La caída en tierra de las almas problemáticas

July 8, 2017 | Autor: V. Rivera | Categoría: Soul (Humanities), John Stuart Mill, Ludwig Wittgenstein
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Descripción

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revista deC conocimiento y [el ignorancia

homenaje

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La caída en la tierra de las almas problemáticas •

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VICTOR SAMUEL RIVERA



Unas cuantas reflexiones sobre lo que se supone que somos y lo que queremos ser. N

o hace sino unas pocas semanas que leí en un suplemento semanal del diario El Comercio que «el único valor es la libertad». La intención de la frase era concluir un debate racional. Curiosamente, no se trataba de la libertad de elegir con quién casarse, o la de compra y venta de bienes, o alguna otra, sino de la libertad, a secas. Al público promedio esto le parece una verdad de sentido común, una creencia compartida por todos que habría que tener de una vez, si no se compartiera todavía. De hecho, no tenerla se toma como el síntoma de un cierto desequilibrio. Fue así como apareció en el diario, como un recordatorio de que nuestra voluntad es el único y el último certificado para intervenir en un debate racional acerca de cualquier cosa. Más aún: como la piedra de toque para concluir un debate, para cerrar y redondear una reflexión. Lo curioso es que el público medio que lee los periódicos y que cree ejercer el sentido común ignora que un tipo de creencia como ésa está bastante lejos de cerrar un debate racional cualquiera y que, de hecho, es como el eco remoto de un conjunto de creencias acerca de la naturaleza humana, la interacción racional y la comunicación que son, por decir lo menos, bastante problemáticas. En realidad aducir la creencia de que el único valor es la libertad presupone una cancelación particularmente arbitraria de cualquier debate racional. Hace de cualquier desacuerdo posible un conflicto de libertades incomunicables. Y hace de los seres que calificamos como «libres» un tipo muy peculiar de entidad, que para ser libre debe, justamente, afirmar la imposibilidad de llegar a sostener acuerdos racionales con otros de su misma clase. Una variante invertida de lo mismo es suponer que, precisamente por ser «libres», estas entidades ya están en acuerdo racional unas con otras por sí mismas, sin haber tenido jamás que discutir por nada. En ambos casos, la idea de estar en desacuerdo implica la exclusión de la racionalidad en el debate entre posiciones rivales. En un caso estamos ante el relativismo extremo, cuya postura p o d e m o s r e c o n o c e r en el emotivismo de Charles Stevenson y los positivistas lógicos; en el otro, en el de una suerte de universalismo extremo, cuya génesis hay que remontar a Kant. Une a ambas posturas la extraña suposición (que espero mi público me conceda que sí que no es de sentido •

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común en absoluto) de que estas entidades, en algún sentido bastante laxo, viven fuera del espacio y el tiempo. Tienen dos posibilidades: ser animales incomunicados o almas angélicas en comunicación telepática. En realidad tienen también una tercera posibilidad, la de Elsa, la leona de dos mundos: ser a la vez un animal de la jungla y miembro del club de leones, con otros seres racionales. Esta úldma ficción es de Kant, pero, desde la Ilustración, uno nunca sabe a quién se admite en los clubes. Si hace 100 años le hubiéramos hecho una encuesta a la comunidad filosófica que ahora comprendemos como parte de nuestro pasado intelectual (no a la real, en la que se incluirían muchos que desestimamos), hubiéramos tenido la oportunidad de preguntarle cómo se comprendía a sí misma. Y aun cuando no necesariamente se hubiera reconocido en nuestro relato anterior, sin duda hubiera convenido en un supuesto que lo hace razonable, a saber, la distinción entre ser racionales y hablar. Ni los animales de la jungla ni las almas angélicas se comunican. Unos no pueden, las otras no lo necesitan. El lenguaje es, para ambos, un accidente. Caso problemático es si están o no en el tiempo y en el espacio. Esta vez son los animales quienes no necesitan pensar en el asunto; sobre los ángeles no hay mucho que comentar. Como sea, los filósofos de hace 100 años no se concebían a sí mismos como lo que nosotros llamamos «personas» sino como una extraña comunidad de almas problemáticas que no sabían muy bien qué responder a estas cosas y, lo que es bastante peor, que creían de sí mismas no poder ser otra cosa que eso. En lo que sigue, voy a dar un recuento histórico de lo que vengo diciendo. En 1865 salió a la prensa uno de los escritos de John Stuart Mili menos difundidos en nuestro medio, An examination of Sir William Hamilton's Philosophy. Me interesa recordarlo porque incluye lo que en el mundo anglosajón se considera la exposición clásica del problema que se ha planteado el recordatorio de El Comercio. La cuestión podría resumirse en lo que sigue: cómo sé yo que existen otras personas aparte de mí mismo. El solo hecho de tratar este problema significa que a Mili le parecía una cuestión filosófica de primer orden, y el que la tradición anglosajona acuda hasta hoy con frecuencia a su texto confirma nuestra sospecha. De una u otra forma, Mili abordó la cuestión dentro de una tradición de pensamiento cuyo origen hay que remontar al empirismo inglés de los siglos XVII y XVIII, y también a los franceses Descartes y Malebranche. 94



