Juego de Máscaras

July 15, 2017 | Autor: Andrés Claro | Categoría: Literary Theory, Ezra Pound, Translation, Homage to Sextus Propertius, Armando Uribe, Paul Léauteaud
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Descripción

Juego de máscaras Andrés Claro

“¿No se han conocido nunca Ezra Pound y Paul Léautaud?”. La pregunta retórica que se hace Uribe detona una réplica entusiasta: “Los presento, se dan la mano en mi pecho... ambos dentro de mí”. Los dos ensayos aquí reunidos por vez primera –el grueso de la peculiar obra crítica desarrollada por Armando Uribe en los años sesenta– constituyen las bitácoras de viaje, los relatos de los periplos que realizó junto a uno y otro escritor hasta ese punto de encuentro y superposición en el propio yo. ‘Ensayos’, ‘intentos’, pues no se trata de tratados exhaustivos o monografías académicas, sino de fragmentos de una autobiografía literaria marcados por el temple respectivo de sus interlocutores. De allí la inclinación más didáctica de Pound (1963), un recorrido por la vida y obra del gran poeta-educador del siglo XX: no sólo il miglior fabbro, sino el más persuasivo de los pedagogos, luchando incansablemente por compartir sus preferencias y descubrimientos técnicos (“after all I am a spoiled professor, with a pedagogic urge hybris, mania or what you will”, largaba Pound en los años en que Uribe comenzaba a leerlo). De allí también la inclinación más subjetiva e introspectiva de Léautaud y el otro (1966), donde entabla un diálogo nervioso con este anotador exhaustivo de las minucias de la existencia, y donde la tendencia a la distracción –a la trascripción del monólogo interior y el retrato de sus propios estados de ánimo– viene a ser siempre interrumpida por la voz impaciente de Léautaud: “Je n’aime pas la grande littérature”, le advierte, “Je n’aime que la conversation écrite”. En medio de este doble recorrido concéntrico, despunta la frescura de los juicios de Uribe, los cuales se desmarcan de los lugares comunes de una crítica que, al menos en el caso de Pound, comenzaba a ser ya entonces tan considerable como reductora. Y es que Uribe sospecha y sopesa, rescata y olvida, sin intentar dar con el sistema, sustrayéndose al dogmatismo de fanáticos y detractores que intentan fijar el alcance y valor de un legado literario desde la academia. Pound mismo había —9—

dado la pauta: “No estoy ofreciendo un ‘sistema de pensamientos’, si esto significa unas pocas idées fixes ordenadas de acuerdo a un patrón en la repisa. Ofrezco un sistema para pensar”; “si acaso osara a hacer una pequeña antología de los principios de mi programa, estaría inquietamente al tanto del peligro: el peligro de crear un nuevo academicismo”. Pero Uribe da un paso más: hace notar la contraparte de charlatanería que supusieron algunos de sus aciertos; dicho de manera más condescendiente, cómo la miríada de experimentos de crítica y poesía lanzados por Pound al público incluían lo mismo grandes éxitos que grandes fracasos. La discriminación es por lo demás extendida al abanico de escritores que le abre el impulso antologador de Pound, desde sus contemporáneos (Eliot, Joyce, Henry James, Yeats) a sus antecesores (esta vez, de Safo a Robert Browning). Se está ante dos libros sobre escritores y libros, entonces. Pero no son simplemente de crítica, o de crítica simple: entre sus líneas se reconoce la manera en que se iba formando la personalidad y el estilo literarios de Uribe, en el palimpsesto mismo de sus lecturas. “Les gens qui font des livres avec des livres sont néant”: la provocación de Léautaud que se cita de entrada, a modo de epígrafe, es complicada por Uribe: “¿Y si uno ha visto, oído, sentido y vivido libros?”. El ejemplo más palpable lo provee Pound, con su capacidad camaleónica de transformarse en habitante de sus lecturas –trovador, chino, elegiaco latino– con una obra tan libresca y descomunal –de Personae a The Cantos– que no habría sido sino una manera de contar su vida. En todos los casos, es esta fusión de literatura y existencia, esta capacidad de hacer una experiencia visceral de cuanto se lee y reescribe, lo que permite no sólo prestar la propia voz a los personajes o autores de un pasado más o menos remoto, sino educar y transformar la propia voz en algo otro, que llega de otro. Léautaud, hijo de un actor y soplador de la Commedie Française, reconocía tales posibilidades formativas en la alquimia existencial del teatro. “¿Dije que se veía a sí mismo como a un personaje, como a un teatro entero?... Para verse, Léautaud debía deformarse”. Uribe, por su parte, reflexiona sobre este “otro” como manera de elegir un pasado y forjarse un presente propios. “Un escritor en su obra es el otro de todo el mundo”, comienza, “Balzac soy yo, Madame Bovary era Flaubert, pero Madame Bovary Flaubert soy yo, soy cuando

