La contadora de historias y el secreto

May 24, 2017 | Autor: M. González de Ol... | Categoría: Historiography, Utopian Studies, Memory Studies, Personal Narratives
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Descripción

1.-La contadora de historias y el secreto


Que le de palabras a la ferocidad de
la historia
D. Korinfeld

A menudo los hijos no sólo se nos parecen sino que advierten en nosotros,
sus padres, deseos que ignoramos. Cuando Ignacio tenía tres años, alguien
en la escuela, le preguntó por la ocupación de su madre y él, resuelto y
ufano, contestó: «mi mamá es contadora de historias». Pocos meses después
me regalaría otro de sus descubrimientos. Yo acababa de ser propuesta para
la secretaría académica de la facultad en la que trabajaba y él escuchó mis
comentarios sobre el puesto. Con gesto cómplice y no sin cierta picardía
dijo: «Claro, eres la secretaria porque guardas los secretos». Nunca, hasta
entonces, se me había ocurrido pensar que las tareas más o menos tediosas
asociadas al cargo podían estar relacionadas con algo tan fascinante como
el secreto. Desde niña he disfrutado mucho escuchando y contando historias.
El haber nacido en un barrio periférico y de aluvión, del que fuera
cinturón industrial de Buenos Aires, parece que jugó a favor de esta
inclinación. Los vecinos, venidos de todas partes, arrimaban sus sillas a
la vereda en las tórridas noches del verano porteño y allí, en una lengua
franca, un pidgin de acentos y palabras de varios idiomas, las historias
volaban, como bichitos de luz rasgando la oscuridad. El barrio, y la
familia: venida de una aldea remota del norte de España, contar historias
de ese otro lugar, de otro espacio y de otro tiempo, era el pasatiempo
favorito. Relatos de mundos lejanos que se iban desarrollando,
transformando, desplegando en cada vuelta, en cada pase, que iban
reteniendo las marcas de todos los que participaban en su circulación. La
transmisión oral me ha parecido siempre más democrática que la escrita,
ligada a una visión más humana del mundo. Por un lado, porque la oralidad
permite el concurso y la participación activas de cada uno de los relatores
(Ong 1987; Lyotard 1987). Por otro, porque en ese relanzamiento que supone
todo acto de contar el orador acomoda el relato a las necesidades del
momento sin querer perpetuarse, pasando el testigo, sin ningún afán
universal ni trascendente. En la oralidad la verdad es otra, humilde,
pequeña, contextual y se juega en el acontecimiento mismo, en el instante
de la enunciación. Es la verdad que revela al que cuenta y a quién escucha
algo que no está en el contenido del relato sino en su resonancia.
El barrio, la familia venida de lejos y los que se quedaron en el lugar de
origen. Muchos años después, el regreso a la casa familiar donde me
esperaban dos tíos octogenarios reanudó mi compromiso con el relato, con la
conversación en voz baja a la orilla del fuego, después de la cena y antes
del sueño. Historias de otros tiempos, casi míticos, donde los hombres se
medían con la naturaleza; leyendas sobre duendes, fuentes y hadas; relatos
de animales que esperaban a los caminantes en las encrucijadas. Pero no fue
hasta la intervención de Ignacio, en este parto invertido de un hijo que
nombra a su madre, cuando descubrí una posible conexión entre contar
historias y el secreto. Como si ese tejer y destejer de las palabras y los
silencios evocara un misterio, algo que no se puede entender del todo, que
se asoma sin dejarse ver, que empuja a escuchar y a contar y que está en la
fuerza y el poder de los relatos. Un horizonte que, cuando creemos
alcanzarlo, nos muestra otra vez su distancia esquiva. El secreto de los
relatos no está en los textos (orales o escritos) sino en el encuentro
entre el relato(r) y el lector o entre el relato(r) y el que está a la
escucha. Tampoco está en su contenido, no es una presencia efectiva, no son
enunciados asertivos. Al secreto de los relatos le pasa lo mismo que a la
mariposa del proverbio chino: su aleteo se puede sentir en la otra parte
del mundo. Contar historias es lo que hacemos en este libro. Quince relatos
que han procurado incorporar algunos de los rasgos de esa transmisión oral
casi perdida en nuestra cultura. Contamos historias, una y otra vez, para
volver a contarlas con la insistencia y tozudez del que espera que algún
secreto se cruce en su camino...

