La constitución de subjetividades emancipadas y saberes críticos en la educación profesional

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Descripción

La constitución de subjetividades emancipadas y saberes críticos en la educación profesional

Carlos Rivera Lugo

Cualquier análisis de la educación profesional tiene que partir necesariamente de una consideración previa acerca de los dos grandes paradigmas que se debaten hoy en su seno. Estos, a su vez, representan dos visiones alternativas que buscan dar respuesta a las preguntas: ¿para qué educamos? ¿Qué tipo de subjetividad estamos construyendo? Esto de la subjetividad que se forma es un problema real de la educación de la que generalmente no estamos conscientes. Éste a su vez está íntimamente relacionado al problema de la libertad, de la democracia, de la reconstrucción racional y sensible del mundo. Ello nos remite, pues, inevitablemente a la posibilidad misma de nuestra participación consciente y responsable en la transformación continua de nuestras circunstancias. Ya lo decía Ortega: yo soy yo y mis circunstancias y si no cambio éstas no cambiaré yo. Se trata de la posibilidad misma de nuestra existencia humana como proyecto en permanente devenir.

El mundo, sin embargo, tiende a ocultarnos en

primera instancia esta realidad de naturaleza estratégica, como si nuestra existencia estuviese ceñida estrictamente a nuestro quehacer cotidiana e inmediato y no

tuviésemos inherencia alguna sobre el contexto sistémico de nuestro modo de vida, como si éste nos fuese irremediablemente dado. Uno de los grandes mitos de la educación contemporánea es aquel de que se educa en función de capacitar al educando para ocupar su justo lugar en el mundo del trabajo. Lejos ha quedado aquella misión originaria de la educación universitaria como constructora de subjetividades reflexivas armadas de saberes críticos, para las cuales su saber constituye una potenciación de su voluntad para darse su propio destino. Bajo el primero se es educado bajo el signo de la necesidad para someterse fatalmente al hecho social, mientras que, para el segundo, se educa bajo el signo de la libertad para mandar sobre el hecho social y reinventarlo continuamente. Bajo el primero, que responde a lo que podría considerarse una especie de paradigma de la necesidad, la educación se concibe como constructora de sujetos disciplinados y plegados al orden existente, sobre todo como sujetos reducidos a su quehacer económico en función de los valores y las preferencias del mercado capitalista.

Se

privilegia el valor económico y utilitario de la educación en función de la subsistencia material de cada uno. De ahí que, bajo dicho paradigma, la función educativa se reduce a impartir información al estudiante, la cual es producida por otro en función de la reproducción ampliada del sistema económico prevaleciente.

El saber

autogestionado en las instancias individuales y locales es marginado, deslegitimado, obligado a habitar en los márgenes de la vida social y política. La educación se entiende así como dominación y el sujeto educando es visto como mero receptáculo

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vacío para llenar, según advierte Paulo Freire. Se crean así conciencias mistificadas, anestesiadas, es decir, alienadas de la realidad. Bajo este paradigma de la necesidad, la ética prevaleciente es utilitaria y materialista. Predica una moral del tener. La persona tiene acceso a bienes y servicios, subsiste económicamente, luego es. Más que ciudadano de derechos y deberes, es consumidor y en hacerle consumidor es la finalidad del sistema educativo. Afín a la filosofía liberal o neoliberal, da igual, tan en boga en estos tiempos (aunque crecientemente retada), el paradigma de la necesidad busca reducir la libertad ciudadana a la autonomía limitada del consumidor.

De esta manera el mercado capitalista

reconstruye la subjetividad del ciudadano y redefine la naturaleza de la política, es decir, de los asuntos propios para su participación y decisión. La política queda así limitada a la participación en el mercado en calidad de consumidor. Por otro lado, está lo que se podría llamar el paradigma de la libertad, en el que la educación se reconoce abiertamente como dispositivo de poder que busca potenciar el desarrollo de saberes críticos y la construcción de sujetos apoderados y proactivos empeñados en forjar no sólo sus propias verdades sino que, sobre todo, sus propios destinos. Se dedica a destrabar las posibilidades del saber autogestionado, legitimarlo, sacarlo

de

los

márgenes,

hacerlo

corriente

vital

potenciador

de

nuestra

autodeterminación individual y colectiva. El paradigma de la libertad ve la educación como una construcción social a través del cual se expresan unas determinaciones políticas y económicas que, a su vez, reflejan

