La Calma de los dioses. Grecia y la religión del arte en Hegel

October 3, 2017 | Autor: G. Cataldo Sangui... | Categoría: Hegel, Estética
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Descripción

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LA CALMA DE LOS DIOSES GRECIA Y LA RELIGIÓN DEL ARTE EN HEGEL Gustavo Cataldo Sanguinetti Universidad Andrés Bello

Desde la recuperación e interpretación por parte de Winckelmann del arte griego en Reflexione sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura e Historia del arte en la antigüedad, no solamente no cabe dudar que la presencia de la cultura griega ha sido contante en la filosofía alemana del siglo XVIII, sino además que los propios contenidos y tendencias más profundas del idealismo y el romanticismo alemán están esencialmente determinados por una peculiar recepción de la Grecia clásica. Esta recepción – acompañada de una determinada concepción de la historicidad – es probablemente la más importante reinterpretación moderna de la cultura griega. Si esto es efectivo, entonces también Grecia se nos hace presente a través de esta reinterpretación moderna.

Valga pues inicialmente la siguiente proposición: “lo clásico” es un concepto

moderno. Durante la Edad Media y el Renacimiento Grecia tuvo, sin duda, una importancia y una presencia real - ya sea bajo la forma de la recuperación de la filosofía clásica como sucedió con Aristóteles o el neoplatonismo en la Edad Media, ya sea como reiteración de sus modelos como sucedió en el arte renacentista, - pero será solamente a partir del siglo XVIII en Alemania cuando se convierte no solamente en modelo digno de imitarse, sino además en paradigma de toda la cultura occidental y su futuro. Esto es lo que ha permitido hablar no solamente de un “filohelenismo” de la cultura alemana, sino también de una “nostalgia de Grecia”1 o incluso de una “tiranía de Grecia sobre Alemania”2. Esta recepción ciertamente está provista de muchos matices, fluctuaciones y hasta paradojas, pero toda ella acontece a parejas con una determinada concepción de la historicidad y de la propia “clasicidad” como categoría histórica. Paradojalmente el descubrimiento “histórico” de Grecia es simultáneo al surgimiento de su ideal “transhistórico”.

En el siglo XVII son en primer lugar los viajeros ingleses y franceses los que redescubren Grecia, ya sea como simples anticuarios, como improvisados arqueólogos y, por cierto, hasta como francos saqueadores. Los personajes que viajaron a Grecia

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Vid. Taminiaux, I. (1967) ; Janicaud, D.(2000)

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Vid. Butler, E. M. (1958)

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eran botánicos y clérigos, hombres de estudio de Oxford, aristócratas diletantes, embajadores, comerciantes y aventureros. En la década de 1620 Jacob Spon y George Wheler son los primeros, luego le seguirían Edmund Chishull, Joseph Pitton de Tournefort y Robert Wood. En todos ellos se puede vislumbrar la tensión entre ideal helénico forjado por entonces y la realidad fáctica. Muchas veces estos viajeros – improvisados arqueólogos o, mejor, “arqueografos” – descubrían en Grecia aquello que ya estaba determinado por los ideales estéticos de la época y por la propia idea “poéticoimaginaria” de la antigüedad clásica. A menudo no resulta fácil discernir entre la intención científico-descriptiva de estos relatos de viaje y el pathos poético-sentimental que los acompaña. No obstante, no cabe dudar que tales viajeros, pese a esta tensión entre el ideal imaginario de Grecia y su fundamento histórico-documental, pretendieran en todo momento relatar y describir lo más exactamente posible aquello vieron. De hecho muchas de sus “arqueografías” de los monumentos clásicos, detallados dibujos y bocetos o recuperación de inscripciones , son las únicas que contamos hasta hoy antes de su desaparición o pérdida de su estado original – como es el caso del Partenón, por ejemplo y los dibujos que se realizaron antes de su devastación por guerras y usurpaciones -. Sin embargo, esta contradicción entre el ideal helénico y su facticidad histórica, no es la única paradoja que debemos consignar, ni la más significativa. Resulta en extremo significativo que aquellos que más contribuyeron a la constitución del ideal helénico – los pensadores y poetas alemanes – y que habrían de conformar la más importante interpretación moderna de lo clásico, nunca viajaron a Grecia. En efecto, mientras los que redescubrieron la Grecia histórica fueron los viajeros ingleses y franceses, fueron los poetas y pensadores alemanes los que más contribuyeron a la conformación del ideal helénico. Fue sobre todo la sensación de pérdida, la añoranza romántica, la sensibilidad estético- poética o la imaginación del porvenir, antes que el celo historiográfico, la que produjo el moderno ideal helénico3. Winckelmann es, a este respecto, un ejemplo paradigmático. Como se sabe Winckelmann nunca viajo a Grecia, si bien estuvo en varias ocasiones a punto de hacerlo. Incluso cabe sospechar que nunca sintió realmente la necesidad de hacerlo. Para Winckelmann eran Roma y Dresden – la Atenas del Norte – las verdaderas sedes del mundo clásico. Ahí tenía todo lo que necesitaba. En efecto, primero en Dresden – 3

Vid. Constantine, D. (1993)

