LA COMUNIDAD DE INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA COMO MODELO ÉTICO

June 7, 2017 | Autor: Félix García Moriyón | Categoría: Education, Educational Research, Moral Philosophy
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LA COMUNIDAD DE INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA COMO MODELO ÉTICO Félix García Moriyón1 VI Jornadas de Diálogo Filosófico Ciencia y hombre. Salamanca, 18-20 Octubre 2007

INTRODUCCIÓN Habitualmente se sitúan los problemas éticos de la ciencia en sus contribuciones tecnológicas, así como en la licitud de algunos temas de investigación. Por otra parte, tiene también una importante dimensión ética el conflicto que plantean en algunas ocasiones los descubrimientos científicos para determinadas tradiciones religiosas, como es el caso de la tradición católica. El enfrentamiento con Galileo puede resultar paradigmático en este sentido, si bien no es este un tema que en la actualidad tenga mucho interés. Por descontado sigue habiendo personas que consideran totalmente incompatible la actitud científica con las creencias religiosas, pero no resulta difícil poner en cuestión esa posición. Lo que sí ha adquirido mayor relevancia es la discusión sobre las implicaciones éticas de las aplicaciones científicas. Ha contribuido a esta creciente preocupación dos fenómenos. Por un lado los importantes avances científicos y tecnológicos que afectan a dimensiones de la vida y de los seres humanos que superan las angustias de Mary Shelley. Por otro lado, la ciencia se ha convertido en una poderosa institución, lo que ha derivado en situaciones que traicionan algunos de los principios elementales de la actividad científica. Es mi interés, sin embargo, abandonar ese enfoque y abordar otro más positivo: el beneficioso influjo que la actitud científica tiene en los seres humanos y en las sociedades. No resto importancia a los temores que puede suscitar la investigación científica, en especial la aplicada, pero considero que puede resultar más provechoso centrar nuestra atención en una contribución de gran calado ético, que podría ser beneficiosa en el supuesto de ir calando en diferentes ámbitos de la vida de los seres humanos. Ya desde antiguo se tiene clara conciencia de ese impacto benefactor de la actitud científica. Platón es quien comenta la importancia de la reunión de amigos que discuten benevolentemente sobre la verdad; la dureza dialéctica con la que se enfrentan los interlocutores no resta ejemplaridad al ambiente de discusión abierta y respetuosa en la que, 1

GARCÍA MORIYÒN, Félix (2008): «La comunidad de investigación científica como modelo ético» en Murillo, I. (Coord.) Ciencia y Hombre Colmenar Viejo: Diálogo Filosófico, 2008. pp. 351-363.

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junto a la aceptación del contrario como interlocutor válido, se muestra que lo importante es la búsqueda de la verdad. Más o menos por aquellos tiempos, otro autor griego, el historiador Tucídides, lo dejó claro, acuñando una frase que llegó a convertirse en un atractivo lema orientador de la reflexión científica: sine ira ac Studio. Ese fue, sin duda, el lema que inspiró gran parte de la reflexión intelectual en el medioevo y que inundó las aulas universitarias y las bibliotecas monacales de aquella época. Es también una opción que aparece en la última parte del Discurso del Método de Descartes y luego se manifiesta en los estimulantes intercambios epistolares de los siglos XVII y XVIII. Bunge lo expresa con claridad en un texto que no deja de ser algo tendencioso, pero que refleja la valiosa aportación de la actitud científica e indirectamente puede dar en parte cuenta de la ventaja que adquirieron las sociedades occidentales en los siglos XIX y XX. Tras una reflexión sobre los avances científicos y sus limitaciones, Bunge señala lo que es (lo que puede y debe ser) la gran contribución de la actitud científica a la humanidad: “La adopción universal de una actitud científica puede hacernos más sabios; nos hará más cautos, sin duda, en la recepción de información, en la admisión de creencias y en la formulación de previsiones; nos haría más exigentes en la contrastación de nuestras opiniones, y más tolerantes con las de otros; nos haría más dispuestos a inquirir libremente acerca de nuevas posibilidades, y a eliminar mitos consagrados que sólo son mitos; robustecería nuestra confianza en la experiencia, guiada por la razón, y nuestra confianza en la razón, contrastada por la experiencia; nos estimularía a planear y controlar mejor la acción, a seleccionar nuestros fines y a buscar normas de conducta coherentes con esos fines y con el conocimiento disponible, en vez de dominadas por el hábito y por la autoridad; daría más vida al amor de la verdad, a la disposición a reconocer el propio error, a buscar la perfección y a comprender la imperfección inevitable; nos daría una visión del mundo eternamente joven, basada en teorías contrastadas, en vez de estarlo en la tradición, que rehuye tenazmente todo contraste con los hechos; y nos animaría a sostener una visión más realista de la vida humana, una visión equilibrada, ni optimista ni pesimista. Todos esos efectos pueden parecer remotos y hasta improbables, y, en todo caso, nunca podrán producirlos los científicos por sí mismos: una actitud científica supone un adiestramiento científico, que es deseable y posible sólo en una sociedad programada científicamente. Pero algo puede asegurarse: que el desarrollo de la importancia relativa de la ciencia en el cuerpo entero de la cultura ha dado ya de sí algunos frutos de esa naturaleza, aunque a escala limitada, y que el programa es digno de esfuerzo, especialmente teniendo en cuenta el éxito muy escaso de otros programas ya ensayados”2. La cuestión tiene interés, pero no quiero caer en estos momentos en una especie de moralina, en la que se ensalzan las virtudes personales del investigador científico. Sobre eso volveré más adelante, entre otras cosas porque los aspectos deontológicos de la actividad el

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Bunge, Mario: La investigación científica. Su estrategia y su filosofía. Barcelona: Ariel, 1972. 2ª ed.

