“La Administración de la Hacienda en el siglo XIX y la función inspectora”, en: Juan Luis Pan-Montojo (coord.): Los inspectores de Hacienda en España: una mirada histórica, Centro de Estudios Financieros, Madrid, 2007, pp. 1–26 [ISBN: 978-84-454-1394-4].

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Descripción

CAPÍTULO I

La Administración de la Hacienda en el siglo XIX y la función inspectora JUAN PRO RUIZ (Universidad Autónoma de Madrid)

Al preguntarnos por las raíces históricas de la Inspección de Hacienda lanzamos hacia el pasado una pregunta que corre el riesgo de resultar anacrónica, si con ella pretendemos rastrear en la España de los siglos anteriores instituciones y cuerpos como los que hoy conocemos, adaptados a nuestro modo de pensar y a las realidades del mundo presente. En un sentido muy genérico, podríamos encontrar precedentes de la labor de los inspectores en los empleos de los que los monarcas se sirvieron desde tiempos remotos para descubrir a quienes trataban de eludir el peso de los impuestos y obligarles a asumir sus obligaciones fiscales (veedores, visitadores, contadores…). Pero, dado que en los siglos anteriores a la Revolución liberal eran tan distintos de los actuales los conceptos que se tenían de la relación entre los individuos y el poder político, de la obligación de contribuir, y aun de la contribución misma, la idea de inspección no podía tan siquiera ser concebida antes del siglo XIX. La aparición de la Inspección tributaria responde a la voluntad de hacer realidad los principios sobre los que se asienta la convivencia de las sociedades modernas. Así pues, comenzaremos este recorrido histórico por el momento en que, bajo la sacudida de la invasión francesa de 1808, entró en crisis definitivamente la Monarquía absoluta del Antiguo Régimen y se puso en marcha un proceso revolucionario que conduciría a la modernidad bajo la forma de un modelo liberal de Estado, economía y sociedad.

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1. PRINCIPIOS LIBERALES En España, como en el resto de los países occidentales, ese paso a la modernidad se produjo entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en torno al liberalismo; y sus principios se plasmaron, después de un proceso revolucionario más o menos largo, en un texto constitucional. Las constituciones, verdadero “contrato social” del que surgieron las naciones contemporáneas, hablaban de la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley, así como de seguridad, garantías, derechos y libertades individuales. Llevados al terreno de la fiscalidad, tales principios conducían a la liquidación de la arbitrariedad y los privilegios que habían caracterizado a la imposición del Antiguo Régimen: bajo el régimen constitucional la carga fiscal se habría de repartir equitativamente, sin distinción de estamentos o territorios, y contribuyendo cada ciudadano “en proporción a sus facultades”.1 La obligación de contribuir al sostenimiento de los gastos del Estado iba de la mano con el establecimiento de garantías sobre el control de esos gastos y sobre la previsibilidad de los impuestos, estableciendo un presupuesto anual por el que las Cortes regularan la carga fiscal y las condiciones para su recaudación. Todo ello, claro está, en la medida en que el diseño ideal de nación que se esbozaba en la Constitución se hiciera realidad gradualmente mediante la construcción de un Estado. Poco a poco, las instituciones constitucionales se irían desarrollando y asentando, fortaleciéndose para hacer cumplir la Ley en todo el territorio, hasta vencer las resistencias que la tradición y el privilegio oponían al proyecto de una nación de ciudadanos prósperos, libres e iguales. La construcción del Estado nacional recorre toda la historia del siglo XIX en España; y en el terreno fiscal se refleja en la definición de una Hacienda Pública –distinta de la Real Hacienda del Antiguo Régimen–, capaz de gestionar las finanzas del Estado con arreglo a los principios de suficiencia y equidad. La agitada historia de la Revolución liberal en España –desde la invasión francesa de 1808 hasta el final de la Primera guerra carlista en 1840, o incluso hasta la Restauración borbónica de 1874– hizo que la implantación de ese modelo de Estado y de sociedad se retrasara durante décadas, atravesando un largo periodo de ensayos y conflictos. En el terreno fiscal, la creación de una Hacienda liberal no se abordó efectivamente hasta la década de 1840, cuando fueron abolidos los diezmos y primicias (poniendo fin a la existencia de una Hacienda eclesiástica paralela a la del Estado), se aprobó la reforma tributaria de 1845 (que diseñaba un nuevo sistema de contribuciones, inspiradas en los principios del liberalismo moderado) y se desplegaron por el territorio las instituciones que materializaban la Hacienda Pública y la ponían en contacto directo con el ciudadano–contribuyente. La reforma de 1845 –obra del ministro Alejandro Mon y de su asesor Ramón Santillán– implantó, pues, ese sistema nacional de Hacienda inspirado

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en los principios liberales que se llevaba persiguiendo desde 35 años antes; y lo hizo arraigar con tal fuerza que constituyó el diseño básico de la tributación en España hasta más de cien años después. En aquella reforma se buscó expresamente el predominio de las contribuciones directas, por su mejor adaptación a las circunstancias económicas del país y al ideal de equidad que compartían los liberales de todas las tendencias. El sistema de Mon se basaba en una Contribución de Inmuebles, Cultivo y Ganadería (luego llamada Contribución Territorial) y una Contribución Industrial y de Comercio. Ambas eran contribuciones directas de las llamadas de producto, que debían pagarse en proporción directa a los ingresos que generaban las actividades gravadas (se estaba aún muy lejos del principio de progresividad de la carga fiscal que se impondría en el siglo XX). Completaban el sistema un cierto número de impuestos indirectos, que aportaban la flexibilidad que no tenían los directos, al tiempo que redondeaban los ingresos del Estado sin recargar excesivamente la costosa y traumática imposición directa: eran, esencialmente, los Derechos de Aduanas y la Contribución de Consumos. También hay que mencionar el Derecho de Hipotecas, que gravaba las transmisiones y contratos sobre bienes inmuebles; 2 y, desde 1851, además el impuesto del Timbre, que continuaba la tradición del “papel sellado” del Antiguo Régimen gravando las letras de cambio, libros de comercio, testamentos, correspondencia postal, pólizas, etc.,3 a lo que se fueron añadiendo gradualmente otros objetos, como la emisión de acciones y obligaciones (1861), entradas de espectáculos, libros de huéspedes en establecimientos de hostelería, anuncios (1882), actas de sociedades, contratos de inquilinato (1892)… Todo el sistema tributario que entonces se implantó –y que se iría desarrollando en la segunda mitad del siglo XIX– descansaba sobre dos ideas: por un lado, cubrir las necesidades financieras del Estado con los escasos medios administrativos al alcance de una Hacienda aún incipiente; y por otro, responder a los intereses y aspiraciones de las clases dominantes en la sociedad española de aquel momento, las mismas que habían impulsado la creación de aquel nuevo Estado de base nacional y constitucional. De ahí que se buscaran procedimientos que garantizaran la mínima intromisión del Estado en la esfera privada, repartiendo la carga de las contribuciones de manera automática según indicios y evaluaciones externas, aun si ello significaba dejar al Gobierno inerme para contrarrestar las grandes bolsas de ocultación de riqueza. Se renunció a la posibilidad de cualquier investigación sobre los patrimonios y rentas de los contribuyentes, aludiendo a que ese tipo de instrumentos habrían venido a restablecer la recién abolida Inquisición, especialmente odiosa para la mentalidad liberal. Aspirando tan sólo al modesto objetivo de lograr una proporcionalidad lineal entre la renta de los contribuyentes y sus cuotas de contribución al Estado, en la práctica el sistema se desvirtuó, dando lugar a una distribución de la carga claramente regresiva: no sólo porque los impuestos indirectos seguirían desempeñando un papel más importante de lo que se había pretendido al plantear la

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reforma, sino sobre todo porque no se cuidaron los procedimientos para repartir la carga de los impuestos directos con verdadera proporcionalidad. La adecuada recaudación de las contribuciones que se implantaron en 1845 hubiera requerido la improvisación de mecanismos administrativos que el Estado de entonces no tenía: habría sido preciso registrar y evaluar todas las formas de riqueza, sus titulares y su volumen, para repartir las contribuciones con la proporcionalidad que preveían la Constitución y las leyes. En particular, para la más importante de las contribuciones, la que gravaba la propiedad de la tierra, los inmuebles urbanos y las actividades agrícolas y ganaderas, habría sido necesario levantar un catastro en el que aparecieran inventariados tales bienes y actividades, como se había hecho en Francia desde la época napoleónica. 4 El levantamiento del catastro se demoró en España hasta las primeras décadas del siglo XX, en parte por la insuficiencia de los medios disponibles para tal operación y en parte por la falta de voluntad política. En su lugar, se recurrió a sucedáneos como fueron los amillaramientos y las cartillas evaluatorias, sistemas que dejaban la estimación de la riqueza inmobiliaria, agrícola y ganadera en manos de los ayuntamientos. Dado que los ayuntamientos estaban en manos de los mayores propietarios, la implantación de este sistema de estimación hizo que la distribución de la carga fiscal se convirtiera en una negociación entre los contribuyentes y el Estado, negociación en la que los poderes locales se erigieron en intermediarios con poder decisivo. Para asegurar que la Hacienda ingresara completo el cupo previsto por este impuesto, su monto total se repartiría desde arriba hacia abajo, desentendiéndose de la proporcionalidad con unas rentas que, de hecho, se desconocían: el cupo por Territorial previsto en los presupuestos de cada año se repartía en cupos provinciales, y luego éste en cupos locales, dejando que unas juntas periciales sometidas a la lógica del caciquismo repartieran el cupo entre los vecinos en cada localidad. 5 La desviación de los sanos principios de la Hacienda liberal era similar en otras contribuciones directas; y también en las indirectas, cuya práctica se alejaba del diseño original y de cualquier concepto de justicia y equidad. Por ejemplo, la Contribución de Consumos, que teóricamente era un impuesto sobre las transacciones interiores, quedó desvirtuada en la medida en que frecuentemente se cedió a los ayuntamientos en régimen de encabezamiento, para que la municipalidad ingresara el cupo en las arcas de Hacienda y luego lo recaudara por el método que mejor le pareciera, que podía ir desde un recargo en las contribuciones directas hasta una capitación repartida a los vecinos, o la instalación de ciertas tiendas en las que se vendieran con recargo los géneros objeto de la imposición. Eso cuando no se arrendaba directamente a un particular la recaudación de los Consumos, volviendo así a una práctica especialmente criticada del Antiguo Régimen. 6

