La constitución mixta: una gramática elemental para la imaginación política en el paso a la modernidad

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Descripción

LA CONSTITUCIÓN MIXTA: UNA GRAMÁTICA ELEMENTAL PARA LA IMAGINACIÓN POLÍTICA EN EL PASO A LA MODERNIDAD

PABLO SÁNCHEZ LEÓN Universidad del País Vasco – UPV/EHU

[paper presentado al congreso internacional “Conceptos transatlánticos. Nuevos retos y enfoques históricos para Iberconceptos”, Cartagena (Colombia) 19-21 abril 2017]

La historia de los conceptos que venimos practicando en Iberconceptos, en la estela de Reinhard Koselleck, consiste en el estudio de conceptos que, aunque conforman importantes campos semánticos, por sí mismos que influyen sobre la producción de cosmovisiones complejas y se insertan en un discurso que puede llegar a ser muy elaborado, se conciben y analizan de forma aislada. A ello le ha correspondido la replicación del esquema koselleckiano de diccionarios de grandes conceptos fundamentales, hasta ahora sobre todo de tipo político (Fernández Sebastián, 2009 y 2014). Apenas ha habido, en fin, reflexión acerca de las relaciones históricas de conceptos entre sí, menos aún acerca de qué tipo de relaciones puede predicarse que rigen entre los conceptos, cuestión que todo lo más se vincula a la diversidad de usos discursivos de que pueden ser objeto. Tampoco hay argumentos acerca de las vinculaciones genéticas entre modalidades políticas y sociales de conceptos, asumiéndose así implícitamente que la separación entre esos dos campos culturales —el de “lo político” y el de “lo social” — tiene a la vez validez histórica y normativa. El propósito de este texto es presentar un enfoque acerca de cómo abordar una perspectiva relacional en el estudio de la historia de los conceptos. Pero el asunto no nace de un interés en sí por esta cuestión metodológica: el origen, y en buena medida el objeto mismo de esta presentación, es llamar la atención acerca de la existencia en el discurso del período convencional de los grandes cambios en la estructuración semántica del lenguaje moderno —ese lapso que va de mediados del siglo XVIII a finales del XIX, el conocido como Sattelzeit— de una pauta o marco instituido en el lenguaje que estructuraba las relaciones entre sí de algunos conceptos fundamentales.

Aunque dicha pauta solo afectaba a una media docena de conceptos, estos determinaban no obstante una parte importante del lenguaje político en la etapa fundacional de la construcción de la ciudadanía moderna. Entre ellos estaba nada menos que el de democracia. Hasta la fecha el estudio de la semántica de democracia entre el Antiguo régimen y el establecimiento del sufragio universal ha estado dominado por el supuesto de que la democracia era en el pasado, al igual que hoy, una forma política autocontenida y auto-suficiente, es decir, una opción entre otras formas de gobierno, la cual ha terminado afirmándose en la modernidad conforme los formatos restrictivos de participación y auto-gobierno han ido siendo cuestionados al hilo del establecimiento de derechos ciudadanos y en torno de luchas por la inclusión y el reconocimiento de diversos agentes sociales y políticos (Costopoulos y Rosanvallon, 1995, y los textos reunidos en Rosanvallon, 2006; para el caso de España: Fernández Sebastián, 2002; y Capellán de Miguel y García Ruiz, 2010; en Iberconceptos, los reunidos por Caetano, 2014). Al asumir esa predefinición de democracia, los historiadores de los conceptos siguen de cerca una muy prolongada tradición de la historia del pensamiento que entiende que, desde la Antigüedad clásica, se definió una forma de organización política que habilitaba a los ciudadanos como sujetos de plena participación política en la cosa pública, de manera que, aunque esta forma de gobierno apenas llegó a ensayarse más que en algunas ciudades-estado, su memoria se mantuvo en la Europa post-renacentista hasta su plena recuperación (y en parte también su re-semantización) como efecto de la Ilustración radical (Israel, 2011); a partir de ahí iría escalando en estatus en la cultura política ciudadana hasta convertirse en la expresión más acabada de gobierno representativo basado en la soberanía popular. Ahora bien, esta manera de definir el objeto mismo de estudio no solo no agota el estudio de la semántica de democracia, sino de alguna manera ocluye una percepción alternativa que —voy a plantear— se mantuvo como dominante o predominante al menos durante el período que ha centrado los proyectos de Iberconceptos. Me refiero a una predefinición de la democracia, no como un sistema político omnicomprensivo, autónomo y alternativo de otros sistemas, sino como una dimensión dentro de un sistema de gobierno por necesidad más amplio, o bien como una parte de un sistema que conformaría la constitución política propiamente dicha. Esta perspectiva no nos resulta por otro lado en absoluto extraña: nos acerca de hecho a un tropo habitual en los discursos políticos y sociales de los albores de la 2

modernidad. Se trata de la constitución o gobierno mixto: una combinación de elementos o fundamentos de soberanía cuyo equilibrio o ponderación se consideraba que debía ser buscada si se aspiraba a la estabilidad política. Existe toda una literatura acerca de la fragua y perfilamiento de esta versión mixta o combinada de formas de gobierno a partir de las obras de los grandes filósofos de la Grecia antigua, como Aristóteles y Platón: en el intento de superar la tendencia natural a la degradación propia de todas las instituciones humanas, una serie de autores de época tardía o testigos de períodos de turbulencias —Polibio y Cicerón en primer término en la época republicana romana— se dedicaron a imaginar la posibilidad de una modalidad de gobierno que, a la vez que reunía los rasgos más valiosos de cada fundamento de soberanía, señalaba como una deseable utopía el equilibrio entre las diversas partes y elementos con objeto, si no de eludir, al menos de posponer y ralentizar la anakyklosis o circularidad natural de las constituciones y formatos de soberanía (Fritz, 1954; Carsana, 1990; Felice, 2007). Más allá de ser presentada como epítome o límite de la encarnación del tiempo cíclico en las culturas precristianas, la constitución mixta ha sido tratada normalmente como un ideal, es decir, una proyección intelectual más o menos abstracta dentro de la oferta de doctrinas políticas disponibles en la tradición política occidental. Lo que no ha sido tomado en consideración, y menos de forma sistemática, es la crucial relevancia del gobierno o constitución mixta como un repositorio estructurado de conceptos, una estructura o marco que ordena una serie de conceptos, de manera que en buena medida preselecciona un elenco limitado de estos y enmarca las relaciones que pueden establecerse entre ellos a la hora de producir discurso. Entre estos se encuentra el de democracia, pero los otros dos que conforman la tríada de toda constitución virtuosa o ideal —monarquía y aristocracia— no son tampoco precisamente marginales. Y a su vez estos tres conceptos presuponen otros tantos contra-conceptos —demagogia (u oclocracia, aunque el más habitual sinónimo es anarquía), oligarquía y despotismo o tiranía— de manera explícita o implícita. La relevancia de la constitución mixta como objeto de estudio se muestra en que ya para empezar con esos seis conceptos se ha producido el grueso del pensamiento político occidental desde la Antigüedad. Pero eso puede que no sea lo más importante. En general se asume que la noción de gobierno mixto preestablece una orientación política bastante específica marcada por la moderación, pues la fórmula que viene a reivindicar es la del equilibrio y la armonización entre las tres dimensiones o elementos de la constitución, tomados cada uno del rasgo de soberanía que define las formas 3

consideradas “puras” de gobierno. Lo que se pierde de vista al abordar así el asunto es algo más elemental, sin embargo: independientemente de que el ideal del gobierno mixto estuviera diseñado en origen y a lo largo de una parte de su historia para proyectar o anticipar la estabilidad institucional y el orden frente a las soluciones constitucionales arriesgadas, novedosas o simplemente sesgadas hacia una de las partes, el hecho es que su empleo para la reflexión política contribuía a insertar en el discurso el vocabulario de que se componía, y no tanto —que también— de manera aislada, es decir, concepto a concepto, sino además de forma integral e interrelacionada. Esto suponía, entre otras, que la democracia quedase naturalizada como una parte de toda constitución virtuosa, si bien de una forma que no excluía otras fuentes legítimas de soberanía, como la monarquía y la aristocracia; por su parte, a través del reconocimiento de la democracia se daba a su vez reconocimiento a la soberanía popular. Visto así, a un nivel profundo, la constitución mixta ha funcionado como un vehículo primordial de socialización del vocabulario de la política moderna. Fue este el caso sobre todo una vez que dejó de ser simplemente un ideal doctrinal y, al ampliarse los públicos con capacidad discursiva legítima, pasó a convertirse en espacio de disputa por la legitimidad de distintas opciones políticas en liza. Para observar este proceso hay no obstante que dejar de ver en el gobierno mixto una simple fórmula política, y una fórmula por otro lado más bien ecléctica y conservadora, y hacerse cargo de su creciente plasticidad como marco de ordenación semántica. Porque la constitución mixta tiene una historia, no ya como concepto sino en su cambiante estatus en el seno de las culturas políticas occidentales. Es aquí donde las reflexiones, sin embargo, escasean por no decir que no se han dado. Sorprende que el gobierno mixto no haya sido objeto de estudios de envergadura desde el Renacimiento y durante la extensa Edad moderna, de manera que apenas comienza a rellenarse este hueco a pesar de que se admite su “presencia recurrente” en debates jurídicos y políticos (Gaille-Nikodimov, 2005: 7). Esto puede deberse en parte a su estatus oscilante en la historia de la filosofía política: traído al principio a colación más bien para censurar otras formas de organización política sesgadas hacia alguna de las formas puras, durante el período de afirmación de la razón de Estado la posibilidad de una magistratura repartida entre diversos sujetos no parecía poder contraponerse como modelo al derecho divino de los reyes, figurando todo lo más como un ideal, y por tanto susceptible de aparecer también como una quimera. De hecho, desde tiempos del humanismo, la invocación del gobierno mixto dio pie a posiciones contrarias —es el 4

