La construcción de la nación asimétrica en los libros de viaje y cuadros de costumbres regionalistas

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Descripción

LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN ASIMÉTRICA EN LOS LIBROS DE VIAJES Y CUADROS DE COSTUMBRE REGIONALISTAS. 1. Introducción: En Los marcos sociales de la memoria (2004), Maurice Halbwachs (1877-1945) circunscribe los recuerdos del ser humano dentro de diferentes marcos colectivos (familiar, religioso, patriótico). Estas molduras ajustan las memorias de tal manera que permiten la reconstrucción de una imagen del pasado en función de las sensibilidades dominantes. El sociólogo francés cartografía la sociedad como una representación colectiva que trasciende al propio individuo y que a pesar de su sentido figurado determina el transcurrir de la vida humana. Pierre Nora ha explorado la dimensión espacial de esta memoria colectiva y su importancia en la consolidación de los imaginarios históricos. Este funcionamiento sociológico de la memoria se descubre como un acontecimiento fundamental para entender la modernización de los grandes Estados europeos durante los últimos decenios del siglo XIX. Sus aparatos ideológicos (escuela, prensa periódica) tejen una red de acontecimientos que dotan al ciudadano de un sentimiento de pertenencia colectiva 1. Las élites políticas recurren también a diferentes espacios u objetos para catalizar una imagen doméstica y familiar del Estado (Archiles Cardona 121-147; Confino 19-31). En el ámbito español, el andalucismo, que se desarrolla durante las dos últimas décadas del siglo XIX, provee de símbolos muy representativos al nacionalismo finisecular: el sombrero de catite, las corridas de toros o el flamenco. Otros nacionalismos periféricos, caso del vasco y catalán, se desligan del tronco nacional y adquieren una estructura de significación propia, cuestionando la transversalidad del discurso estatal. Frente al centralismo reivindican un Estado asimétrico, es decir, la posibilidad de que existan comunidades con un status quo diferente dentro del marco constitucional 2. 1

Este discurso ideológico hunde sus raíces literarias en los años previos y posteriores al Sexenio Revolucionario (1868-74) cuando se incrementa la producción de libros de viajes y textos costumbristas. La nación española se caracteriza por su disparidad regional y las dificultades de integrarla dentro un mismo molde constitucional. De Norte a Sur, España se representa como un conjunto de compartimentos estancos que conservan ciertos vínculos históricos pero diferencias culturales y morales relativamente insalvables (Ortega y Gasset 51). Los dos géneros literarios confluyen en su defensa del "suelo regional" como la base administrativa de la nación en lugar de la división provincial del Estado liberal. El objeto de estudio lo componen textos literarios que conciben la región dentro de lo que en la antropología lingüística se conoce como el esquema de imagen del cuerpo contenedor: "Especialmente se aplica a como en nuestra cultura comprendemos el cuerpo como contenedor; no sólo porque "aspiramos" y "expulsamos" aire o "ingerimos" alimentos y "expulsamos" excrementos"(Velasco Maillo 494). La región es un cuerpo delimitado por un interior y un exterior; su corporeidad encapsula a una comunidad que rechaza cualquier agente social, político o económico de fuera. "El jándalo", uno de los cuadros de José María Pereda incluidos dentro de sus Escenas montañesas (1864), plasma esta imagen de la región. Los montañeses rechazan a los emigrantes cántabros que tras una larga estancia en Andalucía tienen problemas para adaptarse a la vida de las aldeas de la Cantabria Oriental 3. Pereda aborda este fenómeno desde diferentes perspectivas literarias; lo retrata de manera burlesca en El sabor de la tierruca (1889) y La Puchera (1889) mientras que adopta un cariz más compasivo en Tipos y paisajes (1871). Este planteamiento hostil hacia el foráneo se manifiesta en otro autor costumbrista como el malagueño Estébanez Calderón. Sus Escenas andaluzas (1847) entronizan la figura del pícaro de los tablaos flamencos

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que con sus gestos y su indumentaria conserva los rasgos más castizos del ser nacional. El argumento de algunos de sus cuadros gira en torno al conflicto que se origina entre estos nativos andaluces y el visitante extranjero que pervierte gustos y usos. En paralelo al discurso costumbrista, los libros de viajes retratan la nación como un conglomerado de pueblos dispersos. Del Manzanares al Darro (1863) de Amos de Escalante o Viajes por España (1883) de Pedro Antonio de Alarcón reflejan el contraste entre una productiva zona septentrional y la vida relajada del Mediterráneo. Los dos libros de viajes se estructuran a partir del tópico viaje de Norte a Sur o viceversa, incidiendo en el tópico de la relajación y laxitud de los sureños: "Sin la contemplación festiva que nos enseñan los griegos y andaluces-la vida laboral se torna asfixiante. La fiesta, el ocio andaluz, es de rango más elevado que la vida laboral de vascos y catalanes" (Marías 89) 4. El geógrafo cultural John Agnew localiza la misma problemática durante la unificación italiana (1848-70) cuando la tensión entre Roma y Florencia deviene en una fragmentación que perdura en las décadas posteriores: "Italy has lacked the single dominant heroic event or experience upon which many singular landscapes are based" (47). Ortega y Gasset atribuye estas tiranteces a las naciones mediterráneas puesto que carecen de un sedimento racial germánico 5. El filósofo español identifica lo latino con lo civilizado o con el conjunto de técnicas mecanizadas que ahogan el impulso de las naciones; cuando los visigodos llegan a España carecen ya del empuje bárbaro que hubiese configurado una minoría racial capaz de vertebrar el país (La España invertebrada 84-85). El escritor cántabro Amos de Escalante, por el contrario, sí encuentra rescoldos de abolengo germánico en los blasones, las casas solariegas o los dólmenes. Este hecho testimonia las virtudes patrióticas de los montañeses a lo largo de diferentes periodos de la Historia: Pueblo paciente y constante, que allí donde los efluvios tropicales enervan la fiebre

