La cooperación como principio de gobierno

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Descripción



Proyecto y realización del filosofar latinoamericano. Miró Quesada Francisco, Fondo de Cultura Económica, México 1981.
Diego Portales fue un antecesor de Augusto Pinochet, quien semejantemente centralizó el poder, liquidó la democracia y ejerció una sangrienta dictadura en Chile de 1830 a 1837. Era, desde luego, un modernizador, y su gestión permitió a Chile décadas de estabilidad económica y "progreso".

* Al menos esta era la idea general desarrollada en El Ogro Filantrópico;. Lamentablemente no es en este gran poeta sino una visión y no una convicción, pues en otras obras posteriores como Tiempo Nublado, en sus textos hechos para Televisa, pero más específicamente en su Manifiesto del Fascismo Chilaquíl en que apoyó el avance del ejército mexicano contra los zapatistas en febrero de 1995, su posición se parece más a la de Jefferson y Franklin.
Atenco fue una rebelión a comienzos del Siglo XXI en las inmediaciones de la Ciudad de México. La población se oponía a que el Estado, que no les había consultado nada, les quitara sus tierras de labor para construir un aeropuerto. El líder fue encarcelado, varios ciudadanos asesinados, y muchas mujeres violadas por las "fuerzas del orden".


La proyección y las perspectivas de la cooperación en el Siglo actual
Mario Rechy M
Fragmento de un legado ideológico 2013
I La lucha de clases es un accidente en el largo proceso de solidaridad entre los grupos humanos
Cuando los fundadores del socialismo científico escribieron su Manifiesto, jugaron el mismo papel que Newton cuando escribió sus fórmulas sobre la Física clásica. Pero cuando el hombre salió al espacio exterior y pudo entrar al microcosmos del interior del átomo tuvo que reformular las leyes del movimiento, bien como física relativista en el primer caso, o como física cuántica en el segundo. Esto ya lo había explicado un notable mexicano hace ya más de treinta años en su Dialéctica de la Física. Sin embargo, aunque en el terreno social ha ocurrido un fenómeno semejante, es decir que hoy se ha extendido nuestro conocimiento de la sociedad tanto en el tiempo como en las dimensiones del planeta, nadie se atreve a mencionar la insuficiencia de las fórmulas de la lucha de clases y de la dictadura proletaria como principio heurístico o como programa de trabajo.
Este enfoque aspira entonces a desatar la discusión sobre este punto crucial de la ciencia social. Si lo que digo es que hoy prevalece y predomina la tendencia a la unidad social y la solidaridad, y no la lucha irreductible y antagónica, querría decir que el principio por el que debemos optar en nuestro trabajo, como principio que determine todas nuestras acciones, tiene que corresponder a ese postulado. En todo caso, la realidad social se encuentra en una encrucijada, donde un camino apunta al fortalecimiento de la vía solidaria, y otra vía nos aparta hacia la confrontación. Es evidente que la vía de la confrontación parece ser la que tiene el poder, pues está representada en escala planetaria por Estados Unidos; y para algunos eso es lo decisivo. Pero en la otra opción está la sociedad emergente y, en particular, la juventud del mundo, y ellos no solo constituyen la absoluta mayoría, sino también la fuerza ética y moral para poder convertirse en la opción que asuman nuestras sociedades.
También hemos aprendido que la historia, como decía Trotsky, no se hace por encargo. Y no existe ni el determinismo materialista, ni el determinismo voluntarista. Estamos ciertamente ante el riesgo de que la opción de lucha se imponga y conduzcan al género humano a la decadencia o a la autodestrucción a través de las guerras. Pero mi visión y mi papel es asumir con toda energía la perspectiva que confía en los seres humanos, y que apuesta por el papel conductor de la juventud armada de valores hacia un mundo solidario.
Cada guerra debe ser vista hoy a la luz de los distintos enfoques, porque si persistimos en sólo considerarla como una confirmación de viejos postulados o paradigmas, nunca rebasaremos el conocimiento aparente. Por citar algunos casos recientes diríamos: en Irak el pueblo tenía contradicciones, pero el estado Irakí había logrado sobrellevar estas contradicciones en una unidad nacional. Sin embargo la contradicción que se exacerbó y llevó hasta las últimas consecuencias fue la del imperialismo contra los pueblos a los cuales quiere saquear y expoliar. En esa guerra, para todos fue evidente que por la vía de la violencia no era posible vencer al enemigo norteamericano y sus aliados. Y no era posible dadas sus ventajas tecnológicas. Para conseguir un triunfo contra Estados Unidos se hubiera requerido una estrategia no militar, sino de consenso de la opinión pública mundial y de condena a la violencia.
Desde la Revolución de Octubre deberíamos haber sacado algunas conclusiones fundamentales que la ideología parece habernos impedido. Por ejemplo, debería estar claro que si una revolución se realiza, es decir que si resulta una acción violenta de un proceso social para derrocar a un grupo o clase dominante, no solo quiere decir que la clase o grupo derrocado es sustituido por otro, sino que el triunfador requirió de la violencia porque no había condiciones para un consenso, es decir, para que la mayoría impusiera su propuesta. Y al ser entonces un grupo no mayoritario el que encabeza la violencia, no representa a la mayoría en sentido estricto, aunque gobierne en su nombre. Y ello encierra el riesgo de que el grupo triunfador termine por representar los intereses del poder muchas veces bajo una ideología que lo disfraza.
Ha sido, por el contrario, la unidad nacional o del más amplio consenso, la que permite los triunfos de Lula, de Mújica, de Evo, y de tantos otros representantes sociales.
Desde una posición ortodoxa del marxismo todos estos líderes que acabo de citar quedan descalificados, primero por no confrontar los intereses de clase, por no expropiar al enemigo de clase, por no ser consecuentes en términos leninistas. Y sin embargo esos regímenes sobreviven y, lo que es más importante, avanzan en un sentido social.
El que a los históricamente impacientes eso no represente nada, no quiere decir que van por mal camino. Habría que hacer balance concreto de cada experiencia. Pero atención, mi propósito no es defender a los gobiernos reformistas de América Latina en el comienzo de este siglo, sino establecer la diferencia entre cambios violentos, basados en la concepción de la lucha de clases, y cambios paulatinos, fundados en el consenso social.
En todo caso, lo que trato de ilustrar es que por la vía de la violencia no parece haber camino de triunfo. Y que en cambio, por la vía de los consensos amplios y aun pluriclasistas, se viene construyendo una etapa con mejores condiciones de vida y convivencia.
El marxismo o la teoría de las revoluciones nos acostumbró a pensar en cambios rápidos. Pero todos estos cambios rápidos, vemos ahora, décadas más tarde, fueron aparentes. Porque no se puede seguir pensando que en Rusia existió el socialismo. Ni que en China eran muy proletarios.
Los que hemos sido testigos directos de la tragedia de la URSS sabemos hoy con toda claridad que la burocracia fue durante muchos años la principal beneficiaria del régimen de economía planificada, y que hace décadas que el marxismo no era sino una camiseta ideológica que pretendía seguir usando para legitimar su dominio. Tal y como el Partido Revolucionario Institucional utilizó en México la camiseta de la Revoluci n para legitimar sus gobiernos.