caso de Bodino, Hobbes o Puffendorf— tan marcadas o más que las favorables (Franklin, 1998; Gaille-Nakodimov, 2005). Con todo, es un error reconstruir una historia de la recepción entre épocas de la constitución mixta que se quede en sus percepciones utópicas y distópicas. Más allá de la interpretación que los distintos autores cultos efectuasen acerca de la plausibilidad y conveniencia del gobierno mixto, al ofrecerla todos ellos expresaban lo enraizado que se hallaba en la cultura un determinado formato de imaginación política que favorecía la comprensión compleja, relacional y jerárquica del orden, y por ende de la soberanía: la concepción del Cuerpo político como un todo compuesto de partes interdependientes, que desplegaron primero los canonistas y después los primeros humanistas ya en la Baja edad media (Kantorowicz, 1983). Ahora bien, aunque este funcionase como condición de posibilidad primera para que el tropo de la constitución o gobierno mixto se transmitiera de la Antigüedad a la Edad media —donde había sido recepcionada ya por Tomás de Aquino, y de ahí insertada en el repertorio de argumentaciones de la escolástica—, esto de por sí no aseguraba que el tropo atravesase la Edad moderna — con sus procesos de afirmación de modalidades absolutas, monádicas y excluyentes de soberanía— conservando un mínimo estatus. En los albores de la modernidad, dos acontecimientos o procesos transformaron de manera profunda e indeleble el estatus de la constitución mixta, convirtiéndola en algo que ya no era un simple ideal abstracto ni tampoco una opción entre otras al reflexionar sobre las formas de gobierno. Por un lado, la revolución “Gloriosa” de Inglaterra de 1688, que pudo ser fijada en el discurso como un ejemplo de combinación a la vez novedosa y estable entre monarquía, aristocracia y democracia, rompiendo a su paso la dicotomía alternativa entre monarquía y república, ya que hasta entonces, por influjo de la teoría de la soberanía del derecho divino se tendía a identificar la constitución mixta con formas de gobierno republicanas. Por otro, el avance de la “sociedad comercial” como estadio civilizatorio, que situó en el centro de la reflexión no tanto ya la autoridad y la soberanía sino la organización social y su textura moral, favoreciendo a su vez las composiciones complejas —la colmena sería la metáfora más exitosa (Tavoillot y Tavoillot, 2017)— que permitían dar entrada al individuo en un

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imaginario social hasta entonces dominado por representaciones corporativas del sujeto1. Con todo, la verdadera precondición del éxito social del tropo está en la fortuna de El espíritu de las leyes de Montesquieu, en la que la constitución mixta puede decirse que, sin dejar de ser un modelo político abstracto y un ideal inalcanzable, es al mismo tiempo tratada ya como un formato constitucional que atraviesa la historia de la humanidad hasta el presente2. A partir de la difusión de Montesquieu comienza una nueva historia de la constitución mixta, su historia propiamente moderna, pero ya no como un simple concepto aislado. Al punto que si la esfera pública de la Ilustración vino a alumbrar algo así como un “idioma constitucional”, un conjunto de herramientas semánticas con los que podía llegar a ser pensado el diseño de una constitución —algo que para Inglaterra ha sido datado precisamente desde mediados del siglo XVIII (Epstein, 1994: 1-28)—, hay que buscarlo en la difusión y recepción del repositorio conceptual del gobierno mixto. Pues a medida que el avance de la Ilustración pusiera sobre la mesa el problema del autogobierno en una sociedad de Antiguo régimen, el gobierno mixto se situaría en el centro del debate político en tanto que opción presidida por la virtud sintética de la moderación (Craiatu, 2012), dando entidad a todas las opciones alternativas, tanto heredadas como innovadoras, más o menos puras o radicales. En efecto, la creciente naturalización en toda comunidad política de una constitución —aunque en principio más bien implícita que escrita—intentaría ser capturada a través de este repositorio de elementos, de manera que estos podían ahora 1

Esta transformación coincidió además con la progresiva inserción en la cultura occidental de una imagen lineal del tiempo, heredada de la parusía cristiana y su concepción finalista, solo que ahora reorientada hacia el futuro en nombre de la novedad, entendida como “revolucionaria” en sí misma. Véase Koselleck (1992). 2 Inglaterra ocuparía en el siglo XVIII un lugar central entre las nuevas manifestaciones de gobierno mixto, pero le seguía muy de cerca Polonia, que será también fuente de mucha reflexión en el período pre-revolucionario, en este caso acerca de por qué y cómo un gobierno mixto podía degenerar en una oligarquía, mostrando así una debilidad que se considerada determinante para su progresiva desmembración a manos de potencias exteriores más cohesivas: el veredicto dominante sería que la ausencia de un poder popular nivelador había sido el punto débil de su constitución, pues el pueblo polaco carecía de resortes constitucionales para presentarse como un agente colectivo en condiciones de defender la integridad de la soberanía frente a los abusos erráticos de la aristocracia. Los ilustrados de toda Europa asistieron en general aterrados a este proceso experimentado por una inveterada monarquía aristocrática que para muchos constituía la alternativa a la Inglaterra comercial, por tener su fundamento en un sistema parlamentario menos formalizado pero representativo del poder de la tierra, y por tanto mucho más al de las noblezas continentales occidentales.

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empezar a su vez a ser, no ya combinados sino además reinterpretados de forma cambiante dependiendo de la sensibilidad ideológica de autores y autoridades, con objeto de formular, primero políticas de reforma y después diseños constitucionales, así como de señalar sus peligros intrínsecos o riesgos potenciales. Esta tendencia, ampliamente comprobable en los años de la crisis del Antiguo régimen desde fines del siglo XVIII, no haría sino exacerbarse con la implantación del liberalismo. Por su parte, el escenario posrevolucionario traería consigo otros dos fenómenos —la fórmula del gobierno representativo y el auge del estado nacional— que terminaron de integrar el gobierno mixto en el lenguaje político y de darle una libertad de uso inusitada. Las posibilidades de combinar elementos se ampliarían entonces de modo exponencial, en buena medida para tratar de dar cuenta de las diferencias étnicoculturales y religiosas, históricas y en última instancia morales entre las naciones, y al mismo tiempo mantenerlas dentro de un elenco limitado de conceptos y contraconceptos con los que dar sentido a todas las combinaciones pasadas, presentes y futuribles de fórmulas constitucionales dentro de un marco común de referentes. Para empezar, la centralidad del constitucionalismo liberal favorecería que ahora las formas puras de gobierno pasasen a ser en principio vistas todas ellas como peligrosas quimeras, nunca en general establecidas en la historia —que habría conocido el predominio de las formas mixtas— y menos aún recomendables de cara al futuro. Por otro lado, la adaptación del tropo a cada cultura nacional obligaría a generar nuevas combinatorias que ya no incluían necesariamente los tres elementos, sirviendo así el marco conceptual para señalar precisamente las ausencias o desequilibrios de partida en el gobierno representativo que reclamaban atención prioritaria o intensiva en el diseño constitucional del liberalismo. De esta manera, aunque el objetivo al servirse de este imaginario seguía siendo el equilibrio entre los tres elementos o niveles, el repertorio de conceptos que conformaban la constitución mixta comenzó a dejar de estar hegemonizado en sus usos y significados por el discurso favorable al orden posrevolucionario, suministrando recursos conceptuales y discursivos a los posicionamientos radicales emergentes en la esfera pública de los estados modernos. De hecho es posible argumentar que la perduración de este marco conceptual se debió en buena medida a su exitosa socialización entre los publicistas críticos con el funcionamiento del gobierno representativo. Estos, por su parte, ejercieron como activos popularizadores tanto del vocabulario por separado cuanto de sus posibilidades de combinación. 7

