Korstanje, A. M. Quesada, V. Franco Salvi, V. Lema y M. Malobertti. 2015. Gente, tierra, agua y cultivos: los primeros paisajes agrarios del Noroeste Argentino.

May 18, 2017 | Autor: Alejandra Korstanje | Categoría: Arqueología del Paisaje, Agroarcheology, Arqueología de la agricultura
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Descripción

Crónicas materiales precolombinas. Arqueología de los primeros poblados del Noroeste Argentino Sección Ámbitos de producción y extracción: habitar y crear terrenos – 721-749

23 GENTE, TIERRA, AGUA Y CULTIVOS: LOS PRIMEROS PAISAJES AGRARIOS DEL NOROESTE ARGENTINO Alejandra Korstanje*, Marcos Quesada**, Valeria Franco Salvi***, Verónica Lema**** y Mariana Maloberti*

ABSTRACT In this article we bring together knowledge concerning pre-Hispanic agriculture resulting from the work of different research groups pursuing various lines of evidence in different areas. We reflect on the formation of the first agricultural landscapes in northwest Argentina, specifically on the way in which the relations between people, crops, water and land were organized in a particular spatiality during the period that has been defined as “Formative”. Part of this reflection led us to revise some assumptions about plant production in the Formative period, trying to avoid traditional schemes that translate the preHispanic history into evolutionary stages, each of them conceived as internally homogeneous and organized under a typological perspective. As a result of recent research, with the contribution of new methodological and theoretical approaches, we think of agriculture in a broader sense than those assumed by previous research in the region, conceiving it as a way of doing and being in a particular ambit with their social forms of appropriations. This leads us to consider the continuities, breaks, overlaps and the multiples ways of dwelling within the productive landscapes in regional agrarian history. Keywords: agricultural landscapes – early food production – agricultural practices

Instituto de Arqueología y Museo/ I.S.E.S (CONICET-UNT). CONICET - Escuela de Arqueología, UNCa. *** CEH “Prof. S.A. Segreti”. Área Etnohistoria y Arqueología. CONICET. **** LEBA/ División arqueología (FCNYM – UNLP) CONICET. *

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INTRODUCCIÓN El presente trabajo se propone realizar algunas síntesis transversales a conocimientos, áreas, problemáticas y equipos de trabajo, sobre aspectos vinculados a la conformación de los primeros paisajes agrarios en el Noroeste Argentino (NOA en adelante), atentos particularmente a la manera en que el devenir de las relaciones entre personas, cultivos, agua y tierra fueron conformando las espacialidades del momento que ha sido conceptualizado como “Formativo”. Entendemos por espacialidades a las configuraciones concretas, situadas y fenoménicas que adquieren los ámbitos de agenciamiento de los seres o entes relacionales implicados. Estas configuraciones producen, reproducen y clausuran las acciones, prácticas y relaciones que las posibilitaron. Por otro lado, el objetivo del trabajo es también revisar críticamente algunos supuestos en torno a la producción de alimentos proponiendo historias agrarias en función de los avances de las nuevas investigaciones. Si bien nos centraremos principalmente en el momento comprendido entre los 1000 A.C. a 1000 D.C. aproximadamente, nuestra idea es acentuar la mirada sobre la significación de la producción de alimentos en general dentro de la historia prehispánica regional. Los autores hemos trabajado antes en diferentes problemáticas, tales como agroarqueología, paisajes agrarios, aspectos vinculados con la domesticación vegetal, así como a otras prácticas de manejo sobre el entorno, intentando ampliar las perspectivas tradicionales en el tema y evitando caer en esquemas –bastante naturalizados ya– donde existen etapas en la historia prehispánica del NOA concebidas como tecnológicamente superadoras unas de otras. Por el contrario, los estudios centrados en lo agrícola y lo productivo han llevado a contradecir ideas que vinculan avances tecnológicos y evolutivos marcados por momentos comunes y teleológicos. La visión unilineal no nos resulta válida debido a las múltiples continuidades, quiebres, solapamientos y diversidades observadas entre formas de producir y de habitar los paisajes productivos. Por ello adherimos al abordaje que observa los procesos de larga duración por sobre las etapas marcadas por un avance tecnológico en particular. Siguiendo la propuesta del taller de escribir desestructurando nuestra propia tradición de equipos y tratando de buscar encuentros transversales en temas, áreas o formas de trabajo, es que el presente escrito resulta de la integración de lo que originalmente correspondía a dos ponencias presentadas de manera separada, aunque vinculadas en la temática. Dicha integración permitió potenciarnos con conocimientos y abordajes metodológicos diversos y complementarios que nos llevan a pensar nuevas historias en torno a los primeros paisajes agrarios del NOA. En este sentido, analizaremos algunas de las principales características de la agricultura para el período antes dicho, incorporando nuestras experiencias de investigación junto a otros casos de estudio específicos que hemos elegido e incluyendo también los cambios posibles de observar (o no) con las formas agrícolas que le suceden en el tiempo (Fig. 1). En cuanto a la elección de los ejemplos, nos guían no sólo las particularidades de los mismos, sino también y sobre todo, la cantidad y calidad de trabajo que se ha invertido en su estudio. Aunque nos hemos tentado de elegir también otros sitios que han sido considerados clásicos dentro de la literatura agrícola, hemos debido optar sólo por aquellos que han sido estudiados con cierto detalle en su complejidad. No obstante esto, haremos mención en el escrito a todos aquellos otros que por algún motivo merecen volver a ser estudiados a la luz de nuevas metodologías.

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Figura 1. Mapa del área de estudio con ubicación de algunos de los sitios arqueológicos mencionados.

ALGUNOS SUPUESTOS DE LAS PERSPECTIVAS TRADICIONALES Para comprender cómo los estudios de la agricultura han contribuido a la definición de lo que se asume como Formativo, es necesaria una breve síntesis de algunos de los aportes legados por los investigadores/as de generaciones anteriores. Los diferentes paradigmas que enfocaron las periodificaciones del NOA no tuvieron prácticamente en cuenta a la agricultura, a pesar de que el período que se estableció como continente de todas las culturas entonces definidas, fue denominado “Período Agro-alfarero” (González y Pérez 1972). “Agro” es principal en la formación del nuevo adjetivo, lo lidera y eso debería implicar que incluso lo defina. Sin embargo lo agrícola no sólo está ausente en la descripción que caracteriza y delimita a este período, sino también en la definición de su segmentación.