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las particulares relaciones de poder y forcejeos de valores, intereses y expectativas que caracterizan a una sociedad históricamente determinada y cambiante. Es un reflejo social directo de las relaciones de fuerza existentes, unas dominantes o hegemónicas y otras subalternas o subordinadas. Bajo el paradigma de la libertad, claro está, la educación se constituye en instrumento de apoderamiento y liberación del educando, reinventándose y transvalorando el poder, como señala Paulo Freire. Bajo el paradigma de la libertad, el valor central es esencialmente la práctica de la libertad. Se educa para la libertad, como muy bien sentenció el Maestro Hostos. Es la moral del auténtico existir y ser. Se construye un ciudadano plenamente consciente de sus derechos y deberes en una sociedad democrática y se le capacita para que pueda participar activamente en los procesos decisionales de esa sociedad de forma tal que la misma recoja sus determinaciones y expectativas acerca de los asuntos públicos. La educación se entiende así como emancipación. De ahí que es imperativo que reconsideremos abierta y honestamente el concepto parcial de la educación que ha prevalecido en nuestros programas de estudios profesionales y el perfil limitativo del sujeto que formamos bajo dicho concepto parcial. En la sociedad contemporánea la educación profesional gira mayormente en torno al paradigma de la necesidad. Esta comprensión estratégica de la educación no es algo de lo que comúnmente estamos conscientes pero por ello no es menos real la existencia de esta dimensión política de la misma.

La educación, en cuanto

ineludiblemente construye subjetividades, no es pues neutral. política.

Es inherentemente

Está siempre comprometida, consciente o inconscientemente, con la 4

producción y reproducción de nuestras circunstancias. La llamada neutralidad de la educación no es más que una máscara reificadora, es decir, encubridora de la verdadera naturaleza política de nuestra función como educadores.

Es una

falsificación de la realidad que nos domestica la voluntad, nos desarma la consciencia y nos aliena nuestra autonomía como sujetos, aprisionándonos en los márgenes de nuestro propio ser particular y social, con lo cual le deja el campo abierto a la determinación vertical y jerarquica de nuestro modo de vida. Dice Carlos Marx en su obra La Sagrada Familia: “La historia no hace nada, no posee grandes riquezas, no libera ni una sola clase de sus luchas; quien hace todo eso, posee y lucha es el hombre mismo; el hombre vivo, real. No es la historia la que utiliza al hombre como una herramienta para alcanzar una meta, como si la historia fuese un ser aparte, puesto que la historia no es sino la acción del hombre que persigue sus objetivos.” De ahí que la visión alternativa que propongo debe incluir necesariamente una consideración estratégica de la educación universitaria, particularmente la profesional, si no va a pecar de una consciencia en extremo ingénua acerca de las condiciones sociales reales en la que se desenvuelve hoy cualquier acción social comunicativa como lo es la educación. Debemos forjar una nueva educación profesional que esté libre de toda relación de sometimiento a saberes dominantes e impuestos, vaciados de todo contenido valorativo y reducidos a técnica. El ser humano debe apropiarse de los

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juegos de la verdad, poner a circular sus propias verdades silvestres, demasiado de veces sometidas o marginadas, y liberarse de la discursividad imperante mediante un proceso educativo democráticamente autogestionado. De ahí lo imperativo de iniciar nuestra consideración de la educación profesional, a partir de una consideración del contexto histórico-social en que hoy se desarrolla. Estoy firmemente convencido de que el mundo atraviesa en la actualidad el umbral de una nueva era, una coyuntura pivotal o eje de la historia humana, en fin, una era de ruptura paradigmática en todos los órdenes. Estamos posiblemente en los albores de una nueva era y un nuevo modo de producción y de relaciones sociales que, no importa nuestro desconocimiento o inconsciencia acerca de los contornos precisos de su existencia, está efectivamente revolucionando el modo en que hasta ahora hemos visto el mundo y las formas en que nos organizamos para su transformación. Las profundas transformaciones tecnológicas, económicas, sociales, políticas y culturales que hemos estado experimentando durante por lo menos las últimas cuatro décadas constituyen manifestaciones de ese proceso revolucionario real, la naturaleza, dirección y resultado del cual están aún muy azarosas e inciertas. Ahora bien: ¿cuál puede ser en este contexto la misión de la educación profesional? ¿Es acaso el futuro de ésta la de ser un mero mecanismo reproductor de las ideas y prácticas del pasado? ¿Hemos de reducir la educación profesional a un mero entrenamiento técnico en función de las necesidades del mercado laboral? O, en la alternativa, ¿existe hoy un lugar, para la innovación radical y la teoría crítica en función de otros valores y prácticas, más humanamente emancipadoras, a partir de una lectura alternativa y 6

edificante y no inmovilizante o castrante de los tiempos?

