Juan Diego Mejía: hacia una \"estética débil\"

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A mi maestra, Hélène Pouliquen, y al grupo Heterodoxias, con gratitud.

Juan Diego Mejía: hacia una estética «débil»

Por Hernando Escobar Vera

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ÍNDICE Introducción.......................................................................................................................................3 1. Estética del perdón en El cine era mejor que la vida......................................................................9 “La venganza” de Manuel Mejía Vallejo y «el perdón»...............................................................10 El perdón en El cine era mejor que la vida..................................................................................18 Realidad hostil.........................................................................................................................19 Evasión contra el principio de realidad....................................................................................24 Evasión contra el horror...........................................................................................................27 Identificación en la evasión y la fantasía.................................................................................30 Laura, otro principio de realidad..............................................................................................36 El abandono y la forma del perdón..........................................................................................39 2. El ‘yo’ escindido en El dedo índice de Mao: debilitamiento del ideal heroico revolucionario.....43 Dicotomía y conciliación.............................................................................................................44 Claudia y el self-together.........................................................................................................48 La risa y la muerte........................................................................................................................50 Debilitamiento del héroe y de la metafísica revolucionaria..........................................................53 Heroísmo y revolución en A cierto lado de la sangre (1991)...................................................55 Heroísmo y posmodernidad.....................................................................................................57 Crítica débil, revuelta y utopía.....................................................................................................58 Utopía: búsqueda de un locus amoenus...................................................................................61 3. Autoficción: volcamiento y distanciamiento en la obra de Juan Diego Mejía..............................64 Autoficción y pacto ambiguo.......................................................................................................65 Vidas posibles del yo....................................................................................................................70 Debilitamiento de la verdad.........................................................................................................74 Continuidad entre hechos, recuerdos e imaginación................................................................76 Escritura del yo y debilitamiento de la identidad.....................................................................82 Donación de sentido.....................................................................................................................86 Debilitamiento de los imperativos sobre el escritor......................................................................88 Referencias.......................................................................................................................................93

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Introducción Las percepciones y valores que cada escritor tiene sobre lo que es literario, a partir de sus lecturas, su formación, su experiencia vital y, específicamente, su experiencia de lo estético, se afirman o problematizan en cada una de sus obras. La escritura de estas confronta al escritor –a través de la búsqueda de ideas o imágenes y del esfuerzo por darles materialidad verbal– con los otros, con el mundo y consigo mismo, con sus propias creencias sobre lo que es literario. Por tanto, indagar sobre cuál es la posición estética de un escritor o cuáles son las concepciones estéticas implicadas en su obra entraña suma complejidad, dados, de un lado, el dialogismo, diversidad y polisemia que se supone que caracterizan a la literatura y, de otro, las propias concepciones estéticas del crítico literario y los horizontes interpretativos de los que se vale 1, de modo que sus hallazgos son, a lo sumo, provocaciones o invitaciones al diálogo hermenéutico. Preguntarse por la posición estética de un escritor es, en gran medida, preguntarse por su subjetividad más íntima. Una tentativa por definir su posición estética o por extrapolar, a partir de su obra, el modo en que concibe la literatura no deja de comprometer la fijación de cotas, así sean tenues y entreveradas, para lo, desde ciertas perspectivas, infinito, inacotable. Tentativa y atentado. Aun así es evidente que las propuestas de dos escritores relevantes en un campo literario, por más semejantes que parezcan, no son idénticas, e incluso las semejanzas constituirían un foco de interés para el crítico. Quizás, al igual que un ecosistema, un campo literario aparenta mayor vitalidad cuando acoge mayor diversidad de apuestas estéticas. Y cada apuesta reconoce el medio que la rodea, en forma de afinidades, críticas abiertas o ausencias elocuentes. Cada posición emerge en el tramado de múltiples posiciones otras (más o menos cercanas) con las que dialoga y en el seno de cuyas tensiones se instala. Dialoga también con repertorios teóricos y técnicos, con la tradición literaria y las rupturas que ha implicado y asimilado, con las teorías estéticas y los discursos de diversos ámbitos académicos. Rechaza, acoge, ignora, propone. Sin desconocer que la obra de Juan Diego Mejía (Medellín, 1952), como la de otros escritores relevantes, probablemente se abre al infinito o que, en otras palabras, deja oír con mayor o menor volumen, dependiendo de las perspectivas del lector o del crítico, las voces que acoge y pone a dialogar, aquí se hace una propuesta de interpretación en la que se caracteriza dicha obra por su tendencia a lo que se ha denominado «estética débil», correlativa al «pensamiento débil», descrito, principalmente, por el filósofo italiano Gianni Vattimo (Turín, 1936). “Interpretar es conocer una obra con expectativa reconstructiva, es intentar recoger un hilo conductor que permita dialogar con la obra; esta expectativa es mi propia personalidad, no es un conocimiento objetivo” (Vattimo, 2002b: 39). 1

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El «pensamiento débil» es una teoría del debilitamiento del ser con miras a la emancipación. Es “la rememoración de las vías a través de las cuales el ser no se ve más como autoridad definitiva sino como algo que se disuelve, que se multiplica, que se disemina” (Vattimo, 2002b: 28). Implica por tanto la superación de la metafísica y de la expectativa de verdad absoluta. Puesto que los conceptos ‘rectores’ de la metafísica son “la idea de una totalidad del mundo, de un sentido unitario de la historia, de un sujeto centrado en sí mismo y eventualmente capaz de hacerse con ese sentido” (Vattimo, 1990: 27), según Vattimo, interpretando a Heidegger, “cuando se habla de una superación de la metafísica se tiene en mente un proceso de emancipación y una suerte de salida de una condición que, en términos ‘marxistas’ se llamaría «alienación»” (Vattimo, 2004: 35). Dice que Heidegger descubre la inconsistencia “de uno de los rasgos que la tradición metafísica ha siempre atribuido al ser: la estabilidad en la presencia, la eternidad, la «entidad» o ousia” (Vattimo, 1990: 27-28); la visión débil explicita lo contrario: “el ser no es […] el ser, más bien, acontece” (Vattimo, 1990: 28). El filósofo italiano asocia el pensamiento débil con el nihilismo, entendido “en el sentido marcado originalmente por Nietzsche: la disolución de todo fundamento último, la conciencia de que, en la historia de la filosofía y de la cultura occidental en general, «Dios ha muerto» y «el mundo verdadero se ha convertido en fábula»” (Vattimo, 2004: 9). El sentido del nihilismo, por tanto, es la emancipación, sobre la base de que “Dios ha muerto, ahora queremos que vivan muchos dioses”, es decir, “la disolución de los fundamentos” (Vattimo, 2004: 10). Lo que libera es “el ‘descubrimiento’ de que no hay fundamentos últimos ante los cuales nuestra libertad debe detenerse” (Vattimo, 2004: 10). El nihilismo implica el debilitamiento: “reducción de la violencia, debilitamiento de las identidades fuertes y agresivas, aceptación del otro hasta la «caridad»” (Vattimo, 1995: 120) y está hermanado con la hermenéutica, funcionan los dos términos como sinónimos (Vattimo, 2004: 9). Para Vattimo, la hermenéutica “es el pensamiento del nihilismo realizado, el pensamiento que busca una reconstrucción de la racionalidad después de la muerte de Dios, contra toda deriva de nihilismo negativo, estos es, de la desesperación de quien sigue cultivando el luto porque «ya no hay religión»” (Vattimo, 2004: 10-11). Esta apunta hacia la secularización, es decir, el “desenmascaramiento de la sacralidad de todo absoluto” (Vattimo, 2004: 11), de toda verdad última. La define como “pensamiento que sabe que puede mirar hacia lo universal solo si pasa a través del diálogo, el acuerdo, la caritas, si se quiere” (Vattimo, 2004: 10). Y quizás la forma más característica de pensamiento débil es precisamente el arte. Vattimo anota que en Humano, demasiado humano (1878), a Nietzsche “el arte le parece algo superado, ligado a épocas precedentes y más inmaduras de la historia del espíritu humano”

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(Vattimo, 2002: 135-136), “el artista aparece como alguien que tiene una moral más débil que el pensador con respecto a la verdad” (Vattimo, 2002: 136-137). Pero, a partir de Así habló Zaratustra (1883-1885), el arte se convertirá en el modelo para la definición de la «voluntad de poder». “Nietzsche se dará cuenta de que […] el ‘lugar’ en que ha sobrevivido un residuo dionisíaco, una forma de libertad del espíritu, en suma aquello que luego, en los últimos años, se llamará voluntad de poder, es precisamente el arte” (2002: 136). “La excepción, que podría parecer una señal de debilidad y de ‘irrealidad’ del arte […] no lo es si, como Nietzsche va poniendo en claro en el desarrollo de su pensamiento genealógico, la ‘realidad’ no es, en el fondo, ella también, otra cosa que fábula” (Vattimo, 2002: 140). Para Vattimo, “subrayar el significado de la voluntad de poder como arte significa […] evidenciar la voluntad de poder en su alcance esencialmente desestructurante” (Vattimo, 2002: 141). La voluntad de poder es al arte “principio de desestructuración de las jerarquías, internas y externas al sujeto” (Vattimo, 2002: 147). “No hay hechos, solo interpretaciones”, concluye Vattimo, y es “a este juego de hacerse valer de «interpretaciones» sin «hechos» […] a lo que Nietzsche llama el mundo como voluntad de poder” (2002: 142). Pero Vattimo destaca que “Nietzsche niega que la voluntad de poder sea voluntad, en el sentido psicológico del término […] toda identificación de la voluntad de poder con la voluntad del hombre metafísico, libre, responsable organizador técnico del mundo objetivo. En la voluntad así concebida no habría lugar para el arte” (Vattimo, 2002: 147). El arte no es pensado por Nietzsche “en términos de ‘gran estilo’, de ‘forma’ cerrada” (Vattimo, 2002: 142). Por el contrario, “la forma se hace continuamente estallar por un juego de fuerzas muy precisas: los instintos del cuerpo, la sensualidad, la vitalidad animal […] el arte funciona como un lugar de despliegue de la voluntad de poder, de lo dionisíaco […] la voluntad de poder actúa como desenmascaradora y desestructurante en relación con todos los órdenes pretendidamente ‘naturales’, eternos, divinos, objetivos, etc.” (Vattimo, 2002: 163). Es decir, en su obra final, Nietzsche valora positivamente el exceso, la embestida de lo externo por parte de lo interno que caracteriza el arte. El nihilismo, dice Vattimo, “implica la aparición de la voluntad de poder que disloca, subleva las relaciones jerárquicas vigentes” (Vattimo, 2002: 144). El arte, por tanto, se inscribiría como forma de pensamiento débil en dos sentidos: como «voluntad de poder» directamente y como puesta en evidencia del debilitamiento, de la pérdida de fundamentos. Julia Kristeva (Sliven, Bulgaria, 1941) describe y hace emerger este último sentido en su interpretación de dos esculturas, una de Hans Hacke y otra de Robert Wilson, que representan “el derrumbe del fundamento”:

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la insólita instalación de Hans Hacke nos desplaza sobre un suelo que se erosiona, se destruye; el fundamento cae. El suelo de Bob Wilson, por su parte, no se desgasta pero se abolla, se derrumba […] Pérdida de una certeza, pérdida de la memoria. ¿Pérdida política, moral, estética? […] Ya no podemos exultar y jubilar sobre nuestros fundamentos. Los artistas ya no tienen zócalo. El arte ya no está seguro de ser esa piedra angular. El suelo se hunde, no hay más fundamento (Kristeva, 1998: 28). El arte, en su debilidad, surge precisamente para dar cuenta de esa pérdida de fundamento, pero no tanto con angustia o añoranza sino a través de una elaboración de apertura emancipadora: Una visión débil del pensamiento […] surge precisamente cuando se supone que, frente a un planteamiento férreamente metafísico, del problema del inicio […] o frente a un bosquejo metafísico-historicista […] existe una tercera posibilidad: un procedimiento de corte «empirista» […] lo que cabría calificar como cotidiano; experiencia que se presenta siempre cualificada desde el punto de vista histórico y preñada de contenido cultural (Vattimo, 1990: 19). Esto, que para Vattimo caracteriza el pensamiento débil, precisamente define la novela. Sin embargo, es posible observar que el arte, y la novela en particular, no han sido siempre ni uniformemente «débiles», sino que se puede rastrear una tendencia al debilitamiento en el arte, correlativa al debilitamiento del ser, de modo que ha habido y sigue habiendo obras artísticas más apegadas a concepciones metafísicas, incluso en la forma de deber-ser del arte o del artista. Igualmente se puede indagar por grados de debilitamiento dentro de la posición siempre hermenéutica de la novela: de la crítica ideológica al efecto crítico por el distanciamiento o la negatividad que convierte aquello frente a lo que se toma distancia en «lo otro»; de ahí a obras en las que «aquello» se ubica en un continuo que permite simultáneamente el distanciamiento (la crítica) y la comprensión, e incluso, más allá, a obras orientadas al silencio: el lenguaje del poeta, dice Vattimo, “funda verdaderamente sólo si y en cuanto está en relación con aquello que es otro que él, el silencio2”, y explica el vínculo con una analogía: “El silencio funciona en relación con el lenguaje como la muerte en relación con la existencia” (Vattimo, 1989: 77). Así, se puede observar la tendencia al debilitamiento de la novela en la construcción de personajes caracterizados más por sus vivencias que por sus ideales, historias que dan forma a la sensación del mundo más que a los discursos o las ideologías cosificadas y obras que se evaden cada vez más de un sentido único o, desde la perspectiva del crítico, de una interpretación total; obras de las que al final no quedan certezas, pero que, aun así, se abren al futuro a través de la visibilización de la voz 2

En relación con la noción de «ser-para-la-muerte».

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del escritor y la invitación al lector a la interpretación múltiple y el diálogo racional-sensiblecreativo, desde una perspectiva que abole o, al menos, suaviza las dicotomías, procura puentes o continuidades entre lo que desde otra perspectiva serían opuestos: acoge, comprende, no excluye, puesto que, según Vattimo, decir que “no hay hechos sino solo interpretaciones, esto es también una interpretación […] reconozco a los intérpretes y abro mi verdad a otras interpretaciones. No se puede ser hermenéuticos sin ser pensadores débiles y sin ser pensadores dialógicos 3” (Vattimo, 2002b: 37). La obra de Juan Diego Mejía sería una de las múltiples sensibilidades estéticas que co-relatan la tendencia, considerada posmoderna, hacia el debilitamiento del ser y el fin del pensamiento metafísico. Desde luego, su forma de ‘acoger’ esta tendencia o de ‘inscribirse’ en ella es parcial, es particular y no es explícita. Se lanza, pues, un horizonte interpretativo: el «pensamiento débil» y se describe, analiza e interpreta la particularidad de la obra de Juan Diego Mejía. Su estética parte de la no certeza, la verdad no importa, importa el registro que se hace en la memoria o en la creación de la vida vivida-imaginada-recreada-vuelta obra; en su obra se leen el debilitamiento de la verdad, histórica y autobiográfica, y el establecimiento de una continuidad entre realidad y percepción, realidad y recuerdo, memoria e imaginación y, en general, una alta valoración de lo imaginario asociado con la preminencia del mundo íntimo. En el mismo sentido, los ideales fuertes, los imperativos sobre la existencia son puestos en duda; pero, al tiempo, se hace un reconocimiento de la validez de esos ideales para otros, es decir, también se elabora un reconocimiento de los motivos ajenos (lo que aquí se denomina «estética del perdón»). Dos ‘movimientos’ caracterizan la obra de Juan Diego Mejía, la hacen particular y la inscriben en la estética correlativa al pensamiento débil: frente a las entidades metafísicas, debilitamiento, erosión, sarcasmo, desestructuración; frente a las empresas humanas y los motivos humanos, comprensión, reconocimiento, amor. Estos ‘movimientos’ se enlazan a través de los siguientes tres apartados en los que se alude a 1. la «estética del perdón» en El cine era mejor que la vida, 2. la crítica de la escisión del ‘yo’, a causa del ideal heroico revolucionario, y la dimensión débilmente utópica y en «revuelta» en El dedo índice de Mao y A cierto lado de la sangre, y 3. lo «autoficcional» y el pacto con el lector, como debilitamiento de las verdades histórica y autobiográfica, a lo largo de su obra. Para Vattimo, “la verdad nace en el acuerdo y del acuerdo” (Vattimo, 2004: 10) y la hermenéutica parte del “principio mismo de la pluralidad de las interpretaciones y del respeto a la libertad de elección de cada uno” (Vattimo, 2004: 11). Es decir, no podemos descubrir una verdad última sino que “interpretamos un modo de ser vivible, éste de la historia en la cual estamos arrojados, de la cual hacemos parte” (Vattimo, 2002b: 33). 3

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1. Estética del perdón en El cine era mejor que la vida Una de las elaboraciones estéticas relativas a formas de pensamiento débil es la del perdón y el reconocimiento de las otras versiones frente a las evaluaciones morales hegemónicas. El perdón, en El cine era mejor que la vida (1997) de Juan Diego Mejía, toma forma estética a través del punto de vista del narrador, un niño4, que reconoce el esfuerzo de su padre por cumplir el rol social de proveedor, el cual solo puede sobrellevar a través de la evasión y hasta el límite de su propia supervivencia síquica, punto en el que opta por el abandono. Esta comprensión de los motivos del padre la lleva a cabo a través de la imaginación de sus tensiones interiores, entre la realidad (deber imperativo de proveer) y la evasión que le permite estar en otros lugares del pasado, a través del recuerdo idealizado, o del futuro, mediante la ensoñación. El niño se identifica con el padre cuando él mismo observa la hostilidad del mundo, hasta el límite del horror, y opta por la imaginación como forma de hacerlo habitable. De modo que el perdón se elabora, principalmente, mediante la identificación del narrador-niño con su padre a través de la comprensión de sus motivos, a los que accede por vía de la imaginación. En algún sentido, la comprensión de la necesidad de la evasión es el punto de identificación y perdón; sin embargo, este también se produce desde la orilla del principio de realidad, en forma ya no de identificación sino de solidaridad. Entre esta novela y el cuento “La venganza” (1960) de Manuel Mejía Vallejo 5 se encuentra, como vaso comunicante, además del cultivo de la estética del perdón, que las dos obras se refieren a la ausencia del padre y son narradas en primera persona, desde la perspectiva del hijo. Sin embargo, el perdón como efecto estético se produce en la segunda a través del distanciamiento respecto a las opciones de los personajes, para quienes el perdón acaece tardíamente, de modo que no pueden escapar del destino circular de «la falta»; en cambio, en la primera, el perdón, asociado a la fantasía, se abre, en el plano del contenido al igual que como efecto, hacia el devenir, más en forma de eclosión que de determinación. La puesta en relación de estas dos obras permite considerar el perdón en relación con su opuesto más notable: la venganza.

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La voz narrativa se discute en la p. 68.

Juan Diego Mejía fue discípulo de Manuel Mejía Vallejo en sus talleres de escritura. Más adelante se amplía la relevancia de su ascendencia sobre el escritor (ver p. 33.) 5

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“La venganza” de Manuel Mejía Vallejo y «el perdón» En el cuento “La venganza” 6, Manuel Mejía Vallejo aborda el problema social del abandono del padre y lo elabora como un círculo vicioso de falta-venganza-falta en el que el perdón aparece demasiado tarde. Aun así podría hablarse respecto a ese cuento de una estética del perdón: la comprensión de la complejidad de las circunstancias humanas es uno de los efectos que se produce en el lector. Sin embargo, el móvil del protagonista es el deseo de venganza: busca al padre, el “que debía morir” (Mejía Vallejo: 234). El padre, un gallero, había abandonado a la madre con la promesa de que volvería y le había dejado un gallo, Aguilán, como garantía: “Mañana volveré. No hay uno igual” (234); “es de la mejor cuerda, volveré por él” (Mejía Vallejo: 247); “dejo el cuatro plumas en prueba de que volveré” (Mejía Vallejo: 236). Pero no vuelve. A pesar de esto, en medio de la precariedad y el abandono, la madre sigue apegada a su fe en la promesa. Así, el lector se solidariza con los motivos del protagonista, es decir, con su odio. La siguiente escena se lee como una constante en la vida de madre e hijo: «“¿No oyes zumbar la candela?”. “Sí, madre, zumban los leños en el fogón”. “¿No te lo dije? Es señal de que vendrá”, y descolgaba las espuelas del muro» (Mejía Vallejo: 236). Acumulado el odio, sofocada durante años «la reacción», tras la muerte de la madre, el protagonista emprende la búsqueda del padre para asesinarlo: “Era digno de un odio grande: pensé en la agria soledad de mi madre, en sus ojos fatigados, en sus sienes, en su frente de edad sin medida” (Mejía Vallejo: 248). La teoría señala cómo, ante un suceso traumático, las opciones del mortificado son la contención del «afecto» o su descarga, que se realiza, a su vez, o bien a través del perdón, o bien, de la venganza. En este caso, el hecho mortificante es el abandono junto con la promesa incumplida del retorno. En un sentido más amplio, se puede asimilar «la falta» con la existencia misma de la conciencia (Heidegger) o el acceso a la cultura (Freud). En ambos casos es el Padre, como símbolo, quien simultáneamente causa la pérdida, la ruptura con el ámbito «semiológico» y concede el acceso al lenguaje, a la cultura, al mundo «simbólico» (Kristeva). En general, la falta o la mortificación7 conducen a la culpa, vivida “como una disminución íntima del valor del yo” (Kristeva, 2001: 26): “Si la reacción es sofocada, el afecto permanece conectado con el recuerdo” (Breuer & Freud, 1996: 44) y “el sujeto impedido de reaccionar, busca salidas psíquicas que le

Escrito en Medellín en diciembre de 1960 (Pachón P., 1985; Escobar M., 1997), primer premio en el Concurso Nacional del Cuento de 1963 (Escobar M., 1997) e incluido en las colecciones de cuentos de Mejía Vallejo Cuentos de zona tórrida (Medellín: Carpel-Antorcha, 1967) y La venganza y otros relatos (Madrid: Aguilar, 1995). Las citas corresponden a la versión incluida en la antología de Pachón Padilla. 6

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Mortificación: sufrimiento tolerado en silencio (Breuer y Freud, 1996: 44).

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permiten descargar el afecto ligado al suceso traumático” (Ramos: 223). De otro lado, “si los afectos puestos en juego se descargan, se produce un desfogue y el afecto en buena parte se disuelve” (Ramos: 222). En la relación edípica, el hijo pierde a la madre por causa del padre, es la falta básica, pero en “La venganza”, adicionalmente, pierde el acceso a la cultura por la ausencia de este, lo cual lo convierte en un abyecto. Para el abyecto, “la venganza sustituye a la castración, y es en la consumación del acto donde se reconoce la satisfacción” (Ramos: 225) y “en el momento en que el vengador o justiciero desconoce la mediación de la ley para suplantarla e imponer sus propias normas, muestra el rasgo perverso que va a intervenir en su actuación” (Ramos: 226). La venganza compromete, pues, un grado de ruptura con el lazo social y con las normas («Ley del Padre»), pero también un daño íntimo, como explica Ramos: “El sujeto atormentado padece el daño de un absoluto que le impide vivir, ya que el acto del cual fue víctima es sufrido de tal forma que le otorga fundamento a su propia existencia” (Ramos: 225). Es decir, quien vive en función de la realización de la venganza, pierde la posibilidad de fundar su existencia; la búsqueda de venganza “inscribe al sujeto en una lógica de no querer saber, deteniendo el tiempo psíquico” (Ramos: 227) y disolviendo cualquier posibilidad otra, por ejemplo, el olvido: “A veces trataba de olvidar que buscaba a un hombre para matarlo” (Mejía Vallejo: 234). Al estar detenido el tiempo psíquico, se pierde la autonomía sobre la propia vida: “es común encontrar personajes sin historia que encuentran un lugar en la historia a través de la realización de la venganza” (Ramos: 225). En efecto, el protagonista de “La venganza” se aboca a la fatalidad: la venganza es un destino al que percibe que ha sido arrojado por su padre: “ese hombre le había dañado su destino [el de la madre], había dañado el mío” (Mejía Vallejo: 235). Dada la circularidad del relato, su destino ‘dañado’ consiste en matar al padre (castigo) y en ser el padre (culpa): “el camino estaba marcado: también yo sería gallero” (Mejía Vallejo: 235), “en Aguilán habría de jugarme esa cosa amarga que era mi vida” (Mejía Vallejo: 237). Cada vez que Aguilán muere, sus hijos lo suceden: “otros hijos de Aguilán cantaron en los corrales” (Mejía Vallejo: 235); igual de sometidos al fato, los gallos y los hombres: “mi madre pronunciaba un ‘igual al otro’ […] Ignoré si se refería a mí o al gallo de turno” (Mejía Vallejo: 235). Hombres y también mujeres, determinados por su sexo, están condenados a la mismidad histórica, son iguales: “dan lo mismo. Hombres, pueblos, gallos”, dice la muchacha que el protagonista conoce en el último pueblo (Mejía Vallejo: 240); “Gallos, pueblos, mujeres”, habría dicho el padre (Mejía Vallejo: 247). Así, su sexo y su condición de abandono marcan su destino: “los gallos me fueron enseñando el camino del hombre” (Mejía Vallejo: 234), un destino cerrado por el odio: “yo estaba marcado.

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Como los gallos que nacen para matar o para morir peleando” (Mejía Vallejo: 235). El odio como encerramiento, como limitación de las opciones, es una referencia constante: “no dejaba de transferir mi odio” (Mejía Vallejo: 235); “debía recorrer mi pesadilla, hundirme en cada hora como en el barro, llenar este espacio para el grito. Y lo llené con odio” (Mejía Vallejo: 236); “al formarme en el odio tuve que aceptar el engranaje y vivir en mí mismo, como en casa ajena” (Mejía Vallejo: 236). Como en casa ajena, pérdida de autonomía, odio que aliena, perdón u olvido imposibles, la venganza como destino y el lector como aliado del protagonista, cifrada su vida en el día que encuentre al padre para matarlo: “El día señalado 8 nos veremos frente a frente y morirá” (Mejía Vallejo: 235). En medio de un entorno hostil, excesivamente caliente, “el día señalado” también conoce a una muchacha con la que se insinúa que tiene relaciones sexuales en el cañaduzal; pero, en la medida en que “la venganza no establece ningún equilibrio, ningún orden que no sea el de la violencia misma” (Ramos: 227), el modo alterno de relacionarse con los otros y con el mundo, el erotismo, es sofocado por la violencia de la atmósfera reinante. El deseo erótico es un viento fresco, pero insuficiente. El perdón se ha mencionado en asocio al erotismo y al deseo: tras invitar a la muchacha al encuentro en el cañaduzal, “mi mano pasó del cuchillo a las plumas de Aguilán. Sobre ellas aprendían a perdonar viejas historias” (Mejía Vallejo: 241). También a partir del momento en que la conoce, rodeados ambos del infierno donde “el sol quema los pájaros en pleno vuelo” (Mejía Vallejo: 238), el protagonista percibe, pero no atiende, la voz del vendedor de helados: “¡Helados! Volvieron a gritar más cerca, pensé que con mi propia voz. La lengua de la muchacha recorrió los labios” (Mejía Vallejo: 239); “únicamente al rato volvió a oírse el pregón, como una tinaja de agua sobre carbones al rojo” (Mejía Vallejo: 241). Agua sobre fuego, frescura, humedad sobre la piel. Así como el perdón, la débil oportunidad de guarecerse del infierno es apenas percibida; no es tomada. El encuentro sexual, en el cañaduzal, no es descrito. El lenguaje del narrador-protagonista es vehículo del odio, se desvaloriza en él su posibilidad conciliadora, de establecer un lazo con el otro, de transmitir alguna plenitud. La única referencia es a la atmósfera infernal que domina todo: “cuando me perdí con la muchacha, el sol tumbaba el humo, tumbaba las sombras contra el suelo rajado” (Mejía Vallejo: 242). El encuentro sexual es una insinuación, una elipsis, un silencio, una ausencia. Sus efectos no podrán desviar al protagonista de su destino. La venganza avanza para cerrar la circularidad del relato.