2.-El hilo

Como el que se nos cruzó mientras trabajábamos en nuestro primer
proyecto sobre utopías allá por 2007 y que daría lugar a la compilación, El
hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América Latina editada,
junto con Ernesto Bohoslavsky, en 2009. Entonces, y habiendo descubierto la
enorme cantidad de emprendimientos alternativos, al margen del Estado y del
mercado que habían tenido lugar en América Latina durante los siglos XIX y
XX, nos preguntábamos cómo era posible que los nuevos movimientos sociales,
y los no tan nuevos, surgidos al calor de las diversas crisis que asolaron
la región no hubieran reparado en esta tradición histórica. Nos parecía que
la recreación de la historia y de la memoria de estas prácticas constituía
un capital simbólico importante para esos nuevos movimientos que parecían
haber surgido de la nada, casi por generación espontánea, y que podían
obtener de esa recuperación un elemento clave de empoderamiento y
legitimación. Y ese fue nuestro principal objetivo. Barajamos varias
posibilidades para explicar ese silencio, entre ellas que el fracaso en la
apropiación de las memorias de las utopías históricas estuviera ligado a la
forma de contar, a los relatos que tramaban esas historias. Esto es, que el
problema estuviera en una transmisión que, por defectos de forma, hubiera
resultado fallida. Así fue como inicié una investigación de un caso
concreto en el que abundaban estos emprendimientos históricos y sobre los
que había numerosos relatos: las utopías en Paraguay.
En todos los textos que analicé, fueran de protagonistas de los
hechos o de posteriores investigaciones, había una comunidad formal, una
manera común de contar la historia de las colonias o comunidades utópicas
asentadas en Paraguay en los siglos XIX y XX, como si el género propio de
las utopías literarias, sobre el que tanto se ha escrito, se hubiera
filtrado y hubiera teñido a las otras utopías, las de "carne y hueso". Esa
comunidad formal, casi un género, afectaba a la forma de organizar los
contenidos, a la estructura narrativa y, también, a los paratextos que
acompañaban y organizaban los relatos. Como señalé en «(D)efecto de forma»
(González de Oleaga 2009) los relatos analizados respondían a una lógica
común que tendía a acentuar el carácter irrepetible y único de las
experiencias narradas. Como si los experimentos utópicos hubieran sido
espejismos de corta duración. Con una estructura tripartita (separación-
iniciación-retorno, a la manera de los relatos fantásticos de V. Propp);
plagados de oposiciones binarias (civilización y barbarie, olvido y
memoria, lo extraño y lo familiar); de paratextos exotizantes (abundancia
de mapas mudos, fotografías históricas, dibujos coloniales), los relatos
tendían a fomentar un sentimiento de fascinación ante las utopías y a
relegarlas, al mismo tiempo, a un pasado coagulado e irrepetible.
Localizada esta posible conexión entre la estructura narrativa de los
relatos y las escasa circulación de la memoria de las utopías, sin saberlo,
la suerte de este nuevo libro ya estaba echada.
Pero esta nueva y arriesgada empresa me llevó a repensar el objetivo
original, a elaborarlo, a darle vueltas y reconsiderarlo. ¿Qué significaba
fomentar o contribuir a la circulación de la historia y de la memoria de
las utopías? ¿Qué sentido tenía contribuir a que los sujetos sociales
pudieran apropiarse de esas memorias? Después de todo estábamos hablando de
experiencias separadas, en algunos casos, por más de cien años de
distancia, en mundos que difícilmente podrían reconocerse entre sí. ¿Qué le
podría contar una colonia de campesinos socialistas, perdidos en medio de
un país ignoto, a los campesinos sin tierra de las provincias del norte
argentino? ¿Qué podría interesarles a los miembros de un club cultural,
como el Peretz, los avatares de una cooperativa integral como la Comunidad
del Sur? Supongo que unos y otros podrían hablar de las dificultades, de
todo orden, que surgen en el mantenimiento de una comunidad; de los
conflictos que afligen a cualquier grupo humano o podrían intercambiar
saberes sobre sus respectivas actividades. No mucho más, ni siquiera
beneficiarse de las estrategias de cada quien para lidiar con el Estado o
con las instituciones públicas del momento que les tocó vivir. Son mundos
tan diferentes, que las generalidades del caso, (lo que es común a todos
ellos), no hace falta analizarlo, lo conocemos aún antes de haberlo
estudiado y lo que no sabemos (eso que es específico a cada una de las
situaciones, ese grado de incertidumbre presente y futura) no lo podemos
encontrar en el pasado. Sin saberlo y sin proponérmelo, me estaba
cuestionando la utilidad y función del relato (histórico). Tal vez, pensé,
el relato podría servir a otros propósitos, menos evidentes y directos.
Siguiendo mi propia experiencia, mi pasión por los relatos, me pareció
encontrar en ellos una fuente de posibilidades. No de posibilidades
concretas sino que, a través de lo que fue, me dí cuenta que los relatos
dejaban una especie de rastro, una huella: otros mundos, otras realidades
posibles. En el caso de las utopías no sólo por lo que habían sido sino por
lo que todavía podían ser, por esa capacidad irradiadora que anuncia lo que
será. Además, rememorando esa misma pasión pude recuperar otra
característica de los relatos: su condición de fuente de identificación.
