La Casa de Cristal. Sobre el proyecto de Sergei Eisenstein.

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Descripción

dossier

Potencia de lo inacabado Paul Valéry escribió: «Las obras no se acaban, se abandonan». Sin embargo, la noción de obra artística como objeto terminado, carente de fisuras, está firmemente enraizada en nuestra cultura. La exigencia es siempre la misma: resultados. Así, ¿cuál es el estatuto del proyecto, de la idea artística en busca de materialidad que nunca logra realizarse o sencillamente no puede culminarse por su naturaleza misma?

Habría que reconsiderar la idea del proyecto por su resonancia histórica y social –los procesos largos, truncos, incesantes–, así como por su carácter antimercantil –no hay productos que ofrecer ni, por lo tanto, que consumir.

Escribe Boris Groys: «Si uno tiene un proyecto –o, más precisamente, vive en un proyecto– está ya siempre en el futuro. […] El proyecto le permite emigrar del presente a un futuro virtual, causando de ese modo un quiebre temporal entre uno y los demás». ¿No hay en él, entonces, una pulsión utópica indisociable de la auténtica imaginación estética? El lector puede extraer sus conclusiones luego de internarse en los casos que hemos elegido, cada uno con una impronta difícil de ignorar: El capitán de altura de Roberto Bazlen,

La casa de cristal de Serguéi Eisenstein, el Danteum de Giuseppe Terragni, el Merzbau de Kurt Schwitters, Las guerraS CIVILES de Robert Wilson y los últimos discos de los Beatles. Vista exterior del Merzbau de Hanóver, de Kurt Schwitters, fotografiado por Wilhelm Redemann en 1933

literatura

roberto bazlen

El Canal Grande de Trieste

El capitán de altura por Antonio Oviedo

Roberto Bazlen fue un escritor poco convencional: escribió poco y lo poco que escribió no fue publicado. El capitán de altura es su texto más enigmático, una novela inacabada que, desde la experimentación formal, buscó capturar una conciencia fragmentada.

«F

orma parte de la obra de Bazlen el no haber producido una obra». Muy tajante, la frase de Roberto Calasso –en Los cuarenta y nueve escalones (1991)– se abre hacia dos direcciones conectadas entre sí: le concierne de un modo íntimo a quien está referida y proclama al mismo tiempo una suerte de contrasentido casi vertiginoso. Inclasificable, evasivo, el arte bazleniano de no publicar, de no publicar lo poco que escribió, de no escribir para publicar, constituye un enigma que todavía despierta interrogantes y convoca en idéntica medida numerosas interpretaciones. Éstas, para decirlo sin tantas vueltas, son indisociables de la más inquebrantable razón de ser de la literatura. El axioma –es tentador llamarlo así– adopta los siguientes términos: lo poco que Roberto Bazlen escribió –El capitán de altura, por ejemplo– emite una luz opaca que no logra iluminar todas las zonas inacabadas de ese mismo libro. Su culminación, por así llamarla, quedó trunca, y hace trastabillar, qué duda cabe, la posibilidad de otorgarle la dimensión de lo que adquirió al menos cierto desarrollo novelístico “definitivo”. En síntesis, subyace lo incompleto; y lo incompleto moldea, e

incluso erosiona, por no decir que descentra, una textualidad que se obstina en permanecer no concluida. La ciudad –Trieste– donde Bazlen nació en 1902 dice mucho acerca de quien se empecinó en soslayar el estatuto de escritor ¿colocándolo en otro ámbito?, ¿en cuál? O ¿acaso el no ser escritor implica llevar al extremo una categoría que sólo podría existir si es capaz de decir, según la afirmación de Enrique VilaMatas a propósito de Bazlen, «lo que aún no se ha dicho»? Trieste, por su parte, dice mucho pero a la vez dice poco; una y otra opción deslizan, desde sus respectivas facetas, la singularidad de un territorio donde confluyen tres culturas (eslava, alemana e italiana) cuyas interrelaciones simultáneas y asimétricas trasuntan una identidad porfiadamente atravesada por conflictos y antagonismos nunca aquietados. El título del esclarecedor ensayo escrito por Angelo Ara y Claudio Magris se revela, junto a su contenido, elocuente: Trieste, una identidad de frontera (1982). Una ciudad cuya identidad apela a un límite susceptible de albergar numerosos contrastes que, como tantas veces se señaló, resultan inherentes al crucial proyecto de la modernidad. Contrastes insolubles que difícilmente podrían reivindicar un denominador común salvo 92

el de refutar cualquier formulación homogénea. Única salida marítima del imperio austrohúngaro, este aspecto, entre otros, asocia a Trieste con la cultura de la Mitteleuropa y con sus contradictorias expresiones en todos los campos de la cultura y del arte. La visita efectuada por Paul Morand en 1971, cinco años antes de morir a los 88, es una prolongación de su estadía en Venecia; la visión del viajero refinado se tensa con la ironía y se sosiega con el esteticismo. El Trieste morandiano, rebosante de toques escépticos, envuelto en un estado letárgico que sofoca a sus habitantes, halla también sus cauces en fugaces observaciones inspiradas en la decadencia de sus edificios y de sus calles. «Sobrevive como una excepción»: esta visión de Morand sobre Trieste resume casi toda su corta estadía en la casa de unas primas cuyas vidas marchitas no podrían haber salido sino de las páginas de un relato de Italo Svevo (otro insigne triestino junto a Umberto Saba, Slataper o Stuparich, sin olvidar a los extranjeros: Casanova, Stendhal, Rilke o Joyce). Pero es también una suerte de definición que Bazlen podría, si ese fuera el caso, aplicarse a sí mismo. Las palabras de Daniele Del Giudice en su novela El estadio de Wimbledon (1983) parecen confirmarla: «Sólo podría haber crecido aquí. Fue un

