La amistad como pasión filosófica.

June 16, 2017 | Autor: D. Fernández Agis | Categoría: Michel Foucault, Jacques Derrida, Filosofía Política, Ética
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Domingo Fernández Agis

La amistad como pasión filosófica1

1. Introducción: Esta aproximación a la amistad como pasión filosófica parte de las reflexiones de Michel Foucault en una entrevista centrada sobre esta cuestión, que fue objeto de sus preocupaciones durante los últimos años de su vida. Se trata de la entrevista titulada « De l‟amitié comme mode de vie », que data de 1981. Por otra parte, toma gran parte de su aliento de la lectura del libro de Jacques Derrida, Politiques de l’amitié. Entre ambos pensadores, dos de los más grandes de nuestro tiempo, siempre existió una complicada relación que se saldó finalmente a favor de la amistad y el respeto mutuo, quizá gracias a la puesta en práctica de aquello que, a propósito de la amistad, aprendieron de los pensadores que frecuentaron. El objetivo de esta conferencia es explorar el sustrato filosófico de esas dos líneas de reflexión acerca de la amistad. Sin embargo, dado el breve tiempo del que dispongo y teniendo en cuenta que las referencias griegas son de sobra conocidas – el Lisis de Platón; la Política, la Ética a Nicómaco y la Ética a Eudemo de Aristóteles- me centraré en un breve comentario de algunas de las fuentes latinas manejadas por estos dos pensadores al referirse a la amistad, entendida como pasión filosófica.

2. Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), cuya escritura fue durante siglos considerada como insuperable modelo a imitar, no sólo desempeñó una 1

Conferencia impartida en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Laguna, dentro de los actos de homenaje al profesor Antonio Pérez Quintana, con motivo de su jubilación, el 15 de mayo de 2014.

2 función canónica en todo cuanto tiene que ver con los aspectos formales de la expresión escrita, sino que también lo hizo en lo que se refiere al objeto de la escritura, al pensamiento que toma cuerpo y se expresa en ella, constituyéndose en discurso. Por eso resulta importante comentar aquí algunas de sus ideas a propósito del amor y la amistad. En concreto, el objetivo perseguido será explorar a través de ellas la relación que existe entre ambos o, por decirlo mejor, las cuestiones relativas a la amistad, entendida como forma de amor. En primer lugar, la idea de la proyección de uno mismo en el amigo. Según este planteamiento, no podríamos ser amigos sino de aquellos que son como nosotros o que, al menos, poseen algo de nosotros, un rasgo de personalidad o de carácter que nos define, bien sea por su posesión o por el deseo de poseerlo. En este sentido, para Cicerón “el que mira a un amigo verdadero lo está viendo como otra imagen de sí mismo” (Cicerón, 1969: 111). Surge al hilo de estas consideraciones, una cuestión que pienso que posee notable relevancia, pues, según este posicionamiento o detrás de él, se esconde una paradójica idea: uno no puede ser amigo nada más que de sí mismo. Esto parece contradecir su tesis a propósito de la necesidad y extensión del amor. En efecto, Cicerón considera que sin él nada podría permanecer cohesionado ni funcionar correctamente ni en la naturaleza ni en la sociedad. En concreto, sostiene que “si pudieras quitar de la naturaleza de las cosas el lazo de la bienquerencia, no quedaría en pie ni casa ni ciudad alguna y ni aun podría subsistir el cultivo de los campos” (Cicerón, 1969: 111). Por un lado, conviene que recordemos en este punto la acertada apreciación de Roland Barthes, quien considera que el enamorado tiene un pensamiento del que no puede apartarse ni por un instante. Este pensamiento puede expresarse diciendo que “el otro me da aquello que yo necesito” (Barthes, 1977: 275). Al mismo tiempo, hemos de tener presente que, para los romanos de la época, la Naturaleza no es, como tantos siglos más tarde nos enseñarán los escritos programáticos del espíritu romántico, fuerza indomable y salvaje, sino sobre todo espacio ordenado de producción de recursos esenciales para la supervivencia del ser humano. De hecho, la contraposición clave es la que existe entre el campo y la ciudad, más que la que se da entre lo dominado por

