La cicatriz del narrador. Prólogo a la antología de cuentos La Tigra y otros relatos brutales de José de la Cuadra.

July 25, 2017 | Autor: Leonardo Valencia | Categoría: Literatura Latinoamericana, Literatura Ecuatoriana
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Descripción

La Tigra y otros relatos brutales José de la Cuadra

Prólogo de Leonardo Valencia

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edición y corrección Laura Arellano Prieto, Álvaro Domínguez Rodríguez-Volta, Eva María Martínez-Peñalver Somoza, Daniela Morales Becerra, Natalia Rubio Losada y María Zárate Elías diseño spr-msh.com composición Estudio Grafimarque S. L. impresión y encuadernación Seshat. www.seshat-online.com © de «la cicatriz del narrador»: Leonardo Valencia, 2014 © de la edición: Libros de la Ballena, 2014 Máster de Edición UAM: Taller de Libros www.librosdelaballena.com Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Madrid Campus de Cantoblanco Einstein, 1 - 28049 Madrid

ISBN: 978-84-8344-402-3 Depósito legal: M-12077-2014 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida sin el permiso previo por escrito de los titulares de los derechos. Impreso en España

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La cicatriz del narrador Leonardo Valencia

Las obras atadas al retrato de su tiempo suelen desaparecer con él. No por la mortalidad de lo retratado, que más o menos siempre es la misma, sean personajes o imperios, sino por la obediencia literal a la inmediatez del lenguaje, o por falta de ironía, que sería lo mismo. La obra de José de la Cuadra (1903-1941), compuesta por cuentos y nouvelles, también pudo desaparecer con su época. No tendríamos este libro en las manos si el escritor solamente se hubiera ceñido a la línea literaria de retrato y denuncia de la realidad de su país, Ecuador; línea a la que estuvo adscrita la generación de la que formó parte, conformada por el llamado Grupo de Guayaquil. Con suerte, ediciones del siglo pasado de sus libros pasarían por las manos de bibliófilos o latinoamericanistas, y apenas habrían llegado al rango de documento. Una nueva edición demuestra que le esperaba otra vida al autor. Mi prólogo solo subrayará las posibles causas. De la Cuadra cumplió los propósitos sociales de la literatura de su época con una diferencia tan sutil como relevante. Supo introducir levísimas digresiones sobre el VII

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acto de escribir, una especie de murmullo personal sobre sus propios mecanismos narrativos que marca una distancia irónica frente a lo relatado. Ese murmullo puesto en pequeños detalles se fue graduando progresivamente en sus narraciones. Esta antología pone de manifiesto esa mediación del autor en cuentos que forman parte de sus libros más destacados. De Repisas (1931) se incluyen «¿Castigo?» y «Venganza»; de Horno (1932), «Merienda de perro» y «La Tigra», y del que considero la cima de su narrativa breve, Guásinton (1938), los antólogos han seleccionado «Ruedas» y «Disciplina». Esta antología se suma a la novela breve Los Sangurimas, también reeditada por Libros de la Ballena en 2013, con prólogo de Rafael Reig, y que complementa idealmente la lectura de sus obras más representativas. Con estas ediciones José de la Cuadra vuelve al medio editorial que lo lanzó en 1934, cuando la editorial madrileña Cenit publicó Los Sangurimas junto con otros cuentos también reproducidos aquí, como «Calor de yunca» y «Shishi la chiva». La voz particular en la obra de José de la Cuadra consiste en una aguda conciencia literaria a través de una serie de atisbos sobre el papel del narrador enfrentado a un mundo del que no formaba parte pero del que quiso dar cuenta. Es la lucidez de quien deja de ser mero testigo de las historias de su entorno para trabajar con los instrumentos del constructor de ficciones. En «La Tigra», por ejemplo, el autor establece tres tipos distintos de escritura. El primero es un párrafo donde el narrador da su propio testimonio, cuando dice: «Los agentes viajeros y los policías no me dejarán mentir —diré, como en el aserto montuvio…». Después encontramos, literalmente citado, VIII