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criolla o el ardor meridional adelgaza y consume la escondida virtud de la perseverancia humilde, trocándola en suelta y ostensible viveza de ingenio, allí está probando su virtud nativa, vueltos los ojos del alma acaso hacia la patria, pero sin dejarse morder por el venenoso diente de la nostalgia, paciente y previsor, sobrio y ahorrado, inteligente y cauto (Costas y montañas 12). Este sinfín de virtudes contrasta con los "efluvios tropicales" que inciden sobre el temperamento de los andaluces. La climatología no solo establece una barrera moral sino que codifica un discurso donde los montañeses se explican los orígenes de la nación a partir de sus lazos consanguíneos con Pelayo. El Sur peninsular se representa como la tierra que sus antepasados reconquistaron palmo a palmo al Califato. Lo árabe opera como el reverso oscuro de la nación monolítica; aquella que el escritor identifica con el aislamiento ab initio de las aldeas cantábricas y que se contrapone al mestizaje del Sur peninsular. La policromía de Andalucía sugiere su visión como un territorio exótico, apto para la inspiración de pintores o escritores, pero inútil para constituirse, desde un punto de vista hegeliano, en el motor histórico de la nación: "History the vehicle of rational self-consciousness through which the incomplete human spirit progressively acquires and improved sense of its own totally" (Gandhi 104-105). Los montañeses encarnan esta conciencia racional de la nación española puesto que unificaron religiosamente el territorio y redujeron la hibridez sureña al simple reclamo estético. Este discurso "orientalista" se alterna con la vindicación de la montaña como núcleo germinal de la nación. Tanto la intelectualidad conservadora como el emergente krausismo abanderan ya la singularidad de Castilla como paisaje simbólico del Estado liberal (Blanco Martin 3-4).

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2. Escenas montañesas (1864) versus Escenas andaluzas (1847): En 1845, la sección de "Costumbres provinciales" de El Español publica el artículo "El jándalo" que servirá de inspiración al primer cuadro de costumbres de los dieciocho que componen la primera obra de José María Pereda. Este artículo publicado en la sección provincial del diario madrileño expone la extrañeza con la que los aldeanos acogen las palmeras, los mosaicos o las tejas coloridas con las que los jándalos decoran sus casas cuando retornan del Sur. También denuncia su influencia sobre los jóvenes montañeses que desoyen los oficios religiosos contagiándose de la libertad de costumbre de los inmigrantes (Aramburu 14-17) 6. Dos años después, Estébanez Calderón alaba la sinvergüencería de los trúhanes de los tablados sevillanos; entre otros, el rey de los andaluces que muere unos meses antes de la Guerra de la Independencia (1808-14): ¿Qué hubiera dicho este rey de los andaluces si viviendo, algunos meses más alcanzará el trágico Dos de Mayo, la inmortal jornada de Bailén? ¡Qué no hubiera visto aquella poderosa imaginación en las poderosas maravillas que entonces improvisó el verdadero entusiasmo, el no mentido patriotismo español! (Escenas andaluzas 54). Esta rufianería se traduce como la espontaneidad que ha movido al español en la defensa de la integridad de su patria por todos los medios posibles. José María Pereda identifica esta bribonería con la "andaluzicación" que padece el montañés por influjo del jándalo. Cantabria no sólo padece un descenso demográfico por la emigración a Madrid, Andalucía o América sino que también padece los supuestos "vicios" del Mediodía peninsular cuando los emigrados montañeses regresan a su tierra natal. El inmigrante pierde su ética laboral, asiste masivamente a las corridas de toros y recurre a la navaja en sus rencillas.

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La llegada de mano de obra montañesa al Sur peninsular provoca el efecto contrario tal y como le sugiere Pereda al director sevillano de La Unión Mercantil e Industrial: "el despejo de montañeses y asturianos, y lo mucho que sabían desarrollarse con el trasplanto desde su país a la tierra andaluza" (Aramburu 36). El escritor cántabro obvia la proliferación de escuelas industriales en los núcleos urbanos de Andalucía, su necesidad de una mano de obra poco cualificada como la de los montañeses. No niega esa dinámica de la economía nacional pero cuestiona la corrupción moral que sufre el aldeano cuando retorna a su pueblecito de origen. "El jándalo" narra el despilfarro de un montañés que regresa del Sur durante el verano y retorna empobrecido a Andalucía en el otoño. La dicotomía entre el montañés y el jándalo revela similitudes y discrepancias entre escritores regionalistas como José María Pereda y Estébanez Calderón. Ambos autores rechazan la noción del ciudadano como base social de un Estado liberal centralista. Desde una óptica conservadora, reivindican a las clases populares, es decir, una construcción súper-estructural que rechaza integrarse dentro de un proyecto igualitario (Lida 3-21). El campesino montañés y el jándalo (desviación cantábrica del truhan andaluz) provienen de un mismo sub-mundo iletrado que se localiza en la periferia del mundo urbano o en el campo. Su adscripción al término de "clases populares" difiere del relato histórico que el liberalismo había construido sobre un pueblo que lucha para acceder a espacios de representatividad. En el caso particular del jándalo, sí que comparte ciertos aspectos de esta visión liberal del pueblo ya que se familiariza con el consumismo moderno. Su afición desmesurada por consumir telas y exhibirse reemplaza a la religión como eje moral de la sociedad aldeana.

