La construcción del paisaje como arma de control político: el caso de la tribu azania

July 3, 2017 | Autor: María Cruz Cardete | Categoría: Ancient Greek History, Ancient Greek Politics, Arkadia, ancient Greek polis
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Descripción

Los espacios de la esclavitud y la dependencia desde la antigüedad

Homenaje a Domingo Plácido. Actas del XXXV coloquio del GIREA Desde una consideración del espacio como factor histórico activo en el

sociedades antiguas y posteriores, como son el espacio doméstico frente el espacio público, el espacio urbano frente al rural, los territorios colonizados o conquistados frente a las metrópolis, así como el estudio de los ámbitos religiosos, abriendo en muchos casos el foco hacia el análisis arqueológico. Esta temática es, además, especialmente adecuada para rendir homenaje, tras su jubilación, al Prof. Domingo Plácido, actual presidente del GIREA. À partir de la prise en compte de l’espace comme facteur historique actif dans les processus de création ou de dissolution des formes de dépendance, on compare les différents milieux où s’exerce la soumission, lesquels sont essentiels dans la construction des sociétés anciennes et postérieures, tels que l’espace domestique face à l’espace public, l’espace urbain face au rural, les territoires colonisés ou conquis face aux métropoles, mais aussi l’étude des espaces religieux avec, bien souvent, une ouverture vers l’analyse archéologique. De plus, cette thématique convient particulièrement à l’hommage rendu au professeur Domingo Plácido, actuel président du GIREA, pour son départ à la retraite.

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distintos ámbitos de sumisión que son centrales en la configuración de las

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proceso de creación o disolución de formas de dependencia, se comparan

Alejandro Beltrán, Inés Sastre, Miriam Valdés (dir.)

http://presses-ufc.univ-fcomte.fr

Prix : 49 euros ISBN 978-2-84867-521-3

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Presses u niversita i res de Fra nche- C omté

Institut des Sciences et Techniques de l’Antiquité

LOS ESPACIOS DE LA ESCLAVITUD Y LA DEPENDENCIA DESDE LA ANTIGÜEDAD Actas del xxxv coloquio del GIREA

Homenaje a Domingo Plácido

Alejandro Beltrán, Inés Sastre, Miriam Valdés Editores

Presses universitaires de Franche-Comté

XXXVo Coloquio internacional del GIREA, 2015

La construcción del paisaje como arma de control político: el caso de la tribu azania1

María Cruz Cardete del Olmo Universidad Complutense de Madrid [email protected]

“The idea of Arcadia precedes the many myths that it proves capable of supporting” Bann S. “Arcadia as utopia in contemporary landscape design: the work of Bernard Lassus”, History of the Human Sciences, 16/1, 2003, 109-121

El ejercicio histórico se mueve entre dos coordenadas básicas de las que ningún humano puede escapar: el tiempo y el espacio. No obstante, el tiempo y sus dimensiones, tanto materiales como intangibles, han recibido especial atención en los estudios históricos, mientras que el espacio ha tendido a un papel secundario, ya que con frecuencia ha sido tachado de inerte e inmóvil (Criado 1993: 15). La recurrente referencia a los espacios naturales, que se entienden como anteriores al ser humano y en absoluto construidos por él, ha contribuido a convertir el espacio en algo ajeno, que se sufre o se goza, pero ante el que actuamos como sujetos pasivos. De hecho, en las sociedades preindustriales el intento humano de modificar el espacio suele llevar aparejado castigos divinos, desde desapariciones a diluvios pasando por muertes sumarísimas. Incluso en nuestro actual y supuestamente desmitologizado mundo occidental seguimos considerando las catástrofes naturales como castigos de la Madre Naturaleza ante nuestra arrogante actividad sobre el entorno, que se venga de nosotros a través de huracanes y erupciones volcánicas, como demuestran cada día las noticias.