leo”. De manera más célebre, es lo que Pound, haciéndose cargo de una tradición en pie desde Browning, había acuñado bajo la consabida denominación de persona: “And yet I know, how that the souls of all men great / At times pass through us, / And we are melted into them, and are not / Save reflections of their souls. / Thus I am Dante for a space and am / One François Villon, ballad-lord and thief / … that is the ‘I’ / And into this some form projects itself / ... And these, the Masters of the Soul, live on”. Los efluvios de entusiasmo poético juvenil –el poema se intitula “Histrion”– decantarían más prosísiticamente; he aquí la síntesis más lúcida y conocida de Pound: En la búsqueda por la “expresión sincera”’ uno va a tientas, uno encuentra algo que parece verdadero. Uno dice “soy’ esto, aquello o lo otro”, y apenas ha proferido esas palabras, deja de serlo. Comencé esta búsqueda de lo real en un libro llamado Personae, arrojando, se podría decir, máscaras para el yo en cada poema. Continué en una serie de traducciones, que son máscaras más elaboradas.

El sacrificio de la identidad simple, la limitación de las tendencias de expresión individuales en favor de la expresión de los autores y obras del pasado, termina siendo una manera de recuperarse tras la transformación. No sería demasiado exagerado hablar aquí de una suerte de mística, con una vía negativa (técnico-purgativa), una vía iluminativa y una vía unitiva, desde donde emerge una nueva voz distinta de todas las que confluyen en el proceso. En principio, estas personae cristalizan como resultado de la habilidad que se tiene para recrear el estilo o reutilizar las estrategias de significación de un escritor del pasado, donde el aspecto existencial y el técnico no son separables. Pero hay autores donde despunta uno u otro polo de esta unidad diferencial e indisoluble entre fondo y forma, personaje y estilo, inclinando la balanza del impacto de uno u otro lado. Así, si el influjo de Léautaud sobre Uribe se reconoce antes que nada en el personaje –un excéntrico deliciosamente literario dotado para el erotismo y la mueca de desprecio–, el influjo de Pound se deja sentir especialmente en la técnica poética, con su tendencia progresiva hacia un lenguaje de concisión y dureza. Difícil que hubiese sido de otro modo. Pues ¿cómo se relaciona Uribe con estas dos — 11 —

