La defección del Derecho

September 14, 2017 | Autor: Hector Ghiretti | Categoría: Law, Politics, Cultural change, Crime
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Jueves, 6 de noviembre de 2014

La defección del Derecho Por Héctor Ghiretti - Profesor de Filosofía Social y Política Sucedió hace un par de años. Venía en el auto escuchando un programa radial de actualidad periodística. Los conductores estaban entrevistando a una reputada jurista local por la presentación del proyecto de reforma del Código Civil y Comercial. Cuando se le preguntó sobre el juicio abreviado y simplificado para el divorcio (supresión del plazo mínimo, de determinación de culpas y del doble consentimiento) defendió la nueva norma diciendo que no se le podía pedir al juez componer o volver a unir algo que ya estaba roto. En ese mismo momento, como un violento reflejo condicionado, se me vinieron a la cabeza los hechos criminales que habían tenido lugar por esos días. La ejecución de Matías Quiroga, de 21 años, en el frustrado asalto a un blindado. El asesinato de Micaela Tatti, de 13, en medio de un ajuste de cuentas. El apuñalamiento de Emanuel Páez, de 15, en Maipú.

He pensado mucho desde entonces qué relación podría tener este aspecto de la reforma del Código y los hechos de violencia. A veces la mente nos presenta como evidente un razonamiento que tenemos que reconstruir en sus pasos lógicos para entenderlo bien. Y es que toda media verdad es, como bien se sabe, una media mentira. Efectivamente, es difícil que un juez o un tribunal pueda restablecer la unión de los cónyuges en la fase de franca disolución como es el juicio de divorcio. En ocasiones lo mejor para las partes en pugna es un proceso breve. Éste es el principal argumento de los defensores de la reforma: se sostiene que el antiguo juicio de divorcio redunda en un proceso de exhibición de intimidad y deterioro de relaciones entre los ex cónyuges, que deben seguir tratándose si han tenido hijos. Lo cierto es que no se entiende por qué, si pretende relevarse la mediación del juez, no se promueve directamente el divorcio administrativo. Esta media verdad queda reducida a una proporción menor cuando se advierte que para muchos otros casos es probable que en medio del conflicto pasional y desgarrado de un proceso de divorcio, en el que el entorno de cada cónyuge toma partido, la intervención del juez será probablemente la única instancia racional, el único criterio prudencial que encontrarán. Se podrá objetar que estoy planteando una visión paternalista del sistema judicial. Y es que en una sociedad en plena regresión infantil, cualquiera que mantenga una conducta adulta termina teniendo un rol social “paternalista”. A quienes no caen en el síndrome del “País jardín de infantes” -célebre metáfora de María Elena Walsh, que adquiere nuevas inflexiones en la Argentina de hoy- les espera una función propia de padre o maestro. La media falsedad de la afirmación aparece cuando uno se pregunta por la calidad y la solidez de las uniones conyugales que se producirán a partir de las nuevas normas. Por vía religiosa o civil (la distinción tajante entre una y otra es muy reciente) prácticamente todas las culturas han formalizado jurídicamente y dado carácter público a las uniones conyugales, con el objeto de estabilizar los vínculos matrimoniales y los núcleos familiares. El nuevo Código no solamente configura el modo de tramitar un divorcio sino también las uniones conyugales futuras. Si es fácil salir del matrimonio no hay que plantearse muy seriamente las razones para entrar. Pensar que las nuevas disposiciones sólo afectan a las uniones ya formadas (o más bien, ya en trance de disolución) equivale a

ignorar una característica elemental del Derecho: quien legisla o codifica siempre lo hace para el futuro. Esto lo vio claramente Dalmacio Vélez Sársfield: sus códigos fueron el fundamento jurídico de un nuevo país. Kemelmajer, en cambio, declara como un gran mérito que el nuevo Código “contempla la realidad actual”. ¿Qué vigencia y prospectiva puede tener un texto concebido en esos términos, más si se tiene en cuenta la acelerada dinámica social de nuestros tiempos? Lo curioso es que esa limitación se presenta revestida con el incontrovertible rótulo de progresismo. Reducir el derecho a la condición de mera caja de resonancia de los procesos sociales equivale a suprimir su función social específica de configuración de conductas sociales: condenarlo a la irrelevancia. ¿Cómo es posible desconocer la naturaleza futurizante del derecho? El conocido aforismo fiat lex et pereat mundus adquiere así otro sentido, menos notorio que el original. Ya no es una ley terrible cuya aplicación destruye el orden que busca preservar sino que la ley es incapaz de contrarrestar o atenuar los procesos disolventes de la sociedad. Hasta aquí el análisis del discurso explícito sobre la reforma puntual. Pero también es necesario explorar posibles razones implícitas de la reforma, y que pueden encontrarse en la crisis que afecta a la corporación jurídica. Es el argumento elegido el que mueve precisamente a sospecha. Supongamos que el nuevo régimen de divorcio hubiera sido justificado con la idea de que es una forma de atraer a las parejas a la unión matrimonial, facilitando la disolución del vínculo en caso de que el proyecto común fracasara, manteniendo así su ejemplaridad y revirtiendo la tendencia social hacia las uniones de hecho. Más allá de su debilidad práctica, podría ser considerado un argumento a favor del matrimonio. No obstante no ha sido así y han preferido el del debilitamiento de la institución matrimonial y su progresiva equiparación con las uniones convivenciales. ¿Ingeniería social negativa? Puede ser. Pero hay otra explicación. El sistema jurídico pasa por una situación de extrema gravedad: sufre a la vez una sobrecarga de demanda y un desprestigio social inédito. Cada vez se cree menos en él pero cada vez se le exige más. Con el divorcio simplificado se pretende aligerar al sistema de un importante cúmulo de tareas que supuestamente le permitirá dar mejor satisfacción a demandas más urgentes e importantes. Al simplificar las tareas del juez -se razona- podremos hacerlos más eficientes, más prestigiados, más reconocidos y menos cuestionados. Del mismo modo, se ponen en práctica teorías que reducen el problema de la impartición de justicia a criterios económico/financieros: daños, perjuicios y lucro cesante. Pero una cosa es buscar la eficacia desempeñando mejor la función social asignada y otra desembarazarse de parte de ella. El Derecho renuncia tanto a configurar conductas sociales fundamentales como a resolver los conflictos derivados. Uniones conyugales más precarias producen familias inestables e irregulares. Familias inestables e irregulares producen personas sin buenos hábitos ni conductas sociales. Personas sin hábitos ni conductas sociales sobrecargan de demanda a los sistemas educativo y judicial. La incapacidad de respuesta del derecho y la educación se traslada a los mecanismos de control y represión. Y si estos fallan se disparan las actividades ilícitas, el delito y los crímenes. Se completan así los pasos lógicos de la asociación de ideas a la que me refería al principio. Se podrá decir -con razón- que el Derecho no es el único responsable de esto pero no se puede apagar un incendio arrojándole querosén. Entonces ¿a quién beneficia el nuevo divorcio? Aparte de la camarilla de juristas reformistas y la casuística a la que ya nos hemos referido, a nadie. El resto sale perdiendo. Pero pierden mucho más los sectores más débiles, que dependen fundamentalmente de sus entornos familiares y de los poderes del Estado para integrarse a la sociedad. Declinando su responsabilidad, el sistema jurídico se convierte en cómplice de la violencia. Esa responsabilidad no se circunscribe al Derecho Penal.

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