La brecha teoría/praxis en investigación social: ¿revolución o muerte?

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La brecha teoría/praxis en investigación social: ¿revolución o muerte? Javier Bassi Resumen: En este trabajo problematizo la noción de brecha entre teoría y praxis y la acusación de incoherencia entre la palabra y el gesto, habitualmente hecha a los/as académicos/as de las universidades. En primer lugar, sostengo que la noción parte del supuesto —en la actualidad y desafiado por el proceso de neoliberalización de la Universidad en tanto institución— de que los/as académicos/as son una elite privilegiada que escribe, desde «torres de marfil», acerca de aquello que no vive y en buena medida desconoce. Defiendo que en la actualidad, buena parte del cuerpo académico no encaja en esa descripción, ya que la profesión se halla en proceso de pérdida de estatus y derechos. En segundo lugar, es más probable que la acusación de incoherencia se dirija a los/as académicos que suscriben y/o actualizan formas contrahegemónicas de producción de conocimiento, en la medida que se hallan en la constante paradoja de hacer ciencia social, desde y contra la ciencia social misma. En tercer lugar, sostengo que la acusación de incoherencia parte de una concepción reduccionista de «lo político» que lo limita a la acción directa. Al contrario, y en la medida que se considere que las ciencias sociales son inherentemente políticas, en tanto proponen versiones socialmente legitimadas del mundo, la opción dicotómica acción/inacción puede ser reemplazada por el análisis de los efectos diferenciales de cada tradición teórica y/o praxis académica. 47

Finalmente, presento algunas de tales tradiciones que, sin ser abiertamente revolucionarias, son contrahegemónicas y contribuyen a la transformación de la ciencia social y al acercamiento entre teoría y praxis. Palabras clave: investigación social, teoría/praxis, universidad, estudios poscoloniales, metodologías participativas, autoetnografía, diseños flexibles

1. La acusación La discusión acerca de la brecha entre la teoría y la praxis es casi tan antigua como las ciencias sociales mismas. De hecho, es ya un lugar común criticar la distancia que separa la retórica encendida de algunos/as académicos/as, particularmente los/as auto-rotulados/as como «críticos/as», y su praxis concreta, tanto dentro como fuera de la sala de clases. ¿Hay algo que revisar en este lugar común? En principio, tiendo a creer que la crítica está parcialmente justificada. Después de todo, la ciencia social según se practica —también en Chile— es mayormente una tarea llevada a cabo por una elite ilustrada, a menudo encapsulada y autorreferencial, en una institución socialmente legitimada como la Universidad (en el caso chileno, en muy pocas de ellas) e influenciada de modo marginal o nulo por parte de los/as (apropiadamente llamados/as) «informantes», respecto de la elección, construcción y abordaje de los problemas de investigación y, muy particularmente, respecto del uso del conocimiento generado. Insistiré sobre el último punto: habitualmente, los/as investigadores/as detentan el control de la totalidad de

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los procesos investigativos y rara vez incorporan a los/as informantes como algo más que proveedores/as de información, para una causa que les es ajena (para un tratamiento más extenso de la cuestión, ver BASSI 2013a). Parece que poco puede agregarse a este respecto: la crítica ya ha sido hecha (y es a menudo auto-reconocida), y las alternativas al estado de cosas ya han sido planteadas. En efecto, tal como en otras áreas de funcionamiento social/teorización, no nos encontramos ante una carencia de posibles caminos secundarios. Considérese la crítica a la cárcel en tanto institución (su naturaleza, su sentido, sus efectos) (MORRIS 1974/2009; WACQUANT 1999/2008; DAVIS 2003); considérese la crítica a la psiquitaría, su gnoselología y sus derivaciones (SZASZ 1961/1994; COOPER; 1967; PÉREZ SOTO 2014); considérese la crítica foucaultiana a las disciplinas «de raíz psi-» y los efectos de sus prácticas (FOUCAULT 1975/2005; ROSE, 1985); considérese la actual crítica a la creciente neoliberalización de la Universidad (SISTO 2007; PARKER 2013). En fin, se han formulado críticas radicales —disolventes— que no parecen haber llevado a cambios radicales. Más bien, la cárcel, las disciplinas «psi-» y la Universidad, para seguir con los ejemplos y según las conocemos, son, con suerte, el emergente (en el sentido que lo entiende la primera horneada de teóricos/as sistémicos/as) de un sistema complejo de factores, uno de los cuales —y, ciertamente, no el más influyente— es la producción y la actividad académica. Por lo dicho, parecería haber algo digno de atención en la acusación en la medida que los/as académicos/as suscriben

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y difunden la crítica, pero no la realizan (al menos no en la misma medida): así, el peritaje, el diagnóstico, el examen. Por lo tanto, a regañadientes o no, los/as académicos/as contribuyen a sostener aquellas instituciones que tan ardientemente atacan en la sala de clases. Así, la cárcel, el hospital, la escuela.

2. Sí, pero A pesar de lo dicho hasta aquí, entiendo que la acusación puede objetarse en tres sentidos: —Buena parte de los/as académicos/as, tanto a nivel global como en el contexto chileno, ya no constituye una elite privilegiada —La brecha teoría/praxis no se distribuye de forma equitativa por toda la academia —La acción directa no es la única forma de acción política. Veamos estos argumentos en detalle 2.1 ¿Torre de marfil o choza? La crítica a la brecha teoría/praxis se apoya en una imagen tópica: los/as académicos/as como una elite privilegiada, apoltronada, que mira hacia abajo un mundo ajeno, desde su «torre de marfil». Esa imagen es válida, globalmente, para la Universidad antes de la segunda mitad del siglo XX y, para el caso chileno y en la actualidad, para una parte ínfima del cuerpo docente. Poco queda de aquella Universidad «sin condición» de la que hablara DERRIDA (2001/2002, p. 9): de la Universidad de hoy puede decirse de todo… menos que no tiene condiciones (RIPALDA 2013).