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La agricultura toma en cambio un papel protagónico, no ya nominal sino conceptual, con la propuesta de periodificación que realiza Núñez Regueiro (1975), inspirada en el materialismo histórico, la cual cristaliza por varias décadas la denominación de “Formativo”. A pesar de esto, no será la investigación de la agricultura (necesaria para entender un modo de producción) lo relevante en los próximos trabajos de arqueología en el área, incluso entre quienes se interesaron por definir y caracterizar al Formativo, situación que perdura hasta prácticamente la década de 1990, salvo contadas excepciones que no se encuadran en los tiempos formativos, sino en el Período de Desarrollos Regionales (PDR en adelante). Entre éstas excepciones encontramos los trabajos de Pedro Krapovickas, cuya investigación, a pesar de no haber alcanzado gran profundidad ni producir verdaderos desarrollos metodológicos, impactó en algún grado en investigaciones posteriores. Krapovickas fue el primero en llamar la atención acerca de la importancia de la agricultura en la economía puneña. Recorrió numerosos sitios agrícolas en la Puna de Jujuy y destacó la notable extensión de las instalaciones agrícolas en los sitios de Santa Ana de Abralaite (Krapovickas et al. 1979) y Aguas Calientes de Rachaite (Ottonello de García Reinoso 1973), entre otros. Ello le permitió sostener que en la Puna “existió en tiempos prehistóricos una economía mixta en la cual tanto la agricultura como el pastoreo de camélidos tuvieron pareja importancia. Pero es muy posible además que en algunos lugares la primera adquiriera un desarrollo más notable que la segunda” (Krapovickas 1984:118). Entre los sitios investigados por Krapovickas, se cuenta el yacimiento de Tebenquiche Chico, ubicado en una quebrada tributaria de la cuenca del salar de Antofalla. A propósito de este yacimiento, sostuvo que la importancia de la agricultura en la economía puneña no sólo era un fenómeno extendido en toda la región, sino que además era muy antiguo (Krapovickas et al. 1980; Krapovickas1984). Un segundo caso de estudio es el realizado por Raffino (1973, 1975), orientado a comprender la agricultura dentro de la dinámica del sistema económico precolombino, incluyendo la dimensión demográfica del problema de la producción. En estos primeros trabajos analiza, no sólo la evidencia arqueológica en la Quebrada del Toro (Salta), sino también las prácticas agrícolas actuales de tradición indígena integrándolas en la discusión. Este investigador incluye a la arquitectura como un tema importante tanto para profundizar la delimitación cronológica como para resolver consideraciones acerca de la organización social, política y económica. Así, Raffino se propuso explorar y clasificar la diversidad arquitectónica en el NOA obteniendo una primera aproximación al estudio de las estructuras agrarias mediante análisis de los tipos de emplazamientos y asociaciones topográficas de los trazados dispersos del Formativo sobre una muestra de veinte instalaciones que representaban cuatro regiones andinas (i. e. Cerro El Dique, Potrero Grande, Las Cuevas, Campo Colorado y muchos otros, incluido Tafí). Ya en la década de 1980 el caso de Laguna Blanca fue visto desde otra perspectiva. Allí se localizaron extensas superficies cubiertas de estructuras agrícolas que fueron consideradas como pertenecientes al Período Formativo (Albeck y Scattolin 1984). El estudio de los recintos que se ubican en el piedemonte de la sierra de Laguna Blanca fue realizado sobre la base fotogramétrica y desde allí se intentó distinguir la variabilidad y relaciones que forma, tamaño y agrupamiento sugerían, proponiendo una cronología constructiva u operacional basada en la variabilidad observada entre las plantas de las estructuras. Tanto los trabajos de Raffino como los llevados a cabo por Albeck y Scattolin, han contribuido a pensar la historicidad en la arquitectura agraria. También es apropiado destacar el

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antecedente del modelo de desarrollo del paisaje aldeano propuesto por Berberián y Nielsen (1988) para el valle de Tafí. Uno de los aspectos más significativos de dicho modelo es la traducción de formas particulares de construcción del paisaje agrario con formas generales de economía política, es decir, de relaciones sociales generadas en torno a las prácticas productivas. Es aquí que la idea de lo “aldeano” se afianza para el Formativo, vinculándose los aspectos productivos a la gestión doméstica y comunitaria de forma más concisa. Berberián y Nielsen propusieron un esquema de desarrollo histórico que involucraba dos estadios sucesivos, siendo en el segundo de ellos (Tafí II, a partir del 500 D.C.) donde se habría desarrollado –como resultado de una creciente presión demográfica– un proceso de intensificación agrícola y una reorganización del trabajo productivo a escala comunal. Esto repercutiría en el sistema de asentamiento, dando lugar a la conformación de “verdaderas aldeas”, núcleos residenciales agrupados y separados de las áreas de producción. El modelo evolutivo de Berberián y Nielsen está siendo revisado en la actualidad. Casos del mismo valle de Tafí y quebradas adyacentes parecen mostrar que no se verifica el orden secuencial propuesto por los autores para los dos estadios: aparecen casos muy tempranos de agrupamientos de unidades residenciales a la vez que las unidades aisladas parecen perdurar en el tiempo (Caria et al. 2010; Di Lullo 2010; Salazar 2010; Franco Salvi y Berberián 2011). Este resulta un caso claro en el cual puede verse cómo modalidades adscritas a un período cronológico se presentan en otros momentos, desdibujando la idea de una modalidad productiva con un anclaje cronológico de exclusividad. La vinculación casa-campo durante el Primer Milenio no es otra cosa que la manifestación a nivel espacial de la gestión a escala doméstica del trabajo y tecnología agrícola. Sin embargo, no puede dudarse de la importancia del modelo de Berberián y Nielsen para inspirar nuevas investigaciones. Pero además, para nuestro interés actual, nos permite identificar tres de las principales variables mediante las cuales se abordó el estudio arqueológico de la agricultura hasta ese momento: presión demográfica, escala social de la organización de la producción y tecnología agrícola. Un cambio notable acerca del modo de entender al Formativo surge a partir de la perspectiva sistémica de Olivera y su propuesta de considerar al sistema formativo desde la peculiaridad que la opción productiva (agrícola y/o pastoril) conlleva, tanto en relación con el grado de sedentarismo como a la incorporación de cierta tecnología adecuada (Olivera 1988). El tema agrícola resurge al intentarse una nueva caracterización del Formativo en la que, una vez más, el aspecto económico toma relevancia pero ya no desde una perspectiva histórico cultural o desde el materialismo histórico o desde marcos ecológicos como los hasta aquí mencionados, sino desde las nuevas corrientes procesualistas, sistémicas y adaptacionistas de la arqueología argentina. En este marco, y en el NOA en particular, la definición de Formativo al basarse en lo adaptativo, quita historicidad a ciertos procesos pudiéndose pensar que puede haber sociedades formativas hasta el día de hoy. Por otro lado, Olivera si bien incluye una caracterización socio-política, sugiriendo que “la organización del Formativo debió ser bastante igualitaria con bajos mecanismos de estratificación social y jerarquización política poco acentuada” (Olivera 2001:92), la misma no está relacionada al núcleo de la definición de Formativo en sí, sino que es un argumento que se adhiere al factor predominante (el económico) y que por lo tanto dificulta la posibilidad de percibir el camino inverso: el de las relaciones sociales como eje o centro posible de los cambios económicos. Desde esta perspectiva, para el caso de Antofagasta de la Sierra se propuso un modelo de subsistencia basado principalmente en los recursos ganaderos, pero

