Justo Serna. Un mundo hecho pedazos. Que cultura necesitamos?

July 19, 2017 | Autor: Gutmaro Gomez Bravo | Categoría: Cultural Studies, Cultural Theory, Antrophology
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Descripción

Un mundo hecho pedazos. ¿Qué cultura necesitamos?

Justo Serna

"Hay que echar un vistazo al mundo actual", me decía en mi libro Todo es falso salvo alguna cosa (2014). Hemos de escrutar las cosas que suceden o los hechos que creemos que ocurren. No contamos con datos firmes, no maniobramos con mecanismos perfectos o previsibles, no disponemos de seguridades: somos destinatarios de noticias a las que debemos hacer frente sin garantías absolutas, sin saber siempre qué es verdadero y qué es un embuste o una ficción.

Vivimos en un mundo de espejismos y en un espacio cultural fracturado y a la vez universal, un dominio en el que conviven personas y espectros, falsedades o fantasías agigantadas por los mass media y por la redes sociales. Con ello nos vemos obligados a examinar fantasmagorías y realidades. Eso sí: con la mayor finura posible, con detenimiento y proximidad, y con la mayor distancia posible, con ironía.

Hubo un tiempo, por supuesto ya pasado y remotísimo, en que la vida era real, auténtica. O eso pensábamos fantasiosamente nosotros y nuestros antecesores. La realidad era firme y mineral, sólida, y contábamos con numerosas pruebas para certificar la autenticidad de lo ocurrido. Aún vivíamos bajo el dominio de los grandes relatos, de las mitologías e ideologías uniformes, homegéneas, bajo el dominio de la ciencia deductiva que fijaba leyes universales. Las ciencias sociales, las humanidades y, entre ellas, la historia estaban sujetas a la idea de realidad irrevocable, externa, objetivable y, por tanto, previsible: gracias precisamente a las leyes de funcionamiento de lo real. Si algo no se anticipaba o no se sabía era una carencia que resolvería la razón y sus dispositivos.

Por supuesto, ese esquema antiguo, ese paradigma remoto comenzó a cambiar con la física revolucionaria del Novecientos: no sólo con la teoría de la relatividad general, de Albert Einstein, o con el principio de incertidumbre, de Werner Heisenberg. El arte y la literatura comenzaron a cuestionar la realidad y su apariencia, el fenómeno que percibimos y que puede ser, en efecto, pura fantasmagoría. Los creadores deformaron conscientemente sus obras, sus productos, haciéndolas depender de la percepción plural, rota, incierta. Pero no somos individuos aislados los que vemos o aprendemos. Percibimos socialmente dentro de marcos culturales contradictorios.

Nunca hemos perdido la nostalgia del Edén, si se me permite decirlo así, con Emil Cioran. Allí todo estaba en orden, nada estaba fracturado. Los nombres y las cosas coincidían. Era el Paraíso original, según aprendimos del Génesis y según nos recordaba George Steiner. Todo era verdad… Todo era prístino. Pero el ser humano fue expulsado. Creció, maduró y envejeció en un estado de carencia originaria. Muy frecuentemente lo sabe, lo intuye. Ese estado de carencia y de demencia es justamente la pérdida del Paraíso.

Crecer es madurar, cierto, pero es también aceptar una frustración dolorosa: la de la fractura de lo que nos rodea y la de la falsedad de nuestra omnipotencia. No hay, no hubo, aquella fusión originaria. Todo es endeble, como nos recordaba Antonio Muñoz Molina parafraseando a Marx y Engels, y todo acaba siendo incierto, incluso falso. En esta de cosas, la melancolía se apodera de muchos. Si pudiéramos ver homogéneamente, si pudiéramos ser uniformemente.