El día señalado es el nombre de una novela de Manuel Mejía Vallejo en la que se incluyen y amplían las referencias de “La Venganza”. Esta novela, ganadora del premio Nadal 1963, fue editada por primera vez en 1964 en Barcelona por Editorial Destino (Escobar M., 1997). 8

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Además de que se ha retratado a la madre como víctima y se ha logrado la solidaridad del lector en la empresa de la venganza, cuando el protagonista por fin encuentra al padre, conocido como ‘El Cojo’, este es presentado como un tirano: “hace lo que le da la gana”, “él manda en este infierno” (Mejía Vallejo: 239). Su poder se basa en el miedo: “la gente no volvió por miedo al Cojo” (Mejía Vallejo: 239). Adicionalmente, el trato del padre y sus secuaces es hostil frente al hijo. Cuando el padre lo agrede con el rejo, el hijo toma la punta que este le lanza y el rejo queda tenso reforzando el momento de mayor intensidad del relato. “Con mi cuchillo corté el rejo tenso entre mi puño y su muñeca. Mi vida se había hecho para este momento” (Mejía Vallejo: 247). Momento de la ruptura del vínculo tenso y violento entre padre e hijo: ¿momento del asesinato? Cuando le revela el parentesco, el padre se debilita, empiezan a esbozarse sus motivos y a revelarse la circularidad en forma de identidad entre padre e hijo: “Podría jurar que [el Cojo] no me veía a mí sino todo lo que detrás de mí pudiera referirse a él” (Mejía Vallejo: 247); “no dejó de mirarme. Era como si ante un espejo empañado tratara de reconocer un rostro que pudo ser el suyo” (Mejía Vallejo: 248). A través de la lógica del espejo, el hijo también se ve proyectado en el rostro de su padre, como hijo o simplemente como hombre. El Cojo dice (y se percibe como una explicación de los motivos que lo alejaron de su madre y lo llevaron a su ser actual): “Los caminos nos pierden” (Mejía Vallejo: 249) y añade: “Son torcidos todos los caminos que andamos” (Mejía Vallejo: 250). La alusión a los caminos ha sido constante, los hombres se hacen hombres en los caminos, los caminos los conducen, los caminos marcan el destino. El hijo también ha reflexionado sobre ellos: “Tal vez esos caminos me han dañado: en ellos recogí emociones que me hicieron más hombre. O menos hombre, según se mire” (Mejía Vallejo: 234), y los ha caracterizado: los caminos son “como remordimientos” (Mejía Vallejo: 234). Al identificarse con su padre en el juego especular y reconocerse, del mismo modo que él, como producto de los caminos, se empieza a abrir paso la comprensión, el perdón: “Al frente estaba el culpable. ¿Culpable de qué? […] ¿De ser hombre?” (Mejía Vallejo: 249); “En el Cojo no vi más que un hombre, sólo un hombre, también desamparado, sin otro camino que el de la muerte […] También él vivió trago a trago la vida, resistió el contragolpe de las propias acciones, el sabor a ceniza de cada jornada” (Mejía Vallejo: 250). Derrota al padre en el duelo de gallos, lo ve disminuido, siente compasión; no lo asesina. No obstante, como ya se dijo, el perdón acontece demasiado tarde para el protagonista, cuando ya se ha cerrado el círculo: “Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a la muchacha a la entrada del cañaduzal” (Mejía Vallejo: 250). Luego le dice a ella: “Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza” (Mejía Vallejo: 251). El hijo está condenado a cerrar el círculo de la falta, originaria y definitoria de la hombría. No

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es el perdón el que define la masculinidad, sino el odio: “El odio nos vuelve hombres” (Mejía Vallejo: 249). La identificación con el padre se radicaliza, la comprensión de sus motivos no permite enmendar el camino. El padre es amado-odiado y, en tanto el yo es el padre, el yo es amado-odiado. La posible fuerza de comprensión del erotismo, de integración de opuestos (perdón y venganza; vida y muerte, agua y fuego) se sugiere pero se ofrece débil, asfixiada por el destino, bajo el dominio del volcán. Erotismo y muerte permanecen desimbricados, predomina la pulsión de muerte, la fatalidad es inexorable, hay escepticismo frente a la posibilidad de salidas respecto a la hostilidad del mundo degradado. De este modo, la ausencia del padre se señala como herida cultural, al igual que en otras obras importantes con este mismo leit motiv del campo literario latinoamericano, entre las que sobresale Pedro Páramo de Juan Rulfo. El tópico del «padre ausente» ha sido reiterativo en la literatura latinoamericana (y en la universal), probablemente como correlato del «complejo del padre» (Freud y Jung), más tarde subsumido en el «complejo de Edipo» (Freud). Así, por ejemplo, Wendt plantea que el padre en la literatura latinoamericana “es una pura ausencia cuya carencia repercute en una problematización del ser y de la jerarquía de las cosas desde el punto de vista de su significación. La metáfora del padre se transforma así en algo inasible y el universo en algo caótico” (Wendt, 2011: 16). Respecto a la novelística colombiana, López Tamés, en su análisis de la producción anterior a 1975, se refiere a este asunto, que él denomina «soledad del padre», asociado a la búsqueda americana identitaria. Esta ausencia se expresa en la literatura, según él, a través de la distancia cultural entre padre y madre, la dominación masculina, el gamonalismo, el desnivel intelectual, aspectos todos que conducen a que el hijo sea concebido con odio o crezca en él. Entre las referencias menciona El día señalado, de Manuel Mejía Vallejo; El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón; Detrás del rostro, de Manuel Zapata Olivella, y Las bestias de agosto, de Fernando Soto Aparicio (López T., 1975). En relación con obras colombianas más recientes, Osorio considera que la mayoría de novelas de sicarios “parten del estereotipo del padre ausente (fue asesinado, los abandonó o nunca lo conocieron) y la madre sufriente o perversa” (Osorio, 2008: 76). En general, es común la alusión al abandono del padre como causa de la no-identidad y de la abyección. Sin embargo, una importante corriente del post-feminismo hace notar cómo, en la literatura más actual, la ausencia del padre tiende a dejar de ser negativa y más bien a favorecer construcciones identitarias más autónomas y menos estereotipadas, probablemente, como resultado de una elaboración de la falta que permite ‘seguir adelante’. En este sentido, para Vattimo, “lo que

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Nietzsche intentó imaginar con la idea de superhombre es una sociedad libre, es una subjetividad que no reproduce los modelos del padre […] invita a quienes han sido hijos a nunca ser padres como emulación de un ídolo de poder y saber. La crisis del humanismo es precisamente la crisis del Edipo […] una superhumanidad más piadosa, que entiende la liberación sin estructuras de lucha, de violencia, de represión” (Vattimo, 2002c: 80-81). Pero la no emulación del padre como ídolo de poder y saber no tiene que traer consigo el rechazo radical de este. El padre, como se ha anotado, es símbolo de la cultura y, por tanto, de la comunión con los otros; en su rechazo radical subyace, o bien la melancolía o bien la abyección, y casi siempre la violencia. El protagonista de “La venganza”, en el inicio del relato, odia al padre al punto de desear asesinarlo puesto que pulsión de vida y pulsión de muerte están desimbricadas por la «falta»; en el desenlace, la identificación que se produce con él es a través de la culpa, no del perdón, por lo tanto, no tiene lugar la «revuelta», amorosa, frente al padre, que permita superar la «falta». Tiene lugar la comprensión de los motivos del padre, pero no el perdón que permitiría reconciliarse con la cultura (el padre simbólico), con el agresor (el padre anecdótico) y con el pasado, elaborando la huella interior, la huella íntima. La relación débil con el padre se refiere, en cambio, al distanciamiento y el reconocimiento simultáneos. El distanciamiento permite poner en evidencia el malestar en la cultura que promueve el lazo con los otros para incidir en ella, para, eventualmente, transformarla. Este distanciamiento garantiza un principio de realidad respecto al mundo: “en la civilización reina el malestar, reconocerlo es un principio necesario en todo vínculo social del cual se hace parte, punto que permite saber del límite de las conciliaciones y de los pactos, así como de la presencia permanente del conflicto” (Ramos: 229-230). Así, aunque se espera que el hijo no prolongue el dominio paterno y que no se apegue a su voz en tanto imperativa, de otro lado, esa voz es la voz de la cultura que cohesiona a la sociedad. Padre e hijo, como símbolos, connotan pasado y presente; el pasado constituye los cimientos del ahora, y es el pensamiento débil el que “puede acercarse de nuevo al pasado a través de aquel filtro teórico que cabría calificar como pietas” (Vattimo & Rovatti: 17), y “a fuerza de volver sobre estos sitios dolorosos, con mayor razón si son neurálgicos, tiene lugar una reformulación de nuestro «mapa psíquico»” (Kristeva, 1998: 94). De este modo, “el sujeto que se encuentra en la esfera del perdón […] es capaz de identificarse con un padre amante, padre imaginario con el cual, en consecuencia, está dispuesto a reconciliarse” (Kristeva, 1997: 173). El perdón, al igual que la venganza, también suspende el tiempo, pero también el juicio y, a diferencia de este, “apuesta por un nuevo punto de partida” (Kristeva, 2001: 28).

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Recapitulando, el perdón tiene lugar cuando, en vez de la contención del afecto o su descarga violenta, causantes de la melancolía y la abyección, respectivamente, “el recuerdo de una afrenta es rectificado poniendo en su sitio los hechos, ponderando la propia dignidad, etc.” (Ramos: 223). A esto se suma el olvido. En cambio, en la melancolía, explica Kristeva, “el deprimido sufre primeramente de una ambivalencia: él/ella ama-y-odia al otro que le ha hecho mal […] desvaloriza el lenguaje […] lazo esencial con el otro y con la vida” (Kristeva, 2001: 36). En cuanto a la abyección, ya se ha hecho mención de cómo a través de la venganza el abyecto sustituye la castración y se proclama por fuera de la ley (mandato cultural, mandato del padre). Para Kristeva, “el perdón desplaza la melancolía y la abyección” (Kristeva, 2001: 34), al costo de una pequeña renuncia: “Perdonar implica una cierta renuncia y lleva implícita la aceptación de una pérdida” (Ramos: 229). El costo es mínimo frente a la posibilidad de preservar el equilibrio interior y el lazo con el otro, excluido, como se ha visto, tanto en la melancolía como en la abyección. Es importante no perder de vista que la falta genera desequilibrio en tres direcciones: hacia el yo íntimo, hacia el otro concreto y hacia el otro simbólico (la cultura). Se puede hacer un seguimiento de la restitución del lazo con el otro a través de la historia de la civilización, sin perder de vista, desde luego, que en tanto la vía de preservación del lazo es la norma, implica, de todos modos, la falta. Otras vías no impuestas son la de la piedad y la del amor. Ramos, al igual que Vattimo, resalta el papel de la piedad cristiana: “con el cristianismo […] la violencia recíproca de la venganza no tiene cabida y, en su lugar, la piedad o la compasión abren el paso al perdón” (Ramos: 227). También para Kristeva el fundamento mismo de la compasión es la acogida del otro en uno, fundamento mismo de la ética (Kristeva, 2002: 292). Acogida del otro en uno; reconocimiento del otro en uno mismo: movimiento simultáneo hacia afuera y hacia adentro, con el que Kristeva caracteriza una forma de pensamiento débil que ella denomina «revuelta», la cual da vía a la “autonomía singular de cada cual así como su vínculo renovado con el otro” (Kristeva, 2001: 16). Pero, en esta apertura hacia el otro, no se renuncia a la subjetividad más íntima: Ramos cita a Pierre Bruno 9 para enfatizar en que “un respeto por el otro y la diferencia que es la suya pero que no impide la mía” implica “no robar al otro su confrontación al imposible, queriéndolo castrar en su lugar” (Ramos: 229-230). Se trata de una relación amorosa con el otro: “el registro del amor […] suspende el antiguo inconsciente y la antigua historia e inicia una reconstrucción de la personalidad en una nueva relación para otro” (Kristeva, 2001: 35-36). La renuncia a ‘cobrar’ las deudas, las afrentas, los daños, y el reconocimiento compasivo y amoroso del otro sitúan claramente la ética-estética del perdón como forma de pensamiento débil, 9

Bruno, Pierre (2003). “Passe et fin”. En La passe. Toulouse: Psychanalyse PUM.

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especialmente por cuanto per-donar es producir “un efecto de sentido en el punto de una insuficiencia. El perdón suple la insuficiencia” (Kristeva, 2001: 28), el perdón es “una interpretación […] que restituye el sentido del sufrimiento. Esta interpretación suspende el tiempo de los castigos y de las deudas pero con la condición de que provenga del amor […] sólo en el vínculo de amor al Otro puede esta insuficiencia ser puesta de manifiesto y rectificada” (Kristeva, 2001: 29). Es decir, el perdón como estética presupone una hermenéutica nihilista, amorosa y compasiva, orientada a los otros tanto como al yo íntimo. La culpa y el castigo suponen absolutos, mientras que “se habla de pensamiento débil porque la reconstrucción más creíble de la historia del ser, a través de la cual llegamos a decir que no hay hechos, que hay sólo interpretaciones, es una historia de debilitación, de pérdida de absolutos” (Vattimo, 2002b: 34). Por medio del perdón “la culpabilidad es extraída del juicio y del tiempo para invertirse como renacimiento. A través de la gracia y del perdón es posible, pues, una nueva configuración subjetiva e intersubjetiva” (Kristeva, 2001: 28). El arte, en general, es donación de sentido, es hermenéutica nihilista, perdón. Para Marín, “el escritor se identifica y se ‘compadece’ de los otros para hacer que desaparezca el juicio sobre sí mismo y sobre los demás; al distanciarse de sí mismo y, a la vez, desde sí mismo, da forma a una interpretación del mundo que proviene de un lazo amoroso en busca de una nueva relación con el otro y con él mismo” (Marín, 2010: 21). El arte se orienta amorosamente al otro y, al mismo tiempo, permite la descarga del artista, la elaboración de la falta. Así lo concibe Ramos: “En el deseo de reparación y en el desquite, que son tributarios de los afectos que se encadenan al recuerdo doloroso, se pueden observar procesos no solamente de descarga, sino de elaboración, como es notable en el arte” (Ramos: 223). El perdón, en relación con la herida, puede operar en el arte en dos niveles: uno más superficial y anecdótico, en el que el escritor se desquita de quienes le han hecho daño al castigarlos como personajes de sus ficciones o restituye su relación con ellos, lo cual le facilita la superación del daño y el perdón. En un nivel más profundo es la falta, en el sentido de Heidegger y Freud, lo que se elabora, como explica Kristeva, y en ese esfuerzo se produce una donación de sentido tanto para el yo íntimo del escritor como para el del lector. En el caso de El cine era mejor que la vida (1997), de Juan Diego Mejía, la falta está simbolizada por la ausencia del padre, asunto recurrente a lo largo de su obra, según Orozco, en su dimensión tanto física como sicológica (Orozco, 2003: 91). En efecto, en El cine, el padre permanece casi siempre evadido en sus fantasías y proyectos y luego se produce su partida; en Camila Todoslosfuegos el padre se ha ido de la casa; en El dedo índice de Mao (2003), el padre ha muerto y aparece solamente en forma de recuerdo y ausencia, y en Era lunes cuando cayó del cielo (2008)

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hay un apartado en el que el narrador-protagonista, Mejía, dice: “Desde lejos vi el sitio donde debía estar enterrado mi papá […] Algún día debía volver a reconciliarme con él” ( Era lunes: 195). No obstante, ese proyecto de reconciliación con el padre real o con el síquico lo ha venido elaborando en sus obras previas. En El cine la alusión al padre es amorosa y su ausencia se representa de forma comprensiva, como presencia imaginada y simbólica. Es decir, se representan tanto la falta, la ausencia del padre, como el perdón, y es este último el que redondea la forma estética de la novela.

El perdón en El cine era mejor que la vida Mejía, padre del narrador, es imaginado-representado como sufriente de una tensión entre el principio de realidad, casi siempre agobiante, y «lo imposible». La realidad es hostil, impone la actuación de la norma10, ley inmisericorde; en ella, lo bello se deteriora y la vida se corrompe, se orienta vertiginosamente hacia el horror y la muerte. A través de la evasión, Mejía se apega a un pasado idealizado cuyo centro es la imagen y la voz de Evalú, con quien tuvo un breve encuentro, y, por extensión, el cine y la música. Cuando se siente desprovisto de ‘ella’ o cuando intenta habitar la realidad, sus otras fantasías son ganar la lotería, planear viajes y negocios, las promesas de los libros de autoayuda y, al final del día, el alcohol. Él intenta desprenderse, pero la realidad lo reclama para que cumpla su papel de padre y esposo, de proveedor. Así como Evalú encarna la evasión, el abuelo Juan, suegro de Mejía, señala de modo imperativo el camino de la norma. Son las dos fuerzas que se disputan la existencia de Mejía, “siempre viviendo dos vidas, la del mundo real una, y otra la de sus recuerdos” (El cine: 113). Las dos fuerzas lo consumen, probablemente ligadas a dos manifestaciones de «lo imposible»: principio de realidad asociada a la muerte y principio de placer asociado a lo imaginario, pulsiones de muerte y vida desimbricadas, igual que en el cuento “La venganza”. De otro lado, poniendo en evidencia una concepción del principio de realidad más amigable, comprensiva y solidaria, Laura sostiene su mano, teje su presencia, y Juancho narra su historia. Realidad hostil Los tres, con la escasa salvaguarda de su casa, viven rodeados por la mirada hegemónica que reclama la actuación de la norma y sanciona su incumplimiento: “caras asomadas por las ventanas en las casas vecinas que seguramente quieren saber si Mejía está otra vez borracho” ( El cine: 13). “Afuera la gente saluda a Mejía cuando va hacia la iglesia. Son las mismas beatas que rondan la Uso el término en el sentido que le da Judith Butler cuando se refiere al rol de género como actuación o cita de la norma de género (Butler, 2001; 2002). Aquí se destaca un rasgo de la actuación masculina: el rol de proveedor. 10

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casa durante sus borracheras. Ahora lo miran y sonríen artificialmente” (El cine: 27). La vergüenza hace parte de la realidad que Mejía intenta eludir, pero lo alcanza: “Puede sentir […] las miradas burlonas de las vecinas tras las ventanas” (El cine: 37). También alcanza a su esposa: “Laura sabe que su nombre está en el ambiente y se da cuenta de lo que dicen de Mejía y su afición por el trago” (El cine: 151). La norma, sin embargo, también está interiorizada. Mejía intenta actuarla: “cuando el hermano prefecto pensó que yo iba a estar entre los avergonzados de fin de año que no pudieron pagar sus mensualidades atrasadas” (El cine: 9), Mejía “llegó con un sobre lleno de billetes con el que limpió el honor y apagó la sonrisa gris del prefecto” (El cine: 10) y el niño califica esta acción como heroica. Igualmente trata de estar presente para su hijo a pesar de las fuerzas de evasión que lo jalonan a otros tiempos y coordenadas: “Juega conmigo a pesar de que Evalú es su obsesión” ( El cine: 31); “Me apunta con su dedo índice directo al hombro, apaga el ojo izquierdo para afinar el pulso y dice ¡pum! Sonrío y me lanzo del triciclo para darle gusto” (El cine: 18). Mejía intenta mantenerse en ese rol: “Muy pronto se va a ir de nuevo a andar las calles en busca de empleo” (El cine: 17), “invita a sus amigos a la caza de alguna propuesta comercial. Así sea entrevistas para vender enciclopedias, biblias, aspiradoras” (El cine: 19). Pero las condiciones externas se describen como adversas: “Mejía siente que el tiempo se acaba. Lo sabe muy bien en ese día, que anuncia ser caluroso porque el sol llena el patio sin pegar todavía en las baldosas” ( El cine: 27) y un infortunio inicial, una pierna partida, lo separa aun más del rol, lo debilita y lo entrega de lleno a la evasión: “ha suspendido temporalmente la búsqueda de empleo y ahora pasa los días sentado en los bultos de grano, pensando en otra vida y en otros vientos” (El cine: 27). “Siente que se diluye en alcohol, que sigue sin empleo y con la pierna hecha astillas” (El cine: 38). Golpea “una y otra vez el yeso, que sólo se raja cuando las dos manos poderosas de mi cazador de búfalos desguazan la bota, y entonces aparece una escuálida pierna como de prisionero de guerra comanche” (El cine: 39). «Él sonríe y me pide con la voz arrastrada que no me preocupe. “Todo se va a arreglar”, me dice con dificultad […] “Ustedes siempre van a estar bien”» (El cine: 145). Pero esta promesa de proveedor no es exclusiva de Mejía; otro hombre, mejor instalado en el rol, también la hace: «el abuelo le dice [a Laura] algo que reconozco, algo que ya Mejía había dicho: “Mientras yo viva ustedes siempre van a estar bien”» (El cine: 151). Promesa que implica fe escasa en que Mejía pueda cumplir la suya. En efecto, el portavoz de la norma es principalmente el abuelo Juan. Como cumplidor del rol de proveedor, su presencia le demanda a Mejía hacer lo propio. Su abrigo garantiza protección para la familia. El poder que ostenta y la capacidad efectiva de cumplir la promesa se derivan de su éxito económico, que lo hace patriarca. Ante la suya, la masculinidad de

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Mejía aparece como defectiva. Por ejemplo, en contraposición a la casa de Mejía: “Las esquinas del techo son amarillentas y retienen vapores de ollas calientes de muchos años” (El cine: 39), la casa del abuelo deja ver la prosperidad económica de este: “La casa del abuelo Juan siempre está limpia y las baldosas son brillantes. Las matas de hojas anchas parecen espejos en los que me reflejo cuando paso por la sala llena de porcelanas” (El cine: 45). Esto ubica al abuelo Juan en la posición más alta de las jerarquías; los demás hombres se representan disminuidos en su masculinidad por algún ritual que los somete a su dominio económico: “Un hombre […] desdentado, fuerte, baila descalzo una cumbia que me suena familiar. Jamás había visto a un hombre bailar solo […] Sonríe, más porque los espectadores sonríen que por el placer de bailar […] Cuando termina de sonar La pollera colorá se arrima […] hasta la mesa del abuelo Juan y recibe el billete que le entrega. El hombre se arrodilla a besarle los dedos rosados” (El cine: 24-25). En la anterior cita es por una limosna; en la siguiente, por subordinación laboral: unos niños huesudos y ventrudos […] se acomodan al lado de José, que les monta en las espaldas uno a uno los bultos del alimento concentrado que trajeron desde Medellín para el ganado. Apenas se estremecen. Se apuntalan y desfilan con su carga caminando como mujeres japonesas hacia una bodega oscura (El cine: 25). Ese poder le permite extender su dominio a la casa de Mejía; arriba cuando este se evade, cuando deja de cumplir como proveedor: “La llegada del abuelo Juan […] siempre es señal de que algo extraño ocurre” (El cine: 23). El abuelo Juan pone en evidencia la defectividad de Mejía en el rol; gracias a su exceso de dinero-masculinidad, puede sustituirlo: “Las cosas que le dice a Laura le duelen a él también, pero al mismo tiempo lo hacen sentir importante, indispensable en mi vida y en la de Laura” (El cine: 151) Ante cada derrumbe de Mejía, aparece el abuelo para ostentar su entereza: “Mejía se siente apenado y no quiere que yo lo vea. Tiene razón, es mejor no verlo así. No me gusta ver a mi capitán llorando, temblando de frío y pidiendo perdón a todo el mundo. Cuando esto pasa, el abuelo aparece en su Chevrolet gris y le dice cosas a Laura. Esta vez debe ser igual. Posiblemente le quiten el almacén mientras duerme, o quizá me vuelvan a llevar para la casa del abuelo” (El cine: 113). La palabra del abuelo Juan es ley, se caracteriza en su amor por la familia y en su autoritarismo. Mientras Mejía no cumpla cabalmente su rol, entre las potestades del abuelo está llevarse al niño: “su propuesta de llevarme para la finca durante las vacaciones […] El abuelo habla solo para dar

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órdenes” (El cine: 23), “estaba Laura sola, con mi equipaje listo para irme durante una temporada a casa del abuelo Juan. Todo hacía parte de un acuerdo entre Mejía y el abuelo” (El cine: 42). Estos acuerdos están marcados por el control sobre ellos del abuelo: «“Está bien. Entonces, a los negocios”, dice autoritariamente [a Mejía]» (El cine: 47). Así que el niño queda también sujeto a las jerarquías del esquema patriarcal: “El abuelo Juan llega al salón del televisor antes de terminarse la película. Yo debo quitarle los zapatos y los calcetines al viejo” (El cine: 56). Mejía, quizás en reconocimiento de su defectividad, acepta esa autoridad. De un lado, se muestra cómo aunque a Mejía le cuesta actuar el rol, lo acepta, así como el lugar paradigmático y subordinante que tiene el abuelo; pero, de otro, se narra su subordinación, como si vendiera su alma, cuando acepta su apoyo para emprender un negocio: “Mejía en su desespero se arrancó el yeso y dijo que hará cualquier cosa para salir de esa situación” (El cine: 40). No deja de mostrarse con distancia crítica el poder al que se somete: “poco a poco, rodea a Mejía hasta cuando está seguro de tenerlo bajo su tacón […] le habla de su pobreza, su desempleo, su afición por el alcohol. Y lo hace sin frenos porque sabe que Mejía no va a moverse de esa silla hasta cuando hayan convenido los términos del negocio” (El cine: 48). En efecto, Mejía acepta el apoyo del abuelo Juan para iniciar un negocio, a su sombra, cerca del suyo: el negocio de Mejía “es apenas un hueco de pocos metros de frente, anclado en medio de muchas naves prósperas y tan antiguas como el almacén del abuelo” (El cine: 49). E iniciar el negocio es entrar al territorio que lo corresponde mientras se ajuste a la norma: el territorio de los hombres, el barrio Guayaquil: “En casa del abuelo Juan se hablaba todo el tiempo de Guayaquil como un territorio destinado a los hombres” (El cine: 55). Es en la capacidad de hacer dinero y ser proveedor donde reside la hombría, así que, de un lado, se marca la concesión de Mejía como una renuncia a algo de mayor valor cualitativo: “Ahora es un traidor pero con oficio conocido” (El cine: 52); pero, de otro, se exalta el papel de Mejía en este nuevo territorio hipermasculino, que el niño percibe como escenario de una película del oeste y en el que, dentro de otra representación hipermasculina, se reconoce al padre como capitán de un barco: “Al día siguiente [Mejía] está de nuevo en Guayaquil, mirando su barco todavía sin forma” (El cine: 48), “la nave que tanto ha perseguido y que lo hará de nuevo capitán” (El cine: 60). La empresa parece ardua: el negocio queda en una calle “por donde sólo transitan prostitutas y ladrones” (El cine: 48); no obstante, se suma una fiel tripulación: el Arquimedes, el Hernán, la Luz Aída, la Selene. Acompañado por ellos emprende eufóricamente la empresa: “Hay que cambiar el piso, revocar las paredes, adecuar la trastienda, arreglar tuberías, instalar lámparas, armar estanterías, pero, sobre

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todo, conseguir gente” (El cine: 48), “traete una pica y una pala, negro. Vamos a madrugarle a la pobreza” (El cine: 50). Se entrega con total pasión a este nuevo sueño que le permite emular al abuelo, inscribirse bajo su paradigma, al punto que el niño dice: “el almacén se ha tragado a Mejía” (El cine: 66). Pero, en paralelo con la euforia inicial, se insinúa la vocación de fracaso del proyecto. Además de la traición a unos principios superiores a la que ya se ha aludido, la empresa está signada por la corrupción y la mala suerte. Arquimedes cuenta la historia del local: “conocí al viejo tacaño de esta prendería […] A un amigo le hizo firmar un papel en el que le decía que, si no le pagaba a tiempo el préstamo, entonces él mismo podía ir a su casa y acostarse con su mujer […] Ella anda por ahí, trabajando en los bares. Y él parece un idiota aspirando pegante en las esquinas” ( El cine: 49). La corrupción del dinero amenaza con quitarles la honra a quienes tienen que transarse por él. Mejía intentará conservar la suya, remarcada en el nombre de su negocio: Almacén Caballero, en la moda el primero. La otra amenaza, la mala suerte, está insinuada por los antecedentes de mala suerte del mobiliario del almacén: “cuatro cajones de madera gruesa” (El cine: 63). Dos de ellos los perdió su anterior dueño en un juego de cartas; “los otros dos mostradores eran de una compañía minera que quebró a principios de siglo” (El cine: 65). En efecto, después de un inicio prometedor, el negocio empieza a decaer así como la fuerza de Mejía: “las cosas no van bien. Las facturas cada vez son más grandes y los proveedores acosan” ( El cine: 120); “no entran a El Caballero, en cambio sí al de don Godo, al del abuelo, Mejía no entiende qué pasa […] y cada vez es más fuerte la necesidad de ese trago” (El cine: 124); “va a pasar toda la noche en silencio, pensando en el rumbo que está tomando su barco. Arquimedes preso, las ventas flojas, las deudas grandes y él sin fuerzas para nada” (El cine: 144). El derrumbe no se atribuye a la incapacidad de Mejía, cuya tenacidad por el contrario se describe, sino a la mala suerte y la hostilidad del mundo: “Afuera está la calle con los vendedores ambulantes […] le parece escuchar sus gritos […] y ve sus rostros cuarteados por cientos de tardes con sol, sus dientes partidos, sus ojos vivos, despiertos, alerta” (El cine: 11-12); “callejones sucios de basuras de las pensiones” (El cine: 50); “La ciudad está fría. Los basuriegos se levantaron temprano y escarban las canecas que la gente sacó a las calles” (El cine: 51). Mejía empieza a sucumbir: “Piensa que tal vez ha llegado el momento de probar suerte lejos de Medellín, que se ha vuelto una ciudad tacaña y áspera” (El cine: 12); “Él come lentamente, sin hablar, con gestos de tristeza que ella [Laura] trata de disimular preguntándole si quiere algo más para la comida o haciendo comentarios acerca de su familia que terminan por descomponerlo más” (El cine: 135). “Solo piensa en que necesita un trago para arrastrar el tapón que tiene en la garganta.

