La concepción del gobernante en la cultura egipcia y mesopotámica antiguas, durante el tercer milenio

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Descripción

La concepción del gobernante en la cultura egipcia y mesopotámica antiguas, durante el tercer milenio

Por Reynier Valdés Piñeiro Maestro en Estudios de Asia África Especialidad Medio Oriente [email protected]

Este trabajo se presentó en las II Jornadas Interdisciplinarias de Jóvenes Investigadores del Cercano Oriente Antiguo. “Cuerpos en el paisaje. Indagaciones contextuales sobre las sociedades del Próximo Oriente Antiguo”, Convento Grande De San Ramon Nonato, Buenos Aires, agosto 2014. También se discutió en el “Coloquio Asia y África, una perspectiva histórica”, UAM-Iztapalapa, en enero de 2014. A su vez es el resultado de una investigación que fue presentada como evaluación final de la asignatura Historia del Medio Oriente I (2011), impartida por el profesor Diego Barreyra, especialista en Historia del Medio Oriente Antiguo, como parte del programa de Maestría en Estudios de Asia y África, con especialidad en Medio Oriente, de El Colegio de México.

El presente estudio tiene como propósito analizar las nociones en torno a la figura del gobernante en las civilizaciones mesopotámica y egipcia antiguas, durante el tercer milenio. Para ello se tomarán en cuenta piezas representativas de la cultura material aristocrática de ambas civilizaciones, así como fuentes escritas del período en cuestión, que arrojen luces acerca del escenario ideológico que acompañó a los primeros monarcas de una y otra cultura. La delimitación cronológica halla su explicación en el hecho de que para ambas culturas, el tercer milenio representa un momento trascendental en lo que concierne a la construcción de un imaginario homogéneo en torno a la figura del gobernante. En el caso de la cultura egipcia antigua, el consenso oficial en establecer a Narmer (3100, Dinastía I) como el primer gobernante del Alto y el Bajo Egipto –unificados bajo su empresa– desempeñó un papel crucial en la construcción del ideario oficial sobre la figura del faraón: la noción del monarca como representante divino de lo estelar en la tierra, y por tanto consubstanciado con la divinidad suprema, se enriqueció y complejizó a lo largo de casi tres milenios, mas su concepción primigenia se mantuvo inalterable. Por su parte, la cultura mesopotámica antigua no reconoció en el monarca ascendencia divina en fecha tan temprana como los egipcios: a lo largo de casi todo el tercer milenio vio en él a un representante del dios tutelar de la ciudad, una suerte de administrador y protector de los [1]

bienes del dios, y no es hasta el reinado de Naram-Sin (2260-2223), durante el imperio de Akkad, que el monarca reclama y hace reconocer su naturaleza divina. Así pues, estamos ante dos procesos diferentes de institucionalización de la realeza en el Oriente Próximo antiguo. Para el desarrollo de este estudio comparativo han sido fundamentales los siguientes trabajos: la obra de Henri Frankfort Reyes y dioses (1981), el trabajo imprescindible de Thorkild Jacobsen The treasures of darkness. A history of Mesopotamian religion (1976), así como los libros El Oriente Próximo en la Antigüedad (2000) y Early Mesopotamia: society and economy at the dawn of history (1994), de Amélie Kuhrt y J.N. Postgate, respectivamente.

La concepción del gobernante en el Egipto Antiguo, durante el tercer milenio La institucionalización de la monarquía en la antigua civilización egipcia se cuenta entre los procesos más significativos y revolucionarios en la historia de la Antigüedad. Esto halla su explicación en el complejo fundamento ideológico que acompañó a la instauración de la realeza, así como en el cuerpo de ideas originales en torno a la figura del gobernante. Ambos elementos aportaron una visión decididamente innovadora y revolucionaria acerca de la naturaleza, funciones y destino del monarca, en el contexto ideológico y político del Oriente Próximo antiguo. El establecimiento del gobierno en el Egipto antiguo, guarda una estrecha relación con la unificación del Bajo y el Alto Egipto. Durante mucho tiempo la historiografía tradicional vio en este motivo la reminiscencia de un acontecimiento histórico, a saber, el eco de un enfrentamiento entre el poderío del sur y las monarquías locales del delta. La obra de Frankfort Reyes y dioses representó un giro considerable en la comprensión de este proceso de unificación, asumiéndolo más como la construcción ideológica resultante de un largo proceso, que como un acontecimiento real.1 Desde entonces se ha privilegiado esta perspectiva de análisis, la cual se ha apoyado en la evidencia arqueológica, que no 1

Henri Frankfort, Reyes y dioses: estudio de la religión del Oriente Próximo en la antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Madrid, Alianza, 1981, p. 44.