Visto así, la longevidad de todo ese marco de conceptos estaba asegurada en el largo siglo XIX. Y sin embargo, si hay algo que destaca más claramente en este extremo es el desinterés que han mostrado los historiadores del derecho hacia el gobierno mixto, sobre todo una vez proclamadas las primeras constituciones escritas de la Europa postrevolucionaria: en efecto, el tropo es todo lo más abordado por los constitucionalistas como una herencia intelectual antigua que, aunque relevante en la etapa de formación de la cultura constitucional, se diluye con la modernidad liberal (Fioravanti, 1999). El origen de esta falta de sensibilidad está en la confusión, ya en los primeros constitucionalistas, entre la lógica del gobierno mixto —que atiende a poderes con soberanía— y la división de poderes del Estado que funda el constitucionalismo moderno, favorecida por la analogía en ambos casos de la fórmula de “equilibrios y contrapesos” acuñada por Montesquieu (Davies Lloyd, 1999; Hansen, 2010). La historia moderna de la constitución mixta tiene así en Montesquieu un origen bífido: resurge por un lado, pero para ser rápidamente ocluida dentro de la genealogía formal del moderno constitucionalismo; por otro, sin embargo, puede decirse que se convierte en el vehículo subterráneo principal para la “imaginación constitucional” moderna, es decir, la precondición intelectual —que incluye tanto el nivel ideológico como el utópico— de los textos constitucionales mismos, expresada en “el poder de la narrativa, el ritual y el mito para proyectar un relato sobre la existencia política capaz de configurar —y reconfigurar— la realidad política” (Loughlin, 2015: 3). Pero podemos ir más allá, y en lugar de mantener la convención de que en última instancia estamos ante un ideal, en el sentido estrecho de una forma de gobierno entre modélica e inalcanzable —y por tanto más bien inventada para la especulación y la valoración de las limitaciones de las restantes— podemos hablar más bien de un imaginario, en el sentido que Charles Taylor da a esta categoría. Para Taylor un imaginario es “algo mucho más amplio y profundo que las construcciones intelectuales que puedan elaborar las personas cuando reflexionan sobre la realidad social de un modo distanciado”, pues se trata algo que atañe al “modo en que imaginan su existencia social” (Taylor, 2006: 37)3. Esta definición atañe muy directamente al gobierno mixto desde el momento en que este fue —desde Montesquieu— reinterpretado y actualizado 3

Siguiendo a Taylor, un imaginario social es un artefacto “complejo”: además de incorporar “una idea de las expectativas normales que mantenemos unos respecto a los otros, de la clase de entendimiento común que nos permite desarrollar las prácticas colectivas que informan nuestra vida social”, también supone “una noción del tipo de participación que corresponde a cada uno en la práctica común”.

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en un contexto en el que el campo de la filosofía moral, hasta entonces difuso y bastante indefinido, daba progresivamente paso a las primeras formulaciones del pensamiento social moderno, primero en forma del desarrollo de la economía política, y más tarde de la sociología propiamente dicha. Esto último permite ofrecer una crítica a los esquemas de Taylor y Loughlin quienes, al considerar que los imaginarios sociales y constitucionales son un producto de la modernidad, establecen una dicotomía excesiva con las culturas históricas anteriores. Parte de la relevancia del imaginario del gobierno mixto reside en que su despliegue a lo largo del siglo XVIII lo sitúa en el corazón de lo que eran aún culturas de Antiguo régimen, con cuyas matrices organicistas —sintetizadas en la noción de Cuerpo político— pudo convivir con bastante adaptación. Pero además, su continuidad entre el Antiguo régimen y el liberalismo permite identificarlo como un ejemplo —¿o más bien como el ejemplo único?— de un imaginario situado a caballo entre el pensamiento social pre-moderno y la gran cesura epistémica de la modernidad en relación con “lo social” (Foucault, 1997 [1966]). En suma, ni siquiera manteniendo la implícita convención de que se trate simplemente de un concepto, el gobierno mixto puede despacharse como un tropo estrictamente pre-moderno, que es como en general calificado hasta la fecha (Rivera García, 2011). Pero además el gobierno mixto no define tampoco un campo o conjunto de campos semánticos de ámbito estrictamente constitucional o político: desde el momento en que incluye un concepto como aristocracia, se adentra con decisión por el terreno de la teoría social en ciernes. En este sentido es posible argumentar que el concepto de aristocracia —y su contra-concepto de oligarquía— han ejercido como uno de los principales campos semánticos para la experimentación de las transformaciones de significado fundamentales que han dado lugar al concepto moderno de clase social (Sánchez León, 2017). Por consiguiente, el estudio de los cambios semánticos —y de estatus— de este concepto permite reflexionar acerca de las relaciones entre conceptos semánticos políticos y sociales, cuando menos desde una perspectiva genética que puede ofrecer aportaciones teóricas de calado a unas ciencias sociales en general poco sensibles a estudiar su propia conformación histórica desde una mirada prospectiva. En realidad el asunto es más complejo, pues a su vez lo que aquí se trata de argumentar es que el campo semántico de aristocracia se fue haciendo crecientemente inseparable de la posición que ocupaba en el diseño más amplio de la constitución mixta en su totalidad; y a su vez las relaciones con los otros conceptos de la tríada (y sus 9

respectivos contraconceptos) condicionaron la dinámica semántica del concepto. La hipótesis es que la constitución mixta funcionó como marco referencial de toda una serie de conceptos fundamentales, y por tanto ocupa una dimensión meta-conceptual desde la cual adquirían su entidad y estatus los conceptos de monarquía, aristocracia y democracia (y sus respectivos contra-conceptos). En efecto, desde el imaginario del gobierno mixto, hablar de monarquía era una manera de remitir a la necesaria dimensión de unidad omnicomprensiva y a la componente de coordinación integral de toda forma política; hablar de aristocracia implicaba remitir a la dimensión de calidad y la componente de selección de los magistrados o representantes de la virtud en toda forma política; y hablar de democracia era referir a la dimensión de la fuerza y la componente de cantidad indispensable para fundamentar la conservación de una república. Por su parte los contra-conceptos de tiranía, oligarquía y anarquía remitían a la tensión entre razón y violencia característica de todo marco institucional con pretensiones de legitimidad. Fundamentar esta dimensión meta-conceptual, y a la vez estudiar la específica factura del imaginario de la constitución o gobierno mixto en las diferentes culturas políticas a que dio lugar la crisis del Antiguo régimen en el mundo iberoamericano, debería ser el objeto de una línea de reflexión entera en Iberconceptos. Un enfoque como este permite tomar cierta distancia de algunas servidumbres habituales de la historia de los conceptos, y dar cuenta de cómo los significados de cada uno de los elementos de la tríada fue modificándose en el tiempo, al irse produciendo trasvases de estas dimensiones meta-conceptuales —unidad, selección y fuerza— de un concepto a otro por parte de agentes con capacidad discursiva. Esbozar un proyecto de esta envergadura desborda no obstante las posibilidades de una presentación como esta. En el resto de este texto voy a ofrecer un breve panorama de la constitución mixta como imaginario social en el paso a la modernidad en España, con algunas referencias finales a otras partes del mundo iberoamericano. Me centro en solo tres aspectos: la socialización de la constitución mixta hasta perfilarse como un imaginario social en el período de paso del Antiguo régimen al liberalismo; su adaptación vernácula por parte de las élites intelectuales antes de mediados del siglo XIX, en época plenamente constitucional; y la progresiva re-combinación de sus respectivas dimensiones meta-conceptuales —a través de las relaciones entre conceptos y contra-conceptos y entre semánticas políticas y sociales— en los discursos de ideólogos radicales ya en la segunda mitad del siglo. 10

II

A la altura de mediados del siglo XVIII el lenguaje de la constitución mixta estaba ya suficientemente insertado en la reflexión geopolítica que se abría paso en la esfera pública del iluminismo iberoamericano. Lo muestra el Compendio históricogeográfico de Manuel Trincado, publicado por primera vez en 1755 y que conoció bastantes reediciones en las décadas siguientes. Europa aparecía en él dividida según sus tipos de gobierno, que el autor admitía que eran “diferentes”: el monárquico —“el más noble, y más augusto”— encarnado por Francia y España, y que “se gobierna por un solo soberano”; el despótico, encarnado por “Turquía, y Moscovia”, que es “aquel en que el Príncipe tiene poder de vida, y muerte sobre sus vassallos, y usa a su arbitrio de sus bienes sin forma de proceso”; el aristocrático, con la república de Venecia al frente, que “se gobierna por los nobles, o principales del Estado”; y el democrático, con ejemplos en Suiza y las Provincias Unidas, que es “aquel en que el Pueblo se elige a sus Gobernadores”. Todos ellos se caracterizaban por adoptar una forma pura de gobierno. Pero había también “otros Gobiernos mixtos de los tres”, que Trincado ejemplificaba en Alemania, Inglaterra y Polonia, aunque en el tratado a estos casos se añadía Dinamarca (Trincado, 1755: intro, s.p.)4. Con todo, el gran impulso a todo ese vocabulario se debió a la crisis provocada en la legitimidad de la monarquía por el motín de Esquilache de 1766. Las secuelas de este consistieron en una reafirmación del orden desde el lenguaje tradicional organicista que imaginaba el cuerpo político como un conjunto jerárquico de miembros y órganos. Ahora bien, la profundidad de la crisis —que había asistido por primera vez en décadas a la irrupción de una masa popular representándose a sí misma y puenteando al hacerlo la autoridad natural de los regidores y el ayuntamiento— llevó a los nuevos poderes fuertes en la corte —capitaneados por el Conde de Aranda— a incorporar de modo suplementario tropos y discurso procedentes del republicanismo clásico —tradición para entonces plenamente desplegada en la cultura política británica— con el fin de dar 4

Alemania era presentada como un gobierno mixto de monarquía y aristocracia, al igual que Polonia, cuyo cuerpo de nobleza a su vez se divide en Palatinos, Obispos y Castellanos, los cuales “todos gozan del título de Senadores” (257). El danés era mixto, aunque en él “el Rey tiene más autoridad que en Inglaterra”, y contaba con “seis potencias diferentes”: El Rey, los Principes de la Sangre, la Nobleza, el Clero, las Ciudades, y los Paysanos” (244).

