La cultura del Renacimiento y los retos de la era global (Conference Presentation)

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Descripción

Lehendakari jaun gorena, Sailburu anderea, Padre Provincial, Errektoreak, Jaunandre txit argiak, Unibertsitateko klaustro agurgarria, Jaun-andreak.

1. Descartesek zioen antzekoak direla “beste mende batzuetako jendearekin hitz egitea eta bidaiatzea. Ondo dator paralelismo hura gogora ekartzea historiaren gainekoa izateko asmoa duen eta bidaia bat ere proposatuko dizuen irakasgai honetan. Ikasturte honetan berrogei ta hamar urte izango dira gure unibertsitaea turismo ikasketak ematen hasi zela. Ikasketa horien garapenak, bilboko eta donostiako campusetan, ezin hobeto erakutsi du zer eskaini nahi dien deustuko unibertsitateak gure unibertsitate sistemari eta euskal gizarteari: jakintza arlo berriak, arlo estrategikoetarako prestakuntza, ikasleen hezkuntza osoa lortzeko ahalegina –ia obsesioa. Como homenaje a nuestras/os compañeras/os del departamento de turismo en ambos campus cuyo trabajo ha hecho posible que hoy celebremos este 50 aniversario, permítanme que les proponga un viaje. Un viaje al pasado. Un viaje al renacimiento. ¿Por qué al Renacimiento? No por mero placer. Koselleck nos ha recordado que cuando interpretamos el pasado acumulamos experiencia. Y esta experiencia transforma un pasado que ya se ha ido en “pasado presente”, que está aquí y es capaz de modelar nuestro pensamiento. De la misma manera que nuestras expectativas y proyectos sobre un mañana que todavía no ha llegado se comportan como un “futuro presente”, porque orientan nuestras acciones y estrategias. Nuestro objetivo es iniciar un diálogo entre experiencia y expectativas, un diálogo que nos sirva para afrontar el futuro conscientes y armados con el bagaje del saber acumulado en nuestra trayectoria colectiva. ¿Qué

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experiencia? ¿Qué expectativas pondremos a dialogar? La experiencia, la que nos siguen

transmitiendo

nuestros

antepasados

renacentistas:

se

habla,

quizá

exageradamente, de que hubo una primera globalización en el siglo XVI, o al menos una expansión que permitió tener una primera perspectiva de conjunto del planeta y que transformó valores y reorientó comportamientos y estructuras. Nos interesa penetrar en ese tiempo complejo, de cambios y transformaciones, en el que, como hoy, el ser humano se preguntó hacia dónde ir y formuló diferentes opciones; un auténtico “caldo de cultivo” para nuevas ideas. Algunas de ellas triunfaron y se abrieron paso hasta nuestra modernidad; otras se desecharon pero permanecen en nuestro subconsciente colectivo. Nuestro objetivo es recuperarlas y reconsiderarlas. En cuanto a nuestra expectativa es muy clara: contribuir a la reconstrucción de un humanismo adaptado al siglo XXI. Seguimos viviendo, precisamente, del humanismo que heredamos del XVI y es evidente que necesita actualizarse para responder a los retos de la era global.

2. Comencemos nuestro viaje en el tiempo, que nos lleva a Roma, a septiembre de 1512. Allí nos encontramos a Miguel Ángel, muy preocupado porque su familia está en Florencia, y Florencia está a punto de ser atacada por las tropas del Papa y de la Monarquía Católica. Pero sobre todo muy ocupado, tumbado en el andamio y terminando su famosa bóveda de la Capilla Sixtina. Fijémonos en un detalle de esa Bóveda que todos uds. conocerán: el fresco de La Creación, la mano de un Dios pletórico de energía transmitiendo la Vida a Adán a través de un simple roce con su dedo. Esa mano y ese gesto están cargados de simbolismo, transmiten muchas claves del Renacimiento. Como si el dedo divino -que ya no es el del Pantócrator medieval- a la vez que transmite vida a un cuerpo inerte le dijese a Adán: te creo para que admires la Creación, te creo con