Según esta tradición, no es un hecho evidente en absoluto que haya otras personas aparte de mí. Más aún, la noción de «persona» o «ser humano» en cuanto tal es extraña a esta forma de ver las cosas. En lugar de seres humanos, lo que tenemos es esta comunidad de entidades problemáticas a las que hemos denominado «almas». Cada una es un «yo» que, por motivos que no vamos a repasar aquí, se encuentra en algo que podríamos llamar «el lado de acá» de la realidad, o sea, el lado desde el que alguien, que soy yo, la ve. Mili argumentaba que sólo conocemos desde este lado y que, por desgracia, las otras almas que yo no soy no pueden ser más que hipótesis de trabajo que inferimos de un modo relativamente complejo e incierto. Lo que quiero resaltar aquí es que la descripción que Mili supuso acerca de nosotros mismos para redactar An Examination estaba bien lejos de ser una creencia específicamente suya. Su tradición de trabajo intelectual tenía como uno de sus supuestos básicos que ésta era más o menos una realidad con la que había que contar y no una hipótesis excéntrica. Aún en nuestro siglo, Ludwig Wittgenstein (el del Tractatus de 1919), Bertrand Russell y los positivistas lógicos defendieron posturas como la de Mili como puntos de partida incontrovertibles e, inclusive, creyeron que la cuestión como tal era irresoluble. Con esto quiero decir que todo aquel que perteneciera a su tradición debía entenderse a sí mismo como un «yo» mirando la realidad desde otro lado que no es la realidad. Si cualquiera de nosotros hubiera pertenecido a esa tradición específica 100 años atrás y se hubiera abstenido de suscribir este disparate no habría sido tomado en cuenta como un filósofo serio. Quiero dejar constancia de que creencias semejantes estaban presentes también en la tradición continental de la filosofía y que eran un problema ineludible para un neokantiano de la época de Russell o para un existencialista. Si nos imaginamos al «yo» de hace 100 años dentro de una suerte de caja negra mirando el mundo a través de una película creo que no cometemos ninguna injusticia intelectual. De hecho, una de las mejores descripciones que conozco del retrato que hace este yo de sí mismo la tiene la novela El Túnel de Ernesto Sabato (1948). El personaje central, un pintor loco de nombre Juan Pablo Castel, asesina a su amante por desesperación luego de convencerse de que vive encerrado en un túnel desde el cual sólo puede conocer a los demás a través de una ventanita imaginaria. El túnel no es otra cosa que ese «lado de acá» desde el cual sólo se adivina una realidad externa incognoscible: el túnel es una caja negra, en suma. Un buen •