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significado a las nuevas instituciones de participación y representación popular habilitadas desde 1768 (Onaindía, 2002). Pues bien, dichas reformas fueron inspiradas por un imaginario de constitución mixta. Así, una historia publicada diez años después del establecimiento de los diputados y personeros del Común presentaba este intento de “crear unos Ayuntamientos vigorosos” que como una fórmula de “gobierno mixto de Aristocrático y Democrático, esto es, de la Nobleza y el Pueblo” desplegado con el fin de que “templase el corrompido poder de los Regidores, y corrigiese los abusos de la administración” (Viera y Clavijo, 1776: III, 467). De hecho conforme fue avanzando el reinado de Carlos III la redefinición de las instituciones en clave de la gramática mixta se convirtió en una verdadera moda a todos los niveles. Bastará el ejemplo de un ensayo sobre la organización de los franciscanos en América, que presentaba sin ambages la estructura de decisión y gestión de los regulares coloniales como “un gobierno mixto verdaderamente” pues sus asentamientos no se “arreglaban (…) por solo el instituto y constituciones de las Órdenes”, ni tampoco “por las Leyes reales, Cédulas y demás providencias de S.M. únicamente”, sino “por unas y otras religiosamente conciliadas entre sí” (Parras, 1783: I, xvii). Más allá de la mimetización discursiva, con esta democratización del lenguaje del gobierno mixto los sujetos que lo empleaban lograban la habilitación o el reconocimiento para plantear con legitimidad debates y reformas, en este caso el de la gestión del patronato regio. En esos mismos años Ibáñez de la Rentería certificaba por su parte el fracaso de la postura dominante entre los ilustrados de la generación anterior que, con Campomanes a la cabeza, había tratado de vadear la elección entre formas de gobierno con el esquema más simple que seguía distinguiendo entre dos, monárquico y republicano: finalmente admitía “conformarme con la división recibida”, lo cual le permitía entre otras cosas elogiar, siguiendo el caso inglés, “la excelencia de la Democracia en un gobierno mixto” (Ibáñez de la Rentería, 1788: 86 y 153)5. No solo los proyectos de reforma sino las interpretaciones históricas se llenaban con el tropo. Así, mixta empezaba también a ser vista la constitución de los atenienses clásicos después de las reformas de Solón: según un autor, aunque “se vio precisado a preferir el gobierno popular, porque el Pueblo no podía sufrir la tiranía de los ricos”, 5

Distinguía en efecto entre “Gobierno Monárquico y Republicano”, pero añadía: “Este segundo se divide en Aristocrático y Democrático, o por mejor decir, tiene tantas divisiones como Estados hay, porque ninguna República se parece a otra, y la Aristocracia se confunde a menudo con la Democracia”. En llamada a nota se estipulaba que “Quando un Estado tiene las tres formas, o dos de ellas, se llama el gobierno mixto”.

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este legislador “le templó de modo que se creía ver en él la oligarchia en el cuerpo de los Areopagitas, la aristocracia en el modo de elegir a los Magistrados, y la pura democracia en la libertad concedida a los menores ciudadanos, de sentarse en los Tribunales de Justicia” (Espíritu de los mejores diarios, 22-03-1790, 182). Con todo, desde temprano se insinuó asimismo en el discurso una sensibilidad favorable a las formas puras de gobierno, en particular entre los republicanos más radicales, propensos a identificar la virtud política con el eje de toda república bien ordenada y a darle por fundamento la austeridad de las costumbres propia de la democracia. Su elaboración en el seno de una cultura política católica, que tenía por bandera distintiva la sublimación de la unidad política —en tanto que expresión mundana de otra unidad trascendente o meta-política— no hacía sino exacerbar esta tendencia. Un ensayo que presentaba la “desunión” como “madre de la debilidad” e “hija del egoísmo” defendía así que aquella no se había conocido en los comienzos de las repúblicas del mundo antiguo grecolatino, pero una vez apareció “sucedió desgraciadamente” lo que el autor identificaba con “una horrible anarquía, un tirano despotismo”, en forma de “un gobierno mixto” que el autor consideraba “lleno de miras particulares y nada atento a las dignas de un celoso depositario del poder legislativo” (Plandolit, 1798: 19). Como puede apreciarse, ya antes de la crisis de 1808 en la cultura hispana existían maneras muy contrapuestas de connotar la constitución mixta. Había incluso propuestas que trataban de distanciarse de la disyuntiva. En su edición en castellano, los conocidos Entretenimientos de Foción del abate Mably repartían por las notas a pie de página argumentaciones que en lugar de decantarse por unas u otras formas apuntaban a otra dimensión menos visible pero más sustantiva6. Algunos de estos textos fueron redactados o divulgados ya en el período de la Revolución francesa, y anticipaban la relevancia que adquiriría el imaginario de la constitución mixta en la crisis de la Monarquía Católica desde 1808. Entonces el reconocimiento de varias fuentes de soberanía y su necesaria interrelación pasó a primer plano. Lo expresaba muy bien José Blanco White en sus cartas seudónimas —que formaba desde Londres como Juan Sintierra— cuando subrayaba que “[e]l problema de gobernar no consiste en oponer, sino en concordar”, es decir, en evitar que “los varios 6

“Preguntar cuál es el mejor Gobierno, el Monárquico, Aristocrático, o Democrático, es lo mismo que inquirir, qué mayores o menores males puede producir la pasión de un Príncipe, de un Senado, o de la multitud: y querer saber si un Gobierno mixto es mejor que otro cualquier Gobierno, es querer averiguar si las pasiones son tan justas, tan sabias, y moderadas como las mismas leyes” (Mably, 1781: 45-46 nota).

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poderes se miren con zelos y desconfianza, sino con mutuo interés de protección”. White estaba apuntando al punto más débil de la solución constitucional española de 1812, el de las relaciones entre la monarquía y las Cortes, de ahí que argumentase que solo resolviendo bien esta cuestión “la constitución de un gobierno mixto será perfecta”. Esta proyección hacia el futuro no debe hacer perder de vista que con su argumentación Blanco White a lo que más claramente contribuía era a naturalizar la idea misma de la existencia de distintos poderes en el orden, todos los cuales debían darse entre sí mutua conservación y dignidad 7. Visto así, el planteamiento era radical más allá de la defensa de la división de poderes, al reivindicar una suerte de poliarquía. En suma, antes de que se acuñase el concepto de gobierno representativo y se hiciera el ajuste de cuentas con el tipo de formato constitucional diseñado durante la Revolución francesa —que había convertido la representación más bien en un problema que en una solución— el imaginario de la constitución mixta constituyó el espacio semántico desde el que pensar la legitimidad y oportunidad del cambio constitucional mismo. También entonces ya, la dimensión que hoy denominaríamos “social” era incluida como una de las ventajas del diseño mixto. En el conocido diálogo catequético de Joaquín Lorenzo Villanueva, dirigido a conciliar el marco constitucional gaditano con la tradición filosófica escolástica, podía leerse que el gobierno mixto no debía considerarse el mejor sistema de gobierno “en abstracto”, pues el formato alternativo — un gobierno fundado en un solo poder o principio soberano— tenía las de ganar al ser “más sencillo, más conforme a la unidad que se descubre en todas las obras de la naturaleza”; pero en cambio “en la práctica” el gobierno mixto prevalecía por ser más sensible a “la disposición de las partes que componen la sociedad” (Villanueva, 1811: 10)8. Incluso, en fin, la restauración monárquica de 1814 fue de hecho imaginada en esa misma clave meta-conceptual, aunque en este caso por negación u oposición. En efecto, los diputados de las Cortes de Cádiz que, al regreso del monarca Fernando VII, le elevaron una representación —en la que sintetizaban los “seis años de revolución” que a su parecer había vivido España con la vacación de la persona del rey, proponiéndole que declarase la “nulidad” de la Constitución de 1812— resumían el 7

La fórmula se entendía habilitada para hacer al rey “conservar los fueros de su pueblo” y a este conservar al rey “su poder y dignidad”. 8 No obstante, el autor tipificaba cuatro y no tres formas de gobierno: monárquico, aristocrático, oligárquico y democrático (9). El gobierno mixto adecuándose mejor a la tradición tomista, que destacaba además por su reflexión sobre los límites a la tiranía del príncipe.