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convertida en importante centro cultural en los tiempos de Augusto el fuerte y su hijo tuvo la oportunidad de conocer la Gemäldegalerie Alte Meister y el Albertinum. De la primera pudo familiarizarse con importantes obras holandesas e italianas de los siglos XVI y XVII - y en particular con la Madona Sixtina de Rafael que lo impresiono vivamente - y del segundo una notable colección de esculturas y objetos del mundo clásico, de las más importantes en el momento en Europa. El escenario intelectual de Dresden estaba presidido por las lecciones del pintor Adam Friedrich Öser, hostil al barroco y ávido de un retorno a la armonía y simplicidad del mundo clásico. Es aquí, en el ambiente y artístico cultural de la “Florencia de Elba” – donde en 1755, diez años antes de su Historia del arte en la antigüedad - aparece su obra Pensamientos sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura (Gedanken über die Nachahmung der griechischen Werke in der Malerei und Bildhauerkunst). Otro hecho

decisivo en la vida Winckelman es sin duda su conversión al catolicismo. Deslumbrado por la sensibilidad mediterránea se convierte a la fe católica – a un catolicismo transido del paganismo que le acomodaba – y tiene la oportunidad de trasladarse a Roma. Allí lo acogen los círculos cardenalicios y en 1763 es nombrado “Prefetto dell’ Antiquitta di Roma” – es decir, anticuario papal - , cuya función era inspeccionar los nuevos descubrimientos arqueológicos e impedir su exportación ilícita. La base historiográfica documental de Winckelmann, como es patente, está conformada por las colecciones que pudo conocer en Albertinum de Dresden, Roma y los Museos del Vaticano, sus visitas a las excavaciones Herculano y Pompeya, el Museo Real de Portici, las informaciones y descripciones entregadas por los viajeros a Grecia y no mucho más. Sin embargo, con este escaso bagaje contribuyó a forjar quizás la más influyente interpretación moderna de la antigüedad griega. Poco importa, a este respecto, la ausencia de un conocimiento directo de la Grecia clásica, lo limitado de sus fuentes o el hecho de que en la época todavía

no

se

habían

hecho

descubrimientos

decisivos

para

una

imagen

historiográficamente más exacta de Grecia: el descubrimiento de la policromía de las esculturas y templos griegos o la enmienda dionisiaca de Nietzsche en el Nacimiento de la Tragedia, por ejemplo. Poco importa que la mayor parte de las grandes descripciones que realiza Winckelmann no sean de originales griegos, sino de copias romanas, casi como si el sentimiento de pérdida fuese la condición misma de ese ideal de Grecia. Poco importa, decimos, todo eso, incluso la misma parcialidad de esta Grecia imaginada. Lo importante es percatarse que Grecia nunca ha sido una sola cosa: Grecia se ha dicho de muchas maneras y ha sido susceptible de múltiples citas. Y entre esas

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citas, la de Winckelmann resulta decisiva, tan decisiva que incluso aquellos que quieran rectificarla historiográficamente también deberán hacerlo desde el horizonte de la propia cultura que Winckelmann contribuyo a forjar. Pero revisemos, en lo pertinente para nuestras intenciones, algunos rasgos de esta interpretación de Grecia. Como lo hemos señalado, es en esta época donde se comienza a fijar lo que hoy denominamos el “canon clásico”: “clásico” es lo digno de imitarse, pero lo digno de imitarse y que pertenece a una determinada etapa histórica – incluso al interior de la propia historia de Grecia (el siglo V y IV) - posee, sin embargo, un valor supra-histórico. El concepto de lo “clásico”, como bien lo ha hecho notar Gadamer, es una categoría que contiene tanto un concepto normativo como histórico. Como es sabido, la expresión “clásico” provine del latín classicus, vocablo que significa “de primera clase”. El término classis a su vez significa, grupo, categoría, clase, y habitualmente designaba la división del pueblo romano. Estas connotaciones del vocablo “clásico” – tanto en el sentido amplio de clase o categoría, como en el sentido de “clase superior” – han dado origen a su valor polisémico. Por una parte “clásico” como perteneciendo al género de lo clásico – y teniendo, por tanto, fundamentalmente un valor estilístico – y, por otra, “clásico” como referido a la plenitud de período histórico o al carácter ejemplar de una obra o un autor. Es importante destacar que a menudo el uso histórico de la expresión “clásico” – como cuando el humanismo italiano o el clasicismo alemán, a partir de Winckelmann, hacen uso del término para aplicarlo a la antigüedad grecorromana – contiene también un valor normativo: la antigüedad clásica, por ejemplo, no solamente designa un determinado período histórico, sino además un valor ejemplar y, por lo mismo, en cierto sentido suprahistórico. Esta ambigüedad es perfectamente perceptible en Wilckelmann. Para Winckelmann, en efecto, y es este quizás uno de sus meritos iníciales, el arte y la cultura en general habrían tenido su esplendor y síntesis suprema en un momento histórico preciso: en Grecia. Más todavía, en la Grecia del siglo V y IV. Sus Gedanken comienzan con la siguiente afirmación: “El buen gusto (gute Geschmack), que se extiende cada vez más a lo largo del mundo, comenzó a formarse por primera vez bajo el cielo griego”4. Dos palabras claves en esta primera declaración: “buen gusto” y “cielo griego”. El concepto de gusto – seguimos aquí parcialmente la interpretación de Peter Szondi5 - pertenece a la estética de la ilustración y, por supuesto 4 5

Winckelmann, J.J. (2007), p. 77. Szondi, P.(1992), p.22

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a la del propio Kant, tal como utiliza el término en la Crítica del juicio. El gusto, considerado de una manera genérica, es cierta capacidad de enjuiciamiento o discernimiento correcto acerca de lo bello, tal como el propio Winckelmann lo define. Sin embargo, lo que en la expresión “buen gusto” late implícitamente es una forma de enjuiciamiento que no se identifica sin más con el entendimiento, sino como una forma de mediación entre la sensibilidad y el entendimiento o incluso entre lo individual y lo colectivo. El gusto es individual, pero al mismo tiempo algo universal, un “buen gusto común”, un cierto sentido común. Schiller, en Sobre la gracia y la dignidad, sitúa el gusto “en tanto capacidad de juicio acerca de lo bello, entre el espíritu y la sensibilidad”6. Como veremos posteriormente, esta idea de una reconciliación o armonía entre el espíritu y la sensibilidad o entre naturaleza y libertad o incluso entre particular y lo universal, será clave a la hora de interpretar las estéticas del idealismo alemán y sus orígenes griegos. Pero vayamos a la otra expresión del texto de Winckelmann: “cielo”. ¿Qué hay del “cielo griego” y su significación? La expresión “cielo griego”, bajo el cual por primera vez comenzó a forjarse el buen gusto, marca la decidida “historización” del ideal de belleza de los griegos. En su Historia del arte en la antigüedad Winckelmann afirma:

La causa de superioridad de los griegos en el arte debe ser atribuida al concurso de diversas circunstancias, como, por ejemplo, la influencia del clima, la constitución política y la manera de pensar de este pueblo, a la cual debe añadirse la consideración que gozaban sus artistas y el empleo que hacían de las artes7.