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científico tienen relevancia para valorar su tarea. Como en cualquier otra actividad o profesión, las personas se ven solicitadas por intereses diversos que van más allá de los directamente relacionados con la actividad. La aspiración al reconocimiento social o al poder que confiere la investigación científica, por citar sólo dos aspectos, son ingredientes tan ineludibles como secundarios en el momento de enjuiciar directamente lo que la actitud científica puede aportar a la humanidad. Lo que me interesa es abordar rasgos intrínsecos de la propia actividad científica, independientemente de la actitud de los interesados. Es decir, en la medida en que se ejerce ese tipo de investigación es imprescindible cumplir con ciertos requisitos sin los cuales no hay en realidad actividad científica, sino otras cosas. Son sin duda requisitos procedimentales que, en un modo análogo al que Habermas plantea para explicar las exigencias universalistas de la comunicación lingüística, están acreditados en la investigación científica. Condiciones, por tanto, trascendentales o ideas reguladoras que están claramente contrastadas por su referencia a una realidad objetiva externa: su veracidad y no sólo su validez viene acreditada por sus consecuencias. La investigación científica ha conseguido un avance progresivo en nuestra comprensión del mundo favoreciendo de ese modo el objetivo básico de la especie humana consistente en lograr una mejor adaptación al mundo que le rodea subviniendo de ese modo a las necesidades propias de su existencia.

LA COMUNIDAD DE INVESTIGACIÓN Dentro de la densa y sugerente aportación filosófica de Charles S. Peirce, sus reflexiones sobre la comunidad de investigación tienen un valor especial para el tema que me ocupa en este trabajo. La comunidad de investigación formada de manera específica por los científicos, pero ampliable a todos los ámbitos en los que andan ocupados los seres humano, desempeña un importante papel en su manera de abordar el proceso de conocimiento y está cargada, además, de implicaciones éticas, al menos en el sentido en el que estoy planteando aquí. Parte nuestro autor de una concepción realista tanto en la interpretación de los conceptos universales que utilizamos en la comunicación cotidiana y en la que se da en el ámbito de la investigación científica como en la teoría del conocimiento en sentido general3. Nuestro conocimiento hace referencia a un mundo objetivo externo que no depende de nosotros; lo que conocemos no son falacias ni ilusiones, sino que tiene un correlato en el mundo real y además se puede expresar en público logrando el acuerdo de todos los observadores. Por otra parte, los conceptos intelectuales están íntimamente relacionados con nuestras intenciones y propósitos: tener un concepto de algo es lo mismo que tener una disposición a actuar de una determinada manera y a esperar que dicha acción tendrá

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Para la exposición de estas ideas fundamentales de Peirce, he tenido en cuenta el estudio de su pensamiento en Moore, Edgard C.: American Pragmatism. Peirce, James and Dewey New York: Columbia Univ. Press, pp. 19-103. 1961

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determinadas consecuencias y, además, provocará determinadas experiencias. En cierto sentido, el pragmatismo puede ser entendido como la afirmación de esta estrecha relación entre lo cognitivo y lo intencional, entre el pensamiento y la acción. Un concepto es, por tanto, la suma de los efectos y consecuencias que podemos concebir. Lo cual implica que el concepto podrá cambiar a lo largo de la historia como consecuencia del descubrimiento de nuevas dimensiones o aspectos del objeto a partir de nuevas experiencias del mismo. Esto le lleva a considerar que existe una estrecha relación entre el hábito, como rasgo fisiológico y psicológico, y las ideas o pensamientos. En ambos casos existen un número no finito de aplicaciones o de acciones que puede representar el pensamiento o el hábito, y ambos sólo se expresan en términos de la conducta o la experiencia humanas. Mantiene siempre una estrecha vinculación entre la acción y la percepción, de modo y manera que podemos definir el significado como la suma de acciones que realizamos: si actúo de una determinada manera, tendré una experiencia específica. Son precisamente esas consecuencias prácticas de mis ideas las que les confieren una dimensión pública que hace posible la comunicación. La conducta habitual de quienes nos rodean es lo que nos permite entender el significado de sus conceptos o ideas. Observo cuál es el comportamiento de una persona respecto a un objeto que llama, por ejemplo, “mesa” y si actúa siempre de modo similar a como actúo yo cuando utilizo el mismo concepto, entonces podemos considerar que ambos entendemos la misma cosa del mundo real por ese nombre. Se trata, por tanto, de una doble consideración. Por un lado, los seres humanos se las tienen que haber con el mundo que les rodea y en esa relación utilizan conceptos y actúan de determinada manera que, al igual que en la evolución, les da resultado o no4. Por otra parte, esa relación se da junto con otros seres humanos con los que tenemos que comunicarnos y entendernos. Mis opiniones, mis ideas, son recibidas por los demás, apareciendo en la conversación discrepancias y coincidencias. A largo plazo estamos llamados a ponernos de acuerdo y esos acuerdos que no podemos dejar de alcanzar constituyen precisamente lo que llamamos verdad y el objeto al que hacen referencia esos acuerdos es la realidad. Brevemente resumidas esas tesis filosóficas fundamentales de Peirce, podemos pasar a dos cuestiones clave que son las que tienen profundas implicaciones éticas. La primera de ellas es una aportación de Peirce a la teoría del conocimiento, el falibilismo. Es muy sugerente la interpretación del mismo que ofrece Apel5. La tesis básica del falibilismo pretende ofrecer una respuesta al problema de la verdad que tenga en cuenta lo que realmente ocurre en la investigación científica, planteando una posición que se aleja tanto del dogmatismo como del