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elenco de opciones planteado durante los debates constitucionales de esta manera: “Algunos proponían monarquía templada; otros monarquía degenerada y fantástica, otros gobierno mixto, otros un monstruo de muchas cabezas” (Representación, 1814: 1 y 4). La equiparación de la forma mixta con las puras, y a su vez con la anarquía, auguraba una nueva etapa de reacción discursiva, pero no necesariamente de abandono de la matriz meta-conceptual del gobierno mixto: al fin y al cabo, por medio de ella los diputados desleales se hacían cargo de cómo Cádiz había acabado con “el nombre y representación de los tres brazos (…) reduciéndolos a una sola masa, o lo que es lo mismo, a una sola y general representación popular”. El recuerdo de este proceso constituyente marcaría a la generación de liberales españoles forzados al exilio en las dos décadas siguientes. Por el camino, sin embargo, el programa ideológico del liberalismo se fue afianzando en las culturas políticas posnapoleónicas europeas, y con él se destiló un discurso ortodoxo —“doctrinario”, según suele definirse— que cuestionaba muchas de las líneas básicas de la primera experiencia constitucional. Mas no así el imaginario de la constitución mixta, que ahora pasaba a ser en la práctica identificada con el gobierno representativo mismo. De hecho si ha habido un tiempo en que el lenguaje del gobierno mixto ha llegado a conformar el marco discursivo de los principales ideólogos y políticos, fue el de la Monarquía de Julio francesa y el Reform Bill inglés: empezando por Guizot hasta llegar a Tocqueville, pasando por Stuart Mill, todos los grandes filósofos políticos del liberalismo clásico se mantuvieron en el marco de imaginación política de la constitución mixta. Lo mismo vale para España, donde los moderados que regresaban del exilio, por mucho que se hubieran vuelto doctrinarios, o precisamente por ello, se echaron aún más en brazos del imaginario de la constitución mixta a la hora de edificar un discurso con el que justificar sus posicionamientos políticos. Pues con la naturalización y popularización del vocabulario llegó también una más sofisticada conjugación, en parte buena derivada del contraste y comparación entre trayectorias históricas e identidades nacionales en ciernes. La vernacularización del discurso político promovida por el auge del Romanticismo en la filosofía y la estética afectó muy directamente a la expansión de la imaginación constitucional, aumentando en lugar de reduciendo sus opciones. En el caso de España, la manifestación principal del avance intelectual del bagaje del gobierno mixto fue el éxito convencional de una fórmula o tropo que se consideraba que reflejaba la idiosincrasia constitucional española: monarquía democrática. En efecto, tanto los viejos doceañistas cuanto sobre 15

todo los nuevos moderados, pero asimismo los sempiternos progresistas, coincidían en que, por una serie de avatares históricos, España llegaba a los tiempos de la soberanía nacional con una constitución interna que se caracterizaba por la ausencia de una aristocracia boyante susceptible de ejercer de rango superior en la sociedad y en las instituciones (Sánchez León, 2007). A partir de este diagnóstico común se producían no obstante las principales diferencias que separaban los campos ideológicos en las familias liberales. Para empezar porque la noción misma de una constitución desequilibrada marcaba especialmente la agenda de los moderados, quienes más urgían a generar las condiciones institucionales para lograr recuperar una aristocracia que, siguiendo a pie juntillas el esquema heredado, consideraban indispensable para eludir los peligros que comportaba la esperable deriva democrática de la constitución. Para los progresistas el problema era más bien el contrario —la amenaza de un poder monárquico desmesurado y su tendencia a la arbitrariedad tiránica— lo cual les hacía abrazar el gobierno representativo como un baluarte del poder popular; reclamaban, sin embargo, una nueva aristocracia, pero nacida y perfilada desde el sistema político y su cultura de la soberanía popular. Para los más radicales, en fin, la situación española recomendaba en cambio asumir una herencia histórica que no tenía marcha atrás, evitando restaurar viejos poderes. Todas estas opciones tenían en suma en común que se iban construyendo empleando el bagaje conceptual del gobierno mixto. Era por medio de él como se lanzaban a establecer comparaciones con otros países, sobre todo Francia, Inglaterra y Estados Unidos, cuya república democrática permitía útiles analogías pero también marcados contrastes con la España isabelina. Lo importante del caso no es que el lenguaje de la constitución mixta se emplease para analizar y contrastar otras culturas constitucionales sino que permitía la pluralidad de interpretaciones acerca de estas. Así, aunque España era en general vista como una monarquía democrática, Inglaterra por su parte —que pasaba por ser el ejemplo acabado de un gobierno mixto equilibrado— podía por contraste empezar a ser vista más bien como una “verdadera oligarquía”, dado el carácter vitalicio de su cámara alta (El Español, 15-11-1835). Y es que la constitución mixta podía adecuarse tanto a la reivindicación del orden establecido como a su crítica y reforma, especialmente ante escenarios de crisis y cambio legislativo o constitucional: el editorial del periódico del que procede la cita anterior se hacía cargo así del debate abierto en Inglaterra con el Reform Bill el cual, según planteaba, venía a reabrir la 16

“lucha” entre cámaras, y en última instancia entre aristocracia y pueblo al afirmar en la representación otro “principio” sobre el hereditario —el electivo—, por mucho que se esperase el “avenimiento” final entre “los intereses viejos y los creados por el espíritu de las nuevas generaciones”. El imaginario del gobierno mixto venía pues a vehiculizar la sustancia de la confrontación entre formatos constitucionales; también el desencanto cuando este llegaba, a menudo al tomarse conciencia de que los extremos del despotismo y la demagogia seguirían siempre acechando esa hegemonía de la forma mixta de gobierno y constitución. En cierta medida era esa irresoluble encrucijada lo que más contribuyó a que el liberalismo extendiera la imaginación de la constitución mixta por la opinión pública. El marco que ofrecía se amoldaba para empezar muy bien a los cambios en la opinión. Un artículo de criticaba la denominada “popularidad”, esto es, la existencia de un poder popular representado por algún partido o facción —lo que en el diccionario se entendía como “demagogia”— argumentaba que este fenómeno no era propio solo de los países “en los que reina la democracia” sino que se podía encontrar también en “aquellos en los que un gobierno mixto asegura al público una fracción de influjo y de poder” (“De la popularidad entre antiguos y modernos”, El museo de las familias 3, 1840: 374). En estos últimos podía observarse el surgimiento de una gran euforia pública cada vez que un partido popular tomaba el poder, al abrirse “una senda de esperanzas, inmensa, risueña, luminosa” apoyada en el convencimiento de que este iba “a salvar el país” y “cicatrizar las llagas que una mala administración dejó chorreando sangre y enconadas”. Mas según el autor, en apenas unos meses “[v]eréisle pasar de la popularidad más brillante a la impopularidad más absoluta”. Esta lectura del auge y caída de los gobiernos populares tenía ya menos de herencia de la representación cíclica del tiempo y las constituciones que de esquema naturalizado acerca del comportamiento humano: derivaba del supuesto de que el pueblo “siempre es fácil de engañar, pues no raciocina. Apetece las ilusiones y se presta al engaño. Alienta a los que se humillan hasta parar en sicofantos [sic], y de ese comercio de lisonja y venalidad resulta una depravación general”. Este tipo de interpretaciones no convertía el lenguaje del gobierno mixto en rehén de las posturas moderadas. Si acaso más bien cuestionaba la viabilidad del gobierno mixto como solución constitucional de largo plazo. Para muchos progresistas, de hecho el gobierno mixto no era sino un formato “provisorio” justificado en que la aristocracia “es todavía poderosa”. Pero el sistema en sí, en que “los nobles y los ricos, 17

o sea los aristócratas modernos, representan sus intereses, al tiempo que representa los suyos el pueblo”, no acababa con la lucha entre las dos clases, al contrario, y dado que “el pueblo adquiere cada día más preponderancia”, el “equilibrio” que se había pretendido establecer entre poderes se consideraba cada vez más comprometido (El Constitucional, 16-08-1841). De esta manera, la imaginación tripartita permitía a los progresistas redimensionar su percepción dicotómica sobre el orden social e insertarla en una clave dinámica, en la que el concepto de revolución tenía cabida pero para producir un esquema de carácter etapista y evolutivo: el pueblo debía en el corto plazo evitar la confrontación directa con esa aristocracia y “esperar del tiempo su emancipación completa”, promoviendo en suma una “revolución en las creencias” antes de la definitiva revolución política. Los promotores de esta opción se consideraban verdaderos “demócratas”, a distinguir de otros líderes más radicales. Pues también el marco conceptual del gobierno mixto aportaba el bagaje con el que desacreditar las opciones del contrario. Según otro editorial del mismo periódico, “[e]l amigo del gobierno puramente democrático que le diesen a escoger entre la monarquía absoluta y la constitucional” preferiría la segunda, “puesto que en ella obtendría parte de lo que forma el objeto de sus deseos” (El Constitucional, 30-10-1842). De un modo más general, en fin, frente a las formas puras se alzaba siempre el gobierno mixto, que “es aquel donde todas las clases tienen su tronco y su cabeza, que reunidos forman la cúspide del edificio constitucional” (El Constitucional, 15-06-1843). Ahora bien, este diseño legitimaba de modo explícito la intervención popular, lo cual volvía fácil a los progresistas justificarla en caso de necesidad. Así se planteaba incluso en las páginas de un periódico tan identificado con el espíritu de las leyes vigentes como El Constitucional, cuyos redactores, ante la creciente y amenazadora “organización militar” que estaba adoptando la toma de decisiones en el contexto de la crisis de la Regencia de Espartero, no tenían reparo en admitir que semejante deriva — que podía “acabar con la libertad de España” solo se impondría— “si a su tiempo oportuno no acude el pueblo a oponer el dique de su voluntad soberana y formidable a semejante usurpación y tiranía” (El Constitucional, 15-06-1843). Esta definición del pueblo como baluarte de la libertad —al encarnar la fuerza derivada de la cantidad— solo es imaginable desde el repositorio de la constitución mixta, y serviría a los progresistas para retraerse del consenso de mayoría moderada que presidió los debates de la Constitución de 1845, marcados por el intento de apuntalar y restaurar una 18

