LA ANARQUÍA DEMOCRÁTICA Y EL POPULISMO

Share Embed


Descripción

LA ANARQUÍA DEMOCRÁTICA Y EL POPULISMO (Argumento de La anarquía de la democracia. Asamblea ateniense y subjetivación del pueblo, por Julián Gallego.) Dice mi pueblo que puede leer en su mano de obrero el destino y que no hay adivino ni rey que le pueda marcar el camino que va a recorrer. A. Zitarrosa, Adagio a mi país (1972-73).

¿Por qué empezar la reflexión con este fragmento de una de las canciones de Alfredo Zitarrosa? A más de cuarenta años de su creación, ¿qué actualidad puede tener para el pensamiento histórico de la política una cita que alude al sujeto “obrero”, que para muchos se ha agotado en su capacidad de producir política por sí mismo? Son algunos de los términos que se formulan y, fundamentalmente, los enunciados que los mismos soportan los que llaman nuestra atención. Porque antes de especificarse como “obrero” se trata del pueblo como conjunto que no se define por su carácter de entidad social sino por su capacidad de decidir sobre sí mismo, sin que autoridad alguna pueda trazar para él un sentido desde una posición exterior y/o superior. Sin embargo, que no haya figuras de autoridad que obedecer no implica que exista un destino prefijado a desentrañar desde alguna marca que deje entrever una ley histórica a cumplir. Parafraseando el fragmento de Zitarrosa, pero excluyendo cualquier atisbo de predeterminación en el camino a recorrer, más que de leer en la mano el destino se trata de decidir a mano un destino, como cuando los atenienses votaban a mano alzada en la asamblea popular un provenir cuyos sentidos, cuyos efectos, solo advenían como consecuencia de sostener la decisión asumida colectivamente en la reunión del pueblo. Se trata, pues, de la capacidad decisoria del pueblo y el modo en que esta subjetivación política des-inviste de autoridad a todo poder que no sea el de la propia multitud ciudadana indiferenciada, esa que pueblo (o dêmos en la Grecia antigua) viene a designar con su magnífica polisemia entre el todo comunitario y la parte popular subalterna. El recorrido que se realiza aquí intenta, entonces, dar cuenta de esta singularidad de la actuación política del pueblo. En República Platón decía que la democracia era la consecuencia de la victoria de los pobres. No lo decía para adherir a esa situación sino para criticarla y, a un tiempo, desnudar una verdad de la democracia que los propios demócratas parecían acallar: una victoria implica una guerra ganada. En nuestra contemporaneidad, esta afirmación es más compleja, pues claramente muchas democracias actuales son, en realidad, una oligarquía de los ricos, por seguir

usando lo que los griegos pensaban en la Antigüedad, aunque obviamente no lo aplicaban a la democracia sino a la oligarquía stricto sensu. Se trata de un modo de hacer cesar el poder popular (krátos) que la idea de democracia originariamente expresa, lo cual implica al mismo tiempo una subordinación al mando (arkhé) de quienes se consideran naturalmente autorizados para gobernar. Esto solo ha sido posible por el vaciamiento de sentido sufrido por la idea de democracia, por su alejamiento de la anarquía, por la instauración de una república oligárquica que organiza su poder como la representación del pueblo (Rancière 2006, 75-101). Pero, ¿por qué relacionamos la democracia con la anarquía? La consabida afirmación de Platón en República (557a-562a) en cuanto al carácter anárquico de la democracia es un testimonio de que el pueblo actúa sin subordinar sus decisiones a poder superior alguno, es decir, invertimos la carga de la prueba platónica y su crítica sin miramientos de la democracia y, por ende, consideramos de forma positiva la anarquía de la democracia, en tanto en cuanto esto pone de relieve que el reproche de Platón es contra la existencia misma de un poder efectivo del pueblo sin otra autoridad por encima suyo que la de sus propias decisiones. Diversos testimonios y situaciones dan cuenta de por qué la democracia es anárquica. Esta comprobación nos sirve precisamente porque muestra la falta de principio y jerarquía que la idea democrática alienta. Pero, contemporáneamente, ante el extremismo de Platón muchos retroceden y arguyen la posibilidad de una democracia ordenada, desprovista de estos potenciales males. El oligarca extremista es sustituido por el demócrata moderado, que se confunde muchas veces con el oligarca moderado. La democracia desprovista de anarquía, vale decir, la imposición de una suerte de doble negación de la arkhé (no anárquica), implica que la democracia pierda su krátos, que solo insiste en la medida en que persiste el carácter conflictivo de la democracia, y por ende la falta de orden estable y jerárquico, la contingencia de la política. Nuestra inversión con respecto a las miradas negativas de la anarquía democrática toma como primer referente las propias respuestas de los demócratas en la Atenas clásica, que preocupados por las críticas de los oligarcas tendieron a olvidar el comienzo conflictivo de la democracia, el krátos como victoria e imposición por la fuerza por parte del dêmos. Esto también se halla presente en la representación tucididea de la famosa oración fúnebre que Pericles dirigió a los ciudadanos con motivo del funeral de los primeros atenienses caídos en combate, al comienzo de la guerra del Peloponeso. A lo largo de estos pasajes se percibe el esfuerzo por defender la democracia de las habituales críticas de los oligarcas, que hacían hincapié en la aplicación del mismo criterio de igualdad para quienes entre sí no lo eran, la discusión y el debate en asamblea como un incapacidad de la democracia para actuar competentemente y, por último, la libertad democrática como forma de vivir en anarquía, sin respeto por las leyes.