Aquellos de nosotros que preferimos hacer una apuesta intelectual y práctica a favor de una lectura alternativa del presente, tenemos ante nosotros el reto de desarrollar y promover una nueva agenda educativa para nuestras instituciones. Es imperativo que nuestras instituciones sean comunidades académicas abiertas y pluralistas a partir de las cuales se provea el espacio para el trabajo científico de deconstrucción del presente y la reconstrucción del presente hacia el futuro. Nuestras comunidades académicas tienen que estar más éticamente orientadas en sus quehaceres y conscientes de la función social que cumplimos los profesionales como organizadores de la nueva sociedad.

Debemos ser, además, más proactivos y menos reactivos en nuestras

propuestas y contenidos, así como más holísticos y críticos en nuestras teorías y métodos. Si hay algo que a mi me seduce de los tiempos actuales es precisamente que se nos presentan no como algo definitivo, sino como antesala de algo por venir, una descolonización total de nuestro modo de vida, un singular parto cuyo desenlace, en última instancia, depende de nosotros mismos.

Bien nos lo advertía Nietzsche que el

sentido de las cosas no es algo que se nos da o que haya que buscar, sino que fundamentalmente es algo que hay que introducírselo.

Fue el escritor argentino Julio Cortazar quien magistralmente sentenció en su célebre obra Rayuela:

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“Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días y las vidas, no lo encontraremos en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix…Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla, entendamos generarla.”

Como ya he advertido, los productores de saber, entre éstos destacadamente los profesionales, son hoy más que nunca organizadores de la sociedad.

De éstos

dependerán las interpretaciones o lecturas que prevalezcan de las transformaciones que vivimos en todos los aspectos de nuestras vidas. En fin, somos, al decir del filósofo francés Jean-François Lyotard, los decididores, aquellos que nos movemos en el ampliado y potenciado campo de los saberes, desde los hegemónicos hasta los alternativos, los llamados a imprimirle sentido a la nueva sociedad que va pariendo los tiempos. De los profesionales que anidan en los sentidos y prácticas del pasado, sólo podemos esperar lecturas obsoletas y voluntades estreñidas en relación a las posibilidades del presente y del futuro.

Existe la necesidad de repensar y replantear las bases justificativas de nuestras profesiones, así como del conocimiento que le es propio. De ahí el imperativo de que nos embarquemos asimismo en una recategorización del marco conceptual y discurso que ha caracterizado la educación profesional y como se ha impartido hasta ahora. Tenemos que reconsiderar abierta y honestamente el concepto parcial del saber que ha prevalecido en nuestros programas de estudios y el perfil limitativo del sujeto

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profesional que formamos pues, insisto, como educadores no sólo cultivamos la enseñanza de un campo de saber sino que, además, construimos subjetividades. Y me reitero en que tenemos que superar la tendencia prevaleciente a construir subjetividades disciplinadas y sometidas a la necesidad en vez de subjetividades emancipadas dedicadas al cultivo activo de la libertad. Nuestros programas de estudios tienen que constituir una experiencia educativa en la cual el estudiante aprenda pensando y haciendo, continuamente confrontando teoría y práctica, lo ideal con la realidad, en un diálogo permanente con el profesor o la profesora como instrumento facilitador de un proceso apoderador de enseñanzaaprendizaje.

El conocimiento verdadero generalmente no se transmite sino que

mayormente es construido a partir de este proceso dialógico de enseñanza-aprendizaje. En ese sentido, la educación profesional tiene que ser dialógica además de estratégica. Por tal motivo, debe estar centrada en el desarrollo de las competencias humanoprofesionales (valores, conceptos, destrezas, habilidades y actitudes) necesarias para una práctica profesional efectiva y sensible. La sociedad actual necesita de la formación de un profesional total, dedicado a un cultivo mucho más integral, estratégico y dialógico de los saberes y prácticas propias de su quehacer. Decía Hostos que cada sociedad política tiene a aquellos ciudadanos que ha educado. Si lo que necesitamos son ciudadanos y profesionales libres, creativos y éticamente sensibles, entonces nuestros procesos de enseñanza-aprendizaje y programas de estudios deben reflejar cabalmente esta meta.