aristocracia entre evanescente y desempoderada pero sobre todo por la reducción de la participación popular en la representación. Pero también podía dar alas a otros discursos emergentes, abonando el repunte de toda una cultura política, nostálgica primero pero cada vez más radical y prospectiva, que tenía en la unicameralidad una de sus señas de identidad. El ideario democrático encontraría ahí en los años siguientes una vena de inspiración elemental. Igualmente, el lenguaje de la constitución mixta y el marco de imaginación política que se desplegaba en su estela afectarían profundamente al discurso anti-liberal de corte más conservador. En la década de 1840, por ejemplo, el teólogo y apologeta Balmes admitía que, si las formas políticas eran entendidas como “instrumento”, las que “más consideración y arraigo” habían ido adquiriendo eran “las que llaman de gobierno mixto”, que podía calificarse de “templado, constitucional, representativo o como se quiera”, al punto que “llevará mala recomendación en muchas partes” cualquier “principio al cual se le presuponga enemigo natural de las formas representativas” (Balmes, 1846: 156). Más para evitar elegirlo como forma de gobierno compatible con su catolicismo fundamentalista, presentaba el gobierno mixto como una “tendencia” — evitando de paso posicionarse “sobre esta o aquella forma de gobierno”—, lo cual no dejaba de ser una manera de reconocer la centralidad del gobierno mixto en la cultura liberal y a la vez de mantener el pulso metafísico con el liberalismo, contraponiendo la forma al contenido o sustancia y los medios a los fines. Lo interesante de estos procesos es que eran de ida y vuelta, de manera que los usos terminaron también impactando sobre la configuración semántica del vocabulario de la constitución mixta. El caso seguramente más notable en las primeras dos décadas de parlamentarismo liberal en España fue la reorganización del campo entero de la democracia. Desde el siglo XVIII y durante el primer tercio del siglo XIX el rechazo a la democracia como forma pura, junto con la mezcla de desprecio y temor a las manifestaciones de poder popular, habían traído consigo una singular identificación de la democracia con la demagogia, de manera que las opciones de contra-conceptos habían pasado para ambas a quedar fuera del vocabulario del gobierno mixto, en el universo de la anarquía y el puro desorden (Sánchez León, 2009). Conforme el ideario demócrata y las posturas de corte republicano comenzaron a desplegarse por la esfera pública liberal, los líderes acusados de demagogos fueron progresivamente logrando imponer la distinción entre la defensa legítima de las aspiraciones a un gobierno popular pleno y las manifestaciones de manipulación del poder popular para fines espurios. 19

Este proceso de recuperación de las fronteras entre democracia y demagogia podía tener lugar en parte porque los primeros demócratas, surgidos como una facción dentro del partido progresista, admitían sin ambages el gobierno representativo como fórmula constitucional, dentro de la cual se trataba de buscar el mejor acomodo a la dimensión de la democracia o el sustrato de la participación popular. De hecho seguramente la mejor manera de entender por qué los primeros así llamados “demócratas” del espectro político español no situaron el sufragio universal en el centro de su agenda política es acudiendo a las fuentes de inspiración del gobierno mixto. En efecto, cuando el orden isabelino entró en una profunda crisis en 1854 —jalonada de levantamientos urbanos de fuerte impronta ciudadana— republicanos y sobre todo demócratas presentaron un programa que iba en la línea de fortalecer el poder popular como baluarte de la integridad constitucional frente a las derivas hacia la tiranía y la corrupción, de ahí que se centrase en la restauración del jurado popular y la milicia nacional, y todo lo más en aumentar la base electoral a las clases medias (véase en Peyrou, 2008, 365). En esa agenda política el sufragio universal aparecía, pero no en lugar destacado, y concebido como una expresión de la salvaguarda de los derechos individuales en pie de igualdad, no como una premisa fundacional ni un principio fundamental. El contexto abierto en 1854 trajo no obstante otro tipo de secuelas mucho más marcadas para la dinámica del imaginario de la constitución mixta y su constelación de campos semánticos interrelacionados. Si hasta entonces habían tenido lugar procesos de clarificación de las fronteras entre conceptos y contra-conceptos —como es el caso de democracia y demagogia—, ahora lo que empezó a experimentarse fue la apropiación del contenido semántico de unos conceptos por otros. En el panfleto El pueblo y el trono, escrito aun en el calor del levantamiento popular, el demócrata Fernando Garrido presentaba a la monarquía como un factor de discordia y desunión, es decir, negando el atributo de unidad y coordinación que le venía dando por descontado. Ahora bien, lejos de repudiarla por principio, Garrido comenzaba asumiendo que “[t]odas las instituciones tienen su razón de ser”, de manera que también las monarquías fueron “en su origen un elemento de progreso” pues “sacaron a la sociedad de en medio de la horrible anarquía”. Su función histórica —asegurar la civilización por vía de la unidad— había quedado no obstante sobrepasada con el avance de la libertad, de manera que en el presente era ya posible lograr sin el concurso del elemento monárquico la “fusión de todos los pueblos y todas las razas en una gran familia”, 20

aspiración que el autor identificaba con “el dogma de la democracia” (Garrido, 1854: 10, 11 y 12 respectivamente)9. La unidad dejaba de ser atributo exclusivo de la monarquía. El enfoque de Garrido estaba con todo plenamente conformado por el esquema de la constitución mixta: reivindicaba la República precisamente por su capacidad de adecuar dicho esquema a la historia, pues era la resistencia frente al avance del espíritu de los tiempos lo que convertía a la monarquía en un “obstáculo para el progreso”. De la República democrática federal que Garrido ambicionaba en cambio podía esperarse una mayor y más auténtica unidad —por ser además resultado de un proceso de deliberación racional— de las fuerzas del progreso y de la nación entera. En este punto, los atributos que la tradición venía asignando al principio monárquico se trasponían completamente: “La monarquía y la soberanía nacional se rechazan como la fuerza y el derecho, como la violencia y la razón” (Garrido, 1854: 9)10. Discursos como este abrían un espacio más firme de convergencia entre republicanos y demócratas, así como un encuentro entre estos y las resilientes sensibilidades doceañistas. El escollo para integrar grupos como los progresistas seguía siendo no obstante el estatus que dentro del repertorio del gobierno mixto seguía correspondiendo a la aristocracia. Pues incluso para los más acérrimos críticos con el Senados electivo, se mantenía la herencia que entendía que era una necesaria “una reunión de las principales existencias sociales como puestas por la suerte a la cabeza de la democracia” (La revista española, 8-03-1836). El concepto mismo de aristocracia estaba en realidad evolucionando y llenándose de nuevas connotaciones a través de su empleo convencional en las disputas entre corrientes y posturas ideológicas enmarcadas por el referente de la constitcuón mixta. En la tradición, aristocracia no era un concepto tanto sociológico cuanto moral, y aunque Montesquieu insertó en su recuperación de la constitución mixta una cierta aproximación sociológica, cuando lo hizo lo que no podía decirse que existiera nada parecido a una disciplina de lo social distinguible y autónoma. A la altura de mediados del siglo XIX en cambio el concepto de sociedad, entendido además como un ente holístico por encima de la suma de todas las individualidades, había hecho aparición y su estudio incluso gozaba del estatus de una disciplina de aspiración científica (Cabrera, 9

Dicha fusión constituía el “dogma de la democracia moderna”. Nótese que no la contraposición de la monarquía no es con la democracia sino aún con la soberanía nacional. 10