brote de esta ciudad, y de esa época particular de esta ciudad». Del Giudice se las atribuye a Gerti, la amiga de Bazlen y de Montale a la cual este último le dedica el poema titulado “Carnaval de Gerti” (incluido en Las ocasiones, 1939). No bien iniciada la lectura de El estadio de Wimbledon se hace evidente que sus seis capítulos buscan explorar la incógnita que la no escritura de Bazlen alimenta. El martilleo de una sola pregunta es el leitmotiv que sobrevuela todas y cada una de las secuencias del libro: «¿Por qué no escribió?» El narrador es quien la hace cuando llega a Trieste, allí se encuentra con antiguos amigos y sobre todo amigas del inefable Bobi, mejor dicho, del excéntrico personaje que fue Bobi Bazlen. Después viaja a Londres, donde se entrevistará con la legendaria (una leyenda que inexorablemente se va desvaneciendo a medida que desaparecen sus contemporáneos) Ljuba Blumenthal en su casa situada, justamente, muy cerca del estadio de Wimbledon. Aquellos que conocieron y frecuentaron a Bazlen van añadiendo trozos sueltos de su relación, se asemejan al ruido de fondo de una vida evocada por terceros mediante comentarios que ora coinciden, ora discrepan, y que sólo pueden aportarle inexactitudes a un

narrador devorado por la impaciencia y también por la sospecha de que las huellas se esfuman cuando creía estar cerca de reunir algunos testimonios menos inasibles. En síntesis, va a encontrar lo que busca, es decir, el halo de esa negativa testaruda a escribir en el que Bazlen todavía hoy se mantiene irreductible. «Titiritero», «fracasado», «perverso», «egoísta», «intrigante»: se suceden estos rótulos despectivos cada vez que una nueva oleada de anécdotas y reflexiones se depositan sobre un retrato que las expulsa a fin de admitir otras que se les oponen. Dentro de estas últimas se yergue la figura del políglota y lector absoluto (lo es por cuanto lee más de lo que escribe, o mejor dicho: no escribe para leer) y por consiguiente es el asesor editorial de Einaudi, el fundador de Adelphi, el amigo de Svevo y Saba, y antes de Marcel Proust; Freud, Musil y Kafka se publicaron en Italia por iniciativa suya. ¿Por qué este rechazo designa además el centro de gravedad de la aventura bazleniana del (no) escribir? En Londres, Ljuba Blumenthal, aludiendo obviamente a Bazlen, le manifiesta al narrador que «la opinión más alta de la escritura la tiene quien ha decidido no escribir». Afirmación en la cual palpita con fuerza hipnótica una recurrente práctica de la 93

renuncia a la palabra escrita; una exaltación, lateral, discreta, de una clase de vida, la de Bazlen, hecha de las infinitas postergaciones del escribir, erigidas en su única obra maestra. En el ensayo citado antes, Ara y Magris son contundentes: «Bazlen es una suerte de Musil sin la urgencia de escribir El hombre sin atributos». Se puede inferir que esa falta de urgencia serpentea la historia de El capitán de altura a través de una forma que progresa sin avanzar. Durante 21 años (hasta su muerte en 1965) Balzen fue el portador de su manuscrito, de interminables correcciones y tanteos reveladores de sucesivos intentos de narrar que no conducían a ningún lado, excepto a la fulgurante justificación de la poética bazleniana: «Ya no se pueden escribir libros, yo sólo escribo notas a pie de página». La primera parte de El capitán de altura respeta la trama y la ilación convencionales de una historia, mientras que la segunda estalla en mil pedazos, el relato se tambalea, se astilla, se desfonda, desemboca en una virtual desintegración de lo que al comienzo parecía cobijado dentro de un orden. Un orden tan frágil asentado luego sobre fragmentos inconexos que muestran a ese capitán imposibilitado de permanecer en la tierra o en el mar como lo estuvo Bazlen en la escritura.•

cine

serguéi eisenstein

Bocetos del proyecto de La casa de cristal, de Serguéi Eisenstein

La casa de cristal

por jorge la ferla

La casa de cristal de Serguéi Eisenstein proponía, en un año tan temprano como 1926, conceptos fílmicos que atentaban contra el cine clásico, como la ruptura del tiempo lineal y el espacio realista. anticipó ideas luego materializadas por el soporte digital.

Cada cual, alguna vez en la vida, escribe su misterio; el mío es La casa de cristal. Serguéi Eisenstein, 22 de mayo de 1946

E

l arte parece sostenerse en una idea: las obras que lo conforman son piezas acabadas que circulan, se exhiben, se adquieren y se conservan en versiones aparentemente definitivas. Sin embargo, existe una serie de trabajos inconclusos, de la plástica a la literatura, pasando por el cine, que se han convertido en mito. A diferencia de otras disciplinas, cuya realización puede sostenerse individualmente, el cine requiere de condiciones industriales. Pero éstas no siempre se obtienen. Uno de los ejemplos más representativos de lo anterior lo conforman el elenco casi mitológico de piezas incompletas de Orson Welles. Don Quijote (1955 / 1992) y Es todo verdad (1944 / 1993) pertenecen a la saga de filmes ideados por el director estadounidense pero terminados por terceros luego de la muerte de su autor, en lo que se podría denominar el arte de acabar obras inconclusas. Otelo (1952) es otro caso: la cinta original es una pieza inacabada que fue concluida tiempo después por el propio Welles, y cuyo proceso fue registrado en la película autorreferencial Filmando Otelo (1978).

