La configuración dialógica de la razón pública

September 8, 2017 | Autor: Fernando García-Cano | Categoría: Political Philosophy, Natural Law, Practical Reasoning
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Descripción

ÍNDICE Introducción…………………………………………………… 3 1. ¿Qué es la razón pública de las sociedades democráticas?.... 7 1. Necesidad de una nueva racionalidad compartida………. 8 2. Multiculturalismo y racionalidad………………………... 10 3. Razón pública y derecho………………………………… 15 2. ¿Cómo se configura dialógicamente la razón pública?.......... 17 1. Coincidencias en el procedimentalismo: Rawls y Rorty… 19 2. Superación dialógica del procedimentalismo……………. 30 a) Operatividad pública de las virtudes…………………….. 41 b) El debate social………………………………………….. 48 c) El bien común y el interés general………………………. 53 d) El ejercicio de la gobernanza……………………………. 59 3. El camino por recorrer…………………………………... 63 3. Retos para la ciudadanía del siglo XXI…………………….. 71 1. El transhumanismo………………………………………. 72 2. La ideología de género…………………………………... 74 3. El laicismo……………………………………………….. 76 4. Pluralismo cosmovisivo y crítica de las ideologías……… 79 Conclusión…………………………………………………….. 83 Bibliografía………………………………………………….... 97

1

2

INTRODUCCIÓN Hablar de público, en nuestros días, resulta normal en muchos ámbitos de la vida; por ejemplo, interesa el número de público que sigue una transmisión televisiva, o de qué calidad de público conforma el conjunto de los clientes de un determinado producto comercial, al igual que distinguimos entre unas cosas públicas y otras privadas, para referirnos a las que afectan al dominio público (determinados cargos, trabajos, funciones…) o a las que están más constreñidas a comunidades cálidas (el hogar, las asociaciones, los clubs…). Lo que no resulta tan frecuente es usar el adjetivo público para calificar a la razón utilizando la expresión razón pública, porque, auque se haya apellidado a la razón hasta la saciedad a lo largo de la historia, no ha sido sino desde hace un par de siglos que se vienen utilizando expresiones como uso público de la razón, frente a otros usos privados, prácticos o teóricos. Sin duda que la expresión razón pública debe su introducción en el lenguaje actual en buena medida a los filósofos políticos del último tercio del siglo XX, particularmente a Rawls, que han focalizado ampliamente sobre este tema sus explicaciones de lo que incluye un auténtico liberalismo político, al estilo de los que se dan en las democracias contemporáneas. Por eso conviene escuchar al propio Rawls cuando afirma que “es fundamental que la razón pública sea una idea política y pertenezca a la idea de lo político”, de manera que el contenido de esa razón pública venga dado por “la familia de concepciones políticas liberales de la justicia que satisfacen el criterio de reciprocidad. No quebranta las creencias y prohibiciones religiosas en la medida en que sean

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compatibles con las libertades constitucionales esenciales, incluidas las de conciencia y religión”.1 Ahora que se dispone de una información más minuciosa sobre los inicios de la trayectoria académica de Rawls y del influjo que algunos autores ejercieron sobre él,2 resulta más fácil comprender por qué los problemas morales de las sociedades contemporáneas están entrelazados con sus problemas sociales, políticos y religiosos, de manera que puede afirmarse que “en el último cuarto del siglo XX se ha hecho presente de una manera cada vez más emergente el concepto de razón pública, como uno de los puntos centrales del debate intelectual que está a la base de las confrontaciones políticas y sociales de cada día, hasta el punto de merecer una reflexión metodológica específica, sobre la que existe ya una abundante y dispar producción filosófica”.3 Este es justamente el intento de este ensayo: proponer una reflexión que contribuya a entender ese nudo gordiano de tantos problemas que nos rodean y que tienen su epicentro en el concepto de razón pública que lucha por abrirse el hueco que se merece en las democracias liberales del siglo XXI. A muchos ciudadanos les resultan cada vez más lejanas las disputas políticas y jurídicas que se traen entre manos sus gobernantes, sin ser muy conscientes de que son ellos, los ciudadanos, los primeros que contribuyen a elaborar dialógicamente la razón pública vigente en sus sociedades, de las que tantas veces están 1

RAWLS, J., El derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Barcelona, Paidós,

2001, p. 201. 2

3

Cf. RAWLS, J., Sobre el sentido del pecado, Paidós, Barcelona, 2010. GARCÍA-CANO, F., Razón pública y razón práctica. Una convergencia necesaria, Edicep,

Valencia, 2008.

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desencantados. El rearme de la sociedad civil será sólo posible a través de su participación activa es esa configuración de la razón pública, que obviamente reclama ciudadanias activas, no pasivas, combativas en el sentido más noble y liberal de la palabra.

5

6

Capítulo 1 ¿Qué es la razón pública de las sociedades democráticas? El ser humano vive en sociedad no sólo porque le apetezca, sino porque realmente lo necesita. Que en el siglo IV a. C. Aristóteles llamara al ser humano zoon politikón no extraña en absoluto,

porque

precisamente

indica

que

una

de

las

características esenciales de la naturaleza humana es su sociabilidad. Pero esa sociabilidad está coloreada de la racionalidad que le distingue del resto de los animales no racionales. Por ello unir racionalidad y convivencia social parece algo típicamente humano. Ahora bien, en todas las épocas históricas los seres humanos han convivido, mejor o peor, compartiendo unas pautas de comportamiento y rechazando, a la vez, determinadas conductas como dañinas o perjudiciales para la convivencia en sociedad. Se diría que las bases de la racionalidad compartida en la convivencia humana son de carácter eminentemente ético, por cuanto implican el aprecio y exigencia de unos valores compartidos, así como el no aprecio y consiguiente rechazo de una serie de antivalores. Bastaría asomarse a la historia de la ética para comprobar cómo han ido variando las propuestas de lo que ha de considerarse apreciable o rechazable para la vida en sociedad. El carácter homogéneo de las culturas en las que la convivencia humana se ha desarrollado durante siglos no planteaba mayores problemas que los que pudieran ocasionar las abiertas guerras o confrontaciones entre diferentes pueblos, naciones, tribus… Fuera de esos dramáticos sucesos, por desgracia tan frecuentes, se podía adivinar que en cada cultura la 7

racionalidad

compartida

en

la

vida

social

no

estaba

especialmente amenazada más que por los bárbaros de turno, o sea, los pertenecientes a otras culturas ajenas a la propia, que tal sería el significado amplio de la expresión mencionada. Pues bien, desde hace ya bastantes años los países occidentales viven tal grado de pluralismo cultural en su propio interior, que el riesgo de que la convivencia social pueda quebrarse es algo que tiene especialmente preocupados a los gobiernos de las diferentes naciones, así como a muchos intelectuales. Si dejamos de coincidir básicamente en nuestro aprecio por determinados valores, así como en nuestro rechazo por sus contrarios, la feria del relativismo empieza a estar servida, con lo que la convivencia en sociedad se hace cada vez más difícil y ello obliga a revisar las bases de la racionalidad que estamos dispuestos a compartir y a exigirnos mutuamente. 1. Necesidad de una nueva racionalidad compartida Tal es el punto en el que nos encontramos en la actualidad, si bien es verdad que esta situación, técnicamente denominada multiculturalismo o pluralismo cosmovisional, se ha ido gestando a lo largo de las últimas décadas, gracias a diversos factores que no conviene simplificar en exceso. Nadie negará que en nuestras sociedades contemporáneas vivimos los problemas que se derivan de esta nueva situación social, así como de este cambio de paradigma cultural y ético. Por tanto, preguntarse por la racionalidad compartida de la convivencia social equivale a detectar uno de los puntos neurálgicos del debate cultural y político en el que estamos metidos. Espero que la presentación del tema en estos términos haya conseguido que se pueda captar 8

la oportunidad del mismo, así como el interés que tiene resolverlo de la mejor manera. ¿Qué racionalidad estamos dispuestos a compartir en las sociedades democráticas liberales del siglo XXI? La pregunta contiene ya parte de la respuesta, porque plantearse esa cuestión en el seno de un sistema de organización social y político como el que constituyen las democracias liberales consolidadas de los países occidentales es haber admitido una serie de reglas de juego para la vida social. En concreto, la vida social de los países democráticos está montada sobre la base de un sistema político de representación parlamentaria, que ha de mantener una clara separación tanto del poder ejecutivo, como del legislativo y el judicial. De manera que la racionalidad compartida en la vida social de una democracia incluye el respeto a las reglas del juego democrático que la propia sociedad se autoimpone. De esta manera se puede llegar a sostener, con Rawls, que el conjunto de leyes que articulan el funcionamiento de un estado de derecho forman la razón pública que esa sociedad está obligada a respetar, a la vez que a configurar. Ahora bien, la configuración de esa racionalidad compartida exigible en la vida social no es sólo, ni fundamentalmente, responsabilidad del poder legislativo, ni del ejecutivo, ni del judicial, sino de toda la sociedad que, en última instancia, está formada por el conjunto de todos los ciudadanos que han de convivir democráticamente. El deber de civilidad, que consiste en el respeto a la razón pública vigente, difícilmente será practicado por el ciudadano 9

que no se reconozca representado en sus convicciones por esa racionalidad que se le obliga a respetar, cuando de hecho él no la comparte. De tal manera que es muy importante que la neutralidad ideológica del Estado no se quiebre por la imposición de obligaciones que excedan los límites de los mínimos éticos compartidos por todos, no tanto de iure, como de facto. Ahora bien, eso sería relativamente sencillo en sociedades homogéneas en las que de hecho existe un consenso fáctico sobre los valores básicos que todos asumen, pero ¿ocurre lo mismo en las sociedades pluralistas, no homogéneas y multiculturales? 2. Multiculturalismo y racionalidad Es evidente que en las modernas sociedades liberales el pluralismo cosmovisivo ha llevado a que algunos pensadores, como Richard Rorty, reivindiquen como ideal aquella sociedad en la que no existan valores ni criterios absolutos de ningún tipo. Pero apostando por esa irracionalidad de la vida social -por cuanto admitir algún tipo de racionalidad fuerte, no débil, sería impositivo y no respetaría la libertad individual-, se está sencillamente a las puertas del dominio de los más fuertes sobre los más débiles, sobre todo a las puertas de la indefensión de éstos frente a aquellos. Por eso mismo es importante percibir el fundamento moral de toda cultura, o sea, las bases prepolíticas sobre las que se asienta la democracia, que ella no puede darse a sí misma, porque son previas a toda institución y están ancladas en el substrato básico de humanidad que constituye el bien común, condición de todos los demás bienes de la vida en sociedad.

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Se llama relativismo epistemológico a “la postura de quienes niegan la existencia de una verdad que todos puedan conocer como tal verdad; de él suele seguirse el relativismo ético, es decir, la idea de que no hay normas morales capaces de obligar a todos sin excepción, sino tan sólo criterios de conducta válidos para determinadas culturas, épocas o individuos”.4 El pluralismo relativista, para el cual nadie está sujeto en su vida y su conducta más que a su propio modo de ver las cosas es realmente insostenible. No sólo porque es falso presuponer que todo es, en principio, igualmente válido y aceptable como humano y moral, sino sobre todo porque “quien defendiera esto habría de reconocer que no todo es igualmente aceptable: él mismo no podría aceptar como válida la opinión contraria. De hecho, no son infrecuentes los casos en los que, desde unas ciertas posturas del individualismo filosófico, se actúa y se argumenta con un talante nada liberal ni tolerante contra quienes piensan de otra manera. Pero, además, la falsa tolerancia implicada en la mencionada concepción relativista se encontrará enseguida ante la imposibilidad de distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. ¿En qué se diferenciaría lo uno de lo otro si, de verdad, todo fuera, en principio, igualmente aceptable?”.5 Es justamente desenmascarando la irracionalidad que conlleva el pluralismo relativista como podemos comprender mejor la necesidad de apelar a la racionalidad práctica, como auténtica fuente de los bienes que se comparten en toda convivencia social. La contextualización histórica y cultural de toda vida social no 4

CEE, Moral y sociedad democrática, Edice, Madrid, 1996, nº 37.

5

Idem., nº 43.

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puede llevarnos al relativismo, sino más bien hacernos descubrir cómo existe una auténtica pluralidad de la razón, que se manifiesta de múltiples maneras, sin renunciar a su propia naturaleza. ¿Cuál es la naturaleza de la razón? Tal vez esta sea la pregunta clave del momento presente. Para responderla necesariamente hay que acudir a un concepto que la cultura de lo políticamente correcto tiene vetado en la vida social: la verdad. Me parece que no hay mejor modo de responder a la pregunta por la razón que apelando a la búsqueda de la verdad: la razón es la que permite encontrar la verdad o la verdad siempre tiene razón. En el lenguaje común aún solemos emplear expresiones como esta: “tienes razón”, cuando lo que se podría decir es “tu manera de pensar se ajusta a la verdad”. Cuando por el contrario “no damos la razón a alguien” es porque estamos convencidos de que su percepción de la realidad no coincide con la verdad de los hechos o de las cosas. Por tanto, mientras sigamos utilizando estas expresiones tan sencillas, como profundas, tal vez tenemos garantizado culturalmente el dique que contenga la auténtica dictadura del relativismo hacia la que estamos dando pasos muy acelerados. Según la manera de pensar que nos ha instalado a todos en el rechazo de cualquier afirmación que tenga pretensiones de verdad, estamos convencidos que al hablar tan sólo expresamos opiniones que, aunque no todas sean verdaderas, sí que tienen el mismo derecho a expresarse y ser respetadas. Hasta ahí nada que objetar. Pero si alguna de esas opiniones es falsa, porque no tiene razón, resultará muy difícil que quienes la sostienen lo 12

reconozcan y cambien de opinión, porque hoy en día se entiende la tolerancia no como el respeto a la opinión equivocada, sino como la afirmación de que ninguna opinión puede ser la verdadera frente a sus contrarias, pues cada opinión posee su verdad y se da por descontado que no existe una verdad. ¿Por qué ese miedo a la verdad, como si fuese nuestra enemiga, en lugar de nuestra salvación? El miedo a la verdad que experimenta nuestra cultura sólo puede entenderse desde los totalitarismos que pretendieron suplantar la verdad con la imposición de sus falsas ideologías durante el siglo XX. Lo realmente preocupante es que las sociedades democráticas tengan miedo a la verdad, bajo el pretexto de que la única manera de salvaguardar la libertad es el rechazo de toda pretensión de verdad. Son famosos ya los juegos de palabras sobre la frase de Jesús: “la verdad os hará libres”. Hoy más bien se oye su inversión: “la libertad os hará verdaderos”. ¿Qué frase tiene razón? ¿son ambas igualmente verdaderas? ¿Es alguna de ellas falsa? El dilema de optar por una u otra frase ayuda a entender la encrucijada cultural en la que nos encontramos. Si optamos por darle la razón a Jesús, puede parecer que acabaremos siendo fundamentalistas, porque como le preguntó Pilato: ¿qué es la verdad? En todo caso, darle la razón a Jesús es dársela al cristianismo y eso, hoy en día, se entiende como un atentado contra el pluralismo religioso de nuestra cultura, ¿acaso no son verdad el judaísmo y el Islam, por no mencionar el resto de religiones y otras opciones agnósticas o ateas, para sus seguidores? Está claro que el terreno religioso es especialmente 13

peliagudo para plantear la cuestión de la verdad, como ya mostró la famosa fábula de Lessing contada en su obra Natán el Sabio.6 Si optamos por considerar falsa la cultura cristiana y la racionalidad que conlleva será para darle la razón al laicismo, que supuestamente parece la única racionalidad compartida que puede garantizar la convivencia social. ¿Pero es realmente así?7 Parece claro que convivir en sociedad presupone compartir una misma racionalidad, lo cual no obliga a que todos tengamos que pensar igual y a que no se respeten nuestros desacuerdos en el terreno de las convicciones ideológicas, morales y religiosas. Pero ¿hasta dónde puede llegar ese desacuerdo y hasta dónde ha de llegar el acuerdo básico? Una sociedad que permite que se rompan los acuerdos básicos sobre determinados derechos fundamentales pone seriamente en riesgo la convivencia pacífica entre sus miembros. Cuando no se respetan los derechos humanos la auténtica conciencia ciudadana exige la denuncia social y su defensa. Si quienes atentan contra ellos ostentan el poder legítimo quedan por ello deslegitimados moralmente, ya que nunca el poder autoriza para traspasar los límites de la justicia.

6

Cf. R. MATE, Luces en la ciudad democrática, Pearson-Alhambra, Madrid, 2007, 65-69.

7

Cf. F. GARCÍA-CANO, “El reto del laicismo: descubrir la sana laicidad”, AA. VV. Dios en la vida

pública. La propuesta cristiana, Ceu-San Pablo, Madrid, 2008, vol. 1, 889-894.

