La continuación del diagnóstico foucaultiano sobre el poder por otros medios. Antonio Negri: poder constituyente y (neo-)comunismo como formas de resistencia y materialización de alternativas.

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La continuación del diagnóstico foucaultiano sobre el poder por otros medios. Antonio Negri: poder constituyente y (neo-)comunismo como formas de resistencia y materialización de alternativas. Miquel À. Martínez i Martínez (Universitat de València) Josep Artés Gil (Universitat de València)

El análisis foucaultiano sobre el poder, en concreto sobre el poder aplicado a la vida o lo que se conoce como biopoder, ha dado lugar a numerosas lecturas posteriores. Uno de los autores que de manera más fecunda ha aprovechado y ha desarrollado el recorrido de la propuesta foucaultiana al respecto, ha sido, sin lugar a dudas, Negri. Como él mismo reconoce, la distinción que esboza Foucault –y retoma Deleuze– entre los tres paradigmas de poder que recorren los últimos tres siglos de historia occidental –el modelo centrado en la figura del soberano, el modelo disciplinario y el modelo de seguridad o control–, constituyen uno de los principales asideros a la hora de analizar el capitalismo en su fase avanzada. De esta manera, Negri trata de entender la manera que tiene de actuar el poder, detectando el umbral en que se empiezan a gestar las formas de dominación que continúan vigentes en la actualidad; pero también –y es aquí donde cabe subrayar la aportación de Negri al análisis foucaultiano– la posibilidad de plantear alternativas que resulten viables para ser llevadas a cabo por las subjetividades emergentes en los nuevos ciclos de luchas. Uno de los primeros aspectos que señala Negri –en compañía de Hardt– es la perspectiva en absoluto simplista que ofrece el análisis foucaultiano acerca del poder, ya no exclusivamente centrada en lo económico sino teniendo en cuenta, al mismo tiempo, factores “culturales, corporales y subjetivos” (I, 48). De esta manera, se concede importancia a un buen número de aspectos que el análisis marxista había relegado tradicionalmente al segundo plano de la superestructura ideológica, y que en la actualidad suponen, no obstante, un elemento a tener en cuenta si se quiere entender la capacidad del sistema capitalista para extender su dominio sobre la población.

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Sin embargo, con ello no desparecen ciertas limitaciones en el análisis foucaultiano que Negri no duda en señalar. En primer lugar, detecta una cierta rigidez en la descripción que ofrece Foucault sobre la evolución de los paradigmas de poder. En cierta manera, el poder aparece como una instancia abstracta que arrolla a su paso a la subjetividad, cuya única posibilidad es resistir. En este sentido, desde la perspectiva foucaultiana resulta dificultoso definir el cuerpo sobre el cual se aplica el poder, es decir, los elementos que influyen en su formación y su acción concreta en el campo social. Para Negri, en cambio, este objetivo del poder que es la vida o el bíos, se debe entender como una subjetividad colectiva que desarrolla su acción no sólo en términos de resistencia y de respuesta al poder sino también de creación autónoma de alternativas, en un mismo plano inmanente donde multitud de flujos se encuentran entrelazados relacionándose de manera polémica: “lo que finalmente Foucault no logró comprender –expone Negri a este respecto– fue la dinámica real de la producción que tiene lugar en la sociedad biopolítica”. Por esta parte, como se ha podido entrever, Negri atribuye un alto valor a la lectura que autores como Deleuze y Guattari han llevado a cabo sobre la naturaleza del capitalismo contemporáneo. A diferencia de lo que ocurre con Foucault, la lectura deleuzo-guattariana dirige “claramente nuestra atención a la sustancia ontológica de la producción social. Las máquinas producen. El funcionamiento constante de las máquinas sociales en sus diversos aparatos y montajes producen el mundo a través de la producción de los sujetos y los objetos que lo constituyen”. Posiblemente sea ésta una de las claves que permiten diferenciar –como ya lo hiciera Deleuze en una carta dirigida a Foucault– el deseo deleuzo-guattariano del placer foucaultiano, como sendos conceptos cuya aplicación puede servir para clarificar la naturaleza del poder y la posibilidad de encontrar salidas alternativas. Según el parecer de Negri, “la palabra ‘deseo’ capta la dinámica activa y real de la producción de la realidad social, en tanto que el placer es meramente inerte y reactivo”. En cualquier caso, la principal carencia que encuentra Negri, tanto en el caso de Foucault como en el Deleuze y Guattari, responde a la imposibilidad de materializar un conjunto de propuestas concretas más allá de la crítica o el desmontaje del sistema de poder, así como los dispositivos necesarios para que estas alternativas alcancen un desarrollo y una continuidad: “la limitación de estas teorías radica en que plantean la crítica del poder como una línea de fuga, como el esplendor del acontecimiento y de la multitud, y que se niegan a identificar un poder constitutivo que sería el órgano de la minoría subversiva” (117).

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Como acabamos de ver, Negri parte del análisis foucaultiano sobre la evolución del capitalismo, en concreto en lo que respecta a las última fases de su desarrollo en que el poder se aplica al conjunto de la vida. No obstante, Negri no olvida por ello el análisis marxista y la necesidad de retomar y renovar algunos de sus conceptos fundamentales. Estos dos elementos dan como resultado una descripción particular del contexto en el que nos movemos en la actualidad –la “nueva fase de la historia política en la que nos encontramos”–, que Negri describe como la subsunción –en el sentido de una reducción y una absorción– del conjunto de la sociedad en el proceso de acumulación del capital. Esto implica, a su vez, dos consecuencias. En primer lugar, la clase trabajadora fabril pierde la posición de centralidad que la teoría marxista le atribuía en el interior de la lucha de clases, como agente principal de la resistencia al poder del capital; esto es, como “sede de emergencia de la subjetividad revolucionaria” (83). En segundo lugar, asistimos al agotamiento de la función económica y de legitimación teórica que hasta ahora había cumplido la ley del valor, en la medida que permitía, a través de la distinción principal entre el valor de uso y el valor de cambio de una mercancía, deducir el excedente de trabajo que el propietario de los medios de producción expropiaba al trabajador. En cualquier caso, este cambio de dinámica que tiene lugar en la esfera productiva, y que afecta al conjunto de la sociedad, no hace desaparecer las tensiones internas del ámbito laboral y tampoco supone la abolición de los antagonismos de clase. Más bien, conlleva una diseminación de tales antagonismos, en paralelo al intento de extender los procesos destinados a la obtención de beneficio por parte del capitalista – que antes se llevaba a cabo a través de la extracción de la plusvalía, dentro del entorno productivo– al conjunto de las actividades productivas en la totalidad del campo social. En este contexto es en el que cabe identificar la emergencia de una nueva subjetividad productiva que, al mismo tiempo, vehicule un alto potencial de transformación a todos los niveles. Para llevar a cabo un análisis completo, al modo de producción en el que nos encontramos –la subsunción real de lo social en el capital, como acabamos de decir–, hay que asociar una forma-valor. Con estos dos elementos, tenemos la representación conceptual, pero también material de la organización del trabajo colectivo en una sociedad. En este caso, la forma-valor correspondiente a la fase de evolución del sistema capitalista avanzado, se encuentra en lo que Negri llama la comunicación. De esta manera, se expresa que la relación entre las fuerzas productivas implica –o pone en 3