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Un trago doble y picante, para quemar la tristeza que se ha prendido de las paredes internas de su cuerpo” (El cine: 123) La embriaguez del padre anuncia al hijo su derrota: “se ve que ha sido otro día sin resultados. No es de noche aún y ya está derrotado y completamente borracho” (El cine: 20). A través de ella, Mejía se evade del mundo hostil que lo ha avocado al fracaso: “pega su boca de la botella de aguardiente que al pasar le arde en el estómago, en las piernas, en los brazos, y le va a estallar la cabeza. Suficiente con un minuto de bebida sin freno. Ya el mundo se la ha ido de sus manos. Ahora se sienta a esperar” (El cine: 38). Separado del principio, hostil, de realidad, se transporta a otro tiempo y otros paisajes: “Infla las narices con el aire de cantina y le parece estar sorbiendo aroma de salitre y escuchando los sonidos de clarinetes en fiesta” (El cine: 12). El niño nota que quienes beben buscan un refugio del mundo: “recuestan la copa en el labio inferior bien abierto y luego balancean lentamente la cabeza hacia atrás, después miran con tristeza el mundo y por último se frotan las manos una contra la otra” (El cine: 105). La palabra ‘refugio’ es reiterada, así como el asocio de la evasión que brinda el licor 11 con símbolos y valores que se presentan como superiores: “Luego llega al barrio y se refugia en el granero a pensar en el mar, en Evalú y, claro, en la libertad” (El cine: 20). Evasión contra el principio de realidad Licor, mar, Evalú, libertad. Ella, como se ha dicho, es el destino de la evasión de Mejía; pero, más que destino, es principio. Una de las alusiones a Evalú es en tono mítico: “en un tiempo casi al principio de las cosas, cuando todavía no existíamos ni Laura ni yo […] cantaba una mujer vestida de lentejuelas verdes” (El cine: 31). Ella es principio constitutivo del psiquismo de Mejía, mientras que la realidad es propensión a la muerte. Evalú es indicio de «lo imposible»: el deseo de ella y el mundo que ella habita, se revela más adelante, no es el objeto, sino otro signo, metonimia, sinécdoque o metáfora de lo imposible. Como metonimia, Evalú es parte de un mundo vislumbrado pero que se sabe perecedero, del que por tanto, solo se puede habitar (inmortalizar en la memoria) ese instante de plenitud, o de ensoñación con la plenitud, en que compartió con ella: el mar, la música, el espectáculo artístico se asocian con su imagen y la llaman. Como sinécdoque no es ella lo que se invoca sino lo que con ella se asocia, es decir, esa plenitud inalcanzable concatenada en el recuerdo idealizado. Como metáfora, lo que se invoca no es ella como mujer, ni el mundo que ella

En todo caso, no solo el malestar conduce al licor; también, la alegría: “Mejía y su gente lanzan un grito de alegría y, como si fuera parte del número de circo, aparece en medio del grupo una botella entera de aguardiente” (El cine: 125). 11

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simboliza y del que hace parte, sino lo imposible, el infinito; para aquello otro con lo que vincula no hay palabras. Ella y el mundo de evasión se convierten en un fuera-del-tiempo (Kristeva, 1998) y un resguardo ante la degradación que implica el avance de la vida hacia la muerte, pérdida del sentido de placer en relación con el mundo real. Es inexistente en el tiempo: no existió en el pasado puesto que fue idealizada y no fue alcanzada: “Contrario a lo que Mejía pensó […] Evalú no estaba dispuesta a hacer el amor con él. Lo trató como a un amigo que no tiene dónde dormir” ( El cine: 33). Así se hizo inasible, velada, sagrada: “Las piernas unidas por un territorio que, desde ese instante y para siempre, lo iba a obsesionar” (El cine: 34). No alcanzarla sexualmente la hizo definitivamente inalcanzable, deseable: «“Se acabó”, pensó […] Entonces, Mejía la vio más hermosa que nunca» (El cine: 34). “Mejía la abrazó con fuerza y le prometió quererla hasta el fin de sus días” (El cine: 33). Tampoco existirá en el futuro, como se desarrolla más adelante, porque, al entregarla al tiempo, se corrompería como todo lo demás. El instante que Mejía evoca una y otra vez duró tan solo una noche, este se disuelve con el amanecer: “empezó a entrar un sol que a Mejía le pareció extraño, pues le producía miedo y al mismo tiempo lo hacía sentir aliviado” (El cine: 33). El avance del día rompería la idealización, la entregaría al tiempo. La noche permite el encantamiento, inmortaliza la escena; la aparición del sol impone el principio de realidad, la vida que avanza hacia la muerte. La inexistencia de Evalú, pasada o futura, la hace inalcanzable, excluye el riesgo del fracaso y permite que se pueda volver a ella mediante la ensoñación. En este sentido, Orozco señala que, en la obra de Juan Diego Mejía, “la mujer idealizada […] permanece en los sueños, permanece en el terreno de lo utópico” (Orozco, 2003: 97). Y es principalmente la música lo que le permite invocarla, revisitar ese momento fuera-del-tiempo: “suena en la calle un bolero que le trae a Evalú a su memoria. Mira hacia afuera como esperando que aparezca ella con su traje de lentejuelas y su piel maquillada para la noche” (El cine: 120). Así lo percibe el niño: “se mete al cuarto de su música y oigo todo el ritual que termina con la aguja del tocadiscos invocando a Evalú con sus notas de porro triste” (El cine: 136); “entonces recuerda a la cantante de porros que muchos años atrás había conocido y desde entonces adoptó como el símbolo de la libertad” (El cine: 12). La música y el final del día activan el llamado: son las cinco, piensa Mejía en el intermedio de la cinta. Y se le ocurre que a esa hora Evalú debe estar bañándose en su casa del puerto con el agua que cae sin fuerza desde el tubito de su ducha, acariciándose con jabón perfumado en el baño de paredes

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despintadas. Desde allá puede oír los loros del patio en su algarabía antes del anochecer y siente el viento fresco mezclado con olor a café que se filtra por la puerta del baño (El cine: 13). Así como la música, el cine lo resguarda de la realidad: “Ahora se siente a salvo del mundo, que hasta hace poco lo acosaba” (El cine: 11); “Mejía respira con fuerza y se arrellana en su butaca porque el título de la película es sugestivo: El gran escape […] y piensa automáticamente en el mar” (El cine: 12). El mar atrae sus deseos de viaje 12 hacia Evalú: “Cada vez siente más fuerte ese ruido de olas golpeando la playa que le habla de Evalú” (El cine: 12). Mejía también se evade de la realidad a través de sus planes sobre el futuro: nuevas empresas, nuevos negocios. Compra la lotería junto con su hermano Joseluis y los dos remplazan la realidad actual con la de su ensoñación, “haciendo cuentas de cómo gastar el premio de la lotería” (El cine: 106). Cuando el almacén marcha mal, se aferra a una última ilusión que le transmiten los libros de autoayuda: “Vender es lo más fácil del mundo. Sólo piensen que la gente necesita comprar, siempre quieren tener más cosas, y ustedes van a ayudar a que ellos sean felices” (El cine: 152). Se aferra a estas ilusiones: “Por las noches Mejía casi no duerme. Ya no escucha sus canciones ni toma aguardiente. Las pasa oyendo el disco de El secreto del éxito. Diez veces, tal vez cien” (El cine: 153). Pero cuando la realidad se hace imposible de evadir, cuando las fantasías se separan en el horizonte de la realidad y Mejía se ve obligado a diferenciarlas, cae en la melancolía, en el dolor de vivir. La melancolía es la enfermedad de Mejía; cuando la evasión no es suficiente para sobrellevarla, enferma, llora y debe dejar de vivirla: “Roxana le aplica una inyección que lo va a dormir dos días” (El cine: 113); “la inyección que lo duerme varios días” (El cine: 144). Mejía parece pasar fácilmente de la euforia a la melancolía. Su hijo la percibe en estos términos: “no me siento bien en los períodos en que se silencia de tanto pensar encerrado en el salón de los discos, o cuando llora de arrepentimiento por haber bebido varios días sin parar” (El cine: 126); “no tengo una idea muy clara de lo que ocurre en los negocios de Mejía. Sólo veo los estragos que causan en su vida” ( El cine: 143).

Según Orozco, los personajes de Juan Diego Mejía “añoran el viaje porque no encuentran un lugar apropiado para realizar sus sueños”, “lo ven como la posibilidad de escapar de una monótona vida, la posibilidad de empezar una nueva con mejores resultados” (Orozco, 2003: 94). Sin embargo, en la obra novelística de Mejía, el viaje suele acabar mal: los hermanos de Mejía mueren en El cine era mejor que la vida; los compañeros de Juancho también la pierden o pierden por lo menos energía vital en El dedo índice de Mao, y el mejor amigo de Sebastián también muere y él se ve obligado a separarse de su compañera e hija en A cierto lado de la sangre. 12

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El silencio, la ausencia radical del padre, también amenaza cuando se desmedra el lazo con Evalú: “Por primera vez no evoca a Evalú ni quiere escuchar sus canciones. Hoy siento miedo por este silencio oscuro que recorre la casa” (El cine: 144). “Hace esfuerzos por pensar en Evalú y se da cuenta de que ya no encuentra ni siquiera el recuerdo de su cara. Se estremece ante la idea de haber olvidado cómo es la mujer que lo tuvo con fuerzas para soñar todos estos años” (El cine: 176); “no recuerda la cara de Evalú, su cuerpo debe haber cambiado, y su voz es una mezcla de recuerdos y deseos que no podría definir” (El cine: 185). La tensión entre pulsión de vida y pulsión de muerte mantiene a Mejía abatido y sobresaltado, entre euforia y melancolía, aun así le da un piso, algo parecido a un punto de equilibrio. Debido a que estas pulsiones no están imbricadas, al debilitarse la conexión fantasmática con Evalú y, desde ella, con «lo imposible», se corre el riesgo de que el principio de realidad, tal como Mejía lo percibe, lo jale hacia la muerte. Justo antes de que eso pase, Mejía decide atender el lazo vital y emprende el viaje en busca de Evalú (más adelante se volverá sobre esto). Tabla 1. El cine en oposición a la vida

El cine

La vida

(la evasión)

(principio de realidad) Pulsión de muerte:

Pulsión de vida: deseo orientado hacia «lo imposible» La música El cine Evalú (ideal) El mar

corrupción de la vida, que declina hacia la muerte La norma La actuación del rol de proveedor Las jerarquías del

El abuelo Juan

dinero

El viaje El alcohol Libros de autoayuda Planeación de empresas

La hostilidad del mundo

La lotería

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Evasión contra el horror El abuelo Juan personifica la norma diurna. Reina en el día (su almacén se llama Calzado Luz) e impone la productividad como deber masculino. La noche se convierte en límite para la imaginación y en tiempo del horror para el niño: “Las noches en la finca del abuelo Juan siempre suenan a brujas volando por los tejados” (El cine: 26); “A esta hora es cuando empiezan a salir de sus escondites los demonios que […] asustan a los arrieros […] Los peones están encerrados rezando el rosario antes de irse a dormir” (El cine: 38). El abuelo es consciente del temor nocturno: «el abuelo se aleja con la lámpara hacia su cuarto. “Ya casi amanece, mijo”, me dice, “y se le va a pasar el miedo”» (El cine: 26). La noche en la finca del abuelo Juan le cierra con el horror las opciones de la fantasía placentera y la visión del amor: “añoro las ventanas ensilladas de mi casa, también la voz de Annie cantando ¿Qué será será?, las sombras de Mejía y Laura bailando en la sala” (El cine: 26). De un modo similar al abuelo Juan, Nieves encarna la norma cuya deriva es el horror; pero su ámbito es el doméstico y lo que amenaza, principalmente, es el mundo íntimo imaginario del niño. Ella fue empleada de la familia hasta que apareció muerta un día en la alberca del patio. Desde entonces, su recuerdo marca el límite en el que la imaginación se transforma en miedo y la celebración en mal presagio. En vida, pretende restituir un orden que difiere del amueblamiento del mundo imaginario que el niño extiende al espacio físico de su casa: “Nieves era vieja, más vieja que todas las otras sirvientas que recuerdo. Tal vez por eso ella nunca logró entender la división territorial de la casa y le daba igual entrometerse en el fuerte que deshacer los campamentos indios […] arreglaba todo, colocaba cada cosa en un orden caprichoso e inútil” (El cine: 19). Como fuente de malos presagios, se cuenta que, tras la muerte de Nieves, “Laura quiso mudarse para huirle a la mala suerte, pero ya era tarde” (El cine: 19), y se narra una escena en la que Laura y Mejía se entusiasman con la nueva empresa, pero se insinúa el daño próximo: “Esta noche [Mejía] está feliz, y Laura acepta bailar un bolero con él. El caserón les pertenece por completo y no se preocupan por la oscuridad que flota en la alberca de la vieja Nieves” ( El cine: 66-67); su presencia inadvertida, empero, anuncia el declive de la felicidad familiar. Para el niño, en cambio, es una presencia permanente, significante del horror: “sé que los muertos nunca se van totalmente de este mundo y temo encontrarme a Nieves acostada boca abajo sobre el agua verde de la alberca” (El cine: 19). De este modo, ella continúa trazando un límite entre el mundo que el niño imagina para habitarlo y los dominios del horror: “Sólo es cuestión de no ir a la alberca de Nieves, el resto es mío: rocas, llanuras, matorrales, hogueras tibias” (El cine: 74). El límite, al igual que en la finca del abuelo Juan, lo marca la noche: “la hora indescifrable cuando se

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empieza a hacer de noche […] la casa se vuelve más grande y el fantasma de Nieves nos ronda a Laura y a mí” (El cine: 81) Ella contaba historias de fantasmas y de guacas. En una ocasión, borracho, Mejía cavó hasta encontrar una y desfallecer: cuando ya Mejía no tenía más fuerzas, [Laura] lo tomó por los brazos y lo arrastró varios metros hasta dejarlo tendido en el patio, sucio, borracho, sin empleo y con la casa a medio caerse. Ahora lo recuerdo así, y siento miedo porque de pronto se ha estremecido el agua verdosa de la alberca y miles de miradas tristes y pálidas aparecen en la oscuridad (El cine: 75). Las miradas pueden ser las de los fantasmas que Nieves aseguraba haber visto, las de los hermanos de Mejía que lo anteceden en el camino hacia la muerte, las que señalan que las monedas halladas en la guaca o el dinero alcanzado por uno de sus hermanos tienen un costo. La muerte parece llamar a Mejía. Cuando el almacén fracasa y Mejía recae en la última crisis que se narra, Nieves, o lo que ella simboliza, parece haberse impuesto sobre lo que connota pulsión de vida: “Pienso en Arquimedes13, que ahora se encuentra rodeado de bandidos en la cárcel de La Ladera y en Nieves, que sigue revolviendo el agua verde de la alberca” (El cine: 144). Dentro de la norma, el día está destinado a la productividad y la noche es el tiempo del horror. Fuera de la norma, dos personajes viven la noche: Mejía, quien se abandona a la evasión del ensueño, y Judith, quien la destina a la lectura de historias. Cuando el principio de realidad se cierra en círculos de horror, Evalú y lo que ella representa aparecen como alternativas. Mejía, ante otros hombres, la rememora en un pueblo lejano y “la describe como una artista fina que parecía flotar en una noche de porros y gaitas. Los hombres se quedan mudos escuchándolo hablar de su cuerpo y su voz, y por un momento se olvidan de El Hachero [un bandolero que atemoriza al pueblo] y sus hombres” (El cine: 187). Evalú ilumina la noche, evade del horror; solamente la noche le permite a Mejía recuperarla a través de la ensoñación. El otro personaje que ilumina la noche, en este caso la del niño, es la tía Judith. Ella vive en la casa del abuelo Juan, pero es autónoma frente a sus normas: “Judith es una especie de autoridad por encima de todas las autoridades de la familia” (El cine: 57). Ella está por encima del imperativo de productividad del abuelo: “A Judith la respetan a pesar de ser una inquilina improductiva Este personaje connota pulsión de vida: “Yo soy bueno para echar pica y pala, para empezar cosas, patrón” (El cine: 49); se caracteriza como aliado de Mejía y del niño, casi siempre asociado a la solidaridad y la alegría: “Cuando Arquimedes aparece, [Mejía] siente una alegría que se le dibuja en la cara. Le gusta ver al flaco desgarbado entrar con el pelo mojado, hablando en la jerga de barrio” (El cine: 119). 13

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económicamente desde hace más de treinta años” (El cine: 57). Y su improductividad está vinculada con la ‘improductividad’ de la literatura, puebla la noche con ella: “Los ruidos nocturnos de Judith me despiertan a la media noche cuando ella se prepara en su colchón para leer hasta la madrugada” (El cine: 56). La literatura se convierte en el vínculo más poderoso con la vida y con los otros que el niño describe: “Judith ha estado leyendo de nuevo esas aventuras que nos unieron desde el principio de la vida” (El cine: 46), vínculo que permanece vivo después de su muerte y, a diferencia de la muerte de Nieves, no la convierte en fuente de horror y límite, sino en estímulo de la vía imaginativa: “revistas y libros heredados de ella en los que hay nombres de aventureros famosos escritos a mano: Batanero, Corsario, Cisco Kid, Charrito de Oro, Cassidy” (El cine: 71). Ella lo inicia en la literatura, lo que la convierte en una especie de chamán o hechicera iniciática: “su figura de dragón blanco y viejo, leyendo recostada en la cabecera de su cama al lado de una lámpara de cristal amarillo esmerilado, envuelta en el aire denso del humo de sus cigarrillos” ( El cine: 71); “Escucho el peltre de la bacinilla rozando el piso debajo de la cama. Espero un rato hasta cuando se diluyen en el aire los vapores calientes de la orina, luego miro a través de mi cueva de algodón a la vieja sabia que sigue nutriéndose en esos libros amarillos” (El cine: 56-57). Así mismo, se convierte en su aliada y protectora. Arrebatado de su familia y del espacio en el que recrea su mundo imaginario, el niño percibe negativamente la finca del abuelo: “esta silla de tablas, incómoda como todo lo que hay en la finca” (El cine: 25); en contraste con su propia casa: “aquí entran soles de colores que me saben a muchas cosas” (El cine: 18). En cambio, en casa del abuelo, Judith le permite vivir fuera del alcance de la norma opresiva y autoritaria: “Judith me permite jugar a solas en los oscuros rincones de la casa, y no me obliga a confesar mis pensamientos” (El cine: 55), como sí lo hacen los curas y los profesores: “el profesor y el hermano prefecto me acusan de inmoral” (El cine: 41-42). Judith ampara los espacios de imaginación del niño; sus búsquedas, como cuando él trata de vincularse con sus compañeros a través del fútbol y ella le regala el balón; también es respetuosa de sus nacientes fantasías con niñas. “Judith es mi amiga incondicional” (El cine: 58), dice el niño. Recuerda a un compañero que lo traicionó y compara el evento con la lealtad de Judith: “recuerdo al indio Fernández y pienso que la lealtad sólo existe allá arriba, no en el cielo, sino justo encima de mí, en el salón del televisor, en un cuerpo asmático y viejo. Sólo Judith merece mis afectos en esta casa” (El cine: 73). Tabla 2. Día y noche

Día Abuelo Juan

Cumplimiento de la norma

Noche Nieves

Horror

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Evalú (Calzado La Luz)

Productividad

Evasión del horror Improductividad

Judith

Literatura Resguardo del mundo íntimo

Identificación en la evasión y la fantasía En las primeras líneas de la novela se sintetizan la falta y el perdón. El niño se refiere a la ausencia del padre, pero al mismo tiempo, gracias al vínculo que les propicia el cine, anticipa la comprensión y la identificación: “Por aquellos días, Mejía y yo estábamos unidos por el cine. Empecé a entenderlo esa tarde cuando fuimos a ver El gran escape en el Junín, y ahora, tanto tiempo después, pienso en él sentado en la sala del teatro, preocupado, simulando estar conmigo” (El cine: 9). La identificación esta dada en tanto el niño también requiere de la evasión para enfrentar el mundo, puesto que empieza a tener sus propios secretos, deseos inalcanzados y preocupaciones, y esa comprensión le permite ubicar al padre por fuera de la norma, en un contexto imaginado donde la norma es otra y el padre la cumple. En cierto modo, el padre es superior a la norma de la realidad, está más allá, no es un hombre común, es un cazador de búfalos o, casi siempre, un marino, capitán de su propio barco. La empatía con el padre le permite dar sentido al malestar de este en cuanto a tres aspectos: 1. El padre está escindido entre la evasión y la realidad: “siempre viviendo dos vidas, la del mundo real una, y otra la de sus recuerdos” (El cine: 113); pero sus recuerdos, de un lado, están distorsionados por la idealización y, de otro, son el vehículo de su evasión y añoranza de otro mundo, otra vida. 2. La evasión es una defensa de la melancolía 14: El niño escribe cartas de amor a Annie, una actriz que él ha idealizado, como lo ha hecho Mejía con Evalú. Lo que lo diferencia del padre, que suele sucumbir ante la melancolía, es que su escritura convierte la evasión en una defensa más sólida. Es la escritura, entonces, la que protege; eso cree que piensa la tía Judith: “La vieja tiene la sabiduría de los libros y sabe que lo mío fue una defensa elemental contra la melancolía” (El cine: 46). 3. La evasión también es una fuerza hacia «lo imposible»: “Yo creo que Mejía buscaba algo y se pasó toda su vida tratando de encontrarlo sin saber exactamente qué era” (El cine: 113). 14

Esto ya se ha planteado en la p. 24.

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El proceso de comprensión, de «perdón», empieza en el cine y se extiende a otras vivencias que el niño hace de la evasión, su propio Gran escape a través de la literatura, el juego, el sueño o la ensoñación. El cine “es como cerrar los ojos y soñar” (El cine: 127), allí habitan “personajes hechos de luz que hablan, ríen y lloran como en la vida real, pero que de alguna extraña manera hacen que todo sea mejor aquí que en el mundo de afuera” (El cine: 200). El cine, como metonimia de todas las vías que facultan para eludir la realidad hostil y acudir a mundos más placenteros, le permite al niño perdonar a su padre, recordarlo, identificarse y mantener el vínculo con él, a pesar de su ausencia: el cine “es otra forma de recordar a Mejía sin pensar que no va a volver” (El cine: 200). A través del juego, recrea las fantasías que el cine y la literatura van estimulando en él; así mismo, establece un continuo entre el espacio físico y el imaginado: “el vestido me huele a clóset […] me recuerda con claridad los espacios donde me gusta esconderme a soñar con mis vaqueros tardes enteras” (El cine: 10). “He ensillado con almohadas cada una de las ventanas de los cuartos ubicados en la frontera con el patio. Les he puesto monturas con estribos, y ellas se mueven veloces por montañas amarillas donde la sed quema y los peligros rondan” (El cine: 18). Habita los dos mundos, el real y el imaginado, los observa simultáneamente, lo cual le permite elegir el más placentero, como en la siguiente cita, en la que el niño evade la visión de su padre ebrio y violento: “Detengo la caravana, miro hacia los lados y alcanzo a ver cuando Mejía levanta la pierna rígida, como de un robot, y la descarga sobre la mesa […] Escucho el eco de las puertas cerrándose, el sonido metálico de la aldaba, y de nuevo el silencio grilludo de las praderas del oeste” (El cine: 20). Del cine va emergiendo su fascinación por las mujeres, cuyas imágenes se convierten en recurso de la fantasía y la ensoñación. La imagen más presente es la de Annie: “la visión rubia y menuda de la trapecista de El circo de diez pistas” (El cine: 17), a quien le escribe cartas de amor: “tengo que escribirle a Annie una carta sin sobre, escrita en las páginas de un cuaderno” (El cine: 17). Ella se convierte en punto de referencia respecto a las niñas que va encontrando: “los dos [Alonso y el narrador] nos quedamos paralizados cuando por una ventana se asomó una pequeña con los ojos azules parecidos a los de Annie. Ninguno dijo nada, pero creo que él también sueña con ella. Se llama Ofelia, y debe de tener diez años” (El cine: 158); igualmente se hace referencia a “Lucía, la pequeña vecina de pelo largo y negro” (El cine: 40). La imagen de las otras niñas es débil ante la de Annie: “no dejo de pensar en la canción que empieza a recordarme a la vecina de enfrente […] a la campesina de la finca del abuelo, pero, sobre todo, a Annie” (El cine: 40). La otra actriz fascinante es “Elizabeth Taylor, la actriz de quince años de la serie Fuego de juventud […] el recuerdo de sus ojos claros me acompaña todo el tiempo” (El cine: 56). En su relación con estas niñas y mujeres, inalcanzables o inalcanzadas, se establece una identificación del niño con su padre, en relación con

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el deseo de lo imposible y la preferencia de lo imposible respecto a la realidad corruptible 15. La marca de lo inalcanzable está expresada, por ejemplo, a través de la diferencia de idioma y la fascinación, en la siguiente cita: “me quedo buscando [en la radio] voces de mujeres que cantan en otros idiomas hasta la madrugada” (143). Estos mundos soñados o imaginados, al igual que el cine, son mejores que la vida: “Me cuesta trabajo entender que estoy de nuevo en el mundo de los despiertos” (El cine: 143), dice al despertar de un sueño en el que se destaca como futbolista. Le cuesta cada vez más trabajo porque la realidad se le revela cada vez más hostil, en la medida en que la adultez amenaza con arrebatarlo de la infancia. Inicialmente, el niño envidia a su primo Alonso, apenas unos años mayor que él, a quien le ha tocado por sus circunstancias económicas asumir un rol de adulto: “Alonso es un muchacho ocupado. No tiene tiempo para jugar porque todo el día está en el almacén, y sólo piensa en cosas de hombres. Él monta en bus solo, camina por las calles sin necesidad de compañía, se cuida a sí mismo con sus brazos fuertes y no necesita de mis invitaciones de niño” (El cine: 94). Esto lo mueve a desear ser tratado como adulto: “Tal vez he perdido demasiado tiempo en este territorio aislado del mundo real, y quizás ya es el momento de despertar, de salir, de sentirme grande” ( El cine: 94). Él no es consciente de que, como niño, no está sujeto a las normas que proscriben la evasión e imponen el deber de proveedor, que él añora. No obstante, en su primer intento de entrar al mundo adulto, un día que pide ir a trabajar con su papá, es encarcelado: “logré sobreponerme al episodio de mi encarcelamiento ocurrido tan sólo unas horas después de haber entrado al mundo de los grandes” (El cine: 103). Así el mundo de los adultos se vislumbra tan adverso que se asocia con el riesgo de perder la libertad. En todo caso, de un modo más moderado, el niño siente la transformación del mundo infantil e intenta asumir los retos de esta transformación, que trae consigo imperativos: “En el colegio ya nadie juega a los vaqueros, sino que se mantienen pateando un balón. Yo he intentado jugar con los de mi clase pero tengo grandes problemas para hacer que mi pie obedezca y golpee la bola hacia donde debe ir” (El cine: 113). El fútbol es un imperativo masculino que establece jerarquías entre los niños. El niño es un advenedizo en este deporte, sus destrezas son insuficientes. A pesar de esto, se impone el reto de jugar mejor y ser aceptado, fantasea con ello: “Yo puedo convertirme en un Pécora” (El cine: 117). Su tía Judith le compra un balón con el que espera ser incluido en el equipo, pero vuelve a ser rechazado. Escucha a otros niños: “Carloshernán lo invitó para aprovechar su balón, pero ni siquiera estaba bien inflado. Es una completa vaca” (El cine: 133). De nuevo, queda excluido del mundo de los ‘grandes’: “¿y yo?, no tengo historia en el fútbol, soy un indocumentado 15

Esta idea se explica en la p. 36.