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Este trabajo ha sido realizado dentro del proyecto Identidad ciudadana en la polis griega arcaica y clásica y su proyección espacial y cultual (HAR2012-30870) del ministerio de Ciencia e Innovación. Los espacios de la esclavitud y la dependencia desde la Antigüedad

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Precisamente para enfrentar esta concepción inmovilista del espacio en concreto y del proceso histórico en general se acuñó el término “paisaje” entendido como espacio vivo de interacción y construcción, reflejo y parte de una sociedad que lo construye como una seña de identidad y en el que están contenidos no sólo realidades morfológicas, sino también conceptos, percepciones, intereses socio-políticos y económicos o creencias religiosas, tan reales en su poder constructor como las “fuerzas de la naturaleza” (Muir 1999: 115; Tilley 1994: 10; Ingold 1993; Bender 2001: 3; Meinig 1979: 3; Sastre 1999: 3; Cosgrove 1984; Baker 1989; Buxton 2000; Launaro 2004: 36; Layton y Ucko 1999; Croxford 2005; De Certeau 1988; Fitzjohn 2007; Clarkson 1998; Anschuetz, Wilshusen y Scheick 2001: 160-164; Thomas 2001). A través del paisaje la coordenada espacial cobra una nueva dimensión social, mucho más rica en posibilidades de análisis y, por lo tanto, más compleja, ya que los hitos aislados se convierten en hilos de una red de significado, adquiriendo la suficiente entidad como para ser estudiados, no tanto por lo que son sino, sobre todo, por lo que significan. El ser humano no puede hacer emerger un río, pero sí puede construirlo, porque somos nosotros los que dotamos a los elementos de un significado social que los transforma en una medida infinitamente mayor de la que puede conseguirse, pongamos por caso, a través de la actuación física sobre ellos (Children y Nash 1997: 1-2; Parker Pearson y Richards 1994: 5; López Paz y Pereira 1995-1996: 43). Esto no significa que podamos formular una falsa oposición entre “paisaje natural” y “paisaje cultural”, por completo arbitraria, sino que todo paisaje, por su mera existencia, es cultural y social, además de vital, como sugirió en su momento Bordieu (1977: 4). Esa “experiencia vital” que supone el paisaje a nivel humano entronca con el concepto de “ser en el mundo” de Christopher Tilley, reelaboración del “dasein” de Heidegger. Como el paisaje depende de la percepción, de la experimentación personal y social del mismo, como no existe por sí, sino en cuanto es construido por otros, podemos definirlo como “vivencial”, pues construye experiencia vital. Siguiendo este razonamiento, el paisaje se transforma en yacimiento, pues todo él constituye el reflejo de la experiencia humana del pasado y, por tanto, no es lícito estudiarlo a través de yacimientos aislados, sino que se hace necesario modificar nuestra perspectiva de análisis para no descontextualizar a las sociedades del

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pasado ni desarticular sus complejas redes de relaciones sociales (Cherry 1991; Dunnell 1992). Siendo el paisaje un concepto clave en la autodefinición de cualquier sociedad, es lógico el interés demostrado por las elites en utilizarlo, modificarlo o manipularlo como medio de cimentar una ideología de prestigio basada en el desarrollo de relaciones de poder. Al aceptar pasivamente esta conversión de la cultura en naturaleza, los historiadores hemos contribuido a reproducir las relaciones de desigualdad que dieron sentido a su formulación, al tiempo que dificultábamos la comprensión de nuestras propias contradicciones internas. Tenemos ahora la responsabilidad de enmendar ese error y una forma de hacerlo es a través del análisis de los paisajes construidos, convirtiendo la imagen fija, estática, de la historiografía tradicional (el templo, el exvoto, la representación cerámica figurada, la cartografía), en un sistema de representación más amplio y mucho más móvil, regido no ya por la única voz reconocida de las elites, sino por la pluralidad de agentes sociales y las interconexiones entre ellos, que otorgan dinamismo y conflictividad al sistema. He escogido para ilustrar estos presupuestos un paisaje mitificado por la tradición como es el de la Arcadia. Su conversión en icono de la cultura occidental ha contribuido a visibilizarla, al tiempo que oscurecía los mecanismos de su construcción, de ahí que sea especialmente importante reflexionar críticamente sobre ella. La identidad será el eje concreto desde el que analizaré la construcción del paisaje como arma de control político a través de un ejemplo ilustrativo de cómo se desarrolló el proceso en la Arcadia arcaicoclásica. No es el único, por supuesto, pero sí lo bastante representativo como para ser tratado en esta breve comunicación. 1 - La construcción de la identidad a través del paisaje: la tribu azania