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El proceso de neoliberalización de la Universidad puede rastrearse hasta principios del siglo XX, pero se hace más evidente, en EEUU y Europa a partir de 1960 (GALCERÁN 2013). En Chile, dicho proceso se halla en pleno desarrollo y su referente cercano es las reformas a la educación superior, particularmente la de 1981, llevada a cabo durante la dictadura militar (MIRANDA 2015). El proceso puede sintetizarse en dos tendencias interrelacionadas: la tendencia a transformar a la Universidad en un epifenómeno del mercado de trabajo o de las «necesidades del capital» (GALCERÁN 2013, p. 162) y la tendencia a gestionar las universidades bajo lógicas empresariales toyotistas de costo/beneficio o managerización de la Universidad (SISTO 2007). El efecto que este proceso —insisto, global— ha tenido sobre las universidades es enorme: desde el cierre de carreras humanistas y la priorización de la formación técnica, hasta la consideración de los/as estudiantes como clientes que —desde una lógica de rational choice— (WILLIAMS 2015) eligen, en la medida de sus posibilidades, carreras y universidades, en tanto productos en competencia; desde la gestión universitaria orientada al espectáculo hasta la producción en serie de artículos científicos (GARCÍA-QUERO 2014) para su publicación en revistas indexadas como forma de mejorar la posición de las universidades en los ránquines (HAZELKORN 2011) y, por tanto, su appeal en tanto productos. Otro efecto destacado del proceso de neoliberalización de las universidades del que hablo es el encogimiento y flexibilización de la estructura de las universidades. Es éste último aspecto en el quiero detenerme. En principio, los términos académico/a o catedrático/a —como el de professor en inglés— llevan a equívocos en

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virtud de las asociaciones que producen. En un artículo en The Guardian, Sarah CHURCHWELL, profesora en la University of East Anglia, se hacía eco del estereotipo (PRESTON 2015, la traducción es mía): un mundo de «diletantes paseándose en pantuflas, fumando en pipa y bebiendo jerez» (dilettantes lounging around with pipe and slippers sipping sherry). Renglón seguido, dice CHURCHWELL: ese mundo «desapareció hace décadas». En el contexto chileno, el término profesores/as taxi resulta más adecuado en la medida que casi el 80% de los/as profesores/as universitarios/as no trabajan a tiempo completo en ninguna universidad (SALAZAR 2014). Carmen María MACHADO (2015) describe la situación de los/as profesores/as «adjuntos/as», como son llamados en el contexto anglosajón y que representan el 40% del total de profesores/as en EEUU (la traducción es mía): Los/as adjuntos/as están en general vinculados/as mediante contratos semestrales; no se les brinda cobertura de salud, beneficios de pensión, oficina o desarrollo profesional y se los/as provee de pocos recursos de la universidad. (…) Muchos/as adjuntos/as enseñan en varias universidades, moviéndose entre dos o tres para cubrir los gastos (make ends meet) y a menudo, no pueden avanzar con su propio trabajo académico o artístico debido a sus agendas.

La estampa que pinta MACHADO respecto de EEUU es también representativa de Chile: los/as académicos/as, en general, trabajan en varias universidades al mismo tiempo, son vinculados/as a ellas mediante «convenios» de honorarios semestrales (en virtud de lo cual no se los/as reconoce como trabajadores/as sino como prestadores externos de servicios). No hacen aportes al sistema de pensiones, deben recuperar clases perdidas por enfermedad, tienen nula influencia en 52

las decisiones que hacen de la Universidad lo que es y están sujetos/as a las arbitrariedades y vaivenes propios de una gestión esencialmente antidemocrática, cortoplacista y orientada al rédito económico. Así, podría decirse que en una imagen más ajustada de los/s académicos/as debería reemplazarse el privilegio por la precariedad, la poltrona vitalicia por la alta rotación y la impredictibilidad del futuro, la intocabilidad por la fácil prescindencia, el poder omnímodo por un disciplinamiento simple y sin consecuencias en virtud de la fragilidad del vínculo, que une a los/as profesores/as con las universidades, la «torre de marfil» por el trabajo desde casa o «la oficina a cuestas». En definitiva, poco o nada queda de los/as académicos/ as de la primera mitad del siglo XX y hacia atrás. Puede objetarse, claro, que incluso habiendo perdido buena parte de sus privilegios y de ser, cada vez más, un número en la columna del Debe, los/as académicos/as son aún una elite ilustrada e incluso económica, si se atiende a la altísima desigualdad que caracteriza a la sociedad chilena. No obstante, matizar los privilegios de los/as académicos/ as cambia la forma de concebir la brecha entre teoría y praxis a la que me he referido, en la medida que ya no se trata de una casta superior que declama acerca de los problemas del mundo y manda a otros/as a solucionarlos desde la impenetrabilidad de su torre, sino que se trata de un grupo social en pleno proceso de pérdida de estatus, que se halla no fuera sino justo en medio de uno de los procesos de cambio más significativos de su época: la expansión del capitalismo neoliberal.

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2.2 ¿Incoherencia o plena coherencia? Otra objeción que quiero hacer está relacionada con, por así decirlo, la distribución de la incoherencia al interior de la academia. Sostendré que la brecha teoría/praxis afecta, como es de esperar, más a quienes proponen miradas contrahegemónicas de la realidad social y no tanto a quienes se funden en el Zeitgeist. Veamos esto en detalle. La crítica acerca de la brecha teoría/praxis puede sintetizarse en dos ideas relacionadas: —la ciencia social es una práctica elitista desarrollada por una casta privilegiada desde esas «torres de marfil» que son las universidades y —los/as académicos/as no hacen lo que declaman tan fervorosamante (y son, por tanto, incoherentes) He tratado la primera idea en el punto anterior. Pasemos a la segunda. No puede formularse un juicio grueso acerca de la influencia del trabajo académico. La versión de dicho trabajo que mayores sinergias y estímulos encuentra en su camino hacia la institucionalización (BERGER & LUCKMANN 1967/2008) es en diversa medida dócil al signo de los tiempos, es decir, al capitalismo neoliberal: de esa docilidad emana, justamente, su capacidad de influencia. Para seguir con los ejemplos que mencioné antes —la cárcel, las disciplinas de raíz psi- y la Universidad—, podríamos mencionar la producción de conocimiento pretendidamente técnico, para mejorar la fiabilidad de los peritajes clínicojurídicos, para «detectar» de forma más rápida y económica las «patologías psiquiátricas», que el Manual de trastornos psiquiátricos (DSM por sus siglas en inglés) de la American Psychological Association postula que existen, para optimizar 54

la relación costo/beneficio en la gestión de las universidades (por ejemplo, CENTER FOR COLLEGE AFFORDABILITY AND PRODUCTIVITY 2010). Esta versión de las ciencias sociales es escuchada con atención por los/as decission makers. Buenos ejemplos históricos de esta comunión de intereses y potenciación mutua son el conductismo, la (llamada) Escuela de Chicago y la psicología organizacional en tanto disciplina. Veamos estos ejemplos en mayor detalle. En La psicología tal como la ve el conductista de 1913, texto conocido como el «Manifiesto conductista», WATSON decía (1913/1990, p. 7): «Si la psicología siguiera este plan que estamos proponiendo, nuestros datos podrían ser utilizados en la práctica por el educador, médico, jurista, hombre de negocios, inmediatamente después de haber sido obtenidos por el método experimental». Esta apelación al uso práctico de la psicología no pasó desapercibida. Dice DANZIGER (1979/1997, p. 11): El argumento de Watson era irresistible: dos años después fue elegido presidente de la American Psychological Association. La razón de que su mensaje encontrara una resonancia masiva e inmediata, era que la mayoría de los psicólogos americanos, ya aceptaban la premisa de que el negocio de su disciplina era producir datos para ser utilizados «de manera práctica» por educadores, hombres de negocios y así sucesivamente, y de producirlos rápidamente. Dada esta premisa, la prescripción de Watson, despojada de unas pocas exageraciones polémicas, estaba, obviamente, en la línea correcta.