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El relato se inicia con un antagonismo radical entre el cuerpo del campesino que se dobla a diario sobre los terrones de tierra y el del jándalo, operando como un maniquí de ropajes lujosos. La imagen del campesino macerándose contra el suelo montañés se representa como una liberación funcional y asexual de la fuerza del trabajo: "Al día siguiente el pobre viejo/ que iba a descansar tranquilo/ con el amparo del jándalo, / de sus retoños seguido/ volvió al campo, como siempre, / a doblar su cuerpo rígido/ sobre los terrones que/ le daban sustento" (Escenas montañesas 264). El jándalo no tiene cabida dentro de esta sociedad montañesa porque su cuerpo solo adquiere valor en función de las prendas que consume: "Todo un chulo era el jinete/ a juzgar por su trapío: /faja negra, calañés/ y sobre la faja un cinto/ con municiones de caza, / pantalón ajustadísimo, / marsellés con más colores / que la túnica de un chino" (Escenas montañesas 258). Su jerga andaluza o su actitud hedonista ante la vida le diferencian de sus compatriotas pero lo que resalta a ojos de la sociedad montañesa es la transformación de su cuerpo en un objeto de dispendio (Puig Peñalosa 78). Los más viejos del lugar (el tío Perico, su padre) contribuyen a que el relato se desarrolle como un progresivo desenmascaramiento psicológico del jándalo. Su primera parada en la tasca del tío Perico atestigua la fatuidad de sus riquezas ya que tras tomarse una copa de vino alude a la inminente llegada de una recua con su equipo: "-"Mucha bulla, pocas nueces"/ "mucha paja, poco trigo,"/ murmuro desde la puerta/ del ventorro, el tío Perico." (Escenas montañesas 261). La caravana nunca llega a la aldea y su familia termina acogiéndolo durante la espera. Pereda describe el empobrecimiento del jándalo a través del progresivo deterioro de su ropa y a medida que se van deteriorando se aproxima hacia su naturaleza originaria afectándole incluso a su jerga que termina trocándose en la montañesa: "Dejo, en fin, su mista jerga/ de andaluz muy corrompido/ y volvió a adoptar de plano/ su propio

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lenguaje antiguo/ apaña, estruja, esborrega…" (Escenas montañesas 266). Esta desposesión del lenguaje y la vestimenta culmina en la "desnudez" del montañés. Al final del relato, confiesa haber padecido una intensa explotación laboral vendiendo vinos en el Puerto Real; sus historias sobre una vida de lujos en el Sur resultan en falsificaciones para impresionar a sus compatriotas. Aparte de las condiciones laborales de los montañeses en el Sur, Pereda despliega dos tipologías del ser nacional: el aldeano no puede cohabitar con el jándalo imbuido de la superficialidad y el hedonismo mediterráneo. En la mentalidad de un regionalista cántabro, el carácter estoico y sufrido del montañés se constituye en una proyección de los vasco-cántabros que lucharon frente a los romanos o incluso rescoldos de los linajes castellanos que nacieron en las montañas cántabras. El montañés ha vivido en un aislamiento secular durante siglos por lo que su fondo racial cántabro-celtíbero encapsula los valores esenciales del ser español. Este tipo de mitologías históricas no funcionan de la misma manera para autores andaluces como Estébanez Calderón que presta más atención a elementos sociales o culturales cotidianos para explicarse un supuesto carácter nacional. Andalucía encarna los elementos genuinos de la identidad española porque en sus tablados, tabernas, patios se materializa un tipo de sociabilidad ocasional que caracteriza al hombre español (Quirk 7). Tal y como señala Cánovas del Castillo, los dieciséis cuadros que componen la obra de su sobrino reivindican espacios, hábitos, objetos, representativos de esta sociabilidad compartida por el bajo pueblo y la aristocracia andaluza: Dos clases sociales muy distintas de la sociedad compartieron la atención del futuro escritor de costumbres en Málaga, desde 1824 hacia más adelante: la más rica o hidalga, si no es verdaderamente aristocrática, por haber tenido esta siempre escasísimos representantes en aquella ciudad, y el pueblo ínfimo, o sea la gente denominada a veces