3 el ser humano y aquello que escapa del ámbito de su dominación. El patricio romano se retira al campo cuando la presión de las obligaciones sociales se le hace insoportable, pero nunca deja de ver la vida urbana como máxima expresión de las potencialidades y los logros humanos. Por otra parte, como bien ha hecho notar Michel Foucault, el abandono temporal de la vida urbana ha de verse, en este contexto cultural, como un aspecto más del proceso de búsqueda de uno mismo, tan importante para los estoicos (Foucault, 1990: 61). En la sociedad podemos realizarnos a través de la urbanidad, haciendo el bien en general pero, de una manera muy especial, ayudando a nuestros amigos a superar las dificultades que se les van presentando en la vida. La amistad es valiosa por sí misma, no ha de buscarse pensando en obtener beneficio de ella. Ella produce su propio beneficio a quien la disfruta. “Del mismo modo que somos liberales y benéficos no para exigir que nos lo agradezcan (pues no especulamos con los beneficios sino que por naturaleza somos propensos a la liberalidad), así pensamos que la amistad debe desearse no llevados de la esperanza de la recompensa sino porque todo su fruto está contenido en el mismo amor” (Cicerón, 1969: 119). Por ello, hacemos todo lo que hacemos en nombre de la amistad. Hasta el punto de emprender acciones que no acometeríamos si buscásemos con ellas nuestro beneficio personal. Porque hemos de ser más generosos con los amigos de lo que somos con nosotros mismos. En efecto, exclama Cicerón: “¡Cuántas cosas que por nosotros jamás haríamos, las hacemos por los amigos!” (Cicerón, 1969: 139). A veces la amistad exige incluso sobreponernos a las inclinaciones de nuestro ánimo, para ayudar al otro a no sucumbir aplastado por su desánimo. La melancolía es un mal que amenaza a la amistad, que mina la posibilidad de dar amor al otro. Por ello no debemos permitirnos la caída en ella y, también por esa razón, tenemos que ayudar al amigo a escapar de sus difusas garras, si ha tenido la desgracia de quedar atrapado en ella. “Pues sucede a menudo en algunos que o el ánimo es más apocado o más quebrantada la esperanza de mejorar la suerte. No es pues deber del amigo ser para el otro tal cual es para sí mismo, sino más bien el esforzarse y el procurar todo lo posible en levantar el ánimo decaído del amigo y hacer entrar en su ánimo esperanzas y pensamientos mejores” (Cicerón, 1969: 139).

4 Es tal el compromiso que la amistad impone que Cicerón expresa determinadas recomendaciones, en lo que se refiere a la elección de nuestros amigos, pues ha de ponerse mucha cautela en ello. En efecto, no debemos entregar nuestra amistad a quien no va a hacer buen uso de ella, a aquellos que no la merecen. “Lo que ante todo debe preceptuarse es que debemos poner tanto celo en la elección de las amistades, que no empecemos jamás a amar al que un día podamos odiar” (Cicerón, 1969: 141). Recomienda, pues, extremar la cautela y no entregar nuestra amistad a quien no es digno de merecerla. Es una recomendación dictada por la implacable lógica de la experiencia. Bien sabemos que llevar esto a la práctica es poco menos que imposible, pues nadie consigue evitar los riesgos que el otorgamiento de la amistad conlleva. Porque entregar la amistad a alguien es asimismo entregarnos a esa persona, proporcionar a esa persona una ascendencia y un poder sobre nosotros. Y, aunque, como él mismo nos dice, “conviene amar una vez que hayas juzgado y no al contrario, después de amar ponerte a juzgar” (Cicerón, 1969: 159), lo cierto es que nadie puede amar o dejar de amar como consecuencia de un cálculo frío y preciso. Nos aproximamos más bien al amor, aceptando de forma implícita que “la Naturaleza no ama nada solitario” (Cicerón, 1969: 163). De esa forma, nos dejamos llevar, tratando de compartir una pasión, de iniciar una vida en común que aleje para siempre de nosotros el negro fantasma de la soledad. Un relevante punto de contraste lo encontramos en las reflexiones, profundamente discrepantes, que leemos en los textos de Roland Barthes referidos al amor. Éste se expresa, por ejemplo, en los siguientes términos. “Se me dice: este tipo de amor no es viable. Pero, ¿cómo evaluar la viabilidad? ¿Por qué lo que es viable es un Bien? ¿Por qué durar es mejor que quemar?” (Barthes, 1977: 30). En definitiva, ¿por qué anteponer el juicio al sentimiento? En la coyuntura de tener que elegir entre ambos, Barthes propugna amar primero y juzgar después. Exaltada por presuntos sabios, más proclives a la búsqueda de la salvación del mundo que a compartir algo con su prójimo, lo cierto es que la soledad permanece unida, de forma atávica, al castigo del ostracismo, a la separación del grupo que nos protege y permite la expansión de nuestra personalidad; por