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2006). Si bien en España el avance de la sociología adoptaba un perfil peculiar y su estatus como disciplina académica, el pensamiento acerca de la sociedad se dejaba notar en el tratamiento del concepto de aristocracia. Así, el primer catecismo de los demócratas españoles, publicado desde Bayona en 1850 por Victoriano Ametller, se mantenía en línea con la tradición al distinguir entre monarquía “democrática” y “aristocrática”, definiendo la segunda como aquella en que “dividido el pueblo en nobles y plebeyos, la primera nobleza es la única que puede aspirar al gobierno” (Ametller, 1850: 17). Esta identificación entre nobleza y aristocracia remitía al universo del privilegio, y por tanto a una categoría jurídica, y no sociológica, en materia de desigualdad. Más inserta aún en la tradición del gobierno mixto era la definición que Ametller hacía del Senado como “institución de la aristocracia”, que el autor no tenía reparo en reconocer habilitada en muchas monarquías constitucionales. En suma, el principio aristocrático tenía su cabida en el gobierno representativo, aunque también señalaba que “[e]sta Cámara no existe en muchos gobiernos constitucionales”. Tampoco puede decirse que Ametller se saliera del marco relacional del gobierno mixto al subrayar que la aristocracia era “contraria al orden democrático” porque “en ella hay un principio de desigualdad, y no se halla constituido por la voluntad del pueblo” (1850: 7). En cambio, su definición de aristocracia incluía ya una dimensión sociológica al plantear que se trataba de “una parte, la más pequeña, del pueblo” que “gozando de títulos y privilegios emplea una influencia dominante en los asuntos públicos”. Más que el hecho de incluir a la aristocracia en el pueblo, la componente sociológica de esta definición hay que buscarla en la predefinición que a su vez se hacía del atributo jurídico con el predominio en los asuntos públicos. Ametller aclaraba el asunto más al desarrollar los efectos de esa “influencia dominante”, pues merced al ejercicio de ella la aristocracia “priva a los demás hasta de sus derechos, resultando de esto el monopolio del gobierno y de los empleados en favor de unos pocos”. El cuadro que dibujaba no era ya el de la aristocracia de la tradición que legítimamente poseía la preeminencia en el gobierno, sino un poder social minoritario y exclusivo que impedía el buen funcionamiento de las instituciones y el ejercicio de las libertades: es decir, el de una clase social dominante, concepto en proceso de acuñación en torno de los avatares de la instauración del liberalismo y que en buena medida se efectuaría por medio de la redefinición del concepto heredado de aristocracia (Sánchez León, 2017). La definición de Ametller, híbrida entre lo jurídico y lo social, sirve así de índice de ese cambio

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semántico, pero también de factor de ese cambio que, más que meramente semántico afecta al campo de significado entero de aristocracia. Sin duda estos cambios se operaban a partir del empleo con tintes críticos del concepto en polémicas políticas, en las que demócratas y republicanos iban acumulando razones para desterrar a la aristocracia del imaginario político. De todas obras y piezas de oratoria en las que el republicanismo desnaturalizó la aristocracia, la más completa y sistemática, además de moldeada desde la filosofía política, es La fórmula del progreso de Emilio Castelar. Publicada en 1858, en ella arrancaba con argumentos semejantes a los de Garrido para la monarquía: “La aristocracia ha tenido su tiempo, como todas las instituciones humanas” pero, a su parecer, incluso la inveterada aristocracia inglesa en la actualidad “se desploma”. Para el caso español, Castelar resumía asimismo toda una línea de reflexión histórica al sentenciar que “la ley de nuestra historia es el abatimiento de nuestra aristocracia” (Castelar, 1858: 23 y 22). Hasta aquí el enfoque era conocido. La novedad de su discurso es que a esta retroproyección histórica añadía ahora una fundamentación más teórica11. La síntesis entre ambas perspectivas se destilaba en su concepción del progreso como agregación de la historia y la razón: lo que lograba por medio de ella era, más que levantar nueva acta de defunción de la aristocracia española, denunciar el carácter excluyente con que esta seguía reclamando su superioridad moral. Pues en última instancia “[t]odo lo que la aristocracia representa es susceptible de democratizarse”, sobre todo cuando la aristocracia “ya no se sostiene por la tierra y la sangre sino por el mérito y la ciencia”. Como puede apreciarse, el eje de toda su argumentación era la transferencia de los valores y principios propios de la aristocracia hacia el pueblo, un pueblo cuyo “espíritu” en España —y Castelar citaba aquí a un autor tan contrario a sus ideas como Donoso Cortés— era la democracia. En consecuencia, el error de partida de todos los doctrinarios había estado en el intento de restaurar la aristocracia, algo que de por sí iba contra la marcha del progreso; pero además, en la medida en que habían intentado conseguir esto por medio de diseños constitucionales —como el Senado hereditario, pero no solo—, lo que ese diseño había

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La aristocracia se asentaba sobre tres “errores”: el filosófico, pues “es imposible creer en la aristocracia sin admitir que la virtud, el genio y el talento son hereditarios”, lo cual es “opuesto a la libertad humana y la justicia divina”; el económico, pues “es imposible admitir las aristocracias sin admitir las vinculaciones” y estas son imposibles sin “falsear la propiedad”; y el error “social”, pues es imposible admitir la aristocracia “sin admitir el privilegio dentro de la familia”. Estos rasgos eran peculiares a su vez en España, “siempre que en nuestra historia se abate la aristocracia, se exalta la justicia”.

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terminado haciendo nacer era una oligarquía cerrada e impopular 12. El efecto perverso de todo este empeño había sido, en fin, la desmoralización de la vida pública en su conjunto, de ahí que rescatar la virtud —y adecuar la constitución mixta a la idiosincrasia tanto de los españoles como de los tiempos— pasase por habilitar el sufragio universal. Fue con argumentos como estos, desarrollados desde dentro y no desde fuera del marco conceptual de la constitución mixta, como se hizo posible llevar a la monarquía isabelina a su crisis final en 1868 en nombre de la democracia. Todavía en 1869 se entendía que el conocimiento de esas formas llamadas simples era indispensable “para averiguar cómo es posible hacer una combinación apta para regir la sociedad, de manera que ella pueda realizar su aspiración a la mayor suma de felicidad” (González, 1868: 20). Dicha combinación no era sino el gobierno mixto: “la unión de todas las intelijencias [sic], voluntades y fuerzas individuales empleadas de consuno en proporcionarse el bienestar común” frente a las fórmulas constitucionales del período anterior, que eran ahora vistas como “una masa cuyas partes tendían siempre a desagregarse” o una unión que quitaba “a cada una la virtud que por sí tuviese para cooperar a aquel resultado”. En cambio, el gobierno puro “puede decirse que nunca ha existido; porque en los países donde ha existido la forma democrática, el pueblo entero no se ha ocupado de todos los actos del gobierno”. Incluso si la república, en fin, llegó como un veto contra “un gobierno que no fuera republicano puro, republicano antiguo” lo hizo precisamente con el argumento de que “la historia de nuestro país, sobre todo después de la Revolución de setiembre, demuestra que los Gobiernos mixtos son una calamidad” (La Iberia, 9-03-1873). El ensayo de democracia republicana se haría pues desde una recuperación del valor de las formas puras de gobierno. Mas al no resultar una solución duradera, la reacción reinstauraría en su centralidad el imaginario mixto: apenas dos años después, el discurso hegemónico presentaba la “monarquía democrática” encarnada en la República como “un sueño de enfermo o una invención de mecánica política” hasta que “el sentido común” la había terminado relegando “a algún gabinete anatómico para conservarla en un frasco de alcohol entre los abortos de toda naturaleza que la ciencia estudia en su calidad de fenómenos raros e inútiles”. Por contra, el “gobierno mixto, mezcla de 12

Le servía para denunciar una cámara alta que funcionaba como una “red” con la que los gabinetes moderados habían atrapado y bloqueado las iniciativas legislativas de sus oponentes progresistas, nutriéndola con los más ricos del país asumiendo que serían moderados y en suma como un mecanismo de cierre oligárquico en toda regla y exclusivo de los moderados.

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autoridad y de libertad, que es lo que hoy llamamos monarquía constitucional o representativa”, que había sido ya la preferida por “las grandes inteligencias de Grecia y Roma”, triunfaba también en las modernas entre “los estadistas no dominados por la pasión, ni dañados por la imaginación, ni desengáñanos por falsos ensayos” (La época, 22-10-1875). En los años de fin de siglo, aunque el sistema canovista pudiera exhibir músculo como gobierno mixto, seguía con todo reclamando excavar en sus arcanos, y ello fomentaba nuevas lecturas y perspectivas. Así, Gumersindo de Azcárate, en una recensión de la obra de Edawrd Somerset Monarchy and Democracy, publicada en inglés en 1880 se centraba en el gobierno mixto, que definía como “un sistema de equilibrios y de limitaciones recíprocas entre las distintas fuerzas sociales, sometidas todas al imperio de la ley” (Azcárate, 1883: 121). En la práctica, sin embargo, el concepto aparecía ahora ya con latiguillos como “mixto y de equilibrio” o “mixto y de la balanza de poderes” (199). Nótese además por el título que la conjugación se reducía ya a dos elementos. Ahora bien, con ella se seguía pudiendo fundir el ayer, hoy y mañana del gobierno, la constitución y la soberanía, es decir, narración, análisis y prognosis. En este caso, la referencia al marco conceptual se ponía al servicio de una reflexión sobre la corrupción, que Azcárate asumía que “va inseparablemente unida a nuestro sistema de gobierno mixto” (202). También el espíritu de las reformas de la Restauración, de las más moderadas a las más radicales, estaría por tanto animado por este legado de imaginación constitucional.