Respecto de la Escuela de Chicago, se da la misma situación: su progresiva constitución como referente en 55

la institucionalización de las metodologías cualitativas de investigación en ciencias sociales y su vinculación a una forma «progresista» de concebir el conocimiento —antipositivista en lo epistemológico, antiindividualista y centrado en la interacción social en lo teórico y ecléctica en lo metodológico—, nos hace olvidar que su dominio en el ámbito de la sociología entre 1900 y 1920 (GARRIDO & ÁLVARO 2007) se debió, en buena medida, a su orientación hacia la investigación empírica y la solución de problemas sociales. En efecto, siendo Chicago una ciudad revolucionada por el desarrollo industrial y la inmigración, los/as decission makers vieron con buenos ojos una propuesta que, apoyada en el pragmatismo y no en una versión contemplativa de la filosofía, miraba a la ciudad misma como su objeto de estudio: «la organización del inmigrante, la definición de la situación del delincuente, los distintos asentamientos de la Costa Dorada de Boston, la interacción en los salones de baile o, en fin, las bandas callejeras colonizando las esquinas de los barrios» (ZARCO 2004/2006, p. 35). No es de sorprender, así, que la Escuela fuera posible «bajo el patrocinio privado del filántropo John D. Rockefeller Senior» (ibíd, p. 29) y recibiera sostenido «apoyo financiero» e «importantes ayudas del Local Community Research Project y de la Rockefeller Foundation» (COLLIER, MINTON & REYNOLDS 1991/1996, p. 169). Finalmente, podemos considerar, desde esta perspectiva, a la psicología organizacional toda, como poco más que un epifenómeno —un brazo técnico— de los intereses de las grandes corporaciones (BASSI 2000). Si se analiza con cuidado tanto la definición que los manuales dan de la disciplina y los objetivos que le adjudican como los temas tratados, se notará que son perfectamente convergentes con la optimización del

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beneficio. Así, por «psicología organizacional» ha de entenderse una psicología organizacional de la gran empresa según la entiende su dirección y no una psicología organizacional de las escuelas o las ONG (¡que son también organizaciones!). No una psicología organizacional de las pequeñas empresas (que, en su mayoría, no cuentan con la estructura ni los recursos que los manuales le suponen a toda organización) y menos aún una psicología organizacional del conflicto, del cambio o de la organización de los/as trabajadores/as. Por otra parte, temas como «liderazgo», «comunicación efectiva», «grupos de trabajo», «resistencia al cambio» y demás clásicos de los manuales no son, claramente, fenómenos que los/as psicólogos /as organizacionales hayan descubierto y analizado, sino las versiones cognoscitivas de intereses de las direcciones. Creo que no hace falta abundar más: desde un punto de vista foucaultiano de poder/saber, resulta relativamente fácil ver, interesante estudiar y perturbador conocer la incesante e íntima danza que la ciencia social ha mantenido con los poderes fácticos, desde su mismo origen (FOUCAULT 1975/2002), pasando por el servicio prestado a los «war efforts» por la psicología social y llegando a la ayuda «técnica» brindada por los psicólogos James MITCHELL y Bruce JESSEN en el diseño y supervisión de las «enhanced interrogation techniques» que la CIA utilizó en Guantánamo y otras cárceles ilegales entre 2001 y 2009 (Senado de Estados Unidos 2014). Momento en que la American Psychological Association (APA), es bueno recordarlo, en su Report of the American Psychological Association Presidential Task Force de 2005, declaraba que: «Es consistente con el Código de ética de la APA que psicólogos/as sirvan en roles consultivos acerca de la interrogación y la reunión de información en procesos

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vinculados a la seguridad nacional» (APA, 2005, p. 1, la traducción es mía). Pasemos a lo siguiente. La versión contrahegemónica de la vida y de las producciones académicas, en cambio, resiste —por ejemplo, en determinados espacios de ciertas universidades— y, al modo de una realpolitik, se realiza en las grietas de lo instituido: el/la psiquiatra que, trabajando en un centro de salud gestionado bajo lógica toyotista, asigna más tiempo del exigido a cada persona que atiende; el/la académico/a que utiliza el espacio (semi)protegido de la sala y la libertad (vigilada) de cátedra para conspirar contra la universidad que lo precariza; el/la investigador/a que invierte su tiempo y esfuerzo en temas por completo «irrelevantes» y, consecuentemente, de financiación improbable. En la medida que vive con un pie dentro y uno fuera del statu quo, esta forma de hacer ciencia social y de estaren-la-academia puede entenderse como un conflicto de baja intensidad: no tumba nunca nada, pero tampoco se vence. En algunas ocasiones la crítica se realiza plenamente y, en tanto un cuestionamiento serio al orden institucional, es disciplinada con diversos grados de violencia: un llamado al orden, una sustitución, el desplazamiento a los márgenes, la exclusión abierta: el/la psiquiatra es conminado a cumplir el reglamento respecto de los tiempos de consulta, el/la académico/a es advertido/a de que no puede hablar de esto o aquello en clase, al/a la investigador/a se le sugiere que cambie de problema de investigación, que adecue su escritura al canon o que publique en revistas indexadas para mejorar su visibilidad e impacto. Por lo dicho, podríamos dividir, someramente, la producción académica en prohegemónica y contrahegemónica 58