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un documento legal donde el personaje denuncia que su novia, una de las hermanas de la Tigra, ha sido secuestrada. Finalmente, tenemos el texto del relato donde se desarrolla la historia. En ese primer párrafo corto, el narrador añade algo más, refiriéndose a las mujeres de su cuento: «Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; solo el agua es mía; el agua tras la cual se las mira…». Si miramos a través del agua se produce una distorsión óptica, como a través de una lente: allí está la perspectiva del narrador. No estamos viendo al pez del que habla tal como es en realidad, sino reconstruido bajo la distorsión del agua. Así es como José de la Cuadra indica que es un oyente que reconstruye lo oído o visto y señala una indeterminación en lo verídico en aras de una verosimilitud más intensa: en ficción se debe empezar creyendo a quien habla. Pone en suspenso sus fuentes para llevar a cabo la ficción artística que es toda narración. Poco después se refrena. Quiere ganar la intensidad de un retrato directo, e insiste en que es un oyente: «Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir». Por más real que pueda ser el origen de sus historias, a fin de cuentas el personaje de la Tigra es un tópico, una tipificación exagerada: la mujer montuvia en el papel de animal sexual sin consciencia que no puede escapar de su condición. Al mismo tiempo, se convierte en un documento revelador por lo tópico: la Tigra es la fantasía sexual, irreal e inalcanzable, de muchos hombres que la elucubran luego de doblegar y explotar a las mujeres reales con las que viven. La fantasía devuelve la respuesta rebelde que la realidad no llega a dar. IX

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Los atisbos de conciencia narrativa están espigados a lo largo de su obra. El inicio de su cuento «Disciplina» no escamotea el valor de confianza en el narrador señalando su relativa autoridad: «La primera inexactitud que quitará méritos probables a esta narración se refiere al nombre del mismo cabo Quiñónez. Mi informante abrigaba severas dudas sobre el particular». Pero el efecto es precisamente el contrario: el lector sabe que está entrando en terreno literario y que, por lo tanto, hay que tener presente la caución de lo ficticio. La paradoja es la credibilidad: los mundos violentos y atroces que señalan sus historias están mediados, y por eso mismo calan con mucha mayor fuerza. Esta mediación narrativa funciona como una señal de la injerencia sobre sus personajes más humildes, como el mismo Quiñónez, que por obedecer la disciplina militar termina actuando contra sus propios superiores, y esto no se le perdona a pesar de haber cumplido lo que se le pidió. El párrafo final es desgarrador porque no solo apunta a lo que sufre Quiñónez, sino que aporta esa otra perspectiva que gana todo lector con el aprendizaje último de la ficción: desconfiar del lenguaje único, de la realidad como un mundo unívoco, sin las manipulaciones del poder. Quiñónez «experimentaría acaso la sensación que se tiene cuando la tierra —en cuya solidez se cree a ciegas— se sacude como un mar en el temporal del terremoto». Vladimir Nabokov describió el viaje que experimenta toda historia: «Recuerda que cuanto te dicen llega a través de tres metamorfosis: construido por el narrador, reconstruido por el oyente, oculto a ambos por el protagonista, ya muerto, del relato». La observación de Nabokov, que consta en su novela La verdadera vida de Sebastian X

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Knight (1941), son los verbos que asocia con las tres etapas del proceso narrativo. El protagonista oculta, el oyente reconstruye y el narrador construye. José de la Cuadra escribió mucho antes en Los Sangurimas (1934) una reflexión sorprendentemente parecida a la de Nabokov: «Todas estas narraciones no son sino variantes de una sola, con alguna base cierta, cuya exacta ubicación de origen no se encontrará ya más». Con esto se pide tener presente que el mundo incluido en la ficción no es la realidad, sino que es otra realidad. Y se lo pide no para perder esa fe simple y ciega en la literatura, llamada verosimilitud, sino para ganar el placer laico de descubrir las sutilezas de la ficción. La realidad en la que se origina una historia siempre está oculta en el sentido de que nunca se la conocerá ni exacta ni completa. Será en su novela póstuma, Los monos enloquecidos, donde se alcanza el máximo logro de José de la Cuadra. La novela, también breve como Los Sangurimas, y mucho menos conocida, se abre con el nivel más alto de conciencia literaria. Su propio personaje, Gustavo Hernández, a la manera de Augusto en Niebla, de Unamuno, interpela al autor, señalando esa condición ajena desde la que José de la Cuadra abordaba sus historias: «Me has comprendido a medias —lo interpela Gustavo Hernández—. Tus breves paseos, de género turístico, por los campos, no han bastado a meterte alma adentro la plena sensación de la montaña cerrada y de los oquedales abiertos: te ha sido negado, también, el don de la jungla». Y concluye diciendo: «¿Estás completamente seguro de haber creado un hombre de veras al crearme, José de la Cuadra, padre mío?». A este personaje, que ya no es uno de los hombres XI

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oprimidos y telúricos de sus historias, lo hace recorrer medio mundo, desde los mares de Oriente hasta el norte de Europa, de Mozambique a Buenos Aires, y lo regresa a su Guayaquil natal para así construir esa conciencia escindida de quien observa un mundo al que no pertenece ni comprende del todo, pero que busca comprender —acariciando su cicatriz— para formar parte de él. Solo un hijo rebelde da cuenta de la fuerza creadora del padre. Solo los grandes narradores saben asumir el vigor de la conjetura en la ficción. Entender así la obra de José de la Cuadra permite captar la turbación real que producen estos cuentos y el resto de su literatura.

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