Jurisland» y la incómoda vigencia de la (buena) neurociencia (Parte 1)

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Descripción

«Jurisland» y la incómoda vigencia de la (buena) neurociencia
(Parte 1)




Atahualpa Fernandez(®


"En cualquier situación es saludable poner, de
vez en cuando, un signo de interrogación a todo lo
que hemos dado siempre por sabido." B. Russell





Soplan vientos de incertidumbre para el Derecho. Tal vez no sea
novedosa esa circunstancia; tal vez es el de "crisis" el estado natural y
necesario de disciplinas como ésta, que, con una cultura de especialistas
en la que cada uno posee su propia perspectiva fragmentaria y muy cerca de
la omnisciencia[1], ha decido dar la espalda a los grandes conocimientos
científicos del presente y dedicarse únicamente a microproblemas teóricos
académicos o a repetir, en un lenguaje rimbombante y aparentemente
innovador, lo que otros han dicho antes. 
Es lamentable, pero la ciencia y la filosofía jurídica se caracterizan
por un largo desfile de teorías que con el tiempo han ido revelándose como
pasajeras y cayendo sucesivamente en el olvido, dada su inutilidad para
explicar la realidad. Lejos de echar una mano en el esforzado combate de la
ciencia contra la ignorancia y las falsas especulaciones, los juristas, los
"científicos" y los filósofos del derecho continúan a descargar - ya que
sus teorías insisten en no respetar las restricciones previstas por la
evidencia empírica acumulada - más y más carretadas de mitos y falacias
jurídicas.
La verdad es que ya no podemos seguir viviendo en «Jurisland» (el
metafórico territorio en que se mueven algunos juristas, donde se puede
decir cualquier cosa de las que no tenemos ninguna prueba o incluso pruebas
en contra, proponer deslumbrantes sistemas arbitrarios de pensamiento o
plantear alguna teoría vacía de cualquier fundamento, técnica o escrutinio
empírico-científico mínimamente serio – y repleta de intereses académicos
sectoriales – como se fuera la quintaesencia de lo profundo, lo
esclarecedor, lo reflexivo) como si fuéramos niños pequeños capaces de
creerse prácticamente cualquier cosa con tal de que se den las
circunstancias adecuadas.
Pero no hay que pensar demasiado en ello porque, al fin y al cabo,
cada uno se engaña como quiere. El problema más trascendente es, en mí
opinión, que ante el hecho de que el epidémico y corrosivo aislamiento
teórico de las ciencias jurídicas ha llevado a un gran número de problemas
sin resolver, la clave para establecer los conocimientos que aún quedan por
desarrollarse y comprender en el ámbito del Derecho está en partir de un
diálogo entre las tendencias materialistas de la naturaleza humana
propuestas por las ciencias contemporáneas y la tradición de los filósofos
y teóricos del derecho, en el sentido de que estos se vean cada vez más
comprometidos con la evidencia de que las ciencias e las humanidades,
aunque continúen teniendo sus propias y separadas preocupaciones, son
generadas por medio de un elemento material común: el cerebro humano.[2]
Es decir, una vez que la manera en la que deberíamos vivir es un tema
que no puede separarse completamente de los hechos, de cómo son las cosas,
una teoría jurídica (o incluso una teoría normativa de la sociedad justa),
para que sus propuestas programáticas y pragmáticas sean reputadas como
"aceptables", tiene antes que conseguir el «nihil obstat», el certificado
de legitimidad, de las ciencias más sólidas dedicadas a aportar una
explicación científica de la mente, del cerebro y de la naturaleza humana
que los mitos a los que están llamadas (y destinadas) a sustituir.
Ahora es ampliamente aceptado, en este particular, que la localización
de los correlatos cerebrales relacionados con el juicio y la decisión
moral, tanto usando técnicas de neuroimagen como por medio de los estudios
sobre lesiones cerebrales, parece ser una de las grandes noticias de la
historia de las ciencias sociales normativas. De hecho, en la medida en que
la neurociencia permite un entendimiento cada vez más sofisticado del
cerebro, las posibles implicaciones morales, legales y sociales de esos
avances en el conocimiento de nuestra sofisticada arquitectura cognitiva
empiezan a poder ser considerados bajo una óptica mucho más empírica y
cercana con los métodos científicos.
Y es que, permítanme la obviedad, esos avances también traen consigo
importantes connotaciones jusfilosóficas, en especial en lo que se refiere
a la compresión de los procesos cognitivos superiores relacionados con el
juicio ético-jurídico, entendido como estado funcional de los procesos
cerebrales. Aunque la ignorancia científica propia continúa en
prácticamente todos los ámbitos del conocimiento jurídico, empieza a surgir