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Habermas incluye este enfoque de Peirce para presentar un modelo de fundamentación de la verdad y la justificación que él mismo califica como naturalismo débil en el que la práctica permite a los seres humanos un proceso de constante aprendizaje. Habermas, Jürgen: Verdad y justificación. Madrid: Trotta, 2007. En especial, la introducción. 5

Apel, Kart O. Teoría de la verdad y ética del discurso. Barcelona: Paidós /ICE-UAB, 1991. Expone con amplitud este tema en el capítulo titulado “Falibilismo, consenso y fundamentación”

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relativismo o el escepticismo. Si consideramos que es imposible acercarse a la verdad, no tiene sentido la investigación científica pues es una empresa inútil; si consideramos que ya estamos en posesión de la verdad, tampoco es posible la investigación porque no deja de ser una pérdida de tiempo. Como ya indicara Platón, aprendemos porque estamos a medio camino entre el saber y el no saber. Peirce expone por primera vez su opción por el falibilismo en un trabajo titulado “Fallibilism, Continuity and Evolution”6, si bien luego siguió profundizando en el tema para ofrecer una comprensión más adecuada del mismo. Su falibilismo se fundamenta en dos consideraciones, una de orden estrictamente epistemológico y otra más metafísica. De acuerdo con la primera, Peirce considera que nuestro conocimiento se basa en procedimientos abductivos e inductivos, ambos procedimientos sintéticos en sentido kantiano. Ahora bien, ningún argumento de tipo sintético puede proporcionarnos seguridad absoluta ni llegar a conclusiones obligatorias. De ahí que siempre podamos estar equivocados. Como no podía ser menos, el hecho de poder equivocarnos total o parcialmente va unido a una concepción meliorista de la investigación científica. Nuestras teorías y nuestras ideas sobre el mundo que nos rodean pueden, gracias al esfuerzo compartido de quienes investigan sobre ellas, ir mejorando y ofreciendo una concepción más ajustada y más verdadera de la realidad. El proceso es más bien asintótico, puesto que no hay garantías de llegar a un final definitivo, por lo que el acuerdo final, como garantía de verdad y de realidad, se presenta en parte como idea reguladora y como deducción trascendental de la validez a largo plazo de los procesos sintéticos de razonamiento, tal y como señala Apel. Por otra parte, el falibilismo va unido a su concepción del universo, de la realidad, como algo sometido a un proceso de constante evolución. No se trata solamente de que la evolución funcione por el método del ensayo y el error, lo que confiere un papel relevante al segundo en el proceso de crecimiento incidiendo en el falibilismo de Peirce. Se trata también de que, dentro de la continuidad de todo lo real, se producen cambios que afectan a lo que hay e incluso a las leyes o regularidades que rigen lo que hay. De ahí que nuestro conocimiento nunca pueda ser definitivo y que esté siempre abierto al error, dado que aquello de lo que da cuenta dicho conocimiento puede cambiar. Las leyes no son algo absoluto porque el universo está en un constante proceso de crecimiento y el crecimiento implica diversidad y variación, incremento de la complejidad. No estamos ante un universo mecánico en el que dados los datos en un momento determinado fuera posible predecir todo lo que habría de ocurrir, estando cerrado por tanto no sólo el ámbito de la realidad, sino también el ámbito de nuestro conocimiento de la misma. Muy al contrario, más bien podemos estar seguros de que nunca llegaremos a acuerdos definitivos, sin que eso nos lleve a renunciar a aspirar a ellos y mucho

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Peirce, Charles S.: Collected Papersof Charles Sanders Peirce. Edit. By C. Harsthorne and P. Weiss. Havard: Harvard Univ Press. 1931, vol. I, 171-5 Parte de dicho trabajo se puede encontrar también en Buchler, Justus (ed.): Philosophical Writings of Peirce. New York: Dover Publication, 1955. Chapter “Synechism, Fallibilism, and Evolution” pp.354-361

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menos nos haga perder la esperanza de que un consenso final será alcanzado respecto a las cuestiones particulares con las que se ocupan nuestras investigaciones. Unos decenios después, Popper retomará esta idea del falibilismo, que en el fondo no ha sido cuestionada por ninguno de los grandes filósofos de la ciencia desde Lakatos y Kuhn hasta Bunge, y formulará su idea del falsacionismo. Bien es cierto que en el caso de Popper, la defensa del falsacionismo procede de una reflexión sobre la inducción, en lo que se aproxima a Peirce, y de la insatisfacción con la teoría previa de la verificación empírica. En todo caso, hay aquí un reconocimiento claro de que la tarea científica, para ser tal, debe estar abierta a la refutación, lo que confiere solidez a las teorías y llama la atención sobre la posibilidad permanente de estar equivocados7. Otra elaboración del tema del falibilismo, que tiene relevancia para el tema central de este trabajo es la que realiza Hans Albert, si bien este profundiza más en la línea de la imposibilidad de una fundamentación definitiva, algo que ya estaba presente en Peirce. Proponiendo su trilema de Münchhausen, como clara analogía de la imposibilidad de una fundamentación definitiva del conocimiento, Albert defiende un racionalismo crítico en el que cada parte en la argumentación acepta como punto de partida que su punto de vista puede ser erróneo. Cierto es que al argumentar todos partimos del supuesto de que tenemos razón, pues en caso contrario no tendría sentido embarcarnos en una discusión. Pero es igualmente imprescindible que admitamos la posibilidad de estar equivocados, porque en caso contrario no estaríamos abiertos a escuchar al otro8. El falibilismo constituye, pues, un pilar en la comprensión que Peirce tiene del proceso del conocimiento humano: el conocimiento siempre es susceptible de estar equivocado y siempre puede mejorar. Ciertamente eso conlleva, como el mismo Peirce indica, la dificultad de conseguir una genuina fundamentación de nuestro conocimiento; es más, interpretada como fundamentación última, toda pretensión de alcanzarla debe ser rechazada y en ello insiste Albert. No obstante, el otro concepto clave de Peirce abre la posibilidad de una fundamentación en el sentido de una teoría pragmático trascendental de la verdad como consenso, que es la interpretación del pensamiento de Peirce ofrecida por Apel9. Por otra parte, como ya indiqué al hacerme eco de la lectura de Habermas, también es posible elaborar una fundamentación pragmática basada en un naturalismo débil en el que está garantizada la continuidad entre naturaleza y cultura y de ese modo queda igualmente fundamentado el uso de la verdad en el mundo de la vida cotidiana. Habermas recoge igualmente la exigencia de una comunidad ilimitada de investigadores como horizonte de fundamentación, si bien añadiendo la condición de comunidad ideal, que Peirce simplemente da por supuesta. Por