14

3. Razón pública y derecho La configuración de esa razón pública obviamente depende de la distinción y relación correcta entre la moral y el derecho, temática inexcusable en la que desemboca esta reflexión que, si bien pertenece a la filosofía del derecho, afecta plenamente tanto a la ética como al derecho mismo. Con acierto se ha señalado que “no se trata sólo de que haya que huir de una identificación simplista entre lo moral y lo jurídico, sino de que todo intento de trazar el límite entre ambos –estableciendo qué ingredientes morales han de verse protegidos por el derecho y cuáles no- se apoyará inevitablemente en un juicio ético. No será – paradójicamente- posible, sin adentrarse en la moral, delimitar moral y derecho”.8 En concreto, la epikeia o juicio de lo singular a que se enfrenta el juez más allá de la letra escrita es un botón de muestra de la importancia de esa delimitación de campos entre la moral y el derecho.9 Esa clave permite apuntar que la mejor manera de trazar los rasgos definitorios de una razón pública a la altura de los tiempos es justamente hacerlo desde el marco del ejercicio de la razón práctica

rehabilitada en la ética contemporánea. ¿Pueden las

sociedades democráticas liberales del siglo XXI brindar una cultura política a sus ciudadanos para que el libre ejercicio de sus 8

A. OLLERO, Derecho a la verdad, Eunsa, Pamplona, 2005, 106.

9

Cf. la crítica al positivismo jurídico que contiene la obra de R. DOWRKIN, Los derechos en serio,

Ariel, Barcelona, 1984. A partir de casos prácticos reales llega a demostrar la existencia de reglas de razón práctica como la de que nadie puede beneficiarse de su propio delito. Cf. igualmente la crítica al positivismo jurídico de A. OLLERO, ¿Tiene razón el derecho?, Congreso de los Diputados, Madrid, 1996.

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derechos no menoscabe la moral social que garantiza la convivencia? Esa es la pregunta que apunta la senda por donde se debe dar respuesta a través de una recta razón pública configurada dialógicamente desde la recta razón práctica.

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Capítulo 2 ¿Cómo se configura dialógicamente la razón pública? Pertrechados de una concepción de la razón práctica que haga justicia al planteamiento clásico de la misma, especialmente en su versión aristotélico-tomista, se puede mostrar la operatividad de una configuración dialógica de la razón pública. La razón pública que necesitan las sociedades democráticas y pluralistas del siglo XXI es aquella que está internamente vinculada con el ejercicio de la libertad, lo cual fundamenta, a la vez, su carácter práctico. Una praxis social y política que se deja guiar por la razón práctica evita los peligros de absolutización racionalista en los que frecuentemente degenera la razón pública procedimental. Percibir la conexión entre los planteamientos anticognitivistas del cientifismo y la antropología reductiva que les suele acompañar es el primer paso para comprender por qué una razón pública configurada desde tales presupuestos está abocada al fracaso, precisamente por su incapacidad para llevar a cabo la ingente tarea de provocar el giro humanista que necesita la configuración social de los sistemas democráticos liberales. La razón pública es necesaria sí, pero sobre todo aquella que esté impregnada del carácter práctico que le es inherente, porque sólo “la comprensión cabal –no distorsionada ni drásticamente reducida- de la praxis, es decir, de la acción libre, aparece de nuevo como un horizonte conceptual adecuado para superar las insuficiencias doctrinales y las consecuencias deshumanizadoras

17

de los enfoques ideológicos y positivistas”.10 Ese horizonte conceptual de la razón práctica rehabilitada nos descubre el carácter propio del obrar humano, que no es reducible a mera kinesis, ni tampoco sólo a poiesis, sino que es verdadera praxis: acción que en primer lugar perfecciona a quien la realiza incrementando su valor humano y aproximándolo a la vida lograda. Esa vida lograda no puede ser patrimonio sólo de unos cuantos privilegiados, sino que hace inseparables al yo personal y al bien de la persona. Esta visión antropológica de la inseparabilidad del yo respecto al bien como una de las fuentes básicas de la identidad antropológica del yo, por utilizar la terminología de Ch. Taylor, es la que propicia una inserción intrínseca del humanismo en la vida política, que de otra manera es captado como una pretensión extrínseca frente a la cual cabe siempre reivindicar en forma extrema la autonomía de la política respecto a toda pretensión de verdad, sobre todo si esta es de orden moral. El abanderado más conocido de esa disociación entre política y verdad, o lo que es lo mismo entre ética y política, es Richard Rorty, quien en un famoso artículo11 sostiene que es preferible una política sin metafísica a pretender introducir en el terreno de la política verdades sustantivas que vayan más allá de los límites marcados por las convicciones mayoritariamente difundidas entre

10

A. LLANO, Humanismo cívico, Ariel, Barcelona, 1999, 63.

11

R. RORTY, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, Objetividad, relativismo y verdad.

Escritos Filosóficos 1, Paidós, Barcelona, 1996, 239-266.

18

los ciudadanos. De tal suerte que para él en democracia no hay más fuente del derecho que el criterio de las mayorías. 1. Coincidencias en el procedimentalismo: Rawls y Rorty.

La publicación por Rawls de su artículo “Justicia como imparcialidad: política no metafísica”12 tuvo gran resonancia en el panorama filosófico de la década de los 9013. En ese artículo se pueden percibir claves importantes de la transición del I Rawls al II Rawls, o sea de la evolución intelectual que supone plantear el discurso sobre la justicia en el terreno político, en lugar de hacerlo en el metafísico. Como el propio Rawls expresa “la idea es que en una democracia constitucional la concepción pública de justicia debería ser, en lo posible, independiente de doctrinas religiosas y filosóficas controvertidas”. Para ello hay que aplicar “el principio de tolerancia a la filosofía misma: la concepción pública de justicia ha de ser política, no metafísica”14.

Entre la publicación en 1971 de Teoría de la justicia y la de Liberalismo político en 1993, median toda una serie de 12

J. RAWLS, “Justice as Fairness: Political not Metaphisical”, Philosophy and Public Affairs 14 (1985), 223-251. Traducción castellana en Diálogo Filosófico 16 (1990), 4-32.

13

Un indicador de la trascendencia de ese artículo de Rawls es el comentario al mismo que contiene el trabajo de RORTY “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, publicado en M. PETERSON, R. VAUGHAN, The Virginia Statute of Religious Freedom, Cambridge, 1988, 257-288, que constituye el capítulo 11 del libro de R. RORTY, Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos 1, Paidós, Barcelona, 1996, 239-266.

14

J. RAWLS, op. cit., 5.

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evoluciones internas al propio pensamiento rawlsiano de las que puede obtenerse una buena información a través de algunos estudios especializados15. Lo que resulta evidente en la producción del II Rawls es su preocupación por compatibilizar la democracia y las doctrinas generales, religiosas o no religiosas. Se diría que el problema del multiculturalismo provocó un fuerte impacto en la reformulación de la teoría política de la justicia de Rawls, hasta el punto de haber sido uno de los primeros filósofos políticos que advierten la importancia de ese fenómeno social.

En opinión de Rawls, “dadas las profundas diferencias en las creencias y en las concepciones del bien, al menos desde la Reforma, debemos reconocer que, tal como ocurre con las cuestiones de doctrina moral y religiosa, no se puede obtener el acuerdo público en las cuestiones básicas de filosofía sin la trasgresión de las libertades básicas por parte del Estado”. Por ello concluye que “la filosofía como búsqueda de la verdad sobre un orden metafísico y moral independiente no puede, creo,

15

Resultan muy útiles tanto E. MARTÍNEZ, Solidaridad liberal. La propuesta de John Rawls, Comares, Granada, 1999, como CH. KUKATHAS, PH. PETTIT, La teoría de la justicia de John Rawls y sus críticos, Tecnos, Madrid, 2004. Si bien el segundo libro en su versión original es de 1990, por tanto previo a la publicación de Liberalismo político, la traducción castellana va acompañada de un epílogo de M. A. RODILLA, “Doce años más”, que incluye la perspectiva de toda la producción de Rawls durante los años noventa y hasta su muerte, acaecida el 24 de noviembre de 2002. El estudio introductorio de M. A. RODILLA a la edición castellana de J. RAWLS, Justicia como equidad, Tecnos, Madrid, 1986 ayuda a conocer la evolución interna del pensamiento de Rawls previa a la publicación de su mencionada obra de 1993 (Liberalismo político). Esos estudios de M. A. Rodilla sobre Rawls han sido recopilados junto a otros en su reciente obra M. A. RODILLA, Leyendo a Rawls, Ediciones Universidad de Salamanca, 2006.

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proporcionar una base factible y compartida para una concepción política de la justicia en una sociedad democrática”16.

Llegando a semejante conclusión se entenderá en su verdadera naturaleza lo que significa aplicar el principio de tolerancia a la propia filosofía, anteriormente mencionado. No es otra cosa que “dejar de lado las controversias filosóficas siempre que sea posible”, para buscar “modos de evitar los problemas perdurables de la filosofía”. “Así –prosigue Rawls- en lo que he llamado “constructivismo kantiano”, intentamos evitar el problema de la verdad y la polémica entre realismo y subjetivismo acerca del status de los valores morales y políticos. Esta forma de constructivismo ni afirma ni niega estas doctrinas. En lugar de ello, rescata ideas de la tradición del contrato social para lograr una concepción viable de la objetividad y de la justificación, basada en el acuerdo público en el juicio tras la debida reflexión. El objetivo es el acuerdo libre, la reconciliación a través de la razón pública”17.

Ni que decir tiene que este último concepto, razón pública, ocupa un lugar central en la producción del II Rawls, precisamente porque en su opinión “es fundamental que la razón pública sea una idea política y pertenezca a la idea de lo político”, por contraposición a lo metafísico o simplemente filosófico. El contenido de esa razón pública “viene dado por la familia de concepciones políticas liberales de la justicia que

16

J. RAWLS, Justicia como imparcialidad..., 11.

17

J. RAWLS, op. cit., 11-12.

21

satisfacen el criterio de reciprocidad. No quebranta las creencias y prohibiciones religiosas en la medida en que sean compatibles con las libertades constitucionales esenciales, incluidas las de conciencia y religión”18.

Esa bondad de la razón pública no resulta un añadido sin mayor trascendencia, sino que es la que marca una diferencia radical entre el liberalismo político propuesto por Rawls y el que propuso de hecho la Ilustración, provocando guerras entre la religión y la democracia que resultaron innecesarias, así como ataques a la cristiandad tradicional que viciaron las relaciones entre el poder político y el poder religioso en Europa desde la Revolución Francesa19. Por eso Rawls afirma taxativamente que “no hay, ni es necesario que haya, guerra entre la religión y la democracia. A este respecto, el liberalismo político es radicalmente diferente del liberalismo de la Ilustración que históricamente atacó a la cristiandad tradicional”20.

18

J. RAWLS, El derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Paidós, Barcelona, 2001, 201.

19

Cf. M. BURLEIGH, Poder terrenal. Religión y política en Europa. De la Revolución Francesa a la Primera Guerra mundial, Taurus, Madrid, 2005. La historia de la secularización europea no fue para este historiador un proceso lineal y directo que haya desembocado en la actual época de nihilismo, cristianismo tibio y residual, o de confuso liberalismo en el que se debate tanto Europa como Estados Unidos. La narración de ese proceso le ha llevado al autor a prolongarlo en una segunda entrega que llega hasta nuestros días, titulada Causas sagradas. Religión y política en Europa. De la primera Guerra Mundial al terrorismo islamista, Taurus, Madrid, 2006.

20

J. RAWLS, Ib.

22

El ejercicio que permite sortear esos posibles enfrentamientos entre visiones comprehensivas encontradas es el “consenso entrecruzado”

(overlapping consensus) que hace posible

compartir una racionalidad común estrictamente política a partir de

las

coincidencias

básicas

respecto

a

los

valores

constitucionales esenciales, en los que cada cosmovisión particular debe desembocar desde sus propios argumentos, tal vez no siempre compartibles por todos los ciudadanos que suscriban

cosmovisiones

diferentes.

En

teoría

queda

salvaguardado así un cimiento básico sobre el que fundar la convivencia pacífica entre ciudadanos, que por otra parte profesan diferencias insalvables en el plano de sus convicciones personales. Se diría que la política ha hecho posible lo que la metafísica nunca podría conseguir: la razón pública ha salvado lo que la pluralidad de las razones nunca podría lograr. Conviene que no afloren nuestras diferencias por encima de nuestras afinidades para lograr una justicia política realmente practicable.

En opinión de Rorty “la defensa que hace Rawls de la tolerancia filosófica es una prolongación plausible de la defensa de la tolerancia religiosa por Jefferson”21, para

quien los

ciudadanos pueden ser tan religiosos e irreligiosos como plazcan, con tal de que no sean fanáticos. Ello implica, por ejemplo, “que cuando el individuo encuentra en su conciencia creencias relevantes para la política pública pero no susceptibles de defensa en razón de las creencias comunes a sus conciudadanos, debe sacrificar su conciencia en el altar de la conveniencia general”22. 21

R. RORTY, Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos I, Paidós, Barcelona, 1996, 248.

22

R. RORTY, op. cit., 240.

23

Semejante exigencia cívica sólo es comprensible para “los herederos de la Ilustración, para quienes la justicia se ha convertido en la primera virtud”23, no por razones metafísicas, sino exclusivamente políticas. Y es que “mientras sigamos pensando que las conclusiones políticas requieren fundamentos extrapolíticos –es decir, mientras pensemos que el método del equilibrio reflexivo de Rawls no es suficientemente buenodesearemos una explicación de la “autoridad” de aquellos principios generales. Quienes sientan la necesidad de una legitimación de ese tipo necesitarán una premisa religiosa o filosófica de la política”24. Por descontado que esa es la opción que pretende rechazar el planteamiento de Rawls, para quien la razón pública debe renunciar a premisas religiosas o filosóficas para preservar su carácter esencialmente político.

Como comenta Rorty, cuando la justicia se convierte en la primera virtud de una sociedad abandona gradualmente la necesidad de una legitimación religiosa o filosófica de la política. “Y es que una sociedad como ésa se acostumbrará a la idea de que la política social no necesita otra autoridad que la que se establece por medio de un acuerdo exitoso de individuos, unos individuos que se reconocen herederos de las mismas tradiciones históricas y enfrentados a los mismos problemas. Ésa será una sociedad que fomentará la idea del “fin de la ideología”, que considerará el equilibrio reflexivo como el único método

23

R. RORTY, op. cit., 248.

24

R. RORTY, op. cit., 250.

24

necesario para las discusiones de política social. Cuando una sociedad de ese tipo delibere, cuando recopile los principios e intuiciones a equilibrar, tenderá a prescindir de aquellos derivados de explicaciones filosóficas del yo o de la racionalidad. Pues semejante sociedad concebirá tales explicaciones no como el fundamento de las instituciones políticas sino, en el peor de los casos, como una jerga filosófica ritual y, en el mejor, como cuestiones relevantes para la búsqueda privada de perfección individual, pero no para la política social”25.

Obviamente Rorty valora muy positivamente la propuesta de Rawls, si bien reconoce haberla malinterpretado en su primera etapa (la de Teoría de la Justicia), pensando que estaba sólo estrechamente ligada a Kant, sin percibir también su proximidad tanto a Hegel como a Dewey. En todo caso, a la hora de sintetizar la doctrina metafilosófica de Rawls, Rorty no duda en citar el siguiente párrafo de uno de sus artículos más famosos: “lo que justifica una concepción de la justicia no es su fidelidad a un orden anterior a nosotros, sino su congruencia con nuestra más profunda comprensión de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones, y con nuestra consciencia de que, dada nuestra historia y las tradiciones arraigadas en nuestra vida pública, ésa es la doctrina más razonable para nosotros”26. Y es que para Rorty “la idea de que las controversias de orden moral y político siempre tienen que “reducirse a los primeros principios” es razonable sólo si implica que debemos buscar un terreno común con la esperanza de lograr el consenso. Pero es errónea si se 25

R. RORTY, op. cit., 251.

26

R. RORTY, op. cit., 252.

25

interpreta como la tesis de que hay un orden natural de premisas de las cuales deben deducirse las conclusiones morales y políticas –y menos aún como la tesis de que un interlocutor particular cualquiera ya ha discernido ese orden”27.

Precisamente por ello, por la no existencia de ese supuesto orden natural “la verdad entendida en sentido platónico como la comprensión de lo que Rawls llama “un orden que nos antecede y nos ha sido dado” sencillamente es irrelevante para la democracia política.Y por lo mismo también lo es la filosofía, como la explicación de las relaciones existentes entre un orden dado y la naturaleza humana. Cuando entran en conflicto, la democracia tiene prioridad sobre la filosofía”28.

En el fondo de esa conclusión a la que llega Rorty, afirmando la prioridad de la democracia sobre la filosofía, se encuentra una reformulación de “la prioridad del derecho” sostenida por Rawls, para quien dicho primado constituye una característica esencial del liberalismo en cuanto doctrina política, así como de cualquier concepción de la justicia que sea razonable en un estado democrático.

Por ello “en la justicia como imparcialidad, la unión social se entiende partiendo de la concepción de la sociedad como un sistema de cooperación entre personas libres e iguales. La unidad social y la fidelidad de los ciudadanos a sus instituciones 27

R. RORTY, op. cit., 259.

28

R. RORTY, op. cit., 261.

26

comunes no está fundada en que todos afirmen la misma concepción del bien, sino en su aceptación pública de una concepción política de justicia para regular la estructura básica de la sociedad”. Lo cual hace preciso aclarar que “el concepto de justicia es previo e independiente del concepto de bondad en el sentido de que los principios de justicia limitan las concepciones del bien que son permisibles”29.