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demuestra la existencia de un conflicto guerrero significativo entre las regiones aludidas. 2 Lo importante es la trascendencia que tuvo, en la memoria del pueblo egipcio, la hazaña de la unificación de dos reinos, verdadero pilar simbólico sobre el que se asentaba la legitimación de la monarquía. A partir de este enfoque, propongo reparar en la Paleta de Narmer (Museo Egipcio de El Cairo), en tanto documento histórico que registra el “relato” simbólico de la unificación y la consiguiente fundación de la monarquía en el Egipto antiguo. Su información iconográfica servirá para reconstruir las innovaciones ideológicas que se producen, a inicios del tercer milenio, en lo concerniente a la concepción del monarca. Una de las características más significativas en la representación de Narmer, seleccionado por la ideología oficial como el fundador de la Primera Dinastía Real, es la acentuada jerarquización de su figura, en relación con los otros elementos que aparecen en la escena. En términos de escala, su corporeidad es colosal y magnánima; acorde, en suma, con la empresa que ha protagonizado. En el anverso de la pieza hallamos una escena de naturaleza bélica (el soberano subyugando al enemigo), una temática sin precedentes en las paletas del Período Predinástico, que se caracterizan por la representación de pasajes de caza.

Figura 1, Paleta de Narmer, Museo Egipcio de El Cairo, ca. 3100 a.C. 2

Al respecto consúltese el acápite que Amélie Kuhrt le dedica a este debate “Replanteamiento de la unificación de Egipto”. Amélie Kuhrt, El Oriente Próximo en la Antigüedad: c. 3000-330 a.C., trad. Teófilo de Lozoya, Barcelona, Lumen, , 2000, pp. 157-159.

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A propósito de esta modificación temática, el egiptólogo Toby A. H. Wilkinson, sugiere ver un cambio en las funciones que debe cumplir el gobernante, una vez que la monarquía ha sido instituida “El control de la fuerzas indómitas de la naturaleza ahora ha sido reemplazado, en la ideología de la autoridad real, por la derrota de las fuerzas anárquicas opuestas al rey.”3 En la interpretación de esta “escena”, Frankfort identifica la figura del vencido “como un egipcio del Bajo Egipto”,4 asumiendo que la paleta registra el triunfo histórico del Alto Egipto sobre las dinastías del delta. Wilkinson, aunque no descarta esta posibilidad, apuesta más por la representación de un asiático, lo cual explica como parte de la ideología xenófoba que se desarrolla con la institucionalización de la monarquía: A partir del reinado de Narmer en adelante, el sentido colectivo de Egipto sobre sí mismo […] se definió y se delimitó con relación a un “otro colectivo”: los vecinos extranjeros de Egipto. A partir de ahora, la ideología del estado caracterizó a los no egipcios como los equivalentes humanos de las fieras salvajes, enclavados fuera del ámbito egipcio y por tanto hostiles a Egipto, a su rey, a su pueblo y a su forma de vida.5 La mayoría de los historiadores y egiptólogos, interesados en el establecimiento del poder monárquico en el Egipto antiguo, están de acuerdo con Wilkinson en que durante el Dinástico Temprano, quedó establecida la responsabilidad del rey de rechazar a los enemigos y mantener las fronteras del reino, ello atravesado por un imaginario xenófobo con relación a un “otro” bárbaro . Así lo reconoce Kuhrt: […] el regionalismo cultural del período predinástico desapareció por completo[…] la cultura egipcia adquirió una homogeneidad que la distingue claramente de sus vecinos del oeste, del sur y del noreste. De resultas de este proceso de autodefinición política y cultural, los pueblos situados más allá de las fronteras de Egipto quedaron clasificados como enemigos del país, que suponían una amenaza eterna a la

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Toby A. H. Wilkinson, “What a King Is This: Narmer and the Concept of the Ruler”, The Journal of Egyptian Archaeology, vol. 86, 2000, p. 27. (Traducción propia.) 4 Henri Frankfort, Reyes y dioses: estudio de la religión del Oriente Próximo en la antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, op. cit., p. 31 5 Toby A. H. Wilkinson, “What a King Is This: Narmer and the Concept of the Ruler”, op. cit., p. 29. (Traducción propia.)