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cuerpo y alma, en parte animal y en parte divino; te creo racional: podrás conocer y comprender, porque no se puede amar lo que no se conoce; te creo libre: puedes ser lo que quieras y tener lo que desees, pero eso te obliga a decidir, a buscar tu camino; Yo soy el Creador pero te concedo el don de la creatividad, úsalo: piensa, conoce, crea, sé el centro de la Creación. El Renacimiento fue totalmente consecuente con este mandato divino: conocer y crear: el arte, la observación directa, los saberes tradicionales, la relectura de los clásicos… todos los conocimientos tenían algo que aportar al progreso humano, sobre todo si eran creativos, si se aplicaban a problemas reales. Y esto no sólo se refiere a un Leonardo obsesionado por traducir sus observaciones a inventos sino también a filósofos y juristas neoescolásticos aplicando sus deducciones a la mejora del ius gentium, o a humanistas que releían la historia de Roma para mejorar las formas de gobierno. Lo que no perdonaban era la erudición sin sentido y el dogmatismo exagerado, como cuando Erasmo se ríe de los gramáticos que consideraban motivo de guerra confundir una conjunción con un adverbio o criticaba a los teólogos que juzgaban más leve delito degollar a mil hombres que coser los zapatos de un pobre en domingo. Este impulso creativo no fue sólo asunto de élites intelectuales. De hecho es una época plagada de innovaciones técnicas que, entre otras cosas, permiten la navegación a larga distancia y, por tanto, explorar mundo. Y a conocer mundo salieron innumerables viajeros y expedicionarios de todo tipo y condición. Estos viajes fueron el mejor ejemplo de la centralidad y potencialidad humana de la que hablaban artistas y filósofos; la mejor lección práctica para entender que, como decían éstos, el hombre había sido creado libre, con capacidad para hacer y tener lo que quisiera, para vencer obstáculos naturales, insalvables hasta hacía poco. Esta confianza en el ser humano llevó al hombre europeo a los confines del planeta. El mundo entero pudo plasmarse en un mapa, pero aún con la

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sensación de que ese mundo era casi inabarcable, inconmensurable, y por eso los intentos humanos por dominarlo no fueron incompatibles con el asombro respetuoso que pedía el mandato divino. Por eso, los libros de viajeros están llenos de crónicas que admiran los secretos maravillosos de la naturaleza; por eso Leonardo o Ficino cantan poesías al Sol, metáfora de la luz divina. Predomina una visión integral de toda la Creación, por mucho que el Hombre ocupase en ella un lugar central.

3. Hagamos un primer alto en el viaje. ¿Tiene algo que decirnos esta primera experiencia? Según los expertos, en la expansión del XVI la innovación tecnológica se aplicó a la naturaleza mientras que en la era global se aplicará también al hombre y a la vida. Y si hace 500 años generó un optimismo desbordante, una confianza plena en el ser humano, hoy destila, tanta ilusión -por lo que deducimos que la ciencia y las nuevas tecnologías conseguirán en algunos campos- como desencanto y temor. Quizá porque hemos descubierto que del desarrollo material no se sigue obligatoriamente progreso humano. El siglo XX nos ha demostrado que la ciencia puede construir y también destruir; que la naturaleza es finita y no inconmensurable. Todo ello cuestiona nuestro modelo de desarrollo. Hasta las películas de ciencia ficción -reflejo a veces de nuestros miedos- nos ofrecen pesadillas tecnológicas, en las que, por ejemplo, será posible “fabricar” seres humanos artificiales, indistinguibles de los naturales, como si el Hombre ya no fuese sólo creativo sino Creador…pero en un entorno desolado, inhumano, impersonal e inhabitable: ¿es eso progreso? ¿progreso humano? Dialogando entre ambas situaciones, quizá no esté de sobra recordar que nuestros antepasados renacentistas vieron con claridad meridiana que replantearse el rol del ser humano, de sus relaciones con la naturaleza y con el misterio de la vida, ver al hombre