II Por la vía de la lucha y la confrontación no venceremos a los enemigos del pueblo, más bien construiremos sociedades burocráticas y totalitarias.
En diciembre de 2012, el gobierno priísta de Enrique Peña Nieto suscribió un Pacto por México con los dos grandes partidos del país. El objeto del pacto era, desde luego, conseguir la gobernabilidad después de elecciones fraudulentas y cuestionadas. Y el fundamento del Pacto estaba tomado de propuestas que dos sexenios anteriores la izquierda había propuesto, al presidente electo Vicente Fox, para transitar a un método inclusivo de gobierno que culminara en un gobierno de coalición. Fox lo había aceptado a medias, pero la izquierda, manipulada entonces por un priísta de viejo cuño enquistado en ella (Cuauhtémoc Cárdenas), satanizó la propuesta, y tuvieron que transcurrir doce años antes de que ahora la misma izquierda lo pusiera sobre la mesa de negociación. Su nuevo líder retomó las ideas de una transición hacia un gobierno inclusivo y negoció con el gobierno.
Los motivos que cada fuerza tenía eran sin duda diversos. Unos seguramente buscaban quedar incluidos en las decisiones de estado. Otros simplemente seguir medrando en el poder y el presupuesto. Pero como quiera que haya sido, expresaba una necesidad, la de transitar de una democracia electoral hacia formas más completas de construcción de los consensos. Y el resultado fue un conjunto de acuerdos sobre el Programa de Gobierno.
El país, salpicado de ingobernabilidad por la guerra entre los narcotraficantes, y entre éstos y las fuerzas del estado que había desatado el presidente anterior, se mostró expectante ante la posibilidad de una nueva paz.
Hablar pues de la transición política fundamental que estamos viviendo en el comienzo de este siglo, es hablar de la transición a la democracia, una democracia que se replantea sus fundamentos.
Heredamos de la experiencia occidental la división de poderes y el régimen electoral. Y eso ha funcionado a medias en los países fuera de Europa y los Estados Unidos. Y además, tampoco ha sido la fórmula para garantizar una evolución económica que reduzca las desigualdades o garantice los mínimos indispensables de ingreso a la amplia mayoría. Dentro de ese proceso de búsqueda de la democracia, y sin participar o enfilarse hacia el poder. Pero más importante aún, sin tomar entre sus premisas la a confrontación, sino la solidaridad, el cooperativismo ha continuado trabajando.
Quienes prefieren referirse a la transición restringiendo o empobreciendo su contenido, circunscribiéndolo a un proceso de cambio formal en el sistema político; a un proceso de cambio que no subvierte el orden, que hace cambios para que todo permanezca igual, no entienden el signo de los tiempos. En aquellos países donde el sistema se ha petrificado (Cuba, Guatemala, Ruanda, Corea del Norte, México, etc.) los hombres del poder hablan de transición de la misma forma que antes hablaron de democracia. La transición bajo control, la transición institucional, la transición o "cambio sin ruptura", la transición, en fin, sin que el sistema sea sustituido y el grupo gobernante sea desplazado del poder, y sin que se rompan o superen los marcos políticos fundamentales. Todo lo cual puede ser un proceso de cambio, pero no un tránsito a la democracia. Tal y como antes se hablaba de la democracia como "dirigida", o se hablaba de ser "de extrema izquierda dentro de la Constitución", o de alineaciones políticas que iban "arriba y adelante". Lo necesario, en este caso, es conocer los indicadores de la existencia de la democracia, o que permitan caracterizar el régimen político y social de que se trate, de tal manera que se sepa hacia dónde se puede transitar.
Un sistema político que no permite avanzar hacia la democracia, que realiza cambios continuos pero sin que los índices de la democracia dejen ver sus efectos, ha agotado su evolución, ha liquidado sus posibilidades, se ha anquilosado y representa una camisa de fuerza para la sociedad y sus instituciones. Puede en este caso prolongar su existencia a través de "cambios", reformas, concesiones, válvulas de escape y ajustes constitucionales. Pero los índices que permiten registrar la existencia de la democracia no perdonan, son de una objetividad que no admite medias tintas:
Si hay verdadero sufragio universal, hay un elemento de la democracia, el de la política; si existe un programa de gobierno en donde están claramente representados los intereses de la mayoría, hay un segundo elemento de democracia, el de la democracia como proyecto nacional; si además la sociedad ha evolucionado hasta tal punto de darse a sí misma formas de organización civil y representación política por grupos, regiones y gremios, la democracia se ha convertido en un ejercicio de la sociedad; si existen comunicadores que expresen las inquietudes de los grupos sociales, o que sean portavoces de la crítica a los hombres públicos y el papel de las instituciones, existe un proceso de institucionalización de la democracia; si en lo económico se observa una clara tendencia a compartir los resultados de la marcha económica, y no se concentran los ingresos, ni se exime a nadie del costo de las dificultades, la democracia tiene un carácter económico; si la educación universal se extiende y eleva el nivel de cultura general, la democracia ha enraizado en el carácter del estado; si la salud se ha convertido en prioridad pública, y se extienden los servicios universales que abaten los índices de epidemias y pandemias, y se aumenta la esperanza de vida general, la democracia es bienestar. Aún más, si los ciudadanos están informados y tienen interés en participar en la vida pública, ejerciendo sus derechos y llamando a cuenta a sus representantes, la democracia alcanza sus más altos significados, pues ha llegado a ser una conciencia pública. A esa conciencia general le pueden entonces nacer nuevos valores y virtudes: los del aprecio verdadero por la pluralidad, los del respeto hacia las opiniones y opciones de los grupos y los individuos, los de la solidaridad ante los necesitados. En ese punto la democracia es cultura y se vincula con las formas o figuras más antiguas de la democracia; precisamente aquellas en las que nos identificamos con nuestros semejantes y nos reconocemos como iguales. Y es todo esto lo que enseña y lo que practica el cooperativismo hoy en el mundo.
Esta democracia tiene pues muchas concreciones o adjetivos, y es la democracia moderna.
Situando esta transición hacia la democracia en la historia, y en el momento específico que un sistema político agota sus posibilidades, tenemos todavía que hablar de su identidad, de su tradición, de su carácter y de todo lo que acota y define a la democracia en cada continente, en cada país y en nuestro momento. Este es un problema histórico y de filosofía. Histórico porque cada pueblo, o cada cultura, confiere u otorga un significado a los valores universales; en este caso a la democracia. De filosofía, porque la concepción del mundo; la idea del tiempo, del trabajo, del sentido de la vida y de nuestro lugar en el cosmos, también condicionan o matizan los valores generales.
La democracia en América, en este sentido, tiene otra posibilidad de la que alcanzó a expresar Tocqueville. Él, occidental, veía o quería ver qué tanto de lo que en Europa --en Francia--, se había dado, se alcanzaba a repetir en el nuevo continente, pero nunca se planteó que los habitantes originales tuvieran algo que decir al respecto. Y al momento de la ruptura con España, el mundo hispanoamericano vivió un escenario de posibilidades múltiples para transitar hacia la democracia (véase el resumen expresado por Francisco Miró Quesada 1981 pp 174 a 180).
La primera posibilidad, cuyo exponente más brillante fue Bolívar, postulaba la unión de todas las naciones latinoamericanas en una sola y grandiosa nación, sobre la base de la idiosincrasia propia, sin reproducir la historia metropolitana. (Posibilidad que se malogró ante la inmadurez de nuestras sociedades y ante la insuficiente unidad de las fuerzas independientes.) La segunda posibilidad pretendía mantener el orden y los privilegios de los grupos dominantes que podían capitalizar la independencia en un sentido restringido. Su modelo necesariamente encontraba en la metrópoli la fuente de inspiración y el modus operandi. Este era el proyecto conservador, el de Iturbide, el que cierra o concluye el proceso de independencia en México; el que Diego Portales veía inexorable "como el peso de la noche", y que en cierta forma modeló nuestra primera independencia.
La tercera posibilidad se había inaugurado con la independencia de los Estados Unidos, --que fue la primera independencia americana. Esta posibilidad se inspiraba en los ideales de Jefferson y Franklin, esto es, de los civilizadores, los que consideraban como barbarie todo lo existente antes de la llegada de los conquistadores, y que aspiraban a convertir a América en un continente moderno. Ellos son los ideólogos de quienes justifican el dominio y la explotación de los pueblos más débiles, quienes inspiran la aculturación y quienes justifican la sustitución de las religiones ancestrales por las creencias europeas. Son la fuente y el origen del etnocidio, del rechazo y la incomprensión de la cultura y la raza autóctona, y del menosprecio a la realidad indígena o india.
La cuarta posibilidad, la "asuntiva", es la misma que siguen levantando los pueblos indígenas, y que desde el origen mismo de la independencia viene planteando que no es posible rechazar nuestro pasado, que no es posible subordinarnos a la civilización o a los países occidentales, y que solamente podemos construir un sólido y autentico futuro sobre la base de asumir nuestra realidad. No para perpetuar formas perdidas, sino como punto de partida para forjar lo nuevo. El proyecto asuntivo, dice Miró Quesada, pretende ir más allá de la propia realidad, pero conociéndola, sin despreciarnos y sin juzgarnos a través del juicio que de nosotros tienen los occidentales.
Rodó, Vasconcelos, González Prada, Alfonso Reyes, Manuel Ugarte, José Martí, José Revueltas, el subcomandante Marcos, proponen la vuelta a la historia nacional para inspirar el diseño de la justicia propia, de la democracia autóctona. En esta síntesis, miraba el mismo Miró al nuevo hombre que conjuntará los valores indígenas y occidentales, los de la civilización y los del mundo prehispánico, los de la democracia moderna y los de la democracia ancestral. Y ese es un reto del cooperativismo americano; enriquecer la herencia doctrinaria del cooperativismo europeo, con la visión indígena de la solidaridad.
En cierta forma, el tránsito que se hiciera desde esta posición asuntiva hacia la democracia, sería, como el viejo Octavio Paz alguna vez lo comprendió, un avance con retorno, una revolución para volver atrás. En esta perspectiva, o en el horizonte de esta posibilidad, la transición también adquiere nombre y adjetivos; aspira o persigue una democracia de inspiración indígena y de filiación zapatista (Paz dixit *).

III La construcción de partidos responde a principios de concentración del poder y del egoísmo de los grupos dominantes.
La democracia, que originalmente fue el gobierno de la mayoría, se ha convertido en la competencia entre unos cuantos partidos. Y la democracia como participación en el ingreso y la riqueza generada fue dejada de lado, para dejarnos un cascarón que nos vende la ilusión de ejercer nuestros derechos ciudadanos en un acto momentáneo que se realiza cada tres años y que no tiene ninguna realidad entre una fecha y otra de elecciones.
A los ciudadanos se les presentan opciones de voto. Sin embargo los candidatos que pueden votar los ciudadanos han sido antes escogidos por los partidos. Los verdaderos electores no son entonces los ciudadanos, sino los partidos. Y los partidos escogen a sus candidatos en función de sus objetivos de poder. De poder estar en el gobierno y al frente y hasta arriba de las instituciones. Como si estar en el poder y dirigiendo al estado fuera el objetivo último de la participación política. Y como si no debiéramos ver el poder como un medio de resolver problemas.
Perder de vista que el objetivo de la política es resolver problemas y servir a la ciudadanía es perder de vista el origen de la política como acción consciente que busca el perfeccionamiento de la sociedad y sus instituciones.

Cuando los partidos ven el poder como un objetivo final entonces se hacen a un lado los instrumentos con los que pueden corregirse las imperfecciones de la ley, o superarse los problemas de la economía. El poder adquiere entonces una condición extrapolada, y asume una dimensión propia, situada en el más allá del servicio público o del compromiso con la sociedad. Y los partidos empiezan a buscar el poder para cumplir con el apetito egoísta de colocar a sus hombres por encima y más allá de los ciudadanos.

