La convención de las vanidades (artículo para Pastiche Magazine)

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Descripción

La convención de las vanidades

Jaime Infante


Hubo una vez un sueño llamado San Diego Comic Con. En 1970 el jovencito de Detroit Shelf Dorf decidió que sería una buena idea juntarse con otras gentes con gustos similares por el cómic (principalmente el de superhéroes), así que celebró, junto a Richard Alf, Mike Towry, Ken Krueger y Greg Bear, la muy modesta Golden State Comic-Minicon. Al principio no tuvo demasiado calado, pero fue una pica en Flandes para el mundillo de los aficionados.
No podemos olvidarnos de que 1970 está en torno a la bisagra que separa la Silver Age de la Bronze Age del cómic de superhéroes, así que se trataba de la primera generación que ya había nacido con la industria del cómic estadounidense en marcha, y que era, precisamente, la misma generación de los Roy Thomas o los Denny O'Neil, la naciente tanda de creadores que habían sido fanboys. Poco a poco la cosa fue creciendo, y la industria se fue sintiendo atraída hacia esta celebración de sí misma: por allí podía verse a gentes como Jack "The King" Kirby, representante de la vieja guardia, o a Neal Adams, el jovencito publicista que había hecho reventar el estilo de dibujo y narración del género. Conforme crecía, lo que empezó como una reunión de amigos a los que se les había ido de las manos empezó a celebrarse en lugares de mayor o menor relevancia, como el U. S. Grant Hotel, la Universidad de California San Diego o el Golden Hall… hasta que, definitivamente, se instaló en el San Diego Convention Center, en 1991.
No es casual que este estadío definitivo de la expansión progresiva del acontecimiento se dé a comienzos de los 90 (y con esto no queremos decir que haya dejado de engordar: la metástasis ha sido exponencial, incluso dentro del propio pabellón): justo en torno a la época en que el medio se hinchó a través de la especulación y la caza del preciado cómic que serviría para pagar la Universidad de los hijos del comprador se convertía en deporte nacional, habiendo sido importado al mundo de las viñetas desde el del coleccionismo de cromos de béisbol. En un mundo pre-internet (¡pre Wizard Magazine!), la Comic Con era el lugar ideal en el que intercambiar tebeos, encontrar números sueltos, acaparar merchandising, conseguir firmas de tus ídolos (cuyos nombres tus padres ni siquiera conocían) o enterarse de las últimas novedades; era como una manifestación física del espíritu de la industria, una encarnación de las secciones de correo del lector de las distintas colecciones o del catálogo de Previews.
Entonces, con la aurora del nuevo milenio, el lenguaje del cómic se vio secuestrado por el de las pantallas, y la lógica de una industria hasta ese punto bastante independiente (salvo incursiones en el mundo de la televisión, el cine de serie B, y alguna súper producción que no dejaba de ser un animal completamente diferente del tebeo, como las películas de Superman de Richard Donner o el Batman de Tim Burton) se vio arrastrada por la lógica del mercado de masas y las industrias culturales globalizadas; el estreno y éxito de las versiones cinematográficas de X-Men de Bryan Singer, o de Spider-Man, de Sam Raimy (precedidas por el profético Blade de Stephen Norrinton) llevaron a que: primero, los cómics se empezaran a parecer a las películas a un nivel de estilo y narración (p. ej.: el universo Ultimate de Marvel); después, que la propia maquinaria industrial que paría los cómics se acercara poco a poco a la producción cinematográfica. Y entonces Warner Bros. compró DC Comics, y Disney compró Marvel Comics; y vieron que era bueno (económicamente), y lo consagraron, y la Comic Con se convirtió en el Altar donde sacrificar, cada año en una cantidad mayor, nuevos personajes al Dios de la Gran Pantalla; y entonces los héroes se volvieron serios y depresivos, porque, ya sabes, no pueden ser divertidos; y Marvel atacó reproduciendo su alegre universo compartido en las películas, y DC lo siguió, pero ir a ver sus películas era serio como ir a misa; y los profetas de Internet filtraban de todo: guiones falsos (o no), fotos del cogote de Batman en el set de rodaje, vídeos con efectos especiales aún deficientes, etc. Y, poco a poco, casi sin que nos diéramos cuenta, los tebeos que de verdad nos parecían excitantes no estaban en papel; no, ya no; ahora estaban en el cine, y podíamos ver a nuestros personajes favoritos una media de dos veces al año. ¿Y en los cómics? Poco a poco, y salvo honrosas excepciones, pálidos reflejos del poder que el sonido y la imagen en movimiento conferían a los grandes héroes. Inevitablemente, el sueño hecho realidad era también pesadilla: ¡qué gloria en ver a Thor lanzar su Mjolnir!, ¡cuánto poder en el vuelo libre de Superman¡ ¡cuantísimo pathos en el Batman de las películas! Y, lo mejor… siempre podías esperar a la Comic Con para saber más, y más; y podías criticar cómo habían destrozado al personaje de tu infancia, sin haber visto aún la película; y podías despellejar a los de diseño de producción por haber capturado mal la esencia del Thanos de Jim Starlin. Y… te olvidaste de la alegría que, alguna vez, te había producido acercarte una o dos veces a tu tienda de cómics habitual, a descubrir algo que aún no te habían contado en ochenta reseñas, y que podías leer, tranquilamente, en tu sofá; o el inmenso placer de buscar, desesperarse y, tal vez, encontrar, aquel número que te faltaba, en cualquiera de las convenciones surgidas globalmente a imagen de la Comic Con de San Diego (como el Saló Internacional del Cómic de Barcelona, o el Expocómic de Madrid).
Y tras este llamamiento al proselitismo chusco de la Geek Nation global, he de decir que no, nunca he estado en la San Diego Comic Con; y que sí, me encantaría ir.

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