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como centro de una Creación compleja... todo ello requería alcanzar una comprensión del “todo” y no de las partes aisladas. Es decir, que el Renacimiento no se conformó con el afán creativo e intentó penetrar en la esencia de las transformaciones, proporcionar una visión conjunta del mundo y del hombre. Sólo así, lo creativo dejaba de ser un mero hacer por hacer y cobraba sentido para el progreso humano. No es casualidad que el Renacimiento conociera tantos genios enciclopédicos o que nos cueste distinguir al artista, al científico, al moralista y al político en muchas de sus figuras, ni que la gran mayoría combinasen conocimientos humanísticos y científicos. Tampoco que se debatiera sobre el conocimiento interior -zambullirse en el alma propia- como paso previo para comprender el mundo. Está claro que el nivel de especialización que ha alcanzado hoy la Ciencia y el imprescindible rigor del trabajo científico nos impiden siquiera acercarnos a esos saberes enciclopédicos. Pero la experiencia renacentista nos plantea una gran pregunta: ¿se llega al conocimiento en profundidad sólo mediante el conocimiento especializado? Creo que esta es una reflexión pendiente para el humanismo del XXI. Hoy hablamos de interdisciplinariedad, de rebelarnos contra la ilusión de la exactitud, de reconsiderar la introspección, el autoexamen, el pensamiento crítico o la formación integral de la persona, de atender a una inteligencia emocional, incluso espiritual. Quizá nuestro subconsciente colectivo aflora de vez en cuando para recordarnos que en una sociedad compleja el conocimiento debe ser tan creativo como orientador y proporcionar tantas herramientas como sentido, y que esto no es posible sin una visión de conjunto del hombre y el mundo.

4. Volvamos otra vez a 1512 e iniciemos, de la mano de otro florentino, un segundo itinerario que nos conducirá al ámbito de lo político. Aquellas amenazas que le hacían a

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Miguel Ángel temer por su familia son las mismas que han expulsado del gobierno de Florencia a Maquiavelo, nuestro nuevo guía. Arruinada su vida política se refugia en los clásicos, y en diálogo con ellos comienza a escribir “El Príncipe”, la obra que hemos tomado como inicio de la ciencia política moderna y de la primacía de la razón de estado. Entendible pero curioso, porque Maquiavelo no usa nunca el término “política” en esta obra y ni en ella ni en ninguna otra habló de “razón de estado”. La lógica política del momento no es, de partida, interpretable en nuestras categorías modernas de estado, nación o soberanía. En primer lugar, Europa es en estos momentos un conglomerado de territorios diversos imposible de representar en un mapa: ciudadesestado, cantones, pays, countries, landers, provincias, señoríos, condados, reinos... que llevan desarrollando en su seno procesos de territorialización del derecho y de los vínculos políticos; que están viendo nacer instituciones propias y sentimientos de identidad. Algunos han protagonizado largas luchas por su autoadministración y libertades; otros siguen más atados a tradiciones estamentales y feudales. Pero lo más característico del momento es que, por encima de esta pluralidad, algunos reyes están consiguiendo formar verdaderas monarquías compuestas, conglomerados de reinos y territorios, que aun manteniendo sus propias leyes y tradiciones, comparten lealtad, fidelidad, obediencia a un monarca. Desde el Medioevo la comunidad política por excelencia era sólo una, la Cristiandad, y ésta venía siendo encabezada por un poder temporal, el emperador, y por otro espiritual, el Papado. Pues bien, estas monarquías comienzan a ser tan fuertes que se sienten con poder para reclamar la cabeza temporal de la Cristiandad, por eso buscan apelativos universales, como monarquía católica o rey cristianísimo. Quién encabeza la Cristiandad: ésa era la gran disputa política del momento, la que da sentido a los conflictos locales que tanto preocuparon a Miguel Ángel