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Y es que, efectivamente, a pesar de la importancia de la reforma de 1845 como punto de arranque de la modernidad tributaria en España, hubo importantes elementos de continuidad con figuras y prácticas fiscales anteriores. En realidad, Mon hizo poco más que sistematizar y racionalizar las contribuciones existentes a la luz de los principios liberales que emanaban del modelo de la Revolución francesa. 7 De ahí que encontremos muchos elementos de inercia en la cultura tributaria y en las formas de administración fiscal del siglo XIX. Así, por ejemplo, la forma de concebir y de perseguir –o, más bien de no perseguir– la ocultación de la riqueza bajo el sistema de Mon procedía de lo que venía haciéndose frente a las anteriores Rentas Provinciales del Antiguo Régimen, que incluían impuestos directos como la Contribución de Frutos Civiles o la de Paja y Utensilios. La práctica habitual desde el siglo XVI era la de “encabezar” esos tributos, formando cupos negociados de obligada recaudación por un municipio, fueran cuales fueran los procedimientos de recaudación que quisieran establecer sus autoridades locales; y eran éstas –alcaldes y regidores– las únicas responsables de repartir el cupo y recaudarlo. Muchos impuestos, por otra parte, eran arrendados a particulares que adelantaban el cupo pactado y se encargaban de la recaudación. Es cierto que, desde la segunda mitad del siglo XVIII, existió una tendencia a recuperar para la Hacienda Real la administración y cobranza de los impuestos, pero la falta de medios limitó el alcance de esta tendencia a algunos municipios grandes y unas pocas figuras tributarias concretas. Así las cosas, no es de extrañar que no se definieran con precisión las figuras jurídicas ligadas a la evasión fiscal, ni los procedimientos ni los cuerpos de la Administración destinados a perseguirla. Todavía a finales del XIX seguían recaudándose impuestos estatales por esta vía del arrendamiento a particulares, lo que implicaba –entre otras cosas– que se delegaban en los arrendatarios las funciones de inspección e investigación de los tributos. 8 En un contexto tributario como este, la idea de inspección tenía poco sentido y, de hecho, era raramente mencionada. Incluso el concepto de defraudación fiscal tenía un sentido muy diferente del que habría de alcanzar en el siglo XX. En su lugar, se hablaba más bien de ocultación, para referirse a la omisión o la rebaja de los datos sobre la riqueza imponible que se hacía para evadir la carga de las contribuciones directas; y esta práctica, que llegó a ser sistemática y masiva en la segunda mitad del siglo, apenas era perseguida, castigada o ni tan siquiera condenada moralmente. Puesto que, según la lógica de los impuestos de cupo, el Estado recaudaba íntegras las cantidades previstas cada año, la ocultación de superficies, calidades, rendimientos o actividades llegó a admitirse como parte de la racionalidad de los agentes económicos, desentendiéndose del efecto que tenía sobre la desigualdad social. Por otro lado, la comodidad de unas contribuciones tan ligeras y fáciles de evadir para los ricos y poderosos, como sencillas de recaudar para la Administración, hizo que arraigaran en las costumbres de los españoles, estableciendo un límite severo al crecimiento de los ingresos del Estado (por lo que se llamó en la época la “petrificación” de las bases tributarias). Instalados la Hacienda y los contribuyentes en este pacto tácito, los cupos tributarios se congelaron y quedaron gradual-

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mente desfasados del crecimiento económico de la nación, condenando al Estado a una situación de déficit permanente, de recurrente endeudamiento y de incapacidad financiera para transformar la realidad del país. A pesar de los múltiples efectos negativos de las prácticas fiscales instaladas desde mediados del siglo XIX, el sistema demostró una gran capacidad de permanencia, ofreciendo resistencia tenaz durante más de un siglo a todos los intentos de reforma de la fiscalidad. 9

2. LA CONSTRUCCIÓN DE LA HACIENDA PÚBLICA La distancia entre la concepción teórica de los impuestos creados en 1845 y su aplicación práctica en los años siguientes tenía que ver con la estructura y dimensiones que la Administración española tenía en aquel momento. La Revolución liberal tuvo reflejo institucional en el terreno hacendístico con la abolición del Consejo de Hacienda, herencia de un sistema financiero lastrado por la tradición, la judicialización y la inoperancia. 10 En su lugar, en la cúspide de la Hacienda Pública se situó un Ministerio de Hacienda, reorganizado –como todos los demás– en 1834. 11 Al año siguiente, despareció la jurisdicción especial de Hacienda, sometiéndose las cuestiones hacendísticas al Tribunal Supremo. 12 Estas medidas representaban el triunfo final de la lógica del gobierno frente a la lógica de la jurisdicción, esencial para superar las contradicciones y el bloqueo en el que se hallaban las instituciones de la Monarquía, creando un ámbito propio para la Administración al servicio del Gobierno. Centralizada así la administración de la Hacienda Pública bajo el Ministerio de Hacienda, se sucedieron las reformas para aportar a éste recursos y organización. Algunas de esas reformas fueron comunes al resto de los ministerios, como la que en tiempos del Estatuto Real los dotó a todos de una estructura similar, dividiéndolos en secciones encomendadas a un jefe, e interponiendo la figura de un subsecretario entre el cargo político del ministro y el más alto funcionario del departamento, que era el oficial mayor. 13 En lo sucesivo, el subsecretario desempeñaría en el Ministerio la importante tarea de descargar al ministro de los asuntos menores y más marcadamente burocráticos, permitiéndole concentrar su atención sobre las decisiones de mayor calado político. 14 Las cuestiones litigiosas relativas a temas de Hacienda fueron encomendadas en 1834 a un efímero Tribunal Supremo de Hacienda, que desaparecería en poco más de un año; desde entonces, las cuestiones de Hacienda perdieron ese carácter especial, quedando bajo la jurisdicción ordinaria del Tribunal Supremo. 15 En 1845, al tiempo que se reformaba el sistema tributario, se reorganizó el Ministerio y se dieron nuevas instrucciones a sus empleados. 16 El Ministerio se estructuró en cuatro direcciones generales (de Contribuciones Directas, de Contribuciones Indirectas,

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de Rentas Estancadas y de Aduanas y Aranceles); y se desplegó por el territorio mediante unas administraciones provinciales de Hacienda. La institucionalización de la nueva Hacienda Pública se materializó dotando al Ministerio de una sede propia amplia y representativa, en la llamada Casa de la Aduana, edificio del siglo XVIII situado en el comienzo de la Calle de Alcalá; se sacaban así las oficinas centrales de Hacienda de la sede que compartían con otros ministerios en el entorno del Palacio Real. 17 El paso por el Ministerio de Hacienda de Juan Bravo Murillo en 1849-52 vino a cerrar el ciclo de las reformas de la Hacienda, consolidando y completando el sistema hacendístico liberal-conservador del Estado español. 18 Se reorganizaron los servicios centrales del Ministerio, refundiendo sus negociados bajo ocho direcciones generales, incluida una Dirección General de lo Contencioso especializada en la defensa de los intereses de la Hacienda Pública ante los tribunales de justicia. Se unificó el Archivo del Ministerio y se dotó a éste de un Boletín. Se procedió al arreglo de la Deuda Pública, que evitó que siguiera absorbiendo gran parte de los recursos fiscales que generaba el Estado. Se firmó un Concordato con la Santa Sede, que hizo irreversible la desamortización del patrimonio eclesiástico. Y se adoptó un sistema de contabilidad de la Hacienda Pública, que creó los mecanismos formales necesarios para someter a toda la Administración del Estado a una disciplina contable y financiera, imponiendo el sometimiento al presupuesto y la elaboración regular de cuentas públicas que pudiera controlar el Tribunal de Cuentas. La reforma hizo realidad la vieja aspiración liberal de la unidad de caja de las administraciones públicas, haciendo nacer el Tesoro Público y sometiendo todo movimiento financiero a la Intervención General del Estado. 19 Fuera de la capital, la acción del Ministerio se proyectaba sobre el territorio por medio de una estructura organizada desde tiempos de la monarquía absoluta alrededor de los intendentes. Con la nueva división provincial de 1833, la red de los intendentes se adaptó al nuevo mapa de 49 provincias. En cada capital, el intendente tenía bajo su mando una Administración Provincial de Hacienda formada por un administrador, un tesorero, una Sección de Contabilidad, oficiales inspectores y recaudadores. La estructura de los partidos judiciales se utilizaba para subdividir las provincias también a efectos hacendísticos, distribuyendo así por el territorio a los subdelegados de Hacienda, administradores de partido y depositarios; y en el nivel más bajo de esa estructura se encontraban los administradores subalternos, verederos y estanqueros. Buscando la máxima simplificación y centralización de la administración provincial, en 1849 Narváez eliminó las viejas intendencias, que al fin y al cabo eran una pervivencia del Antiguo Régimen, y traspasó sus competencias hacendísticas a los gobernadores provinciales. 20 Los nuevos gobernadores, herederos de los antiguos jefes políticos, eran considerados fundamentalmente como delegados del Ministerio de la Gobernación para el mantenimiento del orden público en las provincias, tarea a la que añadían