Serguéi Eisenstein legó asimismo proyectos inconclusos, cuyo ejemplo más conocido es ¡Que viva México! (1932 / 1979). El documentado peregrinaje de Eisenstein por Hollywood y México generó una leyenda literaria que será cristalizada por Peter Greenaway en un proyecto sorprendente –por su banalidad– que pretende seguir la vida íntima del director ruso durante su estadía en América (Eisenstein en Guanajuato). Pero el ruso diseñó dos propuestas que nunca fueron rodadas –El capital, basado en la obra de Marx, y La casa de cristal– convertidas, a su vez, en obsesión de estudiosos e inspiración de proyectos multidisciplinarios. Glass House. Du projet de film au film comme projet (2009), donde destacan los escritos de François Albera; “Eisenstein digital”, de Pierre Bongiovanni, publicado en La revolución del video (1996), o Pachito Rex (2001), de Fabián Hofman, primer filme digital realizado en América Latina, son sólo tres casos creados a partir de La casa de cristal de 1926. Durante el estreno en Berlín de El acorazado Potemkin (1925), Eisenstein ideó un filme basado en el uso del vidrio en la arquitectura, que consideraba el hábitat urbano para fomentar un diálogo entre el interior y el exterior cimentado en el concepto de transparencia. Su aplicación 94

en el cine complejizaría la representación del espacio, sistematizada en ese entonces, significativa y formalmente, por David W. Griffith. Aunque Eisenstein trabajaba en Octubre y La línea general, El capital y La casa de cristal se convirtieron en una obsesión. Ambos proyectos poseen un valor inconmensurable en la actualidad, considerando la falta de búsquedas que aqueja al cine contemporáneo, sentenciado por su definitiva simulación digital. Luego de la década de la Revolución de Octubre, el cine soviético mostró una gran vitalidad gracias a la decisión del Estado de promover la disciplina como un elemento fundamental para la cultura y la propaganda. «La más importante de las artes», según Lenin. La influencia de Griffith fue notable en la estructuración de las formas y los sentidos del cine soviético. El montaje paralelo, la ruptura del punto de vista unívoco, la elipsis y la puesta en escena implicaban la sofisticación del relato fílmico. El montaje de Eisenstein partía de la organización narrativa instaurada por Griffith, que llevó al cine los parámetros narrativos de la novela decimonónica. A pesar de ello, la vanguardia soviética se afirmaba en el principio renacentista de realidad, basado en la óptica y la perspectiva, con lo que reafirmaba el compromiso analógico

de la fotografía con lo real. El diseño del cuadro para la imagen en movimiento seguía respetando, en profundidad de campo y en superficie, caracteres naturalistas y figurativos. «Es necesario estudiar los modos de representación pictórica porque, en cualquier caso, la influencia de la pintura sobre la composición del cuadro cinematográfico y sobre la presentación de los temas de las películas sigue actuando como un efecto de cuadro de caballete»: la sentencia de Igor Malévich, que se encuentra en “Leyes pictóricas en los problemas cinematográficos” (1929), irrumpió en los directores soviéticos al cuestionar la difícil relación entre la expresión abstracta pura y la representación de lo real que debía asumir el nuevo medio. El cine repite un modelo que se basa en narrar una historia capturando las acciones de los personajes en una locación. La construcción del espacio y la representación del tiempo se concentran en esta variable uniforme. «En su identificación de los filmes de ficción como un “supergénero” del cine del siglo xx, Metz no se molestó en mencionar otra característica de este género por resultar ya demasiado obvia en aquella época: los filmes de ficción son filmes de acción dinámica. Éstos, por ejemplo, en su mayor parte consisten en

grabaciones fotográficas no modificadas de hechos reales que tuvieron lugar en espacios reales» (Lev Manovich). La casa de cristal y El capital basaban su trama en la estructura narrativa del Ulises de Joyce: «El sábado recibí el Ulises, la Biblia del nuevo cine», escribió Eisenstein en su diario. En noviembre de 1929 los dos artistas tuvieron un encuentro. Un espacio fragmentado y un tiempo de ruptura caracterizaban ambas obras y, en ese sentido, se anticipaban a la crítica de Malévich sobre la representación figurativa y la narrativa lineal. En La casa de cristal la estructura transparente de la escena, que semejaba un rascacielos de vidrio, contenía numerosas historias contextualizadas para un determinado espacio, aunque generaba un conflicto con las acciones simultáneas que se proyectaban a través de las paredes. En el guion, Eisenstein ponía en tela de juicio «la desfamiliarización del punto de vista», cuestionando la representación unívoca y planteando una serie de situaciones coincidentes que se vinculaban a partir de la multiplicidad de acciones, que tanto el espectador como los personajes podían observar. El proyecto nunca pudo realizarse. Chaplin fue el único que lo apoyó. Eisenstein tuvo acceso al diseño de rascacielos de vidrio de Frank Lloyd Wright para 95

el Lower East Side de Manhattan, y consideró que éste era la verificación formal de La casa de cristal: un hábitat luminoso y transparente, alejado del hierro y el concreto, que equivalía al cubo cerrado del set de filmación. «La táctica artística debe cambiar permanentemente», declaró Eisenstein. El capital y La casa de cristal revelaban ideas que rompían con el cine clásico y la forma en que se proyectaba. Las propuestas del cineasta soviético, basadas en las rupturas del tiempo lineal y el espacio realista, han sido aplicadas de forma austera en la actualidad a través de la conversión del cine en un soporte digital. Parabolic People (1991), de Sandra Kogut (1991); Wax Web (1994), de David Blair; The Decay of Fiction (2001), de Pat O’Neill; Mission to Earth (2004), de Lev Manovich; Dogville (1999), de Lars von Trier; o Time Code (2001), de Mike Figgis, son algunos ejemplos interesantes de ello. La cinematografía, en su actualidad informática, sigue dependiendo de los esquemas ópticos y figurativos en su Modo de Representación Institucional pero sólo ha sabido eludir las estructuras lineales a partir del cine experimental y el videoarte, que han desafiado el «efecto de cuadro de caballete» siguiendo así el legado de La casa de cristal.•

artes visuales

kurt schwitters

El Merzbau de Hanóver, de Kurt Schwitters, fotografiado por Wilhelm Redemann en 1933

el Merzbau

por Víctor Palacios

¿Escultura, instalación, ensamblaje tridimensional? El Merzbau fue un proyecto artístico en el que Kurt Schwitters pretendía incluir, de manera acumulativa, elementos autobiográficos, recuerdos, textos, recortes, referencias artísticas, homenajes...