El poder parece ser el fin, y la política queda reducida al registro legal y al derecho que se confiere a una elite para colocar en el poder a quienes tienen más apetito y más interés.
Los partidos están sucumbiendo a la ambición y al egoísmo de sus militantes como consecuencia de una escasa formación ética, y como resultado de un bombardeo de la ideología mercantilista.
Se ha educado a las últimas generaciones en un apetito de posesión y en una búsqueda de propiedad. Como si el mucho disfrutar de las posesiones fuera el imperativo de los seres humanos, y como si la propiedad de bienes y dinero fueran la forma de alcanzar la plenitud y la realización personal.
Ser exitoso es hoy ser competitivo. Competitivo para derrotar a todos los que puedan ocupar un lugar al que se aspira.
Es la conversión del servicio por la venta de las oportunidades. Y el abandono del bien común o el interés colectivo en aras de una gloria repartida entre las élites y unos cuantos potentados.
La sociedad no buscó ni diseñó esta situación. Han sido los grandes intereses los que introdujeron sus valores en todas las esferas de la vida social. Antes el político tenía que demostrar su condición de tribuno, de representante popular, de aportaciones o realizaciones a favor de sus conciudadanos. Hoy los mercadólogos fabrican candidatos con atributos tomados de la publicidad y con virtudes virtuales que sugieren éxito, fuerza, decisión, arrastre, temeridad, osadía, atrevimiento; pero que en ningún momento recuerdan compromiso, abnegación, entrega, desinterés, altruismo o vocación alguna. Nos llenamos así con imágenes de "triunfadores" fabricados por la mercadotecnia que carecen de diagnóstico ante las necesidades, pero que manejan discursos grandilocuentes que sugieren el avance, la modernidad, el acceso al glamour, la seducción, o el encanto. Pero que no muestran consistencia, ideas, propuestas o conocimiento. Pan y circo decían los romanos en el periodo de su decadencia.
Si permitimos que la sociedad sea arrastrada por esa vía, el poder terminará de vaciar sus contenidos originales y perderá lo poco que aun conserva de representación de los ciudadanos. Habremos permitido que las instituciones sean dirigidas por quienes se valen de ellas para fortalecer a sus verdaderos electores, ajenos por completo a la sociedad y los intereses de la mayoría.

Pero si estamos decididos a impedirlo no podemos permanecer impasibles ante el abandono de los principios y el saqueo de los patrimonios políticos. En cada sitio y en todo lugar existe una herencia y una doctrina que salvar y levantar de nuevo. Se requiere espíritu para hacerlo, y sólo desde el compromiso con la gente habrá la inspiración y las ideas que actualicen un legado.
Quienes creen todavía en la posibilidad de la democracia, deben luchar contra el poder de los individuos que se enseñorean en los partidos como si fueran su instrumento y su camino hacia el poder personal. No debe haber más poder que el que permitan los principios. Y no debe haber más principios que aquellos que representen lo mejor de la gente. Ayuda mutua, esfuerzo como camino para alcanzar nuestros objetivos, compromiso para recorrer todo el trecho de trabajo necesario, deberes para tener derechos, ingresos sólo bien habidos, tanta riqueza como el esfuerzo y el mérito permitan, y tanta mesura como la escasez y la necesidad obliguen. Nada para uno si va contra el bien común. Sin esta batalla la política será botín y rapiña. Y quedará reducida a un ejercicio de quienes gobiernen para despojarnos de bienes, de dignidad y de destino.

IV Los partidos no representan al pueblo ni a las clases sociales, sino a los grupos interesados en apoderarse del estado.
El final del Siglo XX y el comienzo del nuevo milenio están marcados por guerras, intervenciones, globalización y terrorismo que arman los gobiernos y los estados, y que presentan como responsabilidad e iniciativa de los ciudadanos. Como si el enfrentamiento real y verdadero fuera entre los grandes mentirosos y manipuladores y sus víctimas.
Las guerras con causa de justicia, o con motivo de liberación, han sido sustituidas por las guerras del interés oculto o inconfeso. La globalización nos fue vendida o presentada como el camino universal al progreso y la prosperidad, aunque sólo ha representado y se ha traducido en el proceso más grande de concentración de la riqueza, empobrecimiento de los que algo tenían, y dominio del capital especulativo y parasitario sobre todo el planeta.
China ocupa el Tíbet y la Mongolia interior. Estados Unidos ocupa Irak, Afganistán, Granada, Dominicana, Guatemala, Vietnam. La Unión Soviética, y mejor dicho Rusia, ocupa Abjasia, Osetia, Georgia, Afganistán. Todos por razones geopolíticas, control de los energéticos, o necesidad de cohesión nacionalista, pero ocultando sus intereses y presentando cada caso como una defensa de la libertad, un combate al terrorismo, un combate de los fanáticos o una defensa del mundo "libre".
Las trasnacionales imponen sus intereses, tendiendo una cortina de humo sobre los atropellos, los asesinatos, los genocidios, y poniendo por delante sus ganancias. Desde el Tíbet o China, y hasta Tlatelolco o Múnich, lo que se ha vendido es otra vez el glamour y la celebración, sobre un montón de cadáveres y atropellos.
Porque el mundo necesita mantener su esparcimiento, el pan y circo de hoy que oculten la miseria y la angustia de la ciudadanía y que condenen la resistencia, disfrazan de rencor y envidia la rebeldía. El delito del terrorismo ha conseguido elevar a falacia legal el derecho de los fuertes para aplastar a los inconformes.
El poder fue reduciendo su ejercicio, limitando el papel de la educación y el ejemplo de probidad, y dejando en su lugar el de la administración de los centavos y la protección de los negocios. Del estado tutelar hemos pasado primero al estado clientelista, para llegar finalmente al estado oligárquico donde gobiernan los cleptómanos de la riqueza pública.
De la división de poderes transitamos a la unificación de los grandes intereses bajo una sola cobertura institucional. Y del postulado de la diversidad y la competencia entre propuestas llegamos a la homogeneidad de los delincuentes, al cuello blanco de los jefes de los cárteles y las mafias, y a la complicidad generalizada.
La sociedad veía a la autoridad como el ogro que le protegía y le castigaba cualquier infracción al orden y la ley, pero hoy lo confirma todos los días como el cinismo del que oprime, el engaño del que se sirve de la ley para su interés, y como el régimen de las componendas, de las complicidades o las alcahueterías.
Decíamos partido y pensábamos en camino o instrumento. Vemos hoy los signos de los partidos sólo como privilegio, exclusión y favoritismo. Teníamos país porque creíamos en la continua mejoría y en el favor o la concesión de los de arriba. Pero conforme pasa el tiempo, la patria se nos ha vuelto chiquita, y han crecido más que ella los capitales, las empresas y las filiales de matrices que viven en otra parte. Antes sentimos que podíamos ser una parte de la nación, y hoy apenas podemos aspirar a la franquicia que otorgan las marcas o las nomenclaturas.
Los hombres, los ciudadanos, se enaltecían al ingresar al servicio público o al afiliarse a la causa de los partidos. Pero hoy se vuelve sospechoso el recluta reciente o el funcionario nuevo. Y lo que sorprende es la medianía o la probidad después de unos cuantos meses de nómina. El carnet o la credencial han sustituido el sello ideológico de los actos. Como si se tratara de una marca o licencia para acumular en nombre del patrocinador.
Si el estado prosigue o se pliega ante esta inercia y pérdida de identidad, la sociedad está perdida. Si nadie expresa su inconformidad y protesta, la sociedad sólo podrá incendiarse en Consejos Populares y en Atencos que reclamen la dignidad devaluada. Si el ciudadano solo respinga y no procura otros caminos de nueva dignidad y sobrio consenso, nadie habrá de responderle o reconocer sus derechos. Pobre país donde el camino a la dignidad se vuelve rebeldía y cárcel.
Los hombres libres, los que no aspiran a la propiedad del poder, sino al servicio de sus conciudadanos, son la esperanza de que esto no termine por sepultar el signo de la democracia y erigir como fin último al becerro de oro de las ambiciones egoístas y las ilusiones.