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al que persiguen en la calle y en la cancha” (El cine: 134). Lo avergüenza no poder cumplir el imperativo: “Alonso va a preguntarme por el partido y se reirá cuando le diga que no toqué la bola. Tal vez me lo merezco por no haber aprendido a jugar en la edad en que todos lo hacen” ( El cine: 133), así que decide mentir: “Ganamos”, “Fui el goleador” (El cine: 134), lo cual intensifica su vergüenza: “Todo el sudor de hoy lo obtuve caminando de ida y regreso al colegio […] ninguna herida conseguida en combate” (El cine: 135). En este punto, de su mayor frustración, se identifica con el padre: “Ahora estamos los dos en la noche. Él seguramente piensa en sus problemas. Yo sólo puedo pensar en lo mío” (El cine: 135) y recibe su comprensión: “Los mejores futbolistas casi siempre son los peores estudiantes” (El cine: 137), le dice Mejía sin poner en evidencia la mentira del niño. Las palabras del padre le dejan saber que hay otras formas de hacerse hombre: “Ahora veo frágiles a esos grandes jugadores” (El cine: 138). En todo caso, después de su fracaso con el fútbol, lo traslada a su fantasía y a sus sueños. En cambio, la ausencia del padre proveedor para el primo Alonso, niega la posibilidad a este de seguir siendo niño: “Alonso es el mayorcito de Lucía y le llegó la hora de salir de su casa para aliviar un poco la situación de la familia” (El cine: 81): es un muchacho callado […] alguien dentro de él le habla de otro tiempo y le cuenta la historia de un gallero que enamoró a una mujer con cara de virgen María y se la llevó a vivir en vecindarios pobres, la acostumbro a esperarlo siempre mientras él apostaba y bebía en la gallera, le prohibió quejarse de la pobreza y del hambre, y la mantuvo ocupada todo el tiempo con siete hijos de edades iguales y estancadas (El cine: 93). Además de ser primos, el niño y Alonso tienen en común que sus padres han sido rechazados por la familia, puesto que no se considera que puedan proporcionar estabilidad económica a sus esposas e hijos. Se hacen amigos: “hasta Alonso se dio cuenta de que ya estoy grande y puede ser mi amigo […] No mencionamos para nada a Mejía con sus borracheras ni al gallero con su pobreza” (El cine: 128). En aparente tregua respecto a sus carencias, practican juntos el fútbol y compiten por el amor de Ofelia. Alonso es visto a veces con envidia, pero casi siempre con admiración. El narrador se refiere a “los brazos fuertes de Alonso” (El cine: 160) y añade que si él quisiera “podría ser el jefe […] Pero Alonso no tiene interés en mandar a nadie. Él no siente ese impulso que mueve a los jefes” (El cine: 160), es decir, se describe en él una masculinidad «débil» y admirable; pero su origen, como hijo de gallero, cierra el destino de Alonso, quien, a diferencia del hijo del marino, no puede elegir. Después de trabajar un tiempo en el almacén de Mejía, se decide que Alonso se irá para Estados Unidos. Otra fantasía de progreso que se revela en su falsedad bajo la mirada del narrador. “Algún

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día voy a ir a Estados Unidos”, dice, y como por su origen considera inferior a Alonso, añade: “Pobre Alonso, él nunca va a tener la oportunidad de volar hacia allá. Lo veo a mi lado, haciendo ejercicios para fortalecer más esos brazotes, mientras yo estudio inglés […] y cuando vuelva, todos en el barrio me van a respetar” (El cine: 162). Mejía le refuerza la fantasía: “A veces me ve estudiando mis lecciones de inglés y me dice que me va a enviar a Estados Unidos a aprender los modismos de la calle. Lo dice con mucha convicción, como si tuviera plata de sobra. Entonces me quedo soñando” (El cine: 169). Pero, como se ha dicho, a su primo le toca hacerlo primero; entonces, se revela la suerte del muchacho: “Tal vez no sabe que dentro de unas horas va a estar en esa ciudad tan lejana, y mañana empezará a lavar sanitarios y platos en algún restaurante” (El cine: 195). Todas estas vislumbres del mundo que habita el padre, constatadas como demandas de la vida adulta para los hombres, le permiten al hijo identificarse con su necesidad de evasión y comprender los motivos de su partida en búsqueda de otra vida. La identificación en esta obra, sin embargo, es diferente de la que tiene lugar en “La Venganza”: primero, porque aquí es temprana y allí es tardía, y segundo porque aquí hay tanto identificación como distanciamiento, mientras que allí padre e hijo se aúnan como sujetos del destino. En El cine era mejor que la vida se rememora la historia de la partida del padre y se manifiesta la comprensión de su ausencia, pero la particularidad de la identificación es resultado del distanciamiento. El niño no es el padre, aunque comparta sus motivaciones y no repetirá su historia. Encuentra la escritura como vía para eludir la melancolía, evadirse y permanecer dentro del principio de realidad. Juan Diego Mejía se refiere a la identificación, a través de la escritura, de él mismo, el escritor, con su propio padre, en un momento de su vida en el que también se alejó de su esposa e hijos por un periodo: “yo creí que estaba escribiendo sobre él [su padre], y cuando me di cuenta estaba escribiendo sobre mí; la similitud entre mi papá y yo era tremenda, y ese descubrimiento lo logré a partir de la literatura” (Arias, 2012). El modo de descubrirlo, sin embargo, marca la diferencia. Juan Diego Mejía escribe y lee el camino de su padre, nota las coincidencias con su propio camino y decide corregirlo 16. Adicionalmente, mientras el principio de realidad, tal como es percibido por el padre, lo jalona hacia un mundo hostil, el hijo percibe los lazos que lo hacen habitable a pesar de esa hostilidad en ciernes: Judith y Laura. También se puede considerar, a modo de hipótesis, el hecho de que el padre del escritor, tras su muerte, encuentra una especie de sucesor en Manuel Mejía Vallejo, quien acompaña a Juan Diego

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Esto se amplía en el apartado sobre autoficción, en las p. 68 y 85.

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Mejía en su proceso de hacerse escritor y lo apadrina, es decir, como el padre simbólico, le da la entrada a una esfera anhelada de la cultura: La influencia que tuvo Manuel Mejía Vallejo en mí fue tremenda. No solamente en la definición del oficio de la literatura sino en cosas de la vida. En 1980 conocí a Manuel Mejía Vallejo, fui a participar en el taller de escritores de él. Ese encuentro maravilloso no fue solamente esporádico sino que se convirtió en una esperanza, porque yo veía que al lado de él yo podía dedicarme a la literatura y aprender el oficio. En esa época se murió mi papá. Siempre he pensado que hay una especia de remplazo, como de transferencia. Mi papá y Manuel nunca se conocieron; yo digo que se conocieron a través de la mano mía. Yo le daba la mano a mi papá y después iba y le apretaba la mano a Manuel. Manuel había decidido darme su apoyo, me dio una esperanza, no solamente de ser escritor sino de aprender muchas cosas de la vida que me faltaba aprender17 (Escobar V., 2012). Laura, otro principio de realidad Hasta ahora se ha hecho referencia a la vida de Mejía en tensión, entre una realidad hostil y la opción de evadirse, y se ha mostrado cómo la comprensión por parte del hijo se produce gracias a la identificación de este con la misma tensión: el cine, y todo lo que simboliza, es mejor que la vida. Sin embargo, hay otro hilo en la vida de los dos personajes que conecta sus existencias con una concepción más afable de la realidad. Laura, esposa y madre, los sostiene y comprende desde una base distinta de la identificación con la fuerza de evasión. La donación de sentido que Laura hace no lo requiere. Ella los acoge a través del amor y la solidaridad, al filo del sacrificio. Se trata de sentimientos intensos que silencian, al menos desde la perspectiva del niño, las profundidades de sus insatisfacciones, apenas insinuadas. Laura los acoge. Laura es solidaria. Su vida emocional es No obstante, Juan Diego Mejía aclara que aunque le costó combatir la influencia de Mejía Vallejo, la considera superada. La relación entre “La venganza” y El cine era mejor que la vida deja ver las continuidades entre los dos escritores, así como sus rupturas, y abre un campo para el estudio relacional de sus obras (de lo cual no se ocupa este capítulo). De hecho, más allá de esta relación específica, es interesante la investigación sobre el peso que puede haber tenido Mejía Vallejo en la constitución del subcampo literario antioqueño, su ascendencia sobre otros escritores de la generación de Juan Diego Mejía y su lugar en el campo literario colombiano, con el cultivo de una estética que tiene tanto puntos de encuentro como diferencias con la estética del realismo mágico garciamarquiano, como dos fuerzas centrales en el quehacer literario en Colombia desde los años sesenta. De otro lado, también es interesante analizar cómo algunas de las continuidades entre Manuel Mejía Vallejo y Juan Diego Mejía pueden involucrar la pertenencia común, así sea con diferencias generacionales, a un subcampo cultural que implica ciertas representaciones. 17

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un misterio para el niño narrador, que no se aventura a imaginarla, como sí lo hace con el padre. El narrador reconoce este desconocimiento: “Laura sigue en su rutina, esta vez con un poco de alegría que se siente cuando tararea la música de la radio, y me parece como si estuviera a punto de aparecer otra Laura, tal vez la verdadera y que yo no he conocido todavía” (El cine: 82). Pero ¿cuál es la verdadera Laura? No se afirma su infelicidad, como sí se hace, por ejemplo, con su prima Lucía, madre de Alonso, esposa de un gallero: “se casó con un gallero […] se convirtió en una mujer triste” (El cine: 81). Pero ¿Laura es feliz?: “Hace tiempos no he visto sonreír a Laura. En realidad nunca la he visto alegre y tampoco triste” (El cine: 79); no se sabe si sufre porque “Laura es fuerte y aplaza sus llantos” (El cine: 150). Ella es retratada en su exterioridad, en el cumplimiento cabal del rol estereotípico de madre y esposa, dispuesta a obedecer y complacer: “Laura nos siente desde la cocina. Corre a su cuarto a echarse un poco de perfume en el cuello y en las manos para ocultar el olor a guiso” (El cine: 13). Evita molestar a su esposo: “Mejía no se ha levantado y Laura hace oficios en la cocina evitando los ruidos que puedan despertarlo” (El cine: 17), se alegra con sus triunfos: “Laura ha estado sola muchos días pero está feliz porque nuestro capitán ya tiene barco” (El cine: 66) y, más que amarlo, lo respeta: “Fue Laura quien me enseñó a llamarlo Mejía, y creo que esa forma de nombrarlo encerraba cierto sentimiento de respeto, más que de amor” (El cine: 79). En contraste, Evalú es idealizada como una mujer fuerte y activa. Ella viaja, se desplaza, acepta o rechaza, es dueña de sus pasos: “No podría dejar salir de su memoria los pasos de Evalú que la llevaban lentamente hacia él” (El cine: 31); “Mejía se dejó guiar por los pasos seguros de Evalú” (El cine: 32); “ya había recorrido decenas de puertos idénticos, y para entonces ya sabía mirar a los hombres sin que pudiera escapársele ningún secreto de los que llevaban por dentro de la piel, y entonces supo que Mejía era un hombre triste, perdido en sus propios sueños” (El cine: 32); “tenía entonces más de treinta años y la virtud de las mujeres de la noche, que son capaces de brillar bajo las luces de fiesta y verse atractivas y sensuales” (El cine: 32); “era experta en el oficio de beber sin emborracharse, y de escuchar sin interrumpir” (El cine: 33). Pero adicionalmente, se la muestra desempañando tareas tradicionales para una mujer: “no se acostó, sino que inició los oficios de cualquier ama de casa. Lavó los platos, vasos y ollas en la cocina, regó las maticas sembradas en tarros de galletas, les puso alpiste a los canarios y comida a los loros” (El cine: 33). La fascinación de Mejía con esta mujer y sus constantes viajes imaginarios para ir a su encuentro hacen que para Laura, quizás más que para el niño, Mejía sea una ausencia constante; pocas veces está con ella, casi siempre lo tiene Evalú: A Laura “desde hace años la persigue un fantasma sin nombre, sin cuerpo […] Es algo que vive en la mirada de Mejía y que se muestra en sus

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borracheras” (El cine: 83); “Mejía canta mirando a Laura, que sonríe un poco forzada. En la radiola suena el disco de Sibone, y a esa hora Evalú también canta en el baile del puerto” (El cine: 14). Laura intenta competir con Evalú, bailar para Mejía como supone que ella lo hace, pero “tres compases bastan para sentirse ridícula, entonces vuelve a sus oficios de ama de casa” (El cine: 85); “ya se ha dado por vencida en sus intentos secretos por bailar y parecerse a las mujeres de las películas que le gustan a Mejía” (El cine: 85). Se insinúan los costos que la evasión tiene para Laura: “las noches en que Mejía se queda callado escuchando a esa cantante, olvidándose de ella [de Laura] y de todas las cosas que tengan relación con el mundo real” (El cine: 84), pero el narrador imagina una película a través de la cual Laura supera la presencia del fantasma. Laura supone quién puede ser esa mujer por la emoción con que Mejía escucha sus discos, va a verla a una de sus presentaciones y «piensa algo que siempre quiso pensar: [Evalú] “Es una mujer común y corriente”» (El cine: 85). Así se plantea la posibilidad de que, como la Dulcinea de Don Quijote, Evalú tenga su Aldonza, que sea otra fuera del recuerdo idealizado que Mejía hace de ella, en el que ella posee la aureola de lo imposible, lo inalcanzado. Cuando deja a su familia para ir a buscarla, Mejía teme la posibilidad de que su fantasía se disuelva ante la imagen de la mujer real: “Todo está listo para caminar por las calles ardientes del pueblo y dirigirse directamente a ver su fantasma a la luz del día. Entonces le parece que ha llegado al fin del mundo y lo que sigue es el olvido, porque ya no habrá nada que le haga soñar como lo ha hecho durante estos años” (El cine: 189). Admite que tal vez la vida “es muy distinta de lo que ocurre en la películas” (El cine: 189). Al intentar habitar su fantasía, aprecia la faceta de la realidad que no había considerado, sumido en su visión del mundo como adverso. Opone la evasión que encarna Evalú, a la realidad que se vincula con Laura: “Evalú le habla y sonríe, pero no logra verla como una mujer de verdad. En cambio siente a Laura junto a él” (El cine: 187). El niño cree que a eso ha ido su padre, a eliminar la fantasía al confrontarla con la realidad (El cine: 185); a pesar de esa suposición, luego se narra que, después de recorrer muchos pueblos en búsqueda de Evalú, cuando Mejía la encuentra o cree encontrarla, retrocede, se niega a suprimir su mundo imaginario, santuario de evasión: «Mejía escucha los porros que suenan en el puerto y en estos momentos cree reconocer la voz de Evalú. Sin dejar de mirar hacia las calles le pide a su lanchero que encienda de nuevo el motor. “¿Adónde vamos, patrón?” […] “A otros ríos, muchacho”» (El cine: 189). Mejía prefiere aferrarse a lo que lo ha hecho soñar o, en otras palabras, prefiere el recuerdo idealizado que la mujer real. El niño lo entiende, ha visto cómo la vida corrompió la belleza de Ofelia: “Me duele ver que ya fuma, como casi todos los muchachos del barrio” (El cine: 193). También él prefiere retener el sueño, la aspiración a lo imposible, la mujer idealizada: “Si yo

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hubiera podido hablar con Annie tal vez ella se habría reído de mí […] Si hubiera estado frente a mí, mirándome con sus ojos azules, seguramente ella, mi amor de El circo de las diez pistas, ya no existiría” (El cine: 185). También en este aspecto se identifica con el padre: “Jamás habló de ella delante de mí. Yo tampoco le hablé de Annie por temor de que no aprobara mi amor. Ambos vivimos con secretos que nos van a acompañar hasta la tumba” (El cine: 34). El abandono y la forma del perdón En la película que el niño imagina sobre la historia de sus padres, ve a Laura “diez años atrás, conversando a través de la ventana con el hombre que canta en los graneros del barrio […] A Laura le gusta escucharlo porque siempre está haciendo planes. Le habla de viajes y barcos, y por eso al principio ella cree que ese hombre es un marinero en reposo” (El cine: 82). Pero “Laura sabe que un marinero es casi lo mismo que un gallero ante los ojos de su familia” (El cine: 82), es decir, un mal partido, así que le atribuye a Mejía “grandes propiedades con vista hacia el mar”. Pocas líneas más adelante se habla del Mejía real: “Laura ha cambiado desde entonces. Ya sabe que Mejía no es un marinero y que tampoco tiene propiedades junto al mar, pero el trabajo en el almacén empieza a dar resultados” (El cine: 83). El relato del niño le reintegra al padre la dignidad del marino: ahora, a la cabeza del Almacén Caballero, recupera el título de capitán de su propio barco. El naufragio de este proyecto expulsa a Mejía de la posibilidad de habitar el mundo real y reduce sus opciones a transitar por su fantasía: Mejía “quiere tiempo para sacudirse y volver a luchar por la familia, pero siente el sonido del mar en su cuerpo y no hace esfuerzos por ahogar el recuerdo de Evalú” (El cine: 180), así que decide irse en su búsqueda. Mientras empaca, “está ahí, en el ritual con Laura, pero consumiéndose por ese nombre que lo llama sin darle tregua” (El cine: 180). Parte porque ella lo llama, pero ella es una imagen evanescente y un nombre para lo imposible, así que “Mejía no miente al decir que no sabe exactamente para dónde se irá mañana al amanecer” (El cine: 180). Sin duda se trata de una aventura en aguas desconocidas, aplazada durante al menos diez años. Por su parte, Laura no intenta retenerlo: “Laura también sabe que van a pasar muchos días antes de que tengamos noticias de él. Y esta vez está preparada para dejar que se vaya, aun sabiendo que lo primero que Mejía va a hacer es ir a buscar a ese fantasma al que le cantaba en las borracheras […] Mejía puede irse tranquilo, Laura lo sabe todo” (El cine: 181), y la ausencia de Mejía fortalece el lazo del niño con su madre: “Ahora paso mucho tiempo al lado de Laura” (El cine: 193); “sólo dos habitantes que se buscan el uno al otro para no pensar en los que faltan” ( El cine: 195). La novela

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termina con Laura y el niño juntos en cine, ella como su nueva cómplice en la vía de la imaginación. Aunque la partida de Mejía no se orienta hacia una meta específica y, desde otra perspectiva, podría valorarse como derrota y abandono, tanto el niño como Laura le reconocen al padre y el esposo la entereza de un marino, capitán de su propio barco. De un lado, se hace énfasis en la importancia de que el niño conserve una buena imagen del padre: «Arquimedes se para frente a mi cama y me dice: “Pase lo que pase en el almacén, sepa que su papá es un verraco”» ( El cine: 143). De otro, se señala que Mejía no renuncia a sus responsabilidades de proveedor: aun cuando está buscando a Evalú, se menciona “el afán de encontrar un lugar para trabajar y enviarnos dinero” ( El cine: 185). Sin embargo, el título de capitán es el principal significante del perdón en la novela, que va más allá de estas consideraciones, como se ha señalado, puesto que yace principalmente en la identificación del hijo con el padre y en la donación de sentido que este hace de su historia. Este título deja ver que el niño lo reconoce con orgullo. Ha aludido a su padre como héroe cuando, en su rol de proveedor, lo rescató de la humillación de ser señalado por las autoridades del colegio por no haber pagado la pensión; se ha referido a “las dos manos poderosas de mi cazador de búfalos” (El cine: 39) o “la fuerza de mi valiente capitán” (El cine: 39). Con la partida del padre, estas alusiones privadas del niño, parte de su mundo imaginario, se convierten en título real: “Una vez Roxana preguntó por Mejía y yo le dije que ahora era capitán de un barco en el río más grande del mundo. Desde entonces Laura y yo nos referimos a él como El Capitán” (El cine: 199). Este título connota la dignidad de quien se aventura a explorar el mar, otro significante de lo imposible: “Es como si le tocara seguir empujando un barco vacío hacia un rumbo cualquiera con la única certeza de que su destino es navegar para siempre” (El cine: 177); pero también connota otra faceta del honor del marino: un capitán no renuncia a su empresa, se hunde con su barco: «Agarro por instinto el libro que seguramente ella [Judith] había estado leyendo antes de morirse. Es una historia de piratas. Lo abro en cualquier página y leo: “Es mi deber con respecto al barco, con respecto a los hombres que quedan sobre cubierta, algunos de ellos dispuestos a dar lo que les resta de fuerzas a una palabra mía. No puedo regresar a casa con vida, porque los cuerpos de los capitanes sólo descansan en el mar”» (El cine: 150). Esto ya se lo había explicado Judith al niño: “Judith me hablaba de los piratas y capitanes de barco. Ella decía que sus cuerpos nunca regresan a casa porque al morir los echan al mar para que puedan ser completamente felices” (El cine: 199). Sucumbir ante lo imposible es un riesgo señalado por otros indicios. Ya se ha hablado de Nieves como símbolo de malos augurios que recaen sobre Mejía 18. En la novela también se describe una 18

Ver p. 26.

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especie de fato de muerte para los hermanos de este, Mario y Joseluis, con lo cual se abre la duda de si Mejía tendrá el mismo destino: “hace poco supimos que Joseluis se había suicidado una noche metiéndose borracho al mar de Turbo con unas piedras grandes amarradas de sus pies. Entonces Laura lloró porque se imaginó que el muerto no era Joseluis sino Mejía” (El cine: 199). Si bien El cine era mejor que la vida culmina con la espera orgullosa de Mejía, aún vivo: “seguiremos esperando el día en que Mejía regrese de su viaje otra vez sonriente y soñador” (El cine: 201), él no retornará en las siguientes novelas de Juan Diego Mejía; prevalecerá el padre ausente; se hará referencia a su muerte en otras tierras 19. En todo caso, en El cine, la espera está marcada por la dignificación de la ausencia de Mejía y de las opciones que tomó. Mejía no es simplemente un padre que abandona 20, como tampoco es el proveedor dominante, encarnado por el abuelo Juan y caracterizado en novelas como El lugar sin límites o La casa de los espíritus ni el paradigma del padre volcado amorosamente hacia su familia de Mal de amores; es el capitán de un barco y, ante los ojos de quienes juzgan su ausencia como abandono, su esposa e hijo reivindican su presencia, precisamente en el territorio del abuelo Juan, patriarca, modelo de masculinidad, fuente de la norma según la cual Mejía sería un padre defectivo por no cumplir con el paradigma de proveedor: Por estos días trabaja en un mantel blanco en el que está bordando un barco de vapor en el centro y palmeras en los bordes […] Es un regalo para la celebración de las bodas de oro de los abuelos, el mantel de la mesa principal […] El barco de Mejía va a estar en el centro de la fiesta y, aunque ella no me lo haya dicho, creo que es por eso que Laura trabaja con tanto empeño en ese mantel 21 (El cine: 200) En una entrevista concedida a Laura Arias, Juan Diego Mejía dice: “Él murió en Venezuela, yo tenía unos treinta años y venía de la política. Era activista de izquierda y nosotros habíamos discutido mucho porque él nunca estuvo de acuerdo con eso, porque además yo suspendí la universidad un tiempo y me fui para una montaña a hacer la revolución. No me fui a disparar, no era guerrillero, pero me fui a concientizar a la gente, a hablarles de la revolución, a hacer grupos, pero eso no iba para ningún lado, y mi papá nunca estuvo de acuerdo. Yo fui rebelde, yo fui muy peleador, muy luchador, y cuando él se murió apenas estábamos llegando a un nuevo acercamiento. Yo ya había recapacitado, ya había regresado de esa zona en el Magdalena donde estuve y me había vuelto a la ciudad, estaba otra vez estudiando para terminar la carrera y él estaba muy contento porque ya había publicado mis primeros cuentos, ya salían cosas mías en la prensa, pero se fue para Venezuela a montar una empresa y allá se murió. Yo quede con ese dolor: me había quedado una deuda sin saldar, y creo que el hecho de que aparezca en varios libros es eso, una especie de deuda sin saldar. Espero que ya esté saldada, porque ya ha pasado mucho tiempo y ya he hablado mucho de él y también hay que cerrar ese capítulo” (Arias, 2012). 19

Figura arquetípica en la literatura latinoamericana, como se mostró en la p. 13. 20

La referencia a los manteles establece otro vaso comunicante entre “La venganza” y El cine era mejor que la vida. En el cuento de Mejía Vallejo, una marca de la ausencia del padre es “un mantel de cuadros amarillos y rojos, 21

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Así, el símbolo del perdón es la alusión a Mejía como capitán de su propio barco. Se le reconoce el derecho a eludir la actuación de la norma y trazar autónomamente el camino por el que se siente llamado, así este sea el de lo imposible y pueda conducir a la muerte. Perdonar al padre es elaborar la falta originaria, es reconciliarse con la cultura para poder reconstruir sobre ella hacia el futuro, puesto que perdonar es “dar sentido al sufrimiento y abrir la palabra asociativa que transformará el mal y la muerte en relato de una vida, para una vida nueva” (Kristeva, 2001: 40). Dejar este símbolo en el mantel de la casa del abuelo constituye la restitución, a través del perdón, de la imagen del padre. La vía es simbólica, débil, y comprende el reconocimiento de la imaginación como resguardo de la psiquis y defensa ante la melancolía.

remendado una y cien veces junto a la ventana” (Mejía Vallejo: 236); “veía a mi madre, veía el apego a su pobre historia, su dolor remendando, una y cien veces, la desolación de la mesa gris” (Mejía Vallejo: 243). En El cine, el mantel también habla de la ausencia del padre, pero, como se planteó arriba, sobre todo, reivindica orgullosamente su presencia simbólica.