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retrato filosófico de lo mismo lo dio antes Inmanuel Kant, cuya doctrina afirma que sólo puedo conocer lo que aparece en mi película dentro de la caja. Como el yo mismo no está en ella, éste no es objeto del conocimiento. Para hacerle justicia al relato, habría que aclarar que sí conozco un yo, pero no al que está dentro de la caja, sino a la representación que tengo de él en mi película. Pero tanto en la novela de Ernesto Sabato como en Kant hay alguien que está encerrado y que, por definición, no puede nunca identificarse con lo que ve. Creo que no es ninguna crueldad filosófica asociarlos en esta parte complementaria del relato: de mi «yo» tiene sentido decir algo porque, después de todo, es libre. Aunque su película fuese falsa, aunque la ventanita imaginaria no tuviera nada detrás, aun así el «yo» sería libre. Es «libre» precisamente porque puede ver la película. El gran aporte intelectual de El Comercio consiste en recordarle al público promedio que la novela de Sabato es una forma altamente 'razonable de comprenderse a sí mismo: una voluntad encerrada en una caja. Es más, su brillo consiste en hacerle recordar a su lectoría que forma parte de la tradición intelectual de Mili. Esta manera tan extraña de ver al yo era también una forma en que una comunidad cultural entera se reconocía a sí misma. En principio me refiero a la tradición anglosajona, pero también a la concepción moderna de la racionalidad en tanto es de ella que esta tradición particular extrae sus supuestos. Ahora bien: supongamos que podemos convocar una asamblea de yoes anglosajones de hace 100 años y podemos preguntarles cómo se conciben a sí mismos. Paradójicamente, ellos nos dirían que son una comunidad de almas afásicas aunque comunicadas, en una suerte de sintonía racional o no, fuera del espacio y del tiempo, quiero decir, fuera de la proyección de sus respectivas cajas. Me explico. Estos yoes deberían describirse a sí mismos como entidades encerradas en cajas negras y adivinándose unas a las otras mediante una película que vaya usted a saber si era realmente la misma que la del otro, en algún lado que no podía ser, por desgracia, la realidad de la película. No dudo que todas creyeran ver la misma película, pero tampoco dudo que las pruebas que se dieran unas a otras para demostrárselo mutuamente fueran todas un fracaso. Si hay algo así como un sentido filosófico, el suyo, como el de toda la tradición intelectual de la que formaban parte, les daba su aislamiento como el comienzo de toda investigación y debate racional. En su esquema conceptual el aislamiento de los yoes era un dato, no una teoría. Todos, de un modo más o 96



menos infeliz, suponían de sí mismos ser este tipo de entidades: Como ha hecho notar Alasdaire Maclntyre en Whose Justice, Which Rationality, el miembro de una cierta tradición intelectual no tiene por qué entender que forma parte de una tradición entre otras posibles. Muy por el contrario, tiende a ver el esquema conceptual de su tradición, sus criterios de argumentación y autoridad, como si fueran los únicos posibles, más todavía, como si fueran los únicos racionales. No tiene nada de extraño que estas almas encerradas tomaran el dato inicial de su encierro como una evidencia ahistórica y que evaluaran cualquier alternativa como una propuesta particularmente inadmisible al interior de su tradición. Y es que ceder en este punto era el equivalente a poner en cuestión el esquema conceptual entero dentro del cual la imagen de la caja negra era sólo el punto de partida. Por cierto, que hubiera al menos un miembro de la comunidad de almas intemporales que sostuviera una opinión rival respecto de sí misma podía considerarse un síntoma evidente de demencia respecto de ella. Pero no podía descartarse la posibilidad de que alguien diera alguna vez una solución al problema que otras almas consideraran razonable. Y nadie podía decir por anticipado en qué podía consistir esa solución. Así que bastó con que un interlocutor válido dentro de esa tradición sostuviera que no pensaba de sí mismo ser un alma o un yo «libre» en el sentido moderno para que, como por arte de magia, todas estas almas comenzaran a precipitarse en tierra. Esto Maclntyre lo hubiera llamado una «crisis epistemológica». En la imagen que Maclntyre tiene de una crisis epistemológica, la comunidad entera puede ignorar que atraviesa por una crisis y, de hecho, sólo descubrirá que esto ha sido así en una lectura retrospectiva de la misma. Creo que éste ha sido el caso. Pero para tratar este asunto hemos de ocuparnos primero de Georges Moore, la primera alma encerrada que se escapó de su caja negra. Moore era él mismo la clase de entidad que Mili supuso en An Examination. Al menos, alguna vez debió reconocerse a sí mismo en el esquema conceptual de Mili y su tradición anglosajona. Debió haber aceptado la idea de que su identidad era algo particularmente distinto de la película que estaba viendo. Mejor dicho: como Sabato, debió haber visto la película dentro de su caja. Pero Moore, a diferencia de sus almas vecinas, leyó a Aristóteles. No es que, simple y sencillamente, sus vecinas ignoraran quién era, haciendo esto de su lectura un hecho inusitado. Sino que para las demás Aristóteles no era un interlocutor viable en un debate acerca de todo esto de las •

