La cantidad hechizada de Góngora y las soledades de Lezama Lima

October 4, 2017 | Autor: A. Rodríguez Lópe... | Categoría: Luis de Góngora, Jose Lezama Lima, Teoría poética, Gonzalo Fernández de Oviedo
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Descripción

La cantidad hechizada de Góngora y las soledades de Lezama Lima Alfredo Rodríguez López-Vázquez Universidad de La Coruña

En el momento en que José Lezama Lima accede a la comprensión de la inmensidad poética de Góngora experimenta una convulsión estética radical, mucho más honda y esclarecedora que la que cualquiera de los miembros de la Generación del 27 tuviese en su día. Más incuso que la que afectó a Dámaso Alonso, a quien el genio cordobés no le causó un impacto tan hondo. En el acaso de Lezama, que en su juventud estuvo bajo la égida de Juan Ramón Jiménez, se puede hablar muy bien de despertar estético y de aventura insular, en el sentido en que la pasión por la poesía de Góngora le revela una forma distinta de acercarse a los objetos y de poetizarlos y en la idea de que esa experiencia tiene un sentido insular: Lezama, guiado por Góngora como Dante por Virgilio, explora el sentido y el sentimiento luminoso de lo real, del mundo de los objetos y de las entidades espirituales y nos lo devuelve filtrado por una estética oscura, que debería poder llamarse de oscura luminosidad. Un creador, un poeta esencial, nos revela al mismo tiempo su propio mundo estético y también parcelas del mundo poético ajeno. Esto procede de la reflexión estética y del proceso mismo de la creación. En el siglo XX también Ungaretti sufrió con intensidad similar a Lezama la revelación de Góngora, a quien dedica ensayos interpretativos especialmente agudos. El concepto central, el eje del discurso crítico del autor de Paradiso es la idea de ‘cantidad hechizada’, que desarrolla en su extenso ensayo “Paralelos. La poesía y la pintura en Cuba” (1966) y que reaparece en filigrana y parcialmente en los demás ensayos

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que han sido recogido con ese mismo título general: La cantidad hechizada. A este concepto llega Lezama a partir de su reflexión sobre la poesía de Góngora, que actúa como clave interpretativa de su forma de relacionar la poesía con la pintura. El itinerario crítico que se puede ir rastreando en ese ensayo es el siguiente: a) “La poesía de Keats se fundamenta en la fluencia de un espacio hechizado”. b) “La contemplación de un melocotón, que nos regala de inmediato, como una graciosa presencia matinal, el hechizo de todos los sentidos”. c) “En Martí, el paisaje, en su diario y en otros muchos momentos de su obra, es ya la cantidad hechizada por la poesía”. Es una forma concreta de expresar el siguiente pensamiento complejo: la cantidad o conjunto de objetos o cualidades que puede ser descrito o contado, en el momento en que se ve impregnado por la poesía, queda hechizado. Pero ¿cómo se produce ese hechizo y en qué medida la poesía de Góngora es la pauta de esa cantidad hechizada? En ese mismo ensayo tenemos una respuesta muy clara hablando de un verso del cubano Manuel del Socorro Rodríguez: “Las dos mejores estrofas del poema y su más logrado verso tunicelas de líquido brocado, están abundosas de reflejos marinos (…) Sus Hijas bella de la hija de la espuma, están muy cerca en la intención de aquellas famosas, Siendo amor una deidad alada, / bien previno la hija de la espuma, pero su realización está a una distancia esteparia”. Como se ve, Lezama no alude de forma explícita al autor de estos dos versos, que con entrañable optimismo cubano supone conocidos por el culto lector. El lector culto, o no tanto, debería identificar la continuación de estos versos: a batallas de amor, campo de pluma ; verso que clausura la Primera soledad de Góngora, y que Paul Verlaine utilizó como epígrafe para un célebre poema. Para Lezama Lima las Soledades de Góngora es un devocionario, no un espacio ocupado en el anaquel de su librería. No es el único autor al que Lezama puede citar de memoria de forma solvente: hay otro que es también de lectura continua, ya que lo cita, de nuevo sin nombrarlo, escondiéndolo en el sintagma “el cronista”. Este es el parágrafo que Lezama inserta en su ensayo: “El cronista compara las frutas descubiertas con las de allá, pero al final se cae en que no es lo mismo. Así hablando del mamey, dice: 282