máscaras de las que se sirve para cristalizar como escritor? O más básica y precisamente, ¿quiénes eran este norteamericano y este francés que se imponen hacia 1960 a un poeta chileno relativamente joven que, mientras leía lo que el azar le ponía entre las manos, se preguntaba más bien perplejo por su relación con el humanismo europeo? El encuentro con Ezra Pound (1885-1972) era previsible; entonces, como hoy, hubiese sido difícil que un poeta aún formándose esquivase el legado del miglior fabbro (por mucho que para entonces fuese el legado de un hombre que había sido declarado loco y recluido en el hospital psiquiátrico de Saint Elisabeth como manera de evadir un juicio por traición a la patria). Fue durante su estadía en Italia (1957) que Uribe se sumerge por primera vez de lleno en la obra de este cowboy del MedioOeste que había desembarcado hacia 1910 en Londres para revolucionar las formas de la poesía en lengua inglesa –y, tras ella, de parte de la poesía contemporánea– junto a otros de los paladines del modernismo angloamericano (los dos más conocidos, Eliot y Joyce, fueron también los que más se beneficiaron de la influencia y ayuda de Pound). Allí estaban desde su poesía epigramática temprana hasta su épica de toda una vida en los Cantos, desde su crítica literaria a sus traducciones. El legado obligaba por añadidura a posicionarse frente a la idiosincrásica versión poundiana del humanismo universal: una selección de inventores y maestros literarios del pasado –algo así como los greatest hits de las artes del lenguaje de todos los tiempos– que provee una serie de herramientas de trabajo literario que es necesario aprender a maniobrar, pacientemente. Estaban también a la vista sus aberraciones políticas: la admiración por Benito Mussolini; los exabruptos antisemitas en medio de su denuncia general de lo que consideraba una serie de agentes de la usura (“el peor error de mi vida”, confesaría Pound más tarde a Allen Ginsberg, aunque Uribe, que no deja pasar una, ve este destino atroz prefigurado mucho antes, ya en los años londinenses: “La voluntad de escándalo alcanzó entonces una de las más altas curvas de frivolidad en la vida de Pound; podía preverse lo que vendría en años posteriores. Los poemas de Blast, y el manifiesto del Vorticism, pese a las loas de quienes loan todo lo de Pound, no pueden más que confundir a quienes no vivieron en Londres durante la década 1910-1920”). Estas y otras eran pues las caras que ofrecía el calidoscopio literario — 12 —

de Pound a un poeta aún joven que lo miraba desde lo que llama “el último país al sur de Sudamérica, más allá de lo extranjero”.* Encontrarse con Léautaud era otro asunto: no tenía la impronta de lo inevitable. “Debo decir que el tomo I del Diario de Léautaud, comprado por casualidad, porque era barato, lo leía a la fuerza, o bien, a saltos, placiéndome en los chismes, potins, avergonzándome de mi placer”. Así confiesa Uribe la lectura del primer tomo de un diario escrito durante 63 años. Paul Léautaud (1872-1956) es el autor y, a modo del otro, el gran asunto de esta obra altamente subjetiva cuya repetida moraleja es la estupidez humana (lo único que da una idea precisa del infinito, había demostrado ya Flaubert). Allí está el niño abandonado por su madre y criado por un padre indiferente, un niño que se desplaza por el mundo con llave de su casa a los diez años; allí el adolescente pobre que ama la poesía y descubre atónito la obra de Stendhal, iniciando en ese mismo momento su propio diario que lo acompañaría hasta la muerte; allí el empleado del Mercure de France que es capaz de desplazar su mirada cáustica desde el panorama monumental de la historia europea de la primera mitad del siglo XX al microcosmos del mundillo literario que lo circundaba (Marcel Schwob, Rémy de Gourmont, Alfred Ballete, Guillaume Apollinaire, Paul Valéry, André Gide); allí el hombre * “Cuando uno lee las crónicas de la conquista de Chile”, sentencia Uribe, “parece la conquista de Ninguna Parte”. Con todo, no está de más hacer notar que desde la otra orilla o perspectiva inversa, la de Pound mismo, ese último país al sur del mundo era bien visible: en su poesía y como poesía. Desde su confinamiento en St. Elisabeth, al mismo tiempo que forjaba sus grandes traducciones confusianas, pedía los derechos para traducir a Gabriela Mistral. A su editor, James Laughlin, le aclara (1950): “This here Gab/ la Mistral aint just another dam ecrivisse wot the dumb sweedes giv / a prize to. But if Ez dont see how to git her stuff into english, I dunno who can”; “Dunno as yu are interest in quality of writing, but if you are fer poisnl reezuns wanting relative values / I shd/ say Gabriela better poet than Neruda, i.e. BORN so. I like Neruda for his contempt for the squalid liar Orwell. [/] BUT Gabriella knew something she didn’t have to be told. [/] as sd / I doubt if anyone can get it into english”. La dificultad de las cartas de Pound –un dialecto personal norteamericano transcrito fonéticamente (“l’homme même, demasiado, demasiado humano”, diría Uribe)– las hace casi intraducibles. Tan sólo una paráfrasis: ‘Esta Gabriela Mistral no es sólo otra maldita escritorucha a la que los bobos suecos dan un premio. Pero si Ezra no encuentra la manera de traer sus cosas al ingles, no sé quién pueda. Sé que le interesa la cualidad de la escritura, pero si quiere valores relativos por razones persoñosas (personales y venenosas), diría que Gabriela mejor poeta que Neruda, esto es, NACIDA tal. Me gusta Neruda por su desprecio por ese escuálido mentiroso de Orwell. PERO Gabriela sabía algo que no tenían que decírselo. Como dije, dudo que alguien pueda verterla al inglés’. Uno no puede dejar de preguntarse cuál habría sido la suerte de la poesía de la Mistral reencarnada en el inglés de Pound, cribada por su tendencia a la compresión austera y sonoridad dura. Pero corrección política obligaba –el traduttore aparecía como un traditore en más sentidos de los aceptables– y los derechos no parecen haberle sido concedidos.