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un cúmulo de funciones como representantes del Gobierno en el territorio. En materia de Hacienda, Bravo Murillo quiso que la misión del gobernador se limitara a la supervisión sobre unas Administraciones Provinciales de Rentas que eran quienes de hecho dirigían la administración hacendística en las provincias; de ese modo esperaba evitar que los temas hacendísticos quedaran relegados y abandonados por unos Gobiernos provinciales saturados de competencias y poco preparados técnicamente. 21 Un aspecto importante de aquella remodelación de Bravo Murillo fue la creación de los mencionados visitadores y los inspectores de Aduanas, de la que luego hablaremos: embrión de un servicio de inspección fiscal, que nació, pues, adscrito a los Gobiernos provinciales a través de las Administraciones de Rentas. Con todas aquellas reformas, debidas a los gobiernos del partido moderado, el Ministerio de Hacienda empezó a funcionar como una maquinaria eficaz al servicio de los objetivos que le fijaba el Gobierno. No obstante, el sistema creado adolecía de debilidades importantes. El Ministerio tenía problemas para proyectar su acción sobre el territorio: no había personal suficiente para multiplicar por 49 los servicios centrales, teniendo en cuenta que los servicios financieros requieren una cierta profesionalidad y un personal nutrido y cercano al ciudadano. A falta de medios propios, el Ministerio delegaba gran parte de las funciones tributarias básicas sobre los ayuntamientos, operación arriesgada, dado que los entes locales estaban más cerca de los intereses particulares de los contribuyentes que del interés general de la Hacienda, y que además tampoco disponían de medios ni personal para las muchas tareas que se les exigían. A pesar de estos problemas y de los intensos vaivenes políticos del Bienio progresista y el Sexenio Revolucionario, el esquema administrativo de la Hacienda Pública experimentó pocos cambios después de la Década Moderada: ni progresistas ni conservadores consideraron necesario un cambio administrativo profundo por espacio de treinta años. El reformismo volvió a abrirse paso con la llegada a los gobiernos de la Restauración del Partido Liberal a partir de 1881, cuando Juan Francisco Camacho introdujo una novedad tan relevante como las Delegaciones de Hacienda. La institución de las Delegaciones Provinciales de Hacienda en 1881 fue un paso importante, con el cual la administración de la Hacienda Pública en las provincias adquirió la autonomía que requería su carácter técnico y especializado. 22 Aunque la medida fue abolida con el cambio de turno en el Gobierno, regresando los conservadores al sistema de las Administraciones dependientes del gobernador civil, acabó por confirmarse tras la vuelta al poder de los liberales, que consolidaron la idea de unas Delegaciones dependientes directamente del Ministerio de Hacienda. 23 El plan completo era descentralizar la administración hacendística llegando hasta el nivel de los partidos judiciales, en cuyas cabeceras se crearon unas Administraciones Subalternas de Hacienda; pero tras sólo cuatro años de vigencia, se comprobó que tal descentralización resultaba excesiva-

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mente costosa, y se eliminó esa figura, centralizando de nuevo en las delegaciones la gestión hacendística de toda la provincia. 24 Desde 1881 la gestión territorial de la Hacienda Pública española estuvo encomendada a las Delegaciones de Hacienda por espacio de más de un siglo; en todo ese tiempo la estructura interna de las delegaciones experimentó múltiples reformas que, salvando la figura fundamental del delegado, pusieron bajo su dirección diferentes órganos, secciones y servicios, reflejando casi siempre transformaciones de ámbito mayor en la estructura general del Ministerio o del Gobierno en su conjunto. 25

3. LAS ADUANAS Y EL MERCADO NACIONAL Si importante fue la nacionalización de la Hacienda, eliminando la concurrencia sobre unos mismos contribuyentes de las haciendas señoriales y eclesiástica, no menos lo fue la unificación del espacio económico y financiero de la nación, que constituía otro de los objetivos fundamentales de la Revolución liberal. Las primeras trabas que desaparecieron para la libre circulación de mercancías fueron las vinculadas a los derechos señoriales, abolidos en 1837: los derechos de peaje, pontazgo, portazgo y barcaje. En cambio las verdaderas aduanas interiores, conocidas como almojarifazgos y puertos secos, que separaban los antiguos reinos y territorios que componían la Monarquía, tardaron más en desaparecer completamente. El grueso de la unificación del mercado peninsular estaba realizado desde comienzos del siglo XVIII, cuando se había decretado la eliminación de las aduanas que separaban la Corona de Aragón de la Corona de Castilla (1714); pero las que separaban a Navarra y las Provincias Vascongadas del resto de España pervivieron hasta el final del Antiguo Régimen. La abolición de estas últimas aduanas interiores, intentada ya en las Cortes de Cádiz, se retrasó hasta que, terminada la guerra carlista, Espartero las eliminó en 1841.26 Pudo entonces organizarse un sistema aduanero destinado a definir un mercado nacional unificado y protegido del exterior. Quedó establecido un perímetro de aduanas en las costas y fronteras, y se implantaron sistemas prácticos de gestión, como los depósitos francos para almacenar las mercancías aprehendidas por no haber satisfecho los aranceles vigentes. De entonces data también la creación de una burocracia de aduanas, encuadrada en la Dirección General de Aduanas, Aranceles y Resguardos que creó el ministro de Hacienda de Espartero, Pedro Surrá y Rull, en el Ministerio de Hacienda, al tiempo que implantaba la unidad arancelaria del territorio nacional, en 1841. 27 La Contribución de Aduanas se concibió como un instrumento de la política comercial, protegiendo a ciertas producciones nacionales de la competencia extranjera, pero

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sin atribuirle una función recaudatoria importante, a diferencia de lo que habían hecho el resto de los Estados independientes surgidos en América de la disolución de la Monarquía española a comienzos de siglo. Aunque no tuviera finalidad recaudatoria, el sistema aduanero era de gran importancia como salvaguardia del mercado interno y de la unidad nacional en el plano económico. El Arancel de 1849, debido en parte a Alejandro Mon y en parte a Bravo Murillo, puede considerarse el primer arancel moderno: fue entonces cuando se abandonó la tradición de prohibir la entrada o salida de determinadas mercancías, adoptándose la práctica liberal predominante en Europa occidental de limitarse a graduar con impuestos de aduanas la protección de los productos nacionales frente a la competencia extranjera. Fue también a partir del Arancel del 49 cuando la técnica de gravar las mercancías ad valorem dejó paso a las tarifas específicas. 28 Después de esto habría pocos cambios en el sistema aduanero español, definido en sus trazos básicos para todo el siglo XIX, excepto el breve interregno librecambista de 1869–75, debido al Arancel de Figuerola. La Renta de Aduanas, que no había sufrido transformaciones sustanciales como figura fiscal en la reforma de 1845, fue perdiendo importancia entre los ingresos del Estado, debido a la mencionada renuncia a la función recaudatoria. De hecho, como mencionamos al referirnos a las contribuciones directas, también en las Aduanas hubo cierta continuidad con prácticas del Antiguo Régimen. La tendencia proteccionista de los aranceles mantenía la tendencia prohibicionista del mercantilismo que había dominado la política comercial española al menos desde 1782: algunas prácticas típicas del Antiguo Régimen, como la de prohibir la exportación de metales preciosos y otras mercancías consideradas de valor estratégico, o como la de regular la importación y exportación de granos en función de la abundancia o escasez en el mercado interno a fin de prevenir las alteraciones del orden público, fueron abandonadas con la llegada del liberalismo. Pero no así otras, que se mantuvieron, como la de sobrecargar con impuestos elevados la importación de manufacturas, sobre todo de aquellas que se entendía que podían hacer competencia a los productores del reino, como los paños o las sedas. También se retomaron las formas de represión del contrabando heredadas del Antiguo Régimen, como las que practicaba el Resguardo. Pero, en cualquier caso, toda aquella política mercantilista resultaba ineficaz por el escaso control que se tenía de las fronteras, a través de las cuales se realizaba un intenso contrabando, incentivado por las prohibiciones y los aranceles desmesurados. 29 Otro terreno en el que las continuidades con el Antiguo Régimen saltan a la vista es el de los monopolios fiscales, un importante ramo de la Hacienda que, en contradicción con todos los principios liberales, sobrevivió a lo largo del siglo XIX y suministró al Estado unos ingresos complementarios de inestimable valor. El más importante de los “géneros estancados” era el del tabaco, si bien había otros, como el de la pólvo-

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ra (hasta 1863) y el de la sal (hasta 1870); y a finales de siglo se recuperaría esta figura de los monopolios fiscales, creando los de cerillas (1892) y explosivos (1893). El fraude en los estancos adquiría fórmulas semejantes al de la Renta de Aduanas, por lo que existían medios de persecución y represión del contrabando similares desde el Antiguo Régimen (como el Resguardo). En 1887 la gestión del más importante de los estancos, el del tabaco, fue privatizada siguiendo el modelo italiano, dejándola desde entonces en manos de la Compañía Arrendataria de Tabacos. Ésta incrementó los medios de lucha contra el fraude, incluyendo la construcción de una flota especializada con la ayuda financiera del Estado. 30 Un Delegado del Gobierno en la Compañía se encargaría de intervenir sus operaciones y perseguir el contrabando; pero la atribución de los costes de esta persecución fue objeto de litigios entre el Estado y la Compañía hasta que se precisó en 1893.