5 más que el individuo llegue a imponerse ciertas restricciones en cuanto a seguir las inclinaciones que se derivan de su voluntad expansiva. Hay amor en la amistad y puede haber amistad en el amor. En ambos casos, Cicerón recomienda prudencia. Esta sería la clave de la permanencia de la amistad y haría de la misma una experiencia siempre grata. Sin embargo, el amor que nace de la amistad o la amistad que surge del amor, no siempre son prudentes, aunque no por ello sea lo más aconsejable eludirlos pues, si lo hacemos, podríamos perder la ocasión de dotar de sentido y plenitud a nuestra vida.

Conviene seguir ahora cierta línea de lectura de las Meditaciones de Marco Aurelio. Dicho sea entre paréntesis, si alguien me preguntara por qué este empeño de remontarnos hacia el pasado, sólo podría responder que, aparte de una cierta devoción por los clásicos, no sabría dar mejor razón de ello que apelar a la importancia que tiene la distancia, en este caso aquilatando una calidad y profundidad más que notables, para ayudarnos a ver con mayor claridad. Lo paradójico, en ese sentido, es que la distancia no sólo nos ayuda a juzgar con mayor ecuanimidad una obra escrita hace tiempo, a veces mucho tiempo, sino que también colorea de otra forma nuestro presente, cuando tras la lectura volvemos de nuevo la vista hacia él. Marco Aurelio vive en una época muy convulsa y trata, con ayuda del poder que llega a ostentar, de poner algo de orden en ella. Tarea vana, si recordamos el concienzudo deshacer de su obra social y política comienza ya a manos de su hijo y sucesor, el emperador Cómodo. Como es bien conocido, Marco Aurelio (121-180), el emperador-filósofo, es un estoico que no lleva las implicaciones prácticas de su doctrina al extremo, pero que intenta durante toda su vida mantener una conducta que resulte, al menos en sus grandes trazos, coherente con ellas. Una de las apelaciones más frecuentes en sus meditaciones, tiene que ver con lo que Heidegger y Sartre vendrán a considerar el estar despierto, atento a lo que sucede a nuestro alrededor y desempeñando una función activa y comprometida en para decirlo una vez más con Ortega- nuestra circunstancia vital. “Recuerda cuánto tiempo hace que difieres eso y cuántas veces has recibido avisos previos de los dioses sin aprovecharlos. Preciso es que a partir de este

6 momento te des cuenta de qué mundo eres parte y de qué gobernante del mundo procedes como emanación, y comprenderás que tu vida está circunscrita a un período de tiempo limitado. Caso de que no aproveches la oportunidad para serenarte, pasará, y tú también pasarás, y ya no habrá otra” (Marco Aurelio, 2008: 71). El tiempo, siempre fugaz, marca los límites e incrementa el coste de nuestra acción. Ha de estar el individuo atento a ellos, ya que dichos límites se sobrepasan con facilidad y ya no podemos intervenir en aquello que de forma directa o indirecta va a afectarnos. En su forma más elaborada, esta idea nos lleva a concebir cada acción como si fuese la última que acometiésemos en nuestra vida. Él lo dice de forma explícita, aseverando que “conseguirás tu propósito, si ejecutas cada acción como si se tratara de la última de tu vida, desprovista de toda irreflexión, de toda aversión apasionada que te alejara del dominio de la razón, de toda hipocresía, egoísmo y despecho en lo relacionado con el destino” (Marco Aurelio, 2008: 71). Es el mismo principio que encontramos en el budismo zen y que nos incita a volcarnos plenamente en lo que hacemos, por insignificante que pueda parecer la acción concreta acometida. Una idea que está implícita igualmente en muchas de las reflexiones existencialistas, a las que antes hice referencia. El contexto reflexivo en el que tal idea puede aparecer no es otro que el de la absoluta especificidad y limitación de cada vida humana. Marco Aurelio lo expresaba diciendo que “aunque debieras vivir tres mil años otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde” (Marco Aurelio, 2008: 75). Vivir plenamente el presente, característica del Dasein heideggeriano, es la esperable consecuencia de los presupuestos de los que acabamos de dar cuenta. Así, a juicio del emperador-filósofo, “sólo se nos puede privar del presente, puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder” (Marco Aurelio, 2008: 75). Hay, sin embargo, una convicción en Marco Aurelio, que hoy sería problemático mantener, ya que su manera de concebir la naturaleza es muy diferente a la nuestra, mediatizada por una técnica que no sólo la pone a ella en peligro, sino que destaca y evidencia la existencia en el ser humano de impulsos que no nos orientan precisamente hacia lo que se considera