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2. El ‘yo’ escindido en El dedo índice de Mao: debilitamiento del ideal heroico revolucionario Como se ha visto, la dimensión íntima, asociada con lo imaginario, ocupa un lugar central en la apuesta estética de Juan Diego Mejía. En El dedo índice de Mao (Editorial Norma, 2003), su cuarta novela, esta dimensión está en riesgo; se le presenta a Juancho, el protagonista, como indeseable, como impedimento para ser un verdadero revolucionario. Él debe optar entre el llamado de la revolución maoísta desde afuera, donde están las injusticias, donde mueren masacrados los estudiantes, donde permanecen intactas las inequidades, y su vida íntima, familiar, afectiva y, también si se quiere, sus sueños pequeño-burgueses: graduarse, trabajar, mantener a su familia, tener un auto para pasear a su hermano con retardo mental. Así se elabora una propuesta estética de debilitamiento del ideal heroico revolucionario. Frente a la separación entre vida personal y vida política que impone la concepción maoísta, fuerte y excluyente, del ‘compromiso político’, se abre una propuesta débil que desestructura la metafísica revolucionaria maoísta. La novela muestra los estragos de un tipo de revolución que convirtió el heroísmo en norma y que, en un esquema dicotómico maniqueo, opuso la revolución a la vida. Esta crítica toma forma a través de la escisión del ‘yo’ del personaje protagónico, quien, entre heroísmo y vida, solo hacia el final de la historia, opta por la segunda; pero sin renunciar a la esperanza de una revolución otra, que aún no se ha definido más allá de la poesía de Miguel Hernández. De este modo, a diferencia de otras posiciones críticas de las revoluciones de izquierda, la apuesta de Mejía no cae en el escepticismo, la conformidad dolida ni el quietismo. Se retrata el mandato revolucionario que obligó a optar a algunos estudiantes universitarios en los años setenta entre el compromiso social -la noción maoísta de revolución- y la vida familiar, personal e íntima, así se ponen en evidencia los estragos de una forma ‘fuerte’, dogmática, cosificada, de la ideología revolucionaria. Para Juancho, de un lado, se yergue el ideal heroico del compromiso revolucionario: acompañar a sus amigos al campo, a la selva, quizás a la muerte, y dejar su vida afectiva y familiar; de otro, el compromiso familiar: su padre ha muerto y él debe asumir el sustento familiar y el cuidado de su hermano con retardo mental, quien llega a representarse como un estorbo para el cumplimiento de su ‘deber’ político y simboliza su ‘estúpida’, ‘irrelevante’ y ‘prescindible’ interioridad: el inconsciente incluso, o el alma si se prefiere. El papel de los partidos revolucionarios en los años setenta es puesto en cuestión frente a los deseos de transformación social por parte de los universitarios que les apuestan sus expectativas de cambio;

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en respuesta, el dogmatismo político los obliga a optar entre la revolución y la vida. El símbolo del dogma es un dedo índice: una sola forma de elevarlo, una sola forma de entender la revolución, una forma indolente de encauzar las vidas y las esperanzas de los jóvenes: “empezó a mover la mano izquierda y muy despacio levantó su dedo índice moreno y seguro” (El dedo: 90), “siempre salí impresionado por su forma de mover las manos y mostrarnos a los asistentes un dedo, el índice, fue entonces cuando empecé a sospechar que ese gesto era muy importante en la actividad revolucionaria” (El dedo: 77). Al dedo índice lo acompaña una concepción heroica de la política que les hace creer a los jóvenes que su vida cobra sentido cuando la ponen en juego; cuando la pierden, se hacen inmortales: El muerto [un maoísta en medio de una confrontación urbana con la policía] levantó la cabeza, se tocó por el lado del corazón, nada de líquido espeso y rojo, nada garantizaba su inmortalidad, nada haría gritar su nombre en las próximas manifestaciones, No tenés nada, compadre, sólo te pegaron una pedrada, le dijo el fotógrafo y se apartó un poquito para tomarle una foto en la misma pose del Che Guevara muerto en Bolivia, pero sin sangre (El dedo: 91). El heroísmo al que aspiran y son conminados estos jóvenes universitarios empieza a ocupar en sus expectativas un lugar similar al que ocupaba en la Edad Media, asociado a la honra, el riesgo y la muerte. A propósito, Bauzá señala cómo “se ha ido acuñando una suerte de canon o paradigma heroico según el cual este personaje sobresaliente, en el ejercicio de su condición de transgresor, de libertario y de salvador, debe inmolarse por la causa –siempre noble– que defiende, en edad relativamente joven” (El dedo: Bauzá, 2007: 171). La alianza entre heroísmo y muerte hace que aunque el dedo índice pretenda simbolizar la esperanza, la dignidad de los pueblos y el altruismo, su contenido sea otro: kami kase universitarios dejan a un lado el sueño de una vida personal mejor (el progreso económico, el grado, el amor, la familia) por el sueño de la transformación social; retornan a la tierra para hallar en ella su sepultura. Y la muerte de cualquiera de ellos también puede haber sido la de Juancho, protagonista de la historia: su muerte física o el final de su mundo interior.

Dicotomía y conciliación Tengo dos amigos, le digo, el Mono y Claudia, y te tengo a vos, Gordo, que sos mi amigoamigazo (El dedo: 11). Dos personajes encarnan las opciones de Juancho, jalonan sus determinaciones, simbolizan los mundos inconciliables, desde la perspectiva dicotómica y maniquea del maoísmo, y los lados en

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disputa de su ‘yo’: el Mono representa el compromiso social heroico y el Gordo, la vida interior y familiar. Un tercer personaje, a través del amor, abre la opción de la conciliación, abole el maniqueísmo dogmático, establece un puente entre el compromiso social y la vida personal: Claudia. Raúl, el Mono, es un compañero de la universidad que se convierte en el mejor amigo de Juancho, es quien lo introduce en el partido maoísta y la conciencia revolucionaria: “Él me guiaría por el camino de la revolución y yo me dejaría llevar sin hacer muchas preguntas” (El dedo: 24), “se reía de mí, me prometía reeducarme” (El dedo: 25), “me dijo, Le falta más marxismo, compañero” (El dedo: 24). El Mono ha dejado el campo en busca de una vida mejor y ahora vislumbra esa mejoría, para él y para la sociedad, a través de la revolución maoísta, en la cual está dispuesto a invertir su vida: “El Mono me dijo que sí quería ser un maoísta de verdad, pero no es sino verle su dedo lleno de cicatrices para saber cuántos obstáculos encontrará para convertirse en uno de ellos” (El dedo: 81). Él representa la dimensión justa y limpia de la causa, el compromiso honesto, el altruismo. Canal de comunicación de Juancho con el maoísmo, está un paso delante de este en el compromiso revolucionario. De su mano, Juancho se asoma a la revolución maoísta. Pronto se hace evidente que el tipo de compromiso que la causa demanda implica destinar la vida, e incluso perderla, en pos de la revolución. Entonces, el Mono acoge el deber ser revolucionario hasta el extremo del sacrificio: el mono será un héroe. Paralelamente, Juancho va vislumbrando que, aunque la causa sea justa, también se cometen abusos –como cuando unos maoístas abusan de una joven proletaria–, y debe decidir hasta dónde seguirá los pasos de su amigo. De otro lado, está el Gordo, su hermano y “amigoamigazo”, su ancla en el hogar, quien lo necesita para sobrevivir debido a su “Erre Eme de Ele a Eme” (retardo mental de leve a moderado), condición que lo separa del resto de su vida: “Por eso nos tocó vivir historias tan distintas, vos aquí en la casa cuidando a mi mamá para que no se ponga triste y yo en la universidad y en el trabajo del colegio”; “con ellos [Claudia y el Mono] vivo sólo una parte de la vida en la que me hubiera gustado tenerte a vos [Gordo] cerquita” (173). El Mono y el Gordo son dos afectos, dos compromisos, dos fuerzas que habitan a Juancho, fuerzas disyuntivas desde la perspectiva maoísta. Juancho debe optar, su mundo queda escindido. Un ‘yo’ escindido entre el ‘adentro’ y el ‘afuera’ Tu mundo está aquí dentro Gordo […] y yo, cuando llego de la universidad te cuento cosas de afuera (El dedo: 11).

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Juancho y el Gordo fueron uno solo, un yo entero, unos siameses, así lo recuerda Juancho: “mi presencia pegada de tu espalda te hace sentir seguro y relajado” (El dedo: 34). Su unión estaba garantizada en el adentro, bajo el cuidado de los padres, en el resguardo de la infancia. Hay un episodio que muestra este amparo ingenuo, en el que se alude a los estudiantes asesinados: “abrazados unos con otros para no hacer ruido, después se fueron los soldados y yo pensé en los cuerpos sin vida de los estudiantes, Que nadie se asome, fue la última orden de mi mamá. Al otro día no vimos nada. Nadie comentó el asunto y yo no pregunté por los cadáveres, sólo salimos a jugar vos y yo” (El dedo: 33). La inocencia es amparada por la orden de la madre, el afuera no amenaza la comunión de los niños (“vos y yo”). Con el tiempo este amparo se hace exiguo, ni la ingenuidad ni los padres los protegen del afuera. Juancho puede salir y retornar; en cambio, para el Gordo el afuera es adverso e intimidante. Le corresponde a Juancho el turno de rodear el frágil mundo del Gordo con una promesa: “vos sos mi amigoamigazo y nunca te voy a fallar” (El dedo: 173), promesa que también connota el compromiso de Juancho con la salvaguarda de su yo íntimo, pero que se hace difícil de cumplir: “vos y yo tenemos nuestro propio contrato de amigosamigazos”, dice Juancho, y pocas líneas después reconoce la dificultad de cumplir dicho contrato: “Antes no era tan difícil cumplirlo” (El dedo: 32). En efecto, la solidez de la promesa se atenúa en la medida en que los padres ya no pueden proteger a los niños del acontecer violento e injusto que los rodea, en la medida en que los límites entre el adentro y el afuera se hacen más endebles y Juancho se siente llamado por el horror externo para transformarlo, con lo cual, el afuera tendería a abolir el mundo íntimo del personaje. La vida del Gordo, separada de la de Juancho, se muestra en su fragilidad: “algunos días atrás los soldados habían matado a bayonetazos a varios estudiantes […] ese día en el que caminaste hacia la calle y no pude detenerte con mis gritos de pánico” (El dedo: 42). La razón del pánico es que el Gordo estuvo a punto de ser atropellado por un camión, pero este evento se asocia con el horror del conflicto social. Juancho retorna, sin el velo de la ingenuidad, sobre el recuerdo de los estudiantes asesinados. Siguen sucediéndose otros eventos en los que se muestra el peligro constante que amenaza la existencia del Gordo: puede perderse, ser atropellado, herirse, equivocarse, excederse en afecto, en miedo, en fuerza. Entre los miedos que lo persiguen está el que les tiene a los policías que lo retuvieron alguna vez por no portar documentos, “policías acostumbrados a actos salvajes” (El dedo: 153). La fuerza pública se convierte en símbolo del miedo, en fuerza que lo reduce al adentro. Si él quiere salir, los “planes se desbaratan cuando recordás a los policías bajándose de la patrulla para pedirte los documentos de identidad” (El dedo: 174). Al Gordo el miedo le impide “sentirte parte de la comunidad por un instante”, lo restringe al adentro.

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Aun así su relación con el afuera es paradójica: a pesar del peligro y del miedo, se siente atraído: “Él respira aliviado cada vez que lo abrazo pero no es suficiente, el mundo de más allá de la ventana le da miedo, lo llama” (El dedo: 35). Y el miedo y la atracción ante el afuera del Gordo, son también el miedo y la atracción de Juancho. Afuera está la muerte: el gordo la teme; el Gordo la desea. Para Juancho, aunque el afuera no es solamente hostil, sí siente que esta caracteriza le atañe: “afuera estaban los de la universidad peleando con los soldados y nadie debía salir […] después se fueron los soldados y yo pensé en los cuerpos sin vida de los estudiantes” (El dedo: 33); precisamente eso lo convoca a la revolución. En el camino hacia la revolución que Juancho emprende siguiendo al Mono, la idea maoísta heroica separa radicalmente su adentro del afuera y establece jerarquías entre ellos. Juancho es apremiado para optar. Este apremio debilita la percepción de su capacidad para cuidar al hermano, así como su compromiso de hacerlo. Ahora, el afuera, el compromiso social, el dedo índice de la revolución, le señala a Juancho una vía de espaldas al Gordo. La falsa conciencia del afuera, dictada por los líderes maoístas, produce la escisión. El mandato revolucionario hace ver como irreconciliables esas dos dimensiones de la vida, representadas como afectos: El Mono y el Gordo nunca se encuentran, habitan diferentes espacios físicos (el afuera - el adentro) y síquicos (el deber ser racional y heroico – el mundo afectivo e íntimo): “Qué bueno sería verte caminando por la universidad cargado de libros de cálculo [...] buscarías, como he buscado desde hace más de un año razones para comprometerte más con la historia” (El dedo: 173), pero el Gordo está impedido, no tiene las habilidades racionales que exige la vida social, la vida universitaria, la vida revolucionaria: el Gordo es débil. Juancho acepta la imposibilidad de exponer a su hermano, su íntimo, a esa “selva”: “podrías hacerlo todo, Gordo, pero es un mundo complicado y no tenés que vivirlo (El dedo: 176). La vida psíquica de Juancho queda escindida y jerarquizada. La línea divisoria amenaza con quebrarse y permitir que el afuera suprima el adentro. El Gordo es una fuerza frágil, sin control; lo que lo protege del afuera es apenas una ventana: “Me arrimé al vidrio que separaba a esta casa del mundo exterior. Sentí el frío de la lluvia en mi nariz y vi demasiado frágil la línea de frontera entre la seguridad del Gordo y la selva de afuera. Apenas un centímetro de cristal, o menos. Bastaría un golpecito en el punto adecuado para romper la tranquilidad” (El dedo: 223). Como resultado de la jerarquización, el Gordo empieza a ser percibido por Juancho como su impedimento para comprometerse con la historia: “Ya había empezado a dedicarle mi vida [al Gordo], por eso el Mono nunca me invitó a irme al monte con él” (El dedo: 223). Así, el Gordo, su otro ‘yo’, su vida íntima, debe ser sacrificado para que Juancho pueda entregarse a la causa revolucionaria:

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No sé si alguna vez lo hice sentir como un obstáculo para realizar mis objetivos [...] Debió ver una cierta nostalgia en mi comportamiento durante los días del viaje del Mono, un sentimiento de culpabilidad por no haberme ido a luchar con él como los buenos maoístas. Esa mañana cuando no quiso levantarse llegué a darle la razón y por un momento vi la opción de su muerte como una salida (El dedo: 223-224). En realidad, la amenaza de muerte se ha cernido, desde el inicio de la narración, sobre la existencia del Gordo: “Esa novela de Steinback [De ratones y hombres] se parece a la historia de mi hermano”, le dice Juancho a Claudia, “Lennie es como el Gordo [...] son fuertes, tiernos y no están capacitados para vivir solos en el mundo [...] ¿Entonces lo vas a matar?, dijo [Claudia]” (El dedo: 38). La latencia de esa posibilidad recorre la novela. Claudia y el self-together En la universidad se juega la tensión, espacio intermedio entre la vida íntima y el compromiso social, entre el hogar y la revolución. Por allí también transita Claudia, quien se hace novia de Juancho. Ella encarna la mediación, la movilidad, la conciliación entre los dos polos, la pulsión de vida y el resguardo del mundo íntimo, es decir, la opción débil. Ella entra en el ámbito íntimo de Juancho, conoce y aprecia al Gordo, y también comparte con el protagonista las actividades revolucionarias, aunque siempre, con actitud crítica. Claudia, simboliza el amor que le permite conciliar lo social y lo íntimo: no se aísla como el Gordo, no se sacrifica como el Mono. El amor media entre lo íntimo y lo público, establece un puente sólido entre ambos y se representa como una fuerza superior; el amor es más importante que las causas revolucionarias: “En realidad, más que la revolución y esas cosas, me interesaba conocer a Claudia” (El dedo: 25); “si Claudia hubiera decidido sumárseles yo me habría ido con ella sin importarme si eran trotskistas, mamertos, guerrilleros, prochinos o cualquier otra cosa” (El dedo: 59); besarse es mejor que las reuniones del sindicato: “yo me dejaba besar despacio y le entregaba mi mano. Los maoístas nos miraban con desconfianza [...] nadie se despedía cuando salíamos, de alguna manera querían cobrarnos nuestra boleta de libertad, nosotros pagábamos con gusto y salíamos en silencio” (El dedo: 180). Si el maoísmo exige entrega total sin dejar espacios para el amor u otras aspiraciones de la vida, Juancho, de la mano de Claudia, debería ser un maoísta diferente: “Son igualitos todos, ojalá no te vuelvas como ellos [le dice Claudia], Te lo juro, Claudia, seré distinto”. Ese llamado débil a una alternativa los une: “Algo nos uniría desde esa noche aunque fuera el temor a volverme como todos los maoístas del mundo” (El dedo: 72). La promesa se revive cada vez que Juancho se hace consciente de los excesos, de los abusos; por ejemplo, cuando se refiere a la joven proletaria

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abusada por maoístas: “recordé el compromiso con Claudia de no convertirme en un maoísta igual a todos los otros” (El dedo: 178). De modo que, así como Claudia, Juancho duda, es crítico, sus referencias al dedo índice y al heroísmo son sarcásticas. Si bien se representa cada vez más fragmentado mientras avanza la historia, él no deja se sentirse diferente, real, con más dimensiones que la del discurso revolucionario: “nada de la vida real [en los que participan en enfrentamientos violentos con la policía], son personas sin familia, ninguno tiene un caso de Erre Eme de Ele a Eme en su casa, con razón a Claudia todos le parecen iguales” (El dedo: 92). El lazo con ella le posibilita mantener la atención en las dos orillas: su mundo íntimo y la realidad injusta que lo llama a hacer parte del cambio. No obstante este llamado se va haciendo más fuerte –la revolución es indispensable, eso no se cuestiona, y el maoísmo es la única forma que Juancho conoce para llevar a cabo la revolución– y, de otro, su lado íntimo deviene más frágil. Recuadro 1. Dicotomía y conciliación

Polo de la dicotomía

Conciliación

Polo de la dicotomía

Tensión central

El mundo del compromiso social

El mundo íntimo

A lo que conmina

Dejarlo todo, arriesgar la vida

Supervivencia, deberes familiares

Lo que ofrece

Gloria, sacrificio

Afectos

Espacio

Las zonas rurales

La universidad y el colegio

El afuera: hostil, amenazante

El hogar El adentro: resguardo frágil

Personajes

El Mono

Claudia

El Gordo

El contenido

Conocimiento académico, acceso a la literatura de la revolución

El amor

Interioridad estúpida, frágil y peligrosa

Las opciones

Afuera extremo: imposibilidad de conservar el amor y el hogar

La utopía

Adentro extremo: Imposibilidad de sobrevivir afuera: encierro

La risa y la muerte “Él se ríe con ganas, la risa le recorre el cuerpo, lo relaja, lo hace olvidar por un momento su miedo a todo lo que pasa afuera” (El dedo: 15).

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La risa y la sexualidad expresan placer y vitalidad, testifican vida interior. El héroe revolucionario renuncia ascéticamente a ambos en un sentido similar al que describe Pedrosa cuando caracteriza a “los héroes de cuerpos cerrados” por su castidad y austeridad; él explica que la apertura simbólica del cuerpo ha estado asociada al pecado y su cierre, a la virtud (Pedrosa, 2003). Metafísica común entre las éticas religiosas y las revolucionarias. El dedo índice de Mao deja ver, o bien esta renuncia como condición para asumir la vida revolucionaria, o bien la pérdida de la vitalidad como resultado de la experiencia de la misma. En cualquier caso, es el partido el que demanda de los jóvenes la supresión de las manifestaciones de individualidad o el que los arroja a la experiencia que se las arrebatará. El Mono invita a Juancho a la charla en la que los intentaran atraer hacia la misión: “Hay una gente con un cuento interesante de trabajo en el campo” (El dedo: 47). Allí, un tipo de gorra china “dice que los revolucionarios de la ciudad deben irse al campo y echar raíces” (El dedo: 49). Juancho se preocupa por su amigo: “¿les vas a hacer caso? Te van a mandar de regreso a la montaña de donde te volaste” (El dedo: 49). Es la primera renuncia del Mono, quien había llegado de una zona rural en busca de mejores condiciones de vida y ahora acepta retornar a la tierra para hallar en ella su sepultura. De esta renuncia se desprenden otras: “Si nos largamos va a ser para siempre”, le dijo el Mono a Juancho. Juancho le dijo que no tenía que hacerlo, pero el Mono le “explicó en un tono de grito para ahogar la música que eso era un asunto de conciencia política, y cuando pronunció esas palabras […] mostró su dedo fuerte y convencido del futuro” (El dedo: 123). La canción que ahogó fue una que le gustaba, pero el placer ya no importa, la revolución requiere sacrificio. No es que el Mono carezca de dimensión íntima, intuye Juancho, simplemente lo intenta silenciar; por momentos se deja ver su fragilidad y entonces se percibe más plenamente su sacrificio: “Trataba de ocultar la tristeza [...] No quería reconocerlo pero en el fondo creía merecer la oportunidad de graduarse de economista, trabajar en algo distinto a dar clases en un colegio, ganar plata para volver algún día a su vereda con regalos” (El dedo: 193). No obstante, “si el Mono tenía esas debilidades debía sepultarlas muy adentro de su alma para no dejarlas salir a flote, porque nadie, ni Rubi [novia del Mono] ni Claudia ni yo, nadie, podría saberlo” (El dedo: 193). Así, el Mono niega el deseo, la necesidad, el placer, el miedo… y cuando desaparece el miedo, la vida parece ocupar un lugar secundario en la escala de valores del Mono; se transforma en otro: El Mono me hablaba de esa vida futura como si se tratara de otra persona y no de él mismo, ya no había miedo en su mirada [...] Cuando vuelva, Juanchito, tal vez muchos de estos señores van a estar muertos. Lo dijo sin dolor, como algo normal en la vida de la gente. Él era fuerte, joven, con un proyecto grande entre manos, no era de los que se

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preocupaban todavía por la muerte. Esa vez hubo tiempo y calma para oírlo hablar de sus razones para dedicarle la existencia a pelear por otros, Esto no sólo es asunto de corazón sino de ciencia, me dijo y por primera vez me puso su dedo índice frente a los ojos (El dedo: 207). El Mono se convierte en un maoísta, enarbola el dedo índice, suprime su yo íntimo, rechaza la risa, la vida afectiva y el placer; niega el miedo y se lanza a la muerte. Su convicción del Mono, igual que las evidencias diarias de que la revolución es indispensable persuaden a Juancho: “El énfasis de esas palabras me hizo sentir que yo también me debía ir, porque era un asunto de conciencia política imposible de evadir” (El dedo: 123). A pesar de persuadirse de la valía del camino emprendido por su amigo, Juancho opta por quedarse; pero se siente inferior al deber ser heroico del que se dejó persuadir: “me invadió la sensación de ser un cobarde, me sentí débil y avergonzado por dejarlo ir [al Mono] mientras yo me quedaba con mi vida plana, sin peligros, nadie era mi contacto, en ninguna parte me esperaban” (El dedo: 207). Tras la partida del Mono, Juancho parece escindirse completamente, fantasea con la muerte de su hermano (la teme, pero también la desea) y el Gordo quiere morir, la tristeza lo abruma. Claudia interviene para asegurarse de que Juancho no dejará morir su hermano: “El gordo no quiere vivir más, le dije [...] la muerte siempre es una buena salida, le dije, y se me fue la respiración [...] No te angusties, lo que debes hacer es tratar de devolverle las ganas de vivir, dijo” (El dedo: 225). “Fue Claudia quien me hizo pensar en la posibilidad de llevar al Gordo a algún lugar del campo en donde pudiera olvidar esos miedos que lo perseguían y lo hicieron desear la muerte” (El dedo: 226). Ella misma consigue la finca: “Se pueden quedar el tiempo que les provoque, me dijo y también me entregó un mapa dibujado a mano. En ese momento ocurría algo muy importante en mi vida, Claudia me daba las instrucciones para la tarea de devolverle al Gordo las ganas de vivir” ( El dedo: 232). Pero ir a la finca con el Gordo, salvarle la vida, excluye su compromiso con la revolución maoísta. “Al irme con el Gordo para la montaña soltaba la punta del lazo de los maoístas y me dejaba caer en el abismo de la falta de compromiso con una causa todavía confusa y lejana” (El dedo: 240), “apareció el dedo índice de Mao [...] había llegado el momento de cobrarme mi indecisión, Primero está el Gordo, pensaba yo, pero de nada valía, pues me seguía acosando la idea de que la vida real estuviera lejos de mi hermano” (El dedo: 248). Juancho sigue dividido, dispuesto a renunciar a su yo íntimo, a dejarlo morir; se aleja de la casa donde duerme el Gordo, se pierde en el bosque: “Ya no sabía por dónde regresar y la luna se había cubierto de nubes” (El dedo: 249), y en la fantasía de la muerte de su hermano: “encontraría al Gordo tendido en la cama, sin vida, después de comprobar

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que morirse es como quedarse dormido” (El dedo: 251). Sin embargo, en ese punto se niega a renunciar a su hermano: “Como si estuviera hablándoles a todos los maoístas del mundo dije en voz alta, Mi tarea principal es encontrar el camino de regreso” (El dedo: 250). Este paso hacia la preservación de su yo íntimo, ha sido precedido por una ensoñación con visos de realidad de la experiencia revolucionaria en la vida de sus amigos. En el camino a la finca ha visto sus cuerpos estragados: “Qué pasará con Edgardo [...] De dónde saldrá la bala que lo matará” (El dedo: 240). “Más arriba nos esperaba Saldarriaga [...] sólo le vi un lado de la cara porque el otro estaba reservado para un disparo en el ojo, Cuántos años faltarán para saber el destino de este seminarista bueno que siempre está listo para atender sin chistar los llamados de la muerte” (El dedo: 241). Y a Alfonso “quién lo convencerá de dejar la ciudad para convertirse en héroe [...] Quién rescatará su cuerpo y le tenderá encima la bandera roja con la estrella de cinco puntas” ( El dedo: 240). Juan Carlos dispararía contra su propio hermano, “quién le va a recortar las uñas de los pies a Jorge antes de acostarlo en un cajón” (El dedo: 242). Confirmando lo que Claudia y Juancho habían dicho cuando el Mono tomó la decisión de irse: “Claudia y yo salimos del colegio convencidos del sacrificio inútil del Mono” (El dedo: 216), también el Mono aparece en su imaginación del futuro, que el lector acepta como prolepsis: ¿Cuánto tiempo faltará para que los caballos del grupo de rescate pisen sus manos gruesas y los jinetes confundan su cuerpo moribundo con un tronco caído en medio de la lluvia? Tal vez no era el Mono camuflado entre la niebla quien me llamaba en el camino, ojalá no vaya a ser el protagonista de esa historia de sangre y de dolor (El dedo: 242). El revolucionario, como se ha dicho, renuncia al placer y demás manifestaciones de individualidad que el maoísmo rechaza, o en todo caso las pierde en la experiencia revolucionaria. Se pierde la vida o se retorna sin vitalidad. Antes de irse al monte, Maru “era una persona fuera de lo común, alegre y habladora” (El dedo: 50); “era generosa con sus invitados y se reía con todo su cuerpo” (El dedo: 70); su sexualidad era espléndida “a pesar de la música escuchamos los gemidos y luego los gritos que salían del cuarto de Maru” (El dedo: 71). Pero, en la visión de Juancho, ella retorna desfallecida: “vi pasar a Maru con su ingeniero de regreso a Medellín. Iban cansados, habían envejecido y caminaban despacio apoyados el uno en el otro. Pensé que sus gritos en los momentos de sexo ahora serían leves quejidos” (El dedo: 240). Hacia el final de la novela, las dos dimensiones en que ha sido dividido su yo son jaladas por impulsos de muerte: divisa el fracaso del proyecto político y atestigua el abandono de su hermano a instancias de la tristeza. Su hermano ya no ríe; llora y duerme, y “morirse es como quedarse

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dormido” (El dedo: 251). Pero en medio de tanta pulsión negativa, Juancho opta por la vida de su hermano, es decir, por la preservación de todo lo que implica la preminencia de su intimidad y su individualidad. Recuerda que el Gordo a sus veinte años había visto muchas veces apagarse la luz del mundo detrás de su ventana de la sala. Por allí bajaba el agua después de recorrer las calles de Manrique, traía basuras, muñecas desnudas, sombrillas viejas, sombreros de cura, zapatos de mujer, cosas que sugerían historias ajenas pasaban frente a sus ojos en esos días mojados y tristes (El dedo: 244). Y señala, a renglón seguido, que “después de las tempestades el mundo volvía a empezar” (El dedo: 244). Claudia, es decir, el amor, como se ha señalado, ha sido artífice de este renacer que se insinúa: “Claudia me daba las instrucciones para la tarea de devolverle al Gordo las ganas de vivir” ( El dedo: 232).