la convicción de que, para comprender esa parte esencial del universo
humano, es preciso dirigirse hacia el cerebro, hacia los substratos
cerebrales responsables de nuestros juicios morales cuya génesis y
funcionamiento cabe situar en la historia evolutiva propia de nuestra
especie.
Es cierto que las investigaciones de la (buena) neurociencia cognitiva
acerca del juicio moral y del juicio normativo en el Derecho y en la
justicia todavía se encuentran en una etapa muy precoz y que, para bien o
para mal, hay que tomarlas en cuenta con mucha prudencia. Pero su utilidad
es indudable. Y la cuestión es muy sencilla: se está experimentando un
cambio (gradual) de cultura, esta vez producido por los nuevos
conocimientos de la neurociencia acerca de cómo funciona el cerebro y lo
que ello significa para las humanidades. Parece que los neurocientíficos
están promoviendo, sin proponérselo, la creación de un mundo de pensamiento
nuevo a través de cambios lentos, silenciosos pero revolucionarios y
transformadores de los valores humanos hasta ahora anclados en el
pensamiento y la tradición más clásicos. (F. Mora)
En los días que corren estamos viendo con claridad cómo la
investigación neurocientífica sobre la cognición moral y jurídica está
afectando paulatinamente nuestro entendimiento acerca de la naturaleza del
pensamiento y de la conducta humana, con consecuencias que no tardarán en
manifestarse en el dominio propio (ontológico y metodológico) del fenómeno
jurídico. Porque de lo que se trata es (i) de rescatar para las ciencias
jurídicas la complejidad de la naturaleza humana moldeada por el cerebro,
(ii) de explicar el increíble potencial humano para creación de la
diversidad ético-jurídica, (iii) de descubrir nuestra mente para comprender
quiénes somos y cómo forjamos nuestros juicios y valores sobre lo bueno, lo
justo, la cooperación y la competencia (que luego hacen mella en nuestra
manera de relacionarnos), (iv) de dar forma a nuestra manera de razonar,
elegir y decidir, (v) de entender y explicar nuestro cerebro cuando
pensamos, sentimos y decidimos, (vi) de discernir cómo se combinan la razón
y las emociones en las decisiones jurídicas y morales, etc….etc.; es decir,
de vincular, en un espacio profundamente interdisciplinario, el
conocimiento de la neurociencia a distintos aspectos de la cultura
jurídica.
Más allá del desarrollo de las instituciones, los estudios y redacción
de leyes, es necesario recordar que tanto jueces, como abogados, testigos e
imputados son personas con sus memorias, decisiones, emociones y
razonamientos humanos reales. Es por eso que los avances ligados al estudio
de la mente necesariamente tienen un impacto en la reflexión y
administración del Derecho en la sociedad. O mejor dicho, la neurociencia
moderna ha dado lugar a nuevas preguntas y planteado antiguas cuestiones
que atormentan a los juristas desde hace mucho tiempo, impensadas hace unos
años atrás en el ámbito de la ley. (F. Manes)
Para empezar: ¿Hasta qué punto la ciencia (en especial la neurociencia
y las neurotecnologías en desarrollo) pueden venir a afectar los sistemas
jurídicos y éticos y la aplicación de la justicia (por ejemplo, nuestro
sentido de libertad y responsabilidad individual)?¿De qué forma un modelo
neurocientífico del juicio normativo en el Derecho y en la justicia puede
ofrecer razones poderosas para dar cuenta de las falsedades subyacentes a
las concepciones comunes de la psicología (y de la racionalidad) humana?
¿En qué medida es posible saber donde termina la cognición y empieza la
emoción en el proceso de realización del Derecho? ¿Por qué la evolución de
las funciones cognitivas superiores produjo seres morales? ¿Qué significa
para el animal humano actuar como un agente moral? ¿De dónde viene nuestra
predisposición natural para producir juicios morales (y jurídicos)? ¿Qué se
esconde tras nuestros juicios morales, más allá de la reflexión y del
razonamiento? ¿Cuál es el fundamento último de los valores humanos más
apreciados como la justicia, la libertad, la igualdad, la autonomía y la
dignidad? ¿Nuestros actos son automáticos o voluntarios? ¿Existe el libre
albedrío y la responsabilidad personal? ¿Se puede mediante imágenes
cerebrales distinguir la verdad de la mentira? ¿Por qué pequeñas
diferencias en los circuitos cerebrales de toma de decisiones pueden
cambiar drásticamente nuestra manera de decidir? ¿Cómo el aspecto
contextual puede influenciar decisivamente en la forma de comprensión
cognitivo-emocional de determinada situación o conflicto? O, ya que
estamos, ¿de qué manera nuestro conocimiento acerca de la naturaleza humana
cambiará nuestra concepción acerca del sapiens como causa y fin del Derecho
y, consecuentemente, de la tarea del jurista-intérprete de dar "vida
hermenéutica" al derecho positivo?...