comunicación– al conjunto de la sociedad. Esto afecta directamente sobre la ley del valor. En primer lugar desaparece la posibilidad de extraer, y aún más de fundamentar el valor en un principio de medida objetivo, a partir de una instancia externa al propio proceso de producción. Esto da debida cuenta del carácter inmanente e integrador del capitalismo en la actualidad. No sólo se propaga de manera extensiva ocupando la globalidad de territorios del planeta, del centro a la periferia; también aspira a extenderse de manera intensiva, infiltrándose en lo más profundo del tejido social hasta llenar cada rincón de la existencia individual y colectiva. Por otra parte, el valor de lo que se produce, como resultado de la acumulación de toda la actividad social, deviene inconmensurable. Como señalan Negri y Hardt al respecto, “el trabajo y el valor se han hecho biopolíticos, en el sentido de que vivir y producir tienden a hacerse indistinguibles. En tanto que la vida tiende a quedar completamente absorbida por actos de producción y reproducción, la vida social misma se convierte en una máquina productiva” (M, 179). Todo ello implica, sin embargo, un aspecto que puede resultar clave en el momento de plantear los procesos de emancipación de las nuevas subjetividades productivas. En efecto, de igual manera que el modo de producción se convierte en un dispositivo de dimensiones agigantadas y el valor de lo producido en una instancia que escapa a los límites de aprehensión y comprensión inmediatas, el espacio sobre el que se construyen las relaciones laborales –y con ello los vínculos entre las subjetividades emergentes– también se extiende a lo largo y ancho del campo social. De esta manera, el modo de producción social o comunicativo –así lo podemos enunciar, como reverso a la subsunción real en el capital– se sostiene sobre un principio de cooperación que implica a todas las fuerzas productivas, construyendo una red compleja de relaciones. En este sentido, no sólo encontramos la extensión sin freno de la explotación sobre el trabajo, sino también la posibilidad de construir nuevos entramados de creatividad y de solidaridad y movilización desde la base. Por otra parte, el nuevo modo de producción sirve para desenmascarar un par de aspectos de no menor importancia: la autonomía creciente de la fuerza de trabajo y, en paralelo, el carácter accesorio del capitalista. Anteriormente, se trataba de integrar la explotación o la extracción de beneficio como algo inherente al modo de producción e incluso como un elemento útil y necesario para su buen funcionamiento, en la medida que actuaba como instrumento de mediación entre las dos partes implicadas. De un 4

lado, el trabajador despojado de todo menos de su fuerza de trabajo –obviamente, tal como lo describe Marx, esta situación de desposesión reposa sobre el proceso de la acumulación originaria–; del otro, el burgués acaudalado, capaz de poner en marcha los medios de producción y de coordinar el proceso productivo, y merecedor, por tanto, de una retribución. Desde la perspectiva del capitalista, la ley del valor actuaba así como principio regulador, con el fin de calcular, por una parte, el valor de uso de un objeto – en relación al objeto que incorpora un trabajo concreto y útil– y, por la otra, el valor de cambio que dicho objeto puede alcanzar en el mercado, en relación al trabajo socialmente necesario que implica –trabajo abstracto, general, que asume su expresión autónoma a través del dinero o del precio que se paga por una mercancía–. De esta forma, se podía deducir la cantidad que resultaba necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo, es decir, para la subsistencia del trabajador, pero también el beneficio que correspondía al propietario de los medios de producción. Por lo que respecta al modo de producción actual, y es aquí donde reside su poder desmitificador, muestra la posibilidad de autovalorización de la que empieza a ser capaz la nueva fuerza de trabajo; al mismo tiempo, saca a la luz el carácter cada vez más parasitario de los que, como acabamos de ver, cumplían una función concreta como propietarios de los medios de producción. Por otra parte, cada vez resulta más complicado mantener las distinciones relativas al trabajo que acabamos de ver. En esto influye, además de lo que ya hemos dicho, la introducción de la informática y de las nuevas tecnologías en los procesos productivos, que favorecen la extensión de un trabajo inmaterial y abstracto, pero al mismo tiempo útil, como nueva fuente de riqueza. Como señala Negri, el trabajo continúa funcionando como principio activo de cualquier constitución posible del campo social, sólo que ahora son fuerzas de carácter intelectual y científico las que gradualmente ocupan un lugar central en la producción. En cualquier caso, el carácter inmaterial del trabajo no elimina su función creativa, sino que coloca la “substancia del valor […] más allá de la mera división (que se está eclipsando en la actualidad) entre trabajo manual y trabajo intelectual”. Lo que esto pone de manifiesto, según Negri, es que “únicamente la creatividad del trabajo (el trabajo vivo en el poder de su expansión) es conmensurable con la dimensión del valor” (87). Sin embargo, como ya hemos dicho, esto no supone la desaparición sino, más bien, una nueva definición de la explotación que se lleva a cabo en el seno de los procesos productivos. En este apartado, Negri parte de una tesis muy clara: hay que entender por 5