Si todos supiéramos ver lo que lo que hay y expresarlo, así sin obstáculo alguno, ya habríamos resuelto nuestro principal problema sensible, verbal, aunque también moral. Pero no es así, nunca podrá ser así y ni siquiera es humanamente deseable que sea así: la variedad de lo que vemos o podemos ver y de lo que alcanzamos a expresar quiebra la homogeneidad visual, el encaje perfecto de nuestro universo verbal. No hay que lamentarse. ¿Por qué razón? Permítanme recordar cuatro cosas triviales, archisabidas. La pintura, por ejemplo, reproduce lo que las miradas

han codificado como esquema perceptivo. Hoy en día, el retrato queremos pensarlo como algo directo, natural, tal vez porque adivinamos que los óleos del pasado o los daguerrotipos del siglo XIX son impostados, artificiosos. A los modelos se les pide que eviten los ademanes forzados, las actitudes estereotipadas, la preparación excesiva, y todo ello para lograr la naturalidad o realidad a la que aspiramos, hábito de nuestro tiempo narcisista. De hecho, en el mundo de hoy concedemos un gran prestigio a esa naturalidad, confiando en que así y sólo así será posible tener una relación directa con la realidad y el medio que nos acoge. Pero ésta es una idea reciente y tiene que ver con la crítica contemporánea de las imposturas, de los corsés y de la artificiosidad burguesa del Ochocientos.

¿Escribimos lo que vemos o lo que sabemos? Qué disyuntiva. Contrariamente a lo que tantos se responden, yo creo que vemos lo que sabemos, aunque eso al buen cronista no le satisfaga. Permítanme citar a Umberto Eco. En su delicioso Kant y el ornitorrinco cuenta que el gran viajero que fue Marco Polo tuvo una vez que enfrentarse a un dato incómodo de la experiencia: en Java se tropezó con "rinocerontes", según la taxonomía de nuestros días. ¿Cómo nombrarlos, cómo hacerse una idea cabal de su condición? Jamás los había visto antes, pero eso no fue óbice para que con gran realismo, con gran empeño, con confusión deliciosamente humana, los definiera como "unicornios". En efecto, vio lo que sabía.

El mejor cronista es como un buen historiador, como el histor de la Grecia clásica: el que ve y el que investiga porque no sabe lo que ve, porque no se explica bien qué es lo que distingue, o porque lo que ve no es exactamente lo que creía saber. El mejor cronista es aquel que escribe lo que sabe pero eso que sabe lo ignoraba hasta el momento en que se puso a expresarlo, a verbalizar, por ejemplo. Los historiadores miran y ven en las fuentes inacabables, en los archivos polvorientos y confusos, en la nube... lo que de algún modo ya sabían y aún no lo habían expresado, lo que ahora captan torpemente para después ponerlo en orden narrativo.

Sin duda, la crisis política del sovietismo y del marxismo cerró el corto siglo XX, que al tiempo coincidía con la primera fase de expansión del mercado mundial y, sobre todo, de la electrónica doméstica. De 1976 data el Apple 1 y de 1981 data en PC de IBM. Por supuesto, los videojuegos, las consolas, esos aparatos citados y otros que vinieron después (el Mackintosh, en 1984, por ejemplo) cambiaron nuestra forma de escribir, de entretenernos, de jugar o de crear, si es que al final no son la misma cosa, pues a la postre el juego necesita reglas de obligado cumplimiento, necesita a distintos usuarios que sean copartícipes (incluso cuando compites contra ti mismo) y necesita que se cumplan ciertas expectativas. Ahora bien, en el juego hay azar, la pura chiripa que probablemente puede descubrirse (como hicieron Gonzalo García-Pelayo y su familia y que luego tan simpáticamente reflejó la película The Pelayos). La creación es un juego de paciencia, con normas previas (la tradición) que no puedes incumplir enteramente, técnicas de uso milenario, artefactos y recursos que hemos aprendido gracias a la cultura, a la herencia patrimonial. Por supuesto, la electrónica doméstica transformó el mundo y sus percepciones, pero lo que acabó de romper seguridades y criterios añejos fue la extensión de Internet.