III Algo semejante puede predicarse respecto de América. Ya desde los tiempos de la independencia había el ideal de la constitución mixta sobrevolado el horizonte de las expectativas y las propuestas constitucionales. En un mensaje en 1819, Simón Bolívar defendía abiertamente el modelo inglés para la futura Colombia sin que el carácter monárquico de esta cegase su reivindicación de que “[l]a existencia de un rey en aquel gobierno mixto no debilita los principios republicanos que lo animan”, sintetizados en la división de poderes, la libertad de conciencia y la de imprenta, “todo lo más sublime y grandioso de que trata la ciencia política” y que hace que el pueblo que el pueblo que los disfruta “no tiene que envidiar la suerte de ninguna república” (cit. par Lastarria, 1853: 306). Pero no se trataba de calcar instituciones sino, como bien subrayaba 25

Bolívar, de “adaptar el espíritu” de la constitución inglesa “a las propias circunstancias”. En esta cuestión o dimensión entre fantasmal y metafísica, tan convencionalmente admitida como huidiza, las distintas repúblicas independientes surgidas de la emancipación del imperio hispánico se debatirían en las décadas siguientes. Pues aquí parecían darse algunos de los rasgos de la metrópoli, junto con otros propios de lo americano compartidos con Estados Unidos del norte, más también otros caracteres profundamente vernáculos que reclamaban atención. Al final de ese mismo ciclo, Lastarria haría con todo un balance demoledor de la contraproducente contribución de la constitución mixta como ideal para hacer la combinación artística de los tres elementos, con el fin de tener el gobierno mixto, que era el bello ideal de Aristóteles, y que la antigüedad miraba como una utopía, se han inventado aristocracias artificiales donde no existían, o se han creado senados que de alguna manera representen una aristocracia; se han improvisado dinastías donde habían desaparecido las antiguas, o se han constituido dictaduras presidenciales para tener el elemento monárquico; y a fin de hacer maniobrar el elemento democrático, que en todas partes existía, porque es natural, se ha puesto un exquisito cuidado en limitar todos los derechos individuales y sociales, a fin de que el pueblo no estorbe el juego de los otros dos elementos (Lastarria, 1874: 229) Con todo, lo realmente interesante es que Lastarria, tras identificar el origen del problema generado por seguir esta “falsa doctrina” en “la autoridad de Montesquieu y de su escuela”, aseguraba que el gobierno mixto, que era el fundamento tanto de las monarquías constitucionales europeas cuanto de los “diversos gobiernos (…) que con la denominación de repúblicas se han establecido en la América española”, habían con el tiempo deparado el espectáculo de que no haya “uno solo, entre todos ellos, que haya podido como un organismo estable y congruente con la organización de la sociedad civil y su desarrollo natural” (230). Y achacaba en concreto el problema a que esas teorías “ilusorias”, “subjetivas y antojadizas” tomadas “como guía” para la organización de las repúblicas independientes en la práctica “torturaban el elemento democrático contraponiéndole el privilegio de una dinastía o de una dictadura monárquica, sea vitalicia o temporal, y el de una aristocracia u oligarquía artificial”. También en América pues se terminaba señalando “las dudas y desconsuelos, los odios y rencores” que “han engendrado estos ensayos anárquicos de gobiernos mixtos” y que “se han traducido en utopías extravagantes y en sistemas ilusorios de política, que han producido el caos en la ciencia y en las prácticas del nuevo régimen gubernativo 26

más científica y menos vulgar”. Mas esto no era sino una manera de reconocer el profundo arraigo del marco mismo con el que se habían propuesto todas las alternativas, incluidas las que el reivindicaban la extensión al máximo de ese “elemento democrático”, el cual aparecía tanto como la base de un sistema autónomo y autoreferencial como parte de un sistema más amplio de pesos y contrapesos, pero no de poderes del Estado sino de poderes soberanos.

IV Gobierno o constitución mixta fue un concepto de relevancia en el período de grandes transformaciones en las estructuras semánticas, que relacionamos con la modernidad, en el terreno de la política y la sociedad. Sin embargo, quedarse en esa perspectiva es no ya limitado sino tal vez además auto-limitador e incluso errado. Desde el planteamiento de Reinhard Koselleck, gobierno mixto no termina por aparecer como un concepto moderno, pues no satisface plenamente los cuatro requisitos o procesos que deben experimentar estos: democratización, ideologización, temporalización y politización (Koselleck, 1992b). Aquí he tratado de mostrar que cumple sobradamente con el primero de ellos, democratización. Sin embargo, espero también haber dejado claro que los usos de constitución mixta muy rápidamente vinieron a ocluir los procesos de ideologización y politización fundamentales para garantizar la disputabilidad constitutiva de todo concepto. En efecto, constitución mixta dejó pronto de ser un concepto sometido a polémica. Ahora bien, esto no debe verse simplemente como un déficit en su proceso de conceptualización sino más bien como el efecto de otro proceso, consistente en la elevación de gobierno o constitución mixta a una categoría superior por encima de otros conceptos, que fueron los que experimentaron los procesos de ideologización y politización, especialmente, como hemos visto, monarquía y aristocracia en el caso de España. Constitución mixta, además de un concepto, fue algo más. Aquí he tratado de atisbar el contorno y la naturaleza de esa dimensión supra o meta-conceptual. He planteado que estamos ante un marco relacional que vincula tres conceptos fundamentales —monarquía, aristocracia y democracia— y sus contra-conceptos; queda sin duda por aislar, desarrollar y problematizar la especificidad de esas relaciones entre conceptos, y sus distintas combinaciones y variaciones en contextos cambiantes en el 27

período que se estudia, de lo cual aquí apenas se ha efectuado un esbozo. También he planteado que se trata de una estructura meta-conceptual que da sentido y ordena una parte importante de la imaginación política en el período de las revoluciones que acaban con el Antiguo régimen e imponen la modernidad. En ese sentido, una hipótesis a desarrollar y comprobar es que el imaginario de la constitución mixta vino desde la Ilustración —es decir, ante el surgimiento de la ideología como dimensión autónoma— el lugar que el imaginario del Cuerpo político había tenido hasta el Sattelzeit. La crisis de este imaginario tradicional como espacio de experiencia incapaz de acoger los cambios en la temporalización desatada en los conceptos fundamentales —básicamente la compresión del tiempo y su orientación hacia el futuro como horizontes de expectativa— puede estar detrás del éxito de la constitución mixta durante el período de transformaciones sociales, políticas y culturales entre mediados del siglo XVIII y finales del siglo XIX. Ahora bien, esa mejor adecuación a las exigencias de temporalización de la modernidad también parece haber alcanzado un límite, pues la constitución mixta tampoco parece haber satisfecho el estándar que exige el planteamiento de Koselleck, lo cual se manifiesta en su declive como concepto en el siglo XX, especialmente su incapacidad de figurar como categoría de las ciencias sociales. Esto fue así en gran medida debido a que fue finalmente uno de sus elementos integrantes —democracia— el que acumuló la dimensión de horizonte de expectativa de todo el marco relacional de la constitución mixta. Sea como fuere, en la medida en que democracia —o aristocracia, o monarquía— figuraban en ese marco conceptual como elementos —o ingredientes o dimensiones—, en suma partes dentro de un todo más amplio que las abarcaba y prestablecía los límites de su campo de significado, y con él su estatus y sus relaciones —biyectivas con otros conceptos o con sus respectivos contra-conceptos o bien trianguladas y más complejas—, el dispositivo epistemológico que denominamos diccionario no puede hacerse cargo bien de la compleja realidad conceptual que encierra la constitución o gobierno mixto. Este ha sido definido en estas páginas como un potente imaginario social y constitucional —sin que las fronteras entre una y otra componente resulten claras— pero desde una perspectiva más estricta y rigurosamente lingüística habría más bien que hablar de una gramática, es decir, un conjunto de reglas y normas de relación entre elementos, cuya combinación permitía la producción de una parte fundamental del discurso político entre el Antiguo régimen y el liberalismo. Y 28

más allá, pues no parece que, pese a las apariencias, la dimensión meta-conceptual a que refiere la tríada monarquía, aristocracia y democracia —unidad, calidad y cantidad— haya desaparecido de la reflexión político-constitucional (Hansen, 2010). En ese sentido, la constitución mixta tiene aún la posibilidad de reaparecer en el lenguaje actual como categoría analítica. Tendría así la virtud de no estar contaminada por un uso conceptual prolongado durante toda la modernidad, al haber decaído su empleo durante el siglo XX, y ello favorecería un abordaje de su semántica histórica con menos riesgo de confusión entre niveles epistemológicos. Mas si hablamos de gramática conceptual, entonces el enfoque metodológico que conviene es el de las relaciones entre conceptos como tales y más el de las relaciones entre conceptos y posibilidades de discurso. Para dar cuenta de esto necesitamos un complemento de la historia conceptual, en forma de una pragmática que nos vuelva sensibles a cómo el uso de los conceptos interrelacionados establece los límites del discurso, pero también las posibilidades del cambio semántico. Reunir en un único marco la constitución mixta como gramática, semántica y pragmática es el proyecto que con este texto se inaugura.

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