V ¿Cómo caracterizamos hoy las políticas de partido?
Los partidos buscan el poder político del estado actual. Los ciudadanos libres lo que requieren es su autogobierno. Los partidos participan en procesos electorales o de cualquier otro tipo buscando clientes o adherentes a sus planteamientos, pero no incorporan a la sociedad o los ciudadanos a nuevas estructuras del estado.
Los partidos no cambian al estado. Los ciudadanos requieren una nueva organización estatal, pero no centralizada, sino de dimensiones locales, donde la asamblea pueda controlarlo.
Los partidos funcionan sobre la base de ideología. Los ciudadanos deben funcionar sobre la base de principios y valores. Principios que se cimenten en la dignidad del hombre, como lo han planteado los zapatistas, pero que más allá, se orienten a crear relaciones de trabajo y de convivencia transparentes y solidarias.
Los grandes momentos de la historia universal se han visto antecedidos por largos procesos de educación y formación de conciencia. La reforma de Lutero tuvo éxito, como cuestionamiento de la decadencia papal, no sólo porque los papas habían llegado al extremo en las bulas y el mercantilismo, sino también porque los ciudadanos querían una iglesia recta, donde el ejercicio de la vocación no estuviera movido por la ambición de la jerarquía y el manejo de fortunas. Porque la ciudadanía quería conocer el contenido de aquello que venía repitiendo sin entender palabra. Porque la ciudadanía quería tener cerca su fe.
Los cátaros fueron acabados, suprimidos, porque la fuerza del papado se negó a llevar a la institución hasta la mansedumbre y la sencillez, y porque el poder se había ya enseñoreado en el corazón de la iglesia como riqueza, alianza con la aristocracia y como ejercicio de fuerza. Lo más fiel a la sencilla vocación del cristo no pudo sobrevivir a la ambición y el egoísmo de los hombres.
Pero los cátaros educaron a sus fieles en una doctrina de tolerancia y pluralidad, en un ejercicio de humilde convivencia; y la educación que dieron a sus fieles les ha sobrevivido como identidad de los catalanes, de los languedocianos y los marselleses. En ninguna otra región de Europa se respira tanto respeto por la mujer y tan clara vocación de justicia, sin grandilocuencias y sin doctrinarismos.
Confucio educó a sus discípulos en la observación y la reflexión sobre la naturaleza y la sociedad para atemperar la acción de los hombres y los cambios que perseguían. Y el lento desarrollo de la cultura china nos ha mostrado que un cimiento construido sin prisa, y a lo largo de siglos, es más sólido que la capacitación acelerada y los cursillos en los que se gradúan los yupis y los nerds que mueven hoy las finanzas del mundo.
Los griegos concibieron la educación, la Paideia, como la forma culminante de la política, como el fin último del estado, que tenía como su cometido y realización plena la educación espiritual de los hombres libres. Ni la política ni la filosofía estaban por encima de ese compromiso. Sin educación el sentido del poder y del estado perdía su naturaleza. Gobernar era formar ciudadanos. Por ello bajo Pericles vivieron todos, o fueron su herencia: Desde Praxíteles y hasta Aristóteles, el esplendor griego fue producto de la educación como forma más alta y plena de la política.
Más allá de la bizarra versión que llega a nuestros días sobre la República en España, esa gesta tuvo pueblo y tuvo fuerza porque fue el resultado y la culminación de décadas en que los anarquistas y los demócratas se dedicaron a educar a los niños, a los jóvenes y a los hombres y mujeres de España en los derechos civiles, en las muchas formas y ejercicios de la democracia, en la creatividad artística y en la participación colectiva. El triunfo electoral de la República estaba cimentado en muchos años de educación y formación de conciencias. Y sus enemigos --los totalitarismos-- que no estaban dispuestos a ver florecer una democracia que opacara o contradijera sus propuestas, fueron quienes lo suprimieron a sangre y fuego. Stalin y Franco eran aliados contra la democracia. Stalin y Franco demolieron la catedral de la democracia occidental que fue la República Española.
Pero, ¿qué enseñaron todos estos hombres? ¿Qué clase de ciudadanos eran los que construyeron la Atenas de Pericles, la China de Confucio y la República de España? Eran hombres educados en el servicio a los demás, en la responsabilidad colectiva, en la solidaridad y la coordinación de esfuerzos. Eran ciudadanos preocupados por la justicia y el cimiento de las leyes en la protección de los necesitados, la subsidiariedad hacia los débiles y la limitación de los fuertes y poderosos.
Los ciudadanos libres que han vivido el esplendor de la civilización no han sido los dueños de la tecnología de punta, ni los más competitivos, sino los dueños de la mesura, los artífices de la proporción y los amigos de la temperancia. No los más dispuestos a la fuerza sino los más hábiles en la convivencia plural y la suma de la diversidad.
Porque la civilización no ha construido sus ejemplos más perdurables en los periodos de la concentración, sino en los momentos de convergencia en los que todos ponen y todos ceden. Y porque levantar una cultura y el progreso de las naciones no es el privilegio de la fuerza que somete a los pueblos débiles, sino el logro de las doctrinas que concitan la unidad y conjugan la visión de muchos para diseñar caminos.
Lo que prevalece no es la fuerza de Esparta, ni la estrategia de Darío. No son las legiones romanas, ni los ejércitos de cruzados, no son las invasiones de hunos ni las tropas de asalto nazis y las SS; es el templo de Karnak en Luxor que mantuvo un pacto durante dos mil años, la Alambra que sintetizó el ecumenismo de Mahoma y la herencia Celta y de los Iberos, el espíritu de Córdoba donde convivieron las grandes religiones, la construcción de París como monumento de la ilustración, Chichén Itzá y la herencia maya como suma de culturas y de épocas, los derechos humanos heredados por la Ilustración, el modelo republicano gestado en Atenas y perfeccionado en Europa y, sobre todo, el ideal de la libertad individual, el respeto a la persona y el derecho social, cuyo más alto ejemplo tiene hoy su meca en América Latina.
Los latinoamericanos, o acaso habría de decirse los latinolusitanos de América, tenemos una vocación colectiva, con hondas raíces de respeto y devoción por la naturaleza. No nos sentimos reyes de la creación, sino modesta parte de la armonía de la naturaleza. No traemos en el corazón el derecho romano que nos lleve a lanzar a los leones a nuestros esclavos, sino el derecho indígena que nos tiene presente el compromiso con los otros.
Los latinoamericanos no estamos acostumbrados a tirar el bosque para convertirlo en dólares, porque preferimos escuchar el canto del baobab en la copa de la Ceiba y creemos en la purificación del aire antes que en el respiro de la bolsa. Los latinolusitanos no ponemos por delante de nuestro buen vivir el consumo del día. No cambiamos una cerveza en la tertulia por una hora más de ocho dólares.
Nosotros, aquí, en los pueblos de América Latina, apreciamos mucho más el ser que nos distingue, que el tener que nos obnubila. Y como tales, queremos un mundo donde todos convivamos, más que un mundo donde unos cuantos sigan acumulando.
Por todas estas razones, nos resultan ajenos los políticos que quieren consolidar el poder como una forma de la propiedad y la acumulación. Y por todas estas razones queremos devolverle a la política el signo de una actividad a favor de una mejor convivencia y un bienestar compartido.
No queremos un crecimiento que lo único en lo que se traduce es en índices que nos comparan con el mundo decadente, y que solo disfrutan los dueños y señores del tener. Preferimos un camino donde muchos --y acaso todos-- podamos ser más ciudadanos, más solidarios, más fraternales y felices.
No queremos candidatos del mundo de la fuerza, de la visión del consumismo o del dinero. Queremos candidatos grandes en principios, profundos en su compromiso de servicio y probados en su fortaleza moral.

VI ¿En qué consiste entonces la propuesta política del cooperativismo?
En construir el poder popular, y no en construir el partido. Pero el poder no nace de un fusil, como decía Mao; sino del dominio total sobre nuestra propia vida, que comienza por la producción y la satisfacción de las necesidades. Se trata de arrebatar, paulatinamente, el control de los alimentos, el vestido, la vivienda, al estado y a las corporaciones, para que sean los grupos solidarios quienes ejerzan su autoridad y su hegemonía sobre la satisfacción de las necesidades.
Habrá quien piense que no es posible. Y eso es precisamente lo más importante, pues no vengo a proponerles una nueva utopía, sino a seguir el ejemplo de los que ya lo han hecho. Ahí está la Tosepan Titataniske, la cooperativa de la Sierra Occidental de México, ahí está la UCIRI como ejemplo cooperativo en el Sur de México, ahí está la UNIPRO como ejemplo cooperativo moderno en el norte de México, para ilustrar con casos específicos en los que los grupos sociales han triunfado, no como islas en medio de un mar capitalista, sino como el germen que cundirá en todas partes y disolverá al estado capitalista actual. Y no en una revolución sangrienta, sino en un lento proceso evolutivo.
Los cooperativistas ya han empezado la construcción del nuevo mundo. Un mundo construido con armonía y producción desde abajo y a partir de una visión moral y ética. Y no de un monto de capital.
Los indígenas de la Tosepan comenzaron siendo veinte personas que se reunían para comprar azúcar y tres décadas más tarde son ya cerca de veinte mil personas que producen todo lo que consumen, además de vender en el mercado mundial productos orgánicos. Los campesinos de UCIRI producen también sus alimentos, generan empleos para toda su gente, y colocan café en el mercado mundial.
Los agricultores de UNIPRO constituyen el núcleo más productivo y competitivo del país, han levantado las tierras más fértiles en lo que fuera un desierto, y han diversificado su producción hasta industrializar el campo.
Pocos los ven. Y el Estado poco los toma en cuenta. Pero les caracteriza una sostenibilidad económica que trascenderá los sexenios electorales, y se proyectará en la Historia nacional como experiencia pionera de la construcción de la nueva sociedad.