Popper, K.: “Truth, Rationality and the Growth of Scientific Knowledge” en Conhectures and Refutations. London: Routledge, 2002. 7

Albert, Hans: “Criticismo y naturalismo” en Razón crítica y práctica social. Barcelona: Paidós / ICEUAB, 2002. Ver también Racionaismo crítico Madrid: Síntesis, 2000, cap. 1 8

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Apel, Kart-Otto: El camino del pensamiento de Charles S. Peirce Madrid: Visor, 1997. Consultar en especial el buen resumen del cap. V: “Peirce y el futuro de la filosofía de la ciencia”

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tanto, la idea central que debemos resaltar ahora es la que vincula fundamentación con la propuesta de un consenso como límite último de la verdad y la realidad. La tarea del conocimiento, si bien tiene una indudable dimensión personal puesto que a todos y cada uno de nosotros se nos va la vida en alcanzar una adecuada comprensión de la realidad, es sobre todo una tarea comunitaria, al decir de Peirce que en esto se mantiene en la orientación compartida por todos los grandes pragmatistas de Estados Unidos, con George Mead como la persona que ofreció una elaboración más completa de esa dimensión social de la persona. Esto es, el interés último que debemos tener en cuenta es el de la comunidad de investigadores que caminan cooperativamente en la búsqueda de la verdad. Lo que nos cabe es alcanzar una determinada probabilidad en el conocimiento de la verdad, siguiendo una teoría frecuencial de la probabilidad, y esa probabilidad será siempre muy restringida si nos limitamos a las posibilidades y capacidades de cada individuo concreto. Como ya indiqué más arriba, el esfuerzo intelectual de los seres humanos está “condenado” —una forma algo más fuerte de decir que está “destinado” y más fiel al término inglés empleado por Pierce, fated— en última instancia a alcanzar la verdad y con ella la realidad. Y eso lo hace porque se embarca en una tarea de búsqueda en la que no está solo sino que actúa en colaboración con muchas otras personas que comparten el mismo interés por la búsqueda de la verdad. Ciertamente se trata tan solo de una esperanza, que remite a un futuro lejano y que puede no llegar a realizarse nunca del todo, pero es una esperanza ilusionada, no ilusa. Recoge lo investigado por los que nos preceden, contrasta con las ideas de quienes investigan al mismo tiempo que nosotros y tiene en cuenta a quienes nos sucederán en la tarea. Es, por tanto, una comunidad ilimitada de investigadores, y de ahí lo acertado de la interpretación de Apel. Ahora bien, no basta con postular la exigencia de ese esfuerzo colectivo, porque con eso no es suficiente. En una comunidad de indagación existirán siempre divergencias de opiniones. Importante es saber qué criterios vamos a emplear para resolver dichas discrepancias, pues son esos criterios los que sin duda pueden arrojar luz sobre la ejemplaridad moral de la comunidad de investigación. Podemos atenernos a lo que Peirce llama la tenacidad, esto es, partir de una creencia que mantenemos con firmeza, sin dejar lugar a la duda, aunque tarde o temprano, dado que compartimos nuestras ideas con los seres humanos con los que convivimos, tendremos que dejar paso a modificar las creencias iniciales, no llevando la tenacidad demasiado lejos. Podemos igualmente apelar a la autoridad, es decir, a alguna institución reconocida por la comunidad científica que resuelva las disputas y lleve a todos los miembros de la institución a aceptar esos acuerdos. Aquí ocurre lo mismo que en el caso anterior, tarde o temprano esa institución entrará en diálogo con otras instituciones que no comparten esos acuerdos y no será posible seguir apelando a la autoridad. Una tercera posibilidad consiste en lo que Peirce llama el método del gusto: creemos aquello que nos gusta creer y eso lleva a la comunidad a aprobar unas ideas como verdaderas, pero tampoco eso puede llevarnos demasiado lejos puesto que no siempre los gustos están de