4. EL PERSONAL Y LOS CUERPOS DE LA HACIENDA El personal al servicio de aquella administración hacendística fue organizado tempranamente, constituyendo el embrión alrededor del cual se desarrollaría posteriormente el resto de la Administración pública española. Efectivamente, en los momentos más bajos de la crisis de la monarquía absoluta, cuando Fernando VII había encargado a un equipo de tecnócratas reformistas la casi imposible tarea de reformar unas finanzas en quiebra, el ministro Luis López Ballesteros había concebido una organización modélica de los empleados de Hacienda. Los procedimientos de gestión de personal que implantó en 1827 estaban basados en la idea de escalafón, en la creación de cuerpos especializados y en la clasificación rigurosa de los cesantes. 31 Se estructuraron los servicios de la Real Hacienda mediante el establecimiento de una escala general y tantas escalas particulares como requiriera la naturaleza de cada uno de los ramos y empleos. López Ballesteros incluyó también entre sus reformas la creación de un Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras, fuerza de carácter militar que procedía de la reorganización de las antiguas rondas y de su reunión en un único Resguardo general de Rentas en tiempos de Carlos III. 32 Desde la reforma de 1829, la persecución del contrabando sobre el terreno quedaría en manos de este nuevo Cuerpo de Carabineros, auxiliado por los guardacostas del Resguardo marítimo y por el llamado “Resguardo pasivo o interior”. 33 Aunque es indudable el valor de los carabineros para dotar a la Hacienda de una fuerza armada propia con la que hacerse respetar, el cuerpo nació lastrado por problemas de competencias y por la doble dependencia de los ministerios de Guerra y Hacienda, así como por las necesidades policiales del Gobierno de Fernando VII que, en una época revolucionaria, llevaron a emplear frecuentemente este cuerpo en funciones represivas no relacionadas con el contrabando.

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Los carabineros se consolidaron como fuerza armada al servicio de la Hacienda. Si en 1834 pasaron a tener carácter civil, en 1842 se reformaron de nuevo, adoptando el nombre de Cuerpo de Carabineros del Reino, y recuperando su carácter inicial de cuerpo militar, dependiente del Ministerio de la Guerra e efectos orgánicos, pero puesto funcionalmente al servicio del Ministerio de Hacienda. Había carabineros de Infantería, de Caballería y del Mar, cuya oficialidad procedía íntegramente del Ejército y de la Armada. Luego, al crearse la Guardia Civil en 1844, dicho cuerpo colaboraría también en las tareas de represión del contrabando. En 1848 se creó en el Ministerio una Dirección General de Carabineros para dirigir este cuerpo, que contaba ya con más de 10.000 hombres. El Cuerpo adquirió mayor autonomía y profesionalización desde que en 1863 se creó el Colegio de Carabineros Jóvenes en Villaviciosa de Odón (Madrid); fue objeto de reglamentaciones cada vez más precisas en 1854 y 1866; y completó su despliegue con la creación del Resguardo Marítimo, ya durante la Restauración. 34 El esquema del personal de Hacienda que esbozó López Ballesteros sería mantenido a pesar del cambio de régimen que sucedió a la muerte de Fernando VII, pues respondía en gran medida a criterios modernos, más propios de un Estado liberal que absolutista, como correspondía a la inspiración reformista del equipo que rodeaba a López Ballesteros. Cuando, en 1852, Bravo Murillo dio al Ministerio la organización definitiva que le correspondía en una Administración liberal, mantuvo la distinción en una escala general y varias especiales, avanzando en la clasificación de los empleados en cinco categorías. 35 Hacienda se anticipó así a los demás departamentos de la Administración estatal en la incorporación a una lógica burocrática moderna. Lógica que se implantó definitivamente, cuando en 1852 Bravo Murillo, ya presidente del Consejo de Ministros, dictó una normativa general sobre empleados del Estado, que regularía la función pública en España hasta 1918. 36 De hecho, aquel decreto extendía al conjunto de la Administración los principios que ya regían en el Ministerio de Hacienda. 37 España disponía entonces de un modelo de funcionariado que, puesto a prueba en la gestión de Hacienda, se podía extender a toda la Administración Pública para encauzar su proceso de definición. El Ministerio de Hacienda era ya una gran organización burocrática, que contaba con 24.078 funcionarios, en una época en la que el resto de los ministerios civiles –excluyendo Guerra y Marina– no sumaban más que la tercera parte. 38 El carácter pionero de la organización del personal de Hacienda en aquel momento histórico se acentúa si tenemos en cuenta que la creación de cuerpos especiales también comenzó en Hacienda antes que en cualquier otro departamento de la Administración, con el Cuerpo Pericial de Aduanas, fundado en 1850. Bravo Murillo dividió los empleos de la Renta de Aduanas en dos ramas, que llamó periciales (administradores, contadores, vistas y auxiliares vistas) y no periciales (oficiales, alcaides, guarda almacenes e interventores de alcaldías y depósitos). 39 Estos últimos evolucionarían hacia el Cuerpo Auxiliar de Aduanas; mientras que los empleos de carácter pericial se constituyeron ya desde entonces en

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cuerpo especial de la Administración, gozando desde su creación de la inamovilidad propia del funcionariado profesional moderno, a fin de proporcionar a sus miembros una “segura esperanza en el porvenir”, como señalaba el ministro en su exposición de motivos. Para acceder al empleo de auxiliar vista, que era por el que se entraba en el cuerpo, había que pasar una oposición ante una Junta calificadora, que aseguraría la formación e idoneidad de los candidatos; a cambio de este control, los miembros del nuevo cuerpo tendrían estabilidad e independencia de todo vaivén político, ya que no podían ser sometidos a cesantía. Como él mismo dijo, Bravo Murillo estaba entonces experimentando con un modelo de organización del funcionariado que dos años después plasmaría en su decreto general sobre empleados del Estado: y marcaría la línea general que se siguió en el desarrollo de la Administración Pública española durante más de un siglo. Sin embargo, la organización en cuerpos especiales tuvo un alcance bastante limitado en el siglo XIX, por lo que atrajo sobre los pocos que existían suspicacias ligadas a su carácter en cierto modo “privilegiado”. La Hacienda Pública se fue dotando de personal con alta cualificación técnica, como eran los ingenieros, arquitectos y peritos necesarios para las tareas de evaluación de la riqueza; pero, en su mayor parte, quedaban integrados en las escalas generales de funcionarios de Hacienda, sin dotarles de la autonomía profesional que suponía el constituirlos en cuerpo. La política de creación de cuerpos técnicos altamente profesionales y políticamente independientes no empezó a afirmarse hasta las últimas décadas del XIX, a partir del Gobierno largo de Sagasta. Por lo que respecta al Ministerio de Hacienda, habría que destacar la creación del Cuerpo de Abogados del Estado y la remodelación de la Dirección General de lo Contencioso, que organizó dicho cuerpo bajo la dependencia jerárquica del director general y del ministro. 40 También el Cuerpo de Ingenieros Agrónomos que, aunque creado al establecerse el Servicio Agronómico en 1879, no fue organizado y reglamentado hasta 1882-87. 41 El Cuerpo de Ingenieros de Montes al Servicio de la Hacienda Pública, creado en 1900, funcionaba de hecho desde que se creara una Sección Facultativa de Montes en la Dirección de Propiedades y Derechos del Estado cinco años antes. 42 Tanto los abogados del Estado como los ingenieros respondían al modelo de cuerpos técnicos en los que se ingresaba en virtud de una titulación oficial y unas oposiciones, ascendiéndose luego en el escalafón por criterios de antigüedad y de mérito. Tales cuerpos, que seguían el modelo de otros, como el de ingenieros de minas creado en 1833, adquirieron la inamovilidad y la independencia propias del funcionariado moderno con carácter pionero, antes de que los rasgos esenciales de su funcionamiento se expandieran al conjunto de una Administración pública organizada en cuerpos profesionales. 43 Su importancia para el Ministerio de Hacienda era enorme: los abogados del Estado aportaban al Ministerio una asesoría profesional y un sólido servicio jurídico para hacer valer

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los intereses de la Hacienda Pública frente a los contribuyentes y frente a otras instituciones; mientras que los ingenieros agrónomos y peritos agrícolas resultaban esenciales para disponer de técnicos especializados en las evaluaciones de cultivos y rendimientos con los que perseguir el fraude en la Contribución de Inmuebles, Cultivo y Ganadería (que, no lo olvidemos, suministraba al Estado más de un 20 por 100 de sus ingresos). Por la misma época se crearon también cuerpos técnicos especializados en impuestos como la Renta de Aduanas, el Timbre y los Derechos Reales. Con estas novedades, la Administración dejó de estar indefensa frente a la ocultación y pudo empezar a participar en la determinación de las bases tributarias. No es casualidad que hasta que no estuvieron disponibles estos cuadros de técnicos independientes, como los ingenieros agrónomos, arquitectos y peritos agrícolas, encuadrados en una Administración de Hacienda presente en las provincias, no empezaran a avanzar los trabajos de levantamiento del catastro de la riqueza inmobiliaria, que no obstante se habían ensayado –y luego abandonado– entre 1859 y 1870.