7 socialmente como aceptable. En efecto, como buen estoico, él recalca que “nada es malo si es conforme a la naturaleza” (Marco Aurelio, 2008: 77), a lo que nosotros tal vez estaríamos tentados de añadir que tampoco hay nada que sea bueno, tan sólo, por ser conforme a ella. Sin remedio nos alejamos, en efecto, de una interpretación acrítica del orden natural y, sobre todo, somos conscientes de la artificiosidad de lo humano, para bien o para mal. El estoico cree que, en cierta manera, la única posibilidad concreta de aproximarnos a la felicidad proviene de la aceptación de un orden que es imposible alterar, en sus determinaciones generales, pero al que, pese a todo, podemos adaptarnos de una manera creativa y positiva. “Ama, admite el pequeño oficio que aprendiste; y pasa el resto de tu vida como persona que ha confiado, con toda tu alma, todas tus cosas a los dioses, sin convertirte en tirano ni en esclavo de ningún hombre” (Marco Aurelio, 2008: 100). Porque las mayores causas de infelicidad no están fuera de nosotros, sino en nuestro interior, en la interpretación negativa, nociva, que hacemos de las circunstancias en las que nuestra vida se desenvuelve. “¡Cuán fácil es rechazar y borrar toda imaginación molesta o impropia, e inmediatamente encontrarse en una calma total!” (Marco Aurelio, 2008: 110). La regla de conducta en el estoicismo está definida por la aceptación del destino. De una forma precisa, Marco Aurelio hace notar que en ella reposa la única posibilidad a nuestro alcance de conseguir algo de paz, en medio de las turbulencias del mundo. Propone “calmarse con estos únicos principios: uno, que nada me ocurrirá no acorde con la naturaleza del conjunto; y otro, que tengo la posibilidad de no hacer nada contrario a mi Dios y Genio interior. Porque nadie me forzará a ir contra éste” (Marco Aurelio, 2008: 116). El objetivo es llevar una línea de conducta en la que respetemos lo que somos y seamos consecuentes con ello, sin sobreactuar, como el mal actor que no desempeña con naturalidad su papel, ni tampoco dejarnos simplemente llevar, doblegándonos ante todo lo que nos impone, sin tener en cuenta nuestros propios deseos, en un afán de contentar a los demás. Marco Aurelio lo expresa de una forma contundente en la siguiente sentencia. “Ni actor trágico ni prostituta.