“Cielo griego”, pues, signa no solamente una consideración geográfica o climatológica, sino sobre todo una enfática consideración histórica de la ejemplaridad griega. Frente a las estéticas normativas y atemporales, frente incluso al recurso directo de la imitación de la naturaleza, las obras deben ser comprendidas y vividas en su contexto histórico concreto. No es la naturaleza misma la que debe ser imitada – como pensaba Bernini – sino los griegos, entre otras cosas porque ya no disponemos de esa relación originaria y unitaria con la naturaleza que sí tenían los griegos: “Nuestro único camino para ser grandes, más aún, para ser inimitables, es la imitación de los antiguos”8, afirma en Gedanken. Es esta “historización” del ideal, como lo veremos 6

Schiller. F. (1971), p. 80

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Winckelmann, J.J.(2002), p. 105 Winckelmann, J.J.(2002),

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posteriormente, la que hace que la estética se presente a su vez como un verdadero proyecto moral y político: la revolución estética – como retorno a los griegos – es también una revolución política9. Sin embargo, la paradoja de esta concepción reside, por un lado, en la comprensión histórica del arte griego y su cultura – esto es, su especificidad única e intransferible – y, por otro, su carácter modelar – esto es, reiterable -. Dicho de otra forma, por una parte Winckelmann privilegia la plenitud y singularidad de una determinada etapa histórica – esto es la “historiza” - y, por otra parte, le otorga un valor trans-histórico. Hay una determina etapa temporal - la Grecia del siglo V y IV – que posee un carácter normativo, es decir, atemporal. Lejos de ver aquí una simple contradicción – como lo hace Peter Szondi – pensamos que es justo esto lo que se debe entender por lo “clásico”. En efecto, lo que nos induce a llamar clásico a algo – una obra literaria, musical, arquitectónica o pictórica - es la conciencia de algo permanente e imperecedero que se recorta de un todo lo temporal y caduco: “Una especie – afirma Gadamer en Verdad y Método – de presente intemporal (zeitloser Gegenwart) que significa simultaneidad con cualquier presente”10. Sin embargo, al mismo tiempo, en la misma medida en que este canon intemporal es puesto en relación con una magnitud única y ya pasada, éste contiene también una medida temporal. De allí que no pueda sorprender que en el clasicismo – de un Wilckelmann por supuesto, pero también de un Herder o de un Humbolt – a menudo haya primado, frente al sentido normativo, el privilegio de un tiempo histórico o una época que satisfacía este ideal normativo. Tal es lo que sucedió con la “antigüedad clásica” y su carácter modélico. La paradoja de la idea lo clásico reside precisamente en una especie síntesis entre lo normativo-atemporal y lo histórico-temporal; una suerte temporalidad atemporal o, si se quiere, una especie de historicidad-suprahistórica. Pero, ¿Qué es exactamente lo hace modélicos a los griegos? ¿Cuál es su especificidad histórica que los hace dignos de imitación? Sin duda su concepción del arte y la belleza, concepción que en rigor no expresa un mero sector de la cultura, sino que define a la cultura griega en cuanto tal, como totalidad orgánica. Un conocido texto de Gedanken lo dice del siguiente modo:

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Vid. Assunto, R. (1990)

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Gadamer, H.G. (2001), p. 357

7 La característica universal que otorga primacía a las obras de los griegos es, al fin y al cabo, una noble simplicidad y serena grandeza (eine edle Einfalt und eine stille Grösse), tanto en la posición como en la expresión. Así como la profundidad del mar siempre permanece calma por mucho que la superficie se enfurezca, del mismo modo la expresión de las figuras de los griegos, muestra aun en medio de las pasiones, un alma grande y sosegada (eine grosse und gesetzte Seele). Esta alma se muestra en el rostro, y no sólo en él, de Laocoonte, incluso en medio del sufrimiento más extremo. El dolor que se descubre en todos los músculos y tendones del cuerpo y que, sin tomar en consideración el rostro y otras partes, casi cree sentir uno mismo el vientre contraído dolorosamente, este dolor, digo, se exterioriza sin embargo sin ningún furor ni en el rostro ni en la actitud en su conjunto (…). El dolor del cuerpo y la grandeza del alma se reparten por toda la estructura de la figura con idéntica fuerza y, por así decirlo, quedan equilibrados. Laocoonte sufre, pero sufre como el Filoctetes de Sófocles: su desgracia nos llega hasta el alma, mas querríamos poder soportar la desgracia como lo hace este gran varón11.