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almas y sus cajas. Su opinión no podía formar parte de un debate racional. Podía ser un punto de vista frente al cual había que dar alguna explicación histórica, por ejemplo. La idea es que Aristóteles no podía ser tomado en serio, al menos en lo que al debate racional y la identidad de sus miembros se refiere. Pero a Moore se le ocurrió que no era una mala idea examinar los presupuestos intelectuales con las creencias del sentido común, con lo que introdujo en la tradición filosófica anglosajona lo que podemos llamar la herejía aristotélica o principio HQ. Ésta consiste en suponer que las creencias de nuestro lenguaje ordinario no deben ser incompatibles con las creencias filosóficas, de tal modo que la afirmación de una creencia ordinaria en nuestro lenguaje implica la falsedad de toda suposición filosófica que la niegue. Pero resulta que, aplicada la herejía a la autocomprensión del alma lectora de Mili, ésta, literalmente, cae por su peso. La primer alma en caer introdujo una crisis epistemológica. Podemos decir que sumió en la crisis a la tradición intelectual cuyo inicio se da al inventarse al yo encerrado en la caja negra en el siglo XVII. Es cierto que eso lo decimos nosotros y que difícilmente Moore lo pensaba así. El hecho es que, una vez que se introdujo la herejía como argumento, se dio la oportunidad de destruir la imagen de la caja y el alma encerrada dentro. Y para esto el requisito indispensable era adoptar de modo explícito una suposición que es el fundamento para hacer razonable el principio HQ como estrategia para resolver debates racionales: la suposición de que el yo no puede comprenderse a sí mismo sino en función de un lenguaje. Esto quiere decir: la mera idea de un alma afásica carece de sentido. Cuando pienso algo con sentido respecto de mí no puedo hacerlo sino dentro de un lenguaje. Y un lenguaje es algo que, por definición, yo comparto con otros. Y esos otros se definen a su vez en tanto que co-usuarios de mi lenguaje. La tradición intelectual de Mili y Moore podía entender lo anterior porfiando en su autorrepresentación de almas encerradas, pero esto (cuando ocurrió) no fue sino un malentendido respecto de lo que el principio HQ significaba en tanto herejía aristotélica. De hecho se le adjudica a Descartes, el fundador del esquema conceptual del que partía Mili, el proyectar un malentendido semejante: el de una lengua universal. Sí, una lengua universal es de tal naturaleza que impide que haya desacuerdos, es una lengua angélica. Y plantea una paradoja que no es aristotélica en modo alguno, a saber, la de que sus usuarios no podrían nunca estar en desacuerdo entre sí. 98



Equivale, en un sentido general, a haberse puesto de acuerdo desde siempre, que es lo mismo que nunca haberlo estado en realidad. Cuando Moore argumentó con el principio HQ sólo pretendió decir que, siempre que hubiera debates racionales, éstos podían resolverse lingüísticamente dado que ocurrían al interior de un lenguaje. Descartes creía que los desacuerdos, por el contrario, ocurrían por usar uno que no fuese el universal. La crisis epistemológica comenzó cuando pudo reconocerse que un debate racional implica una comunidad de hablantes que conversan y que, por lo tanto, pueden estar en desacuerdos precisamente porque se trata de seres cuya naturaleza los implica. Lo que está en crisis en la autocomprensión de las almas mooreanas es la noción misma de qué hay que entender por «racionalidad». Ahora bien. Es bien conocido que esta crisis no se destapó de un día para otro. Y también que el mero supuesto aristotélico de que las almas deben comprenderse como gente que conversa es insuficiente. Para llevarlo a su desarrollo obvio hubo que admitir dos cosas: que un desacuerdo puede ser genuinamente racional, y que para que esto sea así debemos suponer una comunidad cuya definición encierra la idea de una racionalidad que es propia y característica de los desacuerdos que se debaten. Una comunidad tal no puede de ninguna manera ser una comunión accidental de animales o de almas angélicas. De hecho, es una que presupone un conjunto de creencias y criterios contingentes sobre cuya contingencia tiene sentido hacer debates. Por lo mismo, es una comunidad de seres que son racionales en la precisa medida en que comparten creencias y criterios flexibles y cambiantes, sobre los que hay que ir poniéndose de acuerdo. Y para esto, debe comprenderse a sí mismo como integrante de una dimensión histórica definida, esto es, como una tradición. Esto es lo que ni Mili ni Descartes ni el propio Moore tomaban en cuenta. Y esto en la medida en que se representaban y comprendían como entidades sin tradición. En su esquema conceptual la racionalidad era incompatible con la idea de la existencia histórica. Los seres racionales no podían, a la vez, ser miembros de una comunidad histórica definida sin arriesgarse por ello a ser, además, unos animales. De hecho, este presupuesto les impidió verse a sí mismos como integrando una tradición de trabajo intelectual, uno de cuyos presupuestos básicos era el de considerarse como privada de una historia y de los criterios y creencias contingentes que la acompañan. •