en la medida que contribuya o no al orden establecido. Además, podríamos analizar las consecuencias derivadas de cada posicionamiento. Es evidente que quienes opten por la primera opción, no sólo encontrarán más sinergias en su camino sino que, además, podrán enorgullecerse de unir más fácilmente la palabra y el gesto. Inversamente, quienes optan por la segunda, encontrarán una senda previsiblemente más escarpada y se verán interpelados/as, en términos de la coherencia entre sus posiciones asumidas y sus actos. De este modo, no es sólo esperable que los/as académicos/as que circulan a contrapelo de la hegemonía estén más expuestos a la acusación de incoherencia, sino que también podría pensarse tal acusación como un acto reflejo fácil que tiene la propiedad de estigmatizar el cambio social y mantener indemne a los/as conformistas en nombre de su coherencia. 2.3 ¿Revolución o muerte? Pasemos a la tercera objeción, la acusación de incoherencia. A pesar de las dos objeciones anteriores, es decir, que los/as académicos/as no son la elite que solían ser y de que la incoherencia amenaza más a quienes reman a contracorriente, la ciencia social muestra un panorama, como el que describí al principio: ¿qué puede agregarse a las críticas marxistas y posmarxistas (la Escuela de Frankfurt, ALTHUSSER, etc.), feministas, las provenientes de la sociología de la ciencia (particularmente FEYERABEND), foucaultianas, latinoamericanistas (FALS BORDA, ROIG & DUSSEL, CARDOSO & FALETTO, FREIRE, MARTÍN-BARÓ, etc.) y de enfoques metodológicos «antisistémicos» como la investigación-acción participativa (IAP) y la sistematización de experiencias (SE). La ciencia en tanto ideología de la 59

Modernidad (PÉREZ SOTO 1998/2008), epifenómeno y coadyuvante del ejercicio del poder por parte de grupos dominantes (ALTHUSSSER 1989), ya ha sido suficientemente atacada y creo que hay poco que agregar al respecto. De lo que se trataría al parecer, y en la línea de la undécima tesis, sobre FEUERBACH (MARX 1888/1970), no es de conocer el mundo, aún «críticamente», sino de transformarlo. En lo que respecta a la producción de conocimiento científico, una de las propuestas de transformación radical o respuesta de «reconstrucción» —para seguir la terminología de COLLIER, MINTON & REYNOLDS (1991/1996, p. 485)— de la ciencia social proviene de Latinoamérica, según postulan los/as defensores/as de la IAP (MONTERO 2006) y de la SE (JARA 2006). Sólo es posible transformar (radicalmente) la ciencia si se incorpora a los/as informantes en tanto coinvestigadores/as de pleno derecho. Es decir, practicando una ciencia comunitaria que disuelva los límites entre investigadores/as e informantes, de manera que todos/as los/as actores/actrices sociales puedan decidir qué constituye un problema de investigación y, de este modo, contribuir en igualdad de condiciones a la discusión acerca de cómo abordarlo, realizar la investigación correspondiente y, sobre todo, servirse de los resultados generados. Mientras esto no sea así, los/as científicos/as sociales seguirán, en buena medida, «hablando por otros/as». Esta respuesta de «reconstrucción» supone cambios estructurales. Quizás, mediante la revolución: esa «“técnica” que funciona a nivel macro» que sugería Jesús IBÁÑEZ (1986/2010, p. 69). Como fuere, no se trata de cosmética si, desde la mirada de poder/saber, se concibe la ciencia

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como una práctica social isomorfa a factores estructurales, resulta sospechoso cuestionar sus aspectos centrales dejando indemnes tales factores (que son, insisto, los que dan forma y sentido a lo que la ciencia es, y a la forma en que la hacemos). De este modo, es difícil hacer «otra ciencia» sin cuestionar de forma importante el orden que la sustenta. Por ejemplo, es poco probable contar con recursos «sistémicos» —como fondos concursables— al tiempo que se cuestiona la lógica que inspira dichos recursos o los criterios con los que son administrados. Estoy seguro que cualquiera que haya debido llenar un casillero explicando la «relevancia para el país» de un proyecto de investigación entiende a qué me refiero. Esa (radicalmente) «otra ciencia», que, en buena medida, cerraría la brecha teoría/praxis, está aún por hacerse y no la veo despuntar en el horizonte cercano. En la misma línea y retomando los ejemplos que mencioné antes —la cárcel, las disciplinas de raíz psi-, la Universidad—, pueden pensarse respuestas radicales (y, por tanto, igualmente improbables en las actuales condiciones) análogas a la investigación participativa: el fin de la cárcel, la desaparición de los trastornos psiquiátricos, una Universidad popular. Esta (radicalmente) otra sociedad también está aún por hacerse y tampoco la veo despuntar en el horizonte cercano. Esto es así en virtud de lo que decía antes: es difícil hacer «otra ciencia» sin cuestionar de forma importante el orden que la sustenta. Ahora diré: es difícil, sí, pero no imposible. PÉREZ SOTO (1998/2008), en tanto concibe la ciencia como un fenómeno histórico producto de la Modernidad, entiende que puede dejar de ser lo que ha sido: «Los límites temporales de la Modernidad son, ni más ni menos, (…) los de la ciencia.

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Si la Modernidad es superable la ciencia también debe serlo» (p. 215, las cursivas son mías). La tarea es, entonces, «(…) realizar la ciencia y llevarla más allá de sí misma a través de sí misma». En efecto, la realidad social no es binaria: no se trata, digamos, de la revolución o la muerte. Hay grises. De hecho, ¡lo que más hay es grises! Los grandes cambios —llamémoslos «paradigmáticos»— se producen tras un periodo variable de desestabilizaciones, de pequeños movimientos contrainstitucionales, que deriva en lo que se nos aparece como un colapso de lo conocido. Así, queda por considerar los efectos difusos que esta ciencia social reformista, para seguir con la terminología de COLLIER, MINTON & REYNOLDS (1991/1996), podría tener sobre la brecha teoría/praxis. ¿En qué consiste esta opción? Dicha ciencia social (al menos en su versión contrahegemónica) es, en buena medida, paradojal: se declara poscolonial al tiempo que habla por otros/as, se dice antirrepresentacionista al tiempo que es fiel punto por punto a la lógica positivista respecto de la investigación, se rotula «crítica» al tiempo que reproduce la «cuantofrenia» (HERNÁNDEZ 2015) imperante en la Universidad y, sistemáticamente, manda a otros/as a producir los cambios que no se anima a producir o no produce ella misma, ni siquiera en su ámbito acotado de acción. No podría ser de otro modo: la paradoja es el sino del cambio en la medida que, siguiendo la última cita de PÉREZ SOTO, todo cambio se produce desde lo que es… contra lo que es. Es difícil juzgar si esta ciencia social reformista (es decir, conflictiva de baja intensidad) conduce a un cambio paradigmático o es, simplemente, su statu quo estable. Después de todo, los enfoques «críticos», por ejemplo, se 62