Queremos pensar en la Red como el espacio sin limites: el espacio de la experimentación, de la sutileza. Pero Internet es también el lugar de la vergüenza, de lo ordinario, el lugar en el que la cantidad es un dolor o en el que la oferta es casi una ofensa: por el número de lo vertido y por lo vulgar de lo mostrado. Facebook, Twitter o YouTube, por ejemplo, son hechos sociológicos insoslayables que fragmente el mundo al tiempo que lo ligan. Y ello, más allá del buen o mal uso, de la utilidad informativa o del ultraje estético y ético de tantos y tantos tantos vídeos o palabras que allí se comparten.

Internet es un vertedero y es un expositor, el reino de lo trash y de los freakies, el lugar del excremento, el sumidero de la imaginación averiada y pobretona. Pero es también el espacio de la invención audaz. Y sobre todo ese sitio en el que se comparten o se venden textos o películas, música y fotografías, como un zoco multitudinario y caótico, un bazar con trastos de desigual

valor. Como lo es Ebay, un mercadillo global de objetos nuevos, seminuevos o averiados. ¿Zoco? ¿Bazar?

Estamos tan desconcertados que nombramos las cosas, las nuevas cosas que nos ocurren, sirviéndonos de metáforas quizá gastadas, incluso milenarias, creyendo tal vez que lo nuevo podremos cotejarlo con lo viejo: cotejarlo y contenerlo. Pero, bien pensado, lo nuevo no es tan insólito, pues las funciones que desempeñan muchos sitios de Internet no son radicalmente distintas a las que prestaban –y prestan– otros lugares del mundo físico (o imaginado o fantaseado). En La estructura ausente (1968) ya nos recordaba Umberto Eco que un nuevo medio no sustituye al anterior, sino que se añade a los otros, se suma a los precedentes: la función se divide y, por tanto, la cubren o la comparten varios soportes o prodigios técnicos.

Lo que ahora hace diferente el fenómeno de Internet es el número, el exceso, la sobreabundancia de datos que circulan. Precisamente eso, las metáforas de la Red, es lo que planteaba hace años Javier Echeverría en algunos de sus libros más conocidos: Telépolis (1994) y Cosmopolitas domésticos (1995). Echeverría, a quien en 2088 entrevistamos Anaclet Pons y yo para un dossier de la revista Pasajes, es un pionero que supo ver de antemano qué era eso de Internet y con qué debíamos compararlo. Partía de la metáfora espacial más próxima, la de la casa, para extenderla después a la ciudad.

Hacia 1994, la telépolis de Echeverría era ya una urbe con barrios de mala nota, con lugares selectos, con calles intransitables, con espacios comunes de visita obligada, con zonas nada recomendables. Con vertederos, podríamos añadir ahora. En las ciudades reales, los basureros están fuera del recinto. En la urbe electrónica, la cochambre y la inmundicia están junto a los barrios distinguidos, junto a las ruinas y a las joyas. ¿Cómo orientarse en esa ciudad opulenta?

Las imágenes se multiplican y se fracturan, como se multiplican en la Red los microrrelatos, como se desborda la escritura electrónica. La plétora, la saturación: todo amenaza con desbordarse.

¿Cómo abordar esta revolución? Todas las revoluciones (incluidas las tecnológicas) tienen su lado eximio, trágico, selecto; y tienen su parte chocarrera, vulgar, masiva. Lo ordinario y lo grosero cambian el mundo porque los efectos de esa transformación se multiplican infinitesimalmente. Siempre ha sido así. ¿Creemons que el mundo del Setecientos cambió porque los grandes ilustrados fueron los preceptores de sus contemporáneos? No.

Como indica Robert Darnton, la revolución del pensamiento se dio frecuentemente en lo pequeño, en infinidad de creadores chiquitos, incluso vulgares, cuyas obras se editaban en imprentas menesterosas sorteando la censura y lo correcto, lo políticamente correcto, de aquel tiempo. Eran disolventes y muchas de ellas se han perdido. Cumplieron su papel, ese papel infinitesimal, y caducaron. Por eso, Darnton insiste en lo inestable de la información ahora y tiempo atrás. Los universitarios queremos pensar el mundo en términos de canon o de paradigma. Pero la realidad de la comunicación, de las obras y de las sobras es más imprevisible. La revolución la tenemos aquí mismo, alrededor y no siempre tiene su parte egregia, sublime?