5. LAS FIGURAS DEL FRAUDE Y DE LA OCULTACIÓN FISCAL Definidos a grandes rasgos los impuestos, las instituciones administrativas y la organización del personal de Hacienda, durante mucho tiempo quedaron, en cambio, sin definir las figuras de defraudación fiscal y los procedimientos para contrarrestarlas. Por inercia, siguieron aplicándose las tradiciones del siglo XVIII: es decir, centrando la atención sobre el contrabando y desatendiendo toda otra forma de elusión fiscal. 44 Sólo el contrabando gozaba de arraigo como figura delictiva que la Hacienda se esforzaba por condenar y perseguir: tanto el contrabando a gran escala que se practicaba en las fronteras con Portugal, Francia y Gibraltar, en las colonias, en las islas y en las costas de la Península, como el matute y el contrabando menudo con el que comerciantes y vecinos burlaban continuamente los registros, fielatos, rondas y resguardos para evitar las aduanas interiores, los estancos y el pago de los Consumos. El contrabando llegó a ser una verdadera lacra social en el siglo XIX: la elusión del pago de impuestos indirectos fue el origen de una cultura de resistencia antifiscal que dotaba de legitimidad al contrabando, rodeando a los contrabandistas de una aureola heroica; y estas prácticas y discursos antifiscales pervivirían durante todo el siglo XIX, desvirtuando las reformas tributarias y haciendo estériles los intentos por implantar contribuciones equitativas y suficientes para la financiación de un Estado moderno. Un avance notable se dio en los últimos años del reinado de Fernando VII, durante las reformas de López Ballesteros. Este ministro y su equipo de técnicos allanaron el

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camino para los revolucionarios liberales que vendrían después, con medidas tan significativas como la Ley penal especial de 1830. Aquella Ley, obra de Pedro Sainz de Andino, no sólo contemplaba las distintas formas de contrabando, sino también la defraudación en el pago de contribuciones reales y la eventual connivencia de los empleados públicos en estos delitos. Por primera vez se contemplaban específicamente prácticas de fraude fiscal como la omisión o falsedad de datos en las declaraciones que graduaban los impuestos, la ocultación de contratos o derechos susceptibles de ser gravados, la simulación en los documentos justificativos de estos actos, la violación de las reglas administrativas que regulaban las contribuciones con intención manifiesta de eludir su pago, etc. La defraudación fiscal, en toda esta amplia definición, se ponía bajo el peso del derecho penal. Si bien para los casos leves se establecía un procedimiento administrativo destinado a sancionarlos con multas, las defraudaciones más graves se elevaban a la categoría de delito, y se podían sancionar con penas de cárcel, castigos corporales y hasta la muerte a garrote. 45 Aquella vía, de indudable severidad y de posible efecto disuasorio frente a la defraudación fiscal, no tuvo, sin embargo, continuidad. Tres años después moría Fernando VII, y algunas de las realizaciones modernizadoras de sus últimos gobiernos quedaron en el olvido o fueron desmanteladas al asociarlas al infausto recuerdo de la monarquía absoluta. Los liberales que se instalaron en el poder a continuación dejaron prácticamente en suspenso la aplicación de la Ley penal, que para su ideología pecaba de autoritaria, estatista e inquisitorial. Tras someter las causas en las que debiera aplicarse a una Comisión de Visita que se creó al efecto, varios vaivenes legislativos hicieron que, en la práctica, los tribunales decidieran según su criterio sin tomar la Ley en cuenta, hasta que en 1852 fue abolida por completo. 46 Por lo tanto, durante la mayor parte del XIX hubo una gran indefinición respecto a la forma de sancionar los incumplimientos fiscales; tanto más cuanto que el modelo tributario que se adoptaría en 1845 –y que perduraría hasta el siglo XX– se apoyaba, como ya dijimos, en unas contribuciones de producto repartidas mediante cupos fijos a las provincias, a los pueblos y a los contribuyentes. Había poco más que hacer que comprobar periódicamente las altas y bajas de cada impuesto, y –como señalaría años más tarde Flores de Lemus– todo el entramado administrativo de la Hacienda Pública acabó orientándose hacia la tramitación de expedientes de rutina: podía resolver reclamaciones sobre los impuestos asignados, pero no tomar iniciativas como las que exigía la inspección. 47 Hubo un último intento de disciplinar a los contribuyentes recurriendo a la vía penal para castigar la evasión fiscal, coincidiendo con el cambio político que se produjo a raíz de la Revolución de 1868 y el destronamiento de los Borbones. La coalición revolucionaria de progresistas y demócratas que se hizo con el poder introdujo el delito fiscal –concebido de nuevo en el sentido amplio del texto de 1830– en el Código Penal

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de 1870, tipificándolo en el art. 331 entre las falsedades. Aquella innovación, tan polémica como difícil de aplicar, pronto quedaría en letra muerta al no reflejarse en las prácticas administrativas ni judiciales de la época. Los posteriores intentos que se hicieron, a lo largo del siglo, para reducir las grandes bolsas de fraude y ocultación y sancionar con más rigor a los evasores, se saldaron con otros tantos fracasos; y, gradualmente, se fue imponiendo el criterio de limitar las sanciones al ámbito administrativo, separando estrictamente los asuntos fiscales de los penales. Hubo un aspecto de la Ley de 1830, sin embargo, que perduró a largo plazo: se trataba de la existencia de una jurisdicción privativa de Hacienda, que en el caso de aquella norma se articulaba en torno al superintendente general y sus subdelegados en los partidos (art. 125). En un mundo de privilegios y de jurisdicciones especiales, como era el del Antiguo Régimen, aquella disposición encajaba perfectamente. Pero cuando, poco después, se consolidó la monarquía constitucional y la consiguiente unificación de jurisdicciones, el sistema quedó en entredicho, y en 1835 se dispuso que los casos de Hacienda quedaran bajo jurisdicción de los tribunales ordinarios. La norma que sustituyó a la Ley de 1830, un decreto de Bravo Murillo, recuperó en 1852 la existencia de una jurisdicción separada, en torno a los Juzgados especiales de Hacienda. 48 Y así continuó, como excepción, durante todo el siglo XIX. 49 En realidad, el decreto de 1852 recogía las disposiciones esenciales de un Proyecto de Ley largamente acariciado por su autor, pero que no había podido tramitarse en las Cortes por las complicadas circunstancias políticas del momento. 50 El texto del Proyecto de Ley y del decreto subsiguiente retomaba la más amplia tipificación de la defraudación fiscal, siguiendo el modelo de la Ley de 1830 (pues todo el programa político del Gobierno Bravo Murillo buscó inspiración en los precedentes del reformismo administrativo de aquella época). Pero, aunque aquella norma permaneció vigente durante más de medio siglo –hasta 1904–, su aplicación práctica restringió el concepto de delito fiscal a la defraudación de los derechos de aduanas y rentas estancadas, es decir, a la tradicional criminalización del contrabando, manteniendo a salvo de la severidad represiva del Gobierno al resto de las contribuciones, y particularmente a las de carácter directo. Este fue el criterio explícito que asumió la Asesoría General del Ministerio: los fraudes descubiertos en las propias aduanas o en “puntos centrales de reconocimiento” se corregirían administrativamente por los empleados del ramo, con inhibición de cualquier otra autoridad; la jurisdicción de Hacienda se limitaría a conocer de las restantes causas que se formaran por delitos de contrabando y defraudación del derecho de Aduanas; y la defraudación quedaría definida como “introducir, detentar o conducir dentro de la zona fiscal mercancías de lícito comercio sin los requisitos que justifiquen haber satisfecho los derechos de entrada”. 51 Los reglamentos e instrucciones de los demás impuestos se ocuparon de escamotearlos del alcance del decreto, limitando las figuras de evasión al rango de faltas administrativas; y la jurisprudencia confirmó ese criterio. 52

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Tal vez hubiera sido difícil actuar de otra manera, dado que la parte procesal de la norma de 1852 estaba diseñada sólo para perseguir y castigar el contrabando. Hay que poner esta discriminación en relación con el espíritu del sistema impositivo creado en 1845, en el cual los patrimonios particulares debían quedar a salvo de toda intromisión del Estado, gravándose sólo a través de indicios externos y sin causar perjuicio o molestia alguna a los propietarios, verdadero pilar de la nueva sociedad liberal. Pero llama la atención que, incluso en lo relativo a las Aduanas, las ordenanzas de los años posteriores tendieran a rebajar la relativa severidad del decreto de Bravo Murillo. 53

6. PROCEDIMIENTOS DE CONTROL En este contexto institucional, huelga decir que los procedimientos burocráticos para dotar de efectividad a la política fiscal en la España del siglo XIX fueron pobres y poco satisfactorios: las críticas de los analistas de la época fueron prácticamente unánimes al lamentar la falta de medios en la que se dejó a una Hacienda Pública recién nacida. En cuanto a las aduanas, su organización quedó regulada por unas ordenanzas que se dictaban al ritmo del cambio en los aranceles: las primeras Ordenanzas de Aduanas del periodo liberal fueron las de 1847, vigentes sólo por espacio de un año, que establecían controles extremadamente duros para hacer realidad un estricto control de las entradas y salidas del territorio. En 1857 se compilaron las ordenanzas y normas que, procedentes de diversas épocas, seguían vigentes y eran de aplicación en las aduanas. Volverían a dictarse nuevas Ordenanzas de Aduanas en 1864, 1870, 1884 y 1894 (aunque, de hecho, las ordenanzas de 1870 fueron definitivas, pues gran parte de su articulado se incorporó como núcleo central de las posteriores, hasta las de 1947 inclusive). Las ordenanzas solían determinar un espacio geográfico alrededor de las fronteras y de las costas, al que denominaban zona fiscal, y en el cual se aplicaban ciertas restricciones para un mejor control aduanero: por ejemplo, la posibilidad de exigir dentro de esa zona los documentos acreditativos de la legalidad, procedencia y destino de las mercancías, o la necesidad de autorización –que no siempre se concedía– para establecer fábricas, almacenes o negocios dentro de la zona. La extensión de la zona fiscal variaba de una ordenanza a otra, llegando en algún caso a extenderse a todo el territorio nacional. Para hacer efectiva la persecución del contrabando, las ordenanzas establecían también la documentación que obligatoriamente debía acompañar a las mercancías cuando circularan por el país. 54 En 1853 se incluyeron bajo la autoridad de la Dirección de Aduanas los fielatos que cobraban los derechos de puertas a la entrada de las ciudades. 55