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Sin embargo, la idea básica de Moore, según la cual las creencias filosóficas no deben estar en conflicto con los supuestos de nuestro lenguaje cotidiano, introdujo la convicción de que podemos apelar a algo que es nuestro y con lo que, después de todo, uno puede llegar a tener conflictos con sentido. Esta idea pudo desarrollarse en la propia tradición de Moore con los aportes de Wittgenstein en su segundo periodo y, luego, con las consideraciones historicistas de T. S. Kuhn acerca de los esquemas conceptuales que están detrás de los cambios en las científicas. Esto dio pie, junto con una serie de críticas a la idea de las almas encerradas de G. Ryle, P. Strawson y otros, a admitir que una noción de «yo» indesligable del contexto comunitario en el cual ese yo dice su palabra. Pero esto no es más que el desarrollo de una concepción aristotélica de la racionalidad dentro de una tradición conceptual cuyo punto de partida deliberado fue su supresión como modelo de autocomprensión humana. Y fue, junto con factores procedentes de otras tradiciones de trabajo intelectual (que no son el objeto de esta exposición), el punto obligado de referencia para replantearse una concepción histórica de nuestro sentido común. Una vez introducida la herejía aristotélica, el gran problema era cómo reconciliar la concepción moderna de la racionalidad con un esquema conceptual enteramente diverso al de las almas de hace 100 años. El asunto, sin embargo, es que este esquema conceptual es inconciliable con el proyecto entero de la tradición intelectual de Mili, sus antecedentes y circunvecinos. En inconciliable porque el tipo de criterios con los cuales tanto una como la otra se articulan implican consecuencias recíprocamente inadmisibles. Teorías como el emotivismo de Stevenson y la moral kantiana pueden dialogar entre sí de modo más o menos infructuoso. Pero el relato de lo que somos en una concepción aristotélica de lo que hemos de admitir como racional y la kantiana o la emotivista se excluyen mutuamente. Presuponen puntos de partida y, por lo tanto, también debates, que no pueden concluir en acuerdos que ambas partes admitan como racionales. Para comenzar, porque ni un kantiano ni un emotivista ni un utilitarista podrían suscribir la contingencia y la historicidad de sus puntos de vista. Precisamente la razón final de sus argumentos es ofrecer criterios de racionalidad por los que sólo almas problemáticas podrían tomar partido. Un aristotélico, por su parte, está condenado a admitir sólo el tipo de teorías cuyo punto de partida sea el contingente, irremediablemente cambiante universo de critelOO



rios que una determinada comunidad puede ofrecer para resolver sus propios problemas. Su universalidad o su relatividad se caracterizan en función de una comunidad, y ésta no es nunca, en ningún caso, la de todos los seres racionales. Por supuesto, de hecho nada impide que uno crea de uno mismo que es un alma problemática. Ese parece ser el caso del sentido común al que aludía El Comercio con su lema acerca de la libertad. Pero entonces ¿cómo decidir si las almas deben o no precipitarse por la tierra? Quiero terminar aludiendo a las reflexiones de Maclntyre y otros acerca del origen de la autorrepresentación moderna. Considero que el libro Afler irtue, que Maclntyre publicara en 1981, es el resultado inevitable de la introducción herética de Aristóteles en los debates sobre cómo entender y hacer razonables las creencias que los filósofos de los siglos XVIII y XIX habían heredado como parte de los traumas que sus presupuestos acerca de sí mismos acarreaban. Maclntyre, consciente ya de que las creencias de su tradición eran el resultado de la contingencia de la razón, puso sobre el tapete la cuestión de qué hacer ahora con ella. Él propone en Whose Justice y Which rationality que esto nos conduce a lo que yo llamaría el dilema de la conversión. O bien nos adscribimos al proyecto cuyas dificultades quiso resolver Moore, o bien nos adscribimos a uno aristotélico. Y esto porque ambos son incompatibles. Yo dejo a mis lectores el reto de resolver el dilema. Yo, por mi parte, elijo ser gente.



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