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maduro que se retira a Fontenay-aux-Roses a vivir entre gatos y perros; finalmente, el anciano de 80 años que adquiere una popularidad tan tardía como inesperada debido a sus entrevistas radiales con Robert Mallet. Pero lo que importa siempre es la promoción de las tensiones del personaje, de las paradojas de este escéptico seguro de sí mismo: un misántropo de tono incisivo cuya subjetividad sin límites es desplegada en un lenguaje duro y preciso como las piedras; un excéntrico reaccionario que detesta el desorden y la novedad con la misma fuerza que condena el patriotismo y la guerra. El cierre de telón parece haber sido magistral: maintenant, foutez-moi la paix, habrían sido las últimas palabras de Léautaud en su lecho de muerte. No es descabellado suponer que parte de la personalidad literaria de Uribe cristaliza en las zonas en que sus dos autores se cruzan, a partir de los rasgos donde las dos máscaras que adopta se superponen. Con todo, ¿qué es lo que comparten Pound y Léautaud a más de su amor por los gatos y una fama más bien absurda por sus intervenciones en los mass media? ¿Qué es lo que despunta incluso más allá de su tendencia hacia un autoritarismo excéntrico, el cual se vuelve contra el heroísmo, los grandes discursos, y, sobre todo, contra la guerra, denunciando a los que se enriquecen a su espalda? Inclinados del lado de sus personalidades literarias, que fueron por momentos personalidades públicas, quizás lo más notorio sea una rebelión contra el romanticismo hecha paradojalmente en un temple más bien romántico, altamente subjetivo, lo que invalida el apelativo simple de clásicos que hubiesen gustado detentar. (Es lo que explica por ejemplo que su admiración justificada por Stendhal y la prosa francesa del siglo XIX se conjugue con un entusiasmo más bien ingenuo por aquella de Rémy de Gourmont). Inclinados del lado del estilo de sus artes, Léautaud y Pound, herederos de la observación aguda del naturalismo y de la intransigencia con el público del simbolismo, comparten una moral básica para la escritura: el deber de usar un lenguaje preciso. (“Cuando se domina perfectamente el lenguaje se llega a evitar toda pérdida de pensamiento en la expresión”: el lema aséptico de Léautaud tiene su contraparte en Pound, para quien si “la técnica es la manera de expresar la impresión exacta de lo que se significa, la mala técnica es dar falso testimonio”; de manera más positiva y célebre, si ya la literatu— 14 —

