La cultura del prejuicio

July 22, 2017 | Autor: Benedetto Vertecchi | Categoría: Politics Of Education, Educational reform, Politica Scolastica
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Descripción

La cultura del prejuicio


Benedetto Vertecchi

Un prejuicio es un juicio expresado antes que un hecho determinado suceda,
se hayan constatado las circunstancias y observado sus efectos. Lo que
implica, por un lado, que carece de importancia establecer la realidad de
lo acaecido, pues ya se ha dado una interpretación del hecho mismo, y por
otro lado, que quien ha expresado o aceptado el prejuicio se cuidará de
registrar todo aquello que contribuya a confirmar una cierta conformación
de lo real, mientras que tenderá a soslayar cuanto pueda parecer
disconforme con las representaciones de las que dispone. La revolución
científica, en gran parte debida al desarrollo de las ciencias
experimentales en la línea marcada por Copérnico y Galileo, señaló la
inconsistencia de las interpretaciones de los fenómenos naturales basadas
en prejuicios. El camino fue, en cambio, mucho más incierto en lo referente
al conocimiento del hombre. Por muy importante que fuera contribución de
las ciencias que se constituyeron con el objetivo específico de explorar
las distintas manifestaciones, individuales y colectivas, de la actividad
humana, el prejuicio siguió operando, a veces insinuándose en esas mismas
teorías científicas, y a menudo asentándose en esa incierta tierra de nadie
donde se expresa una sabiduría, que podrá resultar sugestiva, pero es
incapaz de aducir las razones de lo que afirma. Es esto lo que sigue
sucediendo en el campo del conocimiento educativo, aunque consideraciones
parecidas podrían plantearse en otros campos de investigación, como la
psicología, la sociología o la antropología.
En la educación, el conocimiento sigue siendo, principalmente, efecto de la
confirmación. En otras palabras, se tiene pensada una interpretación de los
fenómenos, que se pretende que esté corroborada por la experiencia, y se
busca la prueba que la confirme al presentarse sucesivamente esos mismos
fenómenos. Se construye así un fundamento de sabiduría capaz,
aparentemente, de justificar ciertas medidas, pero que, en realidad, actúa
como un factor determinístico que fuerza que los fenómenos asuman la
conformación esperada. Es cierto que muchos prejuicios (la confirmación es
su terreno de cultivo) se derribaron cuando las explicaciones que ofrecían
se revelaron inconsistentes al progresar la investigación, pero también lo
es que en muchos casos la primacía de la racionalidad afectó a aspectos
concretos de la educación, pero dejó intacta su interpretación global.
Nadie sostendría hoy que haya que reprender la zurdera por estar asociada a
tendencias aberrantes, o que la presencia de dificultades en el aprendizaje
de la lectura y la escritura se deba necesariamente al bajo perfil
actitudinal, o, peor aún, a un defecto de cualidades morales de los
alumnos. Aunque se observa buena disposición para reconocer que existen
diferencias en el plano neurológico que nos inducen a ser zurdos en lugar
de diestros, o que problemas de carácter perceptivo pueden retrasar, si no
se detectan tempestivamente, la adquisición de determinadas capacidades, no
se manifiesta esa misma buena disposición para la revisión crítica de los
juicios cuando están en juego interpretaciones que tienen que ver con el
conjunto de la función educativa. El prejuicio sigue primando en esas
interpretaciones, aunque se trate de encubrirlo con argumentaciones tomadas
de pretendidos análisis referidos a cambios que están ocurriendo en las
relaciones sociales, en el marco del conocimiento o en la organización de
las actividades productivas.
Es lo que sucede con la cultura de la que beben las intervenciones de
política escolar que ha adoptado el gobierno de la Derecha. Estamos frente
a una quincallería donde se encuentran desde elementos de modernización
hasta interpretaciones más corrientes. Tan corrientes que resulta como si
nos enfrentáramos a una especie de sentido común educativo del que no se