Como en una plaza pública en día de mercado, no hay posibilidad de someter a control dicho espacio y ello aunque ciertas normas acaben por imponerse. ¿Se logrará? No hay aún reglas generales que obliguen ni hay un recetario práctico que nos guíe en cualquier circunstancia. Somos una muchedumbre abigarrada en continuo movimiento, sin coacciones sociales evidentes, con máscaras numerosas, bajo el anonimato protector. Ejercemos el nomadismo individual, el de sujetos embozados o desconocidos que van de corro en corro en esa plaza enorme, de grandísimas dimensiones, observando a las gentes sensatas que allí se arraciman, pero también a los locos, a los posesos que de pronto aparecen.

Sin embargo, la acción es igualmente colectiva y sólo a veces programada: hay grupos que enredan e imantan. Somos una mayoría peatonal que se mueve en gigantesca manifestación sin saberlo: un acto que provoca efectos aunque como muchedumbre diseminada no compartamos un único objeto o meta. Somos sensibles a las imágenes, a los rumores y últimas noticias, a las

nuevas del comercio primario, reducido frecuentemente al chisme, al trueque, pero también al regateo. Cada uno cree disponer de su propio tenderete en el que exponer su plétora, existencias variadas, en ocasiones valiosas, útiles que podremos usar o simples baratijas: metáforas, incluso. Pero el espacio tiene unos límites difusos y es normal perder el campo visual, abigarramiento en el que algunos difunden especies interesadas.

La gente más inquieta se pregunta sobre Internet. Mi amigo Anaclet Pons, por ejemplo, tiene un valiosísimo libro titulado El desorden digital (2013), que trata con perspicacia asuntos que aquí menciono. Los videos subidos a YouTube, a Facebook o los blogs y fotologs alojados en distintos servidores se caracterizan por su inestabilidad, por su provisionalidad, por su caducidad. Siempre se pueden eliminar por sus autores o responsables. Se crean miles de blogs en la Red o de muros en Facebook que expresan seguramente una urgencia personal: tienen incluso una función terapéutica o se conciben como espacios de intervención.

Pero esos tenderetes no siempre arraigan y, si dependen de un público generalmente escaso y voluble, de esos corros que avanzan y giran por la plaza, entonces el expositor puede quedar vacío. Si no hay que renovar el puesto, si la mesa sólo tiene un objeto que queda para uso de interesados ocasionales (en YouTube, por ejemplo), entonces la mercancía gratuita seguirá al alcance. Pero si ese escaparate de existencias ha de actualizarse frecuentemente, entonces no será raro que el responsable se canse: no recibe gran recompensa por acudir a una plaza en la que esos corros se desplazan como público volátil o si resulta que otras mesas exponen lo mismo. Es más, su decepción puede que sea mayor si descubre que, en efecto, hay esos manipuladores que, como decía, enredan e imantan a la clientela.

Nada cambia sustancialmente si este blog, aquel muro o esa cuenta dejan de actualizarse. Pero lo escrito en la Red puede ser copiado, duplicado, multiplicado y, por tanto, esa plétora sobrante y, a la postre, prescindible puede permanecer más allá de la voluntad del autor y ser como una ganga gigantesca o como una materia viscosa.

Ya sabemos que los periódicos en papel servían al día siguiente para envolver el pescado. ¿Y los libros impresos? Muchos volúmenes, transcurrido un tiempo, se descatalogan, se relegan o se guillotinan. ¿Pero qué pasa con lo escrito y publicado en la Red, eso de lo que el autor se desprendió y quiso olvidar? Puede, desde luego, destruirlo. Yo mismo eliminé cada una de las entradas de la primera etapa de mi blog. ¿Pero qué sucede con esas páginas o comentarios denigrantes en donde se nos veja, esos que circulan por ahí y que no podemos borrar? A pesar de la tecla del, la plétora crece.