VII Construiremos un poder local en todas partes, y levantaremos una sociedad autogestionaria que disolverá el estado actual.
Construir una economía democrática es el fundamento de una sociedad democrática. Pero es correcto preguntarse cómo se une lo que sólo es local. Y también es indispensable entender cómo de un estado centralista se transita a un estado federado. Cómo se organiza una nueva economía compuesta de miles de unidades autogestivas. Y entonces es cuando aparece viene a propósito el gobierno de coalición.
El gobierno de coalición no es una estrategia electoral, ni constituye una estrategia para ganar elecciones. Más bien al contrario, se caracteriza por un método que impide que alguien en lo particular pueda ganar o capitalizar una elección, y le abre a la coalición gobernante un camino de largo plazo, definido por intereses nacionales. Es un procedimiento ascendente de organización del Estado. Un estado que debe organizarse a partir de cada cantón, cada municipio, cada departamento, cada provincia. Pero es también un procedimiento para terminar con las hegemonías y empezar por un gobierno de todas las fuerzas contendientes.
El punto de partida de los coaligados es precisamente la aceptación de poner los intereses nacionales por encima de sus intereses de partido, de corto plazo o de doctrina de partido. Pero entender un gobierno de coalición implica también haber caracterizado una situación política en la que su método y su modus operandi permiten superar los problemas de la gobernanza y la gobernabilidad que los gobiernos de partido y de ideología han generado.
El gobierno de coalición, además, no se cimienta en un propósito político coyuntural o de corto plazo, sino que cambia el carácter y objeto mismo de la política y traslada el fundamento de acuerdos y programas al terreno de la viabilidad y proyección del Estado. El gobierno de coalición no niega la participación de los partidos. Pero los obliga a contender como representantes directos de los ciudadanos que elijan a sus candidatos.
En los gobiernos de partido es la mayoría relativa la que legitima el ejercicio de gobierno y la formación del equipo de la administración pública. Frágil argumento o razón para garantizar consensos, y efímero si además la sociedad ha madurado y la oposición múltiple ejerce la crítica y disecciona la parcialidad de los actos de poder.
En las alianzas electorales se identifican unos cuantos intereses comunes o unos cuantos acuerdos que intercambien beneficios muy concretos y tangibles. Pero en su diseño no están necesariamente los intereses ciudadanos, ni el interés del estado, ni la gobernanza. Y en lo que llevamos visto en los años recientes lo que ha prevalecido en los acuerdos entre partidos es el puro interés de mantenerse en el poder, o de impedir que los adversarios pudieran constituir una mayoría relativa mayor.
Los resultados han sido de un pragmatismo fallido. Se ha conservado o conseguido el poder, siempre con candidatos al frente que no compartían ni la visión de alguno de los aliados, ni el programa o la estrategia de quienes los habían postulado, sino que tenían sus propios intereses y habían vendido su carisma y popularidad para que los partidos los compraran.
Ningún partido había capitalizado sin embargo los "triunfos" electorales. Y habíamos visto el enseñoramiento de nuevos caudillos, hombres fuertes o gobiernos unipersonales. La sociedad no se había beneficiado. Y el mismo objetivo de haber impedido el retorno del autoritarismo o de las políticas anteriores caracterizadas por la parcialidad, parecía haber fracasado. Pues los gobiernos electos por alianza no supieron o pudieron conducirnos a estadios de mayor democracia o mejor desempeño económico.
La sociedad se encontró muy dividida en las últimas elecciones de los distintos países. Pero no a causa de los programas que abrazó la sociedad en casa caso, sino a causa de la identificación ideológica y la simpatía personal que dividió la votación, la movilización y las expectativas. Y a causa también de la noción occidental que parte de la premisa de que en una votación unos ganan y otros pierden, unos gobiernan y otros se subordinan y pasan a la oposición. Como si los diferentes tuvieran que mantenerse aparte o confrontados. Y como si no fuera posible un procedimiento de unidad por encima de las diferencias.
En las últimas elecciones que tuvieron lugar en México en 2012, los desempleados, los pobres, los que sentían la política pública como contraria a sus intereses, se alinearon con López Obrador. Los que han encontrado en el contexto actual la oportunidad para más grandes negocios apoyaron al PAN. Los que consideraron que ya se había agotado la oportunidad de la alternancia, y que los nuevos gobernantes habían desperdiciado su oportunidad, volvieron su vista al PRI y han decidido apoyarlo de nuevo. En todas estas actitudes y decisiones ha prevalecido el corto plazo y la visión inmediata. Peor aún, la noción de que los intereses, irreconciliables compitieron para unos ganaran y otros perdieran. Como si la sociedad estuviera condenada a perpetuar la lucha de clases.
Pero esa visión inmediata de los fenómenos de la política no muestra ni conduce hacia las causas de la división social, ni hacia el origen de los yerros de los que han ejercido la función pública. Nadie explica por qué ha sido ineficiente la economía bajo el panismo que gobernó a México durante los primeros doce años del Siglo XXI, nadie explica por qué se han vuelto corruptos los gobiernos que se originaron en la izquierda, nadie explica por qué las esperanzas deben revitalizar el papel del PRI. Todas estas respuestas enumeradas o planteamientos aparentemente opuestos constituyen el resultado de abordar el tema o partir de las apariencias o del aspecto externo de la realidad social. Y de lo que se trata es de ir al fondo.
Tampoco hemos llegado a una claridad sobre cómo se formulan programas de gobierno y políticas públicas que traigan mejoría para todos en la situación que vive la economía global. La discusión sobre estos temas parece seguir encerrada en paradigmas ideológicos. No vemos tampoco que se hayan esclarecido los procedimientos para reconstruir consensos o conseguir una mayor participación ciudadana.
Plantear un camino inédito, distinto a los gobiernos unipartidistas, pero también distinto al de una alianza electoral o de gobierno, debe entonces conducirnos a una suma distinta de esfuerzos, que no de manera mecánica, porque el adversario no es ninguna de las fuerzas que hasta ahora han contendido, sino los problemas que ninguno ha podido ni sortear ni resolver.
Frente a tales problemas, los que plantean la coalición, aceptan poner sus visiones y propuestas sobre la mesa, pero no para hacer intercambio de intereses, ni para canjear cotos de poder o cargos con las otras fuerzas políticas, sino para realizar un ejercicio de reflexión estratégica, abierto a todos, en donde se diseñe un camino que deje atrás los intereses de cada corriente política, y defina soluciones y un camino que responda a las prioridades nacionales.
Ello implica que todos ceden y todos admiten. Pero no que todos ponen lo que ya traen, pues visto está que se trata de hacer las cosas a partir de la perspectiva general y no de la visión parcial de ninguno de los destacamentos, y ni siquiera de la suma negociada de sus visiones.
La coalición es ante los intereses nacionales. No a partir de los intereses de partido. Por ello el gobierno de coalición no es un gobierno de los partidos, sino un gobierno que los trasciende y supera.

