La ciudadanía puertorriqueña

August 25, 2017 | Autor: Carlos Rivera-Lugo | Categoría: Puerto Rico, Puerto Rican Studies, Descolonización, Descolonization, Descolonizacion
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Descripción

La ciudadanía puertorriqueña: Querer ser libre es empezar a serlo Carlos Rivera Lugo Especial para Claridad Decía Betances que querer ser libre es empezar a serlo. Con ello, el padre fundador de la nación puertorriqueña nos advertía sobre el hecho de que la autodeterminación, así como la soberanía, no son en esencia categorías jurídicas independientes y objetivas, sino que actos de voluntad. La soberanía, como categoría jurídica, constituye tan sólo el reflejo de la soberanía como acto político y social. La soberanía es algo que originariamente se enuncia y se ejerce subjetivamente, como acto de voluntad. Y en la medida en que esta soberanía subjetiva se afirma y es reproducida una y otra vez por los sujetos políticos de una comunidad dada, es que generalmente se convierte en prescripción normativa. La práctica social y política determina el derecho y no al revés. Claro está, si uno se deja llevar por una serie de críticas que desde el independentismo se han proferido contra la determinación reciente del Departamento de Estado de Puerto Rico de otorgarle al compañero Juan Mari Brás una certificación reconociendo su condición de ciudadano puertorriqueño, uno pensaría que, al contrario de lo antes dicho, lo jurídico es lo que determina el carácter o cualidad de los hechos políticos y sociales. En general, se aduce que la ciudadanía puertorriqueña o la certificación de la misma, constituye un engaño en tanto y en cuanto no tiene efectividad jurídica alguna. Se le recrimina igualmente al compañero Mari Brás ser cómplice de una peligrosa ilusión de que desde la colonia y sin que exista la soberanía jurídica se puede disfrutar de una ciudadanía puertorriqueña. El filósofo francés Michel Foucault decía que había dos modelos a partir de los cuales evaluar las cuestiones del poder. Por un lado, está el modelo jurídico de la soberanía mediante el cual se había colonizado al sujeto político moderno para que creyese y aceptase, disciplinadamente, que todo acto soberano se ejerce de acuerdo a lo que formalmente autoriza la ley. Impregnado de un principio contractualista, dicho modelo opera a partir de la siguiente ficción: la aceptación por cada sujeto de que ha voluntariamente transferido o enajenado su soberanía individual o particular en aras de la constitución de una soberanía jurídica en la forma de un poder político universalmente beneficioso. La verdad histórica, sin embargo, es que bajo este modelo lo jurídico refleja básicamente el poder real, socialmente hablando, de las clases dominantes. Constituye un instrumento esencialmente ideológico para justificar ese poder real y reproducirlo continuamente. Sirve para legitimar u ocultar las múltiples formas de dominación. Para ello, se producen y legitiman unos saberes justificativos del orden existente y se crea una formidable red de prácticas e instituciones que garanticen la permanente reproducción del modelo. Lo jurídico sigue al hecho social Ahora bien, por otro lado, Foucault nos habla del modelo estratégico, el cual está interesado más en la constitución de sujetos y en los dispositivos de poder mediante el cual se realiza la dominación de unos seres humanos por otros. Bajo éste, la sociedad no es un campo jurídico