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coherencia y la seguridad del estado[…] La imagen del faraón apartando a sus adversarios se convertiría en una de las representaciones típicas de la monarquía.6

Asimismo, Frankfort da cuenta de la centralidad absoluta que, a partir de este momento, adquiere la representación del faraón, auténtica expresión de la consolidación efectiva de su autoridad: […] ya no se representará más a la comunidad por medio de un conglomerado de figuras: el arte egipcio proclama rotundamente que son los actos del Faraón, y no los del pueblo, los que son eficaces. Es revelador que la representación de la comunidad por la sola figura simbólica de su gobernante se aplique constante y únicamente a Egipto.”7 El equivalente simbólico de esta responsabilidad, que acompaña a la nueva ideología monárquica, se traduce en el mantenimiento del Maat –imagen del justo equilibrio – que sólo puede asegurar el monarca, en tanto encarnación de Horus, la divinidad suprema. Ya se adelantó que según la concepción egipcia de la realeza, el faraón encarna en su persona a Horus. En efecto, esta es una de las innovaciones más trascendentales que tienen lugar durante la primera dinastía, a partir de la cual se establece la condición divina del monarca egipcio. La Teología Menfita representa el fundamento religioso sobre el que se asienta esta noción. Al respecto debe recordarse que la fundación de Menfis, a inicios del tercer milenio, fue el resultado de la instauración del poder monárquico, que estableció en ella su asiento. Así pues, el sistema teológico desarrollado por los sacerdotes de la ciudad está enfocado, en lo fundamental, a legitimar el poder real. Según esta tradición teológica,8 en la que Ptah figura como el dios creador – por medio de la palabra – de todo lo existente, Horus es reconocido por Geb como el soberano legítimo de las tierras del Alto y el Bajo Egipto, luego de la incesante lucha establecida con su tío Seth, por la “regencia” del país. Sobre este principio teológico se asienta la encarnación de Horus en la figura del faraón: 6

Amélie Kuhrt, El Oriente Próximo en la Antigüedad: c. 3000-330 a.C., op. cit., p. 159. Henri Frankfort, Reyes y dioses: estudio de la religión del Oriente Próximo en la antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, op. cit., p. 131. 7

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Horus viene a otorgarle, en una suerte de transitividad consubstancial, el designio de Geb; así el monarca es lo mismo que Horus designado soberano de las Dos Tierras. Repárese en el relato sobre la distinción de Horus, recogido en la Teología Menfita: (10) Palabras habladas (por) Geb (a) Horus y Seth: “Yo los he juzgado.” Bajo y Alto Egipto. (Pero después se hizo) la enfermedad en el corazón de Geb porque la porción de Horus era (únicamente) igual a la porción de Seth. Entonces Geb dio su (completa) herencia a Horus, esto es, el hijo de su hijo, su primogénito.9 Una vez que se ha especificado el principio teológico de la identidad Faraón-Horus, es el momento de pasar a analizar cómo se expresa en la iconografía y el arte en general. Si se retoma la “escena” de rendición de la Paleta de Narmer, se verá que en ella figura Horus –en forma de halcón y sobre los papiros representativos del Bajo Egipto– otorgando legitimidad real a la epopeya unificadora de Narmer. Tómese en consideración que el monarca porta la corona blanca del Alto Egipto, de modo que la metáfora de la unificación también podría interpretarse como la conciliación y eterno enfrentamiento entre Horus y Seth. A raíz de la identificación temprana de la figura del gobernante con Horus, Wilkinson estudia el fenómeno de la asociación del nombre de los monarcas, pertenecientes a las primeras dinastías, con el del dios halcón. En ello descubre la intención de la ideología monárquica de abandonar la costumbre predinástica, que asociaba la identidad del gobernante con animales salvajes, en favor de una nueva concepción que se propuso emparentarlo con el principio supremo divino, representado por Horus: La autoridad del rey se expresa ahora no en términos de las fuerzas violentas de la naturaleza, sino haciendo referencia a la deidad celestial suprema, Horus. La palabra o frase dentro del serekh denota un aspecto particular de Horus, que se manifiesta en su encarnación terrenal, el rey.10

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Citado por John Albert Wilson: "Egyptian Myths, Tales, and Mortuary Texts," Ancient Near Eastern Texts: Relating to the Old Testament, James Bennett Pritchard, Princeton University Press, 1969, p. 4. (Traducción propia.) 10 Toby A. H. Wilkinson, “What a King Is This: Narmer and the Concept of the Ruler”, op. cit., p. 26. (Traducción propia.)