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acuerdo con los hechos. Estos enfoques, aunque pueden servir parcialmente, no garantizan en absoluto el método adecuado, que solo lo proporciona la ciencia. El método de la ciencia, que ha mostrado su insuperable eficacia, parte de una hipótesis fundamental: “Hay cosas reales cuyas características son enteramente independientes de nuestras opiniones sobre las mismas; estos reales afectan a nuestros sentidos siguiendo unas leyes regulares, y aun cuando nuestras sensaciones son tan diferentes como lo son nuestras relaciones a los objetos, con todo, aprovechándonos de las leyes de la percepción, podemos averiguar mediante el razonar cómo son real y verdaderamente las cosas; y cualquiera, teniendo la suficiente experiencia y razonando lo bastante sobre ello, llegará a la única conclusión verdadera. La nueva concepción implicada aquí es la de realidad”10. Esa actitud está arraigada en nuestra propia naturaleza, puesto que de forma casi instintiva llegamos a elaborar teorías correctas que nos permiten una fecunda relación con el entorno. Pero esa aptitud básica debe ser refinada por el método científico que hará posible que pasemos de la duda a la creencia y avancemos en nuestro conocimiento. El método científico, en primer lugar, se basa en algo externo a nosotros, algo que no depende de nuestros gustos ni de nuestros sesgos, algo que es objetivo y real. Además, el método es público, nunca privado; cuando afirmamos algo debemos presentarlo a la comunidad de investigadores, intentando convencerles e invitándoles a que repliquen nuestras observaciones y lleguen a las mismas conclusiones o, en caso contrario, las refuten. En tercer lugar, este método nos ofrece razones para creer en aquello en lo que creemos. No se trata de alcanzar conocimientos definitivos e inmutables, lo que ya vimos que no está a nuestro alcance, sino de alcanzar creencias bien fundadas después de un proceso público de discusión en el que estamos abiertos a las refutaciones. El método no es infalible, pero desde luego tiene la enorme ventaja de ser autocorrectivo y gracias a él podemos avanzar a ese límite asintótico de acuerdo de toda la comunidad de investigadores, es decir, podemos acercarnos a la verdad y la realidad.

LAS IMPLICACIONES ÉTICAS En gran parte resulta sencillo sacar algunas conclusiones éticas a partir de lo que acabo de exponer, lo que puede hacer innecesarios los párrafos que siguen. Sin embargo, dado que el interés de este artículo es poner de manifiesto esas implicaciones éticas, que son intrínsecas al ejercicio mismo de la actividad científica, parece oportuno destacarlas de forma expresa, aunque sea de forma breve como exigen las dimensiones de este trabajo. De algún modo, bastaría volver a leer la cita de Mario Bunge con la que comencé la exposición para captar el profundo vínculo que existe entre esa declaración de Bunge y lo que Peirce describe como propio de la investigación científica.

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Peirce, C.S.: “La fijación de la creencia” en El hombre, un signo. Barcelona: Crítica, 194-195

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Adoptar una posición falibilista tiene algunas consecuencias importantes que deben orientar nuestro comportamiento. Por un lado, supone abandonar toda actitud dogmática, entendiendo por tal la posición de quienes consideran estar ya en posesión de la respuesta correcta a los problemas planteados o, lo que viene a ser lo mismo, en posesión de la verdad. El dogmatismo tiene dos consecuencias muy negativas. La primera de ellas es que frena el crecimiento del conocimiento, puesto que convierte este en algo innecesario: ya se sabe la verdad por lo que es superfluo insistir en su búsqueda. Nos hace inmunes a toda crítica y, por ello, incapaces de autocorregirnos a partir de lo que podamos aprender de los otros o de nuestra relación con el mundo. Reduce los problemas epistemológicos y prácticos a una pura cuestión de aplicación: la adecuación entre las teorías y la realidad nunca es del todo perfecta y, sin renunciar a los grandes dogmas que aceptamos, la tarea se centra en adaptarlos al contexto específico en el que nos movemos. La innovación se reduce, por tanto, a tener en cuenta las modificaciones que vienen dada por los contextos diferentes en los que debemos actuar. La segunda consecuencia negativa del dogmatismo es su tendencia a imponerse recurriendo a la autoridad y, en caso necesario, la fuerza. Una versión suave del mismo puede coincidir con la que Kuhn llamaba los paradigmas. En una determinada época histórica se impone un paradigma que define cuáles son las preguntas adecuadas y en qué sentido deben ir las respuestas. Todo lo demás queda fuera como improcedente e incluso como erróneo. Provocar un cambio de paradigma no es sencillo y sólo se consigue gracias a la acumulación tanto de esfuerzos de investigadores científicos como al incremento de insuficiencias explicativas dentro de paradigma anterior. En el mismo sentido se encuentra el cierre investigador provocado por las creencias compartidas dentro de una comunidad que definen lo que es “políticamente correcto”. Intentar salirse de ese marco, descubrir problemas nuevos donde se están ofreciendo seguridades y plantear respuestas alternativas que rompen con inercias intelectuales, es también una tarea ardua. Pero esas no dejan de ser modalidades tolerables y previsibles del dogmatismo, lo que permite al mismo Kuhn integrarlas con facilidad en una historia del progreso científico, plagada eso sí de revoluciones. Lo malo es que con cierta frecuencia y en ámbitos alejados de la ciencia, los dogmatismo suelen terminar imponiéndose por la fuerza bruta, con una élite de expertos definiendo cuáles son las verdades inmunes a las dudas y unos profesionales encargados de garantizar que nadie se sale del marco establecido, aplicando severos correctivos a quienes lo intentan. Es igualmente importante llamar la atención sobre el hecho de que en Peirce el falibilismo no va asociado a posiciones relativistas ni escépticas que podrían poner en cuestión la propia investigación científica y, llevado a otros ámbitos, la incapacidad de ejercer una crítica esclarecedora de lo que hay o se acepta como dado. Se entiende así que Habermas y Apel, siempre muy críticos contra las tendencias hermenéuticas o positivistas que pueden disolver la exigencia de universalidad y de cambio social, haya sido muy receptivos a las propuestas de Peirce y las hayan integrado en su propuestas filosóficas, en especial en su teoría crítica de la sociedad y en sus planteamientos éticos. El falibilismo va unido, por tanto,