Esta definición, como se sabe, toma como ejemplo al grupo escultórico Laooconte. Una década más tarde esta referencia Winckelmanniana habría de impulsar a Lessing a escribir su obra Laooconte o sobre los límites de la pintura y la poesía. Pero dejando aparte la famosa “disputa” del Laooconte que se generó en Alemania por entonces y las muy diversas interpretaciones que modernamente se han hecho del grupo escultórico, no puede si no parecer curioso que Winckelmann lo haya elegido para ilustrar el ideal griego de belleza. El grupo escultórico, como se sabe, es una obra del siglo I d. c. y que se encuentra exhibido en el Museo Pío Clementino de los Museos del Vaticano. Se trata de una obra del periodo helenístico perteneciente a la escuela de Rodas o de Pérgamo. Sus autores fueron

Agesandro, Polidoro y Atenodoro. La

escultura representa el instante en que el sacerdote Laocoonte es enroscado por dos serpientes marinas junto a sus dos hijos. En general, el conjunto escultórico, de un marcado carácter dramático y patético, parece representar la impotencia y el dolor sobrehumano. Tanto por su estructura oblicua como por la extrema representación del dolor humano, en la obra parece desaparecer la serenidad y el equilibrio clásicos. Ciertamente para Winckelmann hubiese resultado mucho más fácil para ilustrar su tesis describir, como en otros momentos lo hace, el Apolo de Belvedere o el Torso de Belvedere, también parte del Museo Pio Clementino. Sin embargo, Winckelmann apuesta, en este caso, por lo más complejo: ¿Cómo reconocer, en efecto, en el grupo escultórico del Laooconte “una noble sencillez y una serena grandeza”? Todo depende ciertamente de lo que se entienda por “noble sencillez y serena grandeza”. Ciertamente 11

Winckelmann, J.J. (2007), p. 92

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fórmula edle Einfalt und stille Grösse iba en primer lugar dirigida contra el estilo barroco y rococó, contra su obsesión micromegálica y ornamentalista. Frente al barroco y el rococó, contra su amaneramiento, postulaba un retorno al estilo severo, límpido y sereno en su grandeza, de las obras clásicas. No obstante, el ejemplo del Laooconte parece complejizar la fórmula, aparentemente clara, de Winckelmann. Lo que se manifiesta en el Laooconte no es simplemente una noble simplicidad y serena grandeza sin más y sin un contrapeso dialéctico, por así decirlo. La metáfora en este punto es clara: el mar cuya profundidad permanece tranquila mientras la superficie es azotada por una tormenta. Laooconte sufre y se agita, pero su alma permanece serena. En medio del más profundo dolor y de las más tormentosas pasiones se manifiesta “un alma grande y equilibrada” (eine grosse und gesetzte Seele). Y aquí reside lo fundamental: todas las descripciones de Winckelmann – como, por ejemplo del torso de Beldevere – enfatizan que tras la superficie muscular, tras el contorno y la obsesión griega por el nervio, el tendón o la articulación muscular hay algo que se oculta y a la vez se muestra. Tras la formas de la bella juventud, tras la definición muscular de los atletas y los dioses hay finalmente algo que se oculta y que, sin embargo, se revela. La superficie se manifiesta como un medio a través del cual se puede ver otra cosa: detrás de la superficie conmovida por las olas se revela un alma grande y equilibrada. Las metáforas marítimas sugieren una superficie reveladora: tras la epidermis muscular un alma, tras el músculo un ethos muscular. No resulta pertinente entrar a discutir ahora el supuesto desinterés de Wincklemann por la filosofía, pero resulta indudable que la concepción de la belleza que nos propone se inscribe, en cierto modo, en la tradición platónica, en principio través de su dependencia de la filosofía inglesa, pero también del humanismo platónico renacentista. Y es que finalmente lo que en el arte se imita y revela, a través de la apariencia sensible, es una belleza ideal:

Los conocedores imitadores de las obras griegas no sólo encuentran en sus obras maestras la más bella naturaleza, sino algo más que naturaleza (noch mehr als Natur), a saber, ciertas bellezas ideales de la misma (gewisse idealische Schönheiten derselben) que, como enseña un antiguo comentarista de Platón , han sido hechas a partir de imágenes creadas tan sólo por en entendimiento 12.

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Winckelmann, J.J. (2007), p. 79

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O como también nos dice respecto de los artistas griegos: Estas abundantes ocasiones para observar la naturaleza favorecieron que los artistas griegos fueran todavía más lejos: comenzaron a formarse ciertos conceptos universales de la belleza (allgemeine Begriffe von Schönheiten), tanto de partes aisladas como de todas las proporcione de los cuerpos, que elevan por encima de la misma naturaleza (über die Natur selbst erheben); su modelo primigenio era una naturaleza espiritual (geistige Natur) concebida por el sólo entendimiento13.

Lejos pues de la servil imitación de la naturaleza, lo que se manifiesta en el arte griego no es pues simplemente la naturaleza sin más, sino una naturaleza idealizada o, si se quiere, un ideal naturalizado. Y es precisamente esta dialéctica y síntesis entre naturaleza y espíritu, entre lo sensible y lo inteligible, la que constituirá uno de los ejes de la recepción que el idealismo alemán hará de Grecia y que determinará decisivamente sus concepciones estéticas. A este respecto hay que hacer una observación. Con frecuencia se destaca la dependencia de las estéticas idealistas de las cuestiones kantianas y en particular de las “inconsecuencias” o problemas no resueltos que dejaba pendientes la Crítica del juicio de Kant: el problema de la unidad entre naturaleza y espíritu o entre lo sensible y lo inteligible. Sin embargo, de similar importancia es la recepción de la cultura griega. Resulta difícilmente inteligible la crítica a Kant sin el horizonte de la “Grecia imaginada” por Winckelmann: el arte y la cultura griega es el lugar de resolución de las antinomias, síntesis suprema de naturaleza y libertad14. Ahora bien, la forma de esta recepción del arte griego como ideal naturalizado se puede también sintetizar, según expresión de Hegel, en lo que se ha denominado Kunstreligion. Un texto fundacional a este respecto está constituido, como se sabe, por el así denominado Das älteste systemprogramm des deutschen Idealismus, hoy parte del Nachlass de Hegel. Se trata de un texto fragmentario y programático de autoría hasta hoy discutida, pero de indudable importancia para el desarrollo posterior del 13