VIII Sobre los gobiernos de coalición en América Latina
Durante mucho tiempo nuestras naciones vivieron bajo la hegemonía de un solo partido. Hubo excepciones. Como en todo. Pero incluso en aquellos países donde existían dos partidos fuertes, resultaba que ambos eran representantes de la misma política, y solo rostros distintos de personas.
Esa uniformidad tenía sus causas. Sus razones de ser. En México, por ejemplo, que la mayor parte de su historia ha sido una nación plural, con diversas corrientes políticas en su seno, el poder suprimió la diversidad de partidos en el proceso de consolidación del régimen que se instituyó una vez concluida la revolución del siglo pasado. O más exactamente sería decir que el grupo que terminó siendo hegemónico en la creación de sus instituciones suprimió la competencia.
No conocemos a detalle la historia de todos los países nuestros, y deberemos abstenernos de hacer clara referencia para no caer en imprecisiones. Sin embargo, es posible decir que hemos compartido también una tradición de caudillos. Y el caudillo es un fenómeno inevitable en una sociedad en la que pocos tienen acceso al conocimiento, pocos tienen formación, pocos concentran el privilegio de la información. Y la sociedad entonces espera que de entre esos pocos se yerga el guía. Pues todo caudillo se origina en la pobreza general, pero no en la pobreza material sino espiritual. Entendiendo por el espíritu no lo inmaterial del alma, sino lo concreto de la cultura.
Así pues, gobiernos de carro completo, como los han denominado en México, han sido producto del surgimiento de revoluciones, de la hegemonía de un grupo que capitalizó el proceso de institucionalización, y de la tradición de caudillos.
¿Y qué nos hace pensar entonces hoy en los gobiernos plurales?
Evidentemente que en primer lugar la amplia difusión de información. Nunca el mundo había tenido tanto acceso a la información. Y eso permite que la gente piense con cabeza propia, y que los intereses, antes subordinados a la hegemonía, busquen ahora su expresión propia, directa.
Pero hay desde luego otros factores. Nos atreveríamos a citar tres. Sin estar seguros de su jerarquía o el orden en que se aparecen. Uno sería el que la sociedad ha dejado de ser una sociedad simple o básicamente estratificada. Veníamos de un mundo donde existían los terratenientes y los campesinos como mayoría absoluta, los obreros urbanos, y las clases medias, con sus intelectuales, sus profesionistas libres y sus burócratas. Y hoy tenemos una sociedad mucho más compleja, donde las clases medias han sido golpeadas por crisis que nos parecen perpetuas. Donde el campesinado ya no es un universo homogéneo, pues se desglosa en agricultores comerciales, campesinos tradicionales, productores en transición, y ejidos o cooperativas o empresas sociales. Y los urbanos también se han desglosado en obreros de la industria estratégica, obreros de la industria de transformación, obreros de la construcción, etc., etc. Y las clases medias experimentan un fenómeno equivalente, pues están las capas ligadas al servicio público, las que dependen de la actividad educativa, o las que están conformadas por innumerables negocios familiares o microempresas de servicios y distribución de bienes.
Un segundo factor que nos ha conducido a la diversidad política es el final o término del mundo bipolar en el que vivimos casi un siglo. Es decir, la caída del régimen soviético, con la consecuente quiebra de los partidos comunistas, y la apertura para múltiples interpretaciones de la realidad. Evidentemente que este factor ha pulverizado a lo que fue la izquierda. Pero también ha permitido que la sociedad se exprese sin filtros ideológicos o doctrinarios.
Y un tercer factor, podría decirse, es que las políticas instrumentadas y que anunciaban que nos conducirían al desarrollo y el bienestar, no lo han hecho. Es decir, que los programas de gobierno, fueran éstos de corte liberal o de inspiración cepalina (porque se cimentaban en los estudios de la CEPAL), como se dice en México, han enfrentado una realidad más compleja de lo que habían previsto. Y los resultados magros que han conseguido nos trajeron a una situación en la que la sociedad ha perdido confianza en propuestas tradicionales, en partidos de cepa y en programas históricos.
Estamos ante una sociedad plural, una sociedad más educada, una sociedad que no está esperando necesariamente al caudillo, una sociedad que no confía en los gobiernos de carro completo y de disciplina ideológica. Estamos ante una realidad social y económica que requiere sin duda de enfoques basados en la experiencia, pero también abiertos, y que pueda considerar muchas opciones, varios enfoques y amplios escenarios.
En cierta forma la evolución se nos presenta ahora, no como un proceso que venía de algo inferior y que siguiendo una línea única de continuidad obligada, nos permitía avizorar un futuro inexorable, sino como un gran árbol, con raíces que se extienden en todas direcciones, y que después de haber formado un robusto tronco, en el que prevaleció la uniformidad, se ha ido ahora extendiendo por muchas ramas. Dirían los sociólogos que la evolución, que el desarrollo, sigue patrones arborescentes.
Si la evolución no fue la sucesión de formas de producción universales, como algunos creyeron mucho tiempo, y si la evolución no conducía tampoco a un horizonte único, es comprensible que ahora la sociedad quiera tener muchas cabezas y muchas propuestas.
Y la gran tarea será entonces cómo articular una gobernabilidad y una gobernanza a partir de esa riqueza y esa diversidad.
Podríamos decir que el primer paso es reconocer, admitir, que somos, como sociedad, una realidad diversa, múltiple, plural, donde cada corriente, cada grupo social, cada estrato, tiene el legítimo derecho de defender sus intereses. Ese sería tal vez un primer principio de actualización democrática.
Pero hay algo también que está por encima de la diversidad y de los legítimos intereses de cada ciudadano. Y es lo que algunos llaman el pacto social. Otros lo llaman simplemente el Estado de Derecho. Pero podríamos admitir otros nombres. El caso es que este Estado de Derecho se compone de leyes, de normas, de acuerdos, sobre lo que es válido hacer o sobre cómo es válido hacerlo, sin afectar los derechos o las libertades de los otros. O mejor aún, sobre cómo hacer lo que queremos sin que ello sea a costa del interés de la mayoría, o de los demás. Si todos aceptáramos que no podemos hacer tabla rasa de la sociedad y del estado, y que tenemos que defender la ley y sus instituciones, entonces toda reforma es posible.
Lo demás parecería menos oscuro.
Por ejemplo, nos hemos opuesto y debemos seguirnos oponiendo a las coaliciones puramente electorales. Hay quien sostiene en México que la alianza que ganó las elecciones en el año 2000 se creó con el único fin de sustituir a un partido en el poder. Es decir, para mover a un partido que tenía hegemonizado el poder político. Es un error muy lamentable verlo así. Antes que nada es un error, porque nunca se planteó como objetivo un gobierno de un partido, o de un líder, aunque haya terminado en algo parecido. El que se fracasara en la creación de un gobierno plural no debe llevarnos a descalificar lo que se intentó originalmente, pues ese primer gobierno se planteaba convertir la pluralidad que lo hacía fuerte, en una pluralidad de gobierno. Eso no pudo construirse, pero no fracasó porque no se lo hubiera planteado, sino porque la llamada izquierda no entendió el momento histórico y no aceptó incorporarse al gobierno.
Uno de los últimos caudillos, hijo del General Cárdenas, calificó en el año 2000 como traidores a quienes se sumaran a un gobierno de coalición. Y cuando el diputado Beltrones lo planteó el año 2012, entonces el mismo Cárdenas acepta. Sin explicar por qué su opuso cuando fue propuesta de Fox, y por qué lo aprueba cuando es propuesta del PRI. Sin duda su idea de la coalición depende de su hígado más que de su cerebro. Y no es entonces la coalición que necesitamos. No aceptó cogobernar, pero hoy sí acepta colegislar a través de un Pacto.
En México se han constituido varias coaliciones para impedir el triunfo del partido que fue hegemónico. En cierta forma se trata de coaliciones electorales. Pero como no tiene prioridad ni preeminencia un programa, se convierten rápidamente en coaliciones para estar en el poder, aunque no sepan para qué, o peor aún, aunque solo sirvan para mantener en el gobierno a los líderes de diversos partidos. Por decir lo menos. Los gobiernos de coalición no pueden ser gobiernos de aliados para cerrar el paso a los adversarios. ¡No! Deben concebirse las coaliciones históricas como pactos en los que se parta de principios sobre la democracia, se hagan explícitas las coincidencias y las diferencias, y se negocien las propuestas, los programas y las políticas, en función del interés general. De hecho es un procedimiento cooperativo. No solo porque concibe el ejercicio del poder como un esfuerzo de cooperación, sino también porque es la forma como se gobiernan las cooperativas. Por algo se dice que son escuelas de democracia.
En un pacto de coalición, o en un gobierno de coalición, hacemos falta todos. No los que estén de acuerdo, sino precisamente todos los que por separado no han podido pensar igual, pero que al formar parte de una coalición se comprometen a debatir, a confrontar, no en un ejercicio abstracto o teórico, sino frente al interés ciudadano. Porque un gobierno de coalición tiene que ser la síntesis de la diversidad. Una diversidad que se expresa políticamente, y que impone el mecanismo de que todos ceden y todos aceptan un acuerdo que los comprende, aunque no pueda contener ese acuerdo toda su propuesta o toda su visión. Porque un gobierno de coalición ha de ser un gobierno de desiguales que están dispuestos a marchar juntos en aras del interés nacional.
Hemos tenido hasta ahora gobiernos de minoría. Es decir, gobiernos en donde ninguna fuerza puede jactarse de ser el representante pleno de la ciudadanía. De lo que se trata ahora, al reconocer esto, es que se acepte compartir el gobierno, y reformar el estado, para que todos los representantes de las corrientes, grupos o intereses ciudadanos, estén representados.
La mayor dificultad en este caso estará siempre en la vocación de servicio, en el compromiso con la gente, y en no ceder a las tentaciones del poder. Esa calamidad que transforma a algunos demócratas en verdaderos dictadores. Esa calamidad que desnaturaliza los pactos. Esa calamidad que termina con las buenas intenciones.
Por ello el mecanismo para tomar acuerdos, para formular leyes, y para que todos estén dispuestos a ceder, en aras del bien común, será el eje que haga de la coalición, una ruta verdadera.

