na (la Antología de la mala calle exhibe un epígrafe de Marcial), en Soneto al aire libre (1986), de Miguel Márquez, y en Almacén (1988), de Arráiz, entre otros. Sin embargo, tal vez no sea inútil recordar que dicho impulso se encuentra ya en la poesía de Calzadilla y se hace patente en los textos de Una cáscara de cierto espesor (1985) y Diario para una poesía mínima (1986). Por la otra, observamos la opción por una dicción y un desarrollo poéticos muy semejantes a los de (las traducciones de) esta poesía e incluso por algunos de sus topoi. Estos se encuentran en libros como Fragmentos (1986), Visiones (1991), de Alejandro Oliveros, y Erotia (1986), de Alejandro Salas. En un plano más general podría decirse que la alternancia de los temas del entorno político o social y de lo amoroso-eròtico que atraviesa gran parte de los poemarios de estos años (quizá como herencia de la poesía de Valera Mora), es uno de los rasgos distintivos de la poesía latina (pienso sobre todo en Marcial, en Catulo,

en Horacio). Otras búsquedas que se inician con esta apertura son la asimilación de la tradición poética anglosajona reciente. Pero de vuelta, la influencia de esta tradición es difícilmente etiquetable en unas características precisas. Las lecturas

que se hacen por estos años van desde los textos de Eliot, pasando por los de Pound, Stevens y Williams, hasta los de Lowel, la Beat Generation y los poetas de la »New York School«. Sin embargo, podría decirse que estas nuevas lecturas introducen un importante cambio de paradigma respecto a la escritura poética venezolana que ahora se desplaza de la esfera del surrealismo y sus derivaciones a la de la búsqueda de una curiosa combinación de inmediatez y precisión que parece caracterizar la tradición poética angloamericana. Como indiqué antes, la poesía de Oliveros es la abanderada de esta tradición, particularmente en sus libros El sonido de la casa (1983), Fragmentos (1986) y Visiones (1991), aunque ya se insinuaba, en cierta forma, en Espacios (1974). También encontramos muestras de esta influencia en Tres (1981), de Alejandro Salas, quien además ha publicado traducciones de poemas de John Ashberry y Ann Sexton.

Un rasgo particular de esta tradición que se apropia la poesía de estos años es el recurso al monólogo dramático como molde del poema (creado, como se sabe, por Browning y rescatado luego por Eliot y Pound). Lo encontramos, de nuevo, en textos de Oliveros y Salas. Pero, asimismo, se lo explora como elemento articulador de libros completos, como se evidencia en los libros Canti-

gas (1986), de Harry Almela (1953), Fatal (1989), de Alicia Torres (1960),

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Diario de John Roberton (1990), El jardín del verdugo (1992), de Blanca Streponi (1952) y Toledana (1992), de Sonia Chocrón (1961)7. Otra vertiente importante, y en este caso casi inédita en la poesía venezolana, es la que consiste en una exploración reflexiva del ámbito de lo corporal.

No es de manera alguna azaroso que ésta sea transitada casi exclusivamente por un grupo de escritoras8. Un primer antecedente de esta poética lo encon-

tramos en algunos textos de Margara Russotto (1947); pero no será hasta la aparición de Cuerpo (1985), de María Auxiliadora Alvarez (1956), que una búsqueda de esta naturaleza irrumpirá con todas sus implicaciones en el ámbito de nuestras letras. En efecto, este texto es una »tentativa« por alcanzar la

expresión de las alteraciones corporales/psíquicas del embarazo, o de manera más general, del extrañamiento y el distanciamiento frente a lo otro en lo uno.