Winckelmann, J.J. (2007), p.83 En el caso particular de idealismo alemán y sobre todo de Hegel, resulta insoslayable considerar la recepción del mundo clásico en la Alemania del momento y no solamente las “influencias” filosóficas directas y explícitas. Se trata, por una parte, de un momento histórico de una “carga” cultural excepcional y, por otra, de formas de hacer filosofía que se abren a consideraciones histórico-culturales como conformaciones intrínsecas del mismo acto de filosofar. Naturalmente estas influencias “históricoepocales” son mucho más difíciles de probar y sopesar directamente –en la misma medida en que son una especie horizonte de conformación vital en cierto modo tácito - pero no por ello no resultan al memos registrables como “orientaciones culturales” que también determinan los problemas filosóficos. 14

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romanticismo y del idealismo. Uno de los pivotes fundamentales sobre los cuales gira este texto programático es la función integradora de belleza: “Estoy convencido – se dice el Systemprogramm - de que el más alto acto de la Razón, en cuanto que ella abarca todas las ideas, es un acto estético (ästhetischer Akt), y de que la verdad y el bien sólo en la belleza están hermanados”15. Como lo hemos destacado una cuestión que había dejado diferida la filosofía de Kant – y tal fue la recepción que hizo el idealismo alermán - era precisamente el problema de la unidad entre naturaleza y libertad. En la línea de esta recepción el lugar que le otorga Schelling al arte – tanto el Sistema del idealismo trascendental como en su Filosofía del Arte - resulta decisivo, más todavía considerando que Schelling estuvo inicialmente vinculado a los origenes del movimiento romántico en Jena. La determinación Schelliliana de la intuición estética como culminación del idealismo trascendental y como verdadero organon de la filosofía, depende de este horizonte polémico. En todos estos casos la preeminencia del arte y la propia exigencia de una sensibilización de las ideas se vincula a la restauración de la unidad de naturaleza y libertad:

Mientras no hagamos estéticas, es decir, mitológicas las ideas, ningún interés tienen para el pueblo, e inversamente: mientras las mitología no sea racional el filósofo tiene que avergonzarse de ella. Así tienen finalmente que darse la mano ilustrados y no ilustrados, la mitología tiene que hacerse filosófica para hacer racional al pueblo, y la filosofía tiene que hacerse mitológica para hacer sensibles a los filósofos16. Incluso, como es patente, la orientación moral y política del Systemprogramm -la revolución política como revolución estética-

puede también interpretarse en este

sentido. La primera de las ideas que postula el Systemprogramm - la representación de mí mismo como de una esencia absolutamente libre - finalmente se resuelve, como en su síntesis suprema, en la idea de belleza. Es aquí donde solventan las antinomias entre naturaleza y libertad, entre lo sensible y lo inteligible, entre la razón teórica y la razón práctica. La necesidad de una religión del arte – o de la Religión-Arte, según también se ha propuesto- ya está expresada en el Systemprogramm. El Systemprogramm asume la necesidad de una “religión sensible” (sinnliche Religion). Esta religión sensible no solamente es una necesidad para el pueblo, sino también para la propia razón y la 15 16

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 1, p. 235 Hegel, G.W.F. (1970), vol. 1, p. 236

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filosofía. La exigencia de una nueva mitología de la razón (Mythologie der Vernunft) se fundamenta no solamente en la necesidad unificación política, sino también en la necesidad de integrar todas las fuerzas o facultades del hombre. De allí que finalmente el acto supremo de la razón no pueda sino ser un acto estético, síntesis superior de la verdad y el bien. La Kunstreligion tendrá su prolongación y lugar propio tanto en Schelling como en Hegel y constituye un pivote insoslayable en la reorientación estética de la filosofía. Sin embargo, esta reorientación estética no hubiera sido posible sin una peculiar recepción de Grecia como Kunstreligion y, por supuesto, sin la interpretación de Winckelmann: Grecia como paradigma de unificación e integración de las antinomias entre lo sensible y lo inteligible, entre naturaleza y libertad. Pero registremos brevemente, y solamente a modo de apostillas, algunos de los momentos de esta recepción de la cultura griega en Hegel, en particular en sus Lecciones de Estética. A este respecto – y desde un punto de vista puramente cuantitativo – no necesita testimoniarse mayormente la influencia de Winckelmann en las Lecciones de Estética, citado más de una veintena de veces. Basta con recordar esta declaración inicial: Ya antes Winckelmann se había entusiasmado con la intuición de los ideales (Anschauung der Ideale) de los antiguos de modo que le permitió introducir un nuevo sentido en la consideración del arte, la rescató de los punto de vista de los fines vulgares y la mera imitación de la naturaleza, y la alentó poderosamente a buscar la idea de arte en las obras de arte y en la historia del arte. Ha, pues, de considerarse a Winckelmann como uno de los hombres que en el campo del arte supieron desentrañar para el espíritu un nuevo órgano y unos modos de consideración enteramente nuevos17.

Lo peculiar de la consideración hegeliana del arte –a semejanza del propio Winckelmann – estriba en la mediación del momento histórico y el sistemático. Como es sabido Hegel distingue entre las

“formas de lo bello artístico” (Formen des

Kunstschönen) y “el sistema de las artes singulares” (Das System der einzelnen Künste). Las formas de lo bello artístico son la simbólica, la clásica y la romántica; y el sistema de las artes está constituido por la a arquitectura, la escultura, la pintura, la música y la poesía. Las tres formas de lo bello artístico a su vez median el sistema de las artes singulares. En otras palabras, no sólo las artes particulares avanzan conforme a estas 17