Se llega así a la superación de las visiones morales teleológicas que formaron parte de la tradición dominante desde los tiempos clásicos en la filosofía política. Para todas ellas, a pesar de su diversidad, “no hay sino una concepción racional del bien”, que deben determinar la filosofía moral, junto con la teología y la metafísica. En cambio, “el liberalismo como doctrina política supone que hay muchas concepciones del bien enfrentadas e inconmensurables, cada una de ellas compatible con la plena racionalidad de las personas humanas, en tanto en cuanto podamos averiguar si están dentro de una concepción política de justicia practicable. Como consecuencia de este supuesto, el liberalismo asume que un rasgo característico de una cultura democrática libre es que sus ciudadanos afirmen una pluralidad

de

concepciones

del

bien

enfrentadas

e

inconmensurables.

El liberalismo como doctrina política mantiene que la cuestión que la tradición dominante ha intentado responder, no tiene una respuesta practicable; esto es, no tiene una respuesta adecuada para una concepción política de justicia en una 29

J. RAWLS, Justicia como imparcialidad..., 30.

27

sociedad democrática. En una tal sociedad, una concepción política teleológica está fuera de la cuestión: no se puede obtener el acuerdo público sobre la concepción del bien exigida”30. Todo parece indicar, por tanto, que el sustrato ideológico de la democracia ha de ser un cierto relativismo, por lo menos aquel que no deslegitime a ninguna de las distintas cosmovisiones enfrentadas e inconmensurables que sostienen los ciudadanos libres.

La

observación

crítica

que

merece

semejante

planteamiento podría formularse así: no está justificada la equiparación entre relativismo metafísico y pluralismo de la razón, como si fueran exactamente lo mismo, cuando en realidad se trata de dos planteamientos muy distintos.

Por relativismo metafísico entiendo la postura de quien niega la existencia de una verdad ontológica, que en la medida en que fuera cognoscible por el entendimiento humano exigiría una adhesión incondicional a la misma, ya que su rechazo sería algo no razonable, sino sencillamente irracional. La coincidencia en ese universal reconocimiento de una verdad, sea la que sea, es algo impensable y rechazable para el relativismo metafísico, que obviamente va unido a la defensa de un escepticismo gnoseológico para el que no cabe conocer la verdad, por cuanto no existe.

30

J. RAWLS, op. cit., 29.

28

El pluralismo de la razón, por su parte, es la postura que admite un acercamiento plural y no unívoco a la verdad ontológica que, si bien es alcanzable, no siempre lo es por el mismo camino. Lo decisivo es la convicción de que se puede llegar y de hecho se llega a la verdad ontológica, que una vez alcanzada no somete a una irracional dictadura al entendimiento humano, sino que más bien le confirma la eficacia de su radical apertura a la realidad, en su variada riqueza de posibilidades.

Pensar que para salvaguardar la “plena racionalidad de las personas humanas” haya que asumir el relativismo metafísico es errar el camino para respetar el auténtico pluralismo de la razón. Esa razón plural, lejos de admitir que el hecho de que haya muchas concepciones del bien enfrentadas e inconmensurables signifique la inexistencia de verdades metafísicas universalmente alcanzables, sostiene justamente lo contrario: esas verdades existen y son alcanzables por múltiples caminos que convergen. La convergencia en la verdad es la auténtica generadora del consenso racional, que no es reductible al consenso fáctico. Sustituir el uno por el otro, llegando a pensar que en el fondo no cabe un consenso racional entre personas humanas es una renuncia a la defensa de la plena racionalidad que se pretende salvaguardar.

Que de hecho los acuerdos y consensos racionales resulten muchas veces inviables no autoriza a renunciar al esfuerzo por alcanzarlos, porque la confianza en la razón humana está reñida con el abandono de su ejercicio. La astucia de la razón llevará muchas veces a intentar solventar los problemas prácticos por vías aparentemente seductoras, como puede parecer renunciar a 29

cualquier compromiso con principios metafísicos, pero al final no cabe tal renuncia, sino más bien un “cambio de unos principios por otros”. En el fondo el problema no es si hay que hacer más política y menos metafísica, sino qué política se hace renunciando a determinada metafísica; porque lo que está claro es que se acabará haciendo metafísica desde cualquier opción política, incluso desde la que aspire a ser “política y no metafísica”. 2. Superación dialógica del procedimentalismo Conviene captar cómo el fondo de las tesis sostenidas por Rawls y Rorty, que se ha expuesto en el apartado anterior, estuvo en el origen del debate que enfrentó a liberales y comunitaristas, que se va a exponer sucintamente a continuación. La cuestión se podría formular de la siguiente manera: ¿en qué medida puede la razón práctica influir en la razón pública? ¿Será esa pretensión algo extemporáneo para sociedades en las que, en palabras de Rorty, la primacía ya no la detenta la filosofía sino la democracia? Cabe, al menos, repasar brevemente en qué medida los distintos autores a los que se denomina comunitaristas y republicanos31 han influido en el replanteamiento de la razón

31

Sobre los autores republicanos contemporáneos resulta muy útil el capítulo 6 del libro de H.

BÉJAR, El corazón de la república, Paidós, Barcelona, 2000, así como el capítulo 7 del mismo repasa a los principales autores comunitaristas. De clara inspiración republicana es el planteamiento, p. ej., de A. CRUZ, Ethos y Polis, Eunsa, Pamplona, 1999, que reivindica la necesidad de rehabilitar las categorías políticas del republicanismo para superar las insuficiencias categoriales del liberalismo actual.

30

pública desde propuestas sustantivas que merecen toda la atención debida. Si algo ha mostrado el debate entre liberales y comunitaristas,32 que ha caracterizado la filosofía política de las últimas décadas del siglo XX, es la profunda disociación que se plantea entre lo bueno y lo justo para las personas en el marco de las sociedades democráticas. En las posturas filosóficas que sostienen autores como Charles Taylor, Michael Sandel, Alasdair MacIntyre o Michael Walzer hay diferencias notables entre ellos, pero lo que sí les une es su postura crítica respecto a las tesis de Rawls, especialmente en lo referente a la mencionada separación entre lo bueno y lo justo. En el origen de esa separación se sitúa la distinción de David Ross entre la captación de verdades prima facie (lo bueno), como cumplir lo prometido o restablecer al otro lo que se le debe, y verdades en acto (lo justo o correcto), aquellas que corren a cargo de la prudencia entendida no como virtud moral, sino como capacidad de acierto en un proceso teórico, no práctico. De esta manera se pasa de lo bueno a lo justo a través de una deliberación entendida de manera neutra.33 Con todo, hay que señalar cómo “el análisis comunitarista, en definitiva, parte de la constatación de que el individuo contemporáneo experimenta una suerte de esquizofrenia: se forma en una determinada cultura y tradición, su experiencia de vida depende en primer lugar de los lazos fundamentales de la 32

Cf. A. FERRARA (ed. ), Comunitarismo e liberalismo, Editori Riuniti, Roma, 1992; S.

MULHALL –A. SWIFT, El individuo frente a la comunidad, Temas de Hoy, Madrid, 1996. 33

Cf. W D. ROSS, Lo correcto y lo bueno, Sígueme, Salamanca.

31

pertenencia familiar y comunitaria, y a pesar de ello este arraigo no puede manifestarse públicamente, porque el discurso político debe ser neutral por naturaleza y el ámbito institucional y público debe prescindir intencionalmente de la referencia a perspectivas particulares”.34 Se diría que lo políticamente correcto es evitar toda transferencia entre los ámbitos de la vida privada y de la vida pública hasta el extremo de producir una dicotomía o esquizofrenia mental en el comportamiento de los ciudadanos. De ahí a la separación entre dos tipos de ética, la pública y la privada, hay un paso, que lógicamente va acompañado de la escisión entre la razón pública y las razones prácticas particulares de cada cual. Contra esa manera de concebir las cosas se sitúan los apuntes críticos del comunitarismo a semejante escisión. Ha sido particularmente el planteamiento de MacIntyre el que ha reivindicado la necesidad de recuperar la virtud como clave de bóveda de la convivencia política en las sociedades liberales marcadas por el individualismo moderno. Para él está claro que “aprendemos o dejamos de aprender el ejercicio de las virtudes siempre dentro de una comunidad concreta con sus propias formas

institucionales

específicas”.35

La

relación

entre

comunidades de origen y sociedad política no puede pasar por pretender la anulación del influjo real de las primeras en la configuración de la personas y de la sociedad misma. Para Taylor 34

A. DA RE, “Lo bueno y lo justo: un panorama de las propuestas ético-políticas actuales”, R. A.

GAHL, Jr. (ed. ), Más allá del liberalismo, Eiunsa, Madrid, 2002, p. 82. 35

A. MACINTYRE, Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, 242. Sobre la posición de este autor cf.

J. DE LA TORRE, Alasdair MacIntyre ¿Un crítico del liberalismo?, Dykinson, Madrid, 2005.

32

se parte de unas coordenadas culturales que nos abren a los demás y a los universales. Tal es la base dialógica del comportamiento del hombre. Esos lazos de solidaridad previos y básicos para los acuerdos convencionales nos indican la importancia del aspecto comunitario en la formación del juicio moral. Taylor afirma con acierto cómo “no podemos entendernos a nosotros mismos o unos a otros... sin aceptar una ontología más rica que la que el naturalismo nos permite al no pensar en términos de evaluación fuerte”.36 Ello explica la necesidad de contar con el uso ad hominem del razonamiento práctico, que no se conforma con evaluaciones débiles acerca de nuestros comportamientos, sino que exige evaluaciones fuertes, por más que éstas choquen con la inclinación naturalista de la cultura intelectual moderna. A la vista de esta confrontación, conviene señalar también que “una crítica como la comunitarista es una moneda de dos caras: como crítica a un concepto de racionalidad práctica según el cual no es posible distinguir entre concepciones morales racionalmente verdaderas y equivocadas, o buenas, menos buenas y malas, es ciertamente adecuada. Con esto permanece abierta, sin embargo, la cuestión de lo que esto signifique para la orientación político-institucional de la sociedad y, finalmente,

36

CH. TAYLOR, Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, 65.

33

para la cuestión decisiva: ¿Quién decide lo que es bueno y lo que es malo?”.37 Si los planteamientos liberales de Rawls, en su obra Liberalismo político, responden en cierto modo a la modificación de algunos puntos de su Teoría de la justicia como respuesta a las críticas vertidas por los comunitaristas contra él, el neutralismo y el antiperfeccionismo que caracterizan la propuesta rawlsiana la emparejan con la de Larmore38 y diferencian ambas de aquellos otros planteamientos liberales antineutralistas, como el de Stephen Macedo39, o liberales perfeccionistas, como el de Joseph Raz.40 Como es obvio, cabe también la crítica al planteamiento liberal de la razón pública desde planteamientos no liberales, pero igualmente respetuosos del valor de la libertad individual, tales como los de Robert George,41 que propugna una teoría 37

M. RHONHEIMER, “La imagen del hombre en el liberalismo y el concepto de autonomía”, R. A.

GAHL, Jr. (ed.), op. cit., 37-38. 38

C. E. LARMORE, Patterns of Moral Complexity, Cambridge University Press, Cambridge (MA)-

New York, 1987. 39

S. MACEDO, Liberal Virtues: Citizenship, Virtue, and Community in Liberal Constitutionalism,

Clarendon Press, Oxford, 1990. 40

De este autor puede resultar útil tanto J. RAZ, The Morality of Freedom, Clarendon Press, Oxford,

1986, como J. RAZ, La ética en el ámbito público, Gedisa, Barcelona, 2001 (ed. original de 1994). 41

R. P. GEORGE, Para hacer mejores a los hombres, Eiunsa, Madrid, 2003 (ed. orig. en inglés de

1993). Este autor ha desarrollado en los últimos quince años una labor investigadora y editorial sobre la ley natural en el ámbito anglosajón del máximo interés: R. P. GEORGE (ed.) Natural Law Theory, Contemporary Essays, Clarendon Press, Oxford, 1994; R. P. GEORGE, Natural Law, Liberalism and

34

perfeccionista pluralista de las libertades civiles, que en sentido político-práctico

es

considerada

como

problemática

e

impracticable.42 Lo cierto, tal vez, es que, como enfatiza George, “durante más de veinticinco años Rawls y sus seguidores no han logrado demostrar que los principios perfeccionistas sean injustos (o no sean válidos): estos principios serían aquellos no seleccionados en condiciones de ignorancia ficticia por partidos inhumanamente adversarios en la “posición original” y que tratan de la justicia o de la moralidad política inspiradas en “concepciones generales” de lo que es humanamente evaluable y moralmente recto”.43 Parece incuestionable que sin las polémicas intelectuales que han originado los distintos planteamientos que han enfrentado y lo siguen haciendo a las posturas liberales, comunitaristas y antiliberales, no se habría suscitado esa emergencia de la razón pública como una gran cuestión que conviene aclarar, porque constituye el núcleo de una polémica intelectual que está en la base de las confrontaciones políticas y sociales de cada día. Si se puede afirmar que los esfuerzos en el ámbito académico llevados a cabo por los rehabilitadores de la razón práctica han confluido con los de los comunitaristas por ir más Morality, Clarendon Press, Oxford, 1996; R. P. GEORGE, In defense of Natural Law, Clarendon Press, Oxford, 1999. 42

M. RHONHEIMER, “La imagen del hombre en el liberalismo y el concepto de autonomía”, R. A.

GHAL, Jr. (ed. ), op. cit., p. 52. 43

R. P. GEORGE, “Pluralismo moral, razón pública y ley natural”, R. A. GAHL, Jr. (ed. ), op. cit.,

116.

35

allá del liberalismo, cabe decir algo parecido acerca del planteamiento dialógico de la configuración de la razón pública: es convergente con la razón práctica rehabilitada y reivindicada por muchos comunitaristas y estudiosos de la sociedad civil, a la vez que apuesta por una sociedad liberal y democrática que sepa corregir sus propios desajustes en tantos aspectos como cabría señalar.44 Resulta manifiesta la importancia que la razón pública tiene en el funcionamiento de los sistemas democráticos liberales en la mayor parte de los países occidentales. A formular la trama de esa razón pública han contribuido en las últimas décadas del siglo XX el pensamiento de Rawls y Habermas, respectivamente. Pero han sido los esfuerzos de toda una serie de rehabilitadores de la razón práctica, bien en su versión neokantiana, bien en su versión neoaristotélica, los que hacen inexcusable la tarea de contribuir a que la razón pública converja lo más posible con esa razón práctica. De no hacerlo, la razón pública cae sin remedio en toda suerte de dificultades para impedir su equivalencia con la razón técnica, que en última instancia lleva a la utopía.45

44

Cf. E. BANÚS, A. LLANO (ed.), Presente y futuro del liberalismo, Eunsa, Pamplona, 2004. Entre

los comunitaristas CH. TAYLOR ha tratado expresamente de la razón pública en un estudio titulado “La política liberal y la esfera pública”, incluido en su obra Argumentos filosóficos, Paidós, Barcelona, 1997, 335-372. 45

Cf. J. CRUZ, Intelecto y razón, Eunsa, Pamplona, 1998, 2ª ed. ampliada, 215-262.

36

No resulta extraño que esa fuera la crítica que Spaemann realizó a Habermas en un célebre intercambio de escritos.46 Cuando la razón pública pretende construirse al margen de las exigencias de la razón práctica siempre resulta perjudicada la realidad a la que se pretende servir, cayendo en las redes de quienes por intentar salvar el ideal, sojuzgan a su imperio el auténtico bien común realizable, que no es una finalidad inalcanzable, pero tampoco coincide con la fácil separación entre lo justo y lo bueno a que nos tiene acostumbrados el liberalismo procedimental. Una razón pública que quiera superar tanto el relativismo como el moralismo ha de moverse entre los dos extremos antitéticos que debe sortear un adecuado planteamiento de las relaciones entre ética y política. Esos dos extremos son la concepción individualista de la ética y la interpretación técnica de la política o, si se prefiere, la visión exclusivamente comunitaria de la ética y la consiguiente disolución del individuo en la comunidad. En el primero de los casos, “la moral queda reducida a un asunto meramente privado; se tolera la libertad siempre que se reduzca a la elección entendida como choice, es decir, siempre que sea políticamente irrelevante”. En el segundo de los casos “frente a la desconsideración y arbitrariedad de la tecnocracia, contra su restricción hermenéutica, las utopías colectivistas

46

Cf. SPAEMANN, R., Crítica de las utopías políticas, Eunsa, Pamplona, 1980.