U

La selva crece a partir de su propia negación, el arte hace lo mismo. Robert Smithson

n día de 1934, Kurt Schwitters (1887-1948) abandonó su habitación para mudarse al Merzbau (el edificio Merz). Ambos sitios compartían la misma dirección postal. Se trataba de un solo inmueble, una amplia casa familiar en la que, en 1923, Schwitters había iniciado un proyecto cuyos ejes estéticos significaban, más que un hecho innovador dentro del ámbito artístico, una declaración de vida. El Merzbau fue una obra inconclusa, destruida en distintos momentos y localidades. Sin embargo, su polisémica reverberación en la cultura contemporánea es vigente. El momento de eclosión (1919) se sitúa en un escenario de profunda crisis, social y económica,provocadaporlaPrimeraGuerra Mundial, en la República de Weimar. En el caso particular de Schwitters conviene mencionar que, debido a sus ataques de epilepsia –se dice que la enfermedad fue provocada por el impacto que le causó descubrir, en la infancia, que niños de su localidad habían destruido un pequeño jardín público que él cuidaba con esmero y en el que pasaba gran parte de su tiempo–, eludió

el campo de batalla y su participación en el ejército se redujo a laborar en una empresa metalúrgica. Pero no se libró de experiencias traumáticas durante los años de la guerra. En 1916 Schwitters y su esposa, Helma Fischer, sufrieron la pérdida de su primer hijo unos días después del parto. La tragedia lo devastó y ello se sumó al clima de desesperanza, violencia social, pobreza e insalubridad que oprimía a Alemania. Ante el oscuro y espeso panorama, debía renacer en él la voluntad de permanecer en el mundo: poco antes de iniciar la década de los veinte, Schwitters experimentó una vivencia que habría de llamar «la gran y gloriosa revolución de Revon». Consistió en darle la espalda al realismo pictórico y académico que estudió en la Real Academia de Arte de su ciudad natal, Hanóver. Inauguró un campo abierto a la experimentación plástica y acogió las premisas y búsquedas de movimientos vanguardistas como el fauvismo, el cubismo y el dadaísmo. En particular, Schwitters quedó fascinado por el collage. La espontaneidad del proceso, la posibilidad de incorporar objetos de la vida cotidiana y la sensación de libertad causaron en el alemán una pasión desbordante: acumuló en su casa-estudio todo tipo de desperdicios, acompañados por grandes cantidades de adhesivo. Al respecto, Hans Arp, uno de 96

sus mejores amigos, comentó: «Aquello que el néctar y la ambrosía significaban para los griegos es equivalente al pegamento para Schwitters». El collage encarnaba la posibilidad de un nuevo orden a partir del caos y las limitantes de la posguerra. Asimismo, se integraba a la paulatina industrialización de casi todas las áreas de producción en la sociedad, asumiendo como materia prima los remanentes de esa vorágine moderna. En el caso específico de Schwitters y su amor por los detritus urbanos –que incluso ha sido catalogado por diversos estudios psicológicos como un ejemplo del síndrome de Diógenes– el collage y el ensamblaje fueron un territorio de libertad, un estandarte político. Al respecto, Karin Orchard describe con puntería: «A pesar de los grandes cambios sociales que estaban aconteciendo, sería muy difícil describir a Schwitters como un artista político. Su tolerancia política y su negativa a comprometerse de manera activa y decidida en este ámbito fueron blanco de severas críticas por parte del grupo dadaísta berlinés, en particular de su vocero Richard Hauslsenbeck». Así, en este adictivo juego de edición, de cortar y pegar, Schwitters se topó con el fragmento de una palabra que le pareció propicio adoptar como el término que sintetizaría y englobaría su práctica

artística: Merz. Fue al recortar un anuncio de periódico, cuando separaba la frase «Kommerz und Privatbank». Merz significó la posibilidad de integrar a su actividad artística el resto de las disciplinas que practicaba de manera paralela, que solían converger en un espacio de connivencia, diálogo y fiesta que fueron por algunos años sus llamadas Merz soirées. En ese estado de éxtasis surgió Merzbau, obra en la que Schwitters trabajaría hasta su muerte. Este trabajo puede definirse como un gran ensamblaje tridimensional, una construcción ambiental o, simplemente, como una instalación. En realidad, es una inusitada metodología, un trabajo en constante proceso de transformación. Como lo definió Schwitters: «Más que una escultura, se trata de un documento que cambia día con día, un documento sobre Schwitters y sus amigos». El Merzbau dista de ser lo que las mejores fotografías de esta obra, tomadas por Wilhelm Redemann en 1933, permiten apreciar, pues sólo capturan algunos de sus momentos. Schwitters hizo del Merzbau una morada, un refugio y un escenario en donde todo lo que en algún momento llamó su atención tenía cabida. Por ello, la construcción contaba con distintos nichos y grutas dedicados, por ejemplo, a Piet Mondrian o Mies van der Rohe y, junto a ellos, otros espacios dedicados a sus familiares, a

sentimientos, recuerdos de infancia, poemas y pinturas anónimos, a recortes de periódico que daban seguimiento a un acontecimiento determinado y, ante todo, a sus colegas y amigos cercanos. Uno de ellos, Hans Richter declaró en alguna ocasión que al estar dentro del Merzbau sintió, de pronto, un fuerte jalón en la cabeza: Schwitters quería colocar algunos cabellos de su amigo dentro del nicho que le había dedicado. Este archivo cambiante estaba lejos de ser una pulcra estructura, tuvo muy diversos aspectos, estados y frecuencias: se transformaba conforme avanzaba la propia vida de su creador. Para 1937 el avance del nazismo era intolerable y Schwitters, cuya obra había sido incluida en la exhibición Entratete Kunst (arte degenerado), organizada por el nacionalsocialismo, se vio obligado a emigrar, primero a Noruega y después al Reino Unido. En el país escandinavo inició una especie de prolongación del Merzbau. Sin embargo, el ímpetu decayó. Al poco tiempo tuvo que abandonar este nuevo nido y trasladarse a Inglaterra por cuestiones de sobrevivencia: en Noruega, fue acusado de espionaje. En 1943 el Merzbau de Hanóver fue destruido durante un bombardeo británico. Años más tarde, la versión iniciada en el exilio sería víctima de un incendio. 97