enseñan en las universidades y tienen sus propios congresos, revistas arbitradas, editoriales, etc., que no se diferencian en gran medida de los congresos, las revistas arbitradas y las editoriales más benignas con el orden establecido. Así, podría pensarse que su fuerza desestabilizadora, cualquiera que sea, es asumible (lo cual no quiere decir que deje de ser desestabilizadora). Por mi parte, tiendo a creer que «otra ciencia» es posible (si no, debería negar la Historia) aunque, como he sostenido, poco probable bajo las actuales condiciones y en la medida que tales condiciones no cambien. Esa batalla, creo, está por darse o ya fue perdida. No obstante, es esperable que una práctica científica reformista (aun siendo moderadamente reformista, realizada por una elite ilustrada «en nombre de» y desde instituciones aún fuertemente ancladas en el statu quo) informe las prácticas sociales y contribuya a «la guerra en curso» (DELEUZE & TIQUUN 1989/2012). Es posible pensar esta posibilidad a partir de la psicología social crítica, según la entiende Tomás IBÁÑEZ. Dice el autor (1993, p. 19): Todos los profesionales de las ciencias sociales hemos escuchado o leído, en algún momento, unas llamadas más o menos apasionadas que nos incitaban a asumir explícitamente un «compromiso político» desde nuestra propia condición de estudiosos de los fenómenos sociales (Martín-Baró, 1985). Se nos ha dicho que toda inhibición en esta cuestión disimulaba en realidad un compromiso latente con el mantenimiento y la reproducción del «estatus quo» social, es decir, con la perpetuación de las desigualdades, las injusticias, las explotaciones y las opresiones sociales. No hay alternativa: cualquiera que disponga de los medios para contribuir, poco o mucho, a cambiar las cosas y no lo haga se torna cómplice de su mantenimiento.

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Para IBÁÑEZ, esta forma de concebir «lo político» es reduccionista en la medida que lo limita a la acción directa, a «la elección de los problemas a investigar», al «desarrollo de intervenciones sociales pertinentes» y a «la crítica de las funciones encubiertas desempeñadas por la ciencia social “oficial”». Puede, claro, sostenerse una mirada diferente de «lo político». Al respecto dice Giorgio COLLI (2009/2011, p. 3132), discutiendo la noción en la Grecia presocrática: Para el griego, la actividad política no es simplemente ocuparse de modo directo de los asuntos del Estado, sino que significa en un sentido muy amplio cualquier forma de expresión, cualquier exteriorización de la propia personalidad en la pólis. Político no es sólo el hombre que participa en la administración pública, sino cualquier ciudadano libre que de un modo u otro tiene una función propia en la vida de la pólis, y más que cualquier otro aquel que actúa como educador de los jóvenes en la ciudad, como el poeta o el filósofo, quienes, más que nadie, influyen profundamente en la formación de la espiritualiad de la pólis. Políticas son, por tanto, todas las actividades espirituales del hombre: arte, religión y filosofía (…).

Esta concepción extiende «lo político» a cualquier intervención en la res publica, incluidos, dirá Tomás IBÁÑEZ (1993), «los saberes» mismos. En efecto, desde la mirada antirrepresentacionista que propone el autor, la psicología social —e, insisto, en lo que aquí concierne, las ciencias sociales en general— es «intrínsecamente política» (p. 25) en virtud de que no estudia fenómenos preexistentes sino que los constituye —los crea— al enunciarlos. Dice IBÁÑEZ (1993, p. 30): « (…) La psicología social no se ciñe a informarnos sobre las características de la intersubjetividad contemporánea, sino que contribuye a constituir esas características en el propio proceso de investigación». Así, las ciencias sociales

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no se limitan a «proveer los conocimientos teóricos y técnicos» sino que construyen el tipo de «sujeto requerido por la democracia» para su gobierno (ROSE 1998). En este sentido (antirrepresentacionista fuerte), toda disciplina social es inherentemente política, en la medida que propone una determinada versión del mundo (y no otra). Esta posición puede entenderse de dos modos: en primer lugar, como una disolución de la brecha teoría/praxis, en la medida que toda teoría es en sí misma una praxis. De este modo, en lo que aquí importa, ir a la guerra es equivalente a dar una clase y aun a enunciar que las guerras son una aberración, en la medida que ambas acciones tienen un carácter político y, por tanto, contribuyen a dar forma al mundo en una u otra medida. De lo que se trataría es de precisar los efectos diferenciales de cada acción, que no tienen por qué ser equivalentes en algo más, que en su carácter político. Así las cosas, podría decirse que los/as académicos/as contestatarios/as se implican escasamente en la acción directa o que su forma de acción habitual —la palabra, los textos— no altera sustancialmente el orden establecido. Es decir, no se trataría ya de la brecha teoría/praxis sino del análisis de las estrategias y sus efectos. En segundo lugar y más cínicamente, la posición de Tomás IBÁÑEZ puede concebirse como una elaborada racionalización del quietismo de los/as científicos/as sociales, en la medida que pone gasa sobre una herida en constante supuración. Desde este punto de vista y hechas todas las objeciones, los/as académicos/as con visiones y praxis contrahegemónicas son particularmente proclives a la contradicción.

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La opción está abierta. Independientemente de esto, lo que sí permite hacer la postura del autor es (re)valorizar la respuesta reformista a la que me he referido, y analizar en qué sentido y medida las teorías o actividades de los/as académicos/ as contribuyen a la desestabilización de los modos de hacer ciencia social y del orden establecido. Exploraré algunas posibilidades en el apartado que sigue.