El paisaje no sólo ofrece coordenadas espaciales, como ya hemos señalado, sino que también da forma a las coordenadas temporales que todo grupo humano necesita para sobrevivir e identificarse. En ocasiones esa identidad se potencia hasta desarrollar políticas autoctonistas que blindan la exclusividad del grupo con un refrendo religioso, como ocurrió con el proceso de construcción de la tribu azania. A través de dicho proceso

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podemos observar cómo la manipulación del tiempo y del espacio construye identidad al mismo tiempo que paisaje y cómo tanto las coordenadas espacio-temporales como el sentimiento de pertenencia comunitario y el paisaje simbólico en el que se basa responden a necesidades e intereses de índole político.

Fig. 1: Tribus arcadias

Para época clásica las fuentes griegas hablan de la existencia de seis tribus en Arcadia: azania, parrasia, menalia, eutresia, cinuria y trifilia (Fig. 1). Dado el carácter

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atrasado o, al menos ralentizado, que la mayor parte de historiadores presuponía para el desarrollo socio-político y económico en Arcadia, se consideró que estas tribus se constituyeron como estados tribales antes de que se desarrollaran las poleis, que encontrarían en estas tribus el marco institucional necesario para su construcción. Sin embargo, las menciones a las tribus no aparecen hasta plena época clásica, en los siglos V y IV, cuando la política interna de Arcadia alcanza un alto grado de complejidad que conlleva numerosos enfrentamientos internos. Y aún entonces, son menos frecuentes que en períodos posteriores: de hecho, únicamente encontramos cuatro comunidades (Dipea, Orestasion, Peo y Psófide) que atestigüen afiliaciones tribales en las fuentes para época clásica y helenística, mientras que las fuentes romanas, en cambio, atestiguan la afiliación tribal de al menos 29 comunidades (Nielsen 1996b: 133). Además, si apoyamos el concepto de identidad tribal como construcción cultural y no como necesidad política puntual, no se explica por qué en tantas ocasiones los miembros de una tribu, al identificarse, no se refieren a ella sino a sus ciudades de origen. La ausencia de la mención a la tribu resulta más extraña, siguiendo la hipótesis culturalista de, por ejemplo, James Roy (1972a y 1996), cuando es la polis misma que a ella pertenece quien evita nombrarla. Por tanto, habría que buscar una explicación política al fenómeno de la tribu, tal y como hace T. H. Nielsen (1996a; 1996b; 1997: 160; 2002: 271-307; Morgan 1997: 187), para quien las poleis arcadias no se desarrollaron dentro de un estado tribal, sino que los estados tribales nacieron a partir de un grupo de poleis pequeñas que querían protegerse de la agresividad de sus vecinos. Es lógico que en momentos de enfrentamientos políticos y militares las tribus actuaran como estados federales, sin por ello condicionar el status políado de sus integrantes (Nielsen 2002: 278), que se fue construyendo al tiempo que en la mayor parte de Grecia, entre los siglos VIII y VII. De entre las seis tribus arcadias, aquella a la que se supone mayor antigüedad es la azania, que se habría formado, supuestamente, en época arcaica, desapareciendo en época clásica. Veremos a continuación que la existencia de dicha tribu es más que cuestionable y que su pretendida fuerza es una forma de legitimar la antigüedad de su construcción para así otorgarle mayor estabilidad, tanto política como simbólicamente.