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considerando también la caza de camélidos, la agricultura y, en menor medida, la recolección (Olivera 1991). El mayor peso de la economía formativa fue puesto sin duda en el recurso ganadero, mencionándose diversos puestos agro-pastoriles, pero no cuál era el tipo de labor agrícola realizada en dichos sitios. Los sitios de producción agrícola eran inferidos a partir de evidencias indirectas –elementos de molienda e instrumentos relacionados con el laboreo de la tierra– y no por el hallazgo de estructuras agrícolas. Las investigaciones hasta aquí mencionadas de manera sucinta, se tradujeron en algunos de los importantes aportes para el estudio de la agricultura formativa del NOA, la cual pasó de tener sólo una presencia nominal en las primeras periodificaciones de la región a constituirse como eje de estudio en algunos trabajos. De esto devino el reconocimiento de su importancia en zonas consideradas ecológicamente marginales para la agricultura (Krapovickas et al. 1980; Krapovickas 1984), como así también la incorporación del estudio de la arquitectura para pensar los sitios con estructuras agrícolas (Raffino 1973, 1975; Albeck y Scattolin 1984), la propuesta de un modelo de desarrollo del paisaje aldeano vinculado a formas generales de economía política (Berberián y Nielsen 1988) y la incorporación del tema agrícola desde nuevas perspectivas teóricas (Olivera 1988). AHORA SI: PENSANDO LAS AGRICULTURAS TEMPRANAS DESDE SUS PAISAJES Y PRÁCTICAS En las últimas dos décadas, el desarrollo de estudios específicos y sistemáticos sobre los ámbitos productivos, llevaron a incorporar una amplia gama de recursos metodológicos que incluyeron desde la excavación de los sitios de producción propiamente dichos; el estudio de la historicidad de sus manifestaciones arquitectónicas, como también de su vínculo con otras manifestaciones materiales del paisaje; el análisis de macro y microrrestos botánicos recuperados en esos espacios y fuera de ellos, etc. El desarrollo metodológico junto a una discusión y retroalimentación teórica permanente, permitieron repensar la agricultura, esta vez, de un modo amplio. En este sentido, la agricultura no se restringe solamente a las prácticas ligadas a las plantas cultivadas, ni se restringe espacialmente al terreno preparado para ello, sino que involucra también otra serie de prácticas. Estas últimas se entrelazan –y comprenden– al considerar la manera en la cual cada sociedad ha conceptualizado sus vínculos con otros sujetos y colectivos sociales (sean estos humanos o no) haciendo de la práctica agrícola no sólo un cúmulo de saber técnico, sino un ejercicio práctico de formas de hacer y ser en un ámbito particular con sus formas sociales de apropiación. Es por lo antes dicho que se podría mencionarse aquí el modelo de crianza mutua o uywaña (Martínez 1976) como un “metapatrón relacional” (sensu Haber 1997) extendido a lo largo de los Andes, susceptible de ser tomado como marco de significación. Si el modelo de referencia relacional andino es el de uywaña –crianza mutua– habría que pensar si el mismo puede ser usado como una herramienta heurística en el acercamiento a la interpretación arqueológica de los modos de relación de las sociedades que poblaron el NOA y su entorno socioambiental. La crianza mutua abarca negociaciones, pactos y diálogos entre humanos y no humanos de manera cotidiana como excepcional, en momentos rituales del ciclo anual (fuertemente ligados, por cierto, al calendario agrícola ganadero) donde ambos términos de la relación –y la relación misma– se reproducen o transforman (Grillo Fernández et al. 1994; Lema 2012,