A él se suma, pocos años más tarde, el libro Hago la muerte (1987), de Maritza Jiménez, que explora una temática semejante aunque con una dicción más mesurada. De manera más general, ambos se insertan en la línea de una poesía

que se concentra en la verbalización de experiencias (amorosas, familiares, memoriosas, cotidianas, etc.) desde la articulación psíquico-corporal de lo femenino. A ella pertenecen algunos textos -tocados de inflexiones míticas- de Mustia memoria (1983), de Laura Cracco (1959), y su libro posterior, Diario de una momia (1989), de un tono más directo; el siguiente libro de Alvarez, Ca(z)a (1990), que es una travesía por los espacios de y las rupturas con lo más íntimo: la casa, el amor, la madre; y el de Jiménez, Amor constante más allá de la muerte (1993). Una tradición, ahora sí de largo abolengo tanto en Venezuela como en Latinoamérica, que se continúa al tiempo que se transfigura en esta poesía es la de la -un tanto anbiguamente- llamada »poesía del campo«. En ella se describen a menudo aspectos de una realidad rural teñidos por una visión casi siempre hiperbólica y aun mítica. En la poesía venezolana, el curso de esta tradición tomó un giro radical con la publicación del libro Paisano (1964), de Ramón Palomares; y no dejó de renovarse en las obras de Crespo y Barroeta. En la poesía más reciente la encontramos reasumida en instancias tan diversas como la del redescubrimiento de la dismensión humana de los personajes rurales en

7 Cf. Castillo Zapata (1994) para una discusión de cuatro de estos poemarios. Estos autores abandonarán posteriormente dicho molde.

8 Me apresuro a indicar que la rúbrica de »poesía femenina« o incluso la de »poesía escrita por mujeres« resulta incómoda, cuando no equívoca, para hablar de las diferentes escritoras que publican en estos años. Si bien es cierto que su número se multiplica - no es una metáfora - , no lo es menos el hecho de que sus propuestas no son fácilmente asimilables, aun cuando comparten algunos rasgos. Por ello, insertarlas en una única corriente sería incurrir en una generalización distorsionante.

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Crónicas llanas (1989) y Tierranegra (1994), de Igor Barreto, la de la indagación de un habla en sus ricas implicaciones míticas, religiosas y simbólicas en

Fabia del oscuro (1991), de Douglas Bohórquez (1951) y la del enraizamiento en lo corporal/telúrico en Soy el animal que creo (1987) y El libro de la tribu

(1992), de Santos López (1955) -en este último con un singular recurso a saberes esotéricos.

Junto con estas líneas de apertura, y hasta cierto punto incluso retroalimentándose de ellas, hay un grupo de poetas que sigue transitando una poesía más

reflexiva -aunque sin amaneramientos-, una poesía que sigue buscando transmutar en concisas cristalizaciones verbales las experiencias del »campo de lo posible«, para usar la expresión de Pindaro. De nuevo aquí se deja sentir la influencia de la poesía francesa, en especial la de Reverdy, Char, Guillevic (disponibles en traducciones de Silva Estrada y Crespo), con su énfasis en un decir esencial, concentrado. En este grupo -amplio y heterogéneo- podemos destacar, entre muchos otros, los poemarios: La pasión errante (1983) y Auto-

rretrato (1993), de Cecilia Ortiz (1951); Asidua luz (1982) y Vivir afuera (1990), de Lázaro Alvarez (1954); Guerrero llevado adentro (1987), de Mharía Vázquez (1958); De mí, lo oscuro (1987) y Canto de oficio (1997), de Patricia Guzmán (1960); Más cercano el día (1987), de José Antonio Yépes Azparren (1960); Refugio provisorio (1988), de Eduardo Castellanos (1961); Nada en la madera (1991), de Sonia González (1962); y Luba (1988) y A fuerza de ciudad (1989), de Jacqueline Goldberg (1966). Una importante tendencia, que en cierta manera había perdido fuerza en los

poetas de los años anteriores, reaparece en estos años: me refiero a la reflexión, en el poema, sobre la escritura, a la explicitación de »artes poéticas«. En

la poesía anterior, los ejercicios más importantes de dicha tendencia se encuentran en textos de Cadenas, Sucre, Calzadilla (a menudo en una vena humorística) y Montejo. Pero fue quizá el impulso de los manifiestos grupales de