explotación la “producción del tiempo de dominación contra el tiempo de liberación” (87). La falta de un principio de medida, tal y como se encontraba en la ley del valor, unido a una actividad cuyo tiempo de realización resulta cada vez más difícil de dividir en unidades simples, hace imposible calcular la cantidad de trabajo extorsionado. De esta manera, la explotación se basa ahora en la imposición de un control artificial sobre la actividad productiva, con el fin de canalizar la creatividad del total de la población en la dirección de los objetivos que persigue el sistema de poder. Como enuncia Negri, se trata de crear “líneas políticas de sobredeterminación” que orienten la organización del trabajo social y su reproducción en términos de desigualdad, jerarquía y segregación (87). En cualquier caso, de lo que no hay duda es que la explotación mantiene su carácter económico –no deja de producirse una expropiación de los procesos y del producto de la cooperación social–, pero ahora se desarrolla a través de dispositivos de tipo político, enfocados a asegurar el control de la población. Por lo demás, esta connivencia entre la esfera política y la económica, con el objetivo de hacer efectiva y, además, de sacar rédito a la dominación, es uno de los rasgos principales que definen al capitalismo tardío. Después de ofrecer esta caracterización del contexto en el que nos encontramos, con los cambios de rumbo que tienen lugar en lo que respecta al modo de producción y la manera como esto afecta a la hora de considerar los procesos de trabajo y de valorización o explotación, Negri añade un grado de espesor al análisis. En este caso, se trata de atender la emergencia de una nueva subjetividad. Para ello, elabora una genealogía que sigue la línea de los cambios en los procesos productivos –del obrero cualificado al obrero social, pasando por el obrero masa–, así como las formas de organización colectiva y los ciclos de luchas que, progresivamente, han avanzado en el sentido de abandonar los canales tradicionales de la delegación y la representación política. Por otra parte, como vamos a ver a continuación, el análisis que ofrece Negri permite situar de manera material y concreta, tomando como eje principal las transformaciones que se producen en los modos de producción y en la emergencia de nuevas figuras subjetivas, el diagnóstico foucaultiano sobre el poder y, en especial, las fases de evolución que distingue Foucault en el caso del capitalismo. Como indica Negri, el paradigma de dominación asociado a la figura del soberano, correspondería al período que comprende desde la acumulación primitiva hasta el desarrollo de la primera fase de la Revolución industrial. En este período, capas ingentes de la población rural 6

son arrojadas a la fuerza al entorno urbano, con la necesidad de trabajar como nueva mano de obra asalariada en el incipiente ámbito fabril. Por su parte, el concepto de biopoder correspondería al desarrollo de la segunda y la tercera fase de la Revolución industrial. El obrero cualificado y el obrero masa constituyen, así, sendas figuras que llenan y matizan el amplio período de la disciplina o la anatomopolítica. A su vez, con el obrero social se esboza el blanco principal al cual van dirigidos los mecanismos de control del modelo biopolítico propiamente dicho. Negri toma como punto de partida y principal elemento de referencia el período de la segunda Revolución industrial, esto es, lo que la teoría marxista describe bajo el rótulo de la gran industria. Esto supone dejar de lado el primer período de la Revolución industrial, en el que la manufactura había desplazado a la cooperación simple. Cabe suponer que esta elección no se debe a la falta de importancia de los cambios que se producen durante esta fase de la historia, más aún si se tiene en cuenta el efecto que tales cambios debieron tener sobre la imagen de la subjetividad, con el paso que se produce desde el artesanado autónomo y gremial a una mano de obra asalariada en estado de absoluta explotación. Así pues, la razón se debe buscar, más bien, en el hecho de analizar el contexto de emergencia, es decir, el umbral en el que empieza a tomar forma el modo de producción y la subjetividad tal y como los conocemos en la actualidad. Dentro del período de la gran industria, Negri distingue dos fases diferenciadas. La primera se extiende desde el año 1848 al 1914. Se trata de un período de fuerte crecimiento del sector industrial, en cuyas condiciones la fuerza de trabajo que se requiere es la del obrero profesional o cualificado. En este contexto, el trabajador actúa como apéndice de la maquinaria, que constituye, a su vez, el principal medio de producción dentro de un proceso cada vez más complejo y masificado. Aún así, el obrero debe tener un conocimiento elevado acerca del ciclo completo de producción en el que participa. Esto produce una primera tensión en el interior del modo de producción. Para empezar, a causa del desequilibrio que existe entre la capacidad productiva y el nivel salarial y, por tanto, adquisitivo del obrero; pero, sobre todo, a causa de las propias condiciones de producción impuestas, con una fuerza de trabajo capaz de controlar el ciclo productivo que, sin embargo, en la práctica se ve despojada del producto y del beneficio que genera la actividad que realiza. Este desfase constituye la principal motivación del movimiento obrero organizado en este momento, alrededor 7

de las dos vías a través de las cuales se debe llegar a materializar el proyecto de emancipación comunista. Estas dos vías son el partido, como vanguardia intelectual de la movilización, y el sindicato como correa de transmisión entre las masas. En los dos casos, como se puede observar, el principal instrumento estratégico se perfila en torno al modelo representativo en el ámbito político. La segunda fase de la gran industria abarca desde la Primera Guerra Mundial hasta el año 1968. En este período, se impone el taylorismo como modelo teórico de organización del trabajo, con el fin último de aumentar la productividad, y el fordismo como la manera de llevar a la práctica este método que se pretende riguroso y científico. La fuerza de trabajo es entonces arrojada a la gran cadena de montaje, para realizar una actividad abstracta y alienante basada en la producción en serie. En este caso, cabe hablar del obrero masa que, a diferencia de lo que acabamos de ver con el obrero cualificado, está privado de un conocimiento efectivo del ciclo productivo e incluso del resultado final de su trabajo. Por otra parte, la falta de especialización debe ayudar a intercambiar los puestos de trabajo dentro de la cadena de producción. En lo que se refiere a la constitución de la subjetividad, pierde peso la polarización y el antagonismo entre clases –y, con ello, el papel predominante que habían jugado el partido y el sindicato en la movilización obrera. En este principio de disolución de la conciencia de clase, que afecta principalmente al obrero como fuerza de trabajo explotada, influye, además de los cambios en los procesos productivos que acabamos de ver que actúan en detrimento de la identificación con la actividad que se realiza y con el producto resultante, la introducción de un principio formal de igualdad y de una política activa de asistencia social sobre capas cada vez más amplias de la población. Todo ello desemboca, a través del modelo de intervención de raíz keynesiana, en el establecimiento del Estado de bienestar, y en la promoción del consumismo alentado por la subida de salarios y por el impacto sobre la opinión pública de los cada vez más importantes medios de comunicación de masas. Como contrapartida a la pérdida de importancia de los medios representativos en el ámbito de las demandas, comienza a surgir un movimiento de masas que parte desde la base, reivindica su autonomía y rechaza, por tanto, las vías de participación indirecta como principal instrumento estratégico. Por último, alrededor del 1968 –tomando los estallidos que tuvieron lugar en diferentes partes del mundo y que quedaron plasmados bajo el sello emblemático del mayo 8