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de bronce (36-37). Estébanez Calderón recupera esa tradición crítica contra la aristocracia española que se gestó durante la Ilustración y aflorará posteriormente durante la Restauración con las diatribas de Jacinto Octavio Picó o Clarín sobre las clases acomodadas. La proliferación de costumbres extranjerizantes entre la aristocracia preocupa al autor malagueño pero presta más atención a su influjo sobre las clases populares. Cuadros de costumbres como "La rifa andaluza" o "El asombro de los andaluces o Manolito Gázquez, el sevillano" reivindican la moral picaresca de trúhanes, golfos de taberna. Estos conformaron la improvisadas milicias que derrotaron a las tropas napoleónica durante la Guerra de la Independencia (1808-14): "The popular classes, the eternal bearer of national essences, have saved the fatherland when the Cosmopolitan and treacherous elites has it abandoned to foreign invaders" (Álvarez Junco 17). El prólogo de la obra prolonga este discurso tres décadas más tarde, cuando denuncia la "desnacionalización" que padecen las ciudades de provincias por la difusión de modas y tendencias foráneas. Estébanez Calderón alienta a los golfos y trúhanes para que emerjan de los barrios y combatan las "herejías" de caballeretes que pervierten las tradiciones con su mentalidad burguesa. "La rifa andaluza" describe el pleito entre Juancho, un oriundo del barrio sevillano de Triana, y un extranjis al que el autor malagueño categoriza como un "caballerete de calzón ajustado" y "levita bien cortada" (Escenas andaluzas 9). Este litigio ocurre durante la conmemoración de la reina de las bailadoras en una de las ermitas que: "se encuentra a cada paso en aquel país de la poesía (Andalucía)" (6). Los andaluces no solo dominan el canto y el baile sino que destacan por la frescura de su ingenio. Esta naturalidad andaluza encuentra un nuevo enemigo en esos "lechuguinos de café" que impresionan con su corbatín y su sombrero de chistera a las zagalas de la feria.

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El barrio de Triana celebra anualmente un encuentro entre las bailarinas más bellas de las fiestas y los hombres solteros. La Reina, que es la bailadora más acreditada de las últimas fiestas, se convierte en el objeto de la mayoría de las coplas; entre la muchedumbre, sobresale un caballero que contraviene la norma general cortejando por separado a la reina. Esta situación desespera al Juancho que acuerda con el Rifador sortear una serie de regalos (la rosa virgen, el beso de San Cristóbal…) con los que cortejar a la dama. En estos términos se establece una lucha desigual entre el ingenio de Juancho y el poder adquisitivo del caballero burgués. A pesar de que el extranjis adquiere todos los regalos posibles, se convierte en víctima del escarnio popular cuando compra el niño de San Cristóbal con la complicidad de la bailadora, el rifador y Juancho. El extranjero besa un cohombro y termina expulsado del recinto: "Cerrada la fiesta, amigas mías, se averiguó que el señor tan mal parado era un extranjis, y ya veis que en esto de gentileza con damas bueno es que el nombre español quede bien sentado" (Escenas Andaluzas 17). El cuadro costumbrista adquiere un tono moralizante, castigando el orgullo del "caballerete" pero también su falta de patriotismo, ya que ha sustituido las tabernas por esos cafés donde germinan modas "anti españolas". En los años posteriores a la Guerra de la Independencia (1808-14), el liberalismo conforma su esfera pública a través de cafés y Ateneos que tienen una importante presencia en ciudades como Cádiz o Sevilla. El índice de lectores de periódicos o la asistencia a tertulias generan una pequeña casta de pedantes que irritan a Estébanez Calderón: "aquel parlador eterno, cuyo prurito es hacer entender que tiene en su mano la piedra filosofal de la felicidad humana, cuando su título por tamaña empresa está sólo en relatar de coro cuatro libros que nadie lee" (36). Este enciclopedismo de cuño francés carece de utilidad alguna en la España andaluza donde sus filósofos de taberna han heredado el ingenio de los poetas de Córdoba. La presencia

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del pueblo árabe en las provincias andaluzas durante siete siglos ha dotado a sus habitantes de una fantástica elocuencia. El protagonista de "El asombro de los andaluces o Manolito Gázquez, el Sevillano" no requiere ni de estudio ni de influencias culturales externas puesto que su ingenio encarna la naturaleza originario del ser español. En su figura se materializa lo que el historiador Álvarez Junco califica como el "no mentido patriotismo español", es decir, la galofobia, el imperialismo, el fanatismo religioso que impulsa a la plebe en los momentos de mayor turbulencia histórica. Este carpintero sevillano no sabe leer y absorbe toda la actualidad en la lectura pública de La Gaceta: Allí descubre la batalla de Austerlitz, el mapa de Europa o identifica la "sublime puerta otomana" (término metafórico para referirse al gobierno de Estambul) con la ingenua necesidad de construir una puerta para frenar al moro: "¡Qué clavos tan hermosos, grandes y bizarros!" Catorce cajones llenos de ellos hay ya en el río, replicó D. Manolito: ¿y no han de ser hermosos si van a servir para la puerta Otomana?" (47). No solo destaca por su habilidad como carpintero sino también por las facultades físicas de su juventud. En la Guerra anglo anglo-española (17961802) recorre a nado la distancia entre Sevilla y Cádiz, salvando los controles terrestres de los ingleses, pero ya en las postrimerías del levantamiento anti-napoleónico. Desgraciadamente muere unos meses antes del saqueo de Córdoba perdiendo el pueblo español su carismática elocuencia. El idiolecto de Manolito con sus latinismos, giros poéticos, voces dialectales, se contrapone a los neologismos que expande la prensa liberal ("soberanía popular", "crédito público") y que tratan de encorsetar al pueblo dentro del proyecto constitucional. La intelectualidad liberal se burla de esta locuacidad sureña a la par que montañeses como Pereda lo identifican como un rasgo de desorden moral. Estébanez Calderón considera esta verborrea