Los relatos son tramas de sentido de los que vamos tomando pequeños
fragmentos con los que responder a preguntas como ¿quién soy? ¿qué quiero?
¿qué hago? O ¿qué debo hacer?.
Gracias a los relatos componemos escenarios, definimos contextos
donde situarnos, donde ejercer distintos roles, donde actuar. Desde la
asignación del nombre al nacer, todas nuestras identificaciones tienen
forma de relato y es en este mar salpicado donde buceamos para encontrar
esos fragmentos con los que identificarnos. Sea el deseo el que nos lleva a
la identificación, como sostiene el psicoanálisis o sean las
identificaciones las que construyen el deseo, como apunta Mikkel Borch-
Jakobsen (1988), en ambos casos nada hay fuera de los relatos. Con ellos
construimos nuestra condición de sujetos, en el doble sentido, como agentes
en el mundo y también como producto de esos tejidos significantes (Hall
1987; Butler 1990; Appiah 1991). Tomamos fragmentos de otros relatos para
poder decir(nos) quiénes somos y son esos relatos los que establecen
límites y posibilidades a lo hacemos. Esto es, cuando hablamos de la
importancia de los relatos no estamos hablando de "palabras que se lleva el
viento" (como escuché más de una vez) sino de tramas de sentido que
habilitan u obstaculizan la acción, la capacidad de actuación de los
sujetos (Culler 2004). Y aquí apareció un eco de ese pasado utópico que
empezaba a resonar en este presente globalizado.
Porque los sujetos, individuales y colectivos, esos sujetos, los de
antes y los de ahora, que saldrán al paso del lector en este libro no sólo
necesitaron saber que otros mundos eran posibles (y que aún lo son) sino
también sentir que ellos podían ser sus protagonistas, que tenían capacidad
para llevar a cabo esos cambios, para crear y habitar esos otros universos.
Necesitaban identificarse, en ese túnel que es la historia, con otros que
antes que ellos tuvieron esa experiencia. Después de todo, como dice Stuart
Hall la identidad está constituida por "los nombres que damos a las
diferentes maneras en que nos ubicamos en las narraciones del pasado y
somos ubicados en ellas" (1987:70). Y detrás de ese proceso de
empoderamiento están los relatos que apuntan hacia la posibilidad y la
diferencia. Con esto parecía que estaba más cerca de mi objetivo, al menos
podía enunciarlo de manera más clara. Pero, eso era sólo una parte del
problema. También detrás de la falta de circulación de la memoria de las
utopías estaban los relatos pero, todo parecía indicar, que se trataba de
relatos «fallidos» o, tal vez, de relatos con otros propósitos. Entonces,
¿qué características debían tener los «nuevos» relatos para acompañar en la
pretendida transmisión? Ya en «(D)efecto de forma» aparecían algunas
sugerencias sobre cómo recomponer los relatos para favorecer su
circulación. Hablaba entonces de la importancia de la reflexividad, de la
necesidad de fricción y de una apuesta por la ironía de los relatos. En
todos y cada uno de los capítulos de este libro aparece la primera persona,
que le da a los textos ese carácter autobiográfico y testimonial. Para
entendernos: el que narra se incorpora al relato. No se trata de un relato
en tercera persona sino uno en el que el que relata es parte de lo que
cuenta. No podía ser de otra manera: si la identificación es lo que está en
juego, había que buscar la manera de propiciarla. Recordé, entonces, la
estrategia narrativa de las películas de Hollywood sobre Vietnam, de cómo
la empatía de los espectadores se producía gracias a un ejercicio muy
simple: los americanos eran representados por individuos concretos con una
biografía que el film daba cuenta y recreaba, con una historia de la que se
hacía partícipe al espectador, mientras que los guerrilleros de Vietcong
eran vistos por la cámara como una masa no individualizada que hablaba un
lenguaje incomprensible. La primera persona podía ser un eje sobre el que
hacer pivotar las nuevas estructuras narrativas.
Pero esta incorporación no era sólo una cuestión de estrategia.
También el convencimiento de que la primera persona capta de forma
verosímil o traduce de manera ajustada lo que (nos) pasa en una
investigación, donde no se habla sólo de la cosa en sí (sean las utopías o
cualquier otro fenómeno histórico) sino también, y sobre todo, de la
relación que el investigador mantiene con el acontecimiento, el proceso o
el protagonista. El investigador, lo sepa o no, relata un encuentro, un
cruce con eso que investiga. Esta incorporación de la primera persona es la
«voz media» de la que hablan Hayden White (1992) y Roland Barthes (1994),
una forma a medio camino entre la voz activa y la voz pasiva. El sujeto es,
a un tiempo, sujeto y objeto de la acción. Utilizar esta voz suponía,
cuando empecé a idear este libro, partir de una premisa de difícil
digestión para los empiristas, según la cual cuando narramos no estamos
dando cuenta de algo externo al propio relato sino que el relato genera una
relación, un encuentro, un intercambio con aquello que estudiamos.