Hegel, G.W.F. (1970), vol.13, p.92

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formas de lo bello artístico, sino además cada arte en particular se subdivide de acuerdo a ellas. Así por ejemplo, si bien la arquitectura pertenece en el desarrollo de las artes a la forma simbólica – y por lo mismo pertenece al inicio del arte - sin embargo al interior de la misma existe también una arquitectura simbólica (oriental), clásica (antigüedad) y romántica (moderna). Tanto las formas de lo bello artístico como el orden de las artes se establece sobre la base de una progresiva idealización y subjetivización: arquitectura (arte simbólico), escultura (arte clásico), pintura, música y poesía (arte romántico) no revelan sino una creciente espiritualización de la materia. La manera correspondiente de identidad forma-contenido funciona como criterio que determina tanto el desarrollo de las formas de lo bello artístico como el sistema de las artes singulares. Ahora bien, el núcleo de esta clasificación reside en la correspondencia entre el punto medio histórico – constituido por el arte clásico – y el punto medio sistemático del arte mismo como medio entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal. El arte se diferencia tanto de la simple percepción sensible como del puro interés teórico. Se distingue del pensamiento teórico en que la obra de arte se manifiesta finalmente como apariencia sensible, como singularidad concreta a través del color, la figura, el sonido, etc. El arte no pretende la apariencia sensible hasta el punto de buscar en ella, tal como lo hace la ciencia, el concepto universal. Pero, por otra parte, la obra bella se distingue también del deseo puramente sensible en que deja subsistir para sí el objeto, sin pretender destruirlo para su consumo. En definitiva, la obra de arte se encuentra a medio camino entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal: El espíritu- afirma Hegel- no busca en lo sensible de la obra de arte ni la materialidad concreta, la completud interna y la extensión empíricas que el organismo demanda, ni el pensamiento universal, sólo ideal, sino que quiere la presencia sensible, la cual debe, por supuesto seguir siendo sensible, pero igualmente liberarse del andamiaje (Gerüste) de su mera materialidad18.

En la obra de arte lo sensible, en comparación con el ser inmediato de las cosas puramente naturales, es elevado a la categoría de “apariencia” (Schein); apariencia que no es sino la aparición, a través de un medio sensible, de una idea. Esta aparición todavía no es pensamiento puro, pero tampoco mera existencia material, sino que es 18

Hegel, G.W.F. (1970),vol.13, p.59

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algo sensible que es al mismo tiempo ideal. Sin embargo, tal idealidad no es la idealidad del pensamiento, tal como es para sí mismo, sino que es una idealidad que se da al mismo tiempo exteriormente como cosa. Es por esta unidad y síntesis entre lo sensible y lo inteligible, que se puede afirmar que en el arte se espiritualiza lo sensible y se sensibiliza lo espiritual. He aquí una de las claves del arte: doble movimiento de espiritualización y sensibilización. Hegel recapitula esta unidad entre lo sensible y lo espiritual en su conocida definición de belleza como “ apariencia sensible de la idea” (das sinnliche Scheinen der Idee)19. Esta determinación sistemática de la belleza como centro entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento puramente ideal coincide con la determinación histórica del arte clásico como centro entre el arte simbólico y el arte romántico. Y coincide a tal punto que el propio concepto de lo bello encuentra su definición más adecuada en el arte clásico: El punto medio del arte (Mittelpunkt der Kunst) – afirma Hegel – lo constituye la unión, en sí conclusa en libre totalidad, del contenido y la figura sin más adecuada al mismo. Esta realidad coincidente con el concepto de lo bello, a la que en vano aspiraba la forma artística simbólica, sólo se lleva a manifestación en el arte clásico. Por eso en la previa consideración de la idea de lo bello y del arte hemos ya de antemano establecido la naturaleza general de lo clásico: el ideal (das Ideal) ofrece el contenido y la forma para el arte clásico, el cual lleva a ejecución en ese modo de configuración adecuado lo que es verdadero arte según su concepto20.

En otras palabras, el arte clásico cumple, simpliciter, la propia idea de lo bello: el arte clásico es arte bello sin más. La superioridad del arte clásico reside en el modo de unión o adecuación entre el contenido y la figura. Mientras en arte simbólico – que tiene su realización histórica en el mundo oriental – la idea es todavía abstracta e indeterminada y se mantiene extraña a la existencia concreta, en el arte clásico se produce una perfecta adecuación entre significado y figura. Esta perfecta adecuación consiste en que la idea concuerda con la realidad corpórea de una manera perfecta: El arte – afirma Hegel – ha alcanzado su propio concepto en cuanto hace que la idea como individualidad espiritual concuerde 19 20

Hegel, G.W.F. (1970), vo.13, p.150 Hegel, G.W.F. (1970), vol.14, p.13

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inmediatamente con su realidad corpórea (unmittelbar mit ihrer leiblichen) de modo tan perfecto que ahora en primer término el serahí exterior (äußerliche Dasein) deja de conservar su autonomía frente al significado que debe expresar, y, a la inversa, lo interno (das Innere) no se muestra sino a sí mismo en su forma elaborada para la intuición, y ella se refiere afirmativamente a sí21.

Es evidente que el fundamento de la perfección del arte clásico reside en la noción de concordancia inmediata. Esta concordancia inmediata se expresa tanto en el completo sometimiento de la existencia exterior a la idea, así como en la plena mostración y referencia de la idea a la realidad exterior elaborada por la intuición. Es justamente tal concordancia inmediata la que no se realiza en el arte simbólico. El símbolo, en efecto, tal como Hegel lo entiende, se caracteriza por ser una existencia exterior inmediatamente presente o dada a la intuición, pero que no debe tomarse tal como se presenta inmediatamente. Ciertamente todo símbolo es un signo (Zeichen), pero en el símbolo, a diferencia de la denotación (Bezeichnung), la conexión entre el significado y la expresión no es arbitraria. En otras palabras, el símbolo es un signo en que el significado está incluido en la propia expresión sensible. El zorro como símbolo de astucia posee en sí las propiedades cuyo significado expresa. Sin embargo, en el símbolo no existe concordancia perfecta entre significado y la expresión sensible, pues si bien es necesario que concuerden en una propiedad – por ejemplo, la astucia en el caso del zorro – hay otra serie de propiedades en que no concuerdan – el zorro no solamente es astuto- . Por lo mismo, en el arte simbólico el contenido es también indiferente a la figura o expresión sensible que lo representa; esta indiferencia ya no es posible en el arte clásico. En este sentido el arte simbólico, como inicio del arte, es un pre-arte (Vorkunst). Si consideramos ahora, en general, la dialéctica ascendente de las tres formas de lo bello artístico desde el arte clásico como punto medio (Mittelpunkt), podemos advertir lo siguiente: si por una parte el arte simbólico es una especie de pre-arte en cuanto introduce una separación entre interioridad y apariencia externa desde el lado de la apariencia externa, el arte romántico también introduce una separación, pero ahora desde el lado de la interioridad. Lo propio del arte romántico, en efecto, es que la idea