parisino– se sitúa la cesura que da lugar a un nuevo período. Es lo que Negri no duda en calificar como una tercera Revolución industrial, cuyas reglas de funcionamiento seguirían vigentes en la actualidad. La irrupción de la nuevas tecnologías, la informática y la robótica –con el ejemplo japonés de toyotización de la producción, que se inaugura en 1970, como ejemplo paradigmático– da como resultado el asentamiento de un trabajo cada vez más abstracto e inmaterial, en cuya realización se encuentran implicadas, de una manera u otra, el conjunto de las relaciones sociales. En este caso, el agente de la producción se encuentra en lo que Negri llama el obrero social, como nueva figura del proletariado que tiene en el intelecto el centro neurálgico de su actividad y que debe aceptar la movilidad y la polivalencia como características propias de su trabajo. Si bien, en estas condiciones, el capitalista tiene la posibilidad de asumir un control cuasi absoluto sobre el trabajador, la capacidad de éste para desarrollar su actividad sobre la base de una cooperación activa y autónoma, va también en aumento. Ante esta posibilidad real, el capital reacciona imponiendo el individualismo como nexo débil a partir del cual construir los lazos sociales, además de emprender un fuerte proceso de deslocalización de la producción, favoreciendo la creación de empresas de tipo multinacional que llevan lo que queda de trabajo industrial a los países de la periferia. Con esto se trata no sólo de impedir la unidad de acción por parte de la clase obrera, sino también de aumentar nuevamente la productividad y los beneficios, aprovechando la falta de derechos laborales y el precio extremadamente bajo de la mano de obra en aquellos países que el poder ha obligado a cumplir, casi en exclusiva, el papel de simple productor al servicio del sistema capitalista mundial. Para acabar de redondear el nuevo contexto que estamos describiendo, el neoliberalismo se impone como sistema político, social y económico hegemónico. Tal y como lo analiza Foucault en el Nacimiento de la biopolítica, la irrupción de este nuevo paradigma de gobierno supone un cambio importante. Si el liberalismo en su versión clásica apostaba por la no intervención estatal en la economía, esto es, el laissez faire, ahora se trata de intervenir sobre el conjunto del cuerpo social o de la población, dando lugar a las condiciones de posibilidad para la creación de un medio que resulte propicio a la implantación de la lógica mercantil. A sabiendas que el mercado no representa necesariamente una institución o una instancia natural, intrínseca al ser humano y a la organización de su sistema de intercambios, se permite e incluso se alienta, de manera programada o monitorizada, la intervención del Estado. De esta manera, se trata de 9

utilizar los instrumentos estatales, ya no como medida de regulación, sino para imponer las condiciones –precios, ley de la oferta y la demanda– que hacen posible el mantenimiento del sistema mercantil y, aún más, su extensión a la totalidad de la relaciones sociales. Esto es lo que Foucault llama la “empresarialización de la vida”, cuyo principal interés reside en hacer posible que cada aspecto de la vida cotidiana se pliegue a las leyes del mercado y a la lógica competitiva de la empresa: “constituir una trama social –apunta Foucault– en la que las unidades básicas tengan, precisamente, la forma de empresa” (Nb, 161). Como se puede observar, Foucault define así un segundo sentido en que cabe entender la biopolítica: ya no referida, como en el caso del modelo disciplinario, al cuerpo del sujeto tomado de forma individual o en relación a un conjunto poco numeroso, con el fin de imponer, en un espacio limitado, una tarea –productiva– y un patrón de conducta –vigilada so pena de sufrir castigo–; sino como la administración y el control de la vida del conjunto de la población, en un espacio abierto y extenso. Esta manera de hacer efectivo el dominio sobre la población –que favorece la aparición de nuevos medios de control social como el análisis estadístico–, define al poder como gestor y encargado de la vida. Como señala Negri, ya no encontramos la relación dialéctica dentro-afuera que caracterizaba la resistencia en relación a los modos de producción de las primeras fases de la Revolución industrial. Ahora, el poder se erige como un “afuera insuperable” con el objetivo de llenar por completo la existencia de la subjetividad individual y colectiva. Aún así, sin dejar de lado nada de lo que acabamos de apuntar, Negri prefiere poner el acento en la capacidad creativa de la subjetividad. En efecto, corresponde a esta subjetividad emergente que se empieza a perfilar en la figura del obrero social, hacer un uso autónomo y alternativo de la estructura cooperativa y de la inmersión de los procesos productivos en el campo social; a lo que hay que añadir la posición hegemónica que empieza a ocupar el trabajo de tipo intelectual y de los nuevos medios tecnológicos, como elementos que posibilitan una liberación del tiempo a través de un proceso de autovalorización de la actividad productiva. Esto ofrece una imagen un poco menos asfixiante y desoladora del paisaje que deja a su paso el biopoder como nuevo modelo de gobierno a nivel global. De hecho, es en este ámbito donde tiene sentido observar la distinción que elaboran Hardt y Negri entre el biopoder, como dinámica propia de la dominación y el control sobre la población, y la biopolítica como la capacidad y la potencia que tiene la vida –entendida en el sentido del bíos como 10

subjetividad colectiva– para construir su propio repertorio de resistencias y de alternativas al poder. Por otra parte, en la descripción que ofrece Negri la constitución de la subjetividad parece tomar forma en relación de dependencia directa a las necesidades productivas del capital. Por esta razón, aparece como una subjetividad privada de parte de sus potencialidades, aunque al mismo tiempo deba ser capaz de invertir la correlación de fuerzas que la somete como clase explotada y alienada. Con todo, Negri se esfuerza por ir un paso más allá, tratando de sacar a la luz el excedente de creatividad y la movilización de la clase trabajadora como elementos principales para la dinamización del conjunto de la sociedad, más allá de la participación –en cualquier caso considerada secundaria– de los propietarios de los medios de producción. En este sentido, es la capacidad productiva de la clase obrera y su voluntad de lucha las que han cambiado el rostro de la sociedad en sucesivas fases de movilizaciones, dejando algunos eslabones marcados, como punto de no retorno, en la cadena del devenir histórico. Así lo apunta Negri cuando se refiere a las revueltas obreras y de los artesanos a lo largo de los “malditos días de junio” de 1848, para hacer frente a los límites de la libertad burguesa afirmada únicamente en el ámbito formal, como acontecimiento clave para entender la llegada del segundo período de la Revolución industrial. Asimismo, se refiere a la importancia de la Revolución bolchevique entre los años 1917 y 1919, período en el cual se produce un importante proceso de empoderamiento por parte de la clase obrera, lo cual precipitaría, sobre todo en el exterior de la Unión Soviética, las reformas sistémicas pertinentes con el fin de extender las ventajas asociadas el Estado del bienestar y la asistencia social entre los trabajadores. Por último, Negri se refiere al 1968, fecha en que se produce “una revolución extraña, que incluso no llega a ser inmediatamente comprensible”, pero que, sin duda, precipitó un buen número de cambios en el ámbito productivo y en lo que respecta a la configuración de las luchas en el campo social, asociadas a la crisis del modelo representativo y a una nueva subjetividad antagonista el –“actor de la comunicación social”, como indica Negri (104). En definitiva, se trata de afirmar la autonomía del movimiento obrero, desvinculando su evolución de los estrechos márgenes que deja el enfrentamiento con el poder capitalista. Negri se refiere a la cuestión en términos de “asimetría”, es decir, el dinamismo propio del movimiento obrero, ni va de la mano, ni tampoco se opone a la lógica capitalista y a 11