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La tribu azania, que incluía las poleis de Peo, Psófide, Féneos, Taliades y quizás Clítor, Lusos y Nonacris (Nielsen y Roy 1998: 8), entronca directamente con la imagen de los azanes comedores de bellotas, el pueblo más antiguo de Arcadia junto con los parrasios (Strb., VIII, 8, 1), una imagen viva del arcaísmo y el exclusivismo cultural árcade que sirvió a diferentes comunidades arcadias, especialmente a Megalópolis, para asentar sus sistemas de poder. Hasta tal punto se ha llegado a considerar a la Azania paradigmática con respecto al resto de Arcadia que Phillipe Borgeaud (1979: 27) la definió como “la région la plus répresentative de l’Arcadie, la moins ouverte aux nouveautés”. El epónimo Azán procede, según la leyenda, del hijo mayor de Arcas (Paus., VIII, 4, 3), cuyo nombre fue, al igual que el de su padre, utilizado para designar a todos sus compatriotas (Eur., Or., 1647). Ningún otro gentilicio arcadio sirve para denominar al mismo tiempo a un pueblo concreto y al común de los arcadios al mismo tiempo, ni tampoco ningún otro sufre de tanta indefinición cuando se aplica a individuos o hechos reales. Así, sólo en dos ocasiones el término se usa con respecto a un individuo real, y ambas en época clásica. La primera vez la encontramos en un pasaje de Heródoto, cuando menciona a Lafanes, un “azanio de la polis Peo” (Hdt., VI, 127); la segunda es la referencia a un tal Filipo, cuyo monumento de victoria en Olimpia, de fecha dudosa, le describe como un azanio de Pelana (Paus., VI, 8, 5)2. El término no aparece nunca más referido a personas históricas o hechos concretos, sino que se mueve en la indefinición geográfica, identitaria y/o temporal. Así, Eurípides en su Orestes utiliza el término como sinónimo de arcadios (E., Or., 1647), mientras que los fragmentos de la tragedia perdida titulada Los Azanes, fechada en la segunda mitad del V, parecen versar no sobre los territorios y personajes de la supuesta tribu azania, sino sobre el sacrificio humano que ofrece Licaón a Zeus y, por tanto, sobre la tradición parrasia, lo que hace pensar de nuevo en la utilización de Azania como sinónimo de Arcadia. Por otra parte, en ninguna fuente se vislumbra la posibilidad de que los azanios funcionaran como colectividad política; sin embargo, sí tenemos muestras de la identidad cívica de las poleis calificadas como azanias. Féneos aparece individualizada en el Catálogo 2 

Pelana es una ciudad aquea, pero esta referencia ha hecho dudar si la Pelana aquea no podría haber pertenecido a Arcadia en época arcaica, momento de supuesto apogeo de la tribu azania, o si no existiría otra Pelana en territorio azanio, concretamente la Palene que cita Plinio en N.H., IV, 20, de localización desconocida. XXXVo Coloquio internacional del GIREA, 2015