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2013a; Pazzarelli 2013). Al entender las lógicas de esta crianza mutua, se ve que los espacios implicados van más allá de las estructuras residenciales y las parcelas de cultivo y que los desplazamientos en el ejercicio práctico de la misma tienen una espacialidad marcadamente amplia (Lema 2013b). Los ámbitos de la crianza no poseen un anclaje fijo en el paisaje, sino que se vuelven dinámicos en lo relacional de acuerdo con los desplazamientos de vínculos y transformaciones generados por criadores y criados, algunos de los cuales podrían entenderse como manifestaciones de domesticidad en espacios no domésticos (Lema 2013c). La agricultura comprendería también –aunque sobre esto hay más controversias– lo que sucede después de la cosecha: tratamiento, procesamiento, almacenaje, traslado, uso y consumo de plantas. Si tomamos esta visión más amplia –que es a nuestro entender mucho más adecuada para acercarnos al estudio de las primeras sociedades prehispánicas que la pusieron en práctica– deberíamos atender a otras prácticas centradas en la casa o residencia, al igual que no sería apropiado separarla de la producción ganadera con la cual estuvo estrechamente ligada (Korstanje 2004). Hablar de la adopción y desarrollo de la agricultura nos lleva a considerar la domesticación de especies vegetales, la cual, si bien antecede a la primera constituye en sí misma también un proceso que continua en el tiempo. Entender al cultivo y la recolección como prácticas de manejo y desligar al primero de su asociación única con especies plenamente domesticadas (Lema 2010) ha llevado a la disminución del interés por la búsqueda de “los orígenes” de la agricultura en el resto más antiguo de una planta domesticada, al igual que a considerar, por ende, que hablar de domesticación, agricultura y producción de alimentos no es necesariamente lo mismo. Asimismo, pensar la domesticación como una práctica social, a las plantas manejadas como artefactos bioculturales y considerar que la escala del cambio puede ser pequeña y hasta imperceptible, llevó a una nueva consideración de la materialidad de estos aspectos y, por lo tanto, del tipo de evidencia arqueológica que es posible esperar. De hecho, la perduración de distintas prácticas de manejo es lo que generó un panorama mucho más diverso de lo que se creía –o asumía–, tanto para momentos tempranos como tardíos. Para el caso del NOA, la agricultura del Primer Milenio de la Era ha sido usualmente caracterizada como de baja extensión espacial, de escaso desarrollo tecnológico y de poca inversión de trabajo para su desarrollo (Núñez Regueiro1975; Tarragó 1980; Olivera 2001). En particular, fue a partir de la discusión sobre la domesticación y los cambios en las poblaciones locales, que se intentaron respuestas, sobre todo de tipo evolutivo (ver síntesis en Castro y Tarragó 1993), sin que esto se integrara al resto de la información arqueológica. Este tipo de estudios siguió un camino paralelo y bastante asistemático, marcado más por la eventual presencia de hallazgos esporádicos de macrorrestos en sitios con buena conservación, que guiándose por un paradigma particular o un proyecto que intentara dar respuestas amplias a la economía de este período. Sobre este tema, que hasta el presente fue más bien errático que programático, preferimos remitirnos a la bibliografía de síntesis más reciente sobre el tema (Lema 2008; Yacobaccio y Korstanje 2008). Contrariamente, nuestros y otros trabajos referidos a la agricultura han mostrado que algunos elementos considerados de “alta complejidad” fueron registrados desde principios de la Era como el cultivo en terrazas, el riego artificial, rituales elaborados, uso de grandes extensiones de terreno, variedad de cultígenos y técnicas agrícolas sofisticadas (i.e control de la erosión, roturación del suelo, fertilización artificial, combinación de regímenes de cultivo, etc.). Paulatinamente, la idea de agricultura incipiente y sin desarrollo asumida para

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el Primer Milenio empieza a desdibujarse, cambiando considerablemente la caracterización de las prácticas productivas tempranas. Uno de los primeros llamados de atención en relación a la supuesta baja extensión espacial de los espacios agrícolas del Primer Milenio, fue el ya mencionado estudio de Albeck y Scattolin (1984) de algunos de los sitios agrícolas asignables al Formativo de Laguna Blanca. El área de parcelas con paredes de piedras que las autoras le asignan a uno de los sectores agrícolas fue luego medida con mayor precisión en 450 ha por Delfino y su equipo, quienes incluyen también una vasta extensión de campos de melgas que no eran visibles en las fotografías aéreas analizadas por las investigadoras mencionadas (Delfino 2005). Por otra parte, los relevamientos de Figueroa (2008) de los espacios agrícolas del valle de Ambato dan cuenta de, al menos, 800 ha de parcelas aterrazadas. Estos se tratan sólo de algunos ejemplos, sin embargo, investigaciones en curso informan de la existencia de otros vastos espacios agrícolas en las serranías de Ancasti-El Alto (Quesada et al. 2012) y Valle de Tafí (Franco Salvi 2012), entre otras áreas con estructuras agrícolas tempranas (Alvarez et al. 2007; Caria et al. 2007; Puentes et al. 2007; Ratto 2007; Figueroa 2008; Guagliardo 2008; Oliszewskiet al. 2008; Díaz 2009; Caria et al. 2010; Gonaldi y Rodríguez 2010). Los ejemplos mencionados en líneas anteriores tienen la ventaja de tratarse de casos en los cuales a los paisajes agrícolas del formativo no se les han superpuesto otros posteriores, o que tal superposición los ha afectado mínimamente. Esto nos lleva a plantear la importancia de resolver el complicado problema de encontrar indicadores cronológicos fiables para distinguir aquellos componentes diacrónicos de estos paisajes. Se sabe que las dataciones directas son medios limitados para asignar cronologías a los espacios agrícolas, ya sea por su extensión, que hace necesario un número considerable de dataciones (las cuales quedan en general fuera del alcance de los proyectos de investigación por la cantidad de muestras necesarias en relación con los fondos para fechados) o porque se trata generalmente de paisajes en los cuales se suelen encontrar pocos elementos de valor diagnóstico, como cerámica u otros y, además, porque las ocupaciones posteriores pudieron haber alterado significativamente los depósitos más antiguos. Pese a que varias/os arqueólogas/os han realizado creativos avances en el desarrollo de indicadores temporales o sugerido estrategias para la obtención y selección de muestras fiables (Albeck 1994; Quesada 2007; Korstanje et al. 2010, entre otros) el problema aún persiste ya que cada sitio supone historias y condiciones particulares que hacen que muchas veces estos avances no sean aplicables o comparables. Sin embargo, es de esperarse que, con el mayor grado de atención que los estudios sobre paisajes agrícolas han cobrado en los últimos años (ver Korstanje y Quesada 2010), logremos un panorama más claro de las cronologías correspondientes a varios otros sitios y que podamos contar con más casos de grandes extensiones de cultivos correspondientes al formativo. Con todo, los casos ya señalados son suficientes para abonar la idea de que la baja escala espacial no parece entonces un elemento definitorio de la agricultura del Formativo. Otra manera usual en que se abordó el estudio de la agricultura temprana, fue posicionando los componentes de los espacios de cultivo en una escala de complejidad tecnológica. Si bien pensar en términos de una escala de complejidad nos parece hoy ya de por si objetable, la asumida “simplicidad tecnológica” de la agricultura temprana no parece ser tal, dado que algunos elementos considerados de relativamente “alta complejidad” aparecen desde temprano en el Primer Milenio, como el caso del cultivo en terrazas (valle de Tafí, Tebenquiche Chico, Ambato y valle central de Catamarca, etc.) (Kriscautzky 1996-1997; Alvarez 2001;