ra es determinada como “lenguaje cargado de sentido”, la poesía lo es como “lenguaje cargado de sentido al grado máximo”). Pero por mucho que la convicción de que forma y fondo coinciden en una obra definitiva sea compartida por todos, en medio de esta doble perspectiva indisoluble, como se adelantaba, Léautaud se impone a Uribe más como un temple y personaje con quien dialogar y asimilarse, mientras que Pound más como un maestro en las artes del lenguaje a quien seguir, un didacticismo que lo desconcierta e instruye –que lo instruye precisamente tras la superación del desconcierto inicial– confrontándolo no sólo con el panorama de la literatura universal, sino con el de su propia obra forjada al alero de una relación paciente con la misma. El intercambio con ambos escritores halla ciertas piedras de toque y momentos de non sequitur. La conversación con Léautaud, casi siempre entusiasta, plasma instantes de silencio y tensión. Así a propósito del amor, donde la definición económica que da el discípulo acérrimo de Stendhal ­­–un “goce recíproco”– se topa con la concepción de la familia y la procreación de un escritor católico chileno. Curiosamente, tal desacuerdo parece extenderse al placer de escribir, donde el escribir sólo con gozo que defiende Léautaud haya nuevamente un desajuste con la experiencia personal de Uribe. En cuando al didacticismo de Pound, la piedra de toque la constituyen los Cantos, ante los cuales Uribe renuncia. Una serie de pistas tomadas de la correspondencia del poeta y de la opinión de sus compañeros literarios lo hacen confiar en que la obra magna tiene un designio deliberado, donde resulta clave la admonición de Yeats de que los Cantos tienen más estilo que forma (más textura que estructura se podría insistir, o, como en esos edificios que se construyen hoy en día con la estructura por fachada, que su estructura está en la textura). Pero Uribe no trata de discernir y plasmar las estrategias de versificación de los Cantos. No es éste el lugar para intentar atar éste, el único cabo deliberadamente suelto que deja su estudio de Pound, sino tan sólo para agregar un par de detalles significativos que ayuden a que el lector, tras recorrer junto a Uribe la estructura métrica y acentual del resto de su poesía, se haga una opinión sobre la obra magna, la cual no hace sino orquestar los recursos trabajados de manera más discreta y limitada en la poesía anterior. Pues la determinación de Pound fue — 15 —

temprana; ya hacia 1912, tras pasar revista a una serie de sistemas prosódicos de varias lenguas y tradiciones –clásico latino, anglosajón, romance– y declararse interesado por todos ellos, confiesa oblicuamente sus intenciones para el porvenir: “No se halla fuera de las posibilidades que la poesía inglesa del futuro va a consistir en una suerte de orquestación que tome en cuenta todos estos sistemas prosódicos”. Lo cierto es que el genio versificatorio de los Cantos se reconoce en gran medida en una serie de orquestaciones de estrategias poéticas diversas que habían tenido hasta entonces un desarrollo independiente, orquestación que permite a Pound generar desde transparencias debusianas a saturaciones wagnerianas, y que son verificables a todas las escalas, desde las yuxtaposiciones de formas prosódicas que estructuran un canto o una serie de cantos como un todo hasta superposiciones en una sola línea de poesía. In the gloom, the gold gathers the light against it: en este inglés inaudito, alucinante, se reconoce el fantasma de la cantidad del verso clásico, alargando las vocales sobre las que recae el acento: “In the glóom, the góld gáthers the light agáinst it”; a ello se añade una modulación vocálica, de oscuras a claras, de cerradas a abiertas (u/o/a/e/i), que Pound aprende en las albas de los trovadores provenzales, las cuales llevan precisamente de la noche al día: “In the gloom, the gold gathers the light against it”; finalmente, allí está también la aliteración estructural y consonancia característica de la antigua poesía germánica, contribuyendo al staccato de la cadencia y aislando las percepciones: “In the gloom, the gold gathers the light against it”. Son estos y otra serie de recursos poéticos orquestados por Pound en los Cantos los que son trabajados de manera más discreta, limitada y aislada en su poesía temprana, que es a la que Uribe presta toda la atención, repasándola de manera aplicada y cronológica, imponiendo una perspectiva de poeta que suele fijar la atención en las estructuras métricas y acentuales. Uno de los momentos álgidos es su disquisición sobre el verso libre –“no hay verso libre para quien quiere hacer un buen trabajo” (Eliot)– la cual guarda toda su actualidad; desde ya, se alza como un antídoto contra los poetas perezosos de entonces y de hoy que lo ejercen sin inteligencia ordenadora alguna, que creen violar reglas que desconocen. Menos convincente resulta su dictamen sobre Cathay. No tanto por la afirmación de que palidece ante los mejores momentos de — 16 —