pudiera prescindir. Mediante un atrevido expediente retórico, se considera
el rechazo de ese sentido común como una expresión de conservadurismo. Por
tanto, sería un conservador todo aquel que sostuviera que la educación
escolar ha de cumplir la tarea de ofrecer a toda la población un repertorio
lo menos diferenciado posible de competencias simbólicas, y que no debieran
incidir en el nivel de ese repertorio condiciones de contexto desfavorables
como por ejemplo las debidas a la pertenencia social de los alumnos. Por el
contrario, parecería dispuesto a la innovación quien estuviera convencido
de que hay que ofrecer mejores oportunidades de instrucción a quien
demuestre que puede aprovecharlas mejor, mientras que para el resto
convendría pensar en itinerarios educativos (o formativos, se prefiere
definirlos así con una operación de cosmética verbal) destinados a
facilitar una integración rápida en las actividades productivas.
Merece la pena observar que la cultura del prejuicio, al estar centrada en
el sentido común, presenta rasgos realistas, siempre y cuando el análisis
se mantenga estrictamente en el plano sincrónico. Dicho de otro modo: si un
chico en el último curso del primer ciclo de escuela secundaria silabea a
duras penas (cosa que, por desgracia, puede suceder), ¿acaso cabe esperar
que consiga niveles de aprendizaje no demasiado distintos del de sus
compañeros que leen con propiedad y demuestran que comprenden el texto
escrito? ¿No sería preferible rebajar las expectativas y conseguir así, de
todos modos, un resultado útil? Y sucesivamente, ¿no convendría dirigirlo
hacia algún itinerario que, en lugar de pretender un crecimiento improbable
de conocimientos referibles de algún modo a la posesión de símbolos, se
preocupara por transferir capacidades operativas que aprecia el mercado?
Planteadas tal cual, estas preguntas parecen retóricas. Sin embargo, si
desplazamos la atención del plano sincrónico al diacrónico, ese realismo se
destempla y se vuelve una parodia interpretativa, debido a una razón
fundamental: la educación tiene lugar en una extensión de tiempo, de ahí
que todo análisis deba tener en cuenta lo que ocurrió antes y lo que es
posible que ocurra después.
Si reflexionamos acerca de las transformaciones que han cambiado el marco
educativo en los últimos dos siglos (en Italia, tras la consecución de la
unidad nacional), se observa que todos los logros alcanzados han
contradicho el sentido común. Enseñar a leer a los hijos de los campesinos
y los obreros no podía sino convertirse en un factor de inestabilidad
social. Instruir a las niñas igual que a los niños quería decír apartarlas
de que adquirieran las competencias mujeriles necesarias para que se
hicieran buenas esposas y madres de familia. Consentir el acceso a la
escuela secundaria a los "traidores de la azada y la paleta"[1] era la
premisa para la decadencia de la calidad de los estudios. Y se podría
continuar. Si el sentido común no hubiera quedado superado gracias a una
idea de progreso, expresada a veces solo por valerosos intérpretes, no se
habría dado esa transformación general de las condiciones de vida de las
poblaciones de los países industrializados que ha permitido la afirmación
de las maneras de vivir del mundo contemporáneo. No es mi deseo expresar un
juicio positivo indistinto a propósito de esas maneras de vivir: lo que
está claro es que, mediante una educación que fue capaz de superar el
sentido común, se logró impedir que la gran mayoría de la población de los
que ahora se definen como países industrializados cayera en el estado de
miseria, ignorancia y superstición al que iba encaminada.
Entre las medidas de política escolar de la Derecha que se apoyan en
consideraciones de sentido común me limito a recordar las siguientes:
a) en el plano de la ordenación del sistema educativo, la separación precoz
entre una opción escolar a la que deberían estar destinados los alumnos que
demuestran una mejor actitud para el estudio y otra a la que deberían ir
aquellos con mejor actitud profesional. Se trata de una separación que
acarrea consecuencias no solo en los destinos sucesivos de los alumnos,