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como la expresión más genuina de una vitalidad que el pueblo español exterioriza en sus festividades. Los trúhanes como Manolito protagonizan las ferias andaluzas pero como bien apunta González Troyano, también se revelan como improvisados líderes de masas (4-5). Su energía proviene de esas festividades en las que predominan cantos y bailes; entonces el golfo de turno arrastra a la muchedumbre, como en este caso, el bardo de Triana: Justamente el último verso lo dijo el bardo de Triana pasando todos la puerta de este nombre para envainarse por la calle del Mar en donde ya fue preciso desmoronar la escuadra escogida de mis acompañantes, entrando yo en mi morada con los recuerdos y agradables ideas que estos cantos sugieren a la imaginación amante de tales baladas y tradiciones (Escenas andaluzas 173). El arte de estos personajes se inserta dentro de un patriotismo anti oficialista que se localiza en esos barrios donde los lugareños acogen desde 1840 la emigración rural para trabajar en talleres y fábricas. En estos vecindarios se encapsulan grupos socialmente resentidos por la transición hacia una sociedad industrial o los reclutamientos para las guerras carlistas y coloniales (Mainer 97). Este discurso anti burgués no difiere de las diatribas de Pereda contra los indianos y la burguesía santanderina que socavan el poder de los hidalgos rurales. Desde el costumbrismo se fragua esta idea del Estado central como un conglomerado de intereses particulares que depaupera culturalmente y económicamente a las clases populares. El conflicto sobreviene cuando José María Pereda no coincide con Estébanez Calderón en acordar una misma fisonomía para el bajo pueblo español. Ni los jándalos, ni los andaluces ni los montañeses se reconocen entre sí como propietarios de una patente de españolidad. La nación se desgaja en diferentes estereotipos nacionales. Si el costumbrismo regional profundiza en diferentes definiciones de "españoles quintaesenciados" dependiendo de su latitud geográfica, los libros de

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viaje desgajan el territorio nacional en una franja septentrional y meridional que remite a mitologías históricas muy diversas. 3. Norte y Sur: Cuando Azorín escribe El paisaje de España visto por los españoles (1917) apunta la necesidad de que los españoles conozcan la diversidad paisajística de su nación. El recorrido del alicantino por Levante, Andalucía, País Vasco, Castilla, descubre la importancia geográfica y étnica de la región. Este itinerario inspira la obra de antropólogos y etnógrafos como Dantín Cereceda que en su Ensayo acerca de las regiones naturales en España (1922), estudia la redistribución de las rocas a lo largo de la Península Ibérica. El país o la región natural pueden identificarse por la composición mineralógica de la tierra. Su condición de elemento esencial para la nación lo convierte en la medida para una nueva división administrativa del país a partir de criterios geológicos (61). Este tipo de especulaciones ya las señala Pedro Antonio de Alarcón cuando acusa a la Administración central de mutilar las disparidades topográficas de la nación: Pero la prosaica y antiartística Administración, al hacer la vigente demarcación de provincias no tuvo ni pudo tener en cuenta la historia, las tradiciones y las prácticas de cada región para encerrarla en sus efectivas fronteras sino que atropelló por todo y cortó por lo sano, como la expropiación forzosa, mutilando y desorganizando ciertas aglomeraciones etnográficas, legendarias o políticas, que venían a ser el sistema ganglionar de nuestro pueblo (Viajes por España 126). Anteriormente había sugerido el guadijeño retomar los antiguos nombres de reinos medievales (Mancha, Alcarria, Alpujarra, Rioja) para distinguir las cualidades intrínsecas de las regiones. La recuperación de estos nombres antiguos restituiría la identidad de esa nación formada por una "fría pléyade de Provincias" (126). Pedro Antonio de Alarcón incuba este tipo

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de pensamientos patrióticos a su retorno de la Guerra de Marruecos (1859-60), cuando recopila sus Viajes por España (1860). Las excursiones por Yuste, Salamanca, Granada, Toledo posibilitan el despliegue de su erudición histórica y artística; pero el viaje a la cornisa cantábrica lo sitúa en el núcleo originario de la nación española. El capítulo "De Madrid a Santander" se plantea como una inversión de la Historia española hasta llegar a su cuna, la cordillera cantábrica: "La Corte, desandando la Historia de España hasta llegar a su cuna, y yo dirigiéndome a Valladolid para luego girar hacia estos montes sin historia conocida" (165). El carácter recóndito de la cordillera cantábrica trastoca incluso el relieve peninsular: "Desde que se entra en la provincia de Palencia, el suelo se quebranta y empieza a rizarse en valles y colinas. Las llanuras castellanas se accidentan, que diría un francés. Todo anuncia la proximidad de las grandes montañas cantábricas (170). Pedro Antonio de Alarcón insiste en los mismos tópicos de José María Pereda o Amos de Escalante sobre un Norte laborioso y católico. Durante su estancia en el valle cántabro de Buelna, observa como las casitas montañesas se diseminan alrededor de la Iglesia que se alza por encima de los bosques de nogales e higueras: ¿Qué te parecen estas poblaciones, a ti que estás acostumbrado a las apiñadas villas y aldeas andaluzas o castellanas? ¿No te parece mucho más propio para gozar de la vida campestre este caserío diseminado, que aquel colmenar de tristes e insalubres casuchas, donde se vive en forzosa vecindad con la grosería, la estupidez y el desaseo? (173). El montañés encuentra a las puertas de su casa bosques repletos de jabalíes y ríos con angulas, truchas y salmones. Los estereotipos de krausistas y regeneracionistas sobre una cornisa rica en recursos tienen un anticipo en secuencias como la visita del guadijeño a la inauguración del ferrocarril en la ciudad de Valladolid. El resto de la nación española se beneficiará del