Desde el renacimiento italiano hasta los padres fundadores de los Estados Unidos de América y los revolucionarios franceses, y más aún los enemigos de la revolución en Francia, el pensamiento occidental abunda en críticas a la democracia, con Atenas como ejemplo fundamental, debido a la anarquía que en ella había imperado. Cuando a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX la democracia comenzó a ser considerada en términos positivos, su asociación con la anarquía fue dejada de lado, pues en general los demócratas consagraron sus esfuerzos en defenderla afirmando que la democracia garantizaba todo lo contrario que lo que se le criticaba, reviviendo de algún modo los argumentos que Pericles desarrollaba en la oración fúnebre pero en el contexto de la expansión del capitalismo (Roberts 1994, 156-255). La equiparación de democracia y anarquía implica no solo una crítica sino su denegación como modelo a seguir; cuando la democracia es aceptada como forma de organización política, su asimilación con la anarquía desaparece del pensamiento, pues prima la idea de que la democracia entraña la vigencia de un principio de autoridad que la dota de legitimidad y legalidad. Las críticas a la democracia por ser anárquica son, pues, un ataque al poder del pueblo por el hecho mismo de osar hacerse cargo de las decisiones políticas, estas posturas asumiendo reactivamente que el pueblo decide siempre mal. Para poder ser aceptada como un sistema político la democracia debió desembarazarse de aquello que en sus orígenes su propio nombre enunciaba: debió olvidar el krátos, neutralizar la fuerza del dêmos, demostrar que la organización que ofrecía a la sociedad se asentaba en la arkhé, a la vez principio de orden y autoridad. Retomar a Platón contra Platón es un punto de partida adecuado porque no se trata de que una democracia sea un sistema donde se escuchen todas las voces, para llegar al anhelado consenso que los adoradores de la paz social proponen como panacea a condición de que imperen las leyes de la constitución, que garantizan el funcionamiento de las instituciones de la república, es decir, la oligarquía que representa al pueblo, para que no delibere ni gobierne sino a través de sus representantes. En realidad, solo se sostiene que se deben escuchar todas las voces cuando lo que rige es la oligarquía de los ricos; cuando esto no ocurre, cuando mínimamente una experiencia abre una posibilidad de que se verifique la aserción platónica respecto de que la democracia es la victoria de los pobres –toda una grieta en la permanencia de la dominación–, la denigración estalla en diatribas exaltadas: autoritarismo, tiranía, fascismo. Por eso, solo puede ser posible escuchar todas las voces cuando se verifica que la democracia es la victoria de los pobres, por la igualación que esto habilita, por la posibilidad de que el pueblo como una parte del conflicto se proponga como la totalidad que contiene a las partes en conflicto; mientras esto no sucede, tenemos una oligarquía de ricos. Mal que les pese a muchos, las denigradas experiencias del populismo, aun con todas sus falencias, han sido

momentos únicos en los que pudo efectuarse algo así como una democracia sostenida por la victoria de los pobres. Así pues, para desalojar a la democracia de los pobres victoriosos, la oligarquía de los ricos no tuvo más remedio que abandonar o vaciar de sentido la idea de democracia y la política, asociar las experiencias populares con la tiranía, denigrarlas por anárquicas, y embanderarse con los valores de la república y la moral que la constitución condensaría. Bien mirado, la democracia es anárquica toda vez que se funda sobre un principio igualitario, toda vez que se interrumpe la posibilidad de apelar a un orden jerárquico o a una autoridad, toda vez que el krátos del pueblo no queda supeditado al control de una arkhé superior. Existe, pues, una articulación entre anarquía y democracia, porque sin arkhé, implica sin autoridad superior que mande, controle y garantice el predominio de unos pocos; implica también sin principio ni fundamento que ordene en trascendencia el funcionamiento de la situación; implica sin constitución como norma inmutable; implica sin solidez de una figura del estado que done consistencia a la situación situándose por encima de la práctica política popular. Ahora bien, aceptada la democracia como sistema político apropiado para la gestión de la dominación de una oligarquía social, económica, política y cultural en el marco del capitalismo, en ciertas experiencias, incluso muy recientes, la denigración de la presencia política de los pobres como significación partidaria de pueblo no se ha operado mediante el abandono de la idea de democracia sino mediante el remplazo del significante democracia por populismo, para designar lo que la politización de las masas ha producido. Algunas formulaciones tal vez burdas, han contrapuesto democracia con república, mostrando como un Platón redivivo lo que aquella tendría de excesivo con respecto a la necesidad de permanencia de la ley constitucional –solo mutable de manera muy controlada por parte de aquellos que se consideran a sí mismos naturalmente depositarios del saber y del control de la legalidad institucional–. En otros casos, en el sosiego de una reflexión marcada por los momentos de auge del poder popular convalidados a través de procedimientos indiscutiblemente legítimos conforme a las pautas de la constitución que dicen defender, el planteamiento es más sutil: existirían dos vertientes de la democracia, con sus respectivas tradiciones operando detrás; una sería la democracia institucional apegada a las leyes de la constitución; otra sería la democracia plebiscitaria en la que la invocación de la soberanía del pueblo por encima de la ley pondría en tensión la institucionalidad consagrada por la carta magna. Pero no nos engañemos; en cuanto la ocasión se vuelve propicia y la estrategia así lo exige, el exceso de democracia o la raíz plebiscitaria que conlleva la apelación a poner en acto el principio de la soberanía del pueblo se dicen de una misma manera: populismo. Es que una vez que la oligarquía de los ricos se ha apropiado y ha vaciado de sentido el término democracia para hacerlo coincidir con la república y la consti-