37

ofrecen un ideal omnicomprensivo de la vida social, con una carga moral enfatizada y autoproclamada”.47 La

metodología

para

salir

del

atolladero

al

que

inexorablemente llevan ambos extremos está en una vía práctica, que no pragmática, que sea capaz de articular teórica y prácticamente las exigencias fácticas de la técnica con los requerimientos de la moral, lo cual sólo será factible desde la recuperación del horizonte adecuado para la filosofía política que no es otro que el de la racionalidad práctica. En tal línea se orientan los esfuerzos por contribuir a que la incipiente rehabilitación de esa disciplina, rigurosamente filosófica, pueda culminar las brillantes orientaciones de quienes como Leo Strauss marcaron la senda adecuada en referentes bibliográficos convertidos en clásicos.48 Se ha señalado con agudeza49 que sólo una recuperación del estatuto epistemológico de este saber práctico, en la mejor tradición clásica, permitirá dar orientaciones claras y realizables a las políticas prácticas que puedan ejercerse en las modernas democracias liberales. Dichas democracias, en cambio, no quedarán nunca eximidas del esfuerzo propio del proceso político por encontrar el equilibrio justo de la interactuación entre el procedimiento del Estado de derecho y los valores sustanciales que a nivel constitucional y legislativo debe reconocer el poder público, más que crearlos por el proceso político-jurídico. 47

A. LLANO, op. cit., 66-67.

48

L. STRAUSS, ¿Qué es filosofía política?, Gredos, Madrid, 1970.

49

Cf. M. RHONHEIMER, “Per ché una filosofia política? Elementi storici per una risposta”, Acta

Philosophica, 1, (1992), 233-263.

38

Conviene advertir, por tanto, que lo que se propone es no sucumbir a las dos tentaciones más habituales a las que está expuesta la relación entre ética y política: el moralismo y el relativismo. Como ha señalado A. Llano, “por opuestos que parezcan ambos errores, lo cierto es que se encuentran al admitir que “todo vale” en política porque, en definitiva, “nada vale”. Ambas posturas renuncian a la comprensión ética de la situación social concreta, sin advertir que cabe un juicio moral sobre coyunturas fluidas e irrepetibles, lo mismo que cabe un juicio estético sobre obras de arte únicas”.50 El ser humano no puede proponerse fines si no tiene experiencia directa de la finalidad, por ello los fines naturales o inclinaciones naturales están a la base de la ley natural, de tal manera que la finalidad está anclada en una disposición o impulso psicológico y natural. Es importante percibir cómo el anclaje antropológico de la ley natural aclara la condición finalizada del hombre, pues no se trata sólo de fines propuestos, sino que tienen base en la estructura natural del hombre. Y es que “la condición política del hombre no corresponde propiamente a una tendencia social determinada –como sugeriría la traducción apresurada del zoon politikon aristotélico por “animale sociale”-, sino que surge de un ejercicio de la razón práctica, en el que se comprometen el lenguaje común y la vida en comunidad. En este sentido, la ciudad clásica no es

50

A. LLANO, op. cit., 71.

39

primeramente un recinto, sino el conjunto de los ciudadanos implicados en una actividad finalizada en común”.51 Con la pérdida de ese carácter finalista

del quehacer

político a partir de la modernidad es claro el desmantelamiento de la fundamentación racional con que contaba la praxis en la época clásica. Como ya se ha dicho, la rehabilitación de la razón específicamente política, operada por la filosofía práctica contemporánea, aboga por restablecer su inserción en la praxis normativa, recuperando su orientación teleológica peculiar y manteniendo su carácter de incertidumbre y contingencia anejo a la historicidad de su objeto, así como al proceder comunitariodialógico que le es inherente. La tarea está comenzada y los retos que debe afrontar no son nada fáciles, pues parece galopante el alejamiento de las exigencias de la recta razón de lo que puede denominarse razón pública estándar en gran parte de las sociedades democráticas liberales. Con todo, el redescubrimiento de la verdad práctica y la aplicación de sus capacidades liberadoras están apenas iniciando el largo camino que les queda para demostrar que no hay mejor razón pública que aquella que converge en la razón práctica, en la mayor medida que le sea posible.

51

U. FERRER, “La verdad práctica en la acción política”, Empresas políticas, nº 3, (2003), 68.

40

a) Operatividad pública de las virtudes Hablar de virtudes públicas ha sido un tópico en las últimas décadas, tan propensas, por otra parte, a disociar lo público y lo privado como si fueran dos ámbitos inconexos de la realidad. El caso es que la insistencia en la necesidad de las virtudes públicas no siempre ha ido acompañada del convencimiento interno de la utilidad social de las virtudes personales o privadas. Dicho con otras palabras: parece que la constante apelación a la formación cívica de los ciudadanos debe construirse desde un conjunto de valores cívicos incuestionables, que permitirían el desacuerdo en el conjunto de virtudes necesarias para construir el proyecto felicitario personal que cada uno libremente escoja. La éticas mínimas cívicas no deberían violentarse desde la éticas máximas personales. Semejante planteamiento, del que pueden ser buena expresión algunas obras del panorama bibliográfico castellano,52 no deja de tener el atractivo de quien sostiene la radical importancia de la libertad personal para fraguar el proyecto ético que cada uno quiera escoger, entendiendo esa libertad como autonomía en el sentido kantiano de la expresión, es decir, asumiendo la escasa relevancia que la virtud como tal tiene en el sistema moral de Kant. Da la sensación de que el planteamiento mandeviliano acerca de la posibilidad de que los vicios privados puedan generar virtudes públicas está larvadamente presente en quien asume la escasa operatividad social de la virtud que no sea 52

Cf. V. CAMPS, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid, 1990; A. CORTINA, Ética mínima,

Tecnos, Madrid, 1986.

41

pública, como si la virtud privada pudiese generar vicios públicos o imposibilitar la convivencia social. Tener miedo a la tensión que pudiera generar la operatividad social de la virtud es empezar a comprender las razones más íntimas e inconfesables que mueven el planteamiento de una razón pública procedimental: en el fondo lo que se pretende neutralizar con este mecanismo es el fuerte influjo social que produce la virtud hecha vida en el ciudadano que se resiste a asumir la escisión entre los ámbitos público y privado de su vida. La coherencia personal entre esos ámbitos, que el derecho más clásico ha diferenciado como fuero interno y externo a la conciencia, es la que salta por los aires una vez que uno se sitúa en el planteamiento de una razón pública que prefiere no ser configurada dialógicamente desde las rectas razones prácticas de sus ciudadanos. Tras la renuncia a exigir la virtud como tal para el perfecto desarrollo de la vida social, se pasa curiosamente a la desazón por urgir e imponer un conjunto de virtudes públicas a todos los ciudadanos, que en ningún caso les permitirá extralimitar sus personales convicciones acerca de la necesidad de otro tipo de virtudes que no sean las estrictamente consideradas “correctas” o adecuadas por la razón pública. Si se percibe el sutil juego al que lleva semejante planteamiento, no hay por menos que constatar cómo el rearme moral de las sociedades democráticas liberales está encorsetado e impedido por el diseño de la razón pública imperante, que sólo si es corregida y enriquecida en su planteamiento posibilitará el auténtico compromiso moral cívico que la sociedad necesita.

42

De hecho, la constatación más clara de que la razón pública procedimental está montada sobre la escisión fáctica de los ámbitos público y privado es el creciente número de casos de objeción de conciencia de tantos ciudadanos a las leyes que una recta razón considera fundadamente injustas. El desquiciamiento legislativo

que

puede

generar

una

razón

pública

procedimentalmente configurada no ha hecho más que empezar a mostrar el conjunto de sus posibilidades, lo cual provoca, a su vez, un deseado despertar de las conciencias adormiladas de tantos ciudadanos que aspiran a configurar prácticamente la razón pública de las sociedades en las que ellos viven responsablemente insertos. La coherencia personal en la vida pública no es más que una manifestación de la integridad moral del ámbito personal, si es que no se quiere admitir la esquizofrenia antropológica que supone plantear unas virtudes públicas que pudieran nutrirse de un sustrato privado no configurado por la virtud. Semejante hipótesis es irreal o inexistente si se recuerda que las virtudes no admiten la disociación entre la posesión y el uso, a la manera de las capacidades técnicas.53 En el fondo, ser virtuoso y vivir como tal puede resultar peligroso en las sociedades liberales para el mantenimiento de la razón pública estándar, porque el influjo social progresivo de los ciudadanos que viven virtuosamente plantea una batalla antropológica y moral a quienes prefieran seguir instalados en la dinámica de exigir el respeto a las reglas del juego 53

Cf. R. ALVIRA, “La unidad de la ética” en L. NÚÑEZ LADEVEZE, Etica pública y moral social,

Noesis, Madrid, 1996, 49-60.

43

exclusivamente procedimental, ya que esas reglas han sido configuradas para neutralizar toda posible expansión de la difusividad de la virtud. Se diría que se tolera al defensor de la virtud mientras su conducta no impida al defensor del vicio ejercitar libremente su opción. ¿Hasta dónde debe llegar la permisividad legislativa? ¿Han de converger la moral y el derecho? ¿Han de oponerse necesariamente? De lo que no cabe la menor duda es de la función pedagógica que ejercen los contenidos de la razón pública, que al configurar la sociedad desde unas opciones que exigen el debido respeto cívico está imponiendo solapadamente unos mínimos morales con pretensión de universalidad. Ese es, de hecho, el consenso solapado que existe en las sociedades democráticas liberales: el que les suministra la razón pública. Ahora bien, ¿ha de estar la razón pública necesariamente anestesiada para no exigir moralmente más allá de los límites de la racionalidad procedimental, asumiendo la distinción rawlsiana entre lo racional (procedimental) y lo razonable (aquello que está dentro de un proyecto de vida)? ¿O es, por el contrario, un deber suyo configurar la demarcación entre derecho y moral desde una opción ética que sea justa, puesto que inevitablemente se ha de ejercitar alguna opción? Resulta interesante, por tanto, el proceso de reivindicación creciente sobre la necesidad de la virtud que se observa desde hace unos años en las democracias liberales. Un exponente de esa preocupación por garantizar el propio funcionamiento del sistema social es la reflexión de Peter Berkowitz sobre las relaciones

44

entre el liberalismo y la virtud.54 En su opinión ha llegado la hora de reivindicar el aprecio por la virtud no sólo para el liberalismo contemporáneo y del futuro, sino también para realizar una lectura menos sesgada de los padres del liberalismo como Hobbes, Locke, Kant y Stuart Mill, en cuyas obras cabe encontrar una presencia de la virtud que hasta ahora habría pasado inadvertida en buena medida, según puede comprobarse en el cuerpo de su libro. La conclusión a la que llega Berkowitz es lapidaria: “para que una comunidad política liberal economice en virtud, será preciso que sus ciudadanos, sean funcionarios políticos o no, ejerzan la virtud”.55 Conviene reparar que en su caso a esa reivindicación de la virtud va unida una distinción entre lo que Berkowitz denomina cultivo de las virtudes y coerción a las virtudes. De ningún modo apuesta por leyes y regulaciones invasoras que impongan a los ciudadanos conceptos de perfección humana sancionados por el estado, sino que más bien se siente partidario de usar medidas indirectas y relativamente poco intrusivas, que alienten ciertas cualidades de mente y carácter que se consideran básicas para el ejercicio de una buena ciudadanía. Así se mantiene la división entre “virtudes necesarias” y otras “virtudes nobles”, pero lógicamente supererogatorias. Lo curioso de semejante planteamiento es que obedece a esquemas similares a los de quienes reducen la ética y las

54

P. BERKOWITZ, El liberalismo y la virtud, Andrés Bello, Santiago de Chile, 2001.

55

Ib., 224.

45

virtudes a la “ética civil” y sus respectivas “virtudes cívicas”.56 Por un afán desmedido de garantizar el respeto al pluralismo en el espacio democrático se reduce el ámbito de lo moral a lo públicamente exigible, admitiendo que en ese terreno nunca se irá más allá de lo que el Estado pueda legítimamente imponer con medios coercitivos. De esta manera se suplanta la ética por el derecho57 y se considera buen ciudadano a quien al margen de su aprecio o desprecio por las “virtudes nobles” (supererogatorias), practica las “virtudes necesarias” -entre las cuales la reina es siempre la tolerancia- para que el sistema social funcione. ¿Cómo lograr que una “ética civil” articulada desde la prioridad de la tolerancia y el respeto al pluralismo funcione? Dado que la familia y las iglesias, comunidades básicas que garantizaban el aprendizaje de las virtudes en la época de constitución del liberalismo clásico, hoy ya no parecen seguir desempeñando ese papel en la medida en que fueron capaces de hacerlo en otras épocas, el Estado mismo se ve obligado a evitar su propio colapso implantando una “educación ciudadana” que asegure la formación en las virtudes básicas para el funcionamiento del propio sistema social. De ahí deriva como lógica consecuencia el empeño por configurar una educación en valores,

bajo

la

denominación

de

“educación

para

la

ciudadanía”,58 que caracteriza algunas legislaciones educativas de las democracias contemporáneas. 56

Cf. P. CEREZO (ed.), Democracia y virtudes cívicas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005.

57

Cf. L. RODRÍGUEZ, Etica de la vida buena, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2006, 54.

58

El planteamiento académico de un área con esa denominación es una recomendación del Consejo

de Europa que declaró el 2005 como Año Europeo de la Ciudadanía. La manera de articular semejante educación en valores cívicos admite una variedad de propuestas, que para nada obligan a orientarla de

46

Siendo buena la intención, el precio que puede pagarse es la desesperada comprobación de que una pedagogía moral inspirada en una concepción reductiva de la ética está abocada al fracaso, porque es incapaz de llegar a distinguir entre valores y antivalores, o cuanto menos reduce el número de los primeros exclusivamente a los considerados “políticamente correctos”, desproveyendo del apoyo social necesario al conjunto de las virtudes que se cataloguen como pertenecientes a las “éticas de máximos” o a las “virtudes nobles”. A ello se debe añadir la complejidad moral que causa el que deban ser consideradas respetables y toleradas las conductas y comportamientos que por vía legal vayan ganando un ascenso social en la opinión pública, por más que desde una sana ética lo intrínsecamente perverso no admita recalificación moral ni cohonestación de raíz alguna. Para acabar, no se puede olvidar la diferencia entre la praxis voluntaria y la acción discursiva, ya que me puedo dirigir al otro no solo para examinar su argumentación, como interlocutor, sino como destinatario de mi acción de ofrecer, aceptar, pedir, acceder... Lo cual manifiesta el contraste entre el hábito moral y la

formación

discursiva

de

la

voluntad

en

términos

habermasianos: si bien la dialogicidad es común tanto al hábito moral como a la formación discursiva de la voluntad, ésta por sí misma es incapaz de generar hábitos a los que se pueda

manera ideológicamente sesgada como parece se pretende hacer en el sistema educativo español: Cf. C. NAVAL y M. HERRERO (ed.), Educación y ciudadanía en una sociedad democrática, Encuentro, Madrid, 2006.

47

denominar con propiedad virtudes, tales como los mencionados más arriba, incluída la misma justicia.59 Está servida, pues, la importancia de la deliberación para configurar una razón pública adecuada en las sociedades del siglo XXI: se precisa que los debates sociales para gestar esa razón sean auténticos, es decir, posibiliten que las razones prácticas de los ciudadanos sean las verdaderas gestoras de la razón pública, para evitar que los mecanismos de la opinión pública, astutamente manipulada, sustraigan el protagonismo cívico que sólo les corresponde a los ciudadanos. b) El debate social Lo más práctico en el proceso de la razón práctica es la deliberación. Conviene recordar cómo la verdad teórica no es capaz de dar, por sí sola, con la verdad práctica, con la realización concreta y situada en el aquí y ahora de la praxis. Si delibera nuestra razón práctica en el momento culminante de su configuración interna no es para realizar un mero ejercicio de aplicación de lo teórico a lo práctico, sino para encontrar la verdad práctica que se busca y que no aparecerá hasta su realización misma en la praxis. Este proceso debiera mostrar que no hay más verdades prácticas que aquellas que nosotros, en cierto modo, creamos al decidir qué hacer, tras la debida deliberación.

59

Cf. O. HÖFFE, Estrategias de lo humano, Alfa, Buenos Aires, 1979, 163-172.