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de las Naves (Hom., Il., 605) y acuña moneda en época arcaica, así como Psófide, Clítor y Taliades, con motivos iconográficos totalmente diferentes (Babelon 1907: 877-880; Head 1911: 456). La tribu como tal nunca acuñó moneda y tampoco existen mitos comunes azanios, pero sí propios de las distintas ciudades (Nielsen y Roy 1998: 18). También es frecuente que la referencia a Azania se presente como atemporal y ahistórica, recordando a este pueblo como rudo, perdido en las brumas del tiempo (Roy 1972a: 44), sin que resulte problemático que tan pronto extienda sus dominios hasta Licosura como que los reduzca al norte de la Arcadia ( Jost 1985: 26; Nielsen y Roy 1998: 11; Moggi y Osanna 2003: 308). Precisamente esa rudeza y antigüedad de los azanios es la imagen más poderosa de la tribu, ya que entronca con la creencia, generalizada ya en época clásica y, especialmente, a partir de la obra de Polibio y Virgilio, de que los arcadios se caracterizan por una exclusión cultural cercana a la barbarie, encarnada en algunas de sus peculiaridades más legendarias: son pelasgos y/o autóctonos, más antiguos que la luna y comedores de bellotas. Estas imágenes no son las únicas y, de hecho, contrastan con las fuentes arqueológicas, epigráficas o numismáticas, que muestran poleis organizadas plenamente en el siglo VI en la zona azania, como Féneos o Psófide, sin características especialmente diferentes a las del resto de poleis arcadias o peloponesias de la época. Sin embargo, sí son las imágenes que triunfan en época tardo-clásica, helenística y romana, lo que redunda en la hipótesis de que la tribu azania, lejos de desaparecer en época clásica, fue construida entonces. Respecto a su antigüedad, Heródoto declara que “es de saber que son siete las naciones que moran en el Peloponeso: dos de las cuales, los arcadios y los cinurios, no sólo son originarios de aquella provincia, sino que al presente ocupan la misma región que desde el principio ocupaban” (Hdt., VIII, 73) y considera a los arcadios de origen pelásgico (Hdt., I, 146), ya que el mismísimo Licaón sería hijo de Pelasgo (Apolod., III, 8, 1; Dioni. Hali., I, 13, 1; Paus., VIII, 2, 1). Heródoto sigue una tradición que se remonta al propio Hesíodo, según recoge Estrabón (Strb., V, 2, 4; Éforo FGrHist 70 F 113), y que popularizaron en gran medida autores de formación ática como Ferécides o Éforo (Ferécides FGrHist 38 F 135 B; Éforo FGrHist 70 F 113; Apolod., III, 8, 1;

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Schol. Eur. Or., 1647). También Tucídides excluye a Arcadia de las tierras que habían sufrido migraciones y cambios poblacionales (Tuc., I, 2, 3)3 y a partir del siglo V-IV se les califica con cierta asiduidad de proselenoi, es decir, de ser más antiguos incluso que la luna (Est. Biza., Ἀρκαδία; Hipio de Regio FGrHist 554 F 7; Call., Iamb., 1, fr. 191; Lyc., Alex., 479-483; Apolon. Rod., 4, 264-265; Plut., Quaest. Rom., 76; Ov., Fast., II, 289-290; Stat., Theb., IV, 275), reforzando la mitificación de la ancestralidad, eso sí, en época plenamente clásica y helenística, no con anterioridad. No obstante, los arcadios no siempre son descritos como los moradores más antiguos de Grecia. El propio Pausanias, profundamente interesado en la historia árcade, hace referencia a Arante, el primer hombre de la Fliasia, tres generaciones más antiguo que Pelasgo (Paus., II, 12, 4-5) y que los autóctonos atenienses (Paus., II, 14, 4). Aunque no es desechable la idea de que la conciencia de autoctonía existiera en algunas partes de Arcadia en época arcaica, lo cierto es que la primera mención explícita la encontramos en Helánico (FGrHist 4 F 61) y, como acabo de mencionar, la mayor parte de las fuentes que hablan sobre ella son del ámbito ático. Por tanto, la imagen de la autoctonía que ha llegado hasta nosotros está mucho más influida por los diversos intereses que hicieron “despegar” el autoctonismo a partir del siglo V y por las concepciones de los autores atenienses o proatenienses que nos transmiten la información que por unos posibles orígenes arcaicos, si es que estos existieron. Dichos intereses, además, cambian bastante desde la instrumentalización que de lo autóctono hace Megalópolis, momento de máximo interés por la autoctonía arcadia, a la que harán las élites romanas. Así, Pausanias indica que Clítor, hijo de Azán, aparte de fundar la ciudad epónima, habitó en Licosura (Paus., VIII, 4, 5), uno de los centros neurálgicos de la construcción arcaizante y legitimadora de Megalópolis, presentada por Pausanias (Paus., VIII, 38, 1) como la primera ciudad que vieron los dioses, a pesar de que todas las fuentes arrojan una fecha tan tardía como el siglo IV a.C. para su desarrollo (Nielsen y Roy 1998: 11; Cardete 2005: 133-156).