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Relacionado con lo anterior, Frankfort ha señalado que “los títulos oficiales del rey de Egipto son una elaborada declaración, relativa a su naturaleza divina: Horus, de Formas Divinas, Horus de Oro, Rey del Alto y Bajo Egipto”.11 La identificación del faraón con Horus trasciende en el arte del Imperio Antiguo con una fuerza sobrecogedora. En el ámbito de la estatuaria real sobresale la Estatua sedente de Kefrén bajo la protección de Horus (Museo Egipcio de El Cairo), cuyo nombre acaso indique la interpretación inadecuada de la relación entre el monarca y la divinidad: según se ha visto –más que el favor del dios–, de lo que se trata es de su encarnación en la naturaleza del faraón. Está esculpida en diorita, material idóneo para la función simbólico-ritual que debía cumplir, esto es, recibir el ka del gobernante de la IV Dinastía. El elemento que singulariza a este trabajo escultórico es, justamente, la representación de Horus, posado en forma de halcón sobre el claft del faraón. La llamad ley de la frontalidad, definida por el arqueólogo danés Julius Lange, a finales del siglo XIX, es una de las características recurrentes en el lenguaje técnico de la historia del arte, para explicar el principio de la escultura egipcia antigua, según el cual ella está concebida para ser vista únicamente de frente, de ahí que se descuide el tratamiento de los costados. Esta noción también hace referencia al principio de simetría axial (si se traza una bisectriz los dos lados quedan equilibrados en partes iguales), que domina en los trabajos escultóricos del Reino Antiguo y que posee evidentes connotaciones simbólicas: concepción dual del mundo, equilibrio de los contrarios Horus-Seth. Sin embargo, al observar con detenimiento el motivo de Horus posado sobre el tocado de Kefrén, se comprobará que éste sólo puede distinguirse desde una perspectiva lateral. Se está pues ante una obra que pone en entredicho la validez general de la ley de la frontalidad, para describir la escultura del Reino Antiguo. En ello debe verse la existencia de esencialismos en la comprensión del arte egipcio antiguo, que deben revisarse a la luz de nuevas teorías de análisis interdisciplinarias.

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Henri Frankfort, Reyes y dioses: estudio de la religión del Oriente Próximo en la antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, op. cit., pp. 69-70.

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Figura 2, Estatua de Kefrén bajo la protección de Horus, Museo Egipcio de El Cairo, Imperio Antiguo, (2700- 2200), IV Dinastía.

La estatua sedente de Kefrén, aporta otro indicio acerca de la concepción del gobernante por la ideología oficial egipcia, durante el tercer milenio: su idealización como hombre vigoroso y joven eterno. Esta característica está permeada de un profundo significado simbólico sobre la afirmación de la autoridad monárquica, toda vez que lo que se quiere es comunicar la plena capacidad del soberano para defender a la comunidad, sobre la que se ha colocado como su único representante. Este rasgo distintivo debe relacionarse con el desarrollo de complejos rituales, durante el Reino Antiguo, en los que se reafirmaba la autoridad del monarca. Es el caso del festival de Sed. La expresión de la plenitud física del faraón, se hace todavía más notoria en la Tríada de Micerinos (Museo Egipcio de El Cairo), grupo escultórico que resume todas las características acerca de la representación del soberano que se han venido explicando.

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Figura 3, Tríada de Micerino, Museo Egipcio de El Cairo, Imperio Antiguo, (2700- 2200), IV Dinastía.

Un punto sobre el que no se ha ahondado es el referente a las insignias reales, que van a identificar al gobernante a partir del Período Predinástico. Se hace alusión a la Corona Blanca y la Corona Roja, representativas del Alto y el Bajo Egipto, respectivamente; así como al motivo de las diosas Nejbet (buitre) y Wadjet (cobra), cada una emblemática de la misma dicotomía geográfica. La combinación de estos atributos en la forma de la Doble Corona y las Dos Señoras, participa, como puede inferirse, del simbolismo monárquico relativo a la unificación, en la figura del faraón, de las dos entidades del país. 12 A estos atributos se añaden el cetro y la barba postiza, que cumplen con el principio iconográficosimbólico de destacar la naturaleza divina del monarca. Repárese en la desnudez de los cautivos –Paleta de Narmer– en evidente contraposición con el atavío solemne del gobernante; principio simbólico que también se constata en la iconografía mesopotámica. Si me he concentrado en los documentos pertenecientes al ámbito de la élite real del Dinástico Temprano y el Reino Antiguo, esto se explica por el hecho de que la noción de gobernante promulgada por la ideología oficial de ambos períodos se mantiene, en esenciainalterable, a lo largo del tercer milenio. Ello no quiere decir que se desconozca el debilitamiento del poder monárquico en el Primer Período Intermedio (2180-2040), que 12