ordenado contractualmente, sino que un campo de batalla. Tanto la política como lo jurídico son tan sólo la continuación de la guerra por otros medios. La conciencia plena de ello nos permite rescatar la memoria histórica de las luchas pasadas, así como la pertinencia de las luchas reales del presente. Puntualiza Foucault: Se trata de recuperar la sangre que se secó en los códigos, rescatar los gritos emancipadores que fueron ahogados en las leyes y reconstituir al sujeto a partir de sus saberes y prácticas alternativas. El filósofo francés nos convida a la construcción de otro Derecho liberado de la versión juridicista de la soberanía y comprometido con la transformación radical del principio de la soberanía a partir de su realidad material y efectiva. Más allá del Estado moderno y la mitología jurídica que se ha entretejido en torno a él, me refiero a los espacios locales, desde los personales hasta los comunitarios o grupales, en que se ejerce el poder y la auténtica autodeterminación. En ese sentido, el derecho a la autodeterminación no depende esencialmente de su reconocimiento jurídico para que exista, sino que es su ejercicio real, como acto de voluntad emancipada, lo que lleva a su posterior reconocimiento y efectividad en el plano de lo jurídico. Lo jurídico, en fin, se construye sobre situaciones de hecho, situaciones de fuerza. En fin, Foucault nos invita a apropiarnos del poder, sobre todo el soberano, al nivel del extremo cada vez menos jurídico de su ejercicio, es decir, por donde realmente se implanta, se reproduce. Es por allí que puede producirse la más real descolonización, a partir de los espacios donde se constituyen y someten a los sujetos coloniales. Y es que el poder real está en todas partes y por todas partes hay que atacarlo, sobre todo en los individuos que es donde se da su efecto primero. El modelo estratégico nos advierte que todo poder es, en última instancia, una realidad ascendente y no descendente. Es esencialmente desde la base de la sociedad que se reproduce o se transforma. De ello da testimonio, por ejemplo, el poder de los forajidos ecuatorianos o los indígenas bolivianos cuando, a partir de sus respectivas luchas, produjeron en el pasado cambios efectivos en la jefatura de sus respectivos gobiernos, sin importarle la normativa constitucional o legal al respecto. Es el mismo caso de los zapatistas o la comuna oaxaqueña en México que, a partir de actos unilaterales de autogobierno, buscan refundar sus realidades políticas y sociales desde abajo, no empece las limitaciones jurídicas del orden estatal vigente. Es el Derecho producto de su voluntad soberana, es el poder constituyente de quienes han decidido refundar sus realidades a partir de sí mismos y darse sus propias leyes en la medida en que el orden jurídico existente ha quedado al desnudo en su parcialidad antidemocrática a favor de las elites económicas y políticas dominantes. La ciudadanía es criatura de la Revolución De ahí la pertinencia de una encuesta efectuada en Puerto Rico en 1995, como parte de un estudio más abarcador conocido como "Estudio Mundial de Valores", en la que una mayoría de los encuestados consideró de mayor importancia su nacionalidad puertorriqueña que la ciudadanía norteamericana. Bajo la dirección del Dr. Ronald Inglehart, de la Universidad de Michigan, el estudio indica que la nacionalidad puertorriqueña fue preferida por un 61 por ciento de los que se identificaban como autonomistas, un 44 por ciento de los que se identificaban como anexionistas y un 79 por ciento de los que se identificaban como 2