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a una exigencia de buscar la verdad superando todas las posibles distorsiones interesadas que retarda e imposibilitan el avance del conocimiento. La apelación de la comunidad ilimitada de investigadores como el ámbito público en el que se plantean y dirimen las diferentes respuestas que los investigadores van dando a los problemas planteados, tiene igualmente importantes consecuencias éticas. La primera de ellas es la de afirmar el carácter social del conocimiento y el talante cooperativo que la investigación debe tener. No tiene cabida, por tanto, un individualismo que termina reduciendo el avance a la aportación de individuos geniales, sino que se opta por una actividad en la que la cooperación abierta y constructiva con los demás se constituye en el motor y eje de referencia fundamental. No se elude la responsabilidad individual de cada científico en el esfuerzo por encontrar la verdad, pero el énfasis es puesto en la cooperación con otras personas empeñadas en la misma búsqueda. Los problemas nos afectan a todos y entre todos deben ser resueltos. La igualdad de los participantes y la publicidad de los debates son ingredientes fundamentales de la comunidad de investigación. Todos sus miembros tienen el mismo derecho a exponer abiertamente sus teorías y sus propuestas y deben hacerlo además en público. Y todos apelan a la argumentación y la aportación de pruebas como tribunal último que dirime las discrepancias. Argumentar públicamente lleva aparejadas otras exigencias éticas centrales. Exige, en primer lugar, fuerza personal para defender ante otros, incluso en condiciones de minoría, los hallazgos y teorías que se consideran correctos, pero también exige la capacidad de escuchar los argumentos de los demás. La empatía, en tanto que capacidad de ver las cosas desde el punto de vista del otro, es un segundo rasgo moral imprescindible en un proceso de libre discusión como el que caracteriza la comunidad de investigación. Eso demanda de los participantes en el diálogo investigador el estar abiertos a otras posiciones, esto es, un elevado grado de apertura mental y tolerancia de la diversidad y la innovación, pues en ello se les va la posibilidad de avanzar en el conocimiento y en la solución de los problemas. Habermas lo llama con acierto la capacidad de descentramiento que tiene más relevancia incluso en los procesos de discusión en los que está en juego no tanto la verdad de los juicios de la experiencia, más propios de la comunidad científica, como la validez de los juicios normativos que deben regular la convivencia entre los seres humanos. Y en tercer lugar, exige tener modestia suficiente para reconocer los propios errores e introducir las rectificaciones que se siguen de esos procesos abiertos de discusión. Todo lo que acabo de recoger tiene una indiscutible relevancia ética y es en eso en lo que insiste Peirce. Estos principios tienen el valor de pasar a ser criterios éticos que rigen la labor de las personas que investigan, lo que hacen posible que se conviertan en ideas reguladoras o en códigos deontológicos al estilo, por ejemplo, del que propone Santiago Ramón y Cajal en un libro que podemos considerar emblemático de la investigación científica

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que inspira la reflexión de Peirce11. Pero podemos dar un paso más, siguiendo en esto las reflexiones de Hilary Putnam12. Según este autor, es un rasgo compartido por los cuatro pragmatistas fundadores (Peirce, James, Dewey y Mead) mantener que los valores y las normas están presentes en todo tipo de experiencias, incluida la experiencia científica. No comparten en absoluto la división tajante entre hechos y valores, como si la ciencia pudiera limitarse a un descriptivismo de hechos ajeno a toda valoración. Ciertamente el tema de la continuidad e imbricación entre los hechos y valores nos llevaría demasiado lejos, por lo que no podemos abordarlo en este momento. No obstante es crucial tenerlo presente porque confiere más fuerza si cabe al supuesto de que la estricta práctica de la investigación científica está cargada de valores en parte implícitos y en parte abiertamente reconocidos que, como señalaba Bunge en la cita que inicia este trabajo, tendría beneficiosas repercusiones para otras actividades humanas. La comunidad de investigación científica toma partido por la coherencia, la plausibilidad, la razonabilidad, la simplicidad e incluso la belleza, afirmando además que la adopción de esos criterios permite a la ciencia ofrecer una descripción más adecuada del mundo, con predicciones más exitosas y beneficiosas para la humanidad. Peirce realiza una amplia exposición de estas ideas en numerosos lugares y con algo más de detalle en un trabajo sobre la clasificación de las ciencias13. Esta posición queda además reforzada por el falibilismo, puesto que aleja la apelación a elementos valorativos de cualquier intento fundamentalista o dogmático.