8 Tal como proyectas vivir después de partir de aquí, así te es posible vivir en este mundo; pero caso de que no te lo permitan, entonces sal de la vida, pero convencido de que no sufres ningún mal” (Marco Aurelio, 2008: 122). Como era de esperar, dadas sus afinidades filosóficas, hay en Marco Aurelio una interpretación positiva del suicido, entendido como última manifestación de la libertad, cuando otra opción conforme a la dignidad individual es ya imposible. Por tanto, la aceptación del destino nunca ha de ser resignada y pasiva. Teniendo todo ello en cuenta hay que entender la recomendación que lanza al decir: “Amóldate a las cosas que te han tocado en suerte; y a los hombres con los que te ha tocado en suerte vivir, ámalos, pero de verdad” (Marco Aurelio, 2008: 138). En definitiva, es el amor lo que hace que se produzca el trascender del ser humano por encima de su circunstancia vital. Sólo así, podrá realizarse un retorno al interior de lo humano, en el curso del cual será posible a cada cual encontrar su verdad. Es una vieja recomendación estoica, que Marco Aurelio hace suya, aportándole un sesgo personal cuando nos dice que olvidemos futilidades engañosas y busquemos en nuestro interior. “Cava en tu interior. Dentro se halla la fuente del bien, y es una fuente capaz de brotar continuamente, si no dejas de excavar” (Marco Aurelio, 2008: 158). La búsqueda ha de ser constante y la voluntad de afirmar lo positivo que encontremos dentro de nosotros, también ha de permanecer firme a lo largo de toda la vida. Marcada por el peso de los excesos, la historia del poder político en Roma ya nos había hecho ver, mucho antes de la época de Marco Aurelio, cómo se puede asociar preponderancia política absoluta y ausencia de contención, cuando no es el propio individuo –como había recomendado Platón en el diálogo Alcibíades- quien se la impone a sí mismo. Recordemos, a este respecto y tan sólo a título ilustrativo, las palabras que escribía Suetonio en referencia a Julio César, uno de los más celebrados emperadores romanos: “… para que a nadie le quede la menor duda de que tuvo una pésima reputación de cometer actos contra natura y adulterios, Curión le llama en un discurso suyo „marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos‟” (Suetonio, 2010: 96).

9 Aunque esto quede en anecdótica menudencia ante ciertos pormenores que inevitablemente nos vienen a la mente al evocar la historia de Lucio Aneo Séneca (4 a. C.- 65 d. C.), en quien encontramos quizá al más dotado pensador estoico romano. No en vano, como consejero de Calígula y preceptor de Nerón, quien finalmente lo invitaría a suicidarse, permaneció durante la parte más significativa de su vida política vinculado a los dos emperadores más crueles y odiados de la historia de Roma. El rechazo que ambos producen está más que justificado, a juzgar por las referencias acerca de su crueldad que la historia nos ha transmitido. Sin embargo, lo que ahora me interesa poner de relieve es que, en próxima vecindad con las mayores aberraciones del poder, Séneca se esfuerce en mantener siempre el equilibrio de espíritu que la doctrina estoica recomienda perseguir en la vida. Es seguro, y él mismo lo reconoce en multitud de ocasiones, que no consigue hacer de su vida una fiel encarnación de la doctrina que profesa, pero eso ni resta valor a sus ideas ni tampoco merma la magnitud de sus esfuerzos. Para él, es “el primer indicio de un espíritu equilibrado poder mantenerse firme y morar en sí” (Séneca, 2010: 35). No significa esto permanecer encerrado en uno mismo, aunque sí recomienda Séneca cierta cautela a la hora de abrirse a los demás. “En todo caso, vive tú de tal manera que no te confíes a ti nada que no puedas confiar incluso a tu enemigo; pero ya que sobrevienen ciertas situaciones que por costumbre se mantienen en secreto, comparte con tu amigo todas tus cuitas, todos tus pensamientos. Le harás fiel, si le consideras fiel, pues algunos le enseñan a engañar, temiendo ser engañados y con sus sospechas le otorgan el derecho a ser infiel” (Séneca, 2010: 33). Esas cautelas, de las que hace un instante hablaba, le llevan a proponer un prudente alejamiento de ciertos extremos en nuestras relaciones con los otros. No debemos extender sin medida la red de la desconfianza, pero tampoco caer en la ingenuidad de fiarnos de cualquiera. Aun así, para Séneca, desde el punto de vista de la moral, es preferible pecar de ingenuo. Si bien, pensando en la seguridad, mejor desconfiar en demasía que bajar la guardia y ser excesivamente confiado (Séneca, 2010: 38-9). En todo caso, ninguna de esas dos actitudes, ha de ir jamás en detrimento de la civilidad, ya que, según él