sino también en la calidad de la oferta de instrucción en los años de la
escuela primaria y secundaria de primer grado. Habrá mucha gente que se
pregunte por qué habría que empeñarse en mejorar los resultados del
aprendizaje de los alumnos que presentan mayores dificultades, cuando se
sabe que dejarán la escuela;
b) en el plano didáctico, la personalización de los objetivos de
aprendizaje tendrá un efecto análogo. Las dificultades que los alumnos
encuentran para alcanzar un nivel común y positivo en la adquisición de
competencias dejan de constituir un problema, puesto que se podrán formular
objetivos correspondientes al crédito de actitud reconocido a cada uno. Se
va perfilando una didáctica de la resignación de la que seguro que no se
obtendrá un progreso para la educación;
c) por último, en el plano cultural se ha escogido el camino de la
supeditación de las decisiones a las modas del momento, renunciando a una
proyectación original que comportaría un compromiso para señalar no ya lo
que parece atrayente en el momento, sino lo que podrá dar consistencia al
perfil cultural de las personas durante su edad adulta. No tiene otro
significado el énfasis que se ha puesto en la tecnología, la cultura de
empresa o el inglés. Sabemos cómo se presenta la tecnología en el momento,
pero no tenemos ni idea de las características que presentará su desarrollo
al cabo de diez, veinte o más años: quienes hayan seguido el debate
educativo en las últimas décadas saben bien que la validez de ciertas
propuestas tardó poco en agotarse. En cuanto a la cultura de empresa, no se
entiende por qué motivos deberíamos considerarla un modelo educativo. Ante
todo, es una cultura sujeta a factores de variación que tienen que ver con
lo relativo a los sistemas productivos. Y no se puede decir que la
preocupación por los destinos individuales ocupe lugar prioritario en
quienes tienen que tomar decisiones en ese campo. Faltaría por considerar
el inglés. Nada que objetar por el hecho de que sea necesario reforzar la
competencia lingüística gracias al dominio de otras lenguas. Pero es bien
distinto reconocerle al inglés un papel de lengua imperial, basándonos en
consideraciones que, en lugar de educativas, son más bien políticas y
económicas. Lo que se obtiene así no es un incremento de la competencia
lingüística, sino una compresión de la capacidad de expresar un pensamiento
completo, ya sea en italiano, o en inglés.
Al afirmarse una cultura del prejuicio a nivel de decisiones políticas, no
pueden no darse consecuencias depresivas en el desarrollo del conocimiento
educativo. Se sustituye la prudencia crítica de juicios basados en la
investigación por la indisponibilidad a la contradicción de un sentido
común que ha hallado modo de asentarse como interpretación autorizada en la
educación. Lo que se les escapa a los exegetas del sentido común es que las
contradicciones soterradas a duras penas vuelven a aflorar enseguida con
mayor evidencia. Recuérdese que también Gentile[2], aun con una dignidad
incomparable con la que se observa en las formulaciones actuales, había
perseguido un diseño de contención de la escolarización que se resumía en
el eslogan: "pocas escuelas, pero buenas". En pocos años se pudo observar
que el crecimiento de la demanda de instrucción volvía ilusoria la
instancia contenida en el primer adjetivo. En cuanto al juicio que cabría
expresar sobre lo buenas que habían de ser las escuelas, llevamos ochenta
años discutiendo.

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[1]N. d. T.: La expresión "traditori della zappa e della cazzuola" se debe
a Augusto Monti, intelectual antifascista italiano, que, sin embargo, en
1913 criticaba la escolarización masiva de campesinos y proletarios. Desde
finales del S. XIX, se afirmó la idea de que la instrucción superior sólo
debía ir dirigida a las clases más altas.
[2] N.d.T.: Giovanni Gentile (1875-1944), filósofo y pedagogo italiano.
Fue Ministro de Instrucción Pública durante el gobierno fascista de Benito
Mussolini entre 1922 y 1925, y autor de una importante reforma de la
educación.
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