El Merzbau constituye un antecedente de los ambientes e instalaciones que se consolidaron en los sesenta y setenta como un nuevo lenguaje artístico. La idea de un nido habitable y apacible (Hélio Oiticica), de una ambientación subjetiva y multidisciplinaria (Paul Thek) o las recientes instalaciones de Thomas Hirschhorn encuentran en él el aliento de su génesis. Su destrucción no puede entenderse como algo positivo en esencia, pero me atrevo a considerar que fue una obra estrictamente vinculada a su contexto histórico. El hecho de no ser una reliquia moderna, una visita obligada para los turistas culturales, es un gran elemento a su favor. El padre de la curaduría contemporánea, Harald Szeemann, realizó para su exhibición de 1981 DerHangzumGesamtkunstwerk un intento de reconstrucción, con el aval de Ernst Schwitters, único hijo del artista. El resultado fue un categórico fracaso. Una obra inconclusa y en constante transformación no puede, por ningún medio, ser reproducida. Poco tiene que ver el hecho de contar con una escasa y “deficiente” documentación, se trata de su carácter ontológico. Por fortuna, debemos imaginarla de principio a fin. Hay algo inmensamente bello en lo inconcluso. Permanecer incompleto, huir del punto final y desmaterializarse es una forma de negarse y avanzar.•

artes escénicas

robert wilson

Avance de the civil wars, de Robert Wilson. © New Yorker Films

Las guerras civiles por Shaday Larios

El monumental proyecto escénico the civil wars, que inauguraría los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, contemplaba seis países, una docena de lenguas y un conjunto de artistas multidisciplinarios. La ambición de Robert Wilson no fue bien recibida.

P

ara que un fenómeno sea interrumpido es necesaria la irrupción de otro de una magnitud mayor. La inhumana desmesura de las guerras mundiales ha sido la única capaz de suspender la celebración de unos Juegos Olímpicos –en 1916, 1940 y 1944–, a pesar de los intereses políticos involucrados. Podemos ubicar el proyecto escénico transcontinental de Robert Wilson the civil wars, a tree is best measured when it is down en esta báscula de operaciones descomunales. Ideada para agrupar cinco obras, montadas en seis países, en más de una docena de lenguas, con un compositor distinto en cada caso y cientos de intérpretes, con doce horas de duración total, el proyecto sucumbió por el peso de las estrategias publicitarias de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Comisionado para crear el “espectáculo” principal de las Olimpiadas de 1984, Wilson trazó, desde su laboratorio de teatro del dibujo, una serie de pictogramas, unidades de pensamiento libre que plasman gráficamente la sucesión de una pieza. El resultado fue una épica transhistórica sobre la guerra, donde característicamente desaparecían los contornos de las dimensiones

espaciotemporales. El formato planteado, sin embargo, resultó demasiado excéntrico para el gusto masivo estadounidense. «Ellos salieron a vender hamburguesas y zapatos deportivos, no a presentar arte», mencionó Wilson en una entrevista. Horacio Capel ha escrito que un gran acontecimiento deportivo activa el consumo y la comercialización del urbanismo a través de una imagen falsa de la paz y la armonía mundiales; el uso hipócrita del concepto internacionalismo es el motor de este mecanismo. Un repaso de la historia de los Juegos Olímpicos revela su otra cara, de la masacre perpetrada por el Batallón Olimpia el 2 de octubre de 1968 en la ciudad de México –previa a unos Juegos que anunciaban el «mayor encuentro pacífico que la juventud del mundo ha visto»– hasta los desplazamientos forzados que ahora mismo tienen lugar en Brasil con miras a las Olimpiadas de Río de Janeiro 2016. Así, ¿por qué no crear un espectáculo sobre las guerras civiles de los Estados Unidos como punto de partida para internacionalizar –siguiendo la ideología olímpica– la reflexión sobre la guerra? Wilson asimiló el principio de «cooperación política y económica 98

entre las naciones para el beneficio mutuo» a un recorrido no cronológico por imágenes que evidenciaban acontecimientos y personajes heroicos trasvasados de una época a otra. Sobre esta poética de la disolución, constante en su producción, dice el director: «Traté de no situar la obra en algún período. Las producciones fechadas o puestas al día no me interesan. Ello sólo reduce el valor de la pieza, al tratar de ubicarla en un tiempo o lugar específicos o de darle una interpretación específica. No es intemporal sino llena de tiempo. Podría estar en el Renacimiento o en el año 3000». A partir de esa concepción “universalista” de la creación escénica, la definición tipográfica del título (the civil wars) enfatiza, según Wilson, la naturaleza civil de la guerra y su carácter plural. El subtítulo (a tree is best measured when it is down –la medida de un árbol se conoce mejor cuando ha caído–) es la frase con la que el escritor Carl Sandburg dio nombre al capítulo de la muerte de Abraham Lincoln en el volumen biográfico Los años de la guerra (1939). El objetivo de Wilson era intemporalizar y desterritorializar los conflictos bélicos para atomizarlos en laboratorios

intensivos transcontinentales: Colonia, Marsella, Tokio, Rótterdam, Roma y Mineápolis. Posteriormente confluirían en la inauguración de las Olimpiadas de Los Ángeles. En este proceso de creación intervinieron Heiner Müller, Philip Glass, David Byrne, Suzushi Hanayagi, Etel Adnan, Gavin Bryars y Laurie Anderson. En los pictogramas aparecerían personajes históricos como Marie Curie, Robert E. Lee, Commodore Matthew Perry, Federico el Grande de Prusia, Don Quijote, Abraham Lincoln, Hércules, Julio Verne, Mata Hari o los indios hopi. La parte que concernía a Mineápolis, con David Byrne a la cabeza, estaba configurada por kneeplays que unirían las obras-acto de las otras ciudades. Los kneeplays, categoría formulada por Wilson a partir de la noción de entreacto, eran escenas bisagra o signos respiratorios que, insertos en momentos estratégicos del conjunto, narraban la metamorfosis de un árbol convertido en conocimiento. A pesar de que el director estadounidense preparaba partes de the civil wars desde 1981 e incluso había presentado ya cuatro de ellas, Robert Fitzpatrick, director del Festival Olímpico de las Artes de Los Ángeles,