sus sucesivas fases de reestructuración. Esto distingue a la subjetividad obrera y a la actividad que lleva a cabo, como elementos situados al margen de un conjunto de reglas generales que pueden ser enunciadas por anticipado; por lo mismo, constituye un factor estratégico a favor del movimiento obrero y de estas subjetividades emergentes, ya que el poder no puede preparar ni empezar a combatir de antemano la próxima ruptura que (en este caso sí, sin duda) tendrá lugar en el campo social. En definitiva, desde esta perspectiva y tomando como punto de partida las virtualidades existentes que ofrecen la cooperación (como alternativa a la simple subsunción) real y la producción en sentido comunicacional, ya no se trata simplemente de plantear la lucha y la resistencia en términos de inversión de los parámetros impuestos por el modo de producción hegemónico, sino de su total abandono. Como señala Negri, “las secuencias del poder proletario no sólo no corresponden al desarrollo capitalista, sino que tampoco son, en el sentido negativo, la inversa del desarrollo capitalista” (106). Así pues, este proceso de liberación debe empezar por plantear una definición autónoma de la subjetividad obrera, que no dependa ya del negativo que se desprende de la imagen producida por el poder. Esto supone dejar a un lado cualquier tipo de predeterminación, es decir, de composición sobre el campo social teleológicamente determinada. En efecto, no hay que buscar una lógica inherente a los modos de producción que conduzca inexorablemente al hundimiento de las estructuras hegemónicas y de las diferencias clasistas, estableciendo, así, las condiciones de posibilidad o –en terminología propiamente marxista– los prerrequisitos para la toma del poder por parte del proletariado. Aunque Negri señale que es la fuerza de trabajo la que mueve los goznes del cambio, sacando de quicio al poder –al fin y al cabo, no es otra cosa lo que apuntan autores como Foucault, Deleuze o Guattari cuando atribuyen prioridad ontológica y epistemológica a la multiplicidad, la heterogeneidad y lo singular–, se debe entender como un conjunto de rupturas, saltos e innovaciones que emergen en el devenir histórico, como resultado de acontecimientos imprevistos pero fundamentales para la constitución del campo social. Asimismo, no hay que buscar en Negri –como tampoco en los autores citados– una proposición apriorística en relación al sujeto, como encarnación o transporte de la conciencia universal revolucionaria capaz de materializar la transformación de las estructuras sociales –así se entiende el proletariado en la acepción que recoge el marxismo, principalmente en lugares como el Manifiesto–. Al contrario, el proceso de constitución de una nueva subjetividad discurre en paralelo a la 12

ruptura del modelo político, social y económico establecido –el proceso de “deconstrucción”–. Como expone Negri, “tenemos ante nosotros un polvo fino de partículas de energía, una real y verdadera fábrica ontológica de la multiplicidad que está experimentando esa deconstrucción”; dicho de otro modo, “un proceso de invención de subjetividad en movimiento, que reconocemos como inherente, como consustancial, a la actividad de deconstrucción –una fuente genética de subjetividad–. El fantasma de la subjetividad constituye la fábrica potente y fundamental de la deconstrucción” (95). Todo esto implica una afirmación de tipo ontológico, pues la subjetividad emergente producirá con su acción, indefectiblemente, nuevas maneras de observar y de enunciar la realidad –una nueva semiótica– desbordando los límites de la lógica dialéctica aun en su versión materialista. Se trata, por tanto, de incidir en el proceso de potenciación de las capacidades intrínsecas del obrero social –lo que supone no perder de vista las sendas productivas de la comunicación y la autonomía, como su principal instrumento para la acción– y, como ya se ha hecho en relación a la dinámica propia del movimiento obrero, inscribir esta nueva subjetividad al margen de la dialéctica capitalista. Para ello, Negri retoma la ley del valor, en este caso en lo que se refiere al trabajo vivo y al trabajo muerto. En cualquier caso, lo que se pretende es superar definitivamente este tipo de distinciones, que sólo sirven para legitimar el proceso de valorización o la extracción de la plusvalía sobre la actividad del obrero. En la teoría marxiana, el trabajo vivo se define como aquél que ya se encuentra contenido en los medios de producción, mientras que el trabajo muerto es el que se añade posteriormente. En el primer caso, se trata de trabajo que se desarrolla en el presente, esto es, durante el proceso de producción de las mercancías; se relaciona, por tanto, con el valor de uso que ya está contenido en la definición de un objeto. En el caso del trabajo muerto se alude, en cambio, al pasado, es decir, a la valorización o a la determinación externa de la plusvalía, que sólo puede darse toda vez que el proceso de objetivación de la mercancía haya tenido lugar. De esta manera, la lógica productiva propia del capitalismo se inscribe dentro de los límites de la valorización, con la subordinación del trabajo vivo al trabajo muerto; o, lo que es lo mismo, con la supeditación del trabajo en vías de objetivación al que ya se encuentra objetivado. Como expone Marx, en uno de los aspectos que tocan el núcleo de la ley del valor, el proceso de producción capitalista se basa en el hecho de incorporar un valor adicional al trabajo, no intrínseco al proceso mismo de producción o de transformación 13