independentistas. Estoy plenamente convencido de que los resultados de dicho estudio reflejan las condiciones reales bajo las cuales opera la cuestión de la ciudadanía en Puerto Rico. Por un lado, tenemos una ciudadanía, la estadounidense, la única jurídicamente efectiva, según algunos. Bajo ésta, el gobierno de los Estados Unidos ejerce un poder cuasi-absoluto sobre nuestro pueblo. La participación democrática queda reducida a un privilegio concedido y tutelado por el Gobierno de los Estados Unidos y no un derecho inalienable de nuestro pueblo. Secuestrado queda el derecho inalienable del puertorriqueño a su autodeterminación. Inalienable: que no se puede enajenar por ser consustancial a nuestra condición humana; que, por ende, no necesita para su existencia o ejercicio de su reconocimiento político y jurídico formal. Por tal razón fue que Betances insistió en que ser libre es empezar a serlo. No dijo que ser libre depende de su efectividad jurídica ante los ojos del poder imperial de turno. Sin embargo, triste es ver cómo compañeros independentistas se empecinan en un análisis, de clara inspiración en el modelo juridicista antes mencionado, sobre el tema de la ciudadanía en Puerto Rico. De esa forma, se empantanan fundamentalmente en esquemas ideológicos justificativos de la construcción imperial de nuestro ser nacional, bajo la cual se nos pretende reducir a la condición de sujetos jurídicos limitados a lo que el Congreso de los Estados Unidos acepte. La ciudadanía puertorriqueña no se debe al reconocimiento que de ella haga o se niegue hacer el gobierno federal o el gobierno colonial. La ciudadanía puertorriqueña es criatura de aquel acto glorioso de guerra anticolonial y de afirmación nacional acontecido el 23 de septiembre de 1868. La Revolución es la Constitución, proclamó magistralmente Blanca Canales a raíz de esa otra gesta afirmativa de la nacionalidad puertorriqueña realizada en octubre de 1950. Esa es la memoria histórica revindicada por el compañero Juan Mari Brás cuando determinó unilateralmente afirmar su condición de ciudadano puertorriqueño. Quiso ser libre y empezó a serlo. El gobierno de Estados Unidos ha pretendido desconocer su acto de autodeterminación, y algunos independentistas le reconocen validez a dicha pretensión imperial. Por su parte, el Tribunal Supremo de Puerto Rico reconoció la legitimidad y efectividad jurídica del acto protagonizado por el compañero Mari Brás. Asimismo hizo en días pasados el Departamento de Estado de Puerto Rico. La artificiosa ciudadanía estadounidense Con ello, el “experimento jurídico” de Mari Brás ha sentado las bases para la refundación del derecho nacional de los puertorriqueños desde una perspectiva ajena a la construcción jurídica actual de nuestro ser nacional. Ha confrontado la realidad disfuncional en la que se ha pretendido encerrar al puertorriqueño: ciudadano, jurídicamente hablando, de un país que nos mantiene en una condición de subordinación y desigualdad política a partir de una construcción jurídica de nuestro país como botín de guerra y de sus habitantes como sujetosobjetos de esa relación patrimonial. Bajo la construcción imperial de nuestra identidad nacional se nos niega la posibilidad de vivir a partir de la única ciudadanía con base real en nuestras luchas forjadoras de nuestra 3

nacionalidad: la puertorriqueña. De paso, se pretende negarle plena efectividad al reconocimiento que hizo Washington en el 1900, en la Ley Orgánica Foraker, de la empíricamente constatable existencia diferenciada del pueblo de Puerto Rico. Optó así por un modelo de administración territorial más afín al establecido en el caso de Filipinas, es decir, con la intención expresa de no seguir la política de incorporación territorial seguida invariablemente hasta ese momento en el caso de los territorios adquiridos por cesión, compra o conquista. Eso es lo que le permite en 1952 promover la constitución de un régimen autonómico limitado, curiosamente calificado como “una mayor independencia” por el entonces presidente Dwight D. Eisenhower. Ello incluyó la aprobación de una Constitución de alcances limitados en tanto y en cuanto el Congreso de Estados Unidos sigue ejerciendo poderes plenarios para limitar unilateralmente sus efectos (como, por ejemplo, en el caso de la prohibición constitucional expresa de la pena de muerte en Puerto Rico). Sin embargo, por otro lado, contradictoriamente, se ha erigido también en fuente de los derechos políticos que a diario ejercen los ciudadanos en Puerto Rico, desde el voto en las elecciones para decidir las autoridades del gobierno colonial, hasta la libertad de expresión y asociación. Se me podrá argumentar que aún esos derechos tienen su efectividad al amparo de la vigencia parcial de la Constitución de Estados Unidos en Puerto Rico, pero francamente me parece que la realidad es crecientemente al contrario. De otro modo, cómo podríamos entender la negativa reiterada de los ciudadanos de Puerto Rico de hacer valer la pena de muerte aún en el foro judicial federal, a pesar de la reiterada insistencia de las autoridades federales en aplicar la misma aquí en la isla. De ahí que si bien el derecho federal reconoce la aplicación de la pena de muerte en Estados Unidos y sus posesiones coloniales, incluyendo a Puerto Rico, en nuestro caso dicha disposición jurídica choca con la concepción y valoración particular de la vida que forma parte de la cultura puertorriqueña y que, conforme a ello, se recoge en la Constitución de Puerto Rico. Y es que la ciudadanía estadounidense impuesta bajo la Ley Orgánica Jones de 1917 no cambió en lo fundamental el status colonial de Puerto Rico según definido desde 1900. En todo caso, lo que en la práctica hizo fue tan sólo sobreponérsela a la nacionalidad puertorriqueña ya reconocida. Ejemplo elocuente de ello es que Estados Unidos incluyese voluntariamente a Puerto Rico en la lista de territorios no-autónomos bajo el Capítulo XI, Art. 73 (e) de la Carta de las Naciones Unidas. Toda la práctica subsiguiente de la ONU con relación a Puerto Rico, desde el proceso que desembocó en la aprobación de la Resolución 748 (VIII) en 1953 hasta el reconocimiento de nuestro derecho a la autodeterminación e independencia bajo la Resolución 1514 (XV), tiende al reconocimiento de facto y de jure que la Isla constituye un sujeto jurídico, aunque limitado, bajo el Derecho Internacional, el cual está bajo la protección y administración del Gobierno de los Estados Unidos. Y conforme a ello, el gobierno de Estados Unidos tiene unos deberes correlativos de respetar los derechos nacionales del pueblo de Puerto Rico, incluyendo la viabilización del libre ejercicio de su derecho a la autodeterminación. Querer ser soberano es empezar a serlo Hace unos años depuse ante una comisión del Colegio de Abogados de Puerto Rico que examinaba los efectos de la renuncia a la ciudadanía estadounidense por parte de algunos 4