Y todas estas reflexiones –triviales, seguro– me las provoca el medio en el que estamos, el soporte de que nos valemos, el expositor de que nos servimos, la cultura que necesitamos: pero, sobre todo, a estas ideas sobrevenidas llego tras la lectura de los penúltimos y últimos libros de Roger Chartier. Pensemos, por ejemplo, en Escuchar a los muertos con los ojos (2008), que recoge su lección inaugural en el Collège de France, en octubre de 2007.

¿Qué es lo que trata Chartier que tenga que ver con lo virtual? Este gran historiador francés es un sutil erudito, un brillante analista: pero, más allá de esto, Chartier idolatra a Jorge Luis Borges e, incentivado por su lectura, investiga sobre las nociones de autor, de texto y de obra, sobre la creación y sobre el artefacto material llamado libro. El libro lo creemos una evidencia incontestable y con él los agentes que lo producen.

Chartier se pregunta desde hace años por el Quijote, por Cardenio. ¿Quién es este último? Recordemos: el loco Cardenio es un célebre personaje de Cervantes. Este tipo bien pronto se independiza de la novela cervantina hasta convertirse en protagonista de obras teatrales representadas, por ejemplo, en Inglaterra hacia 1613: el Cardenio, de John Fletcher y William Shakespeare. Pero esa comedia como tal no se publicará, al menos no en 1653, que es cuando estaba prevista su edición: es decir, habiendo sido llevada a las tablas no podrá leerse….

Como un Pierre Ménard redivivo, Chartier emprende una búsqueda a la manera de Borges: “escribir un ensayo sobre una obra que no existe”. Pero sobre todo Chartier se pregunta a lo largo de sus páginas por la inestabilidad de lo escrito (de Cervantes a Shakespeare), por la fractura de los productos culturales, hecho no tan reciente; se pregunta por su materialidad, por las variaciones accidentales de los textos, que son el producto final que nos llega; se pregunta por los personajes que se emancipan de sus creadores, flotando en un mundo virtual del que otros autores se apropian como mayor o menor acierto en libros posteriores.

Lo inestable, lo efímero, lo valioso o lo caduco estaban ya en la gran literatura, que era a la vez parte sofisticada de lo popular. Si en la alta cultura ya se daban estas desapariciones o presencias viscosas, qué no pasará en lo electrónico y perecedero. Creemos que lo digitalizado dura y reemplaza lo material y antiguo. Chartier defiende el mantenimiento de lo pasado y arcaico en su propia materialidad. Los incunables no desaparecerán, admite, “pero no ocurre lo mismo con las más humildes y recientes publicaciones sean o no periódicas”, con los libros de bolsillo, con los volúmenes populares, la morralla y lo pulp. Esas obritas son artefactos que fueron editados, comprados, usados. Su sustitución por una biblioteca virtual y borgiana, presuntamente infinita, sería una pérdida.

Cuando Don Quijote está en Sierra Morena con Cardenio, le ofrece su biblioteca: “quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allí le podré dar más de trescientos libros que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de los malos y envidiosos encantadores”. Eso leemos en el capítulo XXIII de la Primera Parte del Quijote. ¿Trescientos libros? ¿Qué queda?

Muchos de esos volúmenes fueron importantes y hoy son insignificantes. Y al revés: muchos que fueron irrelevantes luego alcanzaron la dignidad del canon. Qué raro es todo esto. Internet nos hace soñar con lo importante y con la biblioteca universal: en ella también debería quedar la plétora de lo prescindible, esas mercancías nuestras cultural y materialmente significativas,

históricas: lo que existe o lo que creemos que no existe. Lo que sabemos verdadero y lo que sospechamos falso.

Precisamente, lo que cada uno de nosotros necesita es disponer de criterios, criterios de discernimiento que nos ayuden a guiarnos en mundo hecho pedazos.

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