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desarrollo de un importante mercado industrial, ganadero y agrícola (167). A lo largo de su viaje, Alarcón no se sorprende con ningún detalle estético (más allá de lamentarse en Palencia por la proliferación de jaulas de casas de cinco pisos al estilo francés) que cautive su sensibilidad artística. El Norte destaca por la calidad de su leche que cura la tisis o el asma de los madrileños durante sus periodos de asueto en los pueblecitos montañeses: "¡Mama a todas horas, te digo, y te nutrirás, te refrescarás, sacudirás todas las ruindades madrileñas, y remudarás tu sangre, tu color, tu vida, todo tu ser!" (174). Las aldeas cantábricas ofrecen también escenas sobre la ética laboral que caracteriza a las familias campesinas. La mujer montañesa trabaja sin aliño alguno cosiendo redes en los puertos pesqueros, llevando reses a la feria u arando la tierra junto a su marido. Luego en casa, su espacio dominante es la cocina al contrario de la mujer andaluza, petimetra y holgazana, que frecuenta el patio o la azotea de las casas. (Baltanás 81). El Norte peninsular no rinde culto a la hermosura porque carece de ese halo "orientalista" que Menéndez Pelayo atribuye al Mediodía peninsular. Su prólogo Del Manzanares al Darro (1871) incide en lo que el viaje a Andalucía tiene de protesta frente a la imagen de España como "luz de Trento y martillo de herejes". Diez años más tarde, apunta en su Historia de los heterodoxos españoles (1880) la debilidad de algunos intelectuales liberales por ese reverso judío u morisco de la Península. El desplazamiento a Andalucía implica un reencuentro con el refinamiento de una civilización ensombrecida por la España fanáticamente católica: "Moriscos y judíos, por el hecho de haber sido los perdedores del proceso histórico, recibían la adhesión de los nuevos descontentos, los intelectuales críticos del siglo XIX y XX" (Baltanás 111). La mirada de Amos de Escalante recorre con fascinación las ciudades andaluzas pero con las precauciones propias del espíritu montañés. El mundo árabe se revela como una realidad onírica que pertenece a la esfera de la poesía más que a la Historia. La

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posición de la Alhambra en un altozano se asocia con la del Parnaso en cuanto que el poeta desciende a la mundanidad de la ciudad después de haberse embebido con el exotismo oriental. Ya en Granada, el visitante recobra la conciencia histórica que considera el cristianismo como la religión de los pueblos civilizadores: Atravesé el bosque y bajé a Granada; iba a buscar el contraste de las impresiones que en la Alhambra había sentido; del mundo árabe, finado ya, concluido, sombra de la poesía, recuerdo de los anales, querría trasladarme al mundo cristiano, vivaz todavía, aunque decaído; al mundo de los conquistadores, de los victoriosos, de los exterminadores, ¡ay!, del pueblo cuya memoria tiene todavía tanta luz y tanta magia (232). Esta representación sensual se repite en los paseos nocturnos por Córdoba u Sevilla pero no impide el reconocimiento de un periodo histórico, la Alta Edad Media, en el que el imperio de los califas se constituye en la vanguardia intelectual y tecnológica del "mundo civilizado". Los cristianos por entonces no tienen tiempo más que para afanarse en liberar su patria cautiva: "Los míseros cristianos empleaban todas sus fuerzas y tesoros en forjar hierros para rescatar la patria cautiva; no sabían más que el arte de la guerra, ni tenían otra sociedad que la mesnada" (36). Entre tanto, la población mozárabe absorbe estas novedades tecnológicas que refuerzan materialmente a los reinos cristianos. Cuando los Reyes Católicos conquistan el reino nazarí se cumplen los designios de la Providencia ya que la nación española recupera definitivamente su esencia católica. En este contexto histórico, Amos de Escalante acepta de buen gusto el legado árabe porque ocupa ya un papel secundario; su exotismo contribuye incluso a diferenciar al pueblo español de otros países europeos. Los viajeros franceses, ingleses buscan los rescoldos de una antigua casta sacerdotal que viene del Oriente, los gitanos y el flamenco. También destaca el aire de duelo y la religiosidad de