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y Maquiavelo. Es verdad que en estas monarquías atisbamos el embrión de futuros estados del sistema westfaliano, pero aún quedaba camino por recorrer. Un paso esencial era el que iba a reconducir la pluralidad de sentimientos de identidad y pertenencia a una sola lealtad político-religiosa. Porque, efectivamente, la mayor movilidad de personas e ideas había acentuado los sentimientos de pertenencia hacia las comunidades de origen, como testifican perfectamente, por ejemplo, las actuaciones de los vascos en la Corte, en Sevilla o en América. Pero la creciente complejidad que las disputas en clave religiosa iban tomando en el seno de la Cristiandad provocó que la vinculación de estos territorios a una de las grandes opciones para encabezar la Cristiandad fuese también tomado progresivamente no como un signo de identidad más, sino como el signo de identidad decisivo, puesto que era el que proporcionaba las claves del alineamiento político-religioso, el que definía la postura de cada cual en torno a ese conflicto principal de quién iba a encabezar la Cristiandad. Es así como el complejo mapa de las identidades europeas comenzó a “resumirse” en torno a la obediencia política, y es así como algunos gentilicios se consolidaron para identificar, por ejemplo, como “españoles” a todos los leales al monarca católico, como “franceses” a los seguidores del rey cristianísimo, o como “tedescos” o “germanos” a los del emperador. Durante los siglos posteriores -no en este momento- estas lealtades se convertirán en identidades colectivas prioritarias y excluyentes, incompatibles con otras consideradas menores hasta el punto de concebirse unas como civilizadas y racionales y otras como menores, regionales, incluso bárbaras (Garibay en el XVI no veía ningún problema en alinearse con la Monarquía Católica y proclamarse de nación cántabro, pero Stuart Mill en el XIX calificará a vascos, bretones y escoceses como “porción atrasada e inferior de la especie humana”, y les aconsejará dejarse absorber en el seno de naciones civilizadas). Lo que sí aparece ya en nuestra época es la rivalidad entre identidades, iniciando la tradición de

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tópicos, clichés y menosprecios al “extranjero” con que unos y otros se iban a obsequiar en los siglos posteriores (holandeses borrachos, ingleses negociantes, italianos afeminados, suecos cobardes, irlandeses supersticiosos... los alemanes huelen tan mal que, según Campani, lo más digno de notarse en este país es que los muertos andan... aunque luego aclara que huelen mal en efecto los que andan pero si oliesen por muertos no caminarían). En resumen, la polarización de las identidades en torno a la obediencia político-religiosa fue uno de los elementos que prepararon el terreno a la posterior división de la Cristiandad en estados. Otros pasos en esa dirección tendrían que esperar al estallido del drama de las Guerras de Religión. Hasta entonces, la teoría política no saldría de sus parámetros clásicos, aristotélicos. Maquiavelo es un ejemplo de ello, pues su obra, vista en conjunto, supone ante todo una reivindicación de las repúblicas, de la política entendida como arte del buen gobierno de la ciudad, protección de libertades cívicas y desarrollo de virtudes ciudadanas. Cuando en su retiro desencantado escribe “El Príncipe”, lo hace sobre lo que concibe como una novedad que no se ajustaba a las reglas del juego político: los “príncipes nuevos”. Príncipes que adquirían dominios, que se imponían por la fuerza sobre comunidades y que se encontraban con el problema de dar solidez en el tiempo a esos dominios recién adquiridos. Príncipes que no encontraban respaldo en la tradición ni apoyo en la población dominada, que tampoco podían apelar a ninguna legitimidad, sólo a su poder, a su virtuosismo, a su liderazgo, a su capacidad para enfrentarse a la Fortuna y para entender cuándo debían atenerse a reglas morales y cuándo no. Y que, a pesar de esas circunstancias -y esto le inquietaba- conseguían conservar esos dominios y consolidarse en el poder. Pero estos problemas no los resolvía la teoría política; eran problemas de dominio y poder, no de política. Quizá por ello, cuando Maquiavelo desgrana las argucias de estos príncipes nunca menciona el concepto de “política” (sí en