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“la color es como la de la peraza, leonada la corteza, pero más dura y algo espesa.” A las guanábanas les encuentra “tan grandes como melones, pero prolongados, por encima tienen unas labores sutiles que parece que señalan escamas, pero no lo son, ni se abren.” La evaporada guayaba, continúa el cronista, “echa unas manzanas más macizas que las manzanas de acá” y “de mejor peso, aunque fuesen de igual tamaño”. Es casi lo mismo, pero la comparación demostrativa enseña la diferencia. El cronista al que se alude pero no se nombra, es fácil de identificar por una característica que lo diferencia de los demás cronistas: su constante y minuciosa mirada a la naturaleza americana: se trata de Gonzalo Fernández de Oviedo, influencia evidente en la prosa de Lezama, pero que hasta ahora la crítica académica no parece haber detectado. Seguramente Lezama no está utilizando la edición de las obras completas de Oviedo, sino el Breve sumario de 1526, en la edición de 1960. Lo que al gran poeta cubano le interesa es el proceso global de descripción, comparación y análisis, tan afín al rigor analítico del propio Lezama. Fernández de Oviedo representa la cantidad sin hechizar, la naturaleza descrita con la curiosidad de un científico admirado ante el espectáculo de la belleza de las tierras del Nuevo Mundo. Pero volvamos a la visión que Lezama tiene de Góngora y a la distancia ‘esteparia’ que establece entre sus epígonos románticos y el poeta cordobés: “El jaspe es como una voluta de color que asciende, es un color muy acariciado por las nudosas manos de Góngora. En esa fortaleza de jaspe no puede ser Surí alistado como un guerrero. Es un color favorito del cordobés y en verdad que ni un alquimista que le prometiera la vida eterna lograría arrebatárselo, pues el pregonero de la gloria, como ya le llamamos a Góngora en otra ocasión, cuando alza en la luz, acerca los frutos de la Orplid más lejana, y más cuando pregona un jaspe, el color suena como una batalla vista entre dos luces en un espejo”. Como se ve, Lezama está muy seguro de la familiaridad de Góngora con el jaspe como color. Sin embargo el término ‘jaspe’ ni siquiera se encuentra mencionado en ninguna de las dos Soledades ni en el Polifemo, aunque es cierto que Góngora lo usa media docena de veces a lo largo de su dilatado quehacer poético. Pero no lo usa como color, sino como piedra, es decir, como una apari283

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ción formal de la materia. El color del jaspe, esa ‘voluta de color que asciende’, es el verde intenso que aparece con frecuencia en el paisaje caribeño. Pero ¿dónde está en Góngora y en qué sentido su búsqueda nos ilumina sobre los procedimientos poéticos del cordobés y su influjo en los poetas cubanos del XIX? Comentando el Diario de José Martí, que Lezama califica como “el más grande poema escrito por un cubano”, nos ofrece una explicación esencial. “Este poema únicamente puede ser comparado con las Soledades del viejo Góngora o con las Iluminaciones o Una temporada en el infierno, del hechicero niño de la tribu, del arúspice furioso, del mejor lector del hígado etrusco, Rimbaud. En ese poema parece como si Martí hubiera terminado las dos Soledades que se le quedaron sin escribir a Góngora, la Soledad de las selvas y la Soledad del yermo. No importa la diferencia de los estilos ni las apariencias del ceremonial, me refiero tan sólo a la cantidad hechizada.” Podemos tomar el jaspe como un elemento de microanálisis para entender cómo actúa la huella de Góngora en un poeta. Lezama interpreta el color jaspe haciendo una traslación que tal vez esté en el espíritu de la poesía del cordobés, pero que no está en la letra. El jaspe se caracteriza, sobre todo, por su veteado. El adjetivo jaspeado, según el NDLC indica ‘lo que está manchado y salpicado de pintas, como parecida al jaspe’. Y de hecho no responde a un solo color sino a una variación similar a la de su veteado. Hay autores que usan el término ‘jaspe’ aludiendo al color, como lo hace Lezama; otros en la idea del veteado o jaspeado, que incluye connotaciones de forma y de difuminación. Y otros que priorizan la textura o el tacto. Digamos que se nos presenta como un depósito de posibles sinestesias, algo que a Lezama le fascina y que entiende como una herencia más de Théophile Gautier (Émaux et Camées) que de Baudelaire. Esa ‘cantidad hechizada’ de la que habla Lezama al hablar de Góngora, implica el grado supremo de la sabiduría poética: “Es la misma cantidad comprendida en el paréntesis que va en las Soledades, desde (dando desde luego algunos tajos para desfigurar la escritura y descifrarla después) Pasos de un peregrino son errantes [sic], hasta perdidos unos, y a media rienda,/niega el sudor, niebla el aliento (…) Para habitar esa cantidad hechizada, un poeta tiene que haber alcanzado la sabiduría.” Lezama, sin duda 284