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Por lo que respecta a las contribuciones directas, dado que no existía tan siquiera un concepto aplicable de defraudación fiscal, los procedimientos de control fueron aún menos eficaces que en las Aduanas. Existía un fuerte contraste entre la ambición teórica con la que se definieron los impuestos de producto en la legislación a partir de 1845 y las limitadas posibilidades administrativas que ofrecía el Estado español en aquellos momentos. El más conocido es el caso de la Contribución Territorial, en la que, a falta de un levantamiento catastral en condiciones, los cupos tributarios eran repartidos con arreglo a los llamados amillaramientos. Estos documentos, que continuaban una tradición del Antiguo Régimen, eran simples listas literales de propiedades de cada municipio, a las cuales se atribuía una superficie, una supuesta calidad y un supuesto propietario o responsable del pago de la contribución. No había comprobación ni medición alguna para hacer estos amillaramientos, que salían de unas hojas declaratorias recopiladas y apenas supervisadas por la Junta pericial del término, compuesta por los concejales de su Ayuntamiento y un número igual de los mayores contribuyentes. 56 Los amillaramientos tendieron a mantenerse sin cambios durante mucho tiempo, como listados meramente locales que se seguían utilizando para repartir los cupos anuales de Territorial entre los vecinos a lo largo de una década o más, cuando ya habían quedado claramente desfasados. Entre 1858 y 1865 hubo una “rectificación” general de amillaramientos, dado el escandaloso nivel alcanzado por una ocultación que había hecho desaparecer cerca del 40 por 100 de las superficies conocidas hasta 1850. 57 Pero las siete rectificaciones que se intentaron con posterioridad constituyeron otros tantos fracasos; y en cualquier caso, ninguna de estas operaciones fue acompañada de verdaderas comprobaciones sobre el terreno. 58 Un cierto control de la veracidad de las cifras agregadas empezó a conseguirse a partir del Catastro por Masas de Cultivo y Clases de Terreno que se puso en marcha a finales de siglo. 59 La gran novedad de estos catastros era la intervención de técnicos externos a la comunidad local, que medían los terrenos, evaluaban calidades del terreno y calculaban rendimientos de los cultivos. Pero, precisamente por la complejidad de estas tareas y las limitaciones de presupuesto y personal, pasaría más de medio siglo hasta que pudiera aplicarse en toda España un verdadero catastro de la riqueza inmobiliaria, siquiera fuera un catastro fiscal de levantamiento rápido y económico, como el que se llamó desde 1906 Avance Catastral. 60 En cuanto al otro gran impuesto de producto creado por Mon y Santillán en 1845, la Contribución Industrial y de Comercio, tampoco era fácil de recaudar porque no había un conocimiento detallado de las ganancias de cada negocio del país. La solución fue dejar en manos de los ayuntamientos la elaboración de las matrículas en las que figuraban los contribuyentes clasificados por tarifas y cuotas. Frecuentemente, además, se recurría a la negociación del encabezamiento por gremios, lo cual aseguraba a la Hacienda

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un cierto volumen de ingresos, pero erigía al gremio en intermediario entre el Estado y los contribuyentes, alejando cualquier posibilidad de repartir la carga fiscal con criterios equitativos. 61 La reforma de Camacho introdujo, en 1882, nuevas tarifas con mayor proporcionalidad entre las cuotas del impuesto y los beneficios obtenidos por las empresas; se extendieron las bases del tributo, suprimiendo diversas exenciones; y se elevaron las penas por ocultación. 62 Pero también –y tal vez fue lo más importante– se redujeron las facultades repartidoras de los gremios, aumentando, en consecuencia, la intervención de la Administración (a partir de entonces, el Ministerio de Hacienda podría nombrar por sorteo a la mitad de los clasificadores de cada gremio); y para hacer efectivo este esfuerzo de control de la Industrial, se mejoraron los servicios de inspección, creando un cuerpo permanente de inspectores. Todo ello, al coste de provocar un movimiento de resistencia de las organizaciones patronales durante el mes de febrero de 1882. De hecho, la Contribución Industrial y de Comercio tuvo siempre un cierto carácter negociado entre la Administración y los representantes de los contribuyentes (en este caso las organizaciones patronales). La negociación se plasmó en la creación de comisiones mixtas a las que se encargó la redacción de los reglamentos del impuesto promulgados en 1893 y 1896. 63 El tacto exquisito que el régimen de la Restauración tuvo con los empresarios en estas materias se reflejó en el hecho de que no se diera ni una sola sentencia condenatoria para casos de defraudación por Contribución Industrial y de Comercio hasta 1898, mientras que antes de eso ya hubo en 1885 una condena penal para un inspector por falsedad en un acta de inspección del mismo tributo. 64

7. INSPECCIÓN ANTES DE LA INSPECCIÓN La implementación de la Hacienda Pública liberal y de una administración eficaz y profesionalizada, que hemos visto desarrollarse desde mediados del siglo XIX, encontraba un límite en la inexistencia de la inspección. Aunque esta carencia pueda entenderse históricamente en el contexto de la mentalidad fiscal de la época y de la precariedad en la que se movía toda la Administración del Estado, resultaba evidente que sin un servicio de inspección no era posible poner coto a la impunidad con la que proliferaba la evasión. Fue, una vez más, Bravo Murillo quien dio el primer paso en 1849, al crear unos visitadores generales –a los que se atribuyeron funciones de inspección de los servicios de Hacienda– y unos inspectores de Aduanas, ambos adscritos a los Gobiernos provinciales. 65 Pero aquella innovación, aunque loable por su intención y originalidad, ha de ser considerada, a la vista de los resultados, como poco más que un conato de inspección: resultó bastante ineficaz, tanto por el limitado número de efectivos (cuatro visi-

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tadores y 20 inspectores) como por la falta de una institución central que coordinara su labor. Aquel principio prometedor no se consolidó ni se desarrolló adecuadamente en los años siguientes, pues, en medio de una notable inestabilidad política, las visitas y la inspección fueron objeto de múltiples reformas y contrarreformas que hicieron variar su número, denominación, competencias y funcionamiento; si a ello añadimos los sempiternos problemas de personal y presupuesto de estos servicios, se comprende que fueran del todo inoperantes. Fue durante el Sexenio Revolucionario (1868–74) cuando, en un contexto político más favorable para vencer las resistencias a este tipo de novedades, se plasmó por primera vez la Inspección en sentido estricto, aunque tardara mucho tiempo más en funcionar con eficacia. Fue en 1871, en un momento en el que, dando por fracasada la utopía liberal del ministro Figuerola y sus innovaciones radicales, se buscaba a toda costa equilibrar las cuentas del Estado, saneando los ingresos para salvar la Revolución. Fue con ese espíritu con el que Segismundo Moret creó el Cuerpo General de Inspectores de Hacienda, destinado tanto a mejorar el rendimiento del sistema tributario existente como a imponer un reparto más equitativo de la carga fiscal y afirmar la autoridad del Estado frente a los defraudadores. 66 La Inspección dependería del ministro de forma directa, para que tuviera la coordinación central que le había faltado anteriormente y no sufriera interferencias por parte de las direcciones generales; y se organizaría territorialmente en seis distritos que cubrían todo el país, cada uno bajo la dirección de un inspector y coordinados por el inspector del distrito central. Aquellos primeros inspectores gozaban de atribuciones bastante amplias y tenían personal auxiliar a su servicio. La Inspección nacía con una ambigüedad que afectaría a su grado de eficacia, pues no sólo estaría encargada de investigar la riqueza sometida a tributación, sino también –y en la práctica de forma primordial– de vigilar el funcionamiento de los demás ramos de la Administración hacendística. Sería, pues, un servicio interno de inspección del Ministerio de Hacienda, destinado a poner orden en su propia administración, y sólo secundariamente un servicio de investigación, encargado de disolver las grandes bolsas de ocultación de riqueza imponible que petrificaban las bases de las contribuciones. Por otro lado, aquel servicio apenas pudo desarrollar su labor, no sólo por la limitación de la plantilla, sino porque, tras las crisis políticas que determinaron el cambio de régimen, en los primeros años de la Restauración quedó descentralizado y volvió a perder su potencial. Tuvo que ser con el regreso de los liberales al poder, en 1881, cuando la inspección empezara a cobrar vigor, al reorganizarla Camacho con un sentido centralizador, creando la Inspección General de la Hacienda Pública. 67 La importancia de aquella disposición radica en que la institución, como tal, se incorporó al entramado administrativo de la Hacienda Pública Española con carácter permanente, desarrollando su labor con

