La delgada frontera entre las normas morales y las convenciones sociales

July 3, 2017 | Autor: M. Zavadivker | Categoría: Moral Philosophy, Evolutionary Psychology and Ethics, Moral Psichology
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Descripción

La delgada frontera entre las normas morales y las convenciones sociales

Ma. Natalia Zavadivker
UNT/CONICET

En un trabajo anterior (Zavadivker, 2014), he intentado avanzar en la búsqueda de un criterio que nos permita distinguir las normas que podríamos considerar propiamente morales, de aquellas que reflejarían meras convenciones sociales. He argumentado, en consonancia con el criterio adoptado por algunos psicólogos morales experimentales de cuño racionalista (Turiel, 1987, inspirado a su vez en los trabajos de Kohlberg, 1969), que los únicos comportamientos moralmente evaluables son aquellos cuyas consecuencias redundan en beneficios o perjuicios hacia terceros, de modo tal que sólo deberíamos considerar como objeto de juicio moral aquellas transgresiones que provocan daños a otros sujetos, violan sus derechos o implican un trato injusto.
En este trabajo me propongo analizar si efectivamente existe una diferencia esencial entre las normas "genuinamente" morales y las convenciones sociales, o si la diferencia es más bien de grado. La estrategia metodológica consiste en partir de la asunción del criterio de la ética liberal minimalista según el cuál sólo son moralmente evaluables los actos que redundan en beneficios o perjuicios dirigidos a terceros (o hacia la sociedad en general), para luego analizar si la transgresión de normas convencionales de diferentes clases puede o no provocar algún daño mediato o inmediato. Examinaremos distintas clases de normas convencionales a los fines de dilucidar si en cada uno de los casos es posible identificar la presencia de algún tipo de perjuicio como consecuencia de su violación.
Comencemos por convenciones sociales tales como normas de cortesía (saludar, solicitar algo pidiendo "por favor", agradecer, pedir turnos para hablar, callarse y escuchar mientras los demás hablan, hacer la cola en el supermercado o en el banco, etc.). Parece bastante evidente que, en tales casos, si bien cada una de estas acciones están reguladas mediante convenciones o acuerdos sociales tácitos (así, por ejemplo, las formas de saludar pueden consistir en gestos o usos lingüísticos convencionales que varíen de una sociedad a otra), su significado o intención comunicativa es la misma y remite a una actitud de respeto hacia el otro, vale decir, conlleva una significación implícita consistente en tratar al prójimo como sujeto digno de consideración moral (o, lo que es lo mismo, atribuir cierta dignidad o status moral a los demás). En tal sentido, estas normas poseen una doble dimensión, dependiendo del aspecto en el que centremos nuestra atención: si nos atenemos a su contenido o al formato específico que adoptan, no cabe duda de que se trata de convenciones arbitrariamente establecidas en el seno de determinada cultura, sub-cultura, clase social, grupo etario, etc. (podemos saludar con una inclinación de cabeza, con un apretón de manos, con un beso en cada mejilla, restregando las narices, etc.) pero si nos remitimos a su intención comunicativa, o a la función social que desempeñan, veremos que en todos los casos implican acciones asociadas al reconocimiento tácito del otro como alguien digno de trato moral, o al que le atribuimos cierto status existencial. Lo mismo cabe decir de normas de comportamiento como hacer cola o esperar turnos para ser atendidos, cruzar la calle sólo cuando el semáforo está en rojo o no arrojar basura en la vía pública: aun cuando todos estos actos dependan de acuerdos convencionales intersubjetivos, su transgresión acarrea consecuencias negativas para otros sujetos y para la sociedad en general. Por ej., arrojar basura en la calle afecta la apariencia estética de un espacio público y contribuye a la contaminación ambiental, lo que perjudica al entorno en general, e indirectamente a las demás personas que habitan o transitan en él; fumar en espacios para no fumadores afecta la salud de otras personas, etc. Podría objetarse que, aun cuando la transgresión de normas convencionales (por ejemplo, colarse en la fila del supermercado) pueda redundar en algún perjuicio o daño, el mismo es ínfimo comparado con los que derivan de la transgresión de normas morales (como asesinatos, violaciones, ataques violentos, robos, etc.), pero eso es justamente lo que explicaría por qué la gente tiene a juzgar moralmente la violación de normas convencionales con mucho menor severidad (incluso a tener un margen mucho mayor de tolerancia) al evaluar espontáneamente los daños resultantes de la transgresión de normas convencionales como mucho menos graves que aquellos que resultan de la transgresión de normas morales. En otras palabras, la diferencia entre ambas, aunque importante, pareciera ser sólo de grado.
Nuestros juicios morales, tal como lo confirman diversos experimentos conductuales y neurofisiológicos, toman en cuenta dos aspectos fundamentales a la hora de evaluar el comportamiento del agente: la intencionalidad perseguida y los resultados de la acción. Hasta el momento hemos puesto el énfasis fundamentalmente en los resultados, alegando que, más allá del carácter convencional de algunas normas de convivencia que rigen en diversas sociedades, culturas o sub-grupos, las mismas persiguen la finalidad de regular y organizar ciertos comportamientos en tanto condición de posibilidad de una convivencia armónica, e incluso de un funcionamiento social más eficaz y organizado. En tal sentido, quienes transgreden tales normas contribuyen a alterar dicha organización basada en normas de convivencia recíprocas, lo que acarrea consecuencias negativas, tanto para el o los sujetos directamente afectados (por ejemplo, para los que esperaban su turno en la cola del supermercado) como indirectamente para el orden social en general, ya que basta con que un sujeto o un pequeño grupo desacate las normas de convivencia recíproca, para que los demás pierdan el incentivo de seguir acatándolas ("¿por qué habría de ser yo el único que paga los impuestos cuando hay tantos que no pagan?").