48

Surge entonces una pregunta: ¿cabe errar en la deliberación si se afirma que la verdad práctica es un resultado al que no se llega sino por la deliberación? Dicho de otro modo: ¿supone la naturaleza de la deliberación estar ante un procedimiento formal que garantizaría la imposibilidad del error en la búsqueda de la verdad práctica, puesto que en el fondo quienes hemos de decidir somos nosotros y no habría más verdades prácticas que aquellas que nosotros creáramos? Este es el meollo de la confusión en la que suele ocultarse el ejercicio del consenso para escapar a toda crítica que proceda de quien considere equivocado el resultado de una determinada deliberación, aunque esté avalada por la mayoría. ¿Pueden acaso equivocarse las mayorías cuando deciden el resultado final de una deliberación? Ahora se puede percibir con claridad cómo no toda deliberación conduce automáticamente a la verdad práctica, puesto que cabe el error en el juicio práctico con mucha mayor posibilidad que en el juicio teórico. Deliberar acerca de los fines que se han de proponer en un debate, así como sobre los medios más idóneos para obtener esos fines, previendo en todo caso las consecuencias que de nuestras elecciones se derivarán, es describir la totalidad de los elementos que integran una auténtica deliberación racional. Este es, sin duda, el corazón del proceso constituyente de la razón práctica, que, si bien es ejercida por cada individuo en particular, resulta también susceptible de ser ejercida comunitaria o asambleariamente, tal y como refleja el significado etimológico del término boúlesis. La distinción entre la deliberación teórica y la deliberación práctica ha sido 49

analizada con detalle por Reinach: mientras que la primera versa sobre lo que ya está decidido en sí mismo, la deliberación práctica involucra al propio sujeto que ha de decidirse.60 Lo que se ha de evitar en la deliberación es la irracionalidad que podría determinar el hecho de que al final todo el proceso racional quedara coartado por un decisionismo propio de una voluntad que no tiene más razones para imperar un determinado juicio que las de querer afirmar su real decisión, sin apoyo en ningún tipo de aproximación a la verdad de las cosas. De esta manera suelen degenerar la mayor parte de los procesos deliberativos de los parlamentos en los que la última razón para inclinarse por una decisión no es el auténtico ejercicio de la argumentación racional práctica, sino el acatamiento de unas consignas ideológicas o intereses de partido a los que se ha de sumar el parlamentario de manera gregaria e irracional. Sin un auténtico debate que permita exponer las propias razones y argumentos para defender una determinada propuesta u opción no es posible tampoco conocer las razones contrarias que se oponen a dicha propuesta. Muchas veces los debates son diálogos de sordos en los que da la sensación de que las posturas preconcebidas no están dispuestas a enriquecer ni a enriquecerse del adversario u oponente. En ese tipo de debates no cabe la auténtica deliberación racional que presupone la capacidad de un verdadero diálogo de cara a la obtención del consenso, que, más que construirse, se desvela porque se diría que estaba oculto bajo 60

Cf. U. FERRER, Las ontologías regionales, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 176, Pamplona,

2005, 57-61.

50

las enfrentadas pretensiones de poseer la verdad absoluta de los contrincantes. Es importante, pues, destacar que el corazón mismo del proceso deliberativo es una búsqueda de la verdad, sin la cual el diálogo mismo perdería su razón de ser.61 No se trata, por tanto, de considerar que el mecanismo vacío de un aparente debate es el que inexcusablemente nos llevará a las verdades fácticas, más que prácticas, más allá de las cuales sería imposible llegar en las sociedades actuales.62 El convencimiento de que es posible un consenso solapado o por intersección, que posibilite un acercamiento progresivo a la verdad práctica, es el que puede mover e incentivar a quienes no se resistan a pensar que las democracias liberales no admiten una regeneración moral que consiga modelar dialógicamente la razón pública de manera más acorde a la razón práctica de sus ciudadanos. Es cierto que el desnivel entre la configuración procedimental de la razón pública y la deseable configuración dialógica de esa misma razón pública es cada vez más pronunciado, debido a una serie de patologías que han hecho más complejo el influjo real de las concepciones del bien de los ciudadanos en la configuración social. Pero, las crecientes dificultades, que los mecanismos de gestación de la razón pública interfieren al sano deseo de los ciudadanos de intervenir en las 61

Cf. A. LLANO, “La verdad en la conversación humana” en L. NÚÑEZ LADEVEZE (ed.), Ética

pública y moral social, Noesis, Madrid, 1996, 205-222. 62

Cf. R. CORAZÓN, La verdad, un consenso posible, Rialp, Madrid, 2001, 21-41. Este autor

muestra cómo la crisis de la verdad es la raíz última que explica la situación cultural de Occidente respecto a los valores morales: “si la última instancia de decisión, en todos los ámbitos, es la subjetividad, es imposible aceptar un criterio objetivo que pueda hacer posible la convivencia y la aceptación de verdades comunes”.

51

deliberaciones públicas desde el suelo de sus convicciones prácticas, no deben producir la falsa conciencia de que es imposible reorientar el curso de la razón pública de las sociedades democráticas liberales.63 Quienes así opinaran no tendrían por qué molestarse en pensar nada más, en deliberar absolutamente nada, ni en proponer nada: les bastaría el ejercicio permanente de la queja ineficaz ante los hechos que cada vez se imponen de manera más contundente. Pero no hay conciencia ciudadana más muerta que aquella que renuncia a ofrecer su peculiar aportación a la configuración social, por estar autoconvencida de la inutilidad de semejante ejercicio o de que sencillamente no se va a conseguir nada. Esa patología es la del derrotado antes del inicio del juego. No hay peor enfermo que el que renuncia a recobrar la salud. En ese sentido hay bienes tan inexcusables que no admiten la renuncia a su defensa, por difícil que ésta pueda resultar o por complicado que pueda estar el panorama. Esos bienes son los derechos humanos64 que protegen la dignidad humana, auténtica salvaguarda del bien común. Cabe descubrir en la base de la articulación de esos derechos unos bienes humanos básicos irrenunciables tal y como lo ha hecho Finnis,65 al que cabe sumar en la misma línea tanto a Grisez como a Taylor. 63

Cf. M. A. PÉREZ, Perfil de la discusión política contemporánea: una propuesta aristotélica,

PUG, Roma, 2005. 64

Cf. J. J. MEGÍAS (ed.), Manual de derechos humanos, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2006.

65

Cf. J. FINNIS, Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000 (ed. original

en inglés de 1980).

52

Un buen ejemplo de la defensa de la naturaleza humana como bien específico frente a las aplicaciones bioéticas que dejan la deliberación a la zaga lo ha dado una de las últimas obras de Habermas,66 quien recientemente también dialogó sobre los valores prepolíticos de la democracia liberal con el entonces Cardenal Ratzinger,67 llegando a sostener que la secularización ha de entenderse hoy como un proceso de aprendizaje recíproco entre el pensamiento laico heredero de la Ilustración y las tradiciones religiosas, ya que éstas pueden aportar un rico caudal de principios éticos, que debidamente traducidos al lenguaje de la razón pública, fortalezcan los lazos de solidaridad ciudadana sin los que el Estado liberal no puede subsistir. c) El bien común y el interés general El mayor interés de la razón pública en las sociedades liberales democráticas es salvaguardar los derechos fundamentales sobre los que se asienta la convivencia de los ciudadanos, garantizando así la inalienable libertad de todos para manifestar y expresar sus preferencias, sin que se derive de ello una imposición a los demás de las personales convicciones de cada cual. Se diría que al planteamiento de una razón pública procedimentalmente configurada no le resulta fácil admitir que existan contenidos materiales de un pretendido bien común, que exceda los límites que la misma razón pública se encarga de señalar. Ello provoca 66

Cf. J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona, 2001.

67

J. RATZINGER-J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, Encuentro, Madrid, 2006. Esta

edición tiene un interesante prólogo de Leonardo Rodríguez Duplá.

53

una dinámica en la que todo lo que no esté recogido en los contenidos de la razón pública perderá por eso mismo la legitimidad de presentarse como bien común, pues ¿qué bien común es ese que los propios ciudadanos no han querido darse a sí mismos en la configuración de la razón pública que esté vigente? Lo que subrepticiamente consigue operar la configuración procedimental de la razón pública es la suplantación del concepto mismo de bien común en favor del concepto de interés general de los ciudadanos, que lógicamente se manifiesta en los contenidos materiales de la razón pública. Pero, por paradójico que parezca, crece el número de lesiones graves al bien común en las sociedades que no son percibidas como tales por el interés general de los ciudadanos, orientado y manipulado por los mecanismos de poder político e informativo que, a la larga, se convierten en los verdaderos gestores de la razón pública estándar. No extrañará que sean esos mismos mecanismos de poder político, económico y mediático los que se empeñen en mantener la configuración procedimental de la razón pública, porque ella sostiene cómodamente los intereses de esos grupos de presión, aunque sus propuestas estén manifiestamente en contra del bien común de la ciudadanía, a la que no pocas veces resulta imposible convencer del envilecimiento moral que supone admitir determinadas imposiciones sobre sus convicciones operadas desde los mecanismos legislativos de las democracias. Las masas fácilmente se degradan68 y admiten sin mucho 68

Cf. I. SÁNCHEZ CÁMARA, De la rebelión a la degradación de las masas, Altera, Barcelona,

2003.

54

esfuerzo que evitar el daño a terceros no es de su competencia, por lo que todo aquello que directamente no les perjudique en su bienestar es tolerado sin problemas. Los problemas sólo empiezan cuando aquello que supuestamente atenta contra el bien común además perjudica gravemente los intereses particulares de algunos ciudadanos. Se diría que las metafísicas del bien común no valen nada hasta que no se patentizan como garantes de los males comunes a evitar.69 Nadie dudaría en considerar que la paz es el bien común que garantiza la evitabilidad de las guerras, pero sí que hay quienes dudan que el matrimonio homosexual sea un atentado contra el bien común de la familia y la entera sociedad. Nadie se opone al progreso científico que promete nuevas terapias para vencer a determinadas enfermedades, pero no todos juzgan con la gravedad que debieran la utilización de embriones humanos para alcanzar fines a los que denominan terapéuticos. ¿Dónde está el auténtico bien común de nuestras sociedades del siglo XXI? Cuando muchos ya descartan que la sociedad pueda construirse desde un acuerdo en torno a los bienes que persigue el proyecto felicitario personal de cada ciudadano, porque en el terreno de los valores morales el pluralismo sería un punto de partida del que no cabe disentir, no resulta fácil sostener la validez del concepto de bien común para propugnar precisamente una reconfiguración dialógica de la razón pública que se ajuste a los valores que tal bien común garantiza. Esas dificultades para entender una noción unitaria del bien común 69

Cf. F. INCIARTE, Liberalismo y republicanismo, Eunsa, Pamplona, 2001, 113-122.

55

hoy derivan de la bipartición del mismo en dos elementos que serían: por un lado la conservación del statu quo, por otro la autorrealización.

Tal

escisión

ha

sido

operada

por

la

ideologización de la vida política, como ha sido bien analizado por Spaemann.70 Es necesario entender, en primer lugar, que el bien común es propio de cada individuo humano en particular, porque no es más que la garantía de su dignidad personal como tal. “El bien común de la sociedad no es ni la simple colección de los bienes privados, ni el bien propio de un todo que, como la especie en relación con los individuos o como la colmena en relación con las abejas, se refiere a sí mismo y sacrifica las partes por su bien. El bien común es la buena vida humana de la multitud, pero de una multitud de personas”.71 Esa naturaleza del bien común le da también un carácter moral intrínseco del que no es fácilmente despojable a tenor de que en las actuales sociedades el pluralismo moral exija una tolerancia que pudiera convertirse en permisivismo. A ese respecto, conviene señalar cómo “en general, el bien común es compatible con todos los pluralismos que no atenten, ni en la teoría ni en la práctica, a la dignidad humana de la persona”.72 ¿Dónde se sitúa esa frontera?

70

R. SPAEMANN, “Ontología de derechas e izquierdas”,

71

J. MARITAIN, Los derechos del hombre, Palabra, Madrid, 2001, 18.

72

A. MILLÁN PUELLES, Sobre el hombre y la sociedad, Rialp, Madrid, 1976, 108.

56

Aparece así, nuevamente, la dificultad de hacer relevante un concepto tan lleno y tan vacío, a la vez, como el de dignidad humana. En él cabe contar con mucho más que con una noción formal a la que se pudiera apelar como justificación racional de determinadas exigencias morales; pero ya se sabe que, sin una fundamentación metafísica de semejante noción,73 al final todo queda en palabras bonitas que no sirven más que para tapar las conductas más indecentes contra la persona humana, eso sí amparadas bajo el nuevo tabú democrático: derechos... Desde esa atalaya es fácil entender la deriva legislativa que niega derechos fundamentales a las personas humanas en la mayor parte de los países democráticos (tales como el derecho a la vida y a la muerte digna, por ejemplo), desde la enrocada concepción de la ley como

máxima expresión de la razón

pública.74 Es sobre todo la gama de los así denominados derechos sociales la que evidencia esa pérdida de relevancia del bien común como horizonte de la legislación, empeñada más que en garantizar la justicia en reflejar el modus vivendi de los ciudadanos de las sociedades pluralistas. En ese sentido hay que distinguir lo que son bienes individuales socialmente covergentes, como puede ser la salud, de aquellos bienes que sólo pueden gozarse estrictamente en 73

Cf. A. APARISI y J.J. MEGÍAS, “Fundamento y justificación de los derechos humanos”, J. J.

MEGÍAS (ed.), Manual de derechos humanos, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2006, 163-205. 74

Tal reducción del sentido de la ley se puede explicar desde el progresivo alejamiento que el

positivismo jurídico ha ido operando respecto a la ley natural. Cf. C. I. MASSINI, La ley natural y su interpretación contemporánea, Eunsa, Pamplona, 2006.

57

común, como la contemplación de una obra de arte, por ejemplo. Sólo este segundo tipo de bienes se pueden considerar bienes comunes, dado el carácter dialógico que caracteriza su propia constitución como tales. De ahí que se pueda mostrar también cómo la convergencia del derecho en la ética a través de la dignidad humana no hace sino postular ésta como un trascendental o condición de posibilidad del derecho mismo.75 Apostar por la inexcusabilidad del concepto de bien común para fortalecer la razón pública desde una configuración dialógica de la misma es simultáneamente dirigir una crítica a la velada suplantación de este concepto llevada a cabo por la razón pública

entendida

de

manera

procedimental

y

alejada

progresivamente de las exigencias de la ley natural moral.76 Ya se ha visto cómo denostando la presencia de conceptos metafísicos en la configuración de la política se nos invita a dar por consumada la prioridad de la democracia sobre la filosofía, en terminología de Rorty; pero eso no es posible más que sosteniendo un mínimo de conceptos metafísicos, lo que Llano ha denominado una metafísica mínima.77 Entre esos conceptos metafísicos necesarios para hacer política está, sin duda, el de bien común, como horizonte de la vida social y de la gestión pública de los recursos estatales. Por tanto no es una suerte de vuelta o regreso al pasado reivindicar la 75

76

Cf. R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid, 1989, 125-155. Cf. R. P. GEORGE- (ed.), Public reason and natural law, Georgetown University Press,

Whasington D.C, 2000. 77

A. LLANO, “Metafísica mínima y republicanismo” en I. MURILLO, op. cit., 391-399.

58

actualidad y necesidad de seguir utilizando el concepto de bien común para pensar la configuración de las sociedades del siglo XXI, en las que la razón pública debe asumir una naturaleza dialógica que no le garantiza la manera procedimental de entenderla, que, hoy por hoy, está más generalizada. d) El ejercicio de la gobernanza Uno de los aspectos que ha permitido recuperar la orientación aristotélica de la razón práctica ha sido la diferencia entre la ciencia política y la prudencia. Mientras que la primera sería para el Estagirita un saber práctico delimitado por el marco de su correspondiente estatuto epistemológico, en el que el método dialéctico es especialmente relevante, la prudencia como virtud dianoética, inseparable del resto de virtudes éticas, no es ni una ciencia ni un arte, sino la encargada de la función directiva de la acción y, en consecuencia, algo eminentemente operativo. Como dice el propio Aristóteles “un individuo es prudente no sólo por el hecho de conocer (qué hay que hacer), sino también por el hecho de ser capaz de practicarlo”.78 Esa distancia que media entre el saber teórico y la realización práctica de lo que se sabe que hay que hacer es el campo de actuación de la prudencia, que en cierto modo está presente en la ejecución de todas las virtudes y por ello es considerada genetrix virtutum. La importancia de la prudencia para el planteamiento de una recta razón pública es determinante porque, sin un 78

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1999, 1152 a 8-

9.

59

continuo ejercicio de las virtualidades políticas de la mencionada prudencia, será imposible configurar una razón pública que sirva de instrumento de aplicación de las bondades de la razón práctica. Dicho de otro modo: difícilmente resultará operativa la configuración procedimental de la razón pública para hacer que los ciudadanos de las democracias liberales sean prudentes en el ejercicio de su razón práctica, porque, como ya se ha visto pormenorizadamente,

existen

una

serie

de

mecanismos

subrepticios en la razón pública procedimental que ahogan las posibilidades de éxito de la difusividad intrínseca a toda recta razón práctica. Esos mecanismos son los que someten a una utópica neutralidad los argumentos de los defensores de sus propias razones prácticas, que de esta manera quedan impedidas para todo influjo real en la configuración dialógica de la razón pública. Conviene distinguir al menos tres funciones diversas de la prudencia: a)

la que le hace determinar el punto medio de cada virtud. Un punto medio que no ha de entenderse en línea de igualdad al defecto y el exceso, sino que es más bien un punto álgido al que cabría definir como el máximo desde la razón, o sea, dar en la diana o en el blanco. De esta manera se evita malentender la virtud como una cierta mediocridad entre ambos extremos, que vendrían marcados por el defecto y el exceso.