Incorporarse de esta forma al relato implica que no existen dos momentos
secuenciales: uno, la experiencia (de la investigación); dos, el relato,
porque el relato es la experiencia. Así cada uno de nosotros iba a narrar
su experiencia con las utopías siendo al mismo tiempo el relator y uno de
los personajes, tal y como yo creía que ocurría realmente en todo proceso
de investigación. De repente me sentí invadida por un "realismo radical".
La inclusión de la primera persona no es una novedad, ni en los
relatos tradicionales sobre utopías ni en la atmósfera de los ambientes
académicos de este nuevo siglo (Okeley y Callaway 1992; Veseer, 1996;
Freedman y Frey, 2003). En los primeros ya aparecía el autor incorporado a
la narración (González de Oleaga 2009). Pero esa incorporación operaba
desde otro lugar, obedecía a la necesidad de contar con una marca de
autoridad, de dotar al texto de cierto anclaje amenazado por la exotización
del objeto. Algo así como: a pesar de lo fantástico que resulta todo esto,
«yo he estado allí» y «ví lo que vería cualquier observador». En cuanto al
clima autorreferencial que reina en muchas disciplinas no puedo por menos
que darle la bienvenida pero advirtiendo algún que otro peligro. Me parece
que originalmente la incorporación de la primera persona en los relatos de
algunas disciplinas académicas (la etnografía y ciertas corrientes
historiográficas) pretendía desafiar la muy asentada falacia cientificista,
según la cuál no hay mediación ni sesgo entre ciencia y realidad o, si los
hay, ciertos procedimientos (epistemológicos y metodológicos) nos permiten
neutralizarlos. Este trabajo es una apuesta en favor de ese desafío. Pero
hay algo más, que justifica, no sólo epistemológicamente, este giro
autobiográfico. Al incorporar la primera persona al relato se produce un
desplazamiento de la idea de verdad a la idea de responsabilidad. A pesar
de las críticas de los sectores más empiristas a esta deriva
autorreferencial (Fox-Genovese 1996; Simpson, 1996; Brownstein, 1996),
llegando a calificarla de narcisismo académico cuando no de cosas peores,
yo veo en ella la posibilidad de un deslizamiento hacia posiciones éticas y
reflexivas. Si la realidad es una masa caótica de acontecimientos a los que
los sujetos otorgan sentido y orden y si esa representación de la realidad
está atravesada, necesaria e inevitablemente por la perspectiva de quien
representa (porque no hay «ojo de dios»), el criterio de verdad no puede
ser el de adecuación entre la realidad y la representación (Todorov 1993).
El relato ya no es sólo una representación -más o menos ajustada- de lo
acontecido sino el resultado de una mirada interesada y parcial que tiene
que responder, dar cuenta de esa posición. Ya no se pueden mantener los
consabidos: «las cosas eran así» sino «así las ví yo». Este giro
autorreflexivo lejos está de la autocomplacencia narcisista. Más bien sitúa
al autor en una posición de responsabilidad y autoevaluación. Pero,
partiendo de esta premisa, de que todo conocimiento depende de una
perspectiva, se cercena cualquier posibilidad totalizadora del conocimiento
haciendo del diálogo y de la escucha (a las otras perspectivas) una
estrategia de conocimiento imprescindible.
La tímida incorporación de la primera persona en los relatos
académicos no siempre se ha hecho como una estrategia razonada. A veces se
ha dado por efecto mimético o por el éxito de ciertas modas académicas. Se
sustituye la tercera persona como pronombre totalizante por la primera con
las mismas características. Un yo autónomo, racional y unificado, uno de
los grandes inventos de la modernidad. No es la propuesta de este libro. No
se trata de fomentar la identificación con un sujeto de esas
características sino con un sujeto en proceso, en construcción. Para eso
son necesarias, otras dos operaciones narrativas: por un lado, una relación
no mimética con el conocimiento que proporciona el relato; por otro, la
incorporación de cierta polifonía o coralidad que recuerda y marca al
sujeto en su propia condición incompleta. A esa relación no mimética, la
voy a llamar fricción y exige una cierta responsabilidad de parte del
lector o del que está a la escucha del relato. La fricción como actitud
ante el relato no intenta despejar una verdad contenida en él sino crearla.
Algo del relato (del pasado) convoca a la escucha y se trata de averiguar
qué de ese pasado hace eco, ilumina el presente y permite, gracias a otro
relato, construir un vínculo. Tal vez, a diferencia de la relación
tradicional de encuentro de saberes lo que se produce en esta operación sea
un encuentro de ignorancias entre un pasado que no sabe del presente pero
interpela y pregunta y un presente que no sabe del pasado pero lo convoca
como diferencia. Fricción y coralidad. Siempre está la tentación de
sustituir una verdad por otra (la de la ciencia por la de la experiencia,
la de la tercera persona por la primera), igualmente totalizantes.