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está citando de memoria, porque el verso de Góngora, que contiene hipérbaton es: Pasos de un peregrino son errante. Trastrueque de orden de una idea muy sencilla: Son pasos de un peregrino errante. ¿Qué pasos son esos, a qué se refiere don Luis? Cuantos me dictó versos dulce Musa/ en soledad confusa/ perdidos unos, otros inspirados. Los versos dictados en soledad por la musa caminan como pasos de un peregrino errante. Lezama altera, consciente o inconscientemente, el texto de Góngora. Se lo ha apropiado ya. Y el color verde intenso, ese que Lezama sustituye por ‘jaspe’, sí está en las Soledades. Varias veces, hasta trazar una especie de hilván en el que se cosen el color y el objeto: el verde obelisco de la choza. Entiéndase: la choza, cubierta de ramajes, es como un obelisco verde. Se trata de una transmutación poética. Más adelante, el lentisco, (‘árbol conocido; está siempre verde y lleva tres frutos al año’, según el Tesoro de Covarrubias) provocará una imagen suntuosa: inmóvil se quedó sobre un lentisco / verde balcón del agradable risco. Nótese que del mismo modo que la choza se transformaba (o, como diría el propio Lezama: se artizaba, se hacía arte) en obelisco, el árbol pasa ahora a ser un balcón, también verde. Innecesarias brisas culteranas, escribe Lezama en su poema ‘El fuego por la aldea’, de libro Aventuras sigilosas (1945). No necesita aquí nombrar a Góngora, basta usar el adjetivo culteranas para convocarlo. En este endecasílabo hay seguramente una clave poética al adjetivar como culteranas a las brisas y hay también, sin duda, una clave estética al apuntar el epíteto innecesarias como un índice de lo esencial, a diferencia de lo necesario. Lo interesante es que brisas no es un sustantivo, ni en singular ni en plural, que Góngora utilice. La consulta al repertorio del CORDE entre 1580 y 1627 nos informa de que sólo hay dos poetas culteranos que usan el término: Pedro de Espinosa y Luis Martín de la Plaza. Curiosamente brisas sí lo usa Lope de Vega, muy alejado del culteranismo. Así que sucede con brisas algo parecido a lo que sucede con el color jaspe. Lo que se está evocando es una sensación kinésica relacionada con el aire y el cuerpo. Pero la adjetivación culteranas apunta a que esa sensación procede en Lezama de la lectura de Góngora. No aparece, pues, por impregnación léxica, por acarreo de vocabulario culto, sino por memoria perceptiva a través de la 285

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lectura. ¿En qué pasaje nos transmite Góngora esa sensación que, tres siglos después, pervive en un poeta a través de un extraño endecasílabo? Se trata de la Segunda soledad y el pasaje corresponde precisamente el momento en el que el Peregrino de pie errante cuenta su peripecia. Es decir, se transforma en un poeta, un hacedor o creador, que expone, de manera enigmática, su peripecia vital. La brisa es aquí el céfiro, termino que Góngora usa con cierta frecuencia. Me limitaré a extractar tres fragmentos. El primero de ellos usa una amplificatio de lo que ya poetizó antes, al hablar del verde obelisco de la choza: Al bienaventurado albergue pobre Que de carrizos frágiles tejido, Si fabricado no de gruesas cañas, Bóvedas lo coronan de espadañas

“En las fiestas, por ser verdes y frescas, las espadañas se cuelgan por el suelo”, nos dice Cobarruvias en su Tesoro. En este caso, sirven de bóvedas al albergue, que está tejido de carrizos. De nuevo encontramos esa presencia lujuriosa del verde, en un ámbito, más que bucólico, mágico: “Entre unos verdes carrizales donde/ armonïoso número se esconde/ de blancos cisnes”. De los frágiles carrizos verdes que entretejen el albergue a los carrizales por donde transitan blancos cisnes el paisaje es bucólico, pero la forma de presentarlo es barroca, basada en las alusiones y elusiones y en la construcción de una arquitectura (bóvedas, obeliscos) natural, que es el eje e la construcción poética del autor. En este entorno barroco el lentisco pasa a constituirse como balcón de modo que. inevitablemente la visión que se está ofreciendo del tema propone una metalectura, una segunda lectura intelectual no ya sobre los contenidos temáticos, sino sobre el hecho mismo de describirles como una operación intelectual y estética que transforma o transustancia esos mismos contenidos. Nombrar el lentisco como balcón, la choza como obelisco y el entramado de espadañas como bóveda implica modificar estéticamente la visión de esos contenidos e introducir en el hecho de poetizarlos un componente de 286