60

b)

La que le hace encontrar los medios adecuados de cara a los fines virtuosos.

c)

La aplicación de los principios morales generales a la situación particular en la que hay que actuar. Esta tercera función es la prioritaria. El hecho de que la filosofía moderna haya devaluado la prudencia entendiéndola como sagacidad, algo moralmente neutro, se debe especialmente al influjo de Kant, pero ha llevado a que en el lenguaje común se suela entender como sinónimo de cautela o moderación. De esta manera se suele considerar imprudente toda acción no acorde con el contexto social peculiar de cada momento histórico, situado en un marco geográfico concreto, que impediría saltar determinadas barreras culturales, morales, ideológicas o religiosas. Pues bien, la razón pública procedimentalmente configurada actúa como garante de la prudencia, deformada en su sentido primigenio, que debe caracterizar la actuación política concreta en el marco de las democracias liberales occidentales. De esta manera cumple una función hermenéutica para juzgar desde el marco que ella determina el grado de prudencia que le corresponde a una actuación en concreto. Es

decir,

que

sería

incomprensible

juzgar

como

imprudentes las actuaciones políticas que puedan quedar justificadas en el marco legislativo que la razón pública establece en una sociedad determinada, por lo que es inconcebible para este planteamiento la imprudencia o temeridad de quien se atreve a defender razones prácticas que pudieran contradecir la razón pública vigente. 61

Sin embargo, la existencia de ese conflicto entre la razón publica vigente y las razones prácticas que pudieran defender determinados ciudadanos es innegable y no está ausente de los planteamientos más clásicos de la filosofía del derecho. La raíz de ese eterno conflicto se sitúa en la dificultad de aplicar las razones generales que defiende la razón pública a los casos particulares que sostienen determinadas razones prácticas; este es el

denominado

por

Gadamer

problema

hermenéutico

fundamental: el de la aplicación de lo general al caso particular.79 Es justamente respecto a ese problema de la aplicación en lo que resulta admirable el planteamiento de la ética aristotélica, tal y como el propio Gadamer señalara a mediados del siglo XX. Redescubrir la verdad práctica no es sino dar con esa aplicación verdadera de lo general a lo particular, evitando la irracionalidad de quien considera que toda elección no obedece sino a un ejercicio de la voluntad que nada tenga que ver con la razón o entendimiento. La verdad práctica es la que encuentra el hombre prudente en la dinámica interna de la praxis humana; por eso “la prudencia constituye el verdadero conocimiento práctico; el virtuoso no sólo conoce los principios verdaderos del obrar, sino que actúa rectamente y sabe explicar y defender su acción”.80 A través de la aplicación se percibe cómo la razón práctica se encuentra situada

79

G. GADAMER, Verdad y método, Sígueme, Salamanca, 1977, 378-414.

80

I. YARZA, La racionalidad de la ética de Aristóteles, Eunsa, Pamplona, 2001, 28.

62

hic et nunc, sin que sea posible llegar al hic et nunc desde principios generales. Esa capacidad de explicar y defender la verdad práctica es la que exige de los ciudadanos la configuración dialógica de la razón pública que aquí se propone. Frente al desistimiento ante las dificultades sociales y culturales que genera el sometimiento a la razón pública estándar, procedimentalmente configurada, es posible otra razón pública dialógicamente enriquecida: aquella que sabrán construir los ciudadanos prudentes de las sociedades liberales occidentales que logren reconfigurar la maquinaria política en la que se sienten disconformes y tantas veces impedidos de aportar la bondad de sus convicciones rectas y honestas. No hay más camino para llevar a cabo semejante tarea que la participación ciudadana activa en el diálogo social que caracteriza las democracias occidentales. 3. El camino por recorrer La configuración dialógica de la razón pública en nuestras sociedades democráticas del siglo XXI es una tarea necesaria y viable: una reasunción de las mejores posibilidades que encierra el concepto de razón práctica del pensamiento clásico actualizado es el camino adecuado para percibir cómo es posible esperar que las democracias no axfisien la libertad de los ciudadanos con la presión permisivista que produce, hoy por hoy, la razón pública estándar en muchos países. Se adivina en el horizonte social del futuro más prometedor una lenta, pero eficaz reconfiguración dialógica de la razón pública estándar, que

63

conecta con las inquietudes que más preocupan a los propulsores de la misma. No se trata, pues, de sumarse a quienes rechazan la idea de razón pública, por otras o parecidas razones a las que apunta el propio Rawls cuando afirma que “quienes creen que las cuestiones políticas fundamentales deber ser decididas por las que ellos consideran como las mejores razones según su propia idea de la verdad absoluta –incluida su doctrina global religiosa o secular- y no por razones que pueden ser compartidas por todos los ciudadanos en tanto libres e iguales, ésos rechazarán obviamente la idea de razón pública”.81 No es en las filas de ese rechazo del liberalismo democrático en el que se sitúan las críticas que esta comunicación contiene contra determinados aspectos de lo que denomino razón pública estándar. Antes, al contrario, siendo plenamente consciente de que “el liberalismo político considera que esta insistencia sobre la verdad absoluta en política es incompatible con la ciudadanía democrática y la idea de la ley legítima”,82 no apuesto por el rechazo del uso procedimental

de

la

razón

pública

para

garantizar

el

funcionamiento del sistema democrático, sino que propongo un enriquecimiento de ese uso, exclusivo hasta ahora, mediante la reivindicación de la verdadera dialogicidad de su configuración, o sea, del influjo real de la razón práctica de los ciudadanos en la elaboración de la idea de razón pública, que permitirá establecer el marco de instituciones constitucionales democráticas en las 81

J. RAWLS, El derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Paidós, Barcelona,

2001, 162. 82

Ib.

64

que esos mismos ciudadanos desearán cumplir sus deberes de civilidad. Resulta, cuando menos, llamativo que el propio Habermas haya expresado que “el concepto de tolerancia en sociedades pluralistas concebidas liberalmente no solo considera que los creyentes, en su trato con los no creyentes y con creyentes de distinta confesión, son capaces de reconocer que lógicamente siempre va a existir cierto tipo de disenso, sino que por otro lado también se espera la misma capacidad de reconocimiento -en el marco de una cultura política liberal- de los no creyentes en su trato con los creyentes”, lo cual conlleva que “la neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista”.83 Al señalar esa necesidad de confluencia por parte de todos los ciudadanos en la elaboración de la razón pública que garantice la neutralidad de cosmovisión del Estado, exigida por la libertad ética de sus ciudadanos, se está apuntando con perspicacia a lo que, hoy por hoy, no parece quedar garantizado mediante la configuración exclusivamente procedimental de la mencionada razón pública. Precisamente esa invitación de Habermas es la que avala una propuesta tan novedosa como la de Ratzinger al sugerir que “tendremos que dar la vuelta al axioma de los iluministas y afirmar que aun el que no logra encontrar el camino de la libre aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida 83

J. HABERMAS, “¿Fundamentos prepolíticos del Estado democrático?” en J. HABERMAS-J.

RATZINGER, op. cit., 45-46.

65

veluti si Deus daretur, como si Dios existiera”.84 En opinión de Marcello Pera “hay que aceptar esa propuesta y asumir el desafío” que conlleva, “sobre todo por una razón: porque el laico que actúe veluti si Deus daretur será moralmente más responsable”.85 A fin de cuentas, a la hora de elaborar una razón pública dialógicamente configurada no se puede ignorar la preocupación que toda

sociedad democrática debería tener por la

responsabilidad moral de sus ciudadanos, ya que, como el propio Rawls afirma, “la democracia deliberativa reconoce también que sin una amplia educación de todos los ciudadanos en los aspectos básicos del constitucionalismo democrático, y sin un público informado sobre los problemas prioritarios no se pueden tomar las decisiones políticas y sociales cruciales”.86 Esa educación de los ciudadanos es la que debe garantizar el Estado, sin por ello traspasar lo más mínimo el derecho humano a la libertad de conciencia y el derecho de los padres a la educación de sus hijos, que juntos posibilitarán la confluencia de las energías morales que encierran las distintas doctrinas comprensivas que caben en un sistema político democrático.

84

J. RATZINGER, El cristiano en la crisis de Europa, Cristiandad, Madrid, 2005, 47.

85

M. PERA, “Introducción”, J. RATZINGER, Op. cit., 17. Del ex-presidente del Senado italiano

puede verse también el interesante libro que manifiesta las convergencias de un auténtico diálogo intelectual: M. PERA-J. RATZINGER, Sin raíces, Península, Barcelona, 2006. 86

J. RAWLS, El derecho de gentes y “una revisión de la idea de razón pública”, Paidós, Barcelona,

2001, 163-164.

66

En el marco de la preocupación por la educación moral de los ciudadanos se entenderá adecuadamente por qué la Iglesia Católica propone con valentía la necesidad de “disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son negociables”.87 ¿Apelar a esos principios éticos no negociables es una suerte de intolerancia, que inhabilita para la democracia a quien así se posicione? Quien así piense, ¿no es ya un ciudadano demócrata con el mismo derecho que los demás para realizar su aportación personal a la configuración dialógica de la razón pública del Estado en el que vive? Debería quedar claro que precisamente “en las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente”. Por tanto, “aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo

para

descalificarlos

políticamente,

negándoles

la

legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante”88 Tal vez sea esa una de las raíces culturales que alimentan el empeño por considerar la razón pública procedimentalmente 87

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones

relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública, Edice, Madrid, 2002, 10. 88

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Op. cit., 20.

67

configurada como un logro que no necesita ningún tipo de corrección o enriquecimiento como el que esta Tesis propone. Sin duda que se llega así al núcleo del problema que padece la cultura democrática actual cuando se resiste a ser enriquecida y revitalizada por las aportaciones de quienes no sólo no quieren su destrucción, sino más bien su auténtica fundamentación en la centralidad de la persona.89 La importancia de situar ese principio personalista en el corazón del sistema democrático está además avalada de múltiples maneras, Ello es motivo suficiente para colaborar a que el debate sobre la verdadera naturaleza de la democracia90 continúe abierto a nuevas aportaciones, que vayan subsanando las deficiencias que en el momento histórico presente se observan y que posibilitarán un fortalecimiento de ese sistema político, que necesita la ética de sus ciudadanos para subsistir, así como una razón pública enriquecida para que puedan llegar a ser buenos ciudadanos. Si a ello se añade, con Habermas, que “en la opinión pública política las imágenes naturalistas del mundo -que provienen de 89

Sobre la auténtica laicidad frente al intolerante laicismo Cf. Persona y Derecho, nº 53, 2005.

Particular interés tienen las contribuciones de A. Ollero, “Un Estado laico. Apuntes para un léxico argumental, a modo de introducción”; de F. Viola, “Laicidad de las instituciones, sociedad multicultural y religiones”; así como la de R. Palomino, “Laicismo, laicidad y libertad religiosa. La experiencia norteamericana proyectada sobre el concepto de religión”. 90

Cf. H. F. ZACHER (ed.), Democracy in Debate: the Contribution of the Pontifical Academy of

Social Sciences, Miscellanea, nº 5, Vatican City, 2005; C. IZQUIERDO-C. SOLER (ed.), Cristianos y democracia, Eunsa, Pamplona, 2005.

68

un trabajo especulativo de informaciones científicas y que son relevantes para la propia comprensión ética de los ciudadanos”, de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de cosmovisión trascendente o de tipo religioso que están en competencia con ellas,91 se entiende mejor la necesidad de lograr una configuración dialógica de la razón pública, en cuyo proceso se pueda esperar incluso de los ciudadanos secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar relevantes. El resultado al que lleva la tarea por conformar dialógicamente la razón pública de nuestras sociedades democráticas es la constatación de que ningún esfuerzo sincero y honesto por participar en ese proceso admite reprobación de antemano, porque la esencia misma de la democracia deliberativa reside en el respeto a la dignidad de la persona y a su capacidad de participar activamente en la gestión de la sociedad en la que vive.

91

J. HABERMAS-J. RATZINGER, Op. cit., 46.

69

70

Capítulo 3 Retos de la ciudadanía para el siglo XXI Caídas las utopías del siglo XX en la emblemática fecha de 1989, parece que la herencia cultural del llamado siglo breve ( 1ª Guerra mundial de 1914- Caída del muro de Berlín en1989) es un conjunto de nuevas ideologías que, con raíces culturales diversas, han logrado entretejer un proyecto identitario para la nueva izquierda mundial. La proyección política de esas ideologías resulta evidente en las propuestas de determinados gobiernos socialistas europeos (el caso español es su buque insignia), así como en los populismos iberoamericanos de izquierdas. La ingeniería social en la que esta nueva izquierda parece empeñada se sustenta en tres pilares que cabe concretar en el transhumanismo, la ideología de género y el laicismo. Hay quien sostiene que la conjunción de estos factores constituye una especie de auténtica nueva revolución comunista, si bien esa hipótesis de trabajo necesita ser demostrada.92 En cualquier caso la presencia de esa tríada de elementos en la base

ideológica

del

pensamiento

dominante

parece

suficientemente constatable a cualquier observador atento y por ello resulta interesante bucear en cada uno de ellos para poder apuntalar un análisis crítico de las nuevas ideologías dominantes en la cultura actual. Que la encíclica Spes Salvi, de Benedicto 92

La lección inaugural del Curso 2008-09 en el Seminario Diocesano de Ciudad Real, pronunciada

por Lorenzo Trujillo, es una exposición brillante e intuitiva de las conexiones que cabe establecer entre los elementos de esa “revolución cultural”, que inadvertidamente podrían parecer paralelos y poco coincidentes entre sí, pero que –como él muestra- dan cuerpo a un mismo proyecto ideológico. Cf. La mujer y el dragón, 10-10-2008.

71

XVI, incluya la crítica a las ideologías como un factor necesario para sostener y alimentar la esperanza, no debe pasar inadvertido para quien tenga en cuenta los análisis de ese documento magisterial. Entre la bibliografía más reciente en torno a la conmemoración de los 40 años de mayo del 68 hay títulos tan sintomáticos de ese renacer de las ideologías como el escrito por Rafael del Aguila.93 1. El transhumanismo Cuando Heidegger escribió su famosa Carta sobre el humanismo a mediados del siglo XX estaba suscitando un debate académico que todavía sigue abierto, pero sobre todo anticipaba una de las temáticas que más interesan a la revolución biotecnológica de inicios del siglo XXI. El tránsito de los intentos de clonación humana hacia los nuevos métodos de eugenesia ha sido tan veloz que, en el transcurso de apenas una década, el horizonte de la propia antropología filosófica se ha visto obligado a medirse en las nuevas fronteras con el mundo animal y con el proyecto gran simio.94 Lograr que la máxima pascaliana –“el hombre supera al propio hombre”- se realice en un nuevo sentido parece el objetivo de toda la revolución de la ingeniería genética contemporánea. Sin escrúpulos éticos, a pesar de las serias advertencias de voces tan autorizadas y poco religiosas como la

93

R. DEL ÁGUILA, Crítica de las ideologías. El peligro de los ideales, Taurus, Madrid, 2008.

94

Cf. L. PRIETO, El hombre y el animal, Bac, Madrid, 2008.

72

de Habermas95, la carrera investigadora trata de conquistar nuevos ciborg que pudieran hacer realidad lo que hasta ahora sólo han sido películas tan geniales como impensables, al estilo de la clásica “Los niños de Brasil” o la más reciente de Spielberg titulada “Inteligencia artificial”.96 El hombre está empeñado en superar su propia naturaleza por la vía de la aspiración a un nuevo hombre, que le permita lograr ese

transhumanismo

en

el

que

queden

superados

los

condicionantes básicos de una naturaleza en última instancia mortal, amén de frágil, enfermiza y contingente. Tal vez una relectura de la tentación inicial de “ser como Dios, pero sin Dios” admita una adecuada trasposición a los terrenos de la investigación biotecnológica97 que pretenden algo más que sanar, curar o prevenir enfermedades, sino sencillamente dar con esa fórmula que permita la inmortalidad, deseo de todas las épocas culturales, que tan sugestivamente se puede encontrar formulado en obras literarias como el Fausto de Goethe. Lo novedoso de los intentos actuales de ese transhumanismo es que parece arrastrar con él la lucha política, a través de su vinculación a la ideología de género, que no representaría más que un demostración fáctica de lo que hoy ya es viable: definirse

95

J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona, 2001.

96

Para una presentación del posthumanismo en el cine actual resulta muy útil el artículo de G.

SAVAGNONE, “Posthumanismo y cine” en J. BALLESTEROS, E. FERNÁNDEZ (ed.), Biotecnología y posthumanismo, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2007, 189-214. 97

Cf. J. BALLESTEROS, E. FERNÁNDEZ (ed.), Biotecnología y posthumanismo, Thomson-

Aranzadi, Cizur Menor, 2007.

73

sexualmente a la carta a lo largo de la propia vida y exigir la abolición de la diferencia en el terreno sexual. 2. La ideología de género Los peligros y el alcance de la ideología de género son algo que, ya en 1998, el fallecido marianista Oscar Alzamora Revoredo98 trató cómo réplica al informe de Dale O´Leary, titulado La deconstrucción de la mujer. Títulos más recientes como el de Judith Butler99 dan idea de cómo la ideología de género ha ido evolucionado en su propio interior hacia posturas cada vez más radicales. Ese radicalismo es desenmascarado con acierto por algunos de sus críticos, entre los que cabe situar la contribuciones de Jesús Trillo100 o Tony Anatrella; en ellas se da información actualizada de cómo se ha ido imponiendo en los gobiernos occidentales este requisito de lo políticamente correcto que consiste en la aceptación acrítica de todos y cada uno de los

98

CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Léxicon, Palabra, Madrid, 2004, 575-590.