Lustra, sino sobre todo por la opinión de que se trata apenas de una “adivinación” del chino. Es nuevamente Eliot quien da a Uribe la pauta, sólo que esta vez iniciando un malentendido que ha perdurado. Pues una lectura de los manuscritos de Fenollosa –de los cuadernos con las transcripciones y comentarios a los poemas, así como del ensayo El carácter de la escritura china como medio poético– permiten constatar hasta qué punto Pound es guiado hacia una comprensión adecuada del funcionamiento de la lengua y la poesía clásica chinas mientras intentaba forjar un equivalente inglés para las mismas (con la ventaja frente a nosotros de contar con la menos flexiva de las lenguas europeas). Cierto, las concepciones e intuiciones de Fenollosa –el carácter pictográfico de los caracteres, la presentación de la naturaleza como proceso, la puesta en escena de correlaciones cósmicas mediante percepciones visibles– contenían casi todas “errores de detalle”. Pero de otra parte ponían el acento en la manera como ciertas tendencias generales de la cosmovisión oriental (especialmente la concepción taoísta del mundo) se expresaban mediante sus formas idiosincrásicas de significación poética (especialmente las imágenes dinámicas), lo que llevó a Pound en la dirección correcta. Más precisamente, lo impulsaron a forjar una lengua inglesa capaz de aislar imágenes y hacerlas entrar en contacto, de generar parataxis mediante la sintaxis y la cadencia, momentos discretos de percepción listos a entrar en yuxtaposiciones vibratorias de largo aliento. Es la relación que entabla Uribe con el último eslabón de la poesía temprana de Pound, el Homenaje a Sextus Propertius, que se revela decisiva y prodigiosa. Desde ya, por su certeza crítica; por su convicción, contra la opinión que prevalecía entonces, de que éste y no “Mauberley” es el mejor poema de Pound, una opinión que hoy, si caben tales jerarquías en poesía, se impone como una evidencia. Pero sobre todo porque su talento literario le permitió forjar una traducción castellana admirable de la versión anterior de Pound. La experiencia y reflexión de Uribe traductor, en parte moldeadas en las de Pound mismo, se hallan plasmadas en el prólogo a su estudio sobre Montale, el cual no ha sido incluido en este volumen. Uribe advierte allí que para aproximarse a una obra que considera perenne hay que “traicionarla conscientemente al traducir sus versos no en forma literal sino crítica, no reiterando con aproximación temerosa sus palabras sino reproduciendo sus efectos y — 17 —