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los Discursos), porque para él una cosa era la política, el arte de vivir y comprometerse en la vida de la república, y otra “mantenere lo stato”, el arte del poder. Pero en el contexto de guerra endémica que siguió a la división de la Cristiandad, conservar “lo stato” frente a las agresiones rivales y mantener la disciplina interna ante el peligro de guerras civiles se convirtieron en las actividades más urgentes, prioritarias y pasaron a constituir las nuevas claves de la vida política. Se consideró -y no resulta extraño en aquel contexto- que el hombre era incapaz de vivir en comunidad, que en realidad la “sociedad” era una suma de individuos movidos por sus propios intereses, que esto llevaba de forma natural a la guerra y que la guerra no podía evitarse si no existía un poder fuerte. Para que este poder fuera efectivo se dedujo que debía ser soberano, esto es, exento incluso del cumplimiento de las leyes. Y que no podría ya admitirse que una comunidad actuase al margen del mismo, pues la historia demostraba que sólo somos civilizados cuando nos sometemos a un poder soberano. Además, se consideró que si este poder era el único capaz de garantizar la seguridad a los individuos “razón de estado” e interés individual eran no sólo compatibles sino inseparables. Había nacido “Leviatán”, el Estado moderno. El resultado fue que “Estado” quedó unido a poder soberano e indisponible, y que “política” se confundió con “Estado”, es decir, que política pasó a significar esencialmente ejercicio del poder y búsqueda de medios para ello, y que política ya no fue el “arte” de vivir libres ni de desarrollar las virtudes ciudadanas, y que sólo se podría hacer política desde el Estado, y que donde no hubiese Estado no cabría hacer política alguna. Como nos ha recordado el medievalista Jacques Le Goff “la Europa actual aún no se ha curado de ello”. Es cierto que enseguida se advirtió el peligro que encerraba Leviatán, y que una evolución constitucional posterior orientó las relaciones Estado-Sociedad hacia la

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defensa de los derechos individuales y hacia la limitación de los poderes del estado; es cierto también que el pueblo acabó tomando el centro del poder que primero ocuparon las monarquías absolutas, y que se construyeron puentes para la representación democrática y la mediación política. Pero a mediados del XIX la división entre Estado y Sociedad amenazaba ya con una fractura en toda la regla, y a mediados del XX reaparecía el peor de los Leviatanes en forma de totalitarismo moderno, y Hannah Arendt tuvo que recordarnos que el mal estaba en el origen, en aquel nuevo concepto de política que ya no orientaba los compromisos del ciudadano hacia lo común y lo público, sino sólo hacia la obediencia política y hacia sus intereses particulares. Cuando política se identificó con razón de Estado, el sentido de la lectura de “El Príncipe” cambió por completo. Dejó de ser un tratado sobre una novedad dudosamente política y, casi al contrario, pasó a considerarse el modelo de una nueva manera de entender la política más allá de las reglas morales. En el nuevo escenario de Westfalia -el de las rivalidades internacionales y el miedo a la guerra civil- “mantenere lo stato” era el principal objetivo de la política. Se reconociese o no, las perversas estrategias de El Príncipe ofrecían consejos más prácticos a Leviatán que cualquier descripción de la política como vida en la polis o en la república. En ese momento, Maquiavelo dejó de ser “maquiaveliano” y se convirtió para siempre en maquiavélico.