Una estrategia posible, a modo de cortafuegos, puede ser el relato
coral, donde coexisten distintas verdades, distintas perspectivas que no
pugnan por ocupar un único puesto vacante. Los relatos polifónicos imprimen
ese deje irónico (entendida la ironía como la negación de un sentido
literal) a los relatos, desestabilizan cualquier pretensión de cierre o
verdad definitivos. La coralidad no sólo ofrece distintas versiones de un
fenómeno sino distintas verdades, igualmente válidas cuya bondad, en un
momento dado, dependerá del uso o de la adecuación de esa perspectiva (y de
la verdad que destila) a los propósitos de la narración. Por ejemplo, la
historia y la memoria como dos modalidades de relato. Se ha querido oponer
estas dos instancias del saber, señalando que la historia es el producto de
un saber científico, verdadero y la memoria el resultado de la
subjetividad, un saber incompleto y engañoso. Pero esta dicotomía es,
cuando menos, absurda. Hay un relato histórico, que puede ser contrastado
con las evidencias documentales, eso que hacen los historiadores. Pero este
saber no está reñido con ese otro, que habla de cómo los sujetos han
experimentado los acontecimientos, de cómo los han vivido y procesado: el
relato de la memoria. ¿Qué es más útil o mejor, la crónica histórica,
incluso el análisis causal o intencional que da cuenta de un bombardeo o el
relato de esa experiencia contado por un testigo? ¿Qué resulta más
verdadero el relato del historiador que somete ese acontecimiento a las
constricciones del tiempo cronológico o el testimonio expandido, que apela
a otro tiempo, de quien lo vivió? Depende de qué estamos buscando, depende
de para qué queramos saber una cosa u otra. Evidentemente son relatos
diferentes que no deben ser medidos con el mismo rasero. Cada uno guarda
una verdad. El error, que se comete con mucha frecuencia, es juzgar a la
memoria con los criterios de la historia.
Con este ligero equipaje convoqué a un grupo de activistas e
investigadores sobre utopías, algunos ya estrenados como autores en El
hilo rojo. La consigna fue sencilla. Después de contar un poco el camino
que me había llevado a proponer un libro experimental, un poco lo que acabo
de contar aquí, les pedía que fueran infieles a la manera derridiana: "ser
fiel a más de uno" implica apropiarse de algo (la fidelidad máxima) pero
esa apropiación requiere de cierto desalojo, de cierta crítica, de cierta
destilación (Derrida 1998). Todos fueron fieles, cada uno a su manera,
confirmando una vez más mi confianza en la palabras ajena. Creo poder decir
que todos partíamos del deseo de contribuir o colaborar a refundar el
concepto de utopía y que todos cifrábamos esa posibilidad en la escritura.
Sólo hubo una pequeña petición formal, que el texto fuera tripartito (lo
que me parecía podía asegurar cierta polifonía) y testimonial. Pero en los
inicios de este recorrido, y aún antes de tener cerrado el índice y los
nombres definitivos de los colaboradores, la propia noción de utopía empezó
a adquirir otra dimensión. No era ya sólo una colección de experimentos
sustantivos, con nombre propio o un espacio donde experimentar con la
forma de contar sino también un concepto desbordado, con nuevas aristas,
con una sombra en su nombre. Como si al intentar buscar nuevas estrategias
narrativas el propio concepto de utopía se hubiera expandido o
diversificado. Así empecé a ver a las utopías como entidades ampliadas,
iniciativas que seguramente nunca antes estuvieron en la agenda de los
historiadores: pequeños emprendimientos, que no constituían experiencias de
vida, y que estaban teniendo lugar en ese momento en América Latina.
Fue la necesidad de transmitir de otra manera lo que me dio la pista
para reubicar o resignificar el propio concepto de utopía, para ampliarlo o
advertir sus otras facetas. La coagulación de la que habían sido objeto las
utopías históricas había conseguido definir incluso a qué se llamaba utopía
y que caía fuera de esa denominación. Alguien a quien quise y admiré y que
desgraciadamente no está entre nosotros escribió, ya enferma, una reseña
sobre El Hilo Rojo, preguntándose si todo contenido utópico constituía de
por sí una utopía. Mónica Quijada (2012) lanzaba esta pregunta inteligente
sobre los contenidos del libro anterior y esa duda puede ser despejada en
este nuevo trabajo. Si las utopías parecían esos emprendimiento imposibles
que como tales no habían circulado esta coagulación también afectaba al
propio concepto que no podía ir más allá de las comunidades de vida de
corte socialista o anarquista. Como si toda utopía tuviera que casar en el
molde del socialismo utópico denostado por Marx y Engels o de los
falansterios fourieristas. Ahí descubro la necesidad de darle vueltas al
concepto, porque, pensé, una recuperación del potencial de esas
experiencias debería pasar también por la ampliación o resignificación de
la propia palabra. Así llego a Ernst Bloch (1977-1980) y su principio
esperanza y a esa noción de «función utópica», entendida como la capacidad
para imaginar realidades alternativas, como ese impulso, trascendente sin
trascendencia de-lo-que-todavía-no-ha llegado-a-ser, que permite idear
otros paisajes. Por eso éste no es un libro sobre las utopías históricas,
sino un diálogo entre esa tradición y los actuales emprendimientos que
imaginan otros mundos, por pequeños o cotidianos que éstos sean.