IX Recapitulando sobre el gobierno de coalición como estrategia universal
El gobierno de coalición, dijimos, no es una estrategia electoral, ni constituye una estrategia para ganar elecciones. Más bien al contrario, se caracteriza por un método que impide que alguien en lo particular pueda ganar o capitalizar una elección, y le abre a la coalición gobernante un camino de largo plazo, definido por intereses nacionales.
En los países donde la coalición ha fracasado, como en Colombia, el problema ha tenido dos causas. En primer lugar la conceptuación del ejercicio, y en segundo lugar la presencia siniestra de los intereses del imperio. En el primer sentido, se acordó una coalición en la que todos se comprometían a un determinado programa, pero le entregaban al ejecutivo una incondicionalidad absoluta, y se conjuraba toda disidencia. El resultado ha sido fatal. Fatal para el sano ejercicio de la crítica, pues nadie ha tenido derecho, ni de disentir, ni de cuestionar. Con la contraparte terrible de haber fortalecido el poder unipersonal del Presidente Santos.
En un país con antecedentes terribles de autoritarismo y violencia institucionalizada esa coalición ha impedido que se fortalezca la democracia.
En el segundo sentido de esta conceptuación podemos reconocer que los únicos interesados en que la coalición fracase, o los primeros interesados en que no cristalice en un camino para la soberanía y la democracia, son los Estados Unidos. Para ellos la inestabilidad de todas sus neocolonias o economías dependientes le facilita la imposición de sus políticas, la intervención abierta o velada, y la defensa ideológica de lo que considera como su único modelo de gobierno, que es la alternancia entre partidos gemelos.
El país que será más reacio a nivel mundial a cualquier proceso en el que las partes contendientes dejen de combatirse y se sienten a construir juntas será, sin duda, Estados Unidos. Ellos representan y constituyen la degradación total del ideal democrático. Porque la democracia en sus orígenes no fue concebida como el gobierno de la mayoría relativa, sino como el consenso en un pacto social. Y por ello en Estados Unidos lo que ha hecho el estado es combatir de raíz la formulación de propuestas o visiones disidentes. Ahí la democracia ha sido extirpada en la fuente misma que es la crítica y el ejercicio de la consciencia ciudadana; para decantar los grandes intereses y dejar solamente a dos contendientes que simulen el ejercicio democrático como la selección entre dos pares que se modulan, pero jamás plantean rutas diferentes.
Y lo que Estados Unidos no puede ni quiere es un nuevo consenso. Porque en el consenso los grandes intereses perderían, y de lo que trata la política entre ellos, es sobre cómo hacerle digerir a la mayoría una orientación general, pero sobre todo una economía, que concentra el ingreso, mantiene el mercado irrestricto, y reduce la defensa social de los derechos ciudadanos.
En Colombia la coalición fue preventiva, para hacer fracasar la idea de pluralidad y mostrar el ejemplo de lo que no se debe seguir.
Anticipándonos al fracaso de la coalición que apenas en noviembre de 2011 se ha constituido en Grecia, destacaremos que allá la coalición se construye para terminar con el gobierno de la socialdemocracia. Primero se condujo a la socialdemocracia al endeudamiento. Estaban en la víspera de una Olimpiada y la única forma de crear la infraestructura necesaria y de fondearla era la deuda. Ahora le cobran a la socialdemocracia su incompetencia para aplicar una política de austeridad que diera prioridad a la deuda sobre toda inversión en desarrollo.
Pero la coalición no tiene un programa para hacer crecer la economía, y en ese sentido no es una coalición sino un gobierno faccioso.
Otra cosa ha sido la coalición en África. Y muy otra experiencia se puede obtener de la historia reciente de Ucrania. En Kenia se había atravesado por un conflicto electoral en el que el presidente se había reelecto, pero la oposición lo acusaba de fraude. El descontento era tan brutal, y la negativa del gobernante tan absoluta, que se generó una total ingobernabilidad y apareció la violencia. En ese momento intervinieron Kofi Annan de las Naciones Unidas y el líder de las naciones africanas.
Tras duras negociaciones, Kofi Annan, ex secretario general de la ONU y mediador del conflicto, anunció el gobierno de coalición tras reunirse con el presidente Mwai Kibaki y el líder de la oposición Raila Odinga. Según los cables publicados el 28 de febrero del año 2008, el gobierno y la oposición de Kenia alcanzaron un acuerdo para compartir el poder, en el marco de las conversaciones para poner fin a dos meses de crisis política que ha dejado más de mil muertos y alrededor de 330 mil desplazados.
"Hemos llegado a un acuerdo para formar un gobierno de coalición", anunció el ex secretario general de las Naciones Unidas (ONU) y mediador de la Unión Africana (UA), Kofi Annan, tras reunirse con el presidente Mwai Kibaki y el líder de la oposición Raila Odinga.
Como puede verse, no se trató de un gobierno de aliados, sino de una gobierno que sumó a los dos adversarios.
En el caso de Ucrania existen algunos detalles de la llamada revolución de terciopelo que occidente no conoce o no ha permitido que se difundan. Pero tienen mucho que ver con la situación que aquí vivimos.
El panorama político era de gran confrontación. El candidato oficial del bloque ex socialista parecía perder popularidad. El candidato pro occidental tomaba ventaja. Los rusos deciden intentar la eliminación del adversario. Por razones fortuitas el atentado falla, pero deja daños en el candidato. Eso lo proyecta con más fuerza en la ciudadanía.
El candidato opositor triunfa apoyado también por el bloque occidental que tenía un interés estratégico en la división entre los dos principales países del bloque soviético. Sin embargo el proceso electoral se complica porque los ciudadanos no solamente quieren alejarse de la hegemonía del Kremlin, sino también de todo autoritarismo. En poco tiempo vuelven a tener lugar las elecciones. Y en este caso se repiten por dudas y cuestionamiento. Y el resultado final es que el senado decide restar poder al ejecutivo. Y establece el comienzo de un régimen parlamentario. Le quita al ejecutivo la facultad de designar a todo el gabinete. Le permite el nombramiento del Secretario de Gobierno y del Titular del ejército. Pero el resto del gabinete se decide desde entonces por la proporción de los votos que tiene cada partido y según la propuesta que tenga para cada ministerio. La Reforma es encabezada por un solo senador. Que no reclamó además ningún cargo para sí mismo. Con este proceso, la separación entre Ucrania y Rusia culmina. Inaugura un tránsito hacia la democracia en la primera república y un deslinde con el poder unipersonal que representa Putin.