canceló el estreno del conjunto tres meses antes de la inauguración de los Juegos. Wilson había conseguido financiamiento europeo, pero la nota del New York Times mencionaba que la suspensión del espectáculo se debía a la carencia de fondos y a las constantes prórrogas que solicitaba el director al encontrarse en un proceso de investigación, idea inconcebible para una organización lucrativa. En contraste, el diario parisino L’Humanité publicó una nota que calificaba la cancelación de la obra como «un crimen contra el espíritu, el arte y la cultura». Las secciones de Tokio y Marsella nunca se estrenaron, pero las de Colonia y Roma tuvieron lugar tiempo después. Los kneeplays sobreviven: Byrne los rescató como conciertos autónomos surgidos de la investigación sonora de percusiones orientales y brass band. Wilson asumió que los interesados en ver la totalidad de the civil wars tendría que recoger las piezas diseminadas por el mundo y unirlas en un acto imaginario. Desde los primeros años de su carrera, Wilson experimentó la «indiferencia estadounidense» hacia sus propuestas experimentales, por lo que buscó apoyos en las principales potencias 99

europeas. Tras cuatro años de trabajo sin culminación, dijo decepcionado: «Nadie conoció mi obra. Tienen otra mentalidad allá. No son muchos los que van al teatro. Es igualmente difícil encontrar patrocinios para algo desconocido, y la obra es difícil de describir; si dices que harás Tosca, entonces sí saben de qué hablas». ¿Por qué no pudo concretarse este proyecto? ¿Por qué caben tan pocas propuestas artísticas experimentales en los grandes eventos mundiales? ¿Por qué no se trabaja en la construcción de otro tipo de espectacularidad? La inauguración de los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona aún es recordada por la multitudinaria producción de La Fura del Baus. En Pekín 2008, Cai Guo-Qiang y Ai Weiwei contribuyeron en el evento. En opinión de este último, la construcción de una obra –el Estadio Olímpico, junto a Herzog & de Meuron– que trascendiera las dos semanas de los Juegos se distinguía del objetivo del gobierno chino: limpiar su imagen internacional. La obra de Wilson no corrió con la misma suerte. La mítica the civil wars forma parte de la historia de los proyectos frustrados por un orden que tranquiliza, paradójicamente, a través de la hipocresía y el miedo.•

arquitectura

el danteum

Representación del Danteum de Giuseppe Terragni y Pietro Lingeri. Cortesía de la Universidad de Manchester

El Danteum

por Juan carlos cano

En los comienzos de la Segunda Guerra Mundial, Giuseppe Terragni y Pietro Lingeri imaginaron un edificio que celebraría el fascismo inspirándose en la Divina comedia. Las circunstancias históricas impidieron la existencia del moderno Danteum.

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n el vigésimo aniversario de la Revolución Fascista debió inaugurarse, en Roma –en la Vía del Imperio, a medio camino entre el Coliseo y el monstruoso Monumento a Vittorio Emanuele II–, el Danteum, de Giuseppe Terragni y Pietro Lingeri. El proyecto sería un complemento a la enorme colección de arquitectura fascista que se preparaba para la eur 42, exposición universal que se celebraría entre Roma y el puerto de Ostia en un intento por demostrar la superioridad italiana y, así, hacer real la fantasía urbana de extender Roma hasta el mar. La finalidad era construir un centro de estudios para concentrar la obra de Dante bajo la óptica del régimen del Duce. En noviembre de 1938 Mussolini, en la cúspide de su popularidad, aprobó el proyecto como un acto de fe. Desde 1936 Italia era un Imperio con un calendario propio, según el cual se encontraban en el año xviii. Todo parecía marchar bien, pero el 1° de septiembre de 1939 Hitler invadió Polonia. Cuatro días más tarde, el gobierno fascista anunció a Terragni y Lingeri que era imposible realizar el Danteum. Al día siguiente de la noticia, Terragni se incorporó a las filas del ejército. El Danteum es uno de los pocos ejemplos de “arquitectura literaria” donde la

arquitectura no sólo es un espacio concreto, sino que también intenta representar un espacio imaginario. Terragni y Lingeri utilizaron el recorrido dantesco de la Comedia para dar forma a su proyecto. La elección no fue fácil: debían abstraer los espacios infernales, purgatorios y paradisíacos sin caer en la caricatura popularizada por las ilustraciones románticas. Tenían que evitar que la arquitectura literaria se convirtiera en una arquitectura literal. El propio intento de reproducir un espacio ficticio en la realidad ha resultado contradictorio para muchos arquitectos. Giulio Carlo Argan decía que el Danteum era «un error garrafal: la idea de querer equiparar la distribución planimétrica de un edificio con la estructura de un poema es casi cómica, pero no más que aquella de expresar arquitectónicamente la victoria, la patria, la eternidad del imperio». El Danteum, es verdad, era un proyecto pretencioso. Sin embargo, no era más que una especulación intelectual, un gesto propagandístico coherente con la ideología mussoliniana que intentaba expresar en un edificio el heroísmo de una patria, del mismo modo que lo había hecho la arquitectura del antiguo ImperioRomano. Terragni pertenecía a un grupo de arquitectos comascos que apoyaba al Duce pero que no compartía sus ideas conser100

vadoras –como sí lo hacía Marcello Piacentini, el arquitecto oficial–, sino que apostaba por una arquitectura funcionalista y moderna. Sus intereses giraban en torno a la revista Quadrante, de la que eran directores Massimo Bontempelli y Pietro Maria Bardi; el primero, un escritor posfuturista de fascismo moderado (a veces); el segundo, un nacionalista promotor de la industria del vidrio, más promotor que nacionalista. Bontempelli no quería incorporar el lenguaje escrito a la arquitectura, sino proyectar el lenguaje arquitectónico como estructura literaria. Proponía el anonimato del escritor como un ideal artístico; lo mismo que un edificio se independiza completamente de su autor: la obra anula al creador. Asimismo manifestaba su animadversión al decorativismo. «Cada época, y aun cada momento, debe en su expresión arquitectónica seguir un único criterio; tratar de obtener con el máximo de poesía, con el máximo de genio, el gusto, e incluso la moda del Tiempo. Es tarea de la poesía extraer de la moda algo que pueda salir de ella y la sobreviva cuando haya muerto», comentaba Bontempelli respecto a la tradición. La tradición se crea, no se recrea. Es un hecho involuntario impredecible e inimitable, que junto a una economía de