comienzos de los ochenta, con sus explícitos »la poesía debe ser...«, lo que reactivó el interés por el género en la poesía venezolana más reciente. De hecho, muchos de los poetas que cito en este trabajo, redactan, en algún momento, sus propias »poéticas«. La novedad consiste, sin embargo, en que ahora, en algunos casos, la reflexión ocupa libros enteros. Como ejemplos podríamos indicar Poemas del escritor (1989), de Pantin (ocupando un lugar un tanto excéntrico), La forma del aire (1989), de Eduardo Castellanos, y La nada vigilante (1994), de Rojas Guardia. Por último, y tal vez como derivación de las dos últimas tendencias, no faltan en estos años los poetas que se reconocen de manera más directa y explícita como herederos de la tradición de la poesía occidental: recurren tanto a la IBEROAMERICANA 24. Jahrgang (2000) Nr. 2/3 (78/79) 2 1 7

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versificación y las formas establecidas, como a la diseminación de la palabra en el espacio blanco de la página o el poema en prosa; asumen, tanto en epígrafes como en el cuerpo mismo de sus textos, un intenso juego intertextual de alusiones y referencias; exploran las posibilidades constructivas y herméticas del lenguaje; multiplican la heteroglosia de los textos. Estos elementos, combinados o separados, los encontramos en textos de Hacia la noche viva (1992),

de Rojas Guardia, y de Los trabajos y las noches (1998), de Almela; en libros como Las voces encontradas (1989), de Ana Ñuño (1957), Gacelas y otros

poemas (1999), de Luis Enrique Pérez Oramas, y De cómplices y amante (1993), de Lourdes Sifontes (1961). Quizá los dos aspectos más marcadamente nuevos en la poesía venezolana de estos últimos años9 sean el desplazamiento del paisaje poético al ámbito urbano y el recurso insistente a la ironía. En cuanto al primero, aunque tiene de

nuevo antecedentes en las poéticas anteriores (la de Calzadilla, sobre todo), podría decirse que asienta una transformación fundamental en la manera de concebir la poesía en Venezuela. De alguna manera, la inscripción en lo urbano abre paso a una relación más directa con el entorno y un asentamiento más real de la experiencia que se presenta en el poema. Sin embargo, también aquí se imponen las matizaciones. El espectro de las apropiaciones de lo urbano es

amplio. En un primer momento se asienta en la mención directa de sus elementos característicos (edificios, calles, basura, ruido, tráfico, bares etc.), que se presentan desde la paradójica perspectiva de alienación-comunión. Es sobre

todo el caso de la poesía de Osuna. Luego, lo urbano va tomando un carácter de background que (in)forma y concretiza en cierta medida las experiencias del poema. Es lo que ocurre en algunos textos de Oliveros, Pantin, Arráiz, Alberto Márquez, Goldberg. Por último, la apropiación de lo urbano se expande en un deseo por recuperar, ahora desde la perspectiva casi mítica, las ciudades

(¿invisibles?) que definen casi icònicamente la historia y la geografía occidentales (cf. Lasarte 1990: 18). Es el caso del propio Arráiz, de Márquez y de Castillo Zapata. Sin embargo, habría que precisar que el rasgo distintivo de la mayoría, si no de toda la poesía de estos años, consiste -para decirlo con las palabras con que Alberto Márquez (1960) caracteriza su libro Circulación de la sangre- en »sensaciones y sueños de un hombre de ciudad, aunque esta no aparezca por ninguna parte« (1990: Postfacio). En cuanto a la ironía, podría argumentarse que constituye el rasgo que dinamiza gran parte de la escritura de esta década. Pero también esta opción de-

9 Como todo examen de conjunto, también éste es parcial. Algunas obras y autores importantes no figuran porque resultaba artificial integrarlos a las tendencias generales presentadas aqui.