X El cooperativismo, sus principios, serán el fundamento de la sociedad solidaria
La sociedad en la que vivimos atravesó por un largo proceso de modernización e integración en la cultura occidental. Y a lo largo de ese proceso, terminó dividida en tres grandes segmentos. Uno de orientación asuntiva, es decir, empeñada en conservar lo más distintivo y característico de nuestra nacionalidad, ciertamente portadora de valores colectivos, principios de ayuda mutua y solidaridad. Otro segmento de carácter individualista, que ha sido producto del bombardeo ideológico que plantea todo logro sobre la base del esfuerzo personal, y que coloca al mercado como ámbito donde han de realizarse los esfuerzos y dirimirse los combates. Y un tercer sector asentado en el primero, pero contaminado por el segundo caso, y que oscila en cada periodo o coyuntura según se le presenten como más atractivos los escenarios o las ofertas.
La gran lección a extraer de este proceso está en comprender que quienes quieran cambiar la sociedad y fortalecer a la ciudadanía, no deben apoyarse nunca más en las ideologías. No deben formular estrategias fundadas en premisas o paradigmas doctrinarios, sino explicar propuestas visibles a través de la realidad inmediata y de ejemplos comprensiblemente viables.
Y los partidos deben entonces reformular sus plataformas y sus programas, si es que quieren subsistir o refrendar su continuidad, a partir de métodos de organización, métodos de lucha y métodos de participación ciudadana, siempre transparentes y autogestivos. Han de ser guías, pero no instrumentos ni vías para acceder al poder. Pues han de ser los ciudadanos organizados los que concreten propuestas, los que escojan a sus representantes y los que finalmente ejerzan su autoridad.
Los jóvenes tendrán que revisar la historia de sus países, de sus naciones, de sus pensadores, porque la sociedad del Siglo XX mitificó a los héroes, desdibujó a los mejores, y proyecto a muchos innecesarios. Este será un ejercicio en búsqueda de la identidad.
Terminamos la educación básica con un barniz de conocimiento sobre los procesos que gestaron nuestro presente; conociendo los rasgos más generales de los hechos, y registrando las efemérides y datos elementales de los protagonistas. Pero no se nos ha enseñado la continuidad de las ideas, ni la maduración de las instituciones. No se nos ha explicado por qué de la comunidad indígena se explican las llamadas repúblicas de indios; y cómo ello se expresa en el discurso de Ignacio Ramírez y prosigue con la obra de Ricardo Flores Magón.
No se nos dibuja la génesis del artículo 27 de la Constitución en esa historia social. Y entonces pocos comprendemos el ejido.
De la misma manera ignoramos casi todos los hechos que explican y gestaron la instauración del Seguro Social, del Infonavit, de la Secretaría de Reforma Agraria o del Artículo 3° original de la Constitución como proyectos nacionales de carácter permanente.
Esa falta de metodología para desplegar la historia nacional de México, como cada una de las historias particulares de otras naciones, o la historia misma del mundo, obligarán a las generaciones venideras a reinvestigar las fuentes y reinterpretar su historia. Pues de lo que se trata es de entender cómo el presente ha sido un hecho inevitable dados sus antecedentes, materiales e ideológicos, y cómo ese mismo proceso obliga a una búsqueda intencionada para consolidar por lo menos una que sobresalga entre las opciones del porvenir.
Esa rescritura de la historia nacional y de la historia mundial le dará a los héroes una dimensión más clara; pero también bajará del pedestal a muchos personajes que han sido encumbrados en su momento por los grandes intereses o las ideologías, sin el mérito o la aportación que los hubiera proyectado.
Los jóvenes tendrán que reorientar el ejercicio científico y articular su formulación y enseñanza con la aplicación de sus postulados y utilidad
Hoy los nuevos científicos han perdido en su mayoría la vocación de cambio y el compromiso con la función del conocimiento. Como si tuviera sentido la especulación puramente teórica, o como si los postulados de la ciencia respondieran a un rigor interno, y no a una aplicación indispensable.
Hoy los hombres de la investigación, e incluso los que investigan fenómenos sociales como parte de las ciencias humanas, conceden mayor valor a la probabilística que la necesidad, y más peso a la inercia que a la consciencia.
En este campo también será sano que se vuelvan a considerar los postulados como axiomas que debe refrendar una práctica nueva, en la que cada uno deberá mostrar su pertinencia o actualizar su sentido y su alcance.
Newton no fue tirado a la basura cuando se reconoció la vigencia de las leyes de la física relativista, solo se acotaron las dimensiones del movimiento que sus trabajos explicaban.
Pero ni él, ni Galileo, ni Arquímides, escribieron fórmulas a partir de una reflexión que solo tuviera existencia dentro de sus mentes. Al contrario, cada uno era un gran observador, y cada uno intentó que sus fórmulas expresaran lo que estaba frente a sus ojos y analizaba su entendimiento.
Y tampoco lo hicieron para satisfacer un rigor de gabinete, sino para guiar la conducta y orientar al hombre en su esfuerzo por alcanzar mejores condiciones de vida.
Los jóvenes abandonarán poco a poco la vocación de modernidad y aminorarán el ritmo de los cambios, pues conforme desechen el vértigo de la sociedad de consumo y del dominio tecnológico comprenderán mejor su lugar en el tiempo infinito del universo.
Hoy, tanto la ciencia como el ejercicio de gobierno están dominados por una vocación que se sustenta en los principios de lo absoluto y lo infinito. Cuando el hombre debería estar claro de su condición mortal y de su dimensión infinitesimal. Su idea de Dios le ha hecho adoptar una conducta megalómana. El camino que va de la palanca al lanzamiento de naves inter espaciales está marcado por un temor a reconocerse como un punto pequeñísimo de polvo celeste.
El hombre hubiera conseguido hacer más dulce y más amable esta tierra si en lugar de ese afán hubiera conseguido conformarse con el hogar que tiene. Pero también lo hubiera cuidado y hasta le tendría cariño y respeto.
Aminorar el apetito, o trocar nuestra ambición de dominio en una serena vocación de vida y convivencia, nos permitirá perder apego por el vértigo de la modernidad y el productivismo. Y tal vez entonces aprendamos a producir al ritmo que la naturaleza dicte, sin polución y sin sobrepasar su capacidad de recuperación.
Los jóvenes volverán sobre los pasos de sus padres y abuelos, pero nunca más para repetir sus obsesiones ni sus prejuicios, sino para realizar una labor generosa de rescate y comedido aprecio por lo que estaba extraviado.
La crítica de la civilización nos permitirá asimilar con mayor cuidado y devoción lo que constituye el legado de las generaciones pasadas. Ante la desaparición de los espejismos sobre el futuro, la vida será más tranquila y los ritmos de la naturaleza se tornarán más acompasados con la vida del hombre y muchos valores que hoy son cuestionados se nos aparecerán entonces como dignos de recuperarse.
Y ello tendrá inmenso impacto en los cánones de la cultura, pues si hoy el tecno y la velocidad caracterizan lo que se escucha como música, en el nuevo entonces esta expresión le parecerá completamente descocada a los jóvenes del mañana, que estarán buscando ritmos más acompasados que empaten con los ciclos de la naturaleza, y con la calma que haya llegado a nuestros corazones.
La experiencia de la primera mitad del Siglo XXI conducirá a las nuevas generaciones al redescubrimiento de lo colectivo. Pero no como algo fundado en ideologías y partidos, sino como lo distintivo del género humano, y como realidad ética, moral y espiritual que estará destinada a ser fundamento de la reconstrucción del mundo.
Cuando escribo estas líneas muchos jóvenes han perdido el gusto o el apego por la vida en colectivo, y han abrazado con rigor y entusiasmo el camino de la competencia y el esfuerzo personal. Los hay incluso que merecen reconocimiento por su empeño y sus alcances.
Pero el futuro les permitirá a estos líderes la participación en escenarios donde su energía podrá convertirse en un proceso colectivo, y en donde sus alcances y logros tendrán el componente de una sinergia donde ellos probablemente conduzcan, pero sean al mismo tiempo parte de un colectivo de muchas voluntades y brazos.
Los valores cambiarán. No porque se vaya a desdeñar el mérito de los más empeñosos, ni los aportes de los más inteligentes, sino porque su impacto no será visto como algo que les beneficie solamente a cada uno de ellos, sino como el fermento o la levadura que levante el desempeño de las colectividades.
El espíritu de cada uno se expandirá a través de una satisfacción en la que todos podrán reconocer su aportación en un bienestar compartido. Ello no hará más pobre a nadie, pero sí multiplicará las satisfacciones y potenciará el impacto de los grupos humanos sobre su realidad.
La sociedad humana asumirá que fue su solidarismo y la ayuda mutua lo que le permitió sobrevivir en el pasado remoto, y serán los mismos principios los que le permitirán abrir la posibilidad para sobrevivir en el futuro.
Hoy nuestra generación parece haber olvidado que los primates que tuvieron que bajar de los árboles y aprender a caminar erguidos en las praderas eran más vulnerables que la mayoría de las especies si se los consideraba como individuos. Muchos animales rapaces merodeaban y sin duda podían haberle exterminado como especie.
Parecen haber olvidado que en aquél entonces los primates parecían haberse dividido entre los que los antropólogos han denominado la rama de los gráciles y la rama de los robustus. Los robustus, como su denominación deja claro, eran algo más grandes y fuertes. Y su fuerza y tamaño les había permitido desarrollar, en un proceso de selección natural, un carácter más agresivo y de competencia. Muchos de ellos habían enfrentado a otras especies rapaces, para sucumbir uno a uno.
Los gráciles, en cambio, se habían visto en la necesidad de agruparse, no solo como consecuencia de su menor tamaño, sino también como producto del hecho de que acostumbraban realizar todo de manera común o colectiva. Mientras algunos o algunas se especializaron en el cuidado de los infantes, otros se dedicaban a procurar los satisfactores de la casa y la alimentación, y unos más se organizaban para salvaguardar la integridad de todos. No eran los más fuertes, individualmente hablando, pero sí los que desarrollaron la mayor fortaleza en razón de su unidad solidaria y su participación complementaria.
Los robustus se extinguieron. Los gráciles evolucionaron hasta nuestros días. Y tal pareciera, sin embargo que los genes de los robustus no han desaparecido del todo. Y ello nos ha heredado un poco de agresividad y de fundamento genético para la vocación de poder.
Pero la sociedad humana existe gracias a los que aprendieron a ser solidarios. Y la sociedad humana tendrá futuro gracias a la misma rama genética. No por razones de herencia física. Sino porque esa forma de ser ha gestado ya el patrimonio cultural que contiene las bases del arcadia que los humanos venimos soñando. Porque están en los memes o patrones de cultura los datos de lo que ha sido eficaz para construir sociedades prósperas y justas.
La reconstrucción de la cultura y la civilización conducirán a llevar el conocimiento al campo, y a detener y revertir la existencia y el gigantismo de las ciudades.
El productivismo y el vértigo de la modernidad han ido de la mano con un creciente desdén por el esfuerzo físico y una distancia mayor con la naturaleza. La técnica se ha especializado en el diseño del confort; y el consumismo; paradójicamente, ha gestado una capa inmensa de personas ajenas a la producción directa de riqueza y de satisfactores. En este comienzo del Siglo XXI se ha llegado incluso a incluir en las cuentas que se hacen de la economía de una nación, a los servicios, como valor generado, y dentro de éstos, a cualquier servicio, por intangible que sea, hasta el punto de celebrar aquellas situaciones en las que la participación de la agricultura y las actividades llamadas primarias, tengan una proporción minúscula en las cuentas nacionales.
La sociedad humana ha llegado a los extremos de otorgar a las finanzas, es decir al movimiento de los capitales, la conducción de sus destinos, de sus gobiernos y de sus perspectivas. Como si el dinero fuera el gran motor que impulsara el esfuerzo de los pueblos. O como si la riqueza partiera o comenzara en la acumulación de capital.
Cuando el hombre reconozca que lo único que lo ha ennoblecido es el trabajo, y que lo único que hay detrás del capital es esfuerzo físico coagulado, próximo o de generaciones anteriores, podrá revalorar los esfuerzos de todos y cada uno de los ciudadanos.
Ese camino no será fácil. Pues hoy la consciencia ha llegado a otorgar el primer lugar en las jerarquías, a la expresión del valor. Hasta el punto de que se prioriza lo que genere más valor, y lo que represente mayor rendimiento por unidad invertida.
En el futuro la sociedad humana llegará a la conclusión de que no tiene caso generar valor si ello no representa mayor bienestar. No será el confort o la comodidad lo que se busquen a través del dinero, sino la producción de satisfactores por medio del trabajo. La economía volverá a estar sobre sus pies, y el trabajo será revalorado y podrá recibir la retribución y el reconocimiento que represente su esfuerzo.
Y entonces el campo volverá a ser poblado. Y la ciudad se aparecerá ante los ojos de los futuros ciudadanos como un gigantismo innecesario. Y se comprenderá que los hombres de los siglos anteriores habían concebido el urbanismo no como la superación de la incertidumbre y la escases, sino como la negación de nuestra relación con la naturaleza.
El carácter de la técnica será replanteado, y en lugar de ver crecer las ciudades veremos reducirse las diferencias en la disposición del bienestar entre las regiones rurales y urbanas.
La educación será replanteada en términos de una educación moral, un aprendizaje del método y un entrenamiento para diseñar soluciones sociales a través de grupos sociales. El politecnismo y los equipos interdisciplinarios gestarán al hombre nuevo.
Cuando el hombre mire de nuevo el mundo como su entorno natural y próximo, la educación dejará de tener sentido como un entrenamiento para el productivismo y la competencia. Los hombres le encontrarán sentido al aprendizaje de los valores y al ejercicio de los principios que guíen su conducta en colectivo.
La excelencia será recordada como una falacia propia de los ordenamientos jerárquicos, y en su lugar los grupos humanos pensarán en lo que los mantenga juntos ante los desafíos, y solidarios en sus esfuerzos y afanes. No mantendrán el papel de la educación como un entrenamiento para rendir más sino como una vocación para servir mejor. No prevalecerá la acumulación de datos, sino la orientación de esfuerzos. Y no tendrá sentido el mucho saber, sino el comprender mejor. No se enseñará a ser especialista, sino a guiarse con la noción de cada disciplina en la tarea de solucionar problemas y resolver imperativos.
No habrá estudio individual, sino aprendizaje colectivo. Y nadie buscará puntos para elevar su estatus en la competencia de la investigación aislada, sino logros en la complementariedad que potencie el esfuerzo de cada uno.
En vez de ingenieros entrenados en departamentos estancos del conocimiento, tendremos politécnicos capaces de aplicar los principios de la ingeniería en cualquier tarea de su campo de acción. Y en lugar de una división entre ciencias y humanidades, veremos la fusión de la ética con la aplicación del conocimiento.
El hombre estará aprendiendo a ser feliz. Y habremos dejado atrás la sociedad de clases, la desigualdad que ofende y la lucha que empobrece.
A ustedes toca sentar las bases para ese florecer del hombre.

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