puertorriqueños, incluyendo el compañero Mari Brás. En esa ocasión expresé mi honesto parecer que actos de voluntad soberana como los del colega profesor de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, nos está obligando a revisar la racionalidad sobre la que está montado todo el andamiaje jurídico y constitucional de Puerto Rico. Y es que, contraria a cierta postura que se ha repetido en demasía entre sectores del independentismo puertorriqueño, no son estas entelequias sin asidero alguno en la realidad. Se pretende que rechacemos cualquier conquista parcial que desde la colonia potencie la eventual ruptura con la presente condición colonial. Es todo o nada, parecen afirmar. Claro está, las conquistas parciales, de por sí, no cambian la naturaleza del régimen colonial. Pero, en la medida en que nos abre brechas en torno a eslabones débiles de la cadena de dominación por donde se puedan potenciar mayores retos al orden existente, dichas conquistas son positivas. El Partido Independentista Puertorriqueño cree en adelantar la lucha por medio del voto en las elecciones coloniales y no veo a nadie imputándoles hoy que con ello le hacen el juego al colonialismo o crean la ilusión de que por esa vía es que habrá de venir la independencia. Tampoco escucho que la libertad de expresión y asociación que reivindicamos los independentistas para hacer oposición a la dominación imperial, deje de poseer una valoración positiva por el mero hecho de que los mismos, aparte de ser libertades inalienables, están garantizados en la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Ya lo dijo Carlos Marx: el Estado de Derecho burgués será todo lo limitado que se quiera en su alcance concreto, pero constituye sin duda un avance histórico de proporciones revolucionarias. De lo que se trata es de luchar ahora para materializarlo plenamente, más allá de sus formalismos y ficciones, para todos los seres humanos. Es decir, convertir la conquista parcial en conquista plena. Por tal razón, creo firmemente en que el primer paso hacia la soberanía objetiva y formal, la jurídica, se dará efectivamente el día en que subjetivamente y de hecho actuemos como soberanos. La soberanía objetiva es, como ya he enunciado, esencialmente un espejo de la soberanía subjetiva. Por tal razón, para que efectivamente exista la ciudadanía puertorriqueña, lo único que se necesita es que miles de puertorriqueños, al calor del ejemplo del compañero Mari Brás, se desprendan de las gríngolas jurídicas y la afirmen, obligando a las autoridades coloniales y federales a reconocerla. En la cuestión de la ciudadanía el compañero ha identificado uno de mecanismos estratégicos desde la cual se reproduce el orden colonial y se justifica nuestro continuo sometimiento al mismo. Desde ésta Mari Brás se ha propuesto dinamitar esa instancia material del sometimiento en la que se constituye y reproduce el sujeto colonizado. En su lugar, aspira a que florezca otro tipo de subjetividad política, plenamente emancipada, que haya roto con la construcción imperial de nuestra identidad nacional. ¿Qué se necesita para por fin ser libres y soberanos? Empezar a serlo. 6 de noviembre de 2006

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