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Hegel, G.W.F. (1970), vol. 13, p.392

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de lo bello se concibe como espíritu absoluto - esto es, como espíritu - y, por lo mismo, ya no se puede encontrar realizada plenamente en la apariencia externa: Puesto que su contenido exige – señala Hegel - , debido a su libre espiritualidad, más de lo que la representación (Darstellung) puede ofrecer en lo exterior y corpóreo, la figura deviene una exterioridad más indiferente (gleichgültigeren), de modo que el arte romántico reintroduce, por tanto, la separación entre contenido y forma (Inhalts und der Form) desde el lado opuesto al simbólico22.

La paradoja radica, sin embargo, en que al tanto el arte romántico es la figura suprema de las formas de lo bello artístico, al mismo tiempo está a punto de dejar de ser arte y pasar a la “prosa del pensar”. En este sentido así como el arte simbológico, como dice Hegel, es una especie de pre-arte (Vorkunst), así también se podría afirmar que el arte romántico es una suerte de post-arte; esta posterioridad expresa el desequilibrio a favor de la interioridad y el

desmedro de la representación sensible. El equilibrio y la

correspondencia, en cambio, pertenecen al arte clásico y

su realización histórica al

pueblo griego: Gracias a esta correspondencia (Entsprechens), que implican el concepto de arte griego tanto como el de mitología griega, ha sido en Grecia el arte la suprema expresión de lo absoluto, y la religión griega es la religión del arte mismo (Religion der Kunst selber), mientras el arte romántico posterior, aunque es arte, apunta ya sin embargo a una forma de consciencia superior a la que el arte está en disposición de ofrecer23. Esta paradoja del arte romántico – su propia superioridad respecto del arte clásico ya apunta a su desaparición como arte - quizá se pueda discernir mejor si lo comparamos ya más concretamente con el arte clásico y las figuras que respectivamente asumen ambas formas. La correspondencia del arte clásico tiene su concreción esencial en la figura humana: “La figura (Gestalt) - afirma Hegel – es esencialmente la humana, pues únicamente la exterioridad del hombre (Äusserlichkeit des Menschen) es capaz de revelar de modo sensible lo espiritual”24. Es en la expresión humana del rostro, de los ojos, la postura, los gestos, donde se refleja el espíritu. En el arte clásico el espíritu no

22

Hegel, G.W.F. (1970),vol.13, p.392

23

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 14, p.26

24

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 14, p.21

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es ajeno al cuerpo: la corporeidad (Leiblichkeit) pertenece al espíritu como su ser-ahí (Dasein) y a su vez el espíritu es lo interno que pertenece al cuerpo. No hay aquí pues heterogeneidad alguna entre lo interno y lo externo. En este sentido, y lejos de una acusación, ciertamente hay que decir que el arte clásico es antropomórfico. Sin embargo, para Hegel no lo es suficientemente, si lo comparamos con el arte romántico:

En relación con la siguiente forma artística, la romántica, ha de observarse a este respecto que indudablemente el contenido de la belleza artística clásica es todavía deficiente, como religión del arte misma; pero la deficiencia radica tan poco en lo antropomorfista como tal, que ha por el contrario de afirmarse que el arte clásico es ciertamente bastante antropomorfista para el arte, pero demasiado poco para la religión superior25.

El arte romántico lleva el antropomorfismo mucho más lejos. En la doctrina cristiana Dios no es solamente un individuo humanamente configurado, sino un individuo singular efectivamente real: un Dios al mismo tiempo enteramente Dios y enteramente hombre, sujeto a una existencia escindida por el dolor y la temporalidad, pero finalmente reconciliado en una “carne” renacida. Es decir, el cristianismo implica “el movimiento infinito de llegar hasta el extremo de la oposición (zum Extrem des Gegensatzes) y, sólo como superación (Aufhebung) de esta separación, volver en sí a la unidad absoluta”26. Aquí ciertamente ya desaparece la completa adecuación del arte clásico - la perfecta armonía y la serena grandeza de esos dioses que tan vívidamente había descrito Winckelmann - y, en su lugar, se instaura el “desgarro” como condición de retorno hacia una interioridad absoluta. De allí que sea imposible expresar el “drama cristiano” con los medios del arte clásico: En las formas de la belleza clásica no puede representarse (darstellen) a Cristo flagelado, con la corona de espinas, arrastrando la cruz al lugar del suplicio, clavado en la cruz, agonizante en el tormento de una lenta muerte de martirio, sino que en estas situaciones lo superior es la santidad en sí, la profundidad de lo interno, la infinitud del dolor como momento eterno del espíritu, la resignación y la divina calma27.