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Alvarez et al. 2007; Puentes et al. 2007; Franco Salvi y Berberián 2011) y el riego artificial (Tebenquiche Chico, Antofalla, Laguna Blanca, etc.) (Quesada 2006, 2007; Díaz 2009). En muchos casos puede notarse que se invirtió gran esfuerzo en la preparación de las parcelas, las cuales eran niveladas con potentes muros de piedra y despedradas (Figura 2). De igual modo, la confección de las redes de riego incluyó en algunos casos la combinación de variadas técnicas constructivas de canales y el control de la pendiente, entre otros aspectos tecnológicos que permitieron la conducción del agua por dos, tres o más kilómetros (Quesada 2001) (Figuras 3 y 4). Pero además de estas dimensiones de “complejidad” se conoce hoy que los agricultores del Primer Milenio D.C. ponían en práctica una variedad de técnicas agrícolas como el control de los procesos erosivos (Quesada et al. 2012), la rotación y alternancia de cultivos y fertilización artificial (valle de El Bolsón) (Korstanje y Cuenya 2008, 2010), combinación de regímenes agrícolas intensivos y extensivos (Tebenquiche Chico y Antofalla) (Quesada 2007), entre otros. En ese sentido, las técnicas de recuperación, identificación y análisis de microfósiles en sitios a cielo abierto, a partir de muestras procedentes de sedimentos de parcelas agrícolas e instrumentos de procesamiento y manipulación de plantas, han ampliado y complementado la visión que ya se tenía a partir del análisis de macrorrestos vegetales (Korstanje y Babot 2007). Los sitios más tempranos estudiados para el NOA en ambientes semiáridos (valle de El Bolsón y valle de Ambato en Catamarca, quebrada de Los Corrales y La Bolsa 1 en Tucumán), fechados por cronología relativa dentro del Formativo Temprano y Medio, muestran campos de cultivo y sistemas de aterrazados que han sido cultivados no sólo claramente con maíz, sino alternando también con una mayor diversidad de cultivos (Figueroa 2008; Gómez Augier et al. 2008; Korstanje y Cuenya 2008; Franco Salvi 2012), tales como quínoa, posiblemente calabazas, papas y ulluco, a veces con riego, y otras a secano (Korstanje y Cuenya 2010; Maloberti 2012; Maloberti y Korstanje 2012) (Figura 5). Es sabido también que el manejo simultáneo de diversidad de especies vegetales suele implicar la implementación de complicados calendarios agrícolas los cuales deben ser flexibles y escalonados a fin de distribuir las tareas según los diferentes ciclos vitales de las plantas. Parece entonces que tampoco, a nivel de diversidad de especies cultivadas, la simplicidad haya sido una característica de estos primeros paisajes agrarios. Además de una elevada diversidad taxonómica, una aproximación al estudio de los restos macrobotánicos que procure indagar la historia de su conformación como síntesis dialéctica de prácticas y taxa, sugiere también la existencia de múltiples redes de relación entre las sociedades tempranas y su entorno vegetal. A través del análisis de colecciones de macrorrestos botánicos que fueron en su momento consideradas relevantes para el estudio del “proceso de agriculturización” en el NOA (sitios Puente del Diablo, Huachichocana, Pampa Grande, Salvatierra) al igual que de otros sitios ubicados también en la zona pedemontana y de valles y quebradas de acceso a la Puna (Lema 2009), se detectaron y caracterizaron complejos silvestre-cultivado-domesticado en el caso de C. maxima y P. vulgaris (zapallo y poroto respectivamente) a partir del comienzo de la Era aproximadamente (Figura 6). Esto indica la falacia de pensar que un resto vegetal silvestre indica recolección fuera de los ámbitos de cultivo o que al momento de generar localmente formas domesticadas, serán las mismas las únicas incluidas en las áreas sembradas. Si bien este panorama (que también se comienza a ver en otros sitios tempranos, ver Aguirre 2013; Oliszewski y Babot 2013) surge del análisis de restos recuperados en espacios residenciales y funerarios, los estudios

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Figura 2. Ejemplos de recintos y espacios agrícolas construidos. a. Terrazas agrícolas en Tebenquiche chico (3906 msnm). Catamarca. b. Terrazas de cultivo en Encima de la Cuesta (Quebrada de Antofalla, 3675 msnm). c. Canchones de cultivo y paisajes agrícolas en El Bolsón (3100 msnm). Catamarca. d. Terrazas de cultivo en el sector cumbral de las sierras de El Alto-Ancasti (1410 msnm). e. Recintos de cultivo en el valle de Tafí. Tucumán (2350 msnm).

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Figura 3. Redes de riego prehispánicas en Antofalla y Tebenquiche Chico. a. Trazas de canales de riego en Campo de Antofalla (3368 msnm). Catamarca. b. Lecho de un canal de riego en Campo de Antofalla. Catamarca. c. Canal principal con una pared lateral en Tebenquiche Chico (3720 msnm). Catamarca. d. Segmento de un canal secundario con dos paredes laterales y el fondo revestido en Tebenquiche Chico. Catamarca.

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Figura 4. Acequias con borde de rocas en el sitio El Alto El Bolsón (3100 mnsnm), Catamarca.

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Figura 5. Muestreo de microfósiles y variedad de cultivos y prácticas identificadas en tres sitios del valle de El Bolsón (Catamarca) con cronologías ordenadas de lo más antiguo a más moderno dentro del Formativo: - E.A.E.B. (sitio El Alto El Bolsón, 3100 msnm): Fabaceae, Canna edulis, Amaranthaceae (probablemente quínoa); Zea mays, Solanum sp. y práctica de abonado con guano de Camelidae. - A.F.J. (sitio Alto Juan Pablo, 3000 msnm): Cucurbitaceae; Amaranthaceae (probablemente quínoa); Zea mays y Solanum sp. - Y.B . (sitio Yerba Buena, 3000 msnm): Amaranthaceae (probablemente quínoa); Zea mays y Solanum sp.