Debilitamiento del héroe y de la metafísica revolucionaria El proyecto heroico revolucionario maoísta representado en El dedo índice de Mao encaja en la “lógica de lo heroico” descrita por Pedrosa. El héroe, “penetrador del espacio más estrecho y del espacio más ancho” debe llegar más allá de donde llega el común de los mortales, debe ser sobrehumano y, en el caso de la novela, renunciar a facetas de su humanidad que puedan impedirle dicha penetración. Así realizaría “la conquista del bien no limitado”, en este caso, el poder, para efectuar la restitución o donación al pueblo. Esto lo haría devenir “héroe donador”, por lo cual recibiría su estatus, con los consiguientes “honor, fama o reconocimiento de carisma” (Pedrosa, 2003). Esta búsqueda define al héroe en su faceta narcisista: “héroe, ese eterno, donde el narcisismo impone su marca a todos los deseos, preso de la pasión del amor propio” (Ramos, 2004: 226). Juancho también lo señala: “su narración [...] empezó a parecerme repetida, llena de tipos valientes con ganas de suicidarse para ganarse el derecho de bautizar un auditorio de la universidad con sus nombres” (El dedo: 92). Al lado de las aspiraciones filantrópicas, el héroe es movido por una aspiración al reconocimiento de tipo narcisista y de data medieval. La honra es un valor medieval central en la definición de la hombría, se refiere a la trascendencia del hombre, del caballero, a través de sus actos notables, actos que conducen a que sus contemporáneos y las generaciones siguientes hablen bien de él. Una de las vías para alcanzar una honra bien ganada es el heroísmo, el riesgo, la aventura. Asumir el riesgo, enfrentar la muerte, serían las garantías del buen nombre, de la trascendencia. Esto se puede rastrear en buena parte de la literatura medieval, de la ficción a los libros ejemplares y los diarios; del Libro del caballero

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Zifar al Libro de los ejemplos del Conde Lucanor y a los Diarios de Colón. Por ejemplo, Todorov, en su análisis de los diarios de Colón, se refiere a la honra asociada a la riqueza, la aventura, el descubrimiento, el dominio sobre otros, la valentía para enfrentar peligros (Todorov, 2007). En cualquier caso, el reconocimiento de la honra, la trascendencia a través de acciones heroicas, el reconocimiento del estatuto heroico son posteriores al sufrimiento, en las estructuras de la narrativa heroica, o posteriores a la muerte, si se revisan los itinerarios de los héroes de la cultura: “para que el héroe perviva en el imaginario popular es preciso que muera prematuramente […] cuanto más trágica y dolorosa es su muerte, más se agiganta su perfil heroico” (Bauzá, 2007: 171). El partido se vale de la vocación altruista de los jóvenes y de su narcisismo para empeñarlos en la fantasía heroica. El reconocimiento heroico lo recibiría el partido, el sacrificio lo pondrían lo jóvenes. Juancho, en su narración, revela su percepción del partido, distante y prepotente, artilugio que se erige sagrado en el vacío de Dios: “Lo del partido era una cosa más seria de lo que pensé en un principio. Algo así como un Ser Superior con el poder de acosar a la gente para dejar la universidad y comprometerse a fondo con las masas” (El dedo: 201); “los jefes parecen dioses y todos aceptan sus órdenes sin chistar” (El dedo: 201); “¿Qué clase de partido es ese que manda a su gente engañada a la casa del enemigo?” (El dedo: 216). Partido distante, en especial, de la dimensión humana de sus integrantes: Ningún jefe del partido estaba presente [...] Todos estaban profundos a esa hora, demasiado dormidos para ver el momento en que Rubi le entregó la chaqueta y la gorra hecha en casa, o para presenciar el beso de despedida de ellos y los abrazos para Claudia y para mí. Por fortuna no hubo testigos de nuestra tristeza. Así se fue el Mono. Apenas amanecía (El dedo: 209). La crítica al funcionamiento del partido, desde luego, es una crítica a su pensamiento metafísico. Deja ver la prepotencia del saber marxista, en el sentido de Sloterdijk: “compuesto de teoría emancipadora y cosificadora” (Sloterdijk, 2003: 159), “un dictado demasiado estricto de la «línea correcta» que «siempre ha dicho a la conciencia de las masas: “soy tu señor y tu libertador, no tendrás otro libertador aparte de mí. Cualquier otra libertad que tú te procures en otra parte es una desviación pequeño-burguesa”» (Sloterdijk, 2003: 160). La prepotencia metafísica de ese proyecto lo hace excluyente. Vattimo anota, interpretando a Benjamin 22, que la revolución no restituye toda la historia que ha sido excluida, “es, ahora, el derecho de una nueva fuerza que se actualiza a través de nuevos actos de exclusión” (Vattimo, 1990: 24) y añade que “el acercamiento dialéctico al problema

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Tesis de filosofía de la historia.

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de la alienación y de la «reapropiación» se encuentra ligado por una profunda complicidad a la misma alienación que debería combatir” (Vattimo, 1990: 26). Juancho nota la estrechez de la estructura y alude a ella con sarcasmo: “unos cuantos se quedaron parados en la parte de atrás como si vigilaran que nadie se les fuera a salir del salón” ( El dedo: 49). Una estructura que se pretende sólida, que procura eliminar las fisuras de la individualidad, una ideología cerrada. Como forma ideológica, cosificada, el pensamiento revolucionario metafísico se presenta con la apariencia de verdad única y última. En este sentido, Sloterdijk define la ideología como “error adherido a los propios fundamentos de la vida, obstinado y sistemático”; Adorno se refiere a ella en tanto «‘no verdad’, conciencia falsa, mentira» (1962*: 55) y Vattimo añade que “la ideología no es sólo el pensamiento falso […] disfraza la verdad por ser un pensamiento parcial” (Vattimo, 1990: 21). En El dedo índice se representa esa falsedad, o al menos esa propuesta emancipadora y cosificadora. Se muestra cómo la revolución maoísta no solo no restituye la historia, o las historias, sino que pretende borrar la historia personal y convertirse en el único sentido de la existencia. Sloterdijk explica el sentido de la renuncia: “quien actúa como revolucionario profesional, es decir, como empleado de un banco de ira, no expresa tensiones propias, sino que obedece a un plan prestablecido” (Sloterdijk, 2010: 81). Juancho desea “comprometerse con la historia”, pero esto no le impide observar, imaginar y referirse con distanciamiento, incluso con sarcasmo, a los ideales, gestos y aspiraciones heroicas de quienes están involucrados en el proyecto revolucionario. Su mirada desde afuera, afín a la de Claudia y diferente de la del Mono, se lo permite. Heroísmo y revolución en A cierto lado de la sangre (1991) El problema de los estudiantes universitarios que abandonan la vida estudiantil para llevar la visión política maoísta al campo ya había sido abordado por Juan Diego Mejía en su primera novela, A cierto lado de la sangre (1991). Al ponerlas en relación es como si la vida de un mismo personaje se hubiera bifurcado en el momento en que tomó una decisión: irse o no irse al campo. Sin embargo, desde las dos orillas, se formula una postura ética común: la revolución tiene un costo muy alto. Al final lo que le queda a Sebastián, protagonista de A cierto lado de la sangre, quien abandonó la universidad por la causa, como habría podido hacer Juancho, es un vacío enorme y oscuro, como si algo en él hubiera muerto (pérdida de vitalidad o de plenitud íntima, como se ha mostrado respecto a Maru). De otro lado, Juancho sospecha que ese es el desenlace sin haberlo vivido: vislumbra la muerte física de sus amigos o su pérdida de energía vital, de energía sexual, incluso.

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La variación en la decisión entre los dos personajes es el paso de un lado al otro de la sangre: “Cuando ha caído la sangre que uno quiso, entonces habrá que hacerse en algún extremo de la mancha y pensar que siempre estaremos a cierto lado de la sangre” (A cierto lado: 164). Están implicados la venganza, así sea en forma de ira justiciera, de un lado –la revolución, como ha señalado Sloterdijk, es un “banco de ira” (Sloterdijk, 2010: 79-83) –, o el perdón, la compasión y la autocompasión, del otro. Cierto lado es el de la revolución que se vive y se asume en sus estragos, otro lado es el de una mirada menos heroica del papel del hombre y la mujer frente a su contexto social. En todo caso, en A cierto lado de la sangre ya se comparte la percepción de cómo la entrega ciega a la causa revolucionaria, es decir, la entrega que no hace concesiones a la vida personal, termina anulando el mundo interior y la vida amorosa y familiar. Esta novela también se distancia del ideal revolucionario, también deja ver las mellas que hace sobre la vida personal (Sebastián es abandonado por su familia), y sobre la continuidad de la vida (Nacho, su amigo, es asesinado). Igualmente, se señala el alto grado de idealización de los jóvenes universitarios ante el proyecto revolucionario maoísta: “una vieja imagen de lo que yo pensaba era la revolución: soles rojos, llanuras quemadas, hombres dispuestos a todo” (A cierto lado: 118); el altruismo: “mi libro de poemas de Miguel Hernández todavía marcado en la página de Me llamo Barro aunque Miguel me llame” (A cierto lado: 124), la prepotencia del partido: “el día que nos llegó la orden de abandonar la universidad” (A cierto lado: 13). Aquí, sin embargo, a diferencia del ascetismo pretendido por el Mono, los personajes involucrados en el proyecto maoísta de formación de bases campesinas no niegan el miedo. Nacho, el amigo y compañero de lucha de Sebastián, le escribe: “Y tú, Sebastián, tal vez harás un gesto de comprensión, porque ambos hemos conocido el miedo” (A cierto lado: 44). En todo caso, Juancho también refiere las mascaradas del miedo de los revolucionarios: “El Mono hablaba [de un enfrentamiento con la policía] y yo veía pasar la película de una guerra en la que todos gritaban para ahogar el miedo” (El dedo: 92). El ideal heroico, que se debilita mediante el sarcasmo en El dedo índice de Mao, en A cierto lado de la sangre se debilita mediante la puesta en escena de la vida cotidiana: “De repente volvíamos a ser los de antes, sin la carga del heroísmo, simplemente los amigos que caminan por el campo, sin más compromiso que el disfrute de la vida, pero cuando llegamos al pastizal ya la noche se había empezado a cerrar y entonces ambos sentimos miedo” (A cierto lado: 125). Se muestra la oposición entre compromiso revolucionario y disfrute de la vida, y cuando la noche se cierra, se cierran sus opciones: no pueden optar, solo les queda el miedo. Les quedan el miedo y la soledad, así como lo postula Bauzá: “Un aspecto sugestivo de la condición heroica es que estos seres están condenados a

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la soledad” (Bauzá, 2007: 118). A cierto lado de la sangre deja constatarlo: “me esperaba una casa vacía y oscura, habitada solo por el olor de vejez de Eligio” (A cierto lado: 8). Heroísmo y posmodernidad Lyotard plantea que con la incredulidad frente a los metarrelatos, el héroe pierde “los grandes peligros, los grandes periplos y el gran propósito” (Lyotard, 1991: 5), por tanto, las identificaciones con los grandes nombres, los héroes de la historia actual, se hacen más difíciles (Lyotard, 1991: 16). A pesar de esto, se puede seguir la trayectoria del héroe tanto en proyectos políticos actuales, así sean anacrónicos, como en piezas narrativas, entre las cuales las más visibles son algunas películas de Hollywood. Permanencia que subraya, sin duda, cierta aceptación social del pensamiento fuerte y del narcisismo, que siguen enlazando con el deseo heroico. No obstante, a pesar de su vigencia en el imaginario revolucionario, en los fundamentalismos y también en la narrativa hollywoodense, el héroe es una figura agonizante, volcada a su caducidad. Eligio, como ejemplo, representa la pretensión heroica revolucionaria caduca; la revolución que encarna es una vieja, perdida: “es un viejo a punto de derrumbarse por el peso de tantos recuerdos, con su mínima existencia, limitado a toser conteniendo el eco” (A cierto lado: 161). Aun así su presencia es una atadura, le impide a Sebastián marcharse al encuentro con su familia: a veces se duerme por ahí sentado en cualquier rincón, entonces siento deseos de caminar en las puntas de mis pies para no ser oído cuando pase junto a él hasta la puerta […] y correr sin detenerme hasta la estación justo en el momento en que pasara un tren silencioso y clandestino que me llevara lejos de esta zona, a un lugar cerca de Mariana [compañera de Sebastián y madre de su hija, Paula], donde fuera posible empezar otra historia (A cierto lado: 162). La prepotencia, así sea caduca, del paradigma heroico revolucionario despoja de la posibilidad de otra historia. El heroísmo excluye, de un lado, como ya se ha mostrado, la historia personal, la individualidad, la vida íntima y todo lo que esté por fuera de la ideología, con su preponderancia de lo racional, y, de otro, la posibilidad de diálogo y de devenir otro, de tener otra historia. El discurso heroico es monológico puesto que el héroe posee la verdad. La anulación de la posibilidad de discurrir también explica la vocación de muerte del héroe. Bauzá hace notar que “al morir joven, el héroe se marcha […] sin que hayan podido opacarse sus ideales” (Bauzá, 2007: 171), de modo que el brillo de estos, su fortaleza, radica, en gran medida, en que no ha habido tiempo de controvertirlos o incluso de confrontarlos con la vida cotidiana.

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En las obras de Juan Diego Mejía, la representación de la muerte como destino del héroe juega un papel diferente: no reviste al héroe de aureolas, no le concede la inmortalidad de quien tiene la verdad y hace lo justo (si bien sí le concede la entereza de la intención filantrópica a personajes como el Mono y Nacho), sino que desnuda su caducidad y el sinsentido de su sacrificio. Al quedar el héroe desprovisto de la ilusión de trascendencia, se erosiona el ideal revolucionario maoísta. El héroe fallido es vehículo de la estética débil. Nacho tanto como el Mono. Sebastián tanto como Maru. Y Juancho tanto como todos ellos, los vivos y los muertos, puesto que el hilo que lo conecta con su yo íntimo llega a debilitarse, pero no se quiebra, y eso lo aparta del rebaño de los sacrificados. Así, tanto El dedo índice de Mao como A cierto lado de la sangre basan su forma estética, más que en el heroísmo, en su cuestionamiento en relación con el funcionamiento ideológico del partido, la lógica que conduce al heroísmo mismo (el deseo de trascender, la búsqueda todavía medieval de honra), la definición heroica de la masculinidad y el carácter excluyente del discurso revolucionario. Adicionalmente, el reconocimiento, rescate y valoración del Gordo, como personaje, desde luego, y como símbolo de la interioridad de Juancho, incluso de su inconsciente o de su alma, debilita el preconcepto moderno de racionalidad. El amor de Claudia mantiene vivas y desradicalizadas las opciones de Juancho. La no anulación del yo más íntimo participa de la erosión de una pretendida masculinidad fuerte y heroica. Vattimo destaca el papel en el debilitamiento del ser de la teoría psicoanalítica y su baluarte, el inconsciente: “la transición del sujeto de Descartes al sujeto de Freud es también una forma de debilitación. Freud mismo llamó al psicoanálisis una herida al narcisismo del sujeto” (Vattimo, 2002b: 43).

Crítica débil, revuelta y utopía Pouliquen sitúa el pensamiento débil en el marco de lo que denomina “una nueva utopía” y lo asocia al concepto de «revuelta» de Julia Kristeva. Desde luego que no se trataría de una utopía o una revuelta que impliquen violencia ni imposición de algún nuevo paradigma. El valor de las experiencias revuelta es, en palabras de Kristeva, “que tienen quizá alguna posibilidad de mantener viva nuestra vida interior: ese espacio psíquico que llaman alma y que es sin duda la cara oculta, la fuente invisible e indispensable de lo Bello” (Kristeva, 1998: 24-25). También se espera la supervivencia del pensamiento y el lazo social, pero esto, dentro del reconocimiento de que las contradicciones del pensamiento y de la sociedad son permanentes, insolubles (Kristeva, 1998: 243).

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Es en este sentido, ante las resistencias desde la política y la filosofía frente a la expresión ‘pensamiento débil’ o ante el concepto mismo, que Vattimo y Rovatti aclaran que la «debilidad» del pensamiento no debe ser entendida como una abdicación ni como una apología indirecta del orden imperante (Vattimo & Rovatti: 15). Vattimo enfatiza: “El pensamiento débil no es una aceptación resignada de lo que existe, es el principio de la negación de la rigidez de lo que existe” (Vattimo, 2002b: 61), y amplía: “Yo sé que predicar la debilitación parece demasiado poco para promocionar una acción de transformación política. A mí me parece que se necesita esto para producir transformaciones sociales que no corran el riesgo de volverse nuevas formas de poder absoluto” (Vattimo, 2002b: 62). Calvino también establece la distinción con un concepto afín, la levedad: “Existe una levedad del pensar, así como todos sabemos que existe una levedad de lo frívolo; más aun, la levedad del pensar puede hacernos parecer pesada y opaca la frivolidad” (El dedo: Calvino, 1998: 25). Es decir, la levedad y la debilidad no aluden a las actitudes light, conformistas y que consisten en acomodarse acríticamente a los contextos. Ser débil es caminar mientras otros caminan, hacer audibles los propios pasos, de modo que den cuenta de una existencia, sin impedir que se escuchen los ajenos, las existencias ajenas. La particularidad del pensamiento débil es que cuestiona las salidas fuertes y autoritarias, pero mantiene aperturas hacia búsquedas débiles de otras salidas, como el pensamiento en revuelta de Julia Kristeva, las utopías intersticiales de Maffesoli, las pequeñas resistencias de Noguerol, que se expresan estéticamente por sí mismas o tienen como correlatos estéticos la propuesta de levedad de Calvino, el narrador débil de Piglia, el silencio de Sontag, lo imposible, lo sublime, etc. Juan Diego Mejía señala su tránsito de una posición estética más fuerte a una más débil, puesto que él mismo fue maoísta y se fue al campo en los años setenta sin haber terminado la carrera: “Tenía ese ideal presente y ese ideal retardó mi llegada a la literatura porque yo quería ser un hombre de acción antes que un hombre de reflexión; pero la vida me llevó a estrellarme con esa realidad y aceptar la muerte de ese proyecto político que estaba en mi cabeza” (Escobar, 2012). De esta experiencia emergen A cierto lado de la sangre de un modo más autobiográfico y El dedo índice de Mao, elaborada con mayor distancia frente a su experiencia, desde un pacto autoficcional. Las búsquedas literarias del escritor, posteriores a sus búsquedas por la vía del maoísmo, dejan ver la configuración de su postura estética débil y su propia percepción del alcance de la revuelta: Para los años 80, ya era otra persona, ya había aceptado que si quería cambiar el mundo, el máximo alcance que podía tener esa idea era cambiar mi entorno, era luchar por la felicidad de mi familia. Tener unos principios éticos y hacerlos evidentes en mi

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entorno. Así fue como emprendí el trabajo literario, después de haber pasado por una gran decepción y haber caído en un principio de realidad que me fue demostrando ese imposible: cambiar el mundo como yo estaba pensando que iba a cambiar. Por lo tanto, mis primeras obras fueron sublimando ese deseo que tuve; traté que en mis obras se viera esa lucha (Escobar V., 2012). En sus obras, el cuestionamiento del ideal revolucionario heroico no niega la necesidad de la revolución, por el contrario, pone en evidencia las injusticias del mundo que amenazan la existencia de los personajes tanto como la vía revolucionaria. Se represente un entorno hostil, caracterizado por el abuso de poder, la corrupción, la dominación, el autoritarismo, las dificultades de subsistencia en el sistema capitalista. De hecho, en un sentido más amplio, la dicotomía que enfrenta Juancho es entre la política, deber con el pueblo –en todo caso, reducida a la concepción heroica revolucionaria–, y la vida cotidiana que incluye las expectativas de progreso asociadas a la formación universitaria, así como las necesidades económicas del día a día, que tiñen también este polo de imperativo: deber con la familia y pérdida de libertad. Además de sentirse responsable por su hermano, tras la muerte de su padre, Juancho asume la responsabilidad de ser ‘el hombre de la casa’, es decir, el proveedor para su familia: “Todos esos meses ella [la mamá de Juancho] estuvo midiendo centavo a centavo los gastos de la casa y trató de estirar los recursos hasta cuando alguno de nosotros empezara a trabajar, pero por esos días yo sólo aspiraba a entrar en la orden de Mao donde están prohibidas las soluciones individualistas”. Sin embargo, más adelante, Juancho opta por el otro imperativo: “Había llegado el momento de pensar en trabajar para sostener la casa. Mao podría esperar” (El dedo: 158). El Mono, apegado al deber ser revolucionario, sanciona la decisión: “Al Mono no le gustó mucho la noticia de mi trabajo, pues según él uno debería estar disponible las veinticuatro horas del día para las tareas de la revolución, Ésa es una decisión incorrecta desde el punto de vista de la política, compañero, me dijo” (El dedo: 161). Ni las obligaciones ni las aspiraciones individuales son admisibles: “Los maoístas no se permiten sueños pequeñoburgueses. Para ellos el progreso no tiene nada que ver con el arribismo individual” (El dedo: 193). Así como la revolución jala hacia sí y excluye lo que no se oriente hacia ella, la descripción de la vida de Juancho, insertado en el sistema, como trabajador, también deja ver la pérdida de libertad, esta vez por cuenta de las condiciones laborales: Me empezaba a preocupar la explotación del hombre por el hombre porque ya tenía en el mío un caso concreto para analizar. En el colegio me pagaban muy poquito y con eso no alcanzaba para comprar mercado, ropa, medicinas, servicios públicos,

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transporte, mucho menos para cine, cerveza o para comer en la calle con mis amigos. Claudia me animó a pedir más horas [...] fui donde la directora del colegio decidido a exponerle mi situación de fuerza de trabajo disponible, Haga conmigo lo que quiera, Mrs. Jackie, le diría (El dedo: 186). Lo que se describe es un círculo vicioso: la revolución no permite la vida; la supervivencia hace notar la urgencia de la revolución. La plenitud solamente se puede plantear como utopía. No obstante, su permanencia en el statu quo no es signo de conformidad, simplemente es la opción que le permite conservar la vida íntima. Se sigue aspirando a la utopía, aunque sus alcances tiendan a debilitarse. Utopía: búsqueda de un locus amoenus Tanto en A cierto lado de la sangre como en El dedo índice de Mao los protagonistas persiguen una meta para compartir con sus seres queridos. Se trata de un locus amoenus ubicado en el futuro. Hay, por tanto, una búsqueda de otro lugar, un mejor sitio para vivir. Pero ese lugar no existe, no se logra alcanzar en el presente, a pesar del alto costo de su búsqueda, como es el caso en A cierto lado de la sangre. En esta novela la casa anhelada es el símbolo de la utopía revolucionaria, de la revolución deseada, sufrida, no lograda pero, aún, esperada: “Imaginé muy cerca un río limpio y ancho donde podría cumplir la promesa que le hice a Nacho de construir la casa grande que ya le había descrito y pintado muchas veces en las servilletas del café Versalles” (A cierto lado: 9); “Nacho me hizo prometerle que construiría un rancho fuerte, a prueba de inviernos” (A cierto lado: 9); “una casa enorme hecha de madera fuerte traída de la sierra, donde viviríamos Mariana y yo con quienes nacieran o llegaran después, que serían bienvenidos y para todos habría espacio y comida, al tiempo que podrían ser testigos del respeto de la gente hacia nosotros” (A cierto lado: 160). Pero el sueño se frustra, el proyecto fracasa: “para nuestra desfortuna el polvo de verano y las lluvias de tantos inviernos terminaron por borrar de nuestro horizonte esos sueños” (A cierto lado: 160), luego viene la partida de Mariana: “estoy seguro de que Mariana se fue de mi lado sólo cuando comprendió que todas las oportunidades se habían acabado para nosotros en esta zona” (A cierto lado: 159). A pesar de que, en lugar de la casa anhelada, lo que le queda a Sebastián es “una casa vacía y oscura” (A cierto lado: 8), él no renuncia a la utopía: “A un extremo de la zona, en días claros, se ve la nieve de la sierra. Allá hay bosques inmensos con los que podrían construirse ciudades enteras. Yo sólo necesito demostrar que no he muerto. Voy a levantar la casa como le prometí a Mariana” ( A cierto lado: 163). No renuncia al sueño porque la promesa que lo ata va más allá de la palabra

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empeñada. Él todavía cree en la salida política maoísta. En palabras de Juan Diego Mejía, “algo muy religioso lo ata a la zona” (Escobar V., 2012). Si bien esto religioso puede aludir al mismo dogma que mueve al Mono e implicar, igualmente, sufrimiento como sacrificio heroico, Sebastián no renuncia a su dimensión íntima; aspira a recuperar a su familia, prepara la justificación a la hija por su ausencia: “No me fui con ellas a la ciudad porque aquí había una historia que no podíamos dejar olvidada” (A cierto lado: 164). Se muestra la vida de Sebastián, devastada por el rumbo revolucionario que dio a su vida, pero también se muestra la gente a su alrededor, en espera del cambio. La utopía queda abierta. La utopía también toma la forma de locus amoenus en El dedo índice de Mao. El lugar anhelado, de nuevo, es para otro, para el Gordo. Juancho sueña con un carro para llevar a su hermano al afuera, libre de los riesgos que el afuera implica: “Ahora podés escoger entre todos los modelos de tu cuarto [...] no te preocupés por el precio, sólo pensá en cuál te gustaría salir a pasear y algún día se te va a cumplir el deseo” (El dedo: 176-177). “Mejor vas tranquilo a mi lado, o sentado atrás en el volvo donde podrías sentir el viento y el sol, rodaríamos por las calles tranquilos, vos sólo te dejarías llevar como si fueras el rey de la ciudad” (El dedo: 176). “El Gordo tendría ventanas para mirar el paisaje y si quisiera se podría acostar a mirar el cielo mientras yo conduciría por la carretera” (El dedo: 211). Este locus, a diferencia del anterior 23, es móvil, leve, implica devenir más que permanencia, es débil, está orientado precisamente a eliminar las fisuras del yo fragmentado por el mandato revolucionario, a quebrar los límites entre el adentro y el afuera sin que el yo íntimo peligre. En realidad, El dedo índice de Mao queda abierta a una doble utopía: la integridad del yo y la transformación social. La misión inmediata de Juancho es cuidar su yo íntimo, simbolizado en El Gordo, ese que teme al afuera, ese que acalla la ideología, ese que desconoce los alcances de su propia fuerza: “esa fuerza tuya, Gordo, que no usás para defenderte. Algún día vas a sacar el brazo derecho para empujar duro las caras burlonas y acosadoras” (El dedo: 13). Un yo tonto que protege del heroísmo, un yo para el que la muerte es como quedarse dormido y no el resultado de disparos en el rostro: “Vos tenés que cuidar a tu hermano, Juanchito, me había dicho [el Mono] como para calmarme cuando se dio cuenta de mi tristeza. Ésa era mi misión” (El dedo: 207). En El dedo índice de Mao también se hace referencia, aunque de un modo más bien marginal, a una casa anhelada, el locus amoenus de la madre, que el Gordo adopta como propio y que se asemeja un tanto más a la utopía de A cierto lado de la sangre: “Desde hacía unos días soñaba con un paisaje de montaña grabado en su memoria […] un sitio muy frío cubierto de neblina […] Cuando el Gordo la oyó hablar de ese lugar se interesó y me dijo que le gustaría ir […] un lugar donde los policías no requisaran ni pidieran los documentos de identidad en la calle. Le prometí llevarlo” (213). 23

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No obstante, la definición de la misión de Juancho no careció de incertidumbre ni para el personaje, que duda hasta las últimas líneas, ni para el autor: “en una versión yo maté a mi hermano y no pude con la culpa y tuve que cambiar el final de la novela” (Escobar V., 2012), cuenta Juan Diego Mejía. Finalmente, Juancho opta por su íntimo, su hermano no muere 24. Su supervivencia evita que Juancho se arroje a la respuesta metafísica, incluso trágica del heroísmo: la lucha o la muerte. La revolución de afuera es incierta y peligrosa, otra revolución se espera adentro. La revolución maoísta se descarta; pero la necesidad de la revolución sigue latiendo en los poemas de Miguel Hernández; una revolución otra, por venir. La revolución se entrega a quien tiene la moral más débil: el artista: «“Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran”, y el Gordo, confiado, de nuevo cerró los ojos”», así termina la novela, abierta, débilmente, a la utopía.