tución, una vez que democracia deja de operar como término anfibológico que puede designar al mismo tiempo el gobierno del pueblo tanto como conjunto comunitario cuanto como parte pobre, una vez que la representación del conjunto comunitario queda depositada en una élite y que la parte pobre deja de ser tomada en cuenta como sentido posible de pueblo, entonces la irrupción de esta parte adquiere nombre propio: populismo, designación que los adversarios y detractores de la irrupción del pueblo desde la pobreza y la exclusión le dieron en el siglo XX, cuyo origen guarda la marca peyorativa en el orillo al igual que ocurre con democracia en la Grecia antigua, por lo que su evitación ha sido en general la actitud propia tanto de los populistas modernos cuanto de los demócratas antiguos. En efecto, en la Atenas clásica demokratía aparece en boca de los ricos y notables para designar la fuerza que despliega el dêmos cuando se apodera de la escena política sin más autoridad que la de su superioridad numérica, aquella que al ser mayoría aportan los pobres que la hacen valer frente al mando tradicional de los pocos que se perciben a sí mismos naturalmente destinados a ejercer el poder; el forzamiento de la situación que produce el dêmos permite reformular las condiciones políticas, a punto tal que se piensa que todo queda subsumido a sus decisiones socavando así la autoridad de las leyes, derivadas de la oligarquía de los ricos. Salvando las distancias, la calificación de determinadas experiencias políticas recientes con el mote de populismo ha seguido derroteros comparables a los del término demokratía en la historia ateniense: irrupción de masas pobres que empiezan a contar como multitud, cuya inserción en la política abre resquicios en el sistema de dominación tradicional y cuya consecución se percibe como forzamiento de la constitucionalidad. Desde perspectivas que nominan con desprecio el poder popular, tanto en el caso de la demokratía como en el del populismo ambas nominaciones resultan indicativas de un acontecimiento cuyos efectos afectan la reproducción de la dominación oligárquica. En este sentido, la hipótesis que sostenemos es que tanto demokratía cuanto populismo comparten en sus orígenes la radicalidad de ser producciones excedentarias que, glosando a Alain Badiou (1982) en su definición del marxismo, dan lugar a sendos discursos en los que se sostiene al dêmos y al pueblo como sujeto político, aun cuando ambos se deriven de miradas externas peyorativas. El problema radica en que pueblo designa tanto el conjunto de los ciudadanos como una parte de esta totalidad. Este malentendido alrededor del vocablo pueblo, apelando a Rancière (1996), atestigua la dimensión política del asunto, pues en este plano resulta claro que la política pasa a ser un atributo del pueblo. Ciertamente, tras el nombre pueblo circula una indistinción entre la comunidad entera y la parte popular, entre la reunión en acto plebiscitaria y la ley instituida. Estas definiciones de pueblo son inmanentes a un mismo plano común. Siendo así, resulta claro que el malentendido del que hablamos no implica una falta de claridad

conceptual sino la instancia misma de un conflicto irresoluble dentro del cuerpo político. Entonces, el pueblo implica una posición de conflicto o de disputa; porque, en definitiva, ¿qué es el pueblo? Es el nombre que recibe el desacople entre su definición como todo y como parte; es el punto de existencia evanescente entre una consistencia y otra que no acoplan a la perfección. Hecho por el cual hay conflicto entre ambas, y por ende una inconsistencia. Si el pueblo es el nombre de este desacople, entonces su esencia nunca podrá quedar exhaustivamente definida. El modo de su existencia contingente es lo que cuenta. Dado que no consiste sino que in-consiste, el pueblo insiste como nombre de una tensión cuya existencia se resuelve en acto. En este contexto, podemos retomar la propuesta del joven Marx (2002, 99) en cuanto a que “la democracia es el enigma descifrado de todas las constituciones”. Si la democracia adquiere esta dimensión es porque previamente Marx ya ha introducido al “dêmos total” como sujeto genérico, igualitario, cuya capacidad no puede ser otra que su fuerza política. Así pues, la democracia está en exceso respecto de la constitución, no se confunde con la república, cuya organización institucional es siempre una producción objetivada del sujeto que es el dêmos, que puede por ende reconfigurarla en cada acto soberano en que se manifiesta.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.