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distancia irónica. Y sobre todo, ¿cuál es el armonioso número de cisnes? Probablemente siete, pero, en todo caso, una cantidad. Una cantidad relacionada con la armonía, lo musical. Un segundo momento de este proceso de des-realización del objeto es el que se nos propone al alterar las condiciones físicas de la materia descrita. En el mundo cotidiano, banal, prosaico, las olas son líquidas y las rocas sólidas. La transmutación poética consigue la inversión imaginaria de una forma muy natural: El verde robre, que es barquillo ahora Saludar vio la Aurora, Que al uno en dulces quejas y no pocas Ondas endurecer, liquidar rocas.

Obviamente a Lezama no se le puede escapar la confluencia de procedimientos poéticos usada por Góngora: la dimensión Tiempo aparece sustentando la transformación del verde roble en barquillo, y la modificación de la luz auroral (un tiempo comprimido) hace que la roca pase a verse como materia líquida y las olas como una entidad pétrea. Es el mismo procedimiento creador que le permite a Lezama transmutar la realidad en estos dos versos de su poema “El fuego por la aldea”: Las nubes se deshacen/ mientras la muerte danzada se endurece como un globo. El tercer momento explorado por Góngora en la Segunda soledad tiene que ver con lo que Lezama entiende como ‘la llegada a la isla de la imago’. «Pero para la imaginación occidental, ese verde laurel es lo ardiente, es el fuego vencido por las hazañas del hombre, es el fuego amenazante frente a los dioses. Es una amenaza del verdor, de las estaciones frente a las descargas eléctricas de las cejas de Júpiter. Por eso el Greco hizo arder el verde, una franja del fuego de los querubines. Nuestra primera rebeldía, el cañaveral ardiendo. Una corona de laurel, en el lenguaje de los símbolos, es el hombre que ha vencido a los dioses, ha rechazado la aristía y ha llegado a la isla de la Imago. Ha trepado por el fuego y ha hecho regresar la ceniza al cristal». El mito prometeico está aquí expuesto como un hecho de cultura actuando sobre los elementos de la naturaleza a través del símbolo. La referencia cultural de Lezama 287

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es el bosque de símbolos de Baudelaire, pero su praxis poética procede de las dos Soledades. En este entramado conceptual y lírico, la cantidad y la descripción están en la prosa de Fernández de Oviedo, que necesita comparar lo que ve con lo que no ve porque pertenece a la geografía del recuerdo. En un segundo momento, se llega a la metáfora, en donde el término de la comparación desaparece: el ‘verde obelisco’, el ‘verde balcón’ se han hecho cargo de de los objetos ‘choza’ y ‘lentisco’. Han sido poetizados, artizados, por medio de la metáfora creadora, no de la comparación descriptiva del cronista. Esa metáfora, a manera de estallido imprevisto, termina iluminando un discurso lógico a través del fulgor del último verso, culminación del discurso: Audaz mi pensamiento El Cénit escaló, plumas vestido, Cuyo vuelo atrevido Si no ha dado su nombre a tus espumas, De sus vestidas plumas Conservarán el desvanecimiento Los anales diáfanos del viento.

El fulgor metafórico descansa sobre el adjetivo diáfanos, ya que el sintagma ‘los anales del viento resulta asequible al proceso de comprensión lógico. Adjetivar el sustantivo ‘anales’ como diáfanos convoca el hechizo de los sentidos. La tercera y última fase de ese proceso, tal y como Lezama lo advierte, es ese acceso a la insularidad de la imago. Hay un párrafo revelador en este ensayo sobre los paralelos entre pintura y poesía: «Con este milagro de nuestra poesía desaparece el paisaje en la literatura, todo paralelismo con el paisaje de la pintura se pierde. Llega para nuestra poesía una sacralizad en que el diálogo y la soledad se entrelazan, proyectan una sobrenaturalaza surgida de la imagen, creando una nueva realidad resistente como un cuarzo y configurando el instante como una flor que se rehace. La poesía se vuelve sobre sí misma para oír su propio silencio.» La sobrenaturalaza surgida de la imagen nos sitúa en ese ámbito de soledad 288

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y silencio sonoro de la poesía. Algo que está concentrado en otro pasaje muy vívido de Góngora, un fragmento en donde el discurso poético acaba instalándose en esa insularidad de la Imago convocada por el cantor y por su eco, representada por el gesto mágico de la ninfa Eco. La misma que en los anales diáfanos del mito de Eco y Narciso anunciará tres siglos después el primer poema de Lezama, cifrado ya en estos versos de la Segunda soledad: Eco, vestida una cavada roca Solicitó curiosa y guardó avara La más dulce, si no la menos clara Sílaba, siendo en tanto La vista de las chozas fin del canto.