99

J. BUTLER, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Paidós,

Barcelona, 2007. De esta autora hay ya varios libros traducidos al castellano, así como algunos introductorios a su pensamiento, como el de M. L. FEMENIAS, Judith Butler. Introducción a su lectura, Catálogos Editora S.R.I, 2003. Se trata de una filósofa postfeminista y postestructuralista y una de las más notables teóricas de los “queer studies”, que es profesora Maxine Elliot en el Departamento de Retórica y Literatura Comparada de la Universidad de Berkeley. 100

J. TRILLO-FIGUEROA, La revolución silenciosa, Libros libres, Madrid, 2008. Autor también de

La ideología invisible, Libro libres, Madrid, 2007, así como de un análisis del peligro totalitario que encierra la propuesta actual de la EpC en el sistema educativo: Una tentación totalitaria. Educación para la ciudadanía, Eunsa, Pamplona, 2008.

74

postulados de esta auténtica revolución sexual, que algunos autores prefieren denominar críticamente pansexualismo.101 En opinión de Pérez-Soba “la novedad última de este proceso que ha dado más fuerza al pansexualismo actual ha sido el empeño político internacional de imponer un modelo específico de comprender la sexualidad. Se ha hecho además como una propuesta de alcance universal, incluso exigida a todos los países como un requisito necesario para obtener las ayudas que precisan para su desarrollo”. Y apostilla: “no podemos ignorar este factor porque tiene una repercusión decisiva para la evangelización. En el tema sexual, “la teoría de género” propugnada por los poderes políticos y culturales ha encontrado como principal oposición organizada a la Iglesia Católica. La reacción primera de estos poderosos, que ha llegado a configurar una estrategia explícita, ha sido la de desprestigiarla ante el mundo con todos los medios a su disposición. No es algo que se aprecie del todo desde la perspectiva parcial de cada país, pero tiene un peso decisivo en los medios de comunicación en un mundo globalizado de un modo que en muchos casos puede considerarse como avasallante”.102 El reto cultural es tan enorme que no exige sólo la denuncia de los atropellos o desviaciones respecto a una recta razón, sino la propuesta de una auténtica cultura del amor y la

101

J. J. PÉREZ-SOBA, “El pansexualismo y su incidencia en el matrimonio y la familia” en AA.VV.

Diálogos de Teología Almudí, nº 6, Edicep, 2004, 85-110. 102

Ibidem., 104-105.

75

familia por parte de la Iglesia y de la sociedad.103 El asedio y derribo cultural de la Iglesia Católica que lleva a cabo la cultura dominante es de tales dimensiones internacionales, en materia de género y derechos reproductivos, que las mismas organizaciones de la ONU y la Unión Europea parecen ser portadoras de una ideología anticristiana.104 3. El laicismo La preocupación por la adecuada relación de las religiones con los estados en el inicio del siglo XXI es compartida cada vez por un mayor número de instancias sociales, políticas, religiosas y culturales. Precisamente esa fue la temática de las XIII Jornadas de la Asociación de Letrados del Tribunal Constitucional, cuyas actas acaban de publicarse.105 En esas Jornadas la ponencia marco fue pronunciada por Dionisio Llamazares, Director de la Cátedra “Laicidad y Libertades Públicas” de la Universidad Carlos III de Madrid,106 en la que se puede encontrar una 103

Tanto la Instrucción pastoral de la CEE, La familia, santuario de la vida y esperanza de la

sociedad (2001), como el Directorio de la pastoral familiar de la Iglesia en España (2003) contienen no sólo elementos críticos respecto a la perniciosa ideología de género, sino también elementos propositivos para ofrecer a la Iglesia y a la sociedad vías de salida ante esta alarmante situación, que permite “afirmar que en la sociedad española de nuestros días posiblemente la fuente principal de problemas humanos sean los relativos al matrimonio y la familia” (Directorio, nº 14). 104

E. ROCELLA, L. SCARAFFIA, Contra el cristianismo. La ONU y la Unión europea como nueva

ideología, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2008. 105

Estado y religión en la Europa del siglo XXI, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,

Cuadernos y Debates, nº 187, Madrid, 2008. 106

Ibidem., 13-81.

76

actualizada exposición del proyecto laicista que se está desarrollando en España con la intención de adecuar el marco legislativo y social a la realidad europea en el terreno de la libertad religiosa. Se entiende así por qué desde el inicio de su exposición el profesor Llamazares considera que “la laicidad es el objetivo hacia el que apunta el laicismo como proceso histórico y, como resultado de un proceso histórico, no es ningún dogma sino una manera de ser el Estado con concreciones distintas, según tiempos y lugares: no tiene los mismos matices en unos lugares u otros, ni el grado y formas de evolución son los mismos. Separación entre Iglesia y Estado y neutralidad religiosa de este son sus señas de identidad”.107 Si bien la exposición aludida, titulada “Libertad religiosa, aconfesionalidad, laicismo y cooperación con las confesiones religiosas en la Europa del siglo XXI”, presenta una orientación claramente pro-laicista, lo hace desde la convicción reseñada de que éste es un proceso histórico necesario para ajustar las cuentas con la historia y llegar a una laicidad, que hoy por hoy no existe como tal. No es extraño que en el debate que siguió a esta ponencia se le replicara que “el laicismo es una manifestación extrema de la secularización”, más que “un paso obligado en el proceso que conduce a la laicidad” que hubiera que pagar como peaje inevitable.108

107

Ibidem., 16.

108

Tal fue el inicio de la extensa réplica que recibió la ponencia por parte de Diego Peña, con la que

se abrió un interesante debate, que ha quedado recogido en la publicación aludida: cf. Ibidem., 84.

77

Al margen de la valoración que merezca cada uno de los posicionamientos en el debate sobre la laicidad que actualmente está en curso en Europa, creo que se impone la constatación de que esta es una cuestión que obligatoriamente remite a la de si existen fundamentos prepolíticos del estado liberal secularizado vigente en la mayoría de los países occidentales. Tal problema fue tratado en el debate Habermas-Ratzinger109 y ha sido objeto de un particular análisis por parte de Gustavo Zagrebelsky, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Turín.110 Zagrebelsky

constata

constitucionalista

que

católico

la

afirmación

Ernst-Wolfgang

del

eminente

Böckenförde,

contenida en un ensayo de 1964, fue el punto de partida de Habermas para su debate con Ratzinger en la Academia Católica de Baviera de 2004; esa afirmación merece un análisis pormenorizado que le haga justicia, para no ser reinterpretado de manera interesada, tal y como parece hacerlo, en su opinión, Ratzinger. Para el Cardenal las palabras de Böckenförde darían pie a sostener que el Estado basado en la libertad –en cuanto Estado y no como sociedad- no puede con sus solas fuerzas de hecho garantizar sus propios presupuestos, sino que debe legítimamente buscarlos más allá en el cristianismo. Ello justificaría el requerimiento para la Iglesia Católica de un status diferenciado, que le permitiera ejercer esa función respecto al 109

J. HABERMAS-J.RATZINGER, Dialéctica de la secularización, Ediciones Encuentro, Madrid,

110

G. ZAGREBELSKY, “Sobre el dicho: el estado liberal secularizado vive de presupuestos que él

2006.

mismo no está en condiciones de garantizar. Este es el gran riesgo que se asume por amor a la libertad” en AA.VV. Entre la ética, la política y el derecho. Estudios en homenaje al profesor Gregorio Peces-Barba, vol. 1, Dikynson, Madrid, 2008, 1321-1342.

78

Estado: la de suministrarle los presupuestos que éste no puede darse a sí mismo. Tales conclusiones le parecen inadmisibles a Zagrebelsky en virtud de la propia doctrina conciliar de la autonomía de lo temporal. Lo decisivo resulta, pues, delimitar el marco adecuado de relaciones entre los estados y las iglesias, dentro del respeto al pluralismo cosmovisivo, que impide status de privilegio para todas las confesiones religiosas, incluida la cristiana. En mi opinión, mientras no se entienda que el cristianismo más que una religión junto al resto, es la apuesta por la verdad, no se verá la lógica del razonamiento en el que Ratzinger suele apoyar rigurosamente sus análisis y propuestas sobre filosofía política, que no pueden malinterpretarse como regresivas respecto al Vaticano II, sino que brindan nuevos horizontes de laicidad.111 4. Pluralismo cosmovisivo y crítica de las ideologías La conjunción de estos tres elementos da como resultado una amalgama ideológica frente a la cual es difícil resistir. Se 111

Creo que el sustrato teológico de la propuesta de Ratzinger sobre este tema se encuentra

desarrollado ampliamente en su libro J. RATZINGER, Fe, verdad y tolerancia, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2005. Cuando uno lee algunas alocuciones pontificias sobre la necesidad de una nueva laicidad, que se asiente en el respeto al derecho natural, como p. ej. el Mensaje para la Jornada Mundial de la paz del año 2006, titulado “La persona humana, corazón de la paz”, no puede menos de reconocer en Benedicto XVI al propio Raztinger, en muchas de las intuiciones que contienen sus libros. La más reciente intervención en la que Benedicto XVI ha abordado el tema del laicismo, apostando por un laicidad positiva, fue su discurso del 12 de septiembre de 2008 en París, ante el Presidente de la República Francesa.

79

precisan no sólo argumentos teóricos sólidos, sino capacidad emocional de trasladar a la opinión pública los perjuicios que entraña sucumbir a la ideología dominante. No parece una tarea fácil, pero la filosofía puede contribuir a desenmascarar los engañosos retrocesos históricos y cívicos que supone toda ideología totalitaria. Es preciso distinguir en las sociedades plurales y abiertas entre las legítimas opciones cosmovisivas de sus ciudadanos y las ideologías que pretenden suplantar la libertad, al amparo del legítimo pluralismo ideológico que caracteriza las democracias. Resulta de nuevo necesaria la crítica de las ideologías para evitar los totalitarismos que felizmente fueron superados y denunciados por el fino análisis de Hannah Arendt, allá por el año 1951 en su emblemática obra Los orígenes del totalitarismo. Lo que conviene advertir es que Arendt no sólo denunció el nazismo, el fascismo y el estalinismo, sino “también lo que podríamos

llamar

algunos

cristales

proto-totalitarios

o

cuasitotalitarios en las democráticas sociedades de masas de los años cincuenta”, tales como “el eclipse de la política por la gestión social

y la colonización del espacio público por las

técnicas científicas de manipulación de la opinión y gestión de las poblaciones”.112 Permaneciendo fiel a esa capacidad herética, por no llamarla políticamente incorrecta, de advertir acerca de los peligros cuasitotalitarios de las sociedades democráticas Arendt consiguió ponernos en guardia frente a los nuevos fenómenos sociales que encierran un tremendo potencial de convertir a los humanos en simples seres superfluos. Lo cierto y verdad es que 112

N. FRASER, Escalas de justicia, Herder, Barcelona, 2008, 236.

80

ese peligro está cada vez más presente en nuestras sociedades, que consiguen someter la libertad humana a la falsa necesidad de una especie de determinismo social, pese a la retórica consabida de la libertad de mercado y la democracia cosmopolita. Por todo ello resulta necesario preguntarse en tono arendtiano con Nancy Fraser: “¿vivimos realmente en un mundo postotalitario? ¿significa realmente la desaparición primero del fascismo y luego del comunismo el final de los proyectos hipertotalizadores que podrían destruir el mundo libre y hacer superfluo al ser humano? ¿o más bien están esos proyectos esperando entre bastidores?”.113 El mero hecho de sospechar la existencia de gérmenes proto-totalitarios en el interior de las sociedades democráticas debe obligarnos a reflexionar sobre las verdaderas causas del malestar de nuestras democracias con más frecuencia de lo habitual.114 No es descabellado, por tanto, advertir que la mutua interacción de varios factores puede desencadenar proyectos ideológicos totalitarios más o menos encubiertos. Tal es el análisis al que apunta la conjunción del factor cientifista, pansexualista y laicista que se ha descrito anteriormente. Para Nancy Fraser los “cristales” proto-totalitarios al inicio del siglo XXI habría que identificarlos con los cuatro factores siguientes:

113

Nancy Fraser titula así el capítulo 8 de la obra citada: “Amenazas a la humanidad en un mundo

globalizado: reflexiones arendtianas sobre el siglo XXI”. Cf. Ibidem., 245. 114

Cf. V. PÉREZ-DÍAZ, El malestar de la democracia, Crítica, Barcelona, 2008.

81

a) la peligrosa transformación que la globalización está llevando a cabo de las sociedades liberal-democráticas, haciéndolas más vulnerables a las manipulaciones cuasitotalitarias; b) la emergencia de estructuras postwesfalianas de gobernación a nivel de economía global y derecho internacional; c) la aparición de panmovimientos regresivos de tipo religioso en los tres monoteísmos; d) el surgimiento de movimientos transnacionales de tipo emancipador, en el que cabría englobar desde el feminismo internacional al ecologismo, pasando por los movimientos antiglobalización. Curiosamente no faltan análisis finos y convergentes sobre las amenazas actuales que se ciernen sobre la humanidad del siglo XXI. De todos modos, si tal vez “el siglo XXI todavía está esperando a su propia Hannah Arendt”, lo cierto y verdad es que todos coincidiríamos en exclamar: ¡ojalá llegue pronto!115

115

Cf. N. FRASER, op. cit., 250.

82

CONCLUSIÓN ¿Qué porvenir le espera a la razón? Esa es la pregunta que sigue marcando el tono de gran parte de la filosofía contemporánea que mantiene abiertos los debates en torno a la postmodernidad que caracterizaron las últimas décadas del pasado siglo XX en el panorama filosófico internacional.116 En opinión de Llano, “la presente situación cultural y política viene marcada por el gran debate que se inició hace unos veinte años, aunque sus precedentes se remontan al período de entreguerras. La polémica ha perdido fuerza, pero no está agotada, y todas las confrontaciones actuales vienen a ser –en un sentido o en otroalgo así como corolarios de esta discusión básica”.117 ¿Cuál es esa discusión básica? Se trata de dilucidar si el proyecto moderno está definitivamente concluido por agotado, de manera que el porvenir de la razón estaría marcado por las vías de

salida

que

indica

una

positiva

postmodernidad

o

transmodernidad, que son una propuesta de cambio de paradigma cultural, o si, más bien, se debe acometer la tarea de llevar a cabo definitivamente el proyecto moderno en la medida en que no ha sido efectuado todavía, siguiendo las líneas de lo que se puede denominar tardomodernidades, por cuanto no reclaman un cambio de paradigma cultural sino su eficaz culminación.

116

Una buena exposición de esos debates es el libro de BERCIANO, Modesto: Debate en torno a la

postmodernidad. Síntesis, Madrid, 1998. 117

LLANO, Alejandro: “Humanismo y posmodernidad”, Nuestro tiempo, Septiembre 2006, 17.

83

Abanderando la tardomodernidad seria estarían, por ejemplo, Habermas y Apel, por cuanto cabe considerar que existen tardomodernidades irónicas y divertidas como las propuestas por el pensiero debole de Vattimo y la deconstrucción de Derrida. A los primeros cabría sumarles a Rawls, mientras a los segundos a Rorty, ambos pertenecientes al ámbito filosófico anglosajón más influyente en Europa. Los adversarios políticos y filosóficos de estos grandes penseurs son, en opinión de Llano, los protagonistas de un cambio de paradigma cultural que se va operando a través de los llamados comunitaristas en general, que no admiten fácilmente esa calificación, pero que coinciden en sus críticas al proyecto moderno en la medida que lo consideran agotado y necesitado de un auténtico recambio. Mc Intyre, Ch. Taylor, M. Walzer, P. Donati, V. Possenti, R. Spaemann, J. Ballesteros son autores que mantienen puntos de coincidencia en torno a la necesidad de proponer

una

postmodernidad

positiva118

que

pudiera

caracterizarse como “paso del paradigma de la certeza al paradigma de la verdad” en expresión de Taylor. ¿Qué encierra esa propuesta de cambio de paradigma? Curiosamente la superación de las angosturas a las que ha dado lugar la razón moderna -la razón cartesiana y posteriormente kantiana- sólo es posible desde la recuperación de los horizontes metafísicos que la propia modernidad fue cerrando cada vez más, en virtud de la coherencia con sus propios principios. La búsqueda de la certeza en el horizonte del conocimiento humano 118

BALLESTEROS, Jesús: Postmodernidad: decadencia o resistencia. Tecnos, Madrid, 1989.

84

ha llevado a la humanidad desde la revolución científico-técnica del Renacimiento a un predominio de la razón instrumental y de la técnica que ha marginado las pretensiones de apertura metafísica que la razón lleva inscritas en su propia naturaleza. Reivindicar, pues, que la filosofía contribuya a redefinir la razón en el momento actual como una razón crítica, capaz de abrir un serio diálogo no sólo con la ciencia y la técnica, sino también con el arte y la religión, sin que rehúya las grandes cuestiones éticas, sociales y políticas puede parecer una pretensión premoderna o poco postmoderna, sólo a quien no admite más racionalidad que la de la razón moderna, ni más versiones de la postmodernidad que las que aquí se han calificado de tardomodernas. Se entiende así cómo para muchos “la razón ha dejado de ser la facultad que simbolizaba la unidad de una aprehensión teórica de los principios del ser y de la normas de conducta humana con su aspiración a lo incondicionado. Tras las múltiples embestidas sufridas por la razón a partir de la segunda mitad del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, la aspiración a la unidad de la razón se ha quebrado. La razón parece haber quedado escindida irremisiblemente en una pluralidad de razones que han tenido que asumir su propia historicidad y su relatividad”.119 Semejante constatación no deja de manifestar un particular posicionamiento del lado tardomoderno, en versión seria o irónica. Y es que cabe admitir una pluralidad de la razón que no

119

CARVAJAL, Julián (ed.): El porvenir de la razón. Ediciones de la Universidad de Castilla la

Mancha, Cuenca, 2004, 9.