Así lo reconoce Kuhrt: “Esta idea de que Egipto estaba formado por dos países unidos no sólo por el faraón, sino además en su persona, lo impregnaba todo y afectaría a la iconografía real en casi todos sus aspectos durante el período dinástico”, op. cit, p. 149.

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afectó la visión consolidada de la supremacía del monarca “Con la disminución del prestigio de la realeza en los disturbios que acabaron con el Reino Antiguo, el epíteto «Gran Dios», fue sustituido por «Buen Dios» en textos que se refieren al gobernante en vida”.13 Para resumir la trascendencia que tuvo la nueva concepción del monarca en la mentalidad egipcia antigua del tercer milenio, nótese lo que apunta el egiptólogo Jean Yoyotte: Este rey representa lo divino y, en virtud del dogma existente es el único agente en materia de procesos económicos, sociales y políticos. Encarnación de Horus desde los tiempos arcaicos e hijo de Ra desde la época de las grandes pirámides, el «dios perfecto» desempeña el papel de los dioses, de los que es imagen, heredero y servidor […] Mantiene el Maat entre los hombres, y se encarga de la seguridad rechazando a los bárbaros e imponiendo el orden egipcio fuera del valle del Nilo. Es el único depositario de la fuerza sobrenatural que es fundamento de la victoria y la sabiduría política. Los decretos los dicta solo y nombra a todos los titulares de cargos y empleos. Es un iniciado y un letrado y, como tal, sustenta la vida de las deidades mediante las artes y los ritos.14

La concepción del gobernante en la Baja Mesopotamia antigua, durante el tercer milenio Hacia el cuarto milenio, en la zona cultural de la Baja Mesopotamia se habían formulado concepciones sobre las figuras de autoridad, más homogéneas, que las de la civilización egipcia de la misma época. En el arte predinástico del Egipto antiguo, por ejemplo, se hallan evidencias de la toma en préstamo de los códigos de representación del gobernante sumerio, lo cual explicaría la ansiedad de los monarcas egipcios por “desarrollar y

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Henri Frankfort, Reyes y dioses: estudio de la religión del Oriente Próximo en la antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, op. cit., p. 63. 14 Jean Yoyotte, “Cómo veían el mundo los hombres del antiguo Egipto”, Correo de la Unesco, sept., 1988, p. 23.

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promover una ideología de poder”.15 Acerca de estas tempranas ideas de jerarquía y distinción social en la antigua Mesopotamia, Postgate apunta que ya desde el período conocido como Uruk Antiguo (4000-3500), aparece una figura de autoridad que se representa “llevando una gorra plana y una falda de malla”.16 Estas figuras de autoridad están estrechamente ligadas al control de la actividad ritual del templo, que hacia finales del cuarto milenio se ha convertido en la principal institución ritual y administrativa de las ciudades, a las cuales otorga identidad. El Vaso sagrado de Warka (Museo de Irak), perteneciente al período de Uruk Tardío, permite ver la citada figura de autoridad sacerdotal, presidiendo la entrega de tributos a la diosa Inanna. Según puede apreciarse, esta suerte de autoridad sacerdotal lleva el bonete y la falda, anteriormente referidos, como signos de distinción social y acentuados frente a la desnudez de los portadores de tributos.

Figura 4, Vaso sagrado de Warka (fragmento), Museo de Iraq, Uruk tardío (3500-3000).

La idea del atavío jerárquico en contraste con la desnudez (como signo de inferioridad social y cultural), también está presente en la temprana ideología monárquica egipcia.17 Está intervención en los oficios rituales del templo, y la función de la figura de autoridad como mediadora entre la comunidad y su divinidad tutelar, es un legado que se continúa por los gobernantes del tercer milenio. 15

Esto se comprueba en el Cuchillo de Gebel el-Arak (Museo del Louvre). Consúltese Wilkinson, op. cit., p. 23. 16 J. N. Postgate, Early Mesopotamia: Society and Economy at the Dawn of History, Nueva York, Routledge, 1994, p. 260. 17 Recuérdese otra vez la Paleta de Narmer.