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antes mencionados que se realizaron en áreas agrícolas señalan también una alta diversidad. Asimismo se puede mencionar que, hasta el momento, las formas antecesoras silvestres han sido siempre recuperadas en contextos donde también se encuentran formas domesticadas (del mismo taxa o no). Las evidencias señalan prácticas de manejo flexibles generadoras de heterogeneidad –más que de presiones selectivas homogeneizantes– permitiendo cruzamientos, generando enjambres de híbridos y la proliferación de variantes en espacios de cultivo con límites porosos, permeables, semejantes en su dinámica y diversidad a los huertos actuales de muchas comunidades locales y campesinas. De igual manera se ha avanzado en el nivel de identificación infraespecífico (razas, variedades) para otros taxa además del maíz (Oliszewski 2012), destacándose también en esos casos la existencia de variedades locales –sean para consumo alimentario o no, ya que también se siembra para obtener productos vegetales con otros fines– al igual que cultivares propios de cierto momento y/o región (Lema 2011). La posibilidad de no estancar el análisis una vez identificada una forma domesticada sino procurar ver si, a partir de la misma, las sociedades seguían generando nuevas variedades es también una forma de acercarnos al manejo de la diversidad biocultural a lo largo del pasado prehispánico de una región y parece ser que lo que se cultivaba durante momentos tempranos era particularmente diverso. Esto se acerca más a un panorama fruto del ejercicio de prácticas en el marco conceptual de la crianza mutua (Lema 2013a), que a los de domesticación como dominio y control estricto sobre la dinámica de las plantas y sus espacios, asumidos a partir de casos de estudio y modelos generados fuera de América (Zeder et al. 2006). Por otro lado, recientemente –y gracias al avance de excavaciones en sectores agrícolas– comenzaron a encontrarse algunas evidencias de que la agricultura temprana involucró formas rituales elaboradas. Al respecto un dato significativo proviene del sitio La Bolsa 1 en el sector norte del valle de Tafí donde se identificó un evento de depositación de un paquete esqueletario (cráneo y extremidades) de un llamo adulto datado en 1883+46 años AP (hueso, d13C=-19,4 Calibrado con el 68% de probabilidades entre 70 y 220 cal DC) al que lo acompañaron tiestos cerámicos, que por su morfología se asocian al consumo de bebidas y alimentos. El camélido fue cubierto con piedras constituyendo una estructura semi-circular. Esto nos señala en qué medida durante estos momentos, el trabajo agrícola estaba imbricado en complejas, y aun prácticamente desconocidas, redes de sentidos que vinculaban lo puramente “utilitario” con otras acciones que solemos incluir en otros órdenes de lo social (Franco Salvi y Berberián 2011) (Figura 7). Todo lo anterior, nos lleva a cuestionar la imagen de homogeneidad de estos primeros paisajes agrícolas que trasunta la expresión que suele utilizarse para caracterizarlos: “casas dispersas entre campos de cultivo”. Esta imagen conceptual tiene la virtud de identificar los principales elementos que componen esos paisajes y de anunciar su intensa relación, al menos espacial, pero presenta dos limitaciones claras. Una de ellas es que se van conociendo cada vez más ejemplos donde las casas no aparecen dispersas entre los campos de cultivo sino agrupadas entre sí y, a veces, algo separadas de los campos agrícolas. Pero aún en los casos en que sí están dispersas entre los campos de cultivo no lo están de la misma manera. Puede haber diferencias notables incluso entre sitios próximos que pudieron haber sido contemporáneos. Desde hace ya unos años algunos investigadores comenzamos a preguntarnos por los motivos de esas diferencias y su significado histórico (Scattolin 2007; Di Lullo 2010; Quesada y Korstanje 2010). Seguramente los motivos son varios, de distinto orden y muchas veces concurrentes, probablemente vinculados con el empleo de determinadas tecnologías,

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Figura 6. Restos arqueobotánicos correspondientes al complejo silvestre domesticado cultivado (formas intermedias). Pampa Grande (Guachipas, Salta) (entre entre 3000 y 2500 msnm). De arriba abajo y de izquierda a derecha: Cucurbita maxima ssp andreana; macrorrestos de pericarpios (fruto); corte transversal de pericarpio. Cucurbita maxima ssp maxima Forma con caracteres intermedios; macrorrestos de pericarpios (fruto), el último fragmento a la derecha corresponde a Lagenaria siceraria; corte transversal de pericarpio de C. maxima ssp maxima (barra= 50 µm). Phaseoulus vulgaris. Forma con caracteres intermedios; macrorresto de vaina; corte transveral de valva de la vaina. Capsicum aff. chacoense; macrorresto, semilla; corte transversal de la cubierta seminal (barra= 100 µm).

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Figura 7. Sitio Arqueológico La Bolsa 1. Valle de Tafí (2350 msnm) A. Plano de planta de la estructura de cultivo y emplazamiento de la ofrenda. B. Cuadrícula y hallazgo. C. Detalle del paquete esqueletario hallado junto a fragmentos cerámicos.

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adaptación a distintos relieves u otros aspectos fisiográficos y claro está, diferentes trayectorias históricas y concepciones locales. Lo que importa aquí es que antes que uniformidad, la agricultura registrada como aquella más temprana para la región se presenta como un fenómeno variado. Surge entonces aquí otra vez la pregunta ¿hay algo característico de esta agricultura que sirva, primero para caracterizarla como propia del Formativo y luego para distinguirla de la de otros desarrollos posteriores? Antes de seguir debemos reconocer que la visión de gran heterogeneidad que acabamos de proponer para los espacios agrícolas tempranos es, en realidad, un artificio de la opción metodológica que siguió el breve análisis que acabamos de realizar. Parece en cambio que si, en lugar de centrarnos en comparar objetos (paisajes o tecnologías agrícolas) como hicimos hasta aquí, nos enfocáramos en los procesos históricos que dieron origen y forma a esos objetos seríamos capaces de reconocer elementos comunes dentro de esa gran variedad. Investigaciones recientes que buscaron historizar la formación de los paisajes agrícolas están encontrando que, en buena medida, los sitios formativos más extensos resultan ser agregados de unidades menores. Por ejemplo, los campos agrícolas de Tebenquiche Chico, Antofalla y los de Laguna Blanca resultaron de un largo proceso de agregación de redes de riego más pequeñas (Díaz 2009; Quesada 2007, 2010). También resulta posible reconocer unidades más pequeñas en otros sectores donde el cultivo no implicó el empleo del riego artificial. Tal sería el caso de la quebrada de El Tala cerca de la ciudad de Catamarca donde Álvarez (2001) identificó varios conjuntos de terrazas delimitadas por un muro perimetral que se asocian cada una a un pequeño recinto a los que llamó “unidades compuestas”. En general, los extensos espacios agrícolas de los faldeos de las serranías de Ambato y Ancasti están conformados por conjuntos discontinuos de sectores aterrazados (Cruz 2004; Quesada et al. 2012). Para el caso de La Bolsa, en el valle de Tafí, se pudo observar una marcada fragmentación en las áreas de parcelas agrícolas del sitio y, en general, del área norte del valle. En estos sectores los espacios de cultivo nunca superan los 350 a 400 m² de superficie y se expresan como parcelas materialmente acotadas, tanto por la presencia de estructuras rectangulares o subcirculares que conforman canchones o cuadros de cultivos, como por la instalación de aterrazamientos y muros de contención perpendiculares a montículos de despedres (Salazar 2010; Franco Salvi y Berberián 2011) (Figura 2e). En algunos casos resultó incluso posible encontrar unidades menores. Las redes de riego de Tebenquiche Chico y Antofalla (Figura 3) tienen un diseño que podría indicar la existencia de un proceso de ampliación mediante el agregado de módulos funcionales mínimos conformados por una corta prolongación del canal principal y el agregado de un canal secundario. El registro de las relaciones de adosamiento de los muros de las parcelas de los sitios Alto Juan Pablo y Yerba Buena en el valle de El Bolsón muestra un proceso de crecimiento consistente en la agregación de canchones que dio lugar a un patrón como el que Raffino (1988) llamó de “crecimiento espontáneo” (Quesada y Maloberti 2012). Claramente los espacios agrícolas de Tebenquiche Chico, los faldeos del Ambato y Ancasti, El Bolsón y el valle de Tafí se parecen muy poco, pero se habrían originado mediante similares procesos de pequeños agregados a través del tiempo. En general se interpreta que este fenómeno expresa lo que quizá sí sea característico de la agricultura del Formativo: una marcada importancia de la escala doméstica en la gestión del trabajo agrícola y la tecnología involucrada. La vinculación de las casas y los campos agrícolas sería entonces la espacialización de la relación entre la unidad social y la unidad tecnológica que parece haberse producido y reproducido en los procesos de trabajo agrícola.