LAS LIMITACIONES DE UNA PROPUESTA Lo expuesto anteriormente pretende sostener que esas aportaciones morales son algo intrínseco a la actividad investigadora de los científicos. Esto es, si se realiza investigación científica y en tanto que es eso lo que se realiza, se están promoviendo determinados valores éticos de carácter claramente positivo. Es cierto que la comunidad de investigación científica no está inmunizada contra algunos riesgos que invalidan la riqueza moral de su planteamiento. Popper ya señalaba algunos peligros que acechan al progreso, que no se encuentran precisamente fuera de la ciencia. En el trabajo ya citado, señala que la ciencia y su progreso pueden estar afectados por falta de imaginación, con frecuencia como consecuencia de una falta de genuino interés, por una fe inapropiada en la formalización y la precisión y por el riesgo del autoritarismo, al que también puede inclinarse la comunidad científica. Añadiría a estos el hecho, muy común sobre todo en el siglo XIX y comienzos del XX, pero también 11

Ramón y Cajal, Santiago: Reglas y consejos sobre la investigación científica. (Los tónicos de la voluntad). Madrid: Librería F. Beltrán, 1935. 7ª ed. Este libro es un desarrollo de la conferencia que Cajal pronunció en su ingreso en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en 1897 12

Putnam, Hylari: El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos. Barcelona: Paidós, 2004, en especial el capítulo 2. 13

Peirce, Charles Sanders: “Philosophy and the Sciencie: A clasification” en Buchler, o.c., pp. 60-73

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muy presente en la actualidad, de incurrir en cierta excesiva autosuficiencia y engreimiento. Basta apoyar una opinión en una investigación científica para apagar toda discrepancia y solicitar del público la ciega aceptación de dicha opinión. Como bien han subrayado los ecologistas, muchos debates sobre aplicaciones tecnológicas recurren a la opinión de los expertos como argumento de autoridad que no admite ninguna discusión 14. Los científicos gozan de este modo de una cierta infalibilidad que nadie cuestiona y que les permite incluso opinar de aquello sobre lo que en realidad no tienen conocimientos relevantes ni fundados. Por otro lado, cuando exponen sus ideas sobre aquellos temas en los que sí están preparados, pasan a ser expertos que hacen imposible un genuino diálogo democrático en condiciones de igualdad sobre los problemas que afectan a los seres humanos. Son tres los límites del enfoque que aquí defiendo, pero que me veo obligado, por limitaciones de espacio, a mencionar sin desarrollarlos completamente. El primero de ellos radica en los mismos científicos que, en tanto que seres humanos, corren el riesgo de incurrir en prácticas inadecuadas porque sus intereses personales no siempre son “desinteresados”. Desde la agria polémica entre Leibniz y Newton acerca de la paternidad del cálculo infinitesimal, se multiplican los casos de conflictos que derivados del ego narcisista de los investigadores que están dispuestos a practicar el fraude con tal de obtener el reconocimiento debido. Los casos del cráneo de Piltdown, el conflicto sobre el descubrimiento del ADN con la marginación de Rosalind Franklin y el más reciente fiasco de las clonaciones falsas por el equipo del Dr. Hwang Woo-Suk son sucesos significativos y no muy infrecuentes15. No considero oportuno incidir mucho más en este aspecto puesto que es precisamente el que abordan las múltiples propuestas deontológicas y los códigos de buena práctica científica, de los que es posible encontrar numerosos ejemplos, todos parecidos y todos constantemente vulnerados. Lo que sí me parece importante es recordar que en casi todos esos códigos deontológicos se incluyen las implicaciones éticas de la comunidad de investigación que he expuesto anteriormente. El segundo límite tiene un mayor calado puesto que pone el dedo en la intrínseca implicación de la investigación científica con intereses ajenos y poco éticos. Desde el nacimiento del modelo científico moderno ya quedó clara la estrecha vinculación entre ciencia y dominio de la naturaleza, tal y como lo planteó Bacon. Obviamente esto no era novedoso y se podía encontrar en épocas anteriores de la cultura occidental y en otras culturas. Horkheimer y Adorno dieron un paso más en la crítica del modelo de racionalidad occidental y desvelaron su tendencia a quedarse en el dominio instrumental, prescindiendo de

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Es interesante la aportación de Bethell, Tom: Guía políticamente incorrecta de la ciencia. Madrid: Ciudadela Libros, 2006 Pablo C. Schulz e Issa Katime: “Los fraudes científicos” en Revista Iberoamericana de Polímeros Volumen 4(2), Abril 2003. En http://www.ehu.es/reviberpol/pdf/ABR03/EL%20FRAUDE%20CIENTIFICO.pdf Octubre, 2007. Y la obra más extensa de Federico di Trocchio: Las mentiras de la ciencia: ¿por qué y cómo engañan los científicos? Madrid : Alianza, 2003 15

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una serena reflexión sobre los fines y de un desinterés por la emancipación de la humanidad. El proyecto benefactor del dominio de la naturaleza se reducía, por tanto, a un proyecto de pura dominación de unos seres humanos por otros. Los dominadores utilizaban la ciencia como un instrumento más para garantizar su dominio. La investigación científica, sobre todo en sus aplicaciones prácticas o tecnológicas, quizá no fuera ni buena ni mala en sí misma, pero desde luego no fue ni es neutral. Toma partido al servicio del orden establecido, como ya se ofreciera Comte al zar Nicolás, que, por otra parte, es quien tiene capacidad para pagar los costos de la investigación. Puede ser paradigmática la deriva racista y eugenésica de la ciencia del siglo XIX y comienzos del XX; los médicos nazis, en especial en los campos de exterminio, suelen ser los chivos expiatorios, pero experimentos como el de Tuskegee muestran lo profundamente arraigado que estaba y está el mal en la comunidad científica en general16. No comparto la crítica radical de quienes, siguiendo de forma más bien sesgada la estela de Horkheimer y Adorno, ven un pecado original en el planteamiento científico y han terminado convirtiendo la ciencia moderna y contemporánea en el origen de muchos de los males actuales. Algunos sectores del ecologismo suelen manifestar una tendencia excesiva a denostar a los científicos, cayendo en brazos de corrientes esotéricas; en las ciencias sociales se ha ido mucho más allá de lo que Adorno defendía frente a Popper en una célebre polémica de los años sesenta del pasado siglo17. Aceptando lo que decían Adorno y Horkheimer y sus continuadores, me siento especialmente próximo a la denuncia de esa verborrea anticientífica tan bien expuesta por Alan Sokal y Jac Bricmont, o a las posiciones del ecologismo social, de Murray Bookchin, duro crítico de lo que él llamaba eco-fascismo18. Sin embargo, tampoco podemos ignorar el hecho de que esas complicidades se dan y no son meramente anecdóticas. Sánchez Ron ofrece un espléndido análisis de las consecuencias que ha tenido la institucionalización de la ciencia, con la formación de un auténtico imperio científico industrial, con implicaciones estatales y militares, cuyos intereses poco tienen que ver en última instancia con los que Peirce, o el mismo Comte, fundador del positivismo, ponían en la ciencia. A manos de dicho imperio terminan pereciendo los intereses emancipadores y benefactores —recordemos la investigación farmacéutica— e incluso la misma libertad de discusión y la cooperación investigadora, agostada con secretos industriales y rigurosos derechos de autoría —recordemos la investigación actual en biología tecnológica o en