El final es ambiguo puesto que para el Gordo morir es como quedarse dormido y al final de la novela él cierra los ojos, aun así no parece razonable que, después de la decisión de Juancho de enfrentar el dedo índice y retornar en búsqueda de su hermano, este sea entregado a la muerte. 24

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3. Autoficción: volcamiento y distanciamiento en la obra de Juan Diego Mejía En su obra, Juan Diego Mejía recrea un mundo ficcional con notables semejanzas respecto a su propia vida, nutrido por ella, narrado en primera persona y con marcas nominales y referenciales que generan entrecruzamientos de su trayectoria biográfica y la del narrador-protagonista que atraviesa toda su obra. Este es simultáneamente uno, por cuanto conserva algunos rasgos identitarios, como nombre, apellido, oficio, opciones de vida, voz y sensibilidad narrativas, y múltiple: discurre desde diferentes edades y hay variaciones en su trayectoria, por ejemplo, es hijo único en El cine era mejor que la vida y tiene un hermano en El dedo índice de Mao. Aunque, de una novela a otra, los personajes que lo rodean no son siempre los mismos, también se presentan guiños que refieren continuidades de personajes o circunstancias. Así, en Era lunes cuando cayó del cielo Mariana es el nombre de la esposa de Mejía, como también el de la compañera de Sebastián en A cierto lado de la sangre. Igualmente, en esta novela se refrendan eventos narrados en novelas anteriores, como la muerte del padre del protagonista en Venezuela, aludida en El dedo índice de Mao; el accidente de Camila en Camila Todoslosfuegos, o el recuerdo nostálgico por la partida del primo Alonso, que se había narrado como presente en El cine era mejor que la vida. Esta articulación de cierta multiplicidad del yo y cierta continuidad de la voz narrativa y de algunos referentes, así como la identidad nominal entre autor, narrador y personaje (excepto en A cierto lado de la sangre), permiten reconocer rasgos del pacto ambiguo en toda su obra y específicamente de la autoficción en la mayor parte de ella. De hecho, el autor reconoce la presencia en su escritura de fuerzas de volcamiento autobiográfico y de distanciamiento artístico. Junto con esta ambigüedad entre lo autobiográfico y la invención literaria, que en sí misma desestructura la noción de verdad biográfica, opera a lo largo de su obra un debilitamiento de la pretensión realista de objetividad. Se establecen en su narración continuidades entre lo factual y lo percibido, vida y recuerdo, memoria e imaginación, de modo tal que la subjetivación de la realidad se acepta como una versión válida, a pesar de que el lector está avisado de que eso que se narra no le consta al narrador, sino que es apenas lo que él cree, lo que recuerda, lo que percibe o imagina. El autor ofrece, y el lector acepta, una interpretación del mundo y de la experiencia que se hace de este, sin la angustia de una verdad más sólida. Este punto de vista narrativo es afín a la estética y el pensamiento débiles, como se ve en la propuesta de Vattimo:

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Necesitamos rememorar el sentido del ser y reconocer que este sentido es la disolución del principio de realidad en la multiplicidad de las interpretaciones, precisamente para ser capaces de vivir sin neurosis la experiencia de esta disolución, escapando a la recurrente tentación de ‘retornar’ a un más fuerte (más asegurador y a la vez más amenazante y autoritario) sentido de lo real (Vattimo, 2004: 36).

Autoficción y pacto ambiguo El punto de partida para que emergiera la noción de autoficción se le atribuye a Lejeune, en Le pacte autobiographique (1975), quien llamó la atención sobre la posibilidad de que el protagonista de una novela tuviera el mismo nombre de su autor; sin embargo, no ofreció ningún ejemplo, no desarrolló los alcances de esa posibilidad ni le puso nombre 25. El término se debe a Serge Doubrovsky, quien lo empleó en la contracubierta de Fils (1977). Sobre los alcances de su aporte hay posiciones encontradas: Amícola considera que lo hizo “de modo marginal y casi por azar” (Amícola, 2009: 185). Villena, por el contrario, encuentra en su puesta en relación de la biografía con el acto de escritura un fundamento ético-estético central: “Doubrovsky identificaba la autoficción como una subversión del paradigma referencialista que apuntalaba convencionalmente el discurso (auto)biográfico” (Villena, 2005: 41). Alberca, el crítico y teórico de la autoficción más reconocido del ámbito hispanoparlante, acepta el término ‘autoficción’ propuesto por Doubrovsky (autofiction, en francés), pero dice que preferiría el de ‘autonovela’ para la lengua española (Alberca, 2005a: 116); también refiere el término ‘factual fictions’ del inglés (Alberca, 2005a: 120). En cuanto a la definición, acoge (y considera canónica) la de Lecarme, para quien la autoficción “es una narración cuyo autor, narrador y protagonista comparten la misma identidad nominal y cuyo título genérico indica que se trata de una novela” (traducido desde Alberca, 2005a: 118). Alberca considera dicha identidad nominal 26, único requisito imprescindible de la autoficción, “signo clave de la propuesta autoficcional sin el cual ésta quedaría sin sentido” 27 (Alberca, 2005a: 118) y enfatiza Su desinterés por la autoficción se hace explícito en el siguiente testimonio: “Confieso que prefiero leer verdaderas novelas en que no tengo que preocuparme del autor, o verdaderas autobiografías en que no me preocupo de la ficción. Prefiero el compromiso a la habilidad, el riesgo al juego” (Alberca, 2004). 25

“La identidad nominal se establece [...] de manera explícita o tácita [...] con el nombre propio en alguna de sus formas [...] o con un nombre propio que remite o que se forma a partir del nombre del autor [...] De manera implícita, la identidad nominal puede ser sugerida o sustituida por algún otro rasgo o faceta de escritor, que permita identificar inequívocamente al autor” (Alberca, 2005a: 119). 26

Dice más adelante: “Otras interpretaciones que tienden a considerar como autoficción cualquier relato novelesco en el que sean reconocibles materiales o contenidos autobiográficos, pero sin ninguna señal que acredite la identidad de autor y de personaje, me parecen demasiado generales y vagas, y de tenerlas en 27

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en que la autoficción “se presenta como novela, es decir como ficción, o sin determinación genérica (nunca como autobiografía o memorias)” y “se caracteriza por tener una apariencia autobiográfica” (Alberca, 2005a: 115). De allí que el pacto con el lector no sea simplemente el novelesco o el autobiográfico, sino uno ambiguo, en el que se toman la identidad autor-narrador-personaje del pacto autobiográfico y la invención de los referentes (referencialidad textual en lugar de referencialidad externa) del pacto novelesco (Alberca, 2005a: 119). A Phillipe Lejeune se le reconoce la distinción entre ambos pactos. Él dice que el pacto autobiográfico “es la promesa de decir la verdad sobre sí mismo. Esto se opone al pacto de ficción” (entrevista con Alberca, 2004). Define la autobiografía como “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual, y, en particular, en la historia de su personalidad” (Lejeune, 1994: 50) y aclara que el pacto autobiográfico diferencia una autobiografía de una novela con contenido autobiográfico 28, pues, en la última, el lector no espera que lo que se le cuenta sea cierto, aunque pueda haber coincidencias entre las vivencias factuales del autor y las atribuidas a un personaje con un nombre diferente (Lejeune, 1994). De otro lado, resalta que lo que define la autobiografía, y la deslinda de la novela, no es la veracidad de los hechos narrados: “una autobiografía no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la dice” (Lejeune, 1994: 234). La distinción, entonces, radica en el pacto, lo que se ofrece respecto a esos hechos y las expectativas que esa oferta genera en el lector. Para Lejeune, mientras en el pacto autobiográfico el autor se compromete a decir la verdad sobre sí tal como él mismo la ve y el lector puede creerle o no; en el pacto de ficción, no tiene sentido que el lector se pregunte si lo que lee es verdadero o no, “nuestra atención no está ya focalizada en el autor, sino sobre el texto y la historia” (entrevista con Alberca, 2004). Esta es la distinción que se hace difusa en el pacto ambiguo, propuesto por Alberca: “una autoficción, aunque es una novela, parece una autobiografía y bien podría ser que lo fuera de verdad, pero también podría ser su simulación, es decir, una pseudoautobiografía o unas memorias ficticias en las que el autor es también personaje” (Alberca, 2005b: 85). De modo que la autoficción “puede camuflar un relato autobiográfico bajo la denominación de novela” o puede pretender que una novela es una autobiografía sin serlo (Alberca, 2005a: 117), con lo cual “transgrede o al menos contraviene por igual el principio de distanciamiento de autor y personaje que rige el pacto novelesco y el principio de veracidad del pacto autobiográfico” (Alberca, 2005a: 116). Lo anterior da a la autoficción un carácter o bien fronterizo o híbrido (Puertas, 2003: 641), o bien, uno en el que cuenta habría que considerar buena autoficciones” (Alberca, 2005: 118).

parte

de

las

novelas

conocidas

como

También diferencia la autobiografía de las memorias y el diario íntimo (pp. 1535). 28

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los dos pactos tienen lugar de modo simultáneo (Diaconu, 2010: 240) o ambiguo 29 (Alberca). Tal ambigüedad ha generado controversias sobre su pertenencia genérica y el papel del lector ante el pacto propuesto. Una primera dificultad se deriva de qué define la autobiografía y qué define la novela: ni la primera se caracteriza porque diga la verdad, como aclara Lejeune, sino porque el autor promete que la dirá; ni la segunda porque diga mentiras, sobre todo si se acepta, con Vargas Llosa, que, uno, “todas las novelas son autobiográficas30” (Vargas Llosa, 1974: 17) y, dos, “las novelas mienten [...] mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es” (Vargas Llosa, 2007: 16). De modo que, como señala Alberca, algunos autores han preferido tomar la autoficción como un aporte a la tradición autobiográfica, entre ellos Doubrovsky y Lecarme 31, mientras que otros la circunscriben claramente al ámbito novelístico, caso de Darrieusecq 32, quien “considera la autoficción como una variante subversiva de novela en 1ª persona” (Alberca, 2005a: 117) y de Colonna33, quien prioriza la tercera función que le atribuye a la autoficción: “el autor se inventa una personalidad y una existencia, conservando su identidad personal, bajo su verdadero nombre34” (Alberca, 2005a: 117-118). Esta ambigüedad, empero, no es exclusiva de la autoficción: “Entre el pacto autobiográfico y el pacto novelesco, hay una gran variedad de formas y estrategias a caballo de estos dos grandes pactos y por tanto una infinidad de posibilidades y grados de ambigüedad” (Alberca, 2005a: 117). Por ejemplo, se puede distinguir, entre autobiografía ficticia o fantástica (una forma de autoficción) y novela autobiográfica (una forma de pacto ambiguo que no se considera autoficción). En la primera hay coincidencia nominal entre autor y personaje, pero no entre la experiencia biográfica de estos, es decir, se trata de una autobiografía simulada o pretendida. En la novela autobiográfica ocurre lo contrario: no hay identidad nominal, pero sí coincidencia de las trayectorias biográficas, es decir, hay un autobiograficismo escondido, “el autor se encarna total o parcialmente en un personaje novelesco, se oculta tras un disfraz ficticio o aprovecha para la trama novelesca su experiencia vital debidamente distanciada mediante una identidad nominal distinta a la suya” (Alberca, 2005a: 116). Igualmente, dentro de la autoficción, se puede hablar de mayor o menor grado de volcamiento de la experiencia biográfica del autor en su obra: de la autoficción biográfica, cotejable con la vida real del escritor; a la autoficción fantástica, que excluye lo biográfico; con punto intermedio en la autobioficción (Alberca, 2007). 29

Esta idea la comparte Juan Diego Mejía: “Mis obras son ficción, aunque hay elementos autobiográficos, como hay en toda novela” (Escobar V., 2012). 30

Alberca refiere el siguiente artículo: Lecarme, Jacques (1994). "Autofiction: un mauvais genre?". En Autofictions & Cie, RITM, 6. Université de Nanterre. 31

Darrieusecq, Marie (1996). "L´autofiction, un genre pas sérieux". En Poétique, 107, septiembre, 369-380. 32

Colonna, Vincent (1988). L´autofiction. Essai sur la fictionalisation de soi en litterature (microfichas nº 5650). Lille, ANRT: 34. 33

Las tres funciones son: referencial-biográfica, “en la que lo imaginario es reducido al máximo por una voluntad de expresar la verdad”; reflexivoespecular, “con fines paródicos, humorísticos o megalómanos” y figurativa o fantástica, la que, según Alberca “mejor cuadra” con la definición que Colonna hace de la autoficción (Alberca, 2005a: 118). Esta definición general, sin embargo, para 34

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Alberca, por su parte, a veces habla de “la indeterminación genérica de la autoficción” (Alberca, 2005a: 116) y en otras ocasiones le reconoce su pertenencia al género novelístico, pese a la ambigüedad del pacto que entraña (Alberca, 2005b: 85). En sintonía con la primera posición, Puertas la considera “un subgénero híbrido” (Puertas, 2003: 641). Sin embargo, solo se podría considerar la ambigüedad un motivo suficiente para atribuir a la autoficción un estatuto diferente al de la novela en la medida en que se redujera la noción de pacto novelesco a la total exclusión de la vida vivida por el autor. Diaconu lo resuelve de un modo más adecuado: ella considera que la autoficción es una forma literaria en la que los pactos son simultáneos (Diaconu, 2010: 240). En cuanto al papel del lector, las posiciones oscilan entre quienes consideran que es lícito indagar en las obras de autoficción por los límites entre lo biográfico y lo ficcional y quienes lo consideran indeseable. De un lado están los que consideran que la autoficción debe leerse como ficción, teniendo en cuenta que hay algún grado de distanciamiento entre el yo personaje y el yo autor, y de otro, a los que les parece posible discernir lo vivido de lo ficcionalizado. Ciertamente, la alusión en primera persona al yo autor, así la referencia sea tan solo nominal, dificulta olvidarse de él y concentrarse exclusivamente en el texto, puesto que ambos están integrados. Por lo tanto, la actitud del lector ante la autoficción no puede ser menos que vacilante: “los lectores pueden, después de vacilar, optar por leerla en clave ficticia, pero sin ninguna seguridad, ya que en principio tampoco están en condición de afirmar que no sea autobiográfica” (Alberca, 2005a: 117). Aun así, desde la perspectiva de Musitano, “develar lo que tiene de verdad la autoficción es no sólo no haber comprendido el estatuto ambiguo del género, sino tampoco tolerar la incertidumbre, es decir, no ser un buen lector de literatura” (Musitano, 2010: 4). Alberca expresa acuerdo con esto: “la autoficción se presenta con plena conciencia del carácter ficcional del yo y, por tanto, aunque allí se hable de la existencia del autor, no tiene sentido, al menos no es prioritario, comprobar la veracidad autobiográfica, ya que el texto propone ésta simultáneamente como ficticia y real”, y añade más adelante: “Es posible que el lector, ya por los datos biográficos que conoce del autor, ya por los que le proporciona el propio texto, tienda a cotejar éstos con aquéllos y a equivocarse doblemente, pues nada menos autoficcional, que este tipo de comprobaciones orientadas a anular la ambigüedad de algunos de estos relatos” (Alberca, 2005a: 120). Su posición, sin embargo, no exluye radicalmente la posibilidad de esa pesquisa, simplemente no la estima “prioritaria”; en todo caso, también reconoce que a través de la autoficción, “se alteran los esquemas receptivos y contractuales de la Alberca correspondería a uno de sus subtipos de la autoficción: la autoficción fantástica, en la que, aunque autor, narrador y personaje llevan el mismo nombre, las experiencias del personaje no se corresponden con el recorrido biográfico del autor. La autoficción, en un sentido más amplio, reconoce la posibilidad de mayores o menores coincidencias entre ambos.

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lectura novelesca o autobiográfica” (Alberca, 2005a: 125-126) y que esta genera “reacciones de vacilación o desconcierto en los lectores” (Alberca, 2005b: 85). De hecho, admite que en el modelo de relato autoficcional más frecuente, el biográfico, se “termina estableciendo una relación extratextual indirecta para lo que allí se narra” (Alberca, 2005a: 121) e, incluso, en otros más antirrealistas, del tipo de Cómo me hice monja de César Aira, él mismo, como crítico, intuye “una adhesión imaginaria del autor a la historia y a su protagonista” (Alberca, 2005b: 89). Establecer estas relaciones no tiene por qué considerarse una doble equivocación, como dice Alberca, puesto que la ambigüedad del pacto lo provoca. El pacto no se define solamente por lo que el autor promete o el texto ofrece, sino también por lo que el lector, al entrar en contacto con la obra, espera. Son sus expectativas el cierre y el efecto del contrato. Si toda novela es, en algún grado, autobiográfica y en cada una de ellas hay un ejercicio de desnudez por parte del autor, solo que el distanciamiento y la ficcionalización le permiten velarla o enmascararla, y la perspicacia de algunos lectores les da licencia para adentrarse entre los velos –si bien puede ser que descubran más su propia desnudez que la del autor–, con mayor razón, cuando el autor provoca al lector diciéndole con propio nombre “estoy desnudo, míreme”, es razonable que este se sienta tentado a mirar, así sea para comprobar que la desnudez es ficticia o tan velada como en cualquier otra novela. Lo que sí sería un error es no darse cuenta de que, en la autoficción, la desnudez no es una promesa sino una provocación, y que, por tanto, no se puede desconocer el distanciamiento entre narrador-personaje y autor: no se puede pretender que son exactamente el mismo. De cualquier manera, también es lícito estimar que el juego propuesto al lector justamente es una invitación a reconocer la fusión entre factualidad y ficción, memoria e imaginación, vida ‘real’ y vida imaginada/deseada/percibida.

Vidas posibles del yo Esa vida múltiple: vivida, imaginada, deseada, percibida, recreada, recorre la obra de Juan Diego Mejía desde su primera novela, A cierto lado de la sangre (1991), hasta la más recientemente publicada, Era lunes cuando cayó del cielo (2008), y parece extenderse a sus últimos proyectos, uno inédito, que se denominaría Una sombra delgada y pequeña, en la que el protagonista espera la muerte el día de su cumpleaños número sesenta, y otro en gestación, en el que no se referiría a sí mismo sino a quien le habría gustado ser. Cada una de ellas se inscribiría, a su modo, en el pacto ambiguo y tendría diferentes grados de distanciamiento-volcamiento de la experiencia biográfica en el yo-narrador-personaje. Entre las publicadas, todas, excepto A cierto lado de la sangre son autoficcionales, y aluden a diferentes momentos en la vida de un personaje protagónico a la vez múltiple, es decir, uno en cada obra, y continuo, por lo que se podría decir que cada una de estas

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obras es un tomo de una sola autoficción. Del mismo modo que la obra de Gabriel García Márquez crea un universo ficcional-espacial denominado Macondo o la de Manuel Mejía Vallejo, otro, denominado Balandú, Juan Diego Mejía crea un universo ficcional-biográfico denominado Juan Diego Mejía. Sus obras de autoficción relatan la infancia de este personaje ( El cine era mejor que la vida), su adolescencia (Camila Todoslosfuegos), su etapa universitaria (El dedo índice de Mao) y un episodio de su madurez (Era lunes cuando cayó del cielo). Por otra parte, su primera novela se podría considerar una novela autobiográfica, y tal vez sea, de sus obras, en la que más se vuelca lo autobiográfico; esta corresponde más o menos a la misma etapa que se narra, ahora sí dentro de la autoficción, en El dedo índice de Mao. El cine era mejor que la vida (1997) muestra la historia de un niño que observa cómo su padre se sumerge en el alcohol, como vía de evasión para sobrellevar la hostilidad del mundo real, hasta que decide dejar a su familia y lanzarse al mundo de sus ensoñaciones; entre tanto, el niño va descubriendo, a su propia escala, dicha hostilidad, encontrando sus propias vías de evasión, en particular la literatura, y elaborando, a través de su relato, el perdón del padre. De esta novela, su autor dice: “El cine era mejor que la vida es una novela muy autobiográfica, obviamente no es una transcripción literal de mi vida, pero sí es como yo me la imagino, como la recuerdo” (Escobar V., 2012) y añade: “La motivación de El cine fue una crisis personal: a principios de los años 90, tuve un episodio familiar que terminó con mi separación”. Juan Diego Mejía se había dedicado a su compañía publicitaria con la que venía obteniendo éxitos económicos y profesionales, pero los costos habían sido que había dejado de escribir así como su vida familiar y afectiva. Se alejó por un tiempo de su familia y la crisis lo abocó, de nuevo, a la escritura: “Me fui en un estado de tristeza que lo único que pude hacer fue escribir”. Revisó fotos de familia y recordó a su papá, “muy cariñoso y muy ausente. Entonces era como si yo estuviera repitiendo la historia de él. Era de mi papá que estaba escribiendo, pero me di cuenta que también era como una autobiografía. Cuando hablo del padre, no solamente estoy hablando del padre sino que hablo de mí mismo” (Escobar V., 2012). Orozco asegura que esta obra “gira sobre el eje del personaje de Mejía padre, quien es visto por un narrador adulto, pero que asume la posición y mirada de un niño” (Orozco, 2003: 88). No obstante, en cuanto al personaje protagónico, aquí se han planteado dos ejes en la narración: la historia del padre vista-imaginada por el hijo y la historia del propio hijo. La puesta en relación de las dos historias permite mostrar la identificación del hijo con su padre y la donación de sentido para su historia. Es decir, es precisamente este pacto narrativo el que vehicula la estética del perdón. Por lo tanto, el narrador no es solamente testigo, sino que también es protagonista. De cierto modo, la

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relación autoficcional en esta novela tiene una complejidad adicional, puesto que el yo se desdobla en dos personajes que, debido a la identificación, se hacen uno solo: el padre, al que se alude en tercera persona, y el hijo, narrador en primera persona. En cuanto a la distancia temporal entre los hechos narrados y el momento de la narración, en efecto, el lector es advertido al inicio de la novela acerca de que ha transcurrido un tiempo entre ellos: “Por aquello días, Mejía y yo estábamos unidos por el cine” (El cine: 9). “Aquellos días” se refieren a un tiempo pasado, una analepsis cuyo alcance no se precisa a pesar de la expresión “ahora, tanto tiempo después, pienso en él” (El cine: 9) que, aunque remarca la distancia temporal, no permite asegurar si esta es suficiente para considerar adulto al narrador. La dificultad para asegurarlo yace en que, como señala Orozco, se narra “desde la posición y mirada de un niño” y, aunque se anuncia el ejercicio de recordar: “pienso en él sentado en la sala del teatro, preocupado, simulando estar conmigo” (El cine: 9), inmediatamente el recuerdo se hace presente, se narra como presente ya desde la primera línea del siguiente párrafo: “Para mí es toda una maravilla estar aquí un día de semana, a las cuatro de la tarde. No hay gritos de otros niños”, en la que, como se ve, el narrador se identifica como un niño. Adicionalmente, no hay marca alguna de un retorno al momento de la narración, que se mantiene como simultánea a los hechos narrados hasta el final de la novela. Se trataría, entonces, de un narrador-personaje que, como narrador, ha tomado distancia temporal respecto a los hechos narrados, pero, como personaje, los vive (e imagina) en presente. El punto de vista es siempre el de un niño cuyas visiones son al mismo tiempo ingenuas y lúcidas, puesto que trascienden lo anecdótico y se hacen significativas, lo cual quizás implicaría la organización del narrador adulto. A pesar de esto, tampoco se puede descartar que el momento de la narración sea justo al final de lo narrado, es decir, cuando el niño va a cine por primera vez con su madre. De otro lado, es razonable que el proyecto de elaboración autoficcional de una vida que se relata a lo largo de varias obras, tenga la infancia como primer capítulo, para hacer al lector testigo del nacimiento del yo autoficcional. El punto de vista y sensibilidad ante el mundo de este narradorpersonaje permanecerá, a lo largo del proyecto, caracterizado por establecer continuidades entre lo fáctico y su subjetivación, con frecuencia por vía imaginaria, y por unas percepciones del entorno que resaltan la dificultad para desempañarse dentro del rol que se percibe como paradigmático. Adicionalmente, como plantea Alberca, “la experiencia personal más literaturizable, o lo que es lo mismo mitificable, es sin duda la infancia. La infancia se presta como pocas etapas de la vida a un tratamiento lírico-narrativo, pues por definición esta edad es el verdadero territorio de promisión de la memoria y de la creación poética” (Alberca, 2005a: 121).

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Camila Todoslosfuegos (2001) narra el despertar afectivo y sexual de este personaje, aún sin nombre, pero que, al igual que el de El cine era mejor que la vida es hijo de Mejía: “Mañana será otro día, acostumbraba decir Mejía antes de irse de esta casa” (Camila: 43) y de Laura: “Laura me tocó varias veces la puerta y preguntó si todo estaba bien, Sí mamá, le dije, estoy bien” (Camila: 82). Su vivencia está caracterizada por las pérdidas afectivas (María y Camila) en el contexto de la Medellín de los años setenta, por la transición hacia la vida universitaria y la preocupación política y la definición de sí mismo como hombre en una ciudad igualmente adolescente, igualmente en transformación. Un punto de tránsito del grupo de amigos es el hueco donde se construirá el edificio Coltejer, que será el más alto de Colombia, “Todo en Medellín es lo más grande, Negro, no se te olvide”, un vacío donde se erguirá el símbolo fálico de la antioqueñidad. El tránsito y los referentes se mantienen en El dedo índice de Mao (2003), novela en la que el protagonista es nombrado, Juancho, y tiene un hermano, el Gordo, quien sufre de retardo mental, como el hermano del escritor. Esta novela se refiere más a la vida familiar que su doble especular, A cierto lado de la sangre (1991). Cada una de estas novelas, desde un pacto ambiguo, pero como autoficción El dedo índice de Mao y como novela autobiográfica A cierto lado de la sangre, narra una de las vidas posibles, uno de los lados de la sangre, donde se ubicará un joven que deberá optar entre la vida universitaria y el proyecto político maoísta de transformación social que implicaba abandonar la universidad, en el caso de la primera, o que ya ha optado y aprende las consecuencias, en la segunda. Juan Diego Mejía explica el volcamiento de su experiencia política en su primera novela: yo fui militante de la izquierda de los años 70, fui maoísta. Nunca tuve un arma en mis manos, nunca fui parte de un grupo guerrillero, pero tenía esas convicciones de que la revolución se iba a dar en Colombia y el mundo […] A cierto lado de la sangre recoge esa historia de militancia maoísta. Es una novela pesimista, pero como ajustando cuentas con el mundo (Escobar V., 2012). Sin embargo, esta es una novela respecto a la cual ha tomado distancia: “La literatura tiene que ser otra cosa, no sacar conclusiones ni conducir el final de las historias” (Escobar V., 2012). Explica que “A cierto lado de la sangre fue una novela escrita antes de tiempo, muy recientemente llegado de esa historia de militancia en el campo, sin mayor formación literaria, sin mayor reflexión. Salió una novela, yo diría, espontánea, pero amañada, en el sentido que estaba sesgada por criterios políticos y por la imagen del gran militante. Entonces no es una novela muy interior, yo diría que no es muy honesta; es honesta en el sentido que eso era lo que yo quería hacer, ese era el deseo. Pero, en El cine era mejor que la vida, logré ser más honesto” (Escobar V., 2012).