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las ciudades andaluzas durante la Semana Santa. En París, Amos de Escalante constata como el capitalismo industrial enlaza las grandes capitales europeas a través de una actividad económica que elimina sus singularidades culturales. En este contexto, no puede evitar la comparación entre el materialismo moderno y el misticismo andaluz: En la moderna Babilonia (París) todo se hacía como en días ordinarios, corrían los carruajes, vendían los mercaderes, trabajaban los obreros; allí no pasaba nada no había luto, no había lloro, no había pesar, no había dolor, el dolor, las lágrimas y el luto se refugiaban al pie de los altares, sin trascender fuera del sacro recinto (66). Este bullicio contrasta también con la masa de corredores, jornaleros, tahúres que salen al paso en las diferentes poblaciones andaluzas. El orientalismo africano se asocia con el atraso, la apatía y la dejadez del Mediodía peninsular: "De algunos pudiera imaginarse que soles de África les habían comido su color y prístina frescura; de otros, que habían visto más de una noche al raso entre los riscos de la sierra en épocas agitadas y hazañosas" (195). Amos de Escalante evoca los pícaros y buscavidas cervantinos como ilustres antepasados de esta prole pero con una intencionalidad política clara. Su descripción vuelve a los tópicos característicos del discurso anti liberal y tradicionalista que considera imposible la extensión de una conciencia cívica entre esa masa amorfa. El autor santanderino traza también una línea entre los inocentes campesinos montañeses y el jolgorio de los patios andaluces. La vida anónima de las aldeas cantábricas evoca la raíz católica de la nación española; otra cosa es el cromatismo, el mestizaje y el orientalismo andaluz. Su imagen de Andalucía apela al introito estético del paso de Despeñaperros cuando los viajeros del siglo XVIII y XIX la transforman en la entrada al paraíso (López Ontiveros 177-78). La montaña representa la solidez de la España católica mientras que Andalucía se caracteriza por su evanescencia como región manipulable por la imaginación del

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artista. Estos factores diferenciales de tipo geográfico, histórico, cultural imposibilitan cualquier proyecto unitario. Los escritores regionalistas norteños y andaluces popularizan una serie de estereotipos que reafirman de manera interesada su oposición a la configuración de un Estado unitario. 4. Conclusiones: El Estado constitucional abarca un espacio corto de la evolución histórica, desde mediados del siglo XIX y gran parte del XX, en lo que se refiere a su configuración como un poder público que se apoya en los vínculos históricos existentes entre diferentes comunidades. España ofrece por entonces la imagen de una sociedad agraria marcada por un profundo desequilibrio en su desarrollo industrial. Hasta prácticamente los inicios del siglo XX, a la desigualdad en el desarrollo industrial se le añade una diversidad cultural y lingüística que configura espacios de identidad locales (Pérez Viejo 403-39). El desarrollo de las literaturas regionalistas refuerza estas entidades domésticas, confluyendo a veces, pero discrepando otras tantas, de esa vocación de homogeneidad que persigue el poder central. El costumbrismo y la literatura viajera previa a los cambios socio-económicos del Sexenio Revolucionario difunden una serie de estereotipos culturales y geográficos sobre un Norte laborioso y productivo opuesto al Mediodía de la Península Ibérica. Este discurso ideológico se populariza entre escritores norteños y andaluces; coincidiendo en su diagnóstico de lo inútil que resulta integrar a ese pueblo español tan heterogéneo dentro de un mismo molde constitucional. La defensa de una nación asimétrica oculta el mantenimiento de estructuras económicas tradicionales, especialmente en el caso de los autores cantábricos; pero también la subordinación de una determinada imagen del Sur Peninsular a una larga tradición de viajeros extranjeros. Si la intelectualidad liberal patrocina el desarrollo de un Estado homogéneo, los

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autores regionalistas apelan al desequilibrio moral entre el Norte y el Sur peninsular. Su producción literaria alumbrará las posteriores elucubraciones de los regeneracionistas y krausistas sobre la franja septentrional de la Península como foco regenerador de la nación española.

NOTAS 1

Desde el ámbito historiográfico y centrándonos en el contexto español, se han incrementado los trabajos que exploran las diferentes vías que se utilizaron para forjar una memoria colectiva que permitiese a los españoles concebir la nación como una empresa colectiva. En artículos como "Hacer patria: Historia, arte y nación" (2000), Ignacio Javier López considera la irrupción de la Unión liberal (1858-63) como un punto de inflexión a la hora de concebir un relato en el que los españoles se vinculan con una trama colectiva que envuelve y dota de significado histórico a sus existencias. Carlos Taibo en Nacionalismo español, esencia, memoria e instituciones (2007) describe la ambiciosa política monumental de la Restauración (1875-17) con la erección del primer túmulo a los caídos durante la Guerra de la Independencia y la vertebración de las calles madrileñas con estatuas de Goya, Velázquez, Isabel la Católica y Espartero. No se puede obviar el clásico estudio de Juan Ignacio Ferreras sobre la novela histórica, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-70), donde se aluden a las conexiones del género con un tipo de pintura nacionalista que difunde imágenes de un relato compartido por el grueso de los españoles. Como bien apunta Núñez Seixas, los estudios historiográficos sobre nacionalismos e identidades nacionales han incorporado un paradigma micro histórico y culturalista que estudia los procesos de construcción nacional desde sus estratos más populares, dejando de lado las teorías políticas y discursos intelectuales, y enfatizando el papel de los imaginarios culturales (La construcción de la identidad regional en España y Europa 12). Dentro de este marco teórico se inscribe el protagonismo de las identidades sub nacionales (nacionalismos periféricos, regionalismos) y su revalorización como instrumentos ideológicos utilizados por las élites políticas e intelectuales para la articulación de los modernos Estados europeos.