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RUPTURAS O CONTINUIDADES/ RUPTURAS Y CONTINUIDADES No está claro si esta agricultura que venimos caracterizando para el periodo comprendido por el Primer Milenio antes y después de comienzos de nuestra Era es propia de ese momento y distintiva respecto a los desarrollos posteriores. Se ha propuesto que a partir del PDR se desarrollaron formas agrícolas diferentes, de explotación más intensiva, orientadas a la generación de excedente y organizadas también a escalas supradomésticas (Raffino 1973; Albeck 1993; Sempé 2005; Williams et al. 2010, entre otros). Estas transformaciones dieron lugar a paisajes agrícolas más extensos y elaborados y, ahora sí, claramente separados de las áreas de vivienda. Si bien la aparición de estos espacios agrícolas y nuevas formas de gestionarlos son un fenómeno que alcanza a varios sectores del NOA, parecen no haber alcanzado a remplazar completamente las formas espaciales y laborales anteriores. Resulta claro que ciertas lógicas de la organización del trabajo agrícola del Formativo persistieron en el tiempo, aún hasta la actualidad, dando lugar a paisajes que, si no fueran anacrónicos, serían formativos. Ejemplos de esta perduración podrían ser las marcadas continuidades formales en las redes de riego desde el Formativo hasta la actualidad en Antofalla, señaladas por Quesada (2007) y la similitud de los procesos de crecimientos de los espacios agrícolas del Formativo y el PDR en El Bolsón (Quesada y Maloberti 2012), entre otros. Debe señalarse además que estas perduraciones no se dieron solamente en ámbitos “marginales” a las transformaciones ya señaladas en los paisajes agrícolas durante el PDR, sino que, al menos en algunos sectores, parecen articularse a estos y haberse desarrollado a la par. Tal sería el caso de los asentamientos Belén en el valle de Hualfín, área considerada nuclear de ese desarrollo socio-político (Sempé 2005). Según esta autora a los asentamientos de tipo “pueblos conglomerados defensivos” y “pueblos abiertos”, elementos novedosos en la configuración territorial Belén, se suman “las aldeas formadas por recintos entre sistemas de andenes de cultivo y obras de irrigación como bocatomas, acequias y estanques para almacenaje del agua” (Sempe 2005:370). Estas constituirían unidades básicas de producción y reproducción social de escala familiar que van replicándose a los largo de varias quebradas (Sempé 2005). Se trata claramente de una lógica espacial y escala social afín a las que describimos anteriormente para momentos más tempranos. Más recientemente, Angiorama mostró un proceso con características similares en el sur de Pozuelos (Jujuy), donde un sitio correspondiente al PDR conocido como Pukara de Rinconada aparece vinculado a una extensa área ocupada por pequeñas unidades productivas, al parecer contemporáneas (Angiorama 2012). Por otra parte, la perduración en el tiempo de prácticas de manejo diversificadoras que llevan a la recuperación de formas malezoides o híbridas durante el PDR (Lema 2012) sugieren la persistencia de un modo de relacionamiento y crianza mayormente estudiado y caracterizado para los desarrollos culturales más tempranos de la región. El espacio donde tuvieron lugar estas prácticas diversificadoras tampoco está claro para el PDR, pero se puede pensar en la existencia de ámbitos de crianza de tipo hortícola junto con áreas de agricultura con menor cantidad de cultivos más homogéneos, tal como ocurre en muchas comunidades actuales del NOA. De hecho, el estudio de microfósiles va mostrando esta tendencia para el PDR de modo diferencial: mientras que en ámbitos de agricultura de menor escala como El Bolsón, la diversidad de cultivos pareciera ser menor a la del Formativo pero aun conservando cierta diversidad, al menos hasta el momento, maíz, tubérculos y quínoa (Korstanje et al. 2013), en cambio no sucede lo mismo en las extensas áreas con andenes de cultivo tardíos comenzadas a muestrear en el valle Calchaquí Medio y Quebrada de Humahuaca, donde lo que predomina