10 mismo recalca con claridad, “esto es lo primero que garantiza la filosofía: sentido común, trato afable y sociabilidad” (Séneca, 2010: 41). En ese contexto ha de entenderse su manera de plantear el ideal estoico de una vida exenta de lujos banales, que él concibe como única apropiada para el filósofo. En ella estará ausente todo afán de mortificar el cuerpo, sometiéndolo a pruebas difíciles de superar. En efecto, en su opinión, “la filosofía exige frugalidad, no castigo; además, puede existir una frugalidad sin desaliño” (Séneca, 2010: 41). En el fondo, la clave es hacerse amigo de uno mismo, amarse a uno mismo, pues sólo así podremos dar amor a otras personas. El estoico quiere poner en práctica en todo momento un amor al equilibrio, que sabe que la querencia hacia otra persona, incluso el excesivo amor a uno mismo, amenaza y, con frecuencia, rompe el anhelado orden que busca construir en su existencia. Él lo expresa recordando una idea de Hecatón: „¿Me preguntas en qué he aprovechado? He comenzado por ser mi propio amigo‟”. Y hace notar con toda contundencia que quien eso consigue, “mucho ha aprovechado: nunca estará solo” (Séneca, 2010: 44-5). Pero Séneca no deja de señalar las dificultades que esto conlleva, en primer lugar por el mismo hecho de vivir en sociedad. En efecto, el individuo se verá con facilidad influenciado por ideas y hábitos de vida, que le harán difícil sostener su independencia y construir su identidad. Por ello, dice el filósofo romano, que “debe ser apartada de la multitud el alma, débil aún y poco firme en la virtud”, ya que ésta “fácilmente comparte el sentir de la mayoría” (Séneca, 2010: 47). El individuo corre el riesgo de perderse en la multitud, arriesga su singularidad en la emulación de los comportamientos y las visiones comunes. Es importante hacer notar cuál es el tono general de su discurso, cómo éste no parece emanar de las alturas, sino venir de alguien que está junto a nosotros, que comparte una situación similar a la nuestra. Esto se hace evidente a través de la sincera emotividad con la que afronta la escritura. “No soy tan cínico –nos dice- como para realizar curaciones estando enfermo, mas como si me hallase en la misma enfermería converso contigo sobre la dolencia común a ambos y te expongo los remedios” (Séneca, 2010: 90-1).

11 De la escritura quiere hacer un bastión firme, en el que detenerse a mirar alrededor. Desde ella analiza y asume los retos de su tiempo. Él quiere estar, con toda la intensidad, presente en su realidad vital. Por eso, a los que huyen continuamente, creyendo que con ello dejan atrás su historia personal y pueden realmente recomenzar a partir de cero, Séneca les dice que deben “cambiar de alma, no de clima” (Séneca, 2010: 94). Sentencia cuyo alcance explicita al decir, dirigiéndose al amigo al que quiere bien: “Vas de acá para allá a fin de sacudir el peso que te abruma, que por el mismo ajetreo resulta más molesto, cual sucede en la nave, donde los fardos sujetos ocasionan menor desequilibrio, en cambio los amontonados en desorden hunden más pronto el lado en que se han colocado. Todo cuanto haces, lo haces contra ti, y el propio movimiento te perjudica, porque agitas a un enfermo” (Séneca, 2010: 94-5). Por otra parte, el centrarse en exclusiva en uno mismo, siendo incapaz de ver más allá, es también un síntoma de la enfermedad que Séneca diagnostica en la Roma de su época y que hoy está muy lejos de haber sido erradicada en nuestras complejas sociedades. En estas últimas, el individuo percibe cada vez como un riesgo mayor salir de uno mismo, romper con el entorno protector que penosamente ha construido. Sin embargo, como indica con claridad el sabio estoico, “no puede vivir felizmente aquel que sólo se contempla a sí mismo, que lo refiere todo a su propio provecho: has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti” (Séneca, 2010: 120). Para proporcionar una representación más cercana de sus ideas, utiliza esa metáfora, desde entonces tan recurrente, que presenta la vida como un teatro. “Como una obra teatral, así es la vida: importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la cuestión el lugar en que termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un buen final” (Séneca, 2010: 160). Dicho de otra forma: no se ha de lamentar la fugacidad de la vida. Lo relevante no es el tiempo del que disponemos, sino lo que hacemos con él. De forma análoga, es la manera en que vemos las cosas y no ellas mismas, lo que más condiciona nuestro pensamiento y nuestras acciones. “Todo depende –sostiene el sabio estoico- de la opinión que nos formamos. No sólo la ambición, la sensualidad, la avaricia la toman en consideración: es de acuerdo con la opinión como sentimos el dolor. Cada cual es tan desgraciado como imagina