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Este artículo maneja una noción jurídica de la asimetría como concepto que refiere la compleja ecuación con la que se enfrentan los legisladores para conciliar derechos individuales como la igualdad de todos los ciudadanos de una nación ante la constitución y por otro lado, los derechos colectivos de ciertas comunidades para disfrutar de ciertos privilegios fiscales o económicos, caso de los fueros vascos por ejemplo (Álvarez Conde, Asimetría y cohesión del Estado 83). Un denominador común de los regionalismos peninsulares de la segunda mitad del siglo XIX tiene que ver con la visión del tamiz constitucional como una tabula rasa que disuelve de manera traumática las singularidades jurídicas y fiscales que las regiones habían preservado durante gran parte del Antiguo Régimen. El secretario de Estado de Fomento de Fernando VII (1814-33), Javier de Burgo, dividió administrativamente la nación española en 49 provincias y 15 regiones. Su proyecto provincial no difiere en exceso del propuesto durante el Trienio Liberal (182023) con la salvedad de ciertos cambios en las denominaciones de las provincias. Su modelo territorial fueron los departamentos franceses aunque primó también el interés de que la capital de provincia no estuviese a más de un día de distancia de cualquier punto geográfico de la provincia. 3 Los jándalos son junto a los indianos una de las principales corrientes migratorias de Cantabria hacia Andalucía y América y las Filipinas. A pesar de tratarse de movimientos migratorios diferentes responden a una misma necesidad de la población cántabra por mejorar sus condiciones de vida y que revirtió de manera negativa en la densidad demográfica de la provincia. Esta emigración se intensificó desde mediados del siglo XVIII y ya durante la segunda mitad del siglo XIX se intensificó la visión perniciosa del jándalo o el indiano como figuras moralmente reprobables para la estabilidad social y económica de la provincia.

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En un plazo de diez años se publican Del Manzanares al Darro (1863) y Costas y montañas (1871) donde Amos de

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Escalante compatibiliza el exotismo y orientalismo gitanesco del Sur Peninsular con la vindicación de las virtudes sociales y políticas de la sociedad rural cántabra: "La iglesia de Beranga gallarda y espaciosa, domina una vasta vega tan amena y florida como lo son todas las de la comarca" (78). El guadijeño Pedro Antonio de Alarcón alterna también la publicación de sus patrióticas Historietas nacionales (1881) con su alabanza de la sobriedad e historicismo de las ciudades castellanas en sus Viajes por España (1883). Esta polaridad Norte-Sur que se aprecia en los libros de viajes regionalistas anticipa la importancia que adquieren estas cuestiones geográficas y geológicas para muchos intelectuales europeos.Los krausistas, los regeneracionistas e incluso los noventayochistas localizan la futura regeneración económica y política de la nación española en el suelo pirenaico: "Estas regiones contrastan con el resto del país aún en la naturaleza de su suelo, formado por montañas agrestes, del mal clima. Por ello, allí el labrador vive en un continuo afán de sustentar la vida, se ve obligado a concentrar las fuerzas productivas, y por ello los individuos se asocian en robustas colectividades (Olmet, Grandes españoles 173). Otra de las soluciones propuestas por El Problema nacional (1895) de Macías Picavea tiene que ver con la división de la nación española en ocho regiones configuradas a partir de criterios geográficos y étnicos 5

El significado que lo germánico tiene dentro de España invertebrada (1922) entronca con el debate finisecular que los círculos intelectuales y políticos europeos habían mantenido acerca de la supuesta superioridad cultural, racial o social de los países anglosajones sobre los pueblos latinos (Litvak, Latinos y anglosajones 29-62). Desde 1860, la propaganda darwinista había afirmado la existencia de desigualdades biológicas entre las razas humanas y por consiguiente la mayor aptitud para la lucha por la vida de las razas nórdicas. Esto justificó que numerosos intelectuales, especialmente dentro de los países latinos, proclamasen la superioridad de algunas regiones sobre otras por la preeminencia de "rasgos nórdicos" entre su población. Escritores regionalistas vascos y cántabros reivindicaron la primacía de sus respectivas regiones, entre otros, Amos de Escalante, que vindica el carácter mítico de la montaña cántabra como solar de los principales linajes castellanos de la Reconquista (Los Lara, los Guzmán). José María Pereda sigue la línea de algunos escritores regionalistas vascos como Juan Venancio Araquistaín (1837-1901) y vindica el vasco-cantabrismo como conjunto de relatos mitológicos que vinculan a vascos y cántabros con las antiguas tribus prerromanas que lucharon contra las tropas de Augusto. La persistencia de esta retórica mitológico-nacionalista alcanza hasta una de las novelas cumbres del regionalismo español, Peñas arriba (1895), cuando Marcelo entona uno de sus panegíricos: "allí concebí al cántabro en sus himnos en toda su bárbara grandeza…Comprendí entonces su resistencia de seis años contra las invencibles legiones de Augusto…la muerte en cruz antes que el yugo del conquistador" (1165). La preeminencia de esta mitología histórica en la literatura regionalista vasca o cántabra ha sido ampliamente analizada por autores como Jon Juaristi, El Linaje de Aitor (1988) o Manuel Suárez Cortina, Casonas, hidalgos y linajes de Cantabria (2004). 6

Ya desde mediados del siglo XVIII existen manuscritos que advierten sobre la influencia negativa que tienen los jándalos sobre la población autóctona. Estos textos inciden en como los que viajan a Andalucía pierden cualidades intrínsecas del montañés como su honradez, su valentía, ya que pasan demasiado tiempo con la plebe baja de las tabernas andaluzas. Estos moralistas cántabros (clero, escritores locales) se lamentan sobre todo de la pérdida de rigor en el cumplimento de sus costumbres religiosas y la relajación de costumbres.

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