5. Cuando, descansando en el hotel, repasamos el segundo itinerario de nuestro viaje y todas estas imágenes sobre la política del Renacimiento, lo que más claramente se nos revela es que ese Estado soberano es histórico, luego contingente, tiene fecha de inicio y la puede tener de final, o al menos de considerable transformación. Si surgió como referencia en un entorno histórico muy determinado, que buscaba ante todo un orden, un

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cese de la violencia endémica y marcar distancias frente al enemigo exterior, deberemos estar preparados para que sufra alteraciones sustanciales pues ahora el contexto es otro y ahora debemos responder tanto a las necesidades de un mundo interdependiente como a las crecientes demandas de reconocimiento. Por eso hoy hablamos de “crisis del estado”, o de separación entre Estado y Soberanía, lo que se había unido en Westfalia. Pero no se trata de firmar la defunción prematura del Estado ni de negarle sus aportaciones civilizadoras, sino de estar atentos a su transformación para dirigirla y no dejarnos llevar, para aprovechar lo mejor de su historia y reformar lo que intuyamos menos adecuado. No sabemos si el mundo del futuro será el de las naciones, ciudades y asociaciones ciudadanas que nos anticipó Held, el de las metrópolis globales de Sassen, o el de proyectos transnacionales como el europeo. Demasiadas cuestiones que sólo se resolverán a largo plazo. Lo que sí parece seguro es que haber convertido en sujeto y esencia invariable lo que era contingente y producto de la historia, nos ha provocado una cierta cortedad de miras. Como nos ha recordado Viroli, “la idea de que el corazón de la política es esa estructura impersonal de dominio denominada estado está tan firmemente arraigada en nuestra forma de pensar que cualquier otra concepción nos parece poco intuitiva y/o plausible”. En suma, que ver estados cuando no los había, o verlos siempre inseparablemente unidos a otras categorías como nación o soberanía ha limitado nuestra capacidad de pensar el futuro. Más allá de lo que ocurra con el Estado, bien estará recordar que un día el concepto de política se refirió explícitamente a la responsabilidad del ciudadano, que era participar en la “cosa pública”. Ese significado originario nos recuerda que la participación en los asuntos que hemos decidido que sean comunes es derecho y responsabilidad de la ciudadanía; que está bien que en sociedades complejas y especializadas actuemos

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mediante representación, pero siempre a condición de que no olvidemos esa responsabilidad original. Quizá, y más en escenarios como el europeo, tengamos también una oportunidad de reconducir la excesiva tendencia de los Estados a convertir la pluralidad en unidad. Es curioso, como nos ha recordado M. Fioravanti, que debates actuales nos estén remitiendo a propuestas de pluralidad jurisdiccional rechazadas un día como contrarias a la razón política. No está de más. El campo de batalla en el que se convirtió Europa entre los siglos XVI y XX, el colonialismo europeo, o lo mucho que está costando en Europa “unirnos en la diversidad” y derribar algunas barreras mentales, nos indica bien a las claras a dónde condujo el camino de clichés y rivalidades comenzado entonces.

6. ¿Qué podemos concluir de nuestro viaje? El final del viaje nos obliga a repensar qué videos y fotos enseñaremos a nuestros amigos y familiares, cuáles son las imágenes que quedarán fijadas en nuestra mente. En suma, cuál será nuestra experiencia. Permítanme sugerirles que retengan una idea: que la centralidad del desarrollo humano, la formación integral de la persona, el asombro respetuoso ante la naturaleza, el reconocimiento del otro o la política entendida como vida activa, civil y comprometida, todas esas ideas, son parte de nuestro subconsciente cultural, estuvieron ahí, en el caldo de cultivo renacentista hace cinco siglos. No son opciones meramente idealistas, no surgen de la nada, ni son anti-nada ni anti-nadie. Está en nuestra mano reconsiderarlas o no. El diálogo con el pasado nos proporciona experiencia para el futuro pero ni nos obliga ni nos asegura nada. Todo queda en nuestras manos. Como dice Bauman, “la condición humana no es presa de su pasado... Cada momento de la historia es una intersección de caminos que llevan hacia varios futuros. Estar en la encrucijada: ésa es la manera en la

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que existe la sociedad humana”. Bukatzeko, testu ona delakoan nago. Jaun-andreak, bidaia amaitu da. Espero que el viaje haya sido de su agrado.

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