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El período Protodinástico (2900-2350), representa un momento clave para la comprensión de cómo evoluciona la idea del gobernante en la región. La Estela votiva de Ur-Nanshe (Museo del Louvre), registra una de las funciones principales que debe cumplir el monarca a partir de este momento, a saber, su participación en la construcción del templo de la ciudad. Así figura Ur-Nanshe, fundador de la primera dinastía de Lagash, portando la cesta con la arcilla que se empleará en la confección del primer ladrillo, para los cimientos del templo.18

Figura 5, Estela votiva de Ur-Nanshe, Museo del Louvre, Uruk tardío (3500-3000).

Repárese en el “relato”, que figura en la estela: Urnanshe, rey de Lagash, hijo de Gunidu, hijjo de Gursar, construyó el templo de Ningirsu, construyó el templo de Nanshe, construyó el Abzubanda.19 Este acto tiene toda una carga simbólica: en él se expresa la responsabilidad que recae en su persona, de asegurar la prosperidad de la comunidad. En la mentalidad sumeria antigua, la especial relación que establece el gobernante con los dioses, debe emplearse en obtener el favor de estos. Sólo si el soberano ejecuta las justas ofrendas y cuida su culto, se obtendrá el beneficio de la fertilidad de los campos y la seguridad frente a los enemigos. A partir de 18

Sobre “El moldeado del primer ladrillo”, consúltese a Frankfort, op. cit., p. 294. Jerrold S. Cooper (comp.), Sumerian and Akkadian Royal Inscriptions. Presargonic Inscriptions, New Haven, The American Oriental Society, 1986, p. 22. (Traducción propia.) 19

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entonces la prosperidad económica depende de su papel como intermediario entre el pueblo y la divinidad tutelar. Una mala cosecha, un ataque enemigo u otra desgracia, se interpretaba como la pérdida del favor de la deidad protectora. Ur-Nanshe, Rey de Lagash, hijo de Gunidu, hijo de Gursar, construyó el templo de Nanshe, fabricó (una estatua de) Nanshe, excavó el canal, trajo agua hacia el […] (canal), fabricó el Eshir, y eligió a Urnimin a través de la adivinación para ser la esposa de Nanshe.20 Kuhrt y Postgate coinciden en que los términos más empleados en el Protodinástico, para referirse a la figura del monarca son «lugal» (hombre grande), el cual implicaba dominación sobre otros gobernantes, «ensi» (gobernador) y «en», empleado en Uruk, con una connotación de cargo sacerdotal. Ambos autores concuerdan también en que no existió una dualidad de poderes monárquico-sacerdotal, puesto que la figura del rey gozaba de supremacía, aún en materia de asuntos divinos. Así lo explica Khurt: […] el personal del culto no tenía mejor acceso al conocimiento divino que el rey. Por consiguiente no estaba en situación de reclamar una autoridad, concedida por gracia divina, superior a la del monarca […] a la cabeza del ordenamiento político religioso estaba el propio rey, criado y formado físicamente por los dioses.21 Así pues, cuando el templo aceptaba las ofrendas del rey, estaba reconociéndole suprema autoridad como Rey de Kish. A propósito de este título, es oportuno considerar el fundamento teológico sobre el que se asentó la ideología de la realeza en la Baja Mesopotamia. El apelativo, Rey de Kish, hace alusión a la regencia de la ciudad donde los dioses establecieron el primer Reino; hay en él un trasfondo simbólico-teológico, según el cual el soberano ha sido seleccionado por la aprobación de los dioses.22 Otro elemento trascendental, en este sentido, es la noción mesopotámica del “Enlilship”, que podría traducirse como el “favor de Enlil”. Poseer la

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Ibid., p. 28. (Traducción propia.) Amélie Kuhrt, El Oriente Próximo en la Antigüedad: c. 3000-330 a.C., op. cit., p. 50. 22 A propósito de este título, Kuhrt cuestiona cuáles habrían sido los requisitos para obtenerlo. Una posible respuesta podría hallarse en la conquista de tierras, a partir de la empresa de Eanatum, quien ganó el título. 21