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Ahora bien, ¿cuán posible es hoy el desarrollo de iniciativas educativas alternativas como la aquí propuesta? A partir de la experiencia de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos debo señalar que para ello es imprescindible una comprensión estratégica realista de la función social y política de la educación.

No podemos

olvidarnos de que la educación profesional da acceso al poder y que el saber profesional constituye una tecnología de poder. Por ejemplo, bajo el modelo de formación humano-profesional implantado en nuestra institución, se aspira al desarrollo de un proceso dinámico y democrático de enseñanza-aprendizaje mediante el cual el sujeto educando aprende a moldear su propio pensamiento a partir de una variedad de escenarios que van desde el salón de clase potenciado con métodos activos de enseñanza-aprendizaje hasta el gobierno institucional participativo, desde los talleres co-curriculares de ayuda al aprendizaje hasta los talleres prácticos en escenarios comunitarios o en los tribunales. De esta forma, la comunidad académica se transforma toda en un imaginativo y dialógico laboratorio social en el cual se va experimentando con las nuevas formas de relaciones sociales a las que se aspiran más allá de las paredes de la institución. Todo acto educativo constituye, en fin, una combinación de saber y poder. La función de la educación es potenciarlos para el mayor bien colectivo e individual.

El poder es el nombre que le damos hoy a una situación estratégica compleja y difusa en una coyuntura históricamente determinada y cambiante.

Es, sobre todo, una

potenciación de la voluntad y del deseo.

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Si hay algo que caracteriza los tiempos es precisamente la progresiva socialización y democratización de la política. Producto de ello, es cada vez más evidente que la sociedad está constituida por una red o constelación difusa de poderes, lo que quiere decir que el poder no está focalizado en algún sitio en particular. Está en todos sitios a la vez. Nos dice al respecto el sociólogo y antropólogo francés Georges Balandier: “El espacio político ya no constituye un escenario reconocible con facilidad; es fluctuante, puesto que se halla casi en todas partes; está abierto a un gran número de actores, distintos en función de cuál sea la fuente de su poder.”1 El poder se ejerce así a través de toda la sociedad, desde el Estado y sus instituciones, hasta los centros de trabajo, las comunidades, las escuelas y universidades, los sindicatos, las iglesias, los partidos, los periódicos y demás medios de comunicación y, por que no, hasta en las consciencias y las mentes de las personas. Sí, la mente se ha tornado hoy en fuente de poder. Ello encierra un reto: el de potenciar lo que Michel Foucault llama una insurgencia de saberes y la construcción de subjetividades parteras de una nueva sociedad.

Esta insurgencia debe potenciar la

comunicación social de saberes alternativos, desde los marginados hasta los silvestres o rebeldes, y su inserción dinámica en los procesos culturales. Esta es la apuesta filosófica que propongo por una nueva condición del saber y del poder, realmente emancipador y verdaderamente transformador de nuestras

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circunstancias.

Como nos enseña elocuentemente los acontecimientos del 11 de

septiembre del 2001 en Nueva York o los del 11 de marzo del 2004 en Madrid o, mejor aún, nuestra propia violencia y barbarie de cada día en Puerto Rico, no existe ya la posibilidad de la inocencia, la indiferencia o la imparcialidad frente a nuestras circunstancias. O nos insertamos responsablemente en las mismas para cambiarlas, desde una perspectiva ética emancipadora y humanizadora, o nos corremos el riesgo, el día menos pensado, de ser aplastadas por ellas. Decía Freire que como educadores y educandos no podemos mantenernos éticamente indiferentes ante el destino personal y colectivo, dejar su determinación última a los que hoy, desde sus posiciones de poder, toman decisiones que marcan irremediablemente las posibilidades mismas de la vida civilizada más allá de los recuerdos cotidianos de la barbarie que nos acecha de forma permamente. Hay que superar las ilusiones idealistas de que podemos seguir indiferentes ante las opresiones, desigualdades e injusticias que anidan en demasía entre la opulencia escandalosa de los menos, sin que la educación misma queda deslegitimada en una sociedad que clama a gritos por el fin de la sinrazón actual de nuestro modo de vida y orden civilizatorio, golpeados ambos de muerte. Materialicemos, pues, más allá de los escombros y las vidas cegadas, la esperanza, una pedagogía de la esperanza. Julio 2004

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Georges Balandier, El poder en escenas: De la representación del poder al poder de la representación, Paidós, Barcelona, 1994, pág. 177.

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