de una mercadería por parte del trabajador; de tal manera que el trabajo vivo –asociado al valor de uso de un objeto– no supone sino un simple medio para llegar al objetivo perseguido de aumentar el valor del producto al cambio en el mercado. Pues bien, para Negri se trata, en primer lugar, de devolver el trabajo al ámbito de una actividad creativa; para, a continuación, hacer constar esta actividad creativa, que se sitúa más allá de los límites de extracción de beneficio impuestos por el poder, como principal medio de expresión de la nueva subjetividad: “Hasta ahora –señala Negri– hemos excavado en el sistema del trabajo muerto, del capital, del poder, y hemos observado cómo, incrustado en el sistema, existía un motor clandestino, subterráneo, oculto que latía con la vida -¡y con qué eficacia!–. Hemos redescubierto, por así decirlo, la afirmación marxiana del trabajo vivo en el mundo de hoy, cuando éste se halla ya totalmente separado, es totalmente autónomo” (107). Como ya hemos dicho, son las condiciones del contexto actual las que permiten este proceso de autovalorización de la actividad de la fuerza de trabajo. Esto se debe al carácter “esquizofrénico” del propio sistema capitalista. Por este lado, Negri retoma la caracterización del capitalismo que ofrecen Deleuze y Guattari en los dos volúmenes de Capitalismo y esquizofrenia. En efecto, la historia y la evolución del capitalismo se puede entender como un proceso atravesado por la contradicción, en la medida que continuamente ensancha los límites –en el ámbito político, social y económico– de su propia lógica sistémica, con el objetivo de asegurar la pervivencia de su modo de producción y reforzar e incluso extender su área de influencia sobre la población. No obstante, son estos mismos límites, y sobre todo los efectos que se siguen del hecho de su ensanchamiento, lo que el sistema trata de conjurar como un peligro para su propio funcionamiento interno. Así pues, se trata de superar la negatividad intrínseca del sistema capitalista para afirmar, en cambio, la positividad que preside la constitución de una nueva subjetividad vinculada a la dinámica del movimiento obrero. Este es, de hecho, uno de los corolarios que enuncia Negri al respecto, según el cual “la historia del desarrollo, del poder, del capital puede describirse únicamente partiendo de la esquizofrenia que la caracteriza, en oposición a la autonomía de los trabajadores” (104). Por otra lado, en el proceso de construcción de una nueva subjetividad, hay que tener en cuenta, como punto de partida y de llegada a la vez, a la “multitud”. En un esbozo inicial, Negri define la multitud como la nueva colectividad productiva o la inteligencia 14

de masas –tomando el testigo de lo que Marx llamó el General Intellect–: “la innumerable multiplicidad de capacidades y conocimientos sociales” –señala Negri–; esto es, como “la red de sentidos desplegada en la actividad cotidiana” (95). En cualquier caso, si resulta interesante aludir al concepto de multitud, es en la medida que permite conectar la acción individual con una coordinación más amplia en el campo social; y todo ello sin necesidad de apelar a esencialismos ni a la indiferenciación presentes en otro tipo de definiciones de la subjetividad, sobre todo cuando se trata de transcender el ámbito meramente individual. A diferencia de otras categorías, como la de pueblo –que refiere un conjunto unitario basado en una identidad homogénea– o la de masa –que hace referencia a un conglomerado indistinto y uniforme–, la multitud constituye una sustancia plural, diferenciada interiormente e irreductible a un principio de unidad o identidad. Una instancia “multicolor”, desarrollada a partir de un “concepto abierto e inclusivo” cuyo principal valor ya no se encuentra entre la clase obrera tradicional –fabril o industrial–, sino en todo el plexo de categorías sociales que afloran en la actualidad: trabajadores precarios o no asegurados, con una presencia cada vez mayor de las personas migrantes en muchos casos sin papeles, jóvenes y estudiantes sin salidas, así como de las mujeres, sobreexplotadas en el ámbito laboral y, en ocasiones, como agente principal del trabajo doméstico no remunerado. De hecho, esta expansión no sólo del concepto, sino también del ámbito de acción del proletariado que lleva a cabo Negri –a menudo en compañía de Hardt–, está perfectamente relacionada con la crisis y la reformulación de la ley del valor. En el momento de adopción de la teoría por parte de Marx, lo más comprensible es que la pertenencia al proletariado se reservara para el “obrero fabril masculino”, pues su trabajo se erigía como la principal fuente de riqueza y, por lo tanto, de extracción de beneficio a través del proceso de valorización de su actividad. En la actualidad, además de alcanzar las áreas del trabajo inmaterial, como ya hemos señalado –“tareas relacionadas con la comunicación, la cooperación y la producción y reproducción de afectos”, como indican Negri y Hardt (I, 74)–, el proletariado desborda definitivamente su lugar de origen para extenderse a la totalidad del campo social. De esta manera, ya no tiene sentido suponer una relación de exterioridad entre la producción material o económica y la producción social, como se hacía en la distinción marxista entre valor de uso y valor de cambio. En definitiva, se trata de indicar de qué manera la nueva subjetividad emergente puede llegar a hacer efectiva la gestión de la vida en común, de manera consistente y duradera 15

y en base a una participación directa. Desde la perspectiva que ofrece Negri –tanto en solitario como acompañado por Hardt– el principal instrumento se encuentra en una nueva concepción del comunismo que sea capaz de crear las condiciones para un proceso constituyente. En realidad, como vamos a ver a continuación, esta concepción renovada del comunismo no trata sino de rescatar aquellos elementos que han ido quedando sepultados a lo largo de la historia y que, en cambio, permiten construir la vida en común en términos de máxima igualdad –sin renunciar a la expresión de la singularidad– y de emancipación individual y colectiva. En primer lugar, la construcción de un nuevo campo de relaciones debería asumir como propios los objetivos que definían la estrategia de movilización de la clase trabajadora en las fases anteriores de la historia. Para empezar, la apropiación de los medios de producción, que constituía la principal aspiración del obrero cualificado; pero también la articulación alternativa de las luchas, que el obrero masa había empezado a experimentar con el principio de hundimiento del modelo representativo basado en el partido y el sindicato. Como se puede observar en los dos casos, es el contexto que el propio capitalismo ha favorecido, con el objetivo de extender su nómina de beneficios y de mantener el control sobre la población –es decir, la integración de lo social en los procesos de producción y la comunicación como instrumento del sujeto productivo–, el que aparece ahora como un medio propicio donde desarrollar, tanto la autonomía en el campo del trabajo, como un tipo de participación y de construcción política y social en red, horizontal y, por lo tanto, de tipo más inclusivo (98). En cualquier caso, habría que empezar por despejar algunas confusiones que oscurecen la caracterización del sistema comunista, sobre todo después de tantas décadas de socialismo real y ante la influencia que en la actualidad ha alcanzado el reformismo socialdemócrata. Por lo que respecta a este último modelo, Negri no duda en ver un sistema que trata de administrar el modo de producción de capitalista, en términos de regulación y de racionalización de los recursos, con el objetivo de atenuar las desigualdades en el campo social. En cualquier caso, se abandona por completo la perspectiva de lo que podía constituir un cambio real en relación a los pilares – propiedad privada, integración en el mercado mundial, competencia, existencia de clases sociales– sobre los que se sustenta la lógica del sistema capitalista. A su vez, el socialismo real no supuso, sobre todo en el ámbito económico, sino una manera de disputar el poder al capitalismo en su mismo terreno y con instrumentos similares, de 16