Los quince trabajos que se presentan son muy distintos entre sí.
Unos, vienen de la mano de activistas, otros de investigadores. Entre los
autores hay protagonistas de comunidades utópicas muy conocidas y de enorme
trascendencia en sus países. Hay sociólogos, historiadores, antropólogos,
periodistas, cineastas y videastas, escritoras, suma y sigue. Lo único que
identifica al trabajo de todos ellos es la estructura tripartita y la
naturaleza testimonial de los relatos. Cuenta Aram Veeser (1996), aludiendo
al eco que lo autorreferencial tiene en este mundo nuestro, que en una
charla de cuarenta minutos, lo autobiográfico puede durar escasamente
cuarenta segundos pero en el debate las preguntas irán, con seguridad,
dirigidas a esos pocos minutos en los que el conferenciante ha dado la
cara. Esta ha resultado ser nuestra forma de mostrar(nos). En los cinco
bloque en los que he dividido el libro un capítulo sobre una utopía
histórica entra en diálogo con otro sobre un emprendimiento contemporáneo y
los dos, a su vez, con uno de reflexión más teórica. A cada bloque lo he
denominado según nombres que me parecía podían resonar en la lectura del
capítulo y cada uno de estos bloques va flanqueado por un haiku, esas
evocadoras y sugerentes composiciones poéticas japonesas. Porque el
propósito de este trabajo es hacer vibrar imágenes diferentes entre sí. Las
melodías que se puedan oír dependerán de la capacidad de escucha de cada
uno. Este es un itinerario de los muchos que el lector puede hacer, de
acuerdo con sus intereses y con su deseo. Puede que esté sólo interesado en
las utopías contemporáneas o en las reflexiones teóricas. Sí así fuera
debería elegir los capítulos correspondientes a cada una de ellas. Estoy
segura de que cada lector encontrará la mejor manera de utilizar este
texto, de apropiarse de él y de alguna forma, de reescribirlo y confío que
durante el recorrido cada uno hallará en él el secreto que le tiene
reservado...


3.-Fragmentos en un caleidoscopio

Siempre me gustaron los caleidoscopios. Todavía hoy me maravilla
mirar por el agujerito y ver ese festival de colores y formas que se
despliegan y progresan con el simple movimiento de la mano. En pleno auge
de la tecnología más sofisticada este artilugio manual parece casi mágico,
como si se tratara de alguno de los inventos que portaba, en su saco de
arpillera, el mago Merlín. Pequeños fragmentos, sacados de su matriz
original, que en contacto con otros de su misma especie y reflectados en
una serie de espejos pueden generar distintas figuras, componer más de un
paisaje. A veces los recuerdos funcionan como los fragmentos coloridos de
un caleidoscopio. Retazos de experiencias que combinadas con otras y
reflectados por la memoria proyectan otras imágenes con las que trazar
nuevos contornos y otros horizontes. Algo de eso puedo intuir en la escena
que relataba Walter Benjamín al hablar de su trayectoria personal en
«Crónica de Berlín» (1996). Como él mismo señalaba, hay quien ve en la
herencia biológica, en la posición de los astros o en la educación recibida
la clave de su destino. Él, sin embargo, cifraba esa influencia en una
colección de postales que había organizado y legado su abuela materna.
Creía que si hubiera podido volver a ver esas imágenes hubiera entendido
mejor el curso de su propia vida, el gusto por regalar y la pasión por los
viajes.
Leyendo a Benjamín me preguntaba qué fragmentos de mi biografía
podrían haber condicionado esta afición a las historias, a sus secretos y
cuáles empujaron en la dirección de este libro. Me venía a la mente una
escena de hace muchos años en una aldea perdida del Oriente boliviano. Un
claro en el bosque verde, el cuadrado de la plaza rodeada de tamarindos con
el convento de barro en uno de los lados y las pahuichas o ajcas, casas
hechas con palos de bambú y chonta loro, flanqueando el resto. En una de
esas casas vivía el cacique Don Darío que no hablaba castellano más allá de
unas cuantas palabras sueltas. Con él, su hijo y su esposa. Al llegar nos
invitó a probar las toronjas ya maduras que arrancó con suavidad y
determinación de uno de los árboles. Con la fruta en una mano y el machete
en otra, descabezó la frutas jugosas que, así, ofrecieron sus rojas
entrañas a los visitantes. Don Darío también participó del banquete.