medios dará origen a una arquitectura (o literatura) mítica que reflejará la solidez de la civilización que la creó. Terragni fue coherente con esta idea e intentó materializarla en el Danteum. La contradicción entre la estabilidad del régimen y la política cotidiana se volvió evidente. El edificio debía transmitir una armonía perenne que exaltara los valores de la patria. Se trataría de una arquitectura mítica que sumergiría al visitante en un espacio intemporal. Un edificio de sustancia moderna aunque de concepción retórica. Terragni generó un esquema a partir de dos rectángulos áureos sobrepuestos casi en su totalidad, salvo por un ligero ajuste que creaba el acceso lateral. El proyecto se dividía en cinco espacios que carecían de una función específica: la Selva Oscura, el Infierno, el Purgatorio, el Paraíso y la Sala del Imperio. El único espacio funcional del Danteum sería la biblioteca, que se encontraba en la planta inferior del Purgatorio, pero cuya importancia era secundaria. El centro de estudios dantescos era sólo un pretexto, la verdadera función del edificio era su recorrido, como el verdadero tema de la Comedia. Una especie de templo. Un muro cubriría la fachada como un gran pizarrón fabricado con cien bloques de mármol, cada uno representan-

do un canto de la Comedia. «Dinanzi a me non fuor cose create / se non etterne, e io etterno duro. / Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate». El mensaje sobre la eternidad intimida y convence al mismo tiempo. La entrada, lateral y estrecha, casi escondida, sería un pasillo largo que daría con la Selva Oscura, un cuadrado de 20 metros de lado con cien columnas de mármol. Posteriormente estaría el Infierno, áureo, con siete columnas –los pecados capitales– posicionadas en una espiral descendente. Más adelante seguiría el Purgatorio como un espacio transitorio y en la planta superior el Paraíso, un salón con 33 columnas de vidrio, un ambiente etéreo, transparente. No existen documentos sobre la forma en que se fabricarían las columnas. Quizá serían cilindros construidos con blocks de vidrio, un homenaje al cielo y a la técnica, como los que proponía Paul Scheerbart en La arquitectura de cristal (1914): pilotes corbusierianos que no se elevaban ni caían, solamente flotaban. Pero la culminación de la construcción tendría un concepto más político. Al lado del Paraíso, en un pasillo largo, producto de los “sobrantes” del Infierno y el Purgatorio, se encontraría la Sala del Imperio, la columna vertebral del edificio. Las paredes alternarían vanos y sólidos y al fondo se encontraría el águila imperial, símbolo 101

de la justicia, dibujada a partir de la letra M, una referencia a Mussolini. Un detalle curioso: la Sala del Imperio era la única que no tenía salida. La Segunda Guerra Mundial impidió la construcción del Danteum. Los alejados edificios de la eur 42 se terminaron pero la Exposición Universal nunca se efectuó. Adalberto Libera llamó a la feria abandonada «el cementerio de nuestras derrotas». En el momento en que decidió entrar a la guerra, Terragni cayó en una espiral irreversible. Pasó de tener la posibilidad de edificar el Danteum a los 35 años a emprender un camino sin rumbo. Su primera estancia militar se dio en Verona, en 1940 viajó a los Balcanes y después fue trasladado como capitán de artillería al frente ruso, donde participaría en la Batalla de Stalingrado. En 1943 regresó, completamente loco. Fue internado en un hospital de Cesanatico y luego llevado a Como. No volvió a trabajar. Se convirtió en una sombra llena de visiones míticas que pedía perdón a sus amigos por razones desconocidas. Perdió su fe en el fascismo pero mantuvo la creencia cristiana. El 19 de julio de 1943 subió las escaleras de la casa de su novia, se derrumbó y murió. Seis días después Italia se retiró de la Segunda Guerra.•

música

the beatles

The Beatles en una sesión posterior a Let It Be y anterior a Abbey Road

Definitivamente incompleto

por Diego Fischerman

Tanto en el ámbito clásico como el popular, podría escribirse una historia de célebres obras inconclusas. En este contexto se incriben dos álbumes de los Beatles: Let It Be y Abbey Road, que si bien son ampliamente conocidos, son producto de lo inacabado.

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os átomos no soportan la incompletud. La música tampoco. Allí donde reinan catedrales sin torres y diosas sin brazos, donde el azar, la impericia o la muerte impidieron que algo llegara a su fin o el mero paso del tiempo corrompió su forma y estructura, menguan las obras musicales con implantes; réquiems, óperas y sinfonías cuyas prótesis evidentes intentan disimular lo indisimulable. Están, como en esa fuga del Arte de la fuga de Bach en la que, sencillamente, la muerte interrumpe el trazo, las obras que no pudieron completarse. Pero están, también, las que se resistieron a cualquier manera de la completud. Aquellas en que una cierta monstruosidad paralizó a los propios autores, las que no debieron haber sido finalizadas jamás porque rechazaban la propia idea de lo que, fiel a alguna forma del equilibrio, encuentra su reposo en la totalidad. Moses und Aron de Schönberg, Atlántida de Manuel de Falla o, incluso, esa Turandot a la que Puccini no encontró como redimir –y sobre la que insistieron Franco Alfano y, mucho después, Luciano Berio– son obras definitivamente incompletas. Incluso la Lulu de Alban Berg, a la que la restauración del tercer acto le confiere la simetría entre ascenso y caída