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Se puede encontrar una excelente reflexión sobre las vinculaciones entre la ciencia contemporánea y el racismo en el libro de Sánchez Artega, Juanma: La razón salvaje. La lógica del dominio: tecnociencia, racismo y racionalidad. Madrid: Lengua de Trapo, 2007 17

Popper, K.R.; Adorno, Th. W.; Dahrendorf, R.; Habermas, J.: La lógica de las ciencias sociales. México: Grijalbo, 1978. 18

Alan Sokal y Jac Bricmont: Imposturas intelectuales. Madrid: Paidós, 1999. Bookchin, Murray: The Ecology of Freedom. Palo Alto, California: Cheshire Books, 1982. Hay versión española: La ecología de la libertad : la emergencia y la disolución de las jerarquías. Móstoles: Nossa y Jara, 1999

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genética—19. Casi se puede hacer una analogía: la imagen positiva de la investigación científica, acaparada por una potente institución, termina desarrollando perversos mecanismos, del mismo modo en que el Sermón de la Montaña, convertido en institución político-religiosa, termina desarrollando muy negativas prácticas. El tercer límite es el que se impone desde ciertos ámbitos renuentes a aceptar dicho modelo. No se trata de reconocer, como hace el propio Bunge, que hay cantidad de situaciones y experiencias en la vida humana que caen fuera de la investigación científica. Se trata de negar su aplicación en ámbitos en los que sí sería relevante y además la negativa se produce en el fondo por estar en contra de las implicaciones democráticas de la interpretación de Peirce. Nuestro autor era plenamente consciente de que defendía una clara vinculación de la investigación científica a la construcción de una sociedad democrática, en el sentido contemporáneo de la palabra, pero también en el sentido genuino griego: todos los ciudadanos tienen derecho a participar en la discusión y todos se someten a los mismos principios de control y justificación. Son muchos los ámbitos en los que se mantiene que en ellos no son aplicables los principios propios de la investigación científica, con lo que al mismo tiempo renuncian a esas exigencias éticas que la caracterizan. Como es lógico, quienes defienden esa inaplicabilidad son quienes ocupan las posiciones de poder dentro de esos ámbitos, habitualmente muy jerarquizados. La institución militar, por ejemplo, es impermeable a la aplicación de los criterios propios de la comunidad de investigación, pero también es habitual que ese sea el caso de la institución familiar y de las grandes y pequeñas empresas económicas. En todos ellos, alguien controla el poder y se encarga de que la discusión no quede nunca abierta a la participación de todas las personas que forman parte de dicha institución. Las religiones establecidas son también modélicas instituciones en las que la libre discusión suele hacer frente a problemas considerables, si no es que resulta totalmente imposible. Sin necesidad de ir muy lejos, basta con reflexionar sobre las dificultades que la Iglesia Católica ha tenido con los principios del libre examen y libre discusión. La encíclica Pascendi y el Syllabus, de Pío IX, que preceden en muy poco a las aportaciones de Peirce, son un ejemplo demoledor de las dificultades, casi incompatibilidades, que la Iglesia tuvo para aceptar este enfoque20. Fue ese mismo Papa quien consiguió la aprobación en un concilio del dogma de la infalibilidad, justo lo contrario del falibilismo. Es cierto que la evolución posterior de la misma Iglesia, con las aportaciones del Vaticano II o documentos más recientes como el elaborado por la Comisión Bíblica Pontifica sobre “La interpretación de la Biblia en la Iglesia” permiten realizar un enfoque del problema más abierto a estos principios éticos de la investigación científica, pero sigue siendo un tema que necesita una amplia

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Sánchez Ron, José Manuel: El poder de la ciencia : historia social, política y económica de la ciencia (siglos XIX y XX). Barcelona: Crítica, 2007 20

Merece la pena seguir el análisis de esta parte de la historia de la Iglesia Católica en Gary Wills: Why I am a Catholic. Boston: Mariner Books, 2003

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reflexión y, sobre todo, profundos cambios en la vida interna de la Iglesia. Cambios que, por otra parte, gozan también de arraigo en la tradición eclesial, sólo que es una tradición marginada por motivos similares. Todos estos límites son reales, pero no deben dar pie al abandono de lo que ha sido la tesis central de este artículo: la comunidad ilimitada de investigadores se rige por unos principios éticos intrínsecos que son sumamente beneficiosos para la humanidad. Su rigurosa aplicación dentro de esa comunidad y su extensión a otros ámbitos de la vida humana ayudaría sin duda a resolver algunos problemas importantes y a mejorar la vida de las personas.

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