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Otros testimonios sobre la autoctonía de los arcadios los encontramos en Éforo FGrHist 70 F 113; Helánico FGrHist 4 F 161; Hdt., II, 171, 2; Strb., V, 2, 4; Paus., VIII, 1, 4. XXXVo Coloquio internacional del GIREA, 2015

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Tampoco podemos descartar la utilización por parte de Atenas de la autoctonía “compartida” como modo de acercarse a las poleis arcadias, ya que son numerosos los ejemplos de los intentos de acercamientos atenienses a los arcadios en el contexto del enfrentamiento con Esparta (Cardete 2004 y 2005: 133-156; Burelli Bergese 1995: 61-112). La diferencia fundamental que se establece entre la autoctonía ateniense y la arcadia es que, mientras que a los atenienses les confiere mayor legitimidad política y prestigio cultural, las referencias arcadias a los proselenoi y a un nacimiento de la tierra tienden a funcionar como una forma más de remarcar la supuesta rudeza árcade, más o menos enmascarada o suavizada dependiendo del momento y la intención. Así, mientras que las monedas de la Confederación arcadia representan al Zeus Lykaios y al dios Pan (dioses autóctonos arcadios) con una iconografía plácida y apolínea, aunque mantengan las reminiscencias arcaizantes propias de sus cultos (los sacrificios humanos del Liceo, el teriomorfismo del dios cabra), Licofrón en su Alejandra describe a un arcadio, aparte de como anterior a la luna, como hijo de la encina, devorador de hombres y licántropo (Lyc., Alex., 479-483) y Macario (Macr., II ) nos transmite un juego de palabras según el cual la Azania, entendida como sinónimo de la Arcadia, no debería su nombre a Azán, sino que derivaría de Azalia, a su vez relacionada con el adjetivo ἀζαλέος (rudo, seco) (Borgeaud 1979: 30). La relación con las encinas nos lleva a la última de las imágenes del arcaísmo arcadio: la de los comedores de bellotas. Tanto Heródoto (Hdt., I, 66)4 como Pausanias (Paus., VIII, 42, 2-6)5 recogen sendos oráculos píticos en los que se refieren a esta muestra gastronómica de barbarie. El que transmite Pausanias fue supuestamente ofrecido por la Pitia a los figalios que acudieron a Delfos interesados por conocer los modos de aplacar la ira de la Deméter Melena, ofendida terriblemente después de que su xoanon se hubiese quemado y los figalios no sólo no lo hubiesen repuesto sino que, además, se olvidaran de rendirle culto. La respuesta de la Pitia no puede ser más expresiva: “Azanes de Arcadia, comedores de bellotas, que en Figalía / os habéis establecido, la caverna que ocultó a Deo, la que dio a luz un caballo /, habéis venido a preguntar cómo libraros del hambre dolorosa / 4 

Referencia al mismo oráculo en Paus., VIII, 1, 6. Otras referencias en Plut., Cor., III; Elia., V.H., III, 39.

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los únicos que habéis sido dos veces nómadas, los únicos / que os habéis alimentado dos veces de frutos salvajes. / Deo os hizo dejar de ser pastores y Deo pastores / de segadores y comedores de pan os ha hecho de nuevo, / porque fue privada de privilegios antiguos y antiguos honores de los hombres de antaño, / y os hará rápidamente comeros los unos a los otros y a vuestros hijos / si no propiciáis su cólera con libaciones de todo el pueblo / y honráis con honores divinos el fondo de la caverna”. Vemos cómo el oráculo refleja la idea generalizada de la pobreza y barbarie de los arcadios, pueblo que atraviesa variadas etapas de civilización pero que siempre parece estar a punto de involucionar. Así, Pelasgo, nacido de la tierra, representaría el primer estadio civilizatorio. Con él se descubren e implantan algunas técnicas como la construcción de chozas o el tratamiento de la lana para hacer vestidos, abandonando las pieles de animales, exponente del primitivismo que tampoco está ausente de ese discurso barbarizador y arcaizante que rodea a los arcadios6. No obstante, es también quien introduce las bellotas como alimento, bellotas que suponen una oposición a las gentes civilizadas que se alimentan de trigo, el fruto de Deméter, precisamente la diosa encolerizada en el oráculo. En el texto la propia Deméter arremete contra los figalios, acusándoles de pastores desagradecidos, de nómadas salvajes que no sólo no alcanzan a disfrutar de la civilización que la diosa les proporcionó en dos ocasiones sino que incluso se atreven a dejar de temer las consecuencias de su pérdida. Esta imagen de la involución cultural y el arcaísmo recurrente se asocia directamente con los azanios, ya que es el término con el que la Pitia se dirige a los suplicantes. No emplea el genérico arcadios ni el étnico figalios, sino que los emplaza como Azanes, recalcando aún más la rudeza a un auditorio que concebía a los azanes como expresión del retraso y el inmovilismo cultural pero también, por eso mismo, de los orígenes remotos y los saberes arcanos. Así pues, la tribu azania y sus supuestos pobladores son una imagen arcadia y carecemos de una base documental que nos permita confiar en su supuesta existencia, pero lo que sí podemos afirmar es que, más allá de su realización física, existió como símbolo e influyó en la consecución de paisajes políticos determinados a los que sirvió 6 