25

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 14, p.23

26

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 14, p.24

27

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 14, p. 153

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La limitación del arte clásico reside, en definitiva, no solamente en que no alcanza la interioridad y la espiritualidad absoluta, sino sobre todo en que no ha “elaborado” dicha interioridad desde la escisión y el desgarro. La imperturbable armonía de los dioses griegos, su ventura y serenidad, su existencia perfectamente “adecuada”, no hacen sino revelar su carácter todavía abstracto: la individualidad libre del arte clásico no se constituye desde el devenir y el movimiento que concilia la oposición. De allí también su falta de concreción, su ignorancia del pecado y el mal, su ausencia de quebranto e inestabilidad, su proscripción de lo feo y lo repugnante. Ciertamente, afirma Hegel, en el arte clásico “la sensibilidad no está muerte y rematada (getötet und gestorben), pero tampoco por ello resucitada (auferstanden) a la espiritualidad absoluta”

28

. Solamente

desde el movimiento y el devenir concretos – y no desde la serenidad de la “perfecta adecuación” – se hace posible la subjetividad como tal. Ciertamente el lugar del arte clásico es ambivalente: por una parte constituye el auténtico punto medio del arte – y, por lo mismo realiza el propio ideal de arte como tal – y, por otro, está destinado a ser superado por el arte romántico. El “lugar” que ocupan las formas de lo bello artístico constituyen – como por lo demás era de esperar en una ordenación dialéctica como la de Hegel - “lugares de paso”, tránsitos hacia realizaciones cada vez superiores. No obstante, aun en dicho pasaje, el arte clásico representa el propio ideal de arte: el perfecto equilibrio y compenetración entre lo espiritual y su figura natural. Si el arte simbólico se desequilibra en favor de la exterioridad sensible y el arte romántico a favor de interioridad espiritual, solamente el arte clásico mantiene la ponderación de ambos momentos. La inestabilidad del arte romántico en favor de una subjetividad efectivamente autónoma comporta, empero, el anuncio de su desaparición como arte. Finalmente el arte romántico es tan subjetivo y espiritual – puesto que la materia se encuentra saturada de inteligibilidad - que está a punto de dejar de ser arte. Lo mismo que en las “formas de lo bello artístico” - arte simbólico, arte clásico y arte romántico – sucede con el “sistema de las artes”: arquitectura (arte simbólico) escultura (arte clásico), pintura, música y poesía (arte romántico) conforman una ordenación cuyo criterio son los niveles crecientes de inteligibilidad y repleción racional de la materia sensible. Si pues la belleza artística consiste en la aparición sensible de la 28

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 14, p. 24

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idea y, por lo mismo, el progreso de las artes se estructura conforme a niveles crecientes de espiritualización de la materia, es evidente que la poesía representa el arte espiritual por excelencia. Sin embargo, por ello mismo – y aquí reside la ambivalencia a que no hemos referido - lo mismo que la poesía gana en espiritualidad lo pierde en sensibilidad:

Según el contenido –afirma Hegel- la poesía es por tanto el arte más rico, más ilimitado. Sin embargo, lo que consigue por el lado espiritual lo pierde a su vez igualmente por el sensible. En efecto, puesto que no trabaja para la intuición sensible como las artes figurativas, ni para el sentimiento meramente ideal, como la música, (...) para ella el material a través del cual se revela no retiene todavía más que el valor de un medio –si bien artísticamente tratado- para la exteriorización del espíritu en el espíritu (Äußerung des Geistes an den Geist), y no vale como un existente sensible (sinnliches Dasein) en el que el contenido espiritual pueda encontrar una realidad correspondiente a él29.

Atendamos al texto. La “des-sensibilización” de la poesía, proporcional a su espiritualización, se fundamenta en la función o en el uso respectivo del material: aquí el contenido espiritual no vale en su correspondencia – como en la escultura - con la existencia sensible, sino que la existencia sensible es un simple medio para que lo espiritual se revele como tal. Dicho de otra forma, en la poesía el sonido no conserva ya un valor propio, sino que sirve como simple mención externa de un contenido espiritual. Esta “degradación” de la materia tiene indudables consecuencias para el lugar que ocupa la poesía en el sistema de las artes. La poesía, es verdad, se encuentra en el vértice de las artes: es el arte del espíritu en cuanto tal. Sin embargo, precisamente por ello, en cierto sentido deja de ser arte. Su mayor espiritualidad constituye a la vez su virtud y su defecto. La poesía anuncia de alguna manera la muerte del arte y constituye un punto de transición en que comienza ya a convertirse a la prosa del pensar y ceder su lugar a la religión y a la filosofía: “precisamente en esta fase suprema, – afirma Hegelel arte va más allá de sí mismo al abandonar el elemento de sensibilidad reconciliada del espíritu y pasar de la poesía de la representación a la prosa del pensar (Prosa des Denkens)”30. En cambio, la escultura, como arte clásico por antonomasia, representa

29

Hegel, G.W.F. (1970),vol. 14, p. 261

30

Hegel, G.W.F. (1970), vol. 13, p. 123

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precisamente el perfecto equilibrio entre lo interno espiritual y la figura sensible – no mera alusión como en la arquitectura o pura mención como en la poesía –. Por ello, en su perfecta adecuación, la escultura por sí misma queda remitida, más que cualquier otro arte, al ideal del arte clásico: es sin más el centro del arte clásico y el ideal del arte en general. Si la arquitectura ha preparado el templo del dios, la casa de su comunidad, con la escultura “el dios mismo entra en el templo, al caer el rayo de la individualidad (Blitz der Individualität) sobre la masa inerte (…)”31. Este “rayo de la individualidad”, sin embargo, no queda disperso en el juego de las contingencias y pasiones, sino que se recoge en las formas ideales de la figura humana: con la escultura – afirma Hegel “accede a manifestación por primera vez en su eterna calma (ewigen Ruhe) y esencial autonomía lo eterno y espiritual”32. La deuda con Winckelmann no necesita ser enfatizada: el arte clásico, al fin y al cabo, culmina en la noble simplicidad y la serena grandeza de los dioses griegos. Bibliografía -

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Hegel, G.W.F. (1970), vol. 13, p. 118

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Hegel, G.W.F. (1970), vol. 13, p. 118

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