Saciados, caía la tarde en Santa Ana de Huachi. Antes de irnos a dormir en
lo que quedaba del derruido convento franciscano, el cacique nos invitó a
su ajca. Dentro, una única habitación, iluminada tenuemente por el fuego
del hogar, un agujero en el suelo. Nos sentamos en círculo alrededor de las
brasas, viendo sólo parcialmente las caras de nuestros anfitriones. Don
Darío comenzó a contar la historia de su etnia, la historia del pueblo
mosetén. Su hijo traducía, y como suele pasar con toda buena traducción,
recreaba lo dicho y se extendía en explicaciones para asegurarse que los
forasteros entendíamos los matices de lo que allí se estaba contando. Nos
hablaba(n) del «dueño de todas las cosas», ese ser invisible pero poderoso
que castiga el despilfarro y el mal uso de los recursos naturales, de la
caza, de la pesca, del agua.
Don Darío hablaba con un tono pausado como si lo que estuviera
contando no fuera algo sabido sino algo que estaba descubriendo al decir.
Mejor aún como si eso lo hubiera contado muchas veces y estuviera buscando
esa palabra o ese color nuevos con el que iluminar otro contorno del
relato. En un momento dado, bajó el tono de voz y casi en susurros nos
contó la historia de los otros, de los espíritus de los mosetenes, esos
que, sin que nos diéramos cuenta, estaban entre nosotros. Nos dijo que
había que tener cuidado porque esos seres, tremendamente poderosos, tenían
la capacidad de hacerse invisibles, que seguramente estaban allí, a nuestro
lado, encima del fuego, o colgados de alguna viga a la espera de saber qué
estábamos contando, escuchando y descifrando el valor de las palabras.
Estos otros mosetenes vivían en la montaña, arriba en la ceja de selva, en
ese lugar donde el monte se funde con la sierra en un abrazo. Lo sabían,
sabían de su existencia porque a veces aparecían restos de zapallos o de
sandías río abajo, como una huella, una marca de esa otra vida río arriba.
Ante nuestra curiosidad y nuestras preguntas se quedaba callado, como
sopesando las consecuencias de su indiscreción al contar a dos forasteros
los secretos de su aldea. Nos confesó que años antes habían decidido subir
a la montaña en busca de estos parientes invisibles pero que no encontraron
a nadie, sólo un pueblo vacío y deshabitado, pero con los hogares todavía
calientes y las brasas crepitando. Tal era el poder de estos otros
mosetenes, que podían provocar la lluvia, convertir el sol en un enemigo
mortal o llevar a una familia a la ruina con solo proponérselo. Esos otros
mosetenes eran, a decir del cacique, los descendientes todo-poderosos de
aquellos que no se habían rendido, que habían decidido, allá por el siglo
XVIII, escapar del dominio español y de la evangelización franciscana. Así,
en el relato de Don Darío, la etnia mosetén aparecía dividida en dos: los
conversos y los irredentos.
Esta historia me ha acompañado como un enigma durante mucho tiempo. Puedo
cifrar en la escena que acabo de describir el desarrollo posterior de una
necesidad previa, casi vital, por leer y escribir, escuchar y contar
historias. Como si algún destello de éste, su relato, hiciera eco,
reverberara en mi propia historia. Estos mosetenes del monte, de los que
nos hablaba Don Darío, existieran o no, fueran o no seres de carne y hueso,
eran esos fantasmas del pasado, que pesaban sobre la memoria del cacique y
de su pueblo. A pesar del tiempo transcurrido, más de dos siglos entre la
evangelización franciscana y el relato del jefe mosetén, los rebeldes
seguían acechando, como fantasmas, la imaginación de los vivos. Fragmentos
de su propia historia comunitaria que reflejados en el espejo de su
memoria, les interrogaban sobre su decisión de reconocer la verdad de otro
dios, sobre su sometimiento a una autoridad distinta a la de la naturaleza.
Ese es uno de los secretos de la vitalidad de esta historia repetida por
Don Darío, contada mil veces, transmitida una y otra vez, siempre igual y
distinta. Pero ese secreto, el del relato del cacique mosetén, tan sólo un
fragmento recortado de su historia, ha reverberado en mi memoria y en ese
movimiento también ha desvelado otro misterio, el impulso que ha acompañado
a estas páginas, que no es otro que mirar cara a cara a los propios
fantasmas. Como decía al comienzo, siempre me han gustado mucho los
caleidoscopios…

*
Este trabajo forma parte del proyecto de investigación de I+D+I HAR2009-
07621 del Ministerio español de Ciencia e Innovación (MICINN).