12 serlo” (Séneca, 2010: 165). Por tanto, al igual que nos dirá Marco Aurelio, Séneca nos recomienda prestar una gran atención a lo que sucede en el interior de nuestra mente. Si nos esforzamos, podemos controlar en buena medida nuestras emociones y pensamientos. De esta forma, encararemos las dificultades de la vida real dominándonos a nosotros mismos. Así también, y esto es lo más importante, transformaremos la realidad en la única medida en que está a nuestro alcance hacerlo. Porque el objetivo más razonable que, en ese sentido, podemos perseguir es no dejarnos arrastrar por el destino, a pesar de que no podamos oponer demasiada resistencia a que la vida siga su curso. Lanza, pues, la siguiente exhortación. “Mientras tanto observa y sustenta esta norma: no sucumbir en la adversidad, no fiarse de la prosperidad” (Séneca, 2010: 169). No obstante, su apelación al cultivo de la individualidad no le lleva nunca a defender que vivamos de espaldas a la sociedad. De hecho, insiste en la necesidad de tener siempre presente que somos seres sociales, indicando que “hemos de vivir como si nos hallásemos en público, meditar como si alguien pudiese escudriñar en lo profundo de nuestro corazón” (Séneca, 2010: 171). El estoico apego al equilibrio, que el amor rompe, se aprecia como en ningún otro lugar en su reescritura de la historia de Medea. A lo largo de esas páginas Séneca expresa la idea central de la obra clásica de Eurípides, resumiéndola en este intercambio de palabras entre Jasón y la heroína. JASÓN: “Vamos, ¿qué crimen puedes tú echarme en cara a mí?” MEDEA: “Todos los que yo he cometido”. (Séneca, 2010b: 53). En estas dos líneas se expresa, con una rotundidad que puede hallarse en muy pocos escritos, cómo el amor resulta transmutado en odio, y de qué manera el odio lleva, a los que en otro tiempo se amaron, a imputar al otro el origen de todo el mal que ha cometido. Podría decir algo de semejante tenor Séneca, en relación a Calígula. En este sentido, es elocuente la recreación que Albert Camus hace del mundo interior de este personaje, en la obra de teatro que lleva como título el nombre del siniestro emperador romano. Del miedo que podría inspirar a los miembros de su corte habla a las claras este diálogo que Camus imagina:

13 CALÍGULA: “Piensas que estoy loco”. HÉLICON: “Sabes bien que no pienso nunca. Soy demasiado inteligente para eso” (Camus, 1958: 25). En efecto, Séneca bien podría haber ocupado el lugar de este personaje, Hélicon y, por lo que sabemos, es seguro que más de una vez lo ocupó. Pero sigue el diálogo con una aún más inquietante aseveración de Calígula: “Sí. ¡En fin! Pero no estoy loco e incluso jamás he sido tan razonable. Simplemente, he sentido de golpe una necesidad de imposible. Las cosas, tal como son, no me parecen satisfactorias” (Camus, 1958: 26). Más adelante, abunda en la misma idea y con ello nos dice algo que nos toca a todos, pese a ser enunciado por el personaje teatral inspirado en un ser tan depravado y perverso: “Acabo de comprender al fin la utilidad del poder. Éste da oportunidades a lo imposible” (Camus, 1958: 37). Como cualquier ser humano que lo intentase, Calígula fracasa en su empeño. Sin embargo, a pesar de su locura, en la certera interpretación de su figura que nos ofrece Albert Camus, el cruel emperador da muestras de haber sido transportado por una pasión común a todo ser humano. Ésta no es otra que el deseo de enfrentarse a los límites que nos impiden materializar nuestros deseos. Llevando al extremo esta actitud, el Calígula de Albert Camus concluye: “He demostrado a estos dioses ilusorios que un hombre, si tiene voluntad para ello, puede ejercer, sin aprendizaje, su ridículo oficio” (Camus, 1958: 98). Se trata, claro está, de una obra de teatro y no de un libro de historia. Sin embargo, dicho sea con todas las cautelas que tal hecho implica, Camus consigue devolver a la vida esa mente enloquecida por la convicción de poseer y ejercer un poder ilimitado. Al fin, todo poder ha de enfrentarse con algo que lo desborda y supera. En este caso son la soledad, la locura y la muerte las que se encargan de poner en su lugar a este personaje delirante, que destruye cuanto ama al emprender la tarea imposible de acercarse a ello desde su poder absoluto. El que ama ha de saberse menesteroso, el amigo ha de saber que necesita al amigo.

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