sus causas en nuestra lengua, entregándonos a los malentendidos y a las infidelidades que origina el amor a lo que una obra es para nosotros... recrear un modo de escribir que nuestra lengua no conoce”. Recrear en inglés moderno la logopoeia de Propercio –la danza del intelecto sobre las palabras– había sido ya la intención de Pound. Su penetración crítica lo había llevado a discernir en las elegías latinas una ironía oculta dirigida contra el ethos marcial de la Roma de Augusto, dissimulatio que se expresa, entre otros, mediante una burla de las convenciones lingüísticas de la poesía oficial de Horacio y Virgilio (las Odas y la Eneida). Su genio creativo, a su vez, le había permitido reactivar tal ironía literaria del pasado en tiempos modernos, hacerla sentir a un nuevo público, mediante una paráfrasis que la redirige contra lo que vislumbra como los equivalentes contemporáneos de la política y literatura imperiales: la propaganda nacional europea en tiempos de la Gran Guerra aliada a usos lingüísticos que iban desde las convenciones literarias victorianas a los métodos de la filología positivista y la retórica del periodismo, todos los cuales son burlados en el Homenaje sin piedad, a menudo a través de malentendidos deliberados. Uribe, quien comprende el impulso político y literario de este poema donde el amor se constituye en una coartada para resistir el ejercicio del poder –“y yo también cantaré de la guerra cuando este asunto de una niña esté agotado”; “nosotros en cama angosta, de espalda a las batallas”– Uribe, decía, da una versión castellana que, sin apartarse demasiado de las palabras de Pound, logra reproducir los efectos poéticos de su inglés, recreando la experiencia de Propercio mediada por Pound como una nueva experiencia en y con nuestra lengua. El resultado, de antología, está a la vista por doquier: ¿Puedes soportar tal promiscuidad? Ella no era reputada por su fidelidad; Pero ensartar un cuchillo en mis miembros vitales, pasar por el trago de veneno. Preferible, hijo mío, mi querido Lynceus Camarada, camarada de mi vida, mi peculio, mi persona; Pero a una cama, a una sola cama, mi querido Lynceus, desapruebo tu concurrencia.

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Es así como Uribe nos hace experimentar el mismo distanciamiento irónico, el mismo tono urbano y ridículo que crea Pound en el Homenaje para su elegiaco moderno –“Celebridades trans-causasianas serán loadas por sobre las celebridades romanas, / Expuestas como distensiones del Imperio, / ¿Pero en cuanto a qué leer en circunstancias normales?”– una crítica mordaz a la verborrea de la intelligentsia de comienzos del siglo XX a través de una mezcla subversiva de registros que van de lo sofisticado a lo coloquial –“Idiota! Qué haces en esas aguas: / ¿Quién te ha ordenado un libro acerca de héroes? / No debes pensar, Propercio, / En tal especie de reputación. / Pequeñas ruedas gastan prados suaves... Deja que otro remo agite el agua, / Otra rueda, la arena. La altiva turba es tan mala como el alta mar”– maneras de revitalizar la voz de Propercio por mediación de Laforgue: “Oh Piérides augustas! Ahora hay un producto boquiabierto”; “Fuera con ello, dímelo, dilo todo, desde el principio, / Yo lo engullo con las orejas extendidas”. Es así como se percibe también la vieja ironía redirigida hacia el evento mismo de la traducción –“He repetido a los hermanos Curiacios, / y hecho observaciones sobre el venablo de Horacio / (“Cerca de la pesebrera de libros de Q. H. Flaccus”)”– la forma astuta en que Pound superpone a la dissimulatio de Propercio contra el lenguaje oficial de la era augusta un desafío y burla de los métodos de traducción y anotación supuestamente exactos de los filólogos. De manera más milagrosa, la versión de Uribe permite hacer la experiencia de la cadencia del Homenaje poundiano –“Y aburridos de datos históricos, volverán a mi música de danza”– una variedad rítmica notable que no tiene nada que envidiar a los Cantos y que deja palpar desde los gestos certeros del epigrama –“En vano llamas a la sombra, / En vano, Cynthia. Vana llamada a sombra sin respuesta. / Poco hablan pocos huesos”– a la letanía humorístico-amorosa en que se camufla una miríada de segundas intenciones: “Con qué abrazos variados, nuestros brazos cambiándose, / Sus besos, cuántos, lentos en mis labios”. Uribe se permite incluso hacer crepitar la lengua con otros efectos sonoros –“la tierra seca palpita contra el calor de la canícula”– enfatizando a menudo la manera en que Pound impone su propia cosecha de consonancias y aliteraciones al servicio del ridículo y el mal gusto intencionales: “¿qué aguas han suavizado sus flautas?”; “Acuerda cantos en las cuerdas”; “donde Roma arruina las riquezas germanas”. — 19 —