Pausanias (IV, 11, 3) habla de los arcadios vestidos con pieles de animales, rasgo no exclusivo, pues también otros pueblos “primitivos”, como los habitantes de la Lócride Ozola, los utilizaban (Paus., X, 38, 3). XXXVo Coloquio internacional del GIREA, 2015

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como elemento legitimador, como representación de una identidad que se estaba creando desde el poder en el momento en el que las referencias a las tribus comienzan a inundar las fuentes. Y, por ello, mismo, es un ejemplo perfecto de cómo el paisaje no lo forman sólo elementos biológicos y geológicos, y de cómo se puede dirigir la construcción interesada de tiempo y espacio desde el poder. 2 - Conclusión

Como ya indiqué al principio, se ha tendido a comprender el paisaje como una cuestión meramente espacial, escindida del tiempo, como si ambos pudieran separarse. Sin embargo, tanto tiempo como espacio están inscritos en el paisaje y, por lo tanto, pueden ser construidos a través de él, ya que todo lo que forma parte de nuestro mundo es un elemento de la espacialidad humana construida socialmente (Soja en Blake 2002: 150). Los monumentos diseminados por el paisaje, así como los hitos físicos del mismo evocan y construyen recuerdos, memorias, referentes mentales que configuran un sentido del dónde y del cuándo, un sentido de la posesión de un lugar, de su interiorización y su identificación (Bradley 1993: 2; Tuan 1977). Por tanto, podemos afirmar que el paisaje configura identidad y que la identidad es tanto espacial como temporal, de modo que el paisaje construye el tiempo en el que vive una comunidad. La tribu azania no se construye para recuperar el pasado, sino para modelar un tiempo en el que la diferencia lineal pasado y presente sea borrosa y permeable, utilizando el principio de la permanencia como elemento de prestigio y remontando a los orígenes más remotos una institución política como la tribu, que sólo tiene vigencia, como ya he defendido, a partir de época clásica. El pasado no revive a través de ella, sino que nace de ella, fijando a sus constructores a la tierra, a la comunidad y a sus sistemas de organización y poder (al control de sus elites, pues) con una fuerza mucho mayor que la de técnicas más violentas o represivas. Un paisaje así construido tiende, como ya dije, a naturalizar los procesos sociales de los cuales forma parte, pero en dicho proceso, siempre en movimiento, se entrecruzan los conflictos sociales, las luchas ideológicas, las represiones y los levantamientos que buscan hacer valer concepciones del paisaje y, por lo tanto, de la vida, contrarias, opuestas o, simplemente, distintas de las que impone la ideología dominante que, a su vez, se nutre de ciertos aspectos de los disidentes para continuar ejerciendo su control. Los espacios de la esclavitud y la dependencia desde la Antigüedad

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La construcción del paisaje como arma de control político: el caso de la tribu azania

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Los espacios de la esclavitud y la dependencia desde la Antigüedad

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