85

derive en feria tardomoderna, ilustrada o deconstructora, precisamente desde la reivindicación de una racionalidad fuerte e integradora. La denuncia cultural a la que se verá sometida esa racionalidad fuerte es la que el filósofo italiano Flores d´Arcais lanzó contra la encíclica Fides et Ratio tachándola de fundamentalista y peligrosa para la democracia, por atreverse a poner la verdad por encima de las decisiones de una mayoría. Ratzinger admitía en su Discurso de Madrid que es difícil volver a dar carta de ciudadanía a la cuestión de la verdad en el debate público, pero precisamente por ello postulaba la necesidad de un auténtico debate sobre la esencia de la ciencia, sobre la verdad y el método, así como sobre el cometido de la filosofía y sus posibles caminos. El hecho de que la encíclica de Juan Pablo II denunciara admonitoriamente los peligros de autodestrucción cultural si no se vuelve a lograr que la verdad sea estimada nuevamente como algo científico, es considerado por Ratzinger como un acto auténticamente filosófico, ejercicio profético de la razón crítica que define la naturaleza más pura de la filosofía desde su nacimiento socrático. La pluralidad de la razón120 deberá afrontar con rigor en qué consiste un auténtico diálogo entre las culturas, tantas veces impedido por una patología de la razón moderna “consistente en limitarse a todo lo que es verificable mediante experimento”. Esa patología de la razón moderna exige no sólo un diagnóstico sino

120

Cf. ARREGUI, Jorge Vicente: La pluralidad de la razón. Síntesis, Madrid, 2004.

86

también una terapia: la ampliación de nuestro concepto de razón y del empleo de ésta.121 Esa ampliación de la razón moderna está siendo operada por la mejor postmodernidad en el sentido positivo que aquí se ha expuesto. Son esos autores los que están posibilitando el diálogo serio entre culturas y religiones que en este momento tanto apremia. Como ha dicho Benedicto XVI “en el mundo occidental predomina ampliamente la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de filosofía que de ella se derivan son universales”. A través de esa reducción de la razón moderna “los interrogantes propiamente humanos, es decir los de nuestro origen y destino, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden hallar lugar en el espacio de una razón común descrita por la “ciencia”, por lo que deben relegarse al ámbito de lo subjetivo”. La base para poder compartir una racionalidad común, que pueda informar la razón pública de las sociedades democráticas, habrá que buscarla pues por el camino adecuado. La alergia a la cuestión de la verdad es uno de los síntomas que caracteriza la cultura laicista. Con el pretexto de salvaguardar el derecho de cada cual a pensar en libertad, sin admitir imposiciones de supuestas verdades confesionales, se propugna un relativismo gnoseológico interesado, que consigue poco a 121

Cf. GARCIA-CANO, Fernando: “Por una razón integradora: el pensamiento filosófico”,

CARVAJAL, Julián (ed.): El porvenir de la razón. Ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha, Cuenca, 2004, 93-97.

87

poco fraguar una racionalidad insensibilizada para la verdad, tal y como ha denunciado con agudeza Benedicto XVI en un discurso publicado, pero no pronunciado, con motivo de su frustrada visita a la Universidad de la Sapienza en Roma, el pasado 17 de enero de 2008.122 El lobby de los “tolerantes”, que profesan un laicismo que niega el derecho a la libertad de expresión de las propias ideas a quienes tienen honestas pretensiones de verdad que ofrecer, no ha dudado en plantear una vez más su conocida estrategia de tildar como fundamentalistas las ideas del Papa.123 Lo preocupante es que quienes practican la imposición de sus propias ideas laicistas no sean juzgados como intolerantes por gran parte de la opinión pública, que aplaude calladamente la impresentable actitud de un reducido, pero activo, número de laicistas, que parecieran haber ganado el pulso por esta vez. Uno de los equívocos más comunes de la opinión pública es el de considerar impositivo cualquier discurso que apunte a la verdad, sin caer en la cuenta de que quienes niegan que exista la 122

BENEDICTO XVI, Mantener la sensibilidad a la verdad, Ecclesia digital.

123

De haberle concedido la venia para escucharle los beligerantes e intolerantes laicistas se hubieran

encontrado en los labios del Papa no sólo un discurso profundo y bello, sino con la literal afirmación conclusiva en la que expresa lo siguiente: “¿qué tiene que hacer o que decir el Papa en la Universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de forma autoritaria la fe, que sólo debe ofrecerse en libertad... es su misión mantener despierta la sensibilidad a la verdad e invitar una y otra vez a la razón a salir en busca de la verdad, del bien, de Dios y, por ese camino, estimularla a vislumbrar las luces útiles surgidas a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que alumbra la historia y que ayuda a encontrar el camino hacia el futuro”.

88

verdad ya están profesando una

verdad inadvertida que, en

coherencia lógica, debiera también ser contestada por su propio escepticismo. El círculo vicioso en el que incurre todo planteamiento escéptico es fácilmente detectado por quien está mínimamente introducido en los primeros principios metafísicos de la realidad y del conocimiento: ¿acaso tampoco es verdad que no existe la verdad? ¿Cómo deshacer esos tópicos a nivel de opinión pública? La verdad es que la crítica académica a los argumentos escépticos no ha dejado de evolucionar en la línea de tomar en serio su propia argumentación, para rebatir con el debido conocimiento de causa sobre lo que se critica. En ese sentido, un realismo que desconociera la nuevas razones de quienes sostienen el relativismo pragmatista impediría fraguar verdaderos contraargumentos que pudieran ser atendibles por quienes sostienen posturas intelectuales escépticas. Se suele hablar de un realismo ingenuo o precrítico para calificar las posturas metafísicas que no habrían acusado el golpe de los planteamientos antimetafísicos que han venido fraguando autores tan relevantes en el siglo XX como Heidegger o Derrida. El hecho de que estemos en una época postmetafísica, como sostiene Habermas, no impide que haya reformulaciones de los principios de una metafísica realista que estén a la altura del tiempo presente y que por ello se atrevan a presentarse como la metafísica mínima124 que se puede y debe seguir sosteniendo después de la crítica a la metafísica que han protagonizado gran

124

Cf. INCIARTE, Fernando-LLANO, Alejandro: Metafísica tras el final de la metafísica.

Cristiandad, Madrid, 2007.

89

parte de los autores mencionados, entre los que habría que contar también con Ayer y su famoso panfleto antimetafísico.125 Tengo la sospecha de que la reaparición de un laicismo radical beligerante en la mayor parte de los países occidentales va unido a la desaparición de la cuestión de la verdad en el plano gnoseológico y metafísico. Por ello se tiende a pensar que la propia democracia tiene un sustrato ideológico irrenunciable en el relativismo ético, por cuanto admitir una postura cognitivista en ese plano forzaría a readmitir el acceso a la verdad en el plano teórico, convirtiendo a la democracia en enemiga de sí misma. El laicismo sería el garante de que no haya verdades en el plano de la razón pública que vayan más allá de lo políticamente correcto, es decir, de lo que el consenso político de cada momento permita en el fondo legislar. Que haya ciudadanos que se rebelen cívicamente porque no están dispuestos a acatar acríticamente los mandatos y la legislación laicista de muchas democracias actuales, especialmente en leyes referidas al terreno moral, es interpretado como un fenómeno de regresión conservadora a supuestos neoconfesionalismos trasnochados. No es fácil hacer entender a quien no bucea habitualmente en la confrontación ideológica en el plano de la filosofía política, que

la

oposición

razonable

al

laicismo

no

sólo

es

democráticamente legítima, sino necesaria, precisamente para salvaguardar la propia democracia y la verdadera laicidad de los estados, que no deben en absoluto volver a configurarse como 125

AYER, Alfred Julius: Lenguaje, verdad y lógica, Orbis, Barcelona,

90

regímenes confesionales felizmente superados, entre los cuales también está el estado confesionalmente laicista.126 Curiosamente no se ve de ninguna manera que una legislación laicista sea una regresión a confesionalismos anacrónicos. Más bien parece que es una exigencia de la propia democracia, al menos en el momento actual que vive España. Por eso se postula abiertamente una España laica, cuando en realidad lo que se pretende es una España laicista.127 Resulta sintomático al respecto el manifiesto Constitución, laicidad y educación para la ciudadanía publicado como texto de la ejecutiva del PSOE en diciembre de 2006. La Lectura crítica del Manifiesto del PSOE que publicó D. Fernando Sebastián128 hubiera merecido la apertura de un debate público que no se ha llevado a cabo en estos años. Esa carencia sigue permitiendo que se den fricciones algo más que serias entre quienes pretenden contribuir a la gestación de la razón pública del estado desde sus legítimas convicciones cívicas y quienes pretenden imponer unas convicciones laicistas a toda la ciudadanía, sin el más mínimo respeto a discrepar en los espinosos terrenos de la moral y de las convicciones religiosas.129 126

Cf. GARCÍA-CANO, Fernando: “El reto del laicismo: descubrir la sana laicidad”, AA. VV: Dios

en la vida pública. La propuesta cristiana, Ceu-San Pablo, Madrid, 2008, vol. I, 889-894. 127

Cf. DÍAZ SALAZAR, Rafael: España laica. Ciudadanía plural y convivencia nacional, Espasa

Calpe, Madrid, 2008; PECES BARBA, Gregorio: La España civil, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005. 128

SEBASTIÁN, Fernando: Cartas desde la fe. Ediciones Encuentro, Madrid, 2008, 124-132.

129

Así se expresa Gregorio Peces Barba en la “Carta a los profesores” con que se abre su reciente

libro sobre Educación para la Ciudadanía: “La actitud beligerante contraria de la Conferencia episcopal

91

¿Acaso se puede hablar de verdad en el terreno de la ética y la moral, preguntan –entre admirados y escandalizados- los laicistas a sus adversarios? Es evidente que para el laicismo la configuración de los valores morales obedece a un proceso autónomo constructivista, enemigo frontal de cualquier visión iusnaturalista y cognitivista. Si bien se puede admitir que “la autonomía moral que defiende el laicismo clásico es muy exigente desde el punto de vista ético y no se puede identificar con el libertinaje amoral”130, a la hora de la verdad el autonomismo moral constructivista aboca en un nihilismo y relativismo amoral difícilmente reconducibles. En mi opinión sólo desde convicciones cognitivistas que garanticen la universalidad de las exigencias morales y su absolutez quedan salvaguardadas la objetividad y obligatoriedad de los preceptos de la ley natural. Es verdad que las relaciones entre la moral y el derecho no se pueden simplificar hasta el punto de confundirlas, porque en tal caso o no habría más moral que el derecho, o en el extremo opuesto habría que legislar la moral. Es obvio que en la actualidad se vive instalados en la primera confusión, más que en la segunda.131 Por ello es necesario distinguirlos adecuadamente, a la vez que mostrar su reclamando para la familia la competencia en la moralidad social, no debe retener ni debilitar la voluntad de los profesores, ni la legitimidad de la materia. Esta posición de la Iglesia jerárquica es conocida, en general, por su oposición a la modernidad y a los diversos jalones del progreso” AA. VV: Educación para la ciudadanía y Derechos humanos. Espasa Calpe, Madrid, 2007, 12. 130

DÍAZ SALAZAR, Rafael: o. c.,225.

131

Así lo denuncia RODRÍGUEZ DUPLÁ, Leonardo: Ética de la vida buena, Desclée de Brouwer,

Bilbao, 2006.

92

mutua conexión, lo cual constituye el objeto de un amplio debate que

sigue

plenamente

vigente

entre

iusnaturalistas

y

positivistas.132 Siendo consciente de que el mayor desafío que tienen las doctrinas iusnaturalistas “es el de encontrar un fundamento razonable a la objetividad de la moral”,133 parece obligado reconsiderar qué se entiende por naturaleza humana a la hora recurrir a ella como instancia de apelación de la objetividad de la moral.134 En consonancia con el replanteamiento aludido se puede abordar adecuadamente la objetividad de la moral desde el redescubrimiento de la ley natural que han realizado muchos autores en los últimos años.135 Así se entenderá mejor por qué “la insistencia en el significado de la “ley natural” no se deriva pues de la voluntad de introducir un determinado concepto de la naturaleza humana. Al contrario, la Iglesia insiste en que no existe ninguna filosofía, ninguna elaboración racional que pueda 132

Como botón de muestra de la actualidad de ese debate pueden verse los capítulos dedicados al

tema de la relación entre la moral y el derecho de las siguientes obras: DOWRKIN, Ronald: La justicia con toga, Marcial Pons, Madrid, 2007, 11-45; RAMOS PASCUA, José Antonio: La ética interna al derecho. Democracia, derechos humanos y principios de justicia. Desclée de Brouwer, Bilbao, 2007, 17-37; VILAJOSANA, Josep M: Identificación y justificación del derecho. Marcial Pons, Madrid, 2007, 61-88; OLLERO, Andrés: El derecho en teoría. Perplejidades jurídicas para crédulos. Thomson-Aranzadi, Cizur Menor, 2007, 59-76. 133

134

VILAJOSANA, Josep M: o. c., 88. Cf. BURGOS, Juan Manuel: Repensar la naturaleza humana. Ediciones Internacionales

Universitarias, Madrid, 2007. 135

Algunas obras introductorias al panorama de ese redescubrimiento son: DI BLASI, Fulvio (ed.):

Riscoprire le radici e i valori communi della civiltà occidentale: il concetto di legge in Tommaso d´Aquino. Rubbettino, Soveria Mannelli, 2007; GONZALEZ, Ana Marta: Claves de ley natural. Rialp, Madrid, 2006.

93

aclarar el enigma que es el hombre para sí mismo. Sería siempre un error, por tanto, entender el problema de la “ley natural” como el de la consecución del sistema filosófico perfecto, con la vana esperanza de lograr así el consentimiento universal en una sociedad plural. La afirmación esencial, en cambio, es la insuficiencia de todo sistema y el valor radical de la persona, expresado en su razón y en su libertad”.136 Las dificultades prácticas para recuperar las virtualidades de un planteamiento adecuado y renovado de la ley natural en las sociedades democráticas plurales son manifiestas, pero no deben llevar a pensar que lo que ese iusnaturalismo propone no puede ser asumido más que por quienes profesan convicciones creyentes en general, y particularmente por los católicos. ¿Qué

es,

entonces,

lo

que

se

quiere

proponer?

Sencillamente no perder la sensibilidad hacia la verdad en el terreno teórico ni en el campo práctico. Haciendo esa propuesta se descubre que el laicismo no tiene más enemigo que el concepto de verdad. Un concepto del que ya Nietzsche dijo que resultaba embarazoso, porque de admitirlo hace pasar por la ventana al concepto de Dios, que se pensaba haber echado por la puerta de su proclamada muerte...: “De hecho, hasta ahora nada ha tenido una fuerza persuasiva más ingenua que el error acerca del ser, tal como fue formulado, por ejemplo, por los eleatas: ¡ese error tiene a favor suyo, en efecto, cada palabra, cada frase que nosotros pronunciamos! También los adversarios de los eleatas 136

CARRASCO, Alfonso: “El significado de la vida de la Iglesia para la cuestión de la Ley natural”

en PÉREZ-SOBA, Juan José-LARRÚ, Juan de Dios- BALLESTEROS, Jaime (ed.): Una ley de libertad para la vida del mundo. San Dámaso, Madrid, 2007, 203.

94

sucumbieron a la seducción de su concepto de ser: entre otros Demócrito, cuando inventó su átomo... La “razón” en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”.137 Por ello, tal vez la aspiración de construir una ética sin Dios no sea más que el reverso del deseo de suprimir la verdad en el terreno práctico.138 Esos intentos se muestran como un elemento central del programa laicista, que lógicamente se alinea con un pensamiento relativista interesado en no descubrir la falacia escéptica que sustenta tal opción: la de no relativizar el propio laicismo, que presume de ser antifundacionalista y antifundamentalista. ¿Están justificadas sus pretensiones de aversión a la verdad? ¿Cabe admitir como razonable una racionalidad insensibilizada hacia la verdad? Son algunas de las preguntas que me parece obligado plantear para continuar profundizando en las raíces culturales de la crisis social que está generando el laicismo que trata de imponerse en el Occidente europeo.

137

NIETZSCHE, Federico: Crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial, Madrid, 1993, 49. Debo la

cita a INCIARTE, Fernando-LLANO, Alejandro: o. c., p. 41. 138

Cf. AA. VV; ¿Ética sin religión? Eunsa, Pamplona, 2007. Buena muestra de ese intento son los

recientes libros de ZAGREBELSKY, Gustavo: Contra la ética de la verdad. Trotta, Madrid, 2010 y de VATTIMO, Gianni: Adiós a la verdad. Gedisa, Barcelona, 2010.

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