manera que tampoco queda al margen del sistema de mercado. En el terreno político, su influencia sobre la movilización colectiva a nivel internacional acabó teniendo efectos negativos, en el sentido de bloquear la existencia de alternativas reales y el planteamiento de formas de lucha que discurriesen al margen del mandato de las grandes potencias. En cualquier caso, lo que interesa principalmente a Negri es deshacer la identificación entre socialismo y comunismo que, de manera interesada, se ha alentado entre la opinión pública. El socialismo –tal y como aparece expuesto en textos como La Comuna de París de Marx o El Estado y la Revolución de Lenin– no representa un período histórico sino, más bien, una fase de transición que tiene que mediar entre el capitalismo y el comunismo. Se trata de instaurar un Estado provisional controlado por la clase obrera, cuyo funcionamiento esté condicionado desde el inicio a un intervalo corto de tiempo con el único objetivo de disolver los aparatos de poder existente y, por lo tanto, de dar fin al sistema social, político y económico hegemónico –principalmente, abolir la propiedad de los medios de producción y acabar con la distinción clasista en el seno de la sociedad–. Dentro de este esquema de tipo evolutivo, el comunismo constituye el núcleo del proceso de cambio, presente de manera subyacente en la fase anterior, como motor y subjetividad que no deja de dirigir la acción concreta a desarrollar bajo el Estado de corte socialista. En este caso, el objetivo principal también se encuentra en enfrentarse a las condiciones de producción y reproducción del capitalismo, pero a partir de una propuesta positiva, que trate de superar tales condiciones y dar un paso más allá en la construcción de un nuevo plano en el que gestionar la vida en común. De hecho, aquí se encuentra otra de las claves que permiten distinguir entre el socialismo y el comunismo. Hardt y Negri conciben lo común como un elemento de ruptura con respecto al binomio público-privado. En este sentido, el comunismo se puede concebir como una alternativa tanto al socialismo como al capitalismo, en la medida en que estos dos sistemas están basados en diferentes regímenes de propiedad –la pública y la privada– desde los cuales no se puede ofrecer una respuesta satisfactoria a la construcción de lo común: “lo que lo privado es al capitalismo y lo que lo público es al socialismo –apuntan Hardt y Negri–, el común lo es al comunismo” (C, 278). De hecho, el cometido de preservar este espacio se encuentra en manos de la multitud, tal y como ha quedado definida anteriormente. Por la misma razón pero a la inversa, uno de los principales sentidos que atribuyen Negri y 17

Hardt a la explotación dentro del modo de producción actual, además del control del tiempo en que se desarrolla la creatividad social –como ya apuntamos anteriormente–, reside, ya no en el hecho de tomar el trabajo excedente del obrero, sino en la apropiación de la producción cooperativa de lo común –tal y como se puede observar en los casos de privatización del caudal de conocimientos producidos por una comunidad de científicos o, en otro orden de cosas, en el aprovechamiento del saber ancestral de una comunidad indígena para extraer un beneficio restringido– (¿?). En definitiva, el comunismo se puede caracterizar como un “proceso de liberación”, siguiendo la trayectoria de un “movimiento real que destruye el estado de cosas actual” (153); pero también, rastreando un hilo conductor casi subterráneo, compuesto por los acontecimientos que emergen más allá del curso lineal que siguen los grandes períodos históricos –esto es, los Communards de Paris, los soviets, los International Workers of the World o los movimientos autónomos europeos de la década de los años setenta del siglo XX–, como una experiencia –efímera hasta el momento– basada en la constitución radical de una democracia construida por la colectividad, como medio a través del cual gestionar lo común (108). De cualquier forma, en la actualidad, la transición al comunismo se puede realizar por otras vías obviando la necesidad de pasar por fases intermedias. Los avances en materia social, así como los logros en el ámbito de los derechos políticos y laborales que el poder se ha visto obligado a incluir entre sus axiomas, empujado por la movilización obrera, constituyen en este sentido los prerrequisitos para la emergencia de nuevas formas de organización. Por lo que a esto respecto, se trata de no permanecer en la confrontación dialéctica. De esta manera se ha conseguido que el poder cediera una parte del terreno conquistado por la clase obrera, pero siempre bajo la condición de no retroceder en cuestiones fundamentales, negando así la posibilidad de una transformación real. Por decirlo en términos deleuzo-guattarianos, el poder ha tenido la capacidad de absorber cualquier tipo de reivindicación y de demanda de cambio, sustrayendo o adjuntando axiomas del conjunto que compone su lógica sistémica, en función de sus necesidades y de los distintos contextos con los que se ha encontrado. Siguiendo esta línea de argumentación, hasta ahora los movimientos sociales han sido capaces de ensanchar los límites o la axiomática del sistema; límites que, en cualquier caso, se han mantenido en un plano de relatividad y de perfecta funcionalidad con respecto al poder. Así pues, los nuevos ciclos de lucha deben adoptar, entre sus 18

objetivos principales, el de sobrepasar estos límites relativos al poder. Pero esto no se consigue mediante un enfrentamiento directo sino exacerbando, es decir, llevando a un límite absoluto –un umbral, en palabras de Deleuze y Guattari– el movimiento por el cual el poder ensancha aquellas mismas fronteras que, como ya hemos dicho, trata de conjurar a la vez para asegurar su supervivencia. Desde este punto de vista, la multitud debe desarrollar su acción en el sentido de un éxodo, huyendo del constante acecho del poder como instancia extractiva, pero sin olvidar diseminar a su paso las redes comunicativas y colaborativas que, una vez potenciadas, constituyen las condiciones de posibilidad para una democracia real. Por otra parte, es aquí donde se encuentra la posibilidad de hacer un uso estratégico de las contradicciones que atraviesan el sistema de poder. En el caso del capitalismo avanzado, las determinaciones del Estado del bienestar son necesarias para conseguir un grado elevado de cohesión y de consenso entre la población, pero también resultan insostenibles desde el punto de vista de un sistema que se basa en el aumento constante de la productividad y en la extracción de un beneficio cada vez mayor (156). Así pues, es el reconocimiento de la positividad, la creatividad y la capacidad productiva del poder, que Negri extrae precisamente del análisis foucaultiano, lo que permite empezar a construir, de forma completamente inmanente, un poder constituyente en el interior mismo del sistema de poder –o, por utilizar terminología propiamente negri-hardtiana, en el interior del Imperio–. Como apuntan los autores, “el poder desterritorializador de la multitud es la fuerza productiva que sostiene al imperio y, al mismo tiempo, la fuerza que demanda y hace necesaria su destrucción” (I, 82). Así pues, el proceso de cambio debe estar planteado en términos de creación y de bifurcación –más que de enfrentamiento directo– respecto al sistema capitalista. Esto implica, como indica Negri, “captar positivamente” las “pasividades colectivas” o las “subjetividades latentes” que han germinado al calor del Estado de bienestar y del nuevo modo de producción. En este sentido, antes de tomar el desvío definitivo se pueden aprovechar las condiciones productivas actuales, que insisten en la autonomía de la fuerza de trabajo y en el establecimiento de redes sociales animadas por una cooperación activa. De hecho, es así como se define la transición al comunismo, como “una crítica de lo existente”, pero también como “la construcción de una nueva sociedad en el seno de las transformaciones del trabajo, una reinvención de lo político en las nuevas dimensiones de lo colectivo –de un colectivo liberado, convertido en sujeto–” 19