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hasta el momento es el cultivo de tubérculos, con una bajísima, y dudosa, presencia de maíz (Albeck et al. 2008; Korstanje 2012). Por otro lado, desde esta misma aproximación metodológica, se comienza a observar en las muestras de sedimentos de sitios agrícolas pertenecientes al PDR del valle de El Bolsón, un incremento en el registro diatomológico tanto en abundancia como diversidad, como así también el registro de espodogramas, lo cual podría sugerir una intensificación de la irrigación de los campos de cultivo para este momento. Esto contrasta marcadamente con lo que se observa desde el registro microfósil de sitios productivos del Primer Mileno de ese mismo valle (Korstanje et al. 2013). Podemos decir entonces que el estudio de los paisajes agrarios durante las dos últimas décadas, con nuevas metodologías, pero también con mayor inversión en el trabajo analítico de campo y laboratorio para el estudio agrícola específico, ha contribuido a repensar algunos de los numerosos supuestos naturalizados y aceptados acerca de los procesos sociales pasados. Las investigaciones efectuadas en el área de Antofalla, valle de El Bolsón, el oeste Tinogasteño, Laguna Blanca, valle de El Cajón, valle Calchaquí y valle de Tafí han conseguido contribuir a objetar las ideas remanentes del neoevolucionismo como la creencia en una secuencia a través de la cual la intensificación de la agricultura habría llevado a la estratificación social y centralización política y/o que la progresiva complejidad de las sociedades llevó a la utilización de nuevas fuentes de energía haciendo que la sociedad produjera más, y en consecuencia, pudiera abastecer a vastas poblaciones. Otro ejemplo claro se manifiesta en la creencia de orientación evolucionista que considera un cambio abrupto de los asentamientos a partir del PDR. Como fue mencionado, estas afirmaciones no se han observado en áreas como Antofalla y valle de El Bolsón donde la vinculación casa-campo se ha mantenido hasta poco antes de la conquista española y aún en la actualidad (Quesada y Korstanje 2010). Asimismo, se han identificado modalidades de asentamientos con recintos residenciales segregadas de los espacios productivos similares a las propuestas para el PDR pero durante el Formativo –v.g. quebrada de los Corrales (Caria et al. 2010), Morro de Las Espinillas (Scattolin 2001, 2010), Antigal de Tesoro (Scattolin 2001) y La Mesada/Morro Relincho (Korstanje 2005)–. De modo que parece que los paisajes agrícolas no muestran formas de espacialidad propias de un momento o estadio de evolución particular, sino más bien de ciertas condiciones sociales y políticas de producción en los cuales las familias campesinas lograron mantener un cierto grado de autonomía en las decisiones vinculadas con el trabajo agrícola. Resulta claro también que aún nos queda mucho que aprender acerca de estos contextos y procesos. COMENTARIOS FINALES: DE LOS CONTEXTOS CULTURALES A LOS PAISAJES AGRARIOS Los estudios, reflexiones, avances y propuestas hasta aquí presentados nos han llevado a situarnos desde nuevas perspectivas de análisis que contrastan con diversos aspectos que se fueron cementando en relación con el rol de la producción de alimentos en la caracterización del Formativo. Como ya hemos visto, a pesar de que dicho rol tuvo un lugar central en las primeras definiciones del Formativo (González y Pérez 1972; Núñez Regueiro 1975), las investigaciones en torno a la agricultura no fueron relevantes en los trabajos arqueológicos por muchos años. Así, la arqueología del momento productivo más temprano, estuvo enfocada en el relevamiento y excavación de los sitios residenciales, funerarios, ceremoniales y en la interpretación del arte rupestre, relegando a un segundo plano el estudio de la agricultura

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formativa o intentándola comprender a través del estudio de contextos no estrictamente productivos. La paradoja es sólo aparente y no se debe, a nuestro entender, a que no hubiera interés de los equipos por estudiar la agricultura, si bien parecería ser que los espacios agrícolas no eran considerados los ámbitos en los cuales se encontraría las respuestas a los cambios culturales que estaban esperando mostrar para poder lograr una clasificación en cualquiera de los paradigmas teóricos vigentes (todos ellos con fuerte énfasis tipológico y clasificatorio). La producción de alimentos era integrada, tangencialmente, a partir de hallazgos arqueobotánicos en contextos ocupacionales o funerarios. En este sentido, el desarrollo de nuevas perspectivas teórico-metodológicas en el estudio de restos vegetales que hemos presentado, permitió vincular los hallazgos de esta clase de restos a las prácticas sociales que le dieron lugar. Es por ello que actualmente se interpretan las prácticas de gestión más allá de una secuencia lineal de adopción de formas domesticadas y un impacto consecuente en los sistemas productivos. El estudio macro y micro de restos vegetales arqueológicos –en particular, yendo más allá de lo taxonómico en el primer caso y atendiendo a la presencia de los mismos en las áreas de cultivo en los segundos– permite actualmente comenzar a tejer un vínculo entre las áreas de producción, manejo o fomento de los mismos y las áreas residenciales y funerarias, en el marco de una idea ampliada de agricultura. Las prácticas de domesticidad salen del ámbito residencial y se entretejen con los espacios de cultivo, integrando prácticas –antes dicotomizadas– en redes de significación que se piensan en términos de la crianza de un paisaje donde humanos y no humanos se intervienen recíprocamente. El desarrollo reciente de estudios específicos y sistemáticos sobre los ámbitos productivos, sea desde la excavación de los mismos, de la historicidad de sus rasgos arquitectónicos, de su vínculo con otras manifestaciones materiales del paisaje, del desarrollo de métodos y perspectivas de análisis de macro y microrrestos botánicos recuperados en esos espacios y fuera de ellos, con una idea ampliada de la espacialidad ligada a la agricultura y las prácticas de manejo sobre el entorno vegetal, nos ha llevado a una mirada enriquecida. Hoy sabemos que la tecnología implicada –relevada en sus aspectos constructivos, en la conducción de agua de riego, en la detección de prácticas de rotación de cultivos, el uso de fertilizantes y el control de procesos erosivos, entre otros aspectos– es de mayor sofisticación que lo previamente asumido. Asimismo la excavación de los espacios agrícolas ha evidenciado la relevancia social de los mismos a partir de la detección y caracterización de prácticas de tipo ritual en su fundación (identificadas también en la fundación de espacios residenciales), las cuales vuelven una vez más nuestra mirada a una idea de espacialidad doméstica ampliada que surca un paisaje agrario donde la crianza recíproca hilvana prácticas y ámbitos previamente desatendidos. Actualmente podemos decir que los primeros paisajes agrícolas se caracterizaron por prácticas que propiciaron la diversidad y la fluidez entre aquello que antes era conceptualizado como ámbitos distintos (residencial-productivo, silvestre-domesticado). Finalmente, es por todo lo antes dicho que creemos que, entre aproximadamente el 1000 A.C. y 1000 D.C., existió un paisaje agrario criado desde múltiples prácticas con saberes técnicos sofisticados y específicos desarrollados a nivel de unidades domésticas articuladas entre sí. En ese territorio criado se desarrollaron diferentes prácticas de manejo que, antes que optar por formas plenamente domesticadas en una agricultura homogeneizante, generaron cultivos particularmente diversos. Hoy, más que como un período o etapa, podemos pensar al Formativo en términos de la gestión doméstica de la producción, representando quizá los inicios de la crianza de un paisaje agrario campesino que puede verse hasta la actualidad.

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