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una continuidad más que centenaria. 68 No obstante, la Inspección centralizada que concibió Camacho desapareció luego intermitentemente, primero por decisión de un Gobierno conservador –Cos-Gayón la disolvió en 1884 69– y luego de otro liberal: López Puigcerver volvió a descentralizarla en 1887, pues entretanto había sido restablecida por el propio Camacho. 70 Cambiando repetidas veces de Reglamento –en 1892, 1893, 1895 y 1900–, la investigación para perseguir el fraude y la ocultación no tuvo, en lo sucesivo, un servicio específico, sino que dependió alternativamente de las direcciones generales responsables de la gestión de cada impuesto, o bien de una secretaría especial creada en la subsecretaría de Hacienda, en un continuo baile de cambios institucionales. En todo caso, ni unas ni otra disponían de verdaderos servicios de inspección ni de un criterio común con el que abordar el problema de la elusión fiscal. 71 A pesar de la existencia de esa inspección general, lo cierto es que el control de los diferentes impuestos se realizaba por separado. De hecho, hasta 1893 la Inspección sólo se ocupó de la Contribución Industrial y de Comercio y del impuesto del Timbre. La Territorial tenía sus mecanismos propios, ligados a los amillaramientos; la supervisión de las Aduanas la realizaban otros servicios; los Derechos Reales correspondían a la Dirección General de lo Contencioso; e incluso el Timbre pasó a luego a inspeccionarse por la Compañía Arrendataria de Tabacos. De manera que puede decirse que la Industrial fue el principal impuesto del que se ocupó la primitiva Inspección. El personal especializado lo formaban los ingenieros industriales, encargados teóricamente de la inspección técnica de la industria fabril, aunque su número era tan escaso que apenas podían hacer nada en ese sentido (en algunas provincias no había ni uno). A finales de siglo la Inspección sufrió modificaciones de importancia, ligadas al cambio de tendencia general ocurrido en esos años en torno a las grandes cuestiones políticas que tenía planteadas el país, y en particular con respecto a la lucha contra el fraude fiscal. Se empezaron a formar cuerpos especializados en la inspección de otros tributos: ingenieros agrónomos y arquitectos para la Territorial (con el impulso del levantamiento catastral), peritos mercantiles para la Contribución de Utilidades (desgajada de la Industrial en 1900), peritos electricistas para el Impuesto del gas, electricidad y carburo, e ingenieros de minas para las inspecciones regionales de los impuestos mineros. El Reglamento del Servicio de 1903 diseñó los procedimientos para esta nueva era. 72 No fue fácil que se consolidara la Inspección como una institución normal de la Administración Pública española y que su actuación fuera aceptada como legítima, beneficiosa y conveniente por una opinión largamente acostumbrada al fraude y la corrupción. El control de las contribuciones exigía una serie de averiguaciones que se prestaban a ser criticadas como "inquisitoriales", como intromisiones en la vida privada de los ciudadanos afectados, incompatibles con una forma interesada de entender los principios liberales. Ese tipo de planteamientos solían aparecer en las protestas de los empre-

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sarios y de sus portavoces políticos durante el último tercio del siglo XIX, dando a entender en ocasiones que las infracciones impuestas por los inspectores a raíz de ocultaciones eran fruto de su capricho, en un marco de “persecución” contra la industria y el comercio. Pero más llamativo aún resulta encontrar planteamientos similares en publicaciones oficiales de los responsables de la gestión de los tributos, como cuando la Dirección General de Contribuciones constató en 1867 que los funcionarios encontraban muchas resistencias a las pesquisas que requería el control de la Industrial, y atribuyó esas resistencias a un legítimo "sentimiento de dignidad". 73 Las actuaciones normales de los inspectores (y de sus auxiliares en este terreno, incluidos los carabineros) se dividían en funciones de investigación y funciones de inspección propiamente dichas. Las funciones de investigación se referían fundamentalmente al descubrimiento de actividades comerciales o industriales ocultas, o bien incorrectamente clasificadas en las matrículas de la Contribución Industrial. Uno de los medios empleados para descubrir estas ocultaciones era la propia publicidad de las empresas, que se consideraba indicio suficiente para demostrar la actividad empresarial ante los tribunales. Una de las mencionadas Sentencias del Supremo de 1898 precisamente condenó por defraudación a un empresario que se había anunciado públicamente, aunque luego pretendiera que sólo realizó dos o tres actos aislados, por lo que no se consideró obligado a darse de alta en la Contribución. 74 Si se detectaba el ejercicio de una actividad comercial o industrial no dada de alta en las matrículas de la Industrial –y aquí se muestra el carácter "suave" de aquella primera Inspección–, el inspector levantaba un acta de invitación o de ocultación, por la cual se comunicaba al contribuyente la ocultación descubierta y se le proponía un plazo para subsanarla sin incurrir en mayores responsabilidades. Junto a estas actividades de investigación, estaban las de inspección propiamente dichas, que exigían labores más técnicas, como examinar los libros de contabilidad que estaban obligados a llevar los comerciantes, revisar facturas, recibos y documentos, o evaluar el aforo de los locales de espectáculo para graduarles la cuota del tributo. Las labores de inspección arrancaban de un documento previo que establecía un cambio en la situación fiscal del contribuyente –alta, baja, denuncia o fallido– y que los inspectores o sus auxiliares acudían a comprobar, reflejando las circunstancias de la visita en un documento llamado acta de presencia. En la tramitación de estos documentos se procuraba recurrir a testigos del lugar o agentes de la autoridad que corroboraran los hechos, reuniendo todos los documentos posibles a fin de facilitar la tramitación del expediente y prevenir posibles recursos del contribuyente. Por ejemplo, cuando los inspectores o los carabineros detectaban una actividad oculta, recababan certificados del Ayuntamiento de que el empresario no figuraba en la matrícula o figuraba con unas determinadas características (distintas de las comprobadas), para así evitar la inclusión a posteriori en la matrícula o la modificación de la inscripción, fraude que se producía en ocasiones con la connivencia de las autoridades locales, y que ponía en evidencia a los inspectores.

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La reacción contra la inspección a posteriori no era infrecuente, según diversos testimonios: los defraudadores intentaban corregir su situación y evitarse multas y recargos, por más que para ello incurrieran en ilegalidades flagrantes. Otra Sentencia del Tribunal Supremo de 1898 se refiere a uno de esos casos que fue descubierto: se trataba de un industrial que había recibido la visita de un inspector, el cual había comprobado que tenía declarados menos elementos de fabricación de los que se encontraban en la fábrica; el empresario imaginó que el inspector no consignaría en el acta la hora de la visita, y se apresuró a presentar una declaración correcta en la administración de Hacienda aquel mismo día, alegando después que cuando fue inspeccionado su situación era ya completamente regular. El Tribunal no le dio la razón, ya que quedó demostrado que ante las preguntas del inspector no había hecho alusión a ninguna nueva declaración presentada aquel mismo día. 75 En general, lo que se observa en la jurisprudencia del siglo XIX es que muchas de las discrepancias de criterio observadas entre el Tribunal y los inspectores de Hacienda en torno a las denuncias de fraude fiscal efectuadas por estos últimos se referían a la distancia entre una realidad económica que tenía en gran parte carácter oral e informal y una doctrina jurídica que sólo consideraba reales los hechos probados por documentos escritos. Esta distancia entre un mundo formal y escrito y otro informal y predominantemente oral, es un aspecto más de las arritmias producidas en el proceso de modernización. De hecho, para una Administración copiada del extranjero y montada sobre criterios teóricos racionales y estrictamente jurídicos, resultaba inaprehensible el mundo del comercio de entonces, en gran parte un mundo de transacciones informales basadas en la confianza personal, sin facturas, sin constitución de sociedades, sin libros de contabilidad... Con ese mundo resultaba difícil probar hechos de cualquier tipo que fueran, y con más razón los relativos al fraude fiscal, consustancial a ese tipo de negocios. Los tribunales rechazaban muchas denuncias por no venir acompañadas de pruebas escritas, aun cuando existieran testigos u otros indicios importantes de carácter oral. Pero paulatinamente hubo de imponerse el sentido común, y los indicios observados por los inspectores fueron aceptándose como pruebas suficientes para condenar a los defraudadores. Por último, hay que señalar que aquel primer Servicio de Inspección nacido en 1871 y reformado en 1881 no fue acompañado de la constitución formal de los inspectores como cuerpo especial. Y así se mantuvieron durante todo el siglo XIX, a pesar de las sucesivas refundaciones y reformas posteriores del Servicio. Por tal motivo, podía Juan Navarro Reverter, ministro de Hacienda en 1895, añorar los resultados que en otros países daba la existencia de un Cuerpo de Inspectores: “Elementos necesarios para administrar bien la Hacienda Pública son los servicios de investigación, comprobación e inspección, y es su importancia tal,

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que en otras naciones, donde la tradición ha dado a los organismos administrativos una solidez que en el nuestro no alcanzan todavía, el Cuerpo de Inspectores ha contribuido poderosamente a crear sanas costumbres tributarias, siendo además utilísima escuela práctica en donde han completado su educación rentística notables funcionarios de la Hacienda Pública que, ilustrando su nombre, honraron a sus respectivos países. Lejos estamos en España de semejante perfección, sin duda porque, fundados nuestros organismos administrativos sobre erróneos conceptos, conviértese la función investigadora en tarea subalterna, ordinariamente desempeñada por humildes empleados, sin conocimientos y sin responsabilidad suficientes, sin estabilidad y sin porvenir bastantes para desempeñar en toda ocasión sus delicadas funciones con la independencia que su índole requiere”. 76

NOTAS: 1.

Constitución de 1812, art. 339; Constitución de 1837, art. 6º.

13. R.D. de 16 de junio de 1834.

2.

Comín y Vallejo (2002).

15. R.D. de 13 de septiembre de 1835.

3.

R.D. de 8 de agosto de 1851.

16. R.D. de 23 de mayo de 1845 aprobando el Plan

4.

Necesidad reconocida en el R.D. de 10 de julio de 1846 y en el Reglamento de Estadística Territorial de 18 de diciembre del mismo año, en donde se preveía el levantamiento de un catastro bajo el nombre de Estadística de la Riqueza

5.

Pro (1992), Vallejo (2001).

6.

Pan-Montojo (1994 y 1996).