pretendida por el autor, tiene algo de inacabado en sí. De lo que busca lo incompleto como única manifestación posible de la forma final. Una sola obra, tal vez la única que se pensó totalmente concluida en su supuesta cojera de dos movimientos, lleva en su título el orgullo de lo inconcluso. Y es que hay algo en la sinfonía así bautizada que, curiosamente, cierra cualquier intento posterior. No es un dato menor, en todo caso, la absoluta ausencia de cualquier clase de borrador o de intención anunciada en diario íntimo o carta alguna, que hable de la más remota posibilidad de que Schubert intentara agregar otros dos movimientos –o al menos uno– a su Sinfonía No. 8 –numerada por algunos como séptima–, salvo un dudoso boceto para un scherzo, esbozado para piano, que pudo o no estar destinado a esa obra. No parece posible, en todo caso, que el compositor simplemente haya decidido pasar a la composición siguiente por mero hastío. Y teniendo en cuenta que Schubert vivió seis años más, con su sífilis a cuestas, todo indica que su modelo estuvo más cerca de las sonatas en dos movimientos de Beethoven que del modelo clásico de sinfonía. Es decir, que la única composición a la que la historia musical le 102

aceptó su condición de inconclusa, hasta el punto de haberla nombrado de esa manera, quizá no lo haya estado jamás. Hay obras donde lo incompleto se filtra en su pretendido afán de completud, como Tommy, de The Who. Y hay obras en las que su condición maldita, más de inacabables que de inacabadas, como Smile, de Brian Wilson, terminó cediendo con el tiempo. Pero hay dos casos, casi gemelos, que exploran, con distinto grado de autoconciencia y de fortuna, la condición y las posibilidades de lo perpetuamente inconcluso: Let It Be y Abbey Road de The Beatles. Podría pensarse que, en el caso de la música de este grupo, todo juega en la tensión y en los campos de fuerza que se tejen entre lo definitivo y lo transitorio. Que ya el concepto de definir el disco como escritura y al arreglo como encarnación final y no intercambiable, de algo esencial al objeto, es decir como algo que ya no es “arreglo” sino sujeto mismo, cambia las reglas de juego. Una canción popular, al fin y al cabo, era, hasta ese momento, una cierta letra, con una cierta melodía, que podía variarse dentro de ciertos límites establecidos por las norma de cada género (más tolerantes en el jazz; menos en el pop) y que podía acompañarse de las maneras más diversas. Con los Beatles, o sea con

el cuarteto de cuerdas de “Yesterday” o con el octeto de “Eleanor Rigby”, nada de eso permanece incólume. Son canciones que pueden ser interpretadas por otros, desde ya, de Wilson Pickett a Frank Sinatra. Pero en esos casos, aunque para las leyes de derechos autorales sigan siendo John Lennon y Paul McCartney sus autores, se trata de otras canciones. De la misma manera en que si un cantante popular interpretara “La trucha” de Schubert acompañándose con los acordes de su guitarra, esa canción sería y no la de Schubert, las canciones de los Beatles llegan a tener una existencia anfibia, como canciones populares, en algún sentido incompletas y sólo concluidas, cada vez de manera diferente, en cada versión, y como obras terminadas, nunca repetibles salvo en el disco o en las clonaciones posteriores que, en principio, sólo McCartney está autorizado a recrear. El material de Let It Be y Abbey Road fue gestado casi al mismo tiempo, en 1969, cuando el grupo estaba desintegrándose. Su naturaleza es fragmentaria. Hay apenas unas pocas canciones completas y algunas de ellas, como “I’ve Got a Feeling” resulta de la mezcla entre tres preexistentes, una con ese título, de McCartney, y dos de Lennon descartadas en las sesiones del álbum blanco: “Everybody Had

a Hard Year” y “Watching Rainbows”. Ya se sabe, el cuarteto quería sonar unido y en vivo pero no lo lograba. El proyecto Get Back –que luego sería Let It Be– se postergó y se encaró la grabación de Abbey Road. Lo que allí se incluyó no era menos fallido, en su forma primigenia, que lo que había quedado en el núcleo de Get Back. Pero el destino de ambos intentos fue radicalmente diferente. En uno, por voluntad casi exclusiva de McCartney y con la asistencia cómplice de George Martin, siguiendo los lineamientos de “composición en estudio” que habían demarcado Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, lo inconcluso tomó la forma de La Forma y, en particular en lo que era el lado B del disco –pistas 7 a 17 del cd– se plasmaba una estética en que la heterogeneidad del material resultaba en la homogeneidad más asombrosa y donde lo incompleto –e incompletable, por la propia crisis del grupo– plasmaba una estructura de inconmovible unidad. Abbey Road borraba lo trunco al convertirlo en esencia misma. Get Back, en cambio, al devenir Let It Be, obraba de manera inversa. La mano de Phil Spector, productor elegido –y aparentemente impuesto– por Lennon en lugar de Martin, intentaba ocultar lo inconcluso, lo revestía con untuosos acordes de or103

questas de cuerdas –esa argamasa capaz de filtrarse en las grietas más imperceptibles y de dar la sensación, la mayoría de las veces falsa, de superficies pulidas allí donde no están– y acababa exhibiéndolo. Lo incompleto se obstinaba y resaltaba, como una mancha rebelde, aún más en la pretensión de blancura limpia que, curiosamente, tanto se alejaba de la intención inicial de crudeza y sinceridad que había rodeado el proyecto. Hubo todavía una nueva vuelta de tuerca cuando, en 2003, McCartney propugnó la aparición de Let It Be… Naked –hay que decirlo, si el arreglo es la norma, nada hay más incompleto que la desnudez–, donde se limpiaba al disco de la supuesta traición perpetrada por Lennon 33 años antes. Si en su primera versión Let It Be mostraba que no debería haber existido, en la segunda ponía en evidencia el por qué. Y es que, de haberse completado con la norma Beatle, habría contado con Martin. No habría sido la versión restauradora –y desnuda– de 2003 sino, tal vez, otro Abbey Road. Pero en rigor, tanto en una encarnación como en la otra, es una obra donde la inconclusión es tan radical como para resistirlas a ambas. Una incompletud que ni la vestimenta ni la desnudez fueron capaces de doblegar.•

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