**
Según cuenta Fernando Reati (1992), Borges, en su ensayo sobre la
Divina Comedia, insinúa que Dante escribió esa obra para poder incorporar
la escena final de su encuentro con Beatriz en el Paraíso. Me pregunto si a
los demás no nos pasará algo parecido. Si no escribiremos como excusa para
hacer posible otra cosa. Para colocar o introducir algo que no podríamos
hacer de otra forma. En mi caso son los agradecimientos. Desde luego una de
las cosas que más me gusta hacer al completar o dar por terminado un texto
es pensar en esos párrafos de reconocimiento. Siempre que miro un libro,
además del índice y la bibliografía, recorro con ganas la dedicatoria y ese
epígrafe en el que se recuerda a los compañeros de viaje, a los que hacen
de la escritura una actividad más fértil y menos solitaria. La dedicatoria
y los agradecimientos son como las costuras del libro, eso que no se ve
pero que sostiene a los autores para que liberen su mensaje. Los colegas y
amigos que participaron de esta aventura y que aparecen como autores de
este libro son los primeros que me ayudaron a mantener la ilusión.
Aceptaron emprender este viaje, un poco a ciegas, sin saber a ciencia
cierta a dónde nos conduciría (les aseguro que si lo hubiéramos sabido no
nos habríamos puesto en marcha). Cuando miro todas estas páginas juntas,
después de haberlas leído muchas veces durante muchas noches y veo el
cuerpo que ha resultado me parece que el viaje mereció la pena. Pero no
sólo por el resultado sino por las experiencias de cada etapa. Se que no
siempre fue fácil, para unos menos que para otros. A veces rascar en los
pliegue dobles de la memoria no es una tarea sencilla. Y hacerlo con
alguien que pide una segunda, una tercera y una cuarta versión, menos. Ni
para los colaboradores ni para quien esto escribe. Como los buenos
directores de escena me empeñé en acompañar a los autores en este destilado
emocional, forzando un poco el límite al que podían llegar. Todos hemos
sobrevivido y, creo, que sin merma en nuestra relación. Quiero agradecer a
todos ellos por este espléndido viaje y por este libro tan sentido. Pero
muy especialmente a Madó Reznik que me acompañó y asesoró en cada paso. A
pesar de los cambios de editorial, de las distintas promesas que en su día
le hice y que no cumplí sigue estando ahí, en Buenos Aires, en Colonia do
Sacramento y en nuestras excursiones y aventuras en Mainumbí. María del
Carmen Ricciardo (Chicha) ha sido, aunque ella no lo sepa, importante en
este proceso. Cada vez que hablábamos de este trabajo en su casa de la isla
o en la mía algo en su mirada entusiasta me decía que éste era el camino.
Nelia Burzuk, la verdadera protagonista de este proyecto, cuya presencia se
multiplicaría y diseminaría hacia otras experiencias, me abrió su casa, se
convirtió en mi bobe, y gracias a ella comprendí la importancia de la
transmisión y el valor de la memoria. Aunque no haya tenido nada que ver en
la confección del libro, y se sienta seguramente sorprendido y azorado por
este reconocimiento, quiero agradecer a mi hijo Ignacio por todas las
intuiciones que me regaló siendo niño y porque, ya grande, su pasión y
vehemencia políticas me han hecho revivir el miedo y la esperanza que creía
perdidas. Hace años que no tengo noticias de Yuri Aguilar, pero él es el
responsable de mi encuentro con los mosetenes y de mi fascinación por otras
formas de vida. En un memorable viaje a la selva boliviana, esos viajes de
los que uno no vuelve intacto, nos encontramos con Don Darío en Santa Ana y
con Don Ignacio en Muchane. Estos caciques han dejado su rastro en este
libro y algunas huellas en mi vida. Eva Sánz Jara, Emiliano Abad y Georg
Krizmanics forman parte del equipo de investigación que coordino y me
ayudaron con la edición de algunos textos. Siempre es un placer contar con
ellos y con ese entusiasmo tan poco frecuente en la academia. A estas
alturas y después de horas de atenta escucha, Mabel Dorín podría decir
mucho de los vaivenes de esta empresa, de las angustias y de los
descubrimientos. A ella le debo ese comentario tan atinado sobre el
conocimiento histórico como un cruce de ignorancias más que de saberes. Mi
familia argentina, los Rozada Ventresca y los Rozada Fernández,
contribuyeron de mil maneras al éxito de esta aventura con su inestimable
apoyo lógistico y, sobre todo, con su cariño. Por último, quiero agradecer
a Enrique Ibáñez, the one eye love, que me acompaña desde hace más de
veinte años, oyéndome hablar de lugares lejanos y ajenos a los que escapo
varias veces al año. Se que sin su compañía nada de esto hubiera sido
posible.

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