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“Gracia de Enlil” equivale, en la ideología político-religiosa del tercer milenio, a poseer la máxima autoridad que otorga el dios más importante del panteón mesopotámico: Era Enlil, desde su base en el centro geográfico e ideológico de la Tierra en Nippur, quien otorgaba monarquía y es evidente que este concepto de “Enlilship” implicaba supremacía de un gobernante sobre otros.23 A propósito de la singular relación que se establece, entre los dioses y el monarca, durante el tercer milenio, Jacobsen propone ver en ello la “metáfora del gobernante”. Esta explica el fenómeno de cómo el monarca va absorbiendo en su persona todas las facultades, legitimadas por los dioses; al tiempo que el panteón mesopotámico abandona las asociaciones naturalistas del cuarto milenio, para adquirir características humanas. Ante la insistente amenaza de ataques enemigos, el liderazgo, otrora temporal, vendría a perpetuarse en la figura de un monarca, que a partir de entonces va asociarse con el guerrero salvador y destructor del enemigo. Por su parte, los dioses van a relegar sus antiguas funciones de intervención en procesos naturales, para involucrarse en asuntos propiamente humanos. La concepción guerrera del soberano y la intervención de los dioses en las contiendas humanas hallan su mejor expresión en la Estela de los buitres (Museo del Louvre). En ella figura el rey Eanatum al frente de los ejércitos contra la ciudad de Umma, en una escala mayor, como ya se ha hecho característico en el arte del período para representar al monarca.

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J. N. Postgate, Early Mesopotamia: Society and Economy at the Dawn of History, op. cit. p. 272.

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Figura 6, Estela de los buitres, Museo del Louvre, 2450 a. C.

En otra cara de la estela se representa al dios Ningirsu, quien lleva apresado a los vencidos en una red. Nótese la insistencia en la voluntad guerrera del gobernante y del dios, en una inscripción de la época: Para Ningirsu, guerrero de Enlil, Eanatum, gobernante de Lagash, elegido en el corazón por Nanshe la poderosa señora, quien subyugó las tierras extranjeras para Ningirsu, hijo de Akurgal gobernante de Lagash. [Cuando] él destruyó [al gobernante?] de Umma, quien había marchado sobre el Guedena, él restauró para el control Nirgirsu su campo amado, el Guedena.24 En resumen, la imagen de los monarcas durante el Protodinástico III que promulgó la ideología política, redunda en presentarlos como constructores de templos y canales, a la vez que defensores del enemigo. Todos ellos habían sido escogidos entre los hombres por el consenso de los dioses: […] seleccionándolo de entre la miríada de gente, él reemplazó las costumbres de antiguos tiempos, llevando a cabo el mandato que Ningirsu, su amo, le había dado.25

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Jerrold S. Cooper (comp.), Sumerian and Akkadian Royal Inscriptions. Presargonic Inscriptions, op. cit., p. 41. 25 Ibid, p. 71.

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El establecimiento por Sargón de la dinastía de Akkad (2340-2159), dio comienzo al primer proceso de centralización política que conoció la Baja Mesopotamia. A pesar de los cambios que durante el período se producen en la esfera administrativa, en el plano ideológico la figura del monarca se continuó viendo como la del protector guerrero. Sin embargo, es en tiempos del Imperio de Akkad en que acontece una innovación sin precedentes en la historia de la ideología monárquica de la Baja Mesopotamia antigua: por primera vez26 un rey proclama la naturaleza divina de su persona. Este es un hecho trascendental en el seguimiento que se ha trazado del desarrollo de las concepciones en torno a la figura del monarca en la región. El acontecimiento lo protagonizó Naram-Sin (2260-2223) y quedó inmortalizado en la estela que lleva su nombre. Desde el punto de vista iconográfico, la Estela de la Victoria de Naram-Sin (Museo del Louvre), continúa el canon del soberano guerrero, mucho mayor en escala que las restantes figuras, que en su caso se acentúa todavía más. La gran innovación, eco de las transformaciones que están aconteciendo en el plano ideológico, se expresa en el tocado del soberano, que ahora porta la insignia de los cuernos divinos, reservados en la historia de la iconografía mesopotámica, para la representación de los dioses. Las circunstancias de su divinización son recogidas por la literatura del período: Naram-Sin, el poderoso rey de Akkad: cuando los cuatro rincones del mundo se le opusieron de forma hostil, salió victorioso en cuatro batallas debido al amor de Ishtar e incluso apresó a los reyes que habían marchado contra él. Por lograr mantener a su ciudad cuando más agobiada se sentía, su ciudad (es decir sus habitantes) imploraron a Ishtar de Eanna, a Enlil de Nippur, a Daggan de Tuttul […] a Ninhursanga de Kesh, a Enki de Eridu, a Sin de Ur, a Shamash de Sippar y a Nergal de Kutha, que lo tuvieran por dios de la ciudad de Akkad y le edificaron un templo en medio de Akkad (Farber, 1983).27

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Al menos desde un punto de vista simbólico-iconográfico, aunque en rigor ya en la Estela de los buitres podría leerse una incipiente divinización del soberano. 27 Citado por Kuhrt, op. cit., p. 70.