7.

Fontana (1977), Pro (1996).

8.

Art. 26 del R.D. de 4 de octubre de 1895 aprobando el Reglamento provisional de la Inspección y la Investigación de la Hacienda Pública; y art. 60 del R.D. de 30 de enero de 1900 aprobando el Reglamento provisional para la investigación de la Hacienda Pública.

9.

Fuentes Quintana (1978).

10. R.D. de 24 de marzo de 1834. 11. R.D. de 16 de junio de 1834. 12. R.D. de 13 de septiembre de 1835.

14. García Madaria (1982), pp. 96–102.

de administración central y provincial de la Hacienda pública e Instrucción provisional para la administración de la Hacienda pública de 15 de junio siguiente. 17. Pro (2001), pp. 274-275. 18. Pro (2006). 19. RR.DD. de 21 y 25 de junio de 1850; Leyes

de 1 de agosto y 17 de octubre de 1851; R.D. de 20 de octubre de 1849; Ley de 20 de febrero de 1850; Instrucción de 20 de junio de 1850; Ley de 25 de agosto de 1851. 20. R.D. de 28 de diciembre de 1849 (firmado por

Narváez). 21. R.D. de 28 de diciembre de 1849 (firmado por

Bravo Murillo). 22. Ley de 9 de diciembre de 1881. 23. Ley de 24 de junio de 1885 y R.D. de 14 de

enero de 1886. 24. Ley de 11 de mayo de 1888 y Ley de Presu-

puestos de 30 de junio de 1892.

LA ADMINISTRACIÓN DE LA HACIENDA EN EL SIGLO XIX Y LA FUNCION INSPECTORA 25. Palacios (1981). 26. Ley de 9 de julio de 1841. 27. Decreto de la Regencia de 15 de septiembre

de 1841. 28. Ley de Bases Arancelarias de 17 de julio de

1849 y Arancel de 5 de octubre siguiente. 29. Frax y Matilla (1988), pp. 236-240. 30. Alonso (1994). 31. R.D. de 7 de febrero de 1827 relativo á los

empleados en la carrera civil de la Real Hacienda para que tengan clases conocidas, como sucede en las demás del Estado, y con arreglo á ellas se determinen los sueldos y distintivos que cada uno ha de tener en lo sucesivo, y el órden de sucesos. 32. R.O. de 5 de diciembre de 1779. 33. R.D. de 9 de marzo de 1829 para el estableci-

miento y organización del Cuerpo militar de Carabineros de Costas y Fronteras; R.D. de 2 de julio de 1829 organizando el Resguardo interior de Rentas. 34. R.D. de 22 de octubre de 1863; Reglamento

35

41. RR.DD. de 14 de febrero de 1879, 20 de enero

de 1882 y 9 de diciembre de 1887. 42. RR.DD. de 4 de octubre de 1895 y 14 de agos-

to de 1900. 43. Villacorta (1989), pp. 46-56. 44. Tradición presente en todo el XVIII, que llega

hasta el final del reinado de Carlos IV con la Real Cédula de S.M. y Señores del Supremo Consejo de Hacienda de 8 de junio de 1805 por la cual se manda guardar y cumplir la Instrucción inserta en ella sobre el modo de proceder en las causas de fraude de la Real Hacienda, y penas que deben imponerse a los defraudadores. 45. Ley penal de 3 de mayo de 1830. La explica-

ción y justificación en Proyecto de Ley penal sobre delitos de fraude contra la Real Hacienda formado de orden del Rey Nuestro Señor por Dn. Pedro Sainz de Andino del Consejo de S.M. y Fiscal más antiguo en el Supremo de Hacienda, 6 de marzo de 1830 (Archivo Histórico del Ministerio de Hacienda, 988). 46. Carrasco (1852), p. 7; Santillán (1888), p. 367.

de 25 de enero de 1866; R.O. de 3 de febrero de 1877; Ordenanzas del Servicio de 1 de julio de 1879.

47. Dirección General de Contribuciones (1913),

35. R.D. de 1 de octubre de 1852 dictando dispo-

49. Decreto–Ley de 6 de diciembre de 1868 de

siciones para la aplicación al Ministerio de Hacienda del decreto orgánico de 20 de junio fijando las categorías de los empleados en la Administración activa del Estado.

unificación de fueros (art. 9); Código Penal de 1870 (arts. 7 y 626); Ley de 14 de septiembre de 1882 de Enjuiciamiento Criminal (disposición final).

36. R.D. de 18 de junio de 1852 de la Presidencia

50. Proyecto de Ley sobre jurisdicción de Hacien-

del Consejo de Ministros, disponiendo que los empleados de la Administración activa del Estado se dividirán en las siguientes categorías.

los empleos de la renta de aduanas en la administración provincial se dividan en las categorías que en el mismo se expresan.

da, y los delitos, penas y procedimientos en materia de contrabando y defraudación (Diario de Sesiones de las Cortes, Senado, Legislatura de 1849-50, Apéndice al núm. 6, 26 de noviembre de 1849). El proyecto llegó a ser aprobado en el Senado el 17 de enero de 1850, pero en el Congreso topó con la oposición que le hacían al gabinete las facciones rivales de su propio partido, lo cual decidió al presidente a sacar adelante el texto por decreto.

40. RR.DD. de 10 de marzo de 1881 y 16 de marzo

51. Asesoría General del Ministerio de Hacienda

37. Luis (2002), p. 290. 38. López Garrido (1984), p. 357. 39. R.D. de 14 de junio de 1850 resolviendo que

de 1886 y Reglamento de 5 de mayo siguiente.

pp. 75–79; Gota (1973), p. 26. 48. R.D. de 20 de junio de 1852.

(1863).

36

LOS INSPECTORES DE HACIENDA EN ESPAÑA: UNA MIRADA HISTÓRICA

52. Por ejemplo, referidas al impuesto de Con-

66. R.D. de 21 de enero de 1871 creando el cuer-

sumos: Instrucciones de 1864, 1874, 1875, 1876 y 1881; y Sentencias del Tribunal Supremo de 18 de abril y 11 de junio de 1881, 22 de enero de 1884 y 26 de abril de 1887. Serrano Gómez (1977), pp. 85–86; García Agulló (1903), p. 86.

po general de Inspectores de Hacienda y R.O. de 1 de febrero siguiente aprobando el Reglamento para las Inspecciones de Hacienda.

53. Por ejemplo, las Ordenanzas de Aduanas de

1884, definiendo como faltas algunos supuestos que en 1852 habían sido tipificados como delitos. Delgado (1886), pp. 122 y ss., 142 y ss.. Comín, de la Hoz, Pan–Montojo, Pro y Zafra (1993), pp. 647–649. 54. Serrano Sanz (1994), pp. 305–306; Secretaría

General Técnica del Ministerio de Hacienda (1977). 55. R.O. de 26 de agosto de 1853. 56. Circular de la Dirección General de Contribu-

ciones Directas de 7 de mayo de 1850. 57. Circulares de 28 de agosto y 28 de octubre de

1858, 11 de mayo de 1859, 6 de marzo y 12 de septiembre de 1860. 58. Pro (1995), pp. 46–51. 59. Primero, a título de prueba en la provincia de

Granada por Ley de 17 de julio de 1895 y R.D. de 14 de agosto siguiente; luego, extendido al conjunto de España por Ley de 24 de agosto de 1896 y RR.DD. de 29 de diciembre de 1896 y 9 de febrero de 1897; e incorporado en la reforma de Villaverde por Ley de 27 de marzo de 1900. 60. Pro (1992), pp. 83-244. 61. Pro (1996), pp. 130-132. 62. Ley de presupuestos de 31 de diciembre de

1881. 63. Reglamentos para la imposición, administra-

67. R.D. de 24 de febrero de 1881 creando en el

Servicio de Inspección de la Administración económica provincial, un Centro directivo, denominado Inspección general de la Hacienda pública, a cargo de un jefe superior de la Administración. 68. Centenario conmemorado con la publicación

del libro de Albiñana y otros (1981). 69. R.D. de 5 de febrero de 1884 suprimiendo los

cargos que constituyen la planta del personal de la Inspección general de la Hacienda pública, y disponiendo que desempeñen el servicio de inspección de la Administración económica provincial cinco Inspectores. 70. R.D. de 28 de enero de 1886 reorganizando el

servicio de inspección de la Administración económica provincial, que será desempeñado por una oficina central en el Ministerio de Hacienda y se denominará Inspección general de Hacienda pública á cargo de un Jefe superior de Administración. 71. RR.DD. de 31 de agosto de 1892, 14 de sep-

tiembre de 1893, 4 de octubre de 1895 y 30 de enero de 1900 aprobando los respectivos Reglamentos para la Inspección e Investigación de la Hacienda Pública. 72. Reglamento del Servicio de la Inspección de

la Hacienda Pública de 13 de octubre de 1903. 73. Dirección General de Contribuciones (1867),

pp. 13-16. 74. Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de

diciembre de 1898 (Gaceta de Madrid, 22 de junio de 1899, p. 348).

ción y cobranza de la contribución industrial y de comercio, aprobados por RR.DD. de 11 de abril de 1893 y 28 de mayo de 1896.

75. Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de febre-

64. Sentencia de la Sala 2ª del Tribunal Supremo

76. Exposición de motivos del R.D. de 4 de octu-

de 10 de marzo de 1885, Colección Legislativa, 1885, p. 578. 65

R.D. de 28 de diciembre de 1849.

ro de 1898 (Gaceta de Madrid, 8 de octubre de 1898, p. 90). bre de 1895 aprobando el Reglamento provisional de la Inspección y la Investigación de la Hacienda Pública.

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