3. Opciones reformistas ¿En qué consiste, pues, una ciencia social reformista de este tipo hoy en día? Presentaré aquí algunas de sus formas: —los estudios poscoloniales, —la investigación a favor de colectivos «desfavorecidos», —la investigación en base a modelos flexibles, —la investigación «autorreferencial», —la investigación «limítrofe», —la investigación cuasiparticipativa. 3.1 Los estudios poscoloniales Los estudios poscoloniales operan como una opción desestabilizadora en la medida que producen un nuevo dominio de objetos, como diría FOUCAULT y no, simplemente, el estudio de los mismos objetos desde otro punto de vista. En lugar de reproducir acríticamente una ciencia social «eurocéntrica» (MEZZADRA 2008, p. 17), generada desde y para contextos por completo diversos a los de la (eurocéntricamente llamada) «periferia» (MEZZADRA 2008), los estudios poscoloniales se proponen investigar desde y para dicha «periferia», reemplazando la Historia por «redes de historias innumerables 66

y diferenciadas» (YOUNG 2008, p. 199) que, al reescribirla, re-crean un mundo —el mundo— que conocemos como único. Estas historias cuestionan «la autoridad del sujeto que investiga sin paralizarlo, transformando persistentemente las condiciones de imposibilidad en posibilidad» (SPIVAK 2008, p. 39). De esta forma, se da lugar a una virtualmente infinita cantidad de formas de entender el pasado y, por tanto, el presente y el futuro. En nuestro contexto, propuestas de este tipo podrían ser la filosofía de la liberación de DUSSEL & ROIG, la sociología crítica de FALS BORDA y la psicología de la liberación de Ignacio MARTÍN-BARÓ. No incluyo aquí a la educación popular de Paulo FREIRE o las metodologías participativas, porque entiendo que tales propuestas exceden, si se toman en su letra y no en su versión edulcorada, una ciencia reformista en la medida que no sólo se proponen estudiar para las clases oprimidas, sino que sean las propias clases oprimidas las que (se) estudien, a fin de producir cambios en sus vidas. Algo que las sitúa en lo que he llamado «cambio paradigmático». Como fuere, entiendo que la investigación poscolonial es más potente cuando genera teoría y estrategias metodológicas con total independencia de los intereses del «centro», en la medida que reconoce la alteridad radical del Sur. Una realidad que sólo puede ser comprendida desde unos marcos de referencia propios, muy cercanos a sus condiciones concretas de vida. Es importante destacar que los autores latinoamericanos mencionados no se inscriben a sí mismos en la tradición de los estudios poscoloniales. Los sitúo allí en la medida que comparten con aquellos la vocación de reescribir la Historia

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para así reconfigurar el presente y la tendencia a no hacerlo ex nihilo, sino tomando como punto de referencia la historiografía y la ciencia social oficiales, aunque más no sea para negarlas. En este sentido, los estudios poscoloniales no aportan necesariamente en la línea de la acción directa, sino promoviendo nuevas formas de comprensión que, desde Tomás IBÁÑEZ, podrían considerarse formas de acción por derecho propio. 3.2 La investigación social a favor de colectivos «desfavorecidos» En relación a lo anterior, la investigación social a favor de colectivos «desfavorecidos» (tales como prostitutas, personas en prisión, menores institucionalizados, etc.), es decir, la investigación social en pos de su emancipación o de la mejora de sus condiciones de vida, es una opción reformista en la medida que se orienta abiertamente hacia el cambio social, incluso en al caso de que tales colectivos no operen más que como (significativamente) objetos de estudio. Simplificando y en la línea de lo que dije antes, es claro que no es lo mismo contribuir a mejorar la predictibilidad de un instrumento de selección de personal, que trabajar por la potenciación de las estrategias de negociación colectiva. Cada acción, como decía WEBER (1919/2003), sirve a «dioses» diferentes (pp. 224-227) por lo que es esperable que se sigan efectos diversos dependiendo de la posición política de los/as investigadoreas/as y del diseño de cada investigación.

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Dichos efectos, en la línea de lo sostenido por el análisis del discurso en tanto disciplina (ÍÑIGUEZ-RUEDA 2006), son imprecisables: es decir, es imposible saber, por ejemplo, qué impacto tendrá sobre las políticas públicas la desestigmatización de los/as adolescentes institucionalizados/as. Es esperable que alguna incidencia, pero bien podría no ser el caso, como resulta en la mayoría de las investigaciones llevadas a cabo como parte de procesos de tesis. Incluso así, mantengo la idea de que seguirá sin ser lo mismo que resucitar una mirada lombrosiana de peligrosidad social. Finalmente, y como en el caso de los estudios poscoloniales, es importante destacar que aún en los casos de esta ciencia social reinvindicativa, la investigación sigue en buena medida haciéndose sin la participación real de dichos colectivos «desfavorecidos» y, en ese sentido, puede acusársela de no dejar de ser una forma benévola de hablar por otros/as. 3.3 La investigación en base a modelos flexibles La investigación en base a modelos flexibles, por su parte, aboga no sólo por un seguimiento no dogmático del «discurso metodológico» (COTTET 2006, p. 186) sino también por su constante desestabilización y ampliación en la medida que no lo considera como un producto no humano sino más bien como la cristalización de condiciones sociohistóricas, como escribe Manuel CANALES (2012) al hablar de DURKHEIM. Y, en tanto tales condiciones son cambiantes también lo debe ser el discurso metodológico (algo que, con todo lo obvio que es no parece cuestionar la percepción que se tiene habitualmente de los/as metodólogos/as como Oráculos) (BASSI 2013b).

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En este sentido, cualquier investigador/a que en lugar de seguir una receta opte por informar sus estrategias, desde su práctica científica, o cualquier investigador/a que vaya más allá y sistematice dichas experiencias en la forma de nuevos métodos o nuevas técnicas, estará siendo flexible y, en mayor o menor grado, contribuyendo a corroer la forma convencional de hacer ciencia social (BASSI 2013b). Esta desestabilización del canon nunca opera desde fuera del canon, es decir, nunca supone su destrucción, aunque sí puede pensarse que contribuye a su expansión o superación. Queda por analizar, claro, el potencial transformador de dicha flexibilidad. Tomemos el caso de algunas innovaciones metodológicas relativamente recientes, como el shadowing (MCDONALD 2005) o el uso de material audiovisual en las investigaciones (BAUER & GASKELL 2000). En ambos casos podemos pensar que estas estrategias provienen de algún grado de violencia al «discurso metodológico». No obstante, también podemos pensar que ambas estrategias, a pesar de lo novedosas, no dejan de ser una forma de «acceso al conocimiento de la vida» (BOLÍVAR & DOMINGO 1996, p. 3) y, en ese sentido, constituyen estrategias de visibilización y disciplinamiento. A pesar de esto y en la línea del punto anterior, es esperable que la erosión del «discurso metodológico» tenga un potencial transformador, que no tendrán las investigaciones que se conforman punto por punto al canon y, en esa medida, no suponen más que una forma de burocracia. En este sentido, dice ORTEGA Y GASSET (1937/1976) hablando de la escritura: «Escribir bien consiste en hacer continuamente pequeñas erosiones a la gramática, al uso establecido, a la