A casi un siglo de la primera publicación del Homage to Sextus Propertius (1917) quizás sorprenda a Uribe saber (quizás lo sabe ya) que hoy los latinistas, aunque no siempre reconociendo su deuda con Pound al respecto, han dejado atrás los exabruptos de indignación puritana del profesor Hale y transformado completamente su opinión sobre el estatuto de la poesía de Propercio y demás elegiacos latinos. Se ha reconocido precisamente una serie de momentos de dissimulatio y humor que dejan traslucir resistencia a las presiones imperiales, a la exigencia de sumarse al coro de poesía nacionalista, incluidas una serie de parodias a la épica, de Ennio a Virgilio, y a la poesía oficial de Horacio. Este cambio de perspectiva, que ha abierto la vía a una experiencia ‘literaria’de esta parte de la poesía latina –una experiencia hasta entonces bloqueada por la pulsión de exactitud filológica de los traductores o por un esteticismo que consideraba que todo lo clásico debía ser serio y sublime– es algo que hay que agradecerle en gran parte al Homenaje a Sextus Propertius de Pound, obra que es menos un “uso irónico de la tradición” que una toma de conciencia contemporánea de la ironía en la tradición, y donde lo decisivo es que, a diferencia de las consideraciones eruditas recientes, recrea la experiencia del pasado en y como poesía, poniéndola a disposición del lector contemporáneo. A Uribe, a su vez, hay que agradecerle el haber forjado una versión castellana de este Homenaje en muchos sentidos milagrosa, la cual viene dando acceso a esa renovada experiencia literaria de Propercio desde hace más de cuatro décadas a un nuevo público (nuevo público que en el camino encontraría a su propio Augusto al que oponerse tenazmente). En términos estrictamente literarios, se puede apostar a que es esta versión del Homenaje, junto a varios pasajes de Léautaud y el otro, lo que resultará más gratificante y duradero en este volumen, una traducción que pertenece con todo derecho a la antología de la mejor poesía de Uribe y que desmiente la sentencia benjamineana de que las traducciones sean intraducibles. “Adoptar un texto a la propia familia espiritual es la traducción cuando obra el poeta y no el honrado comerciante de palabras”, anota Uribe en su estudio sobre Montale. Pound, Léautaud y Uribe entonces. El primero ha sido reconocido por una recolección y despliegue de técnica poética que lo transforma— 20 —

ron en un ventrílocuo literario y pedagogo pedante; el segundo, por una mueca de erotismo y desprecio al servicio de un personaje excéntrico y por momentos reaccionario. El tercero, que se dejaría poseer un tiempo por ambos, un día se dijo: “No hallo a quién imitar. Quiero escribir bien”. Desde entonces, su personalidad literaria había cristalizado. Cierto, en este “escribir como soy, lo que soy” de Uribe –que devendría definitivo en su poesía tardía, en aquella que viene publicando ininterrumpidamente desde los años noventa– se reconoce el virtuosismo versificatorio y la tendencia hacia el lenguaje compacto y duro de su maestro norteamericano, con sus ritmos de ataque, staccatos y aliteraciones, tal como se reconoce también un vuelco rabioso hacia las minucias de la existencia que debe mucho a su doble francés, vuelco con el que complica las obsesiones iniciales acerca del amor y la muerte con las que parece condenado a comenzar todo poeta. Pero la amalgama es ahora única.

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