Veamos ahora qué sucede con las convenciones sociales cuando son evaluadas en términos de la intencionalidad que persiguen: mi hipótesis central es que la existencia de normas convencionales y su vinculación indirecta o implícita con las normas morales obedece a la capacidad humana (presente también en diversas sociedades animales) de sustituir ciertas acciones directas por un sistema de signos y símbolos -intersubjetivamente consensuados al interior de un colectivo social- que los representan. Así como en el reino animal los simios antropomórficos (como chimpancés o gorilas) poseen todo un sistema de señales cuya intención es comunicar directa o indirectamente cierta información a sus congéneres (gestos de sumisión ante el macho dominante, exhibiciones de fuerza o gestos amenazantes para indicar implícitamente "quién es el que manda", etc.) y dichas señales obedecen en cierto sentido a un sistema de "convenciones" intersubjetivamente compartido, lo mismo cabe decir de todo el conjunto de señales, actitudes y comportamientos humanos capaces de comunicar información relativa al status y consideración moral que adjudicamos a otros. Así, por ejemplo, las malas palabras son, como todo constructo lingüístico, meramente convencionales, pero los seres humanos poseemos competencias comunicativas para inteligir el significado o intención comunicativa subyacente a diversas enunciaciones, y es dicha intencionalidad lo que sometemos a juicio moral. Por ej., una mala palabra puede significar burla, desprecio, insulto, falta de respeto –o, por el contrario, en contextos como el nuestro, puede tener fines amistosos o connotar admiración o afecto-. Muchos gestos convencionales (que pueden adoptar diferentes formas en distintos entornos culturales) pueden significar deshonra, provocación, amenaza, desprecio; o bien respeto, consideración, afecto, etc. En otras palabras, nuestra capacidad simbólica hace posible el uso de una amplia gama de expresiones convencionales capaces de sustituir acciones más directas asociadas al trato prodigado a los demás, por signos capaces de connotar tales acciones. El hecho de que estas convenciones simbolicen actitudes vinculadas a la consideración moral hacia otras personas hace plausible que las mismas sean éticamente evaluadas, y que tendamos a aprobar o desaprobar moralmente acciones convencionales, al asociarlas indirectamente a la intención de reconocer en los demás cierta dignidad o status moral o, por el contrario, de negárselo.
Examinemos ahora otro conjunto de convenciones sociales de naturaleza diferente: aquellas que forman parte del corpus de hábitos y costumbres propios de una determinada tradición cultural y que incluyen, no sólo la realización de ciertas prácticas, sino también la valoración altamente positiva de las mismas, no tanto por su contenido específico, sino más bien por el sólo hecho de contribuir a preservar y reforzar dicha tradición cultural (por ej., el respeto a los símbolos patrios, la práctica de rituales como el culto a la Pachamama en el NOA, y todo lo que implique mantener vivas las costumbres de una determinada región -danzas, cánticos, comidas típicas, etc.-). El psicólogo moral experimental Jonathan Haidt (2001), se vale de ejemplos muy ilustrativos para demostrar, en contra de la tesis de Turiel, que solemos desaprobar enérgicamente aquellas acciones que implican una afrenta a los valores y tradiciones vigentes en nuestro propio entorno cultural. Apela a escenarios morales tales como el siguiente: "¿qué opina de un ama de casa que despedaza la bandera de (nombra el país de origen del interlocutor) y la utiliza para limpiar el baño de su casa?" (el mismo ejemplo puede ser utilizado sustituyendo la bandera de un país por la del equipo de futbol del interlocutor, o la remera de su colegio o universidad si se siente profundamente identificado con él, etc.). Tales ejemplos consisten en acciones que no redundan en ningún daño directo hacia otras personas, y, sin embargo, suelen ser objeto de una profunda condena moral. Para analizar su sentido, cabe apelar nuevamente a nuestra condición de animales simbólicos: los signos y símbolos convencionales a los que se les está "faltando el respeto" o "negando entidad" (estandartes, banderas, escudos, himnos, íconos religiosos, etc.) representan o están en lugar de la tradición cultural, religión, institución, tribu, clan o subcultura de pertenencia de un sujeto que auto-percibe como perteneciente y profundamente identificado con dicha entidad colectiva, de modo tal que cualquier afrenta a su grupo de pertenencia es experimentada como una afrenta a sí mismo. En tal sentido, la desaprobación moral de tales acciones también estaría indirectamente ligada (a diferencia de lo que sostiene Haidt) a la percepción de daño y a la detección de malas intenciones: no se trata de un daño directo sino simbólico, y no está dirigido a un sujeto en particular, sino a una especie de sujeto colectivo de la cual el sujeto individual que lo conforma se siente parte indisoluble. Este tipo de evaluaciones morales es subsidiario del código moral comunitarista, el cual nos insta a ponderar positivamente todos los valores y convenciones que nos permiten identificarnos con nuestra propia cultura o grupo de pertenencia, y cuya función social o finalidad adaptativa es en última instancia la de contribuir a reforzar los lazos intragrupales entre los miembros de un mismo "clan", promoviendo de este modo la cohesión social al interior del grupo, en la medida en que ésta es un requisito indispensable para la preservación y persistencia en el tiempo de dicha entidad colectiva, e indirectamente, de cada uno de sus miembros.



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