El canto cifrado en la cantidad de sílabas y, lógicamente en su timbre sonoro. Probablemente esos siete blancos cisnes evocados por Góngora en segunda Soledad corresponden a las siete notas de la escala. Que en principio no empezaba a decirse en do sino en ut. Lo que quiere decir que la sucesión inicial de las cinco primeras notas {ut, re, mi, fa, sol} corresponde a las vocales del latín o del español ordenadas: u, e, i, a, o. Todavía en 1860 el Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana (NDLC) informa, en su entrada Ut: nombre de la primera nota de la escala musical. Un verso como la más dulce, si no la menos clara, se puede escandir silábicamente con ese conjunto de vocales en cada uno de sus pies métricos: la mas dulce, si no la menos clara, asumiendo que ‘si’ es con tonalidad débil. El privilegiado oído musical de Góngora no podía pasar por alto estos efectos de sonoridad. La cantidad hechizada nos traslada al ámbito de la Imago, apuntado por Lezama, pero trascendido por su lectura musical. Esto aparece de forma clara en este párrafo: «No importa la diferencia de los estilos ni las apariencias del ceremonial, me refiero tan sólo a la cantidad hechizada. Y como los poemas que alcanzan esa calidad, en cualquier idioma, no pasan de los cinco personajes de una mano, nos obliga a compararlos y barajarlos. La cantidad hechizada comprendida entre “Lola, Jolongo, llorando en el balcón y un jarro hervido en dulce, con hojas de higo”, es la misma can289

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tidad comprendida en el paréntesis que va en las Soledades (…) desde Pasos de un peregrino son errantes hasta perdidos unos.» Tal vez se haya advertido que el centro de ese fragmento, en el balcón, un jarro hervido en dulce, contiene de nuevo la secuencia de todas las vocales. Lo que correspondería, musicalmente, a resol-fa-mi-ut. Volvamos al verso inicial de la Primera soledad, en la dedicatoria al Conde de Lemos, que Lezama (o tal vez el impresor de su ensayo) ha modificado en la última palabra. El original de Góngora, con hipérbaton, es: Pasos de un peregrino son errante. El peregrino es el errante y los pasos son pasos, pero no errantes, sino hechizados. El endecasílabo se hubiera podido construir de una forma más natural: Son pasos de un errante peregrino. Pero esta forma de organización sintáctica nos haría descartar una ambigüedad de significado, porque la disposición Pasos de un peregrino son errante está escondiendo el sintagma ‘son errante’, dado que ‘son’ es al mismo tiempo un verbo en tercera persona y un sustantivo de significado musical. Muy fácil de detectar para un cubano, claro. El son cubano. El peregrino son. Covarrubias, coetáneo de Góngora, en su Tesoro nos informa de que ‘peregrino’, además de aludir al que va en romería, también significa ‘raro’. Al modificar en plural la última palabra del verso, Lezama está priorizando la lectura oculta, la que lleva a identificar el ‘peregrino son’, la música ordenada numéricamente por la cantidad de las sílabas, el ‘decir numeroso’ que se ha aplicado a la función rítmica de la poesía. Hay, en efecto, una deslumbrante cantidad de objetos que el ojo del peregrino ve, pero hay también una cantidad hechizada por los artificios poéticos que Góngora elabora. El ensayo de Lezama, constantemente guiado por Góngora en su lectura, parece apuntar a que la cantidad hechizada del poeta cordobés anuncia también las soledades de Martí y del propio Lezama.

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Bibliografïa Góngora, Luis de (1989), Soledades, Madrid: Cátedra. Ed. John Beverley. Herrero Blanco, Ángel Luis (1995) El decir numeroso. Esquemas y figuras del ritmo verbal. Alicante: Universidad de Alicante. Lezama Lima, J. (1974), La cantidad hechizada, Madrid: Júcar– (1985) Poesía Completa, Tomo 1. Madrid: Aguilar.

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