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norma vigente de la lengua. Es un acto de rebeldía permanente contra el contorno social, una subversión». Lo mismo claro, vale para la rebeldía contra el método, una rebeldía que, según entiendo, debería contribuir a acercar la teoría y la praxis en lo que respecta a la investigación social. 3.4 La investigación «autorreferencial» Denomino investigación autorreferencial a aquella en que los/as investigadores/as, en buena medida, se investigan a sí mismos/as, eludiendo mediante un recurso curioso (casi un tecnicismo) la acusación de «hablar por otros/as». Son buenos ejemplos de esta alternativa la sociología de la ciencia (particularmente en la versión de LATOUR), algunas versiones de la autoetnografía o partes de la investigación educativa o clínica. En este caso, los/as investigadores/as abordan algo que les preocupa y concierne, aunque, de este modo, la ciencia social queda encapsulada en sí misma y disfrutando de un privilegio que no tienen otras prácticas: no sólo el poder pensarse, sino también el poder hacerlo formalmente y con la capacidad de intervención en el debate público, que es esperable cuando el conocimiento es producido desde una institución como la Universidad. Como fuere, la autoobservación y la autocrítica recursivas contribuyen a una mayor conciencia de lo que hacemos cuando decimos que hacemos ciencia, docencia o clínica y favorecen su dinamismo. Como ejemplo adicional mencionaré la línea de investigación acerca de la Universidad a la que aludí al inicio de este texto. En las universidades, también en las chilenas, se lucha una batalla sorda y no tan sorda acerca de qué es y 71

qué debería ser la Universidad. Movimientos en un sentido —la obsesión por medir y el reinado de los ránquines— son resistidos por movimientos en el otro —la paulatina organización de los/as «profesores/as taxi» y la resistencia a lógicas clientelares y resultadistas—. Los/as académicos/as, en este caso, no hablan ya por otros/as: la transformación de la Universidad afecta de forma directa sus vidas y, al estudiarla, estudian las lógicas en que se hallan insertos/as con mayor o menor agencia. En este sentido, las investigaciones autorreferenciales realizan el sueño de las metodologías participativas y aportan en la reducción de la brecha entre teoría y praxis. Quedaría por observarse, como insinué, que no todos/as los/as actores/as sociales tienen la misma capacidad de llevar adelante un (auto) estudio de este tipo pero, en la medida que lo hagan, estarán avanzando su visión del mundo con mínimos/as intermediarios/as. 3.5 La investigación «limítrofe» Con investigación limítrofe designo toda una serie de esfuerzos en la línea de disolver los límites entre la ciencia y otras tareas afines como la acción directa y el arte. Aquí aparecen proyectos performativos y otros que tanto en los tópicos de investigación como en su forma de socialización (muy particularmente la escritura) desafían una simple clasificación ciencia social/acción directa, ciencia social/arte. Me centraré en la segunda dupla. Desde una perspectiva positivista el límite ciencia/arte (llamado «límite de demarcación») parece nítidamente trazado, a pesar de que la búsqueda de una definición interna y estable de ciencia ha sido, alternativamente, infructuosa y demasiado fructosa. El último 72

intento histórico en esta línea fue el de POPPER, quien juzgó que la plausibilidad o no de la falsación de una teoría constituía el indicador de su cientificidad. Con la sociología «clásica» de la ciencia (KUHN, LAKATOS, FEYERABEND), la búsqueda de un rasgo interno y estable que agrupara todo lo actuado en nombre de la ciencia desde el siglo XVII es abandonada, en favor de definiciones «externas» (sociológicas). De este modo, la ciencia dejó de ser una práctica claramente diferente del resto de las actividades de conocimiento (muy particularmente respecto de su capacidad para representar objetivamente el mundo) y pasó a ser considerada como una acción históricamente situada más (es decir, altamente variable). Adicionalmente y como mínimo en el caso de la ciencia social, se suma que se estudian (es decir, se construyen) objetos que son, al tiempo, históricos (ver texto de CANALES, OPAZO & COTTET en este mismo volumen). Este proceso de defenestración de la ciencia abrió la posibilidad de estudiar sus puntos en común con prácticas lingüísticas presumiblemente «inferiores», como el «saber narrativo» (LYOTARD 1984/2008, p. 43) y el arte (particularmente, la ficción literaria). Desde un punto de vista antirrepresentacionista (WITTGENSTEIN 1952/1999, RORTY 1979/2001), el lenguaje en general y la escritura científica en particular, pierden su carácter especular, es decir, su estatus de representación del mundo y pasan a constituirlo (no describir sino ser el mundo según lo conocemos). Paralelamente, abandonado el proyecto de la filosofía analítica (RORTY 1967/1990; IBÁÑEZ 2006) de un lenguaje diferente para la filosofía y la ciencia en general, se abre el estudio de la prosa científica en tanto género (en el sentido propuesto por BAJTÍN). En esta línea se han propuesto una serie de tropos que, como a cualquier otro género, caracterizan a la prosa 73

científica (POTTER 1996/2006, WETHERELL & POTTER 1996/2006). De este modo, los claros límites de antaño entre la ficción y la prosa científica se difuminan. Resulta posible considerar ahora, como hace FEYERABEND (1975/2010), al «estilo» y las «técnicas de persuasión» (p. 128) como factores tan válidos para explicar el «progreso» de la ciencia, como el ajuste de las representaciones a un mundo con existencia independiente. El carácter constructivo del lenguaje y la dependencia de la prosa científica, de estrategias narrativas, pueden aceptarse con diversos grados de radicalidad, desde el mandato de escribir usando el lenguaje técnico a sostener que la ciencia no es más que escritura (LOCKE 1992/1997). En este último caso, la ciencia se hallaría tan sujeta a criterios estéticos como cualquier otro género y su popularidad o dominio, en la línea de FEYERABEND, no dependería sólo de su capacidad de representar adecuadamente el mundo sino de saber contar buenas historias. Supongo que cualquiera que haya leído a PARSONS y a FOUCAULT entenderá a qué me refiero. Mencionaré un ejemplo en esta línea: la revista Qualitative Inquiry, editada por Norman DENZIN, publica regularmente poemas o autoetnografías que no cumplen con ninguno de los requisitos que convencionalmente consideramos asociados a la práctica o la escritura científicas. Esta propuesta tiene la particularidad de ser 100% sistémica (después de todo Qualitative Inquiry es una revista editada por Sage y está indexada por Thompson Reuters) y, al mismo tiempo, profundamente cuestionadora del statu quo de la ciencia social. En este campo de fusión entre la ciencia y el arte, pueden mencionarse otras estrategias como la arteterapia, las terapias 74