(160). Eso sin olvidar el cuestionamiento del modelo basado en la representación política, que separa la singularidad –estableciéndola como individualidad privada–, de la multiplicidad –que define en términos de generalidad, a partir de la figura de un aparato estatal hipostasiado–. Esto último que hemos dicho, es uno de los elementos que permiten distinguir entre lo que Negri llama democracia comunista, basada en una participación directa de la colectividad, y la democracia en su vertiente constitucional, cuyo principal cometido sería separar a las masas del ejercicio efectivo del poder. En efecto, un proceso constituyente que siga los valores comunistas expuestos por Negri debe pivotar sobre dos ejes: la producción autónoma de la colectividad y la participación política de la subjetividad emergente, que se tiene que traducir en un nuevo ordenamiento de lo real – político, social y económico–. A partir de aquí Negri establece otra distinción que resulta importante, entre el poder constituido, definido como un sistema que debiera ser dinámico y sin límites en la creación, sin posibilidad de clausura, y el poder constituyente, como “regla fundamental” que se debe entender y poner en práctica como “una invención colectiva de racionalidad y de libertad” (163). Se puede observar la relación que se establece entre el saber y el poder, como dos instancias que se retroalimentan. De esta manera, como ya hemos sugerido, Negri toma el testigo de Foucault, al reconocer no sólo el carácter represivo y opresor del poder sino también su parte productiva, expresada en su capacidad por conformar un sentido común desde el cual observar y enunciar la realidad. En efecto, no tiene ningún sentido plantear la cuestión epistemológica en Foucault –como tampoco en Negri– sin tomar en consideración su pertenencia a un dispositivo mayor que se despliega en distintas dimensiones íntimamente relacionadas. En este caso, el poder se desarrolla a través de unos regímenes concretos de enunciación y de visibilidad, que determinan por completo la percepción del sujeto y su manera de actuar. A esto es a lo que nos referimos cuando hablamos de los dispositivos puestos en marcha –reforzados y concretados a través de los aparatos estatales– con el fin de llevar la lógica mercantil hasta el último rincón de la existencia individual y colectiva. En cualquier caso, Negri trata de buscar salidas al laberinto neoliberal, sorteando los designios del biopoder. En este caso, el poder constituyente se debe expresar como una manera de contrarrestar los regímenes de enunciación y de visibilidad a través de los 20

cuales el poder conforma un mundo a su medida. Pero también, y no en menor medida, como la creación de nuevos planos a través de los cuales observar y enunciar, habitar y, sobre todo, producir lo real. Desde esta perspectiva, Negri no duda en considerar el poder constituyente en términos ontológicos, por cuanto permite “ordenar la realidad de un nuevo modo”, además de “inventar” de nuevo “la sociedad” difuminando progresivamente, hasta hacer desparecer, la línea de demarcación entre lo político y lo social. En este sentido, se trata de un “poder extraordinario”, que rompe con el orden causalmente determinado en el campo social y con las estructuras políticas establecidas. No obstante, una vez más, aquí hay que distinguir entre un sentido débil y otro fuerte en relación al poder constituyente. En el primer caso –el que se ha desarrollado mayoritariamente a lo largo de la historia–, el poder constituyente actúa como medio para introducir un modelo de poder y un gobierno determinado y, una vez asentados, para producir y reproducir indefinidamente el modo de producción y la forma-valor que se pretenden hegemónicos. En el segundo sentido, el concepto fuerte de poder constituyente que reivindica Negri se entiende como una instancia no cerrada, que actúa de forma permanente, revolucionando desde la base la realidad social y política y poniendo el ámbito institucional al servicio de la colectividad, para que pueda así experimentar con las diferentes formas posibles de gestionar lo común. En efecto, este es otro de los aspectos que debemos tener en cuenta: la relación positiva que guarda el poder constituyente con el ámbito institucional. Por un lado, tiene el carácter de resistencia, de insurrección cotidiana y, en definitiva, de “ruptura radical” que ya hemos visto. En esta línea, existe un rechazo hacia la tradición pactista que históricamente ha funcionado entre la clase trabajadora y las clases dirigentes y extractivas; reivindicando, en cambio, la imaginación –en el sentido que acabamos de ver, de creación de nuevas semióticas, es decir, de nuevos saberes que se expresen en regímenes de signos alternativos a los del poder– como base de la ciencia política (173). Sin embargo, esto no lleva al poder constituyente a olvidar su función estrictamente positiva, que empieza con la apropiación por parte de la colectividad de los medios a través de los cuales el poder ha construido su área de influencia. Las instituciones deben mostrar entonces su plasticidad y su carácter inmanente, a la hora de crear un plano donde llevar a cabo la construcción de lo común por parte de las subjetividades emergentes, favoreciendo, además, el desarrollo de una administración para gestionar el nuevo poder constituido. 21

Así pues, si uno de los aspectos que Negri echaba en falta en el planteamiento foucaultiano era el hecho de haber quedado varado en el “esplendor del acontecimiento y de la multitud” (117), sin ofrecer una exposición más concreta sobre los instrumentos necesarios para que la acción colectiva pudiera sobrevivir a este estallido ilusionante y efímero a partes iguales –el propio Foucault reconoce, al hilo del debate que mantiene con Chomsky, no ser “capaz de definir, y menos aún de proponer, un modelo de funcionamiento social ideal para nuestra sociedad científica o tecnológica”– (EP, 83), el (neo-) comunismo y el poder constituyente ofrecen sendos mecanismos útiles en la tarea de lograr una articulación sostenida en el tiempo y en el espacio de las singularidades en lo común. Asimismo, arroja algo de luz sobre uno de los interrogantes que en la actualidad atañen a los movimientos sociales de manera fundamental, en relación a la posibilidad de producir un nuevo ordenamiento social, político y económico, sin necesidad de incurrir para ello en la reconstrucción de las estructuras de control y dominación que el poder ha aplicado a lo largo de la historia sobre la población.

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