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be ser explorada con atención. En un primer acercamiento, sería necesario deslindar la ironía de una serie de variantes retóricas que van desde el humor (absurdo o no) hasta la parodia (seria o no); variantes cuyo uso se acentúa y de

las que, de nuevo, la poesía de Calzadilla resulta un importante antecedente, así como algunos textos de Ovalles y Pereira. Por otra parte, respecto a la iro-

nía propiamente dicha, tal vez sea necesario hacer también algunas acotaciones. Quizá no sería exagerado afirmar que el recurso a la ironía representa el cambio de »paradigma« poético más radical de estos años; al punto de llegar a sustituir casi por completo el impulso reflexivo que marcaba gran parte de la poesía anterior. Pero la ironía constituye en sí misma una forma reflexiva más

compleja, que en el acto de enunciar problematiza (los mecanismos de) el enunciado mismo. Es, por ello, un arma de doble filo: quiero decir que sin tensión verbal el impulso irónico se convierte en sarcasmo simple, fácil. Y es po-

sible que sea éste uno de los cargos más serios que se puede hacer a alguna poesía de estos años: el resolverse en sarcasmo intrascendente o en humorada trivial. Sin embargo, algunos de los poetas más importantes alcanzan sus momentos más logrados a través de este recurso. Asimismo lo encontramos en la variante que podríamos llamar »ironía seria«, mezcla elaborada de apropiación del entorno cotidiano y extremada tensión verbal, en libros de autores más recientes, entre los que podemos indicar ,4/ margen de las hojas (1991) y Principios de contabilidad (2000), de Arturo Gutiérrez; Cinco árboles (1999), de Alfredo Herrera Salas (1962); y Cuando me da por caracol (1996), Imagen

bajo lámpara (1998) e Inútil registro (1999), de Luis Enrique Belmonte (1971).

Como hemos visto, estamos ante una gran pluralidad de propuestas poéticas. Se ha cumplido una verdadera apertura a partir de la tradición poética inmediatamente anterior; pero una apertura que en pocos casos ha significado negación. Antes bien, se ha apelado a esa misma tradición para renovarla e incluso

re-escribirla. Tal vez un indicio revelador de esto sea el juego de referencias intertextuales. En efecto, la intertextualidad a la que se entregan estos escrito-

res, es mucho más rica y compleja que la de sus antecesores, pues se ha ampliado el espacio de referencias de manera inaudita: no sólo a la música popular, las telenovelas, los acontecimientos y locales cotidianos -como parecía exigirlo la línea de la poesía exteriorísta-, sino al jazz, la música clásica, la historia y geografía europeas, la mitología, la filosofía, la poesía clásica, además de a los tradicionales hitos de la poesía occidental que lejos de desaparecer se hacen ahora cuerpo en el poema (dos casos emblemáticos, por provenir de antiguos integrantes del grupo »Tráfico«, son las citas de The Waste Land en El cielo de París (1990), de Yolanda Pantin, y la irrupción de un fragmento IBEROAMERICANA 24. Jahrgang (2000) Nr. 2/3(78/79) 219

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de la Divina Commedia, en italiano, en uno de los textos de Crónicas llanas (1989), de Igor Barreto). Este único indicio bastaría para probar que lo que se ha dado efectivamente en la poesía y las poéticas de estos últimos años es, más que una ruptura, un verdadero impulso de apertura. Y lo que efectivamente se cumple con esta apertura es lo que me gustaría identificar como la entrada de

nuestra poesía a la postmodernidad. Esta denominación no obedece aquí a un simple tributo a la moda, sino a algo que me parece más fundamental: la superación de limitaciones impuestas por cánones que a menudo olvidan su carácter histórico, es decir, pasajero, y la implantación, no de un simple »todo vale« -reducción un tanto tendenciosa de lo que está enjuego-, sino de una exploración crítica de posibilidades artísticas que ya no se someten a prescripciones totalizantes ni quieren imponer sus hallazgos como normas ineludibles. De lo que se trata es del surgimiento de una conciencia creativa crítica que en el acto mismo de crear se cuestiona y cuestiona el mismo deseo de »querer decir«; de la asunción de una postura intelectual -tras la cual, es cierto, no dejan de ocultarse lo acomodaticio y el arribismo- que emprende una auténtica interrogación verbal del mundo (experiencia, comunidad, cultura) en la que la conciencia de la transitoriedad de las concepciones, de la historicidad de los modelos, de la dinámica de la cultura y la heterogeneidad del lenguaje sólo hace posibles cristalizaciones momentáneas y procederes múltiples. Y si a algún dictum parece responder esta poesía es al de aquella generosa frase de Huidobro en Altazor. »la poesía es algo que será«.

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