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( Miembro del Ministério Público da União/MPU/MPT/Brasil (Fiscal/Public
Prosecutor); Doctor (Ph.D.) Filosofía Jurídica, Moral y Política/
Universidad de Barcelona/España; Postdoctorado (Postdoctoral research)
Teoría Social, Ética y Economia/ Universitat Pompeu Fabra/Barcelona/España;
Mestre (LL.M.) Ciencias Jurídico-civilísticas/Universidade de
Coimbra/Portugal; Postdoctorado (Postdoctoral research)/Center for
Evolutionary Psychology da University of California/Santa Barbara/USA;
Postdoctorado (Postdoctoral research)/ Faculty of Law/CAU- Christian-
Albrechts-Universität zu Kiel/Schleswig-Holstein/Deutschland; Postdoctorado
(Postdoctoral research) Neurociencia Cognitiva/ Universitat de les Illes
Balears-UIB/España; Especialista Derecho Público/UFPa./Brasil; Profesor
Colaborador Honorífico (Associate Professor) e Investigador da Universitat
de les Illes Balears, Cognición y Evolución Humana / Laboratório de
Sistemática Humana/ Evocog. Grupo de Cognición y Evolución humana/Unidad
Asociada al IFISC (CSIC-UIB)/Instituto de Física Interdisciplinar y
Sistemas Complejos/UIB/España.
® La versión original de este artículo (aquí con modificaciones) está
publicada en la Revista Ludus Vitalis, vol. XV, num. 28, 2007.
[1] A eso se soma que todos, en mayor o menor medida, estamos lastrados por
el llamado Efecto del Lago Wobegon, "esa debacle estadística según la cual
todos pensamos que estamos por encima de la media en algún
aspecto…incluyendo, cosa muy graciosa, la imparcialidad". Tal como
explica Kathryn Schulz: "Muchísimos vamos por la vida dando por supuesto
que en lo esencial tenemos razón, siempre y acerca de todo: de nuestras
convicciones políticas e intelectuales, de nuestras creencias religiosas y
morales, de nuestra valoración de los demás, de nuestros recuerdos, de
nuestra manera de entender lo que pasa. Si nos paramos a pensarlo,
cualquiera diría que nuestra situación habitual es la de dar por sentado de
manera inconsciente que estamos muy cerca de la omnisciencia."
[2] Parafraseando a Antonio Hernando, la tarea más bella que pueda hacer un
cerebro es constatar, reflexionar científicamente sobre su propio origen y
funcionamiento.
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