orientales, la escritura creativa o la escritura colaborativa. Todas estas propuestas tienen la particularidad de poner fácticamente en entredicho lo que entendemos por ciencia, contribuyendo así a su reinstitucionalización constante o a la redefinición de sus límites. Por otro lado y como mencioné antes, la incorporación de estrategias performativas, tanto en la producción del conocimiento como en su socialización, cuestionan la división positivista entre investigación básica y usos del conocimiento, destacando, como antes Tomás IBÁÑEZ, la concepción del conocimiento como una forma (más) de acción y no como su prerrequisito. En definitiva, estas formas de disolución de los límites de la ciencia —a un lado «confundiéndola» con la acción política directa, a otro destacando sus puntos de contacto con la escritura de ficción— contribuyen al cuestionamiento de lo que la ciencia es y, por tanto, operan desestabilizándola en mayor o menor medida. 3.6 La investigación cuasiparticipativa Finalmente, mencionaré algunos intentos en la línea de las metodologías participativas. Las llamo metodologías cuasiparticipativas en la medida que no son participativas de pleno derecho, sobre todo porque limitan la inclusión de los/as (aún llamados/as) informantes a aspectos más o menos triviales del proceso de investigación. A diferencia de la IAP o la SE, los/as informantes no construyen el problema de investigación, no realizan la investigación ni, en general, se sirven de sus resultados, pero su palabra es atendida respecto de 75

otros asuntos (en ocasiones, no menores) o pueden configurar parte del proceso de investigación. Un claro ejemplo de esta opción es la etnografía o, en buena medida, cualquier investigación que siga la recomendación de LEWIN, de consultar a los/as informantes acerca del curso de la investigación. Si bien en estos casos los/as investigadores/as no acaban de ceder el control de los aspectos centrales de sus investigaciones, producen un conocimiento más abiertamente coconstruido, contribuyendo así a cuestionar el límite entre investigador/a e informante. Otro ejemplo es el llamado «diagnóstico participativo». Por una lado, no deja de ser un diagnóstico (una intervención) en la medida que proviene de una demanda top-bottom y no, como en la SE, de una demanda genuina de quienes son objeto (y, así, sujeto) de diagnóstico. No obstante, tales personas cuentan con una mayor participación en el proceso, brindando información de un modo menos estructurado (por ejemplo, mediante grupos de discusión y no de encuesta) y, en ocasiones, llevando a cabo algunas tareas de producción de información. Por otro lado, y en este sentido, el diagnóstico es sólo parcialmente participativo, en la medida que las personas bajo investigación operan en el marco de un proceso predeterminado y no tienen la oportunidad de discutir, el para quién y el porqué de dicha investigación (IBÁÑEZ 1986/2010, pp. 57-63). En base a la casuística de que dispongo, éste es el destino de muchas investigaciones que, proviniendo de una inspiración participativa, derivan en etnografías o diagnósticos participativos para sortear ciertas dificultades, debidas al

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rechazo que la ciencia social hegemónica muestra hacia las estrategias que diluyen la autoridad de los/as investigadores/as y/o cuestionan su carácter de elite ilustrada (BASSI 2013a). A pesar de esto, resulta claro que estas investigaciones no son equiparables en términos de su capacidad subversiva y de su orientación hacia al cambio social, con el diagnóstico organizacional convencional o a las técnicas de construcción de información, como la encuesta que limitan a un mínimo la participación de los/as informantes. En este sentido, es de esperar que la investigación cuasiparticipativa contribuya en alguna medida a reducir la brecha teoría/praxis.

4. A modo de cierre He iniciado este texto refiriéndome a la ya clásica acusación de incoherencia hecha a los/as académicos/as. He intentado cuestionar parcialmente la validez de la acusación sosteniendo que —los/as académicos son cada vez menos una elite encerrada en «torres de marfil», en la medida que su estatus y privilegios están amenazados por los procesos de neoliberalización de la Universidad, —los/as académicos/as que operan desde miradas contrahegemónicas tienen una mayor probabilidad de estar sujetos/as a la crítica de incoherencia, en la medida que se hallan cruzados por la paradoja de operar desde y contra el statu quo y —la acusación de incoherencia proviene de una noción de «lo político», limitada a la acción directa que puede objetarse, destacando el carácter inherentemente político de las prácticas de conocimiento. 77

El tercer punto lleva a considerar la cuestión, no desde una perspectiva binaria, sino como continuo. De este modo, aun cuando se considere a la acción política directa como una estrategia más eficiente (o evidente) de cambio social, deberá admitirse que, «al otro lado», hay una amplia escala de grises. He presentado algunos de esos «grises»: estrategias reformistas que, en mayor o menor medida, contribuyen a transformar la ciencia social y, presumiblemente, a hacer a los/as académicos menos proclives a la acusación de incoherencia. Las seis alternativas que comento no agotan en lo absoluto las posibilidades de llevar a la ciencia social desde ella, más allá de si misma Las he presentado como ilustración de una versión de la ciencia social que, sin nunca «patear el tablero» del todo, pueden pensarse como una micropolítica de erosión (instituyente) que disminuyen la brecha teoría/praxis a la que he aludido. En este sentido, podría decirse que estas estrategias dejan (casi) «todo como está», al decir de WITTGENSTEIN, pero no son, claramente, homologables, Por ejemplo, a la investigación en publicidad o en recursos humanos en cuanto a su inspiración, objetivos y efectos. Así, si bien no cuestionan de forma radical el estatus actual de la ciencia social, puede pensarse que contribuyen a debilitarlo. Como decía antes, no estoy seguro de si tales prácticas llevan a «otra ciencia», pero al menos podemos afirmar que no son equiparables a una práctica social decididamente prohegemónica. En el comentario de dichas formas reformistas de ciencia social, he tratado de destacar que su carácter paradójico proviene del hecho de que estas prácticas actúan contra la ciencia social

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—empujándola a sus límites, subvirtiéndola— pero siempre desde la ciencia social. Por ello, junto a elementos claramente reproductores [en el sentido de BOURDIEU & PASSERON (1979/1996)] aparecen otros transformadores o resistentes (GIROUX 1983). Tengo la impresión de que esos elementos resistentes aportan en el acercamiento de la teoría y la praxis, aunque no sabría precisar si ese acercamiento es asíntota a la revolución o su antesala. Ya veremos. Podría decirse, para cerrar y parafraseando a ORWELL, que todas las prácticas científicas son iguales, pero algunas son más iguales que otras.

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