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Figura 7, Estela de victoria de Naram -Sin, Museo del Louvre, 2250 a. C.,

Tras la caída del imperio de Akkad y la instauración de la III Dinastía de Ur (21122004), otros monarcas como Shulgi y Shu-Sin también proclamaron su carácter divino, según el modelo que había fijado Naram Sim. Acerca de la interrogante de por qué unos monarcas en particular fueron divinizados, existe una viva polémica. Para Kuhrt, por ejemplo, es natural que a raíz de la prosperidad económica y la expansión territorial sin precedentes que organiza Naran-Sim, se le identifique como un dios; Postgate, por el contrario, basado en títulos como Dios de su Tierra (caso de Shulgi), ve en ello un fenómeno de naturaleza más política que teológica, según lo cual el monarca estaría, a través de estos apelativos, reafirmando el control sobre sus territorios. Como puede apreciarse, hacia finales del tercer milenio, si bien se continúan los patrones monárquicos del Protodinástico III, la reforma introducida por Naram-Sin, se repite como elemento innovador en la ideología monárquica.

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Hasta aquí se ha visto cómo las concepciones sobre el monarca egipcio y el soberano de la Baja Mesopotamia, durante el tercer milenio, descansaron en las particulares cosmovisiones religiosas que articularon sus respectivas culturas de origen. En este sentido los relatos míticos desempeñaron un papel crucial, en tanto justifican y otorgaban legitimidad a la institución monárquica. En ambos casos se comprobó que la representación del gobernante se caracteriza por una jerarquización simbólica, expresada en una mayor escala en relación con el resto de las figuras que lo rodean. Como parte de esta distinción simbólica también se le atribuyeron una serie de insignias visuales que venían a reafirmar su autoridad: una indumentaria específica, tocados regios, elementos de potestad derivados de instrumentos de control y castigo, como es el caso del cayado y el flagelo en Egipto y del bastón de mando en Mesopotamia. Asimismo en ambas conceptualizaciones está presente el principio de destacar el atavío, que otorga autoridad al monarca, frente a la desnudez de sus enemigos vencidos, quienes atentan contra la eternidad del orden monárquico. Recuérdese que una de las funciones esenciales de estos gobernantes consistía en asegurar el control y el rechazo de las fuerzas enemigas; al mismo tiempo que debían velar por los rituales religiosos que aseguraban el favor de los dioses. Estas son, a grandes rasgos, las correspondencias que podemos trazar entre las ideas que la culturas egipcia y mesopotámica desarrollaron en torno a la figura del soberano, durante el tercer milenio. Asimismo el estudio identificó una serie de diferencias notables que podríamos resumir así: A diferencia del monarca egipcio, quien representa la unificación metafórica de un país con fronteras definidas, el gobernante de la Baja Mesopotamia nunca se asoció a una entidad territorial y política homogénea.28 Al contrario del soberano egipcio, que encarna en su persona a la divinidad suprema, el gobernante mesopotámico es seleccionado por los dioses para que funja como intermediario entre ellos y su comunidad. En este sentido es un mortal “dotado con carga

28

Así lo reconoce Postgate, Early Mesopotamia: Society and Economy at the Dawn of History, op. cit. p. 272.

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divina”.29 La divinización de monarcas posteriores, correspondió más a cuestiones de reafirmación del territorio dominado, que a innovaciones radicales en el plano teológico. A diferencia del rey egipcio, que es una encarnación de Horus, al mesopotámico se le distinguía con autoridad suprema (“enlilship”) a través del favor de Enlil; pero esta se podía perder, ya sea justificada o arbitrariamente, y ello significaba la desgracia para su comunidad. Así pues, la monarquía egipcia se concibe como eterna, mientras que la mesopotámica comporta siempre un carácter efímero.

29

Frankfort, Reyes y dioses: estudio de la religión del Oriente Próximo en la antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, op. cit., p. 259.

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