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Esta conciencia de distanciamiento le permite dar el paso de un compromiso realista, en el que el yo-autor vuelca sus vivencias en un personaje llamado Sebastián, a su proyecto literario autoficcional. Dada la coincidencia temática, el cambio se hace muy evidente al contrastar esta novela con El dedo índice de Mao. Entre las dos, la principal transformación estética justamente consiste en el paso de una narración más fiel a las experiencias vividas, a la elaboración de una vida imaginada, y, al mismo tiempo, de una alta valoración de la realidad social a otra, de la vida íntima y familiar. Ocurre otra transformación importante de las tres novelas de autoficción ya mencionadas a Era lunes cuando cayó del cielo (2008). Aunque se sigue sosteniendo una perspectiva que parece ser la del mismo narrador-personaje, solo que ahora en su etapa adulta –además del apellido, Mejía, hay otras marcas que vinculan al autor con el personaje: “Mi oficio es hacer documentales y mi vocación es inventar historias” (Era lunes: 180)–, esta novela no se centra en narrar su propia historia; ya no es protagonista, sino testigo. Mejía contempla la historia de Marcelo, el hombre con el que comparte oficina y que se va convirtiendo en su amigo, y Lucía, una modelo que se suicida. Sin embargo, la permanencia del carácter del narrador-personaje del proyecto autoficcional de Juan Diego Mejía no le permite al de esta novela ser secamente un testigo, sino que intenta indagar los hechos que rodean la relación de la pareja y el suicidio de Lucía y, desde luego, imaginarlos o suponerlos cuando no logra acceder a ellos, e igualmente imaginar o suponer la interioridad de los personajes involucrados. Si bien la novela traslada por primera vez la comprensión de la dificultad para encajar en lo paradigmático del hombre a la mujer (una modelo), el efecto del distanciamiento que produce el punto de vista del testigo, dificulta la empatía o conexión del lector con los eventos de la novela, de los que queda una sensación de anécdotas. Juan Diego Mejía explica este cambio en el objeto de la narración: “Siempre había tratado de salirme de mí mismo, incluso en esa novela tampoco lo logro” (Escobar V., 2012). Esta experiencia hace parte de su búsqueda estética. El escritor habla de cerrar ese ciclo con su novela Una sombra delgada y pequeña (2012, inédita), en la que presenta el deseo de que el narrador-personaje que se vincula con él ambiguamente muera: “Acabo de escribir una novela en la que creo que terminé la historia de mi vida, la historia de todas mis experiencias. Es una novela que habla sobre mi funeral. O sea […] habla del funeral de alguien que se parece mucho a mí” (Arias, 2012). El siguiente es el inicio de esta novela, tomado de la página web del escritor: —Creo que moriré de viejo —dice Juan frente al espejo mientras se anuda la corbata. Ve cómo su imagen mueve los labios de nuevo y pronuncia las mismas palabras. En el Juan que se refleja alcanza a ver un movimiento de la cara que se le parece a una

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sonrisa. Piensa que hoy puede ser el día que ha estado esperando durante los últimos meses, pues no sólo es su cumpleaños sino que, si todas las conjeturas se cumplen, será también la fecha de su funeral (Una sombra, 2012). “Hasta el momento mi personaje ha sido un hombre muy comprometido con la realidad, un tipo medio ingenuo, las cosas no le salen bien del todo, su relación con el mundo no es exitosa, entonces es un poco dramático, un pesimista que acepta su pesimismo con cierta tranquilidad”, dice Juan Diego Mejía sobre el narrador-protagonista que ha ido de la infancia a la madurez en su obra autoficcional. Con la convicción de muerte del personaje de Una sombra delgada y pequeña, según él, terminaría este ciclo: “quiero cerrar el ciclo de la autoficción, quiero experimentar, quiero vivir en cuerpo de otros personajes”. De hecho, la novela en la que está trabajando en la actualidad (2012), tendría otras características: “estoy escribiendo una historia sobre un personaje muy distinto de lo que yo soy, el ser de mi sueños, que sale de noche con zapatos blancos, canta y baila salsa, y le pasan cosas que yo sé que pasan por la noche, mientras yo estoy dormido” (Escobar V., 2012).

Debilitamiento de la verdad A pesar de la expectativa de veracidad que puedan tener los lectores frente a la autobiografía o la no expectativa que puedan tener frente a la novela, la reflexión reciente hace notar la parcialidad de la verdad del autobiógrafo y la posibilidad de verdad, en todo caso igualmente parcial, del texto novelístico. Si los límites entre verdad y versión o, abiertamente, entre verdad y ficción se hacen difusos en los géneros caracterizados por los pactos autobiográfico y novelesco, ¿cuáles pueden ser las expectativas cuando el pacto que media no porta la verdad de un pacto ni la ficción del otro sino la ambigüedad de los dos? Diaconu lo reconoce cuando plantea que la auténtica autoficción es “un espacio que fuerza los límites de la ficción y donde se problematiza su relación con la verdad” (Diaconu, 2010: 225-226). Esto se da en la obra de Juan Diego Mejía, más que como problematización, como disolución, efecto de la confusión de lo ocurrido y lo imaginado en la memoria del autor: Lo mío no es una promesa de que les voy a contar la verdad porque he perdido la noción de la verdad. Lo supe un día que me llamó mi mamá y me dijo: “Juan Diego Mejía, estoy muy brava con usted. Acabo de ver una entrevista que sacaron en el canal regional. Usted dice muchas mentiras. Cómo así que usted tenía que ir a trabajar al almacén de su papá a llevarle el almuerzo, cómo así que su abuela tuvo 25 hijos, cómo así que su papá tuvo que dormir en una tumba varios días para que su abuelo no le pegara. Eso es mentira”. Frente a todo lo que ella me iba diciendo, me parecía evidente

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que lo que yo había dicho había sido verdad, pero ella empezó a quitarme el velo. Claro, es que yo he construido un mundo en el que ese personaje, mi yo, ha confundido las dos realidades, y digo unas cosas que no es porque quiera decir mentiras sino porque se me confunden. Entonces yo no le puedo prometer a un lector: “le voy a contar la verdad”, porque no la sé, porque todo está construido amañadamente (Escobar V., 2012). Esta ‘confusión’, de hecho, marca su propuesta estética débil. Por ejemplo, en El cine era mejor que la vida, aunque es el escritor adulto el que recuerda (lo autobiográfico), el resultado de su ejercicio de memoria-imaginación (lo autoficcional) es un narrador-niño cuyo conocimiento del mundo está caracterizado por una indistinción, una continuidad entre observación e imaginación (se imagina lo que no alcanza a ver, lo que no es posible saber). Se trata, entonces, de un narrador que no sabe; lo que narra lo inventa, lo imagina, y lo que imagina le permite comprender, reconocer que hubo unas circunstancias que explican el comportamiento del padre: “Jamás habló de ella [de Evalú] delante de mí. Ambos vivimos con secretos que nos van a acompañar hasta la tumba” (El cine: 34). El punto de vista resultante logra articular la ingenuidad del niño con la comprensión (el perdón) que parece el resultado de un distanciamiento respecto a los hechos. Este narrador, donador de sentidos a través de la imaginación, permanecerá en sus siguientes novelas. La verosimilitud de su invención de la realidad, que suple los eventos factuales desconocidos, o más claramente, la empatía del lector con la voz narrativa que los transmite, sumada a un uso del lenguaje abismalmente alejado de la pretensión de objetividad, debilita las nociones de realidad, verdad y objetividad en la obra de Juan Diego Mejía. Él explica la génesis de este punto de vista y esta apuesta estética: Tal vez los lectores y los escritores necesitan verdades absolutas, pero es que yo vengo de lo contrario: yo era un militante de izquierda, yo era un maoísta, era un religioso, un fundamentalista, las cosas para mí eran blanco o negro, eran verdad o eran mentira. Y lo que yo he descubierto es que nada es blanco, nada es negro; nada es verdad, nada es mentira; todo puede ser, todo tiene matices. La literatura que yo construyo, tal vez de una manera involuntaria, va produciendo eso: unas verdades que no son verdades, no hay posiciones absolutas, no hay creencias, no hay nada, no hay nada. Hay simplemente un tránsito de unos personajes que desfilan por el escenario de la vida, pero que no pretenden convencer a nadie. Es una forma de defenderme del panfleto que me persiguió tanto tiempo (Escobar V., 2012).

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En efecto, esta toma de posición se hace evidente al comparar A cierto lado de la sangre con las novelas posteriores. El testimonio deja ver además la pérdida de la verdad como centro y punto de apoyo y la aparente ausencia de un sucedáneo: “no hay nada, no hay nada”. Es aparente, porque el escritor aclara: “Uno cuando está muy joven tiene muchas verdades y de pronto esas verdades se van desapareciendo. Lo asustador de la vida es cuando uno se encuentra solo, sin verdades. Entonces el mismo discurso es lo que me salva” (Escobar V., 2012). El texto, así sea en su carácter inestable, constituye el nuevo punto de apoyo. Precisamente a este cambio de centro se refiere Villena cuando destaca el desplazamiento de la atención que produce el pacto ambiguo del valor de verdad al acto de la escritura, independientemente de ese valor (40-41). Independientemente, además, en el caso de Juan Diego Mejía, porque “la literatura no es una verdad sino una forma de vida, un mundo de ambigüedades, pero es en lo único en lo que creo” (Escobar V., 2012). Continuidad entre hechos, recuerdos e imaginación El debilitamiento de las nociones de realidad, verdad y objetividad, y el desplazamiento del centro hacia un referente más débil, el texto, se producen en su narrador-personaje, adicionalmente, como reconocimiento de la defectividad y riqueza, concurrentes, de los mecanismos de cognición o percepción del mundo. El concepto percepción se aparta, por supuesto, de una pretensión de conocimiento objetivo de la realidad. Así lo señala Lippmann, quien desarrolla una psicología política cognitiva que resalta las discrepancias entre las imágenes de la realidad en la mente de las personas y la realidad misma (Lippmann, 1946). De este modo, según McCombs, Lippmann “marcó una distinción importante entre el entorno (el mundo que existe realmente allí fuera) y el pseudo-entorno (nuestras percepciones privadas de aquel mundo)” (McCombs, 1996: 14). Por su parte, Juan Diego Mejía genera la ilusión de abolición de esta distinción, construyendo una narración en la que la única realidad relevante es la percibida. La relevancia de la percepción, no obstante, no radica en que se pretenda desconocer con ella la posibilidad de otras percepciones, sino en que se produce un efecto de empatía del lector con el punto de vista, con frecuencia manifiestamente deficiente, del narrador-personaje, deficiencia que él reconoce mediante marcas adverbiales: “No estoy preparado para hacer una cosa así. Tal vez Marcelo tampoco estaba listo pero la hizo” (Era lunes: 108). La anterior cita es un ejemplo de cómo el narrador-personaje trata de imaginar las vidas ajenas poniéndose en el lugar de los otros; la frase adverbial ‘tal vez’ conecta lo que percibe con la imaginación, para novelar esas vidas, y signa la precariedad de su percepción. Así sea precariamente, la percepción del entorno, o representación del contexto, en términos de Van Dijk (2004), concede al personaje la posibilidad de aproximarse a lo no dicho: “No te preocupés por

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esas cosas, Negro, a todos nos ha pasado lo mismo, dice Paco, pero no le creo, él nunca le ha fallado a una mujer en la cama” (Camila: 34); proyectar su estado de ánimo: “Debe ser por esa oscuridad de la entrada, ese portero tan cansado de vivir, las paredes tan tristes, todo tan encerrado, la gente tan fea que se asoma por las puertas a ver quién anda por ahí preguntando por el hijo de la cónsul” (Camila: 77); referirse a sus sensaciones: “Hace poco fui al cementerio a llevarle flores a Camila y cuando entré sentí lo mismo que el día aquel en que fui a buscarla a su casa en Castilla. Me recorrió la sensación de estar en un territorio ajeno, me creía observado desde las tumbas y también me perdí entre los callejones formados por las murallas de lápidas” (Camila: 168), o entrar en la mente y la intimidad de otros personajes: “Nos dijo que debía esperarla y despedirse formalmente. Pero a mí me pareció que no quería irse y que lo único que deseaba en esos momentos era el regreso de Lucía” (Era lunes: 113). La percepción, como sucedáneo débil de la realidad, opera análogamente a la memoria, igualmente defectiva. El reconocimiento que líneas atrás ha hecho Juan Diego Mejía de la insuficiencia de la memoria, es similar al que hace Lejeune respecto a la memoria autobiográfica, o el que usa García Márquez como epígrafe de sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla” (García Márquez, 2002: 7). También Vargas Llosa declara esta cualidad de la memoria: “Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía” (Vargas Llosa, 2007: 24), y amplía: “Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa. Por eso la literatura es el reino por excelencia de la ambigüedad” (Vargas Llosa, 2007: 24). Este debilitamiento ocurre no solo por la falibilidad del ejercicio de la memoria, sino como resultado de la independencia creativa del autor: Vargas Llosa habla de cómo invenciones, tergiversaciones y exageraciones pueden superponerse a los recuerdos (Vargas Llosa, 2007: 17). En consonancia, la obra de Juan Diego Mejía está poblada de continuidades entre memoria, decantada y subjetivada, e imaginación. Un ejemplo: Recuerdo las historias que nos ha contado de sus andanzas con los poetas nadaístas […] Lo imagino andando junto a tres hombres flacos vestidos de negro que no hablan mientras caminan en la oscuridad de una calle. Se detienen junto a una lámpara de alumbrado público y se alcanza a ver el calado de la llovizna contra la luz (Camila: 47).

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Yuxtapuesta a la imaginación o no, la memoria es, en todo caso, el mecanismo privilegiado en la articulación de los eventos narrados: Lucas y yo nos bajamos a estirar los músculos pero sin alejarnos del camión rodeado de niebla. Recordé la montaña a la que subíamos con la gente del colegio cuando estábamos muy pelados. Todos los niños iban con rifles de copas y yo era el único que no tenía rifle sino cauchera […] En el páramo me sentí como en esos paseos (Camila: 51-52). Igualmente, la imaginación actúa por cuenta propia, a veces para suplir lo desconocido, a veces como recurso para vencer los límites de la realidad. En el último sentido, Vargas Llosa señala sus alcances: La imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de la que tenemos y de las que podríamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia (Vargas Llosa, 2007: 30). Juan Diego Mejía acoge este alcance cuando dice que una obra también es “ese intento por […] hacer posible lo que nunca ocurrió” (Mejía, 2007) y, según anticipa, lo está llevando a sus máximas consecuencias en la novela que está escribiendo actualmente. Así mismo, es evidente que dado el carácter propenso a la evasión y la ilusión de su narrador-personaje, la imaginación es una contante en su modo de relacionarse con el mundo, de acceder a su deseo: Qué bueno sería encontrarme con Camila aquí mismo, la invitaría a tomarnos un ron en el bar de don Quique. Tendría que ser una casualidad muy grande que nos encontráramos en este preciso instante. ¿Cuál es la probabilidad de que eso ocurra?, no me sé la fórmula para calcularla, pero debe ser muy poquita, casi cero. Si no es completamente igual a cero es porque hay probabilidad, entonces, ¿por qué no podría pasar? Yo creo que es cuestión de concentrarse y pensar con fuerza, Camila, vení, Camila, vení […] Tal vez le diga que me acompañe a estudiar cálculo en mi casa mientras nos tomamos un ron antes del almuerzo, no importa que ella no sepa nada de matemáticas, lo único que quiero es que se siente frente a mí y me deje mirarla de vez en cuando. De pronto le suena la idea de desnudarse para servirme de modelo mientras hago los ejercicios del libro (Camila: 78-79).

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Otra función de la imaginación en la obra de Juan Diego Mejía es suplir lo desconocido, es decir, no abdicar ante la barrera de lo que no es posible saber porque no se es testigo de ello, debido a las barreras del tiempo o el espacio o al carácter íntimo de los pensamientos y sentimientos. Por ejemplo, la barrera del tiempo no obsta que el niño de El cine era mejor que la vida puede referir uno de los primeros encuentros de sus padres: “en frente de mí se enciende una gran pantalla de cine en la que pasarán una película llamada Laura. Ahí está ella, diez años atrás, conversando a través de la ventana con el hombre que canta en los graneros del barrio” (El cine: 82), o para que Juancho se haga una imagen de la vida familiar de su amigo, el Mono, en el campo: Retrocedo a ese tiempo y veo a sus tres hermanas que le ayudan a la vieja, las cuatro desgreñadas y sucias, para qué se van a bañar y a peinar en un día de semana, para qué sonreírles a los tres grandecitos que se alistan para la escuela con maletines terciados en lugar de cananas como los hombres de las canciones, váyanse así, sin sonrisas ni despedidas, adonde lleguen recuerden el olor de las vacas y de la cocina de leña (El cine: 77). Tampoco el futuro está fuera del alcance narrativo, puesto que imaginarlo es un hábito del narradorpersonaje: “Me había acostado temprano a imaginar lo que podría encontrarme al otro día” (Camila: 56). También se aventura con el futuro de los otros; así lo hace con doña Elisa, anciana soltera y próspera: “Se me ocurre, al mirarla desde este campamento desmontado, con sus ganancias sobre la mesa de juego, que algún día la va a matar uno de sus panaderos” (El cine: 72). La imaginación, igualmente, es un sucedáneo débil de la omnisciencia, puesto que permite suponer lo que ocurre en otros lugares, pero carece de la pretensión de verdad u objetividad de esta. C uando el niño de El cine era mejor que la vida ha sido alejado de sus padres, imagina el inicio del día de estos y lo narra pleno de detalles, con apariencia de realidad: “Al amanecer, el cielo es azul brillante. Es el mismo delgado techo azul que viene desde Medellín y que se mete por las ventanas del cuarto de Mejía y Laura y les ha hecho levantarse temprano. Mejía se pone el vestido gris. Saco y pantalón. La camisa está algo raída en el cuello, y el paño del traje ya brilla de puro gastado” ( El cine: 27). Igualmente, así alcanza a Annie, la actriz de sus ensoñaciones: “Ella ahora debe estar durmiendo como el resto de la gente de este lado del mapamundi. Su vestido de trapecista seguramente cuelga de un clavo detrás de la puerta. Sus zapatillas encima del tocador, al lado de los pomos del perfume. Annie debe tener sueños azules como sus ojos” (El cine: 118), o a María, cuando se aleja con un nuevo novio: “Y se van. Los imagino abriendo la puerta de la casa, respirando el aire guardado del zaguán, entrando a la sala Luis XV, acomodándose en el enorme sofá donde María se deja besar, Adiós, María, adiós” (Camila: 72).

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El acceso imaginario a otros espacios le deja dar una interpretación de las vidas y búsquedas ajenas: Pienso en el rito de transformación cuando van a salir en grupo. Los veo frente al espejo en silencio, esconden lentamente sus rostros infantiles detrás de las gafas rayban, abultan sus hombros con la chaqueta de piloto de guerra, endurecen sus brazos con muñequeras de cuero, calzan sus botas pesadas, dan cuatro pasos en círculo sin dejar de mirarse en el espejo, hasta cuando sienten que están listos. Salen de los garajes de sus casas y respiran el olor de su motor en acción (Camila: 62-63). Otros hechos, igualmente inaccesibles por vía de la experiencia, acontecen en el mundo interior de los otros personajes. Acceder a ellos permite al narrador-personaje, por ejemplo, suponer cómo lo percibe su padre: “Sentirá mi respiración junto a la suya y se dará cuenta de la intensidad con la que miro la pantalla” (El cine: 11); en qué piensa su ex novia: “Ahora voy con María en un taxi para la inspección de policía donde tienen a Simón, y también le ruedan las lágrimas. No hablamos, sólo miramos por las ventanas del carro y pensamos cada quien en lo suyo. Ella seguramente está pensando en Simón” (Camila: 56), o cuáles fueron los pensamientos de Lucía, la novia de su amigo Marcelo, el día de su suicidio: “Lucía estaba confundida a esa hora. No creo que haya pensado en el olor dulce que se mueve en el aire de El Poblado. En otra oportunidad lo habría hecho” (Era lunes: 121). Este poder le permite al narrador no solo imaginar lo que hacen, piensan o siente los otros, sino, incluso, imaginar lo que imaginan: Son las cinco, piensa Mejía en el intermedio de la cinta. Y se le ocurre que a esa hora Evalú debe estar bañándose en su casa del puerto con el agua que cae sin fuerza desde el tubito de su ducha, acariciándose con jabón perfumado en el baño de paredes despintadas. Desde allá puede oír los loros del patio en su algarabía antes del anochecer y siente el viento fresco mezclado con olor a café que se filtra por la puerta del baño (El cine: 13). Adicionalmente, la imaginación lo autoriza para vencer el límite por excelencia, la muerte: ¿Qué le diría el cadáver de Jorge Patiño al cuerpo sin alma de Camila?, ¿le daría las gracias por interrumpir su vida para acompañarlo en el pánico de la carrera con Octavio?, tal vez lo hizo en el último instante en que tuvo conciencia, cuando volaban cerquita de las copas de los árboles, quizá le dijo, Gracias, Camila, por morirte conmigo (Camila: 167). Y para contemplar las muertes ajenas, como mecanismo de duelo. En A cierto lado de la sangre, el narrador recrea las últimas horas de Nacho antes de ser asesinado: “A esa hora ya sus manos sangraban, entonces seguramente hizo todos los movimientos repetidos durante el día pensando que

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sería la última vez” (A cierto: 136). El relato de los eventos imaginados se extiende varias páginas: “Estuvo escondido entre las espigas enormes desde donde vio con claridad a los cuatro hombres. Después todo se le borró cuando escuchó los estallidos de las escopetas” (A cierto: 143). A pesar de que los detalles dan apariencia verosímil al relato, al final del mismo, el narrador inserta una marca que le recuerda al lector su carácter de versión imaginada, aproximación: “He calculado que serían las ocho de la noche cuando Nacho quedó tendido en el pastizal con un agujero en la espalda” (A cierto: 143). Lo particular de estos desarrollos imaginarios de los eventos, pensamientos o emociones inobservables es que se le presentan al lector con la suficiencia aparente del narrador omnisciente, con todos los detalles, de modo tal que, a pesar de la imposibilidad fáctica del narrador de acceder a ellos y de las marcas que indican la ficción, la suposición o el deseo, el lector los acepta como reales. Tal vez, seguramente, quizá, he calculado, imagino, pienso son algunas de esas marcas: Tal vez llegó en su motocicleta una noche después de sus recorridos endiablados y les pidió a los jarlis que lo dejaran solo con ella. Ellos se habrán quedado afuera tomando vino mientras Octavio se subía por la reja del frente. Después lo verían caminando por la calle principal de los mausoleos hasta que se les perdió entre los sauces gigantes (Camila: 169). No obstante, también se plantean algunos límites a la imaginación y lo narrable. Hay eventos que se acallan, intimidades a las que no se accede, posibilidades que se silencian, límites que se admiten. Estos silencios allegan a lo imposible, lo femenino y lo sagrado. Hay aproximaciones imaginarias al mundo íntimo de Evalú, pero no es posible pretender un retrato fidedigno o imaginar un encuentro ente ella y Mejía. Ella es un abismo, es insondable, es imposible, pertenece a lo infinito. Juan Diego Mejía cuenta que “en una de las versiones, Mejía encontraba a Evalú, pero era un problema cómo mostrarla después de que era simplemente una ilusión. Habría sido una mala decisión que la viera, que se tuviera que decir cómo era y qué sintió” (Escobar V., 2012). Tampoco accede a la intimidad de Laura, del mismo modo que sí lo hace con la de Mejía, en El cine era mejor que la vida, o a la de Lucía, en Era lunes cuando cayó del cielo, a pesar de que el objeto de la narración es reconstruir el mundo al que ella pertenecía; pero no logra entrar: “me parecía que podría sonar muy artificial porque no conozco el mundo femenino, cada vez lo desconozco más” (Escobar V., 2012). Los detalles del pasado familiar de este personaje, a pesar de las averiguaciones también permanecen acallados: “Hay muchas cosas que no sabés, Mejía” (Era lunes: 172), le dice Marcelo cuando intenta indagar por el papá de Lucía. “Pensé que debía quedarme sin saber qué había pasado con su papá, por qué le daba tanto frío en las noches, por qué no se daba cuenta de nada, por qué nunca nos habló de él” (Era lunes: 181-182), dice después de interrogar al respecto a Manosalva, el fotógrafo preferido de ella. Este silencio connota pudor, respeto por unas vivencias quizás muy crudas,

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reconocimiento de un límite a lo cognoscible, conservación de lo velos que Kristeva asocia con lo sagrado. Escritura del yo y debilitamiento de la identidad La autoficción implica el narrador en primera persona, opuesto, en cuanto al poder sobre la información, al omnisciente. Justamente esta limitación es la que Vallejo aprecia de la primera persona y por la que rechaza la omnisciencia: “¡Cómo va a saber un pobre hijo de vecino lo que están pensando dos o tres o cuatro personajes! ¡No sabe uno lo que está pensando uno mismo con esta turbulencia del cerebro va a saber lo que piensa el prójimo! ¡Al diablo con la omnisciencia y la novela! […] Yo sólo creo en quien dice humildemente yo y lo demás son cuentos” (Vallejo, 2003: contracarátula). El narrador de Juan Diego Mejía, sin embargo, elude esa limitación, simula los poderes de la omnisciencia, pero deja a la vista la simulación. No se propone un pacto de objetividad, sino uno en el que se exponen las costuras del tránsito hacia lo imaginario, como forma de donar sentido a las historias ajenas. De allí que se ha considerado que el pacto que se propone en su obra es un sucedáneo débil del pacto en la novela de narrador omnisciente. No es la pretensión de verdad ni de objetividad la que impulsa a la ruptura de estos límites, sino el carácter mismo del narrador-personaje y su actitud indagadora y donadora de sentidos. En todo caso, el narrador no deja de mirar hacia dentro ni de desvelar la intimidad propia, y puesto que se trata de una narración autoficcional, en este desvelamiento de la intimidad del personaje coexisten fuerzas de volcamiento autobiográfico y de distanciamiento novelesco. Por la primera fuerza es que Lejeune valora positivamente la escritura del yo: En los países de tradición católica, se tiene mucho miedo del yo, del Diablo y del orgullo, y la atención a sí mismo es sospechosa –de ahí proviene una cultura del secreto, y quizá, a causa de esta opresión, una práctica de lo íntimo más profunda y exigente que en los países protestantes donde el discurso sobre el yo, mejor admitido, queda quizá más superficial (en entrevista a Alberca, 2004). Juan Diego Mejía se ocupa del desvelamiento de esa intimidad profunda, a la que otros escritores no acceden por pudor: Yo provengo de la clase media, estrato 4, de una familia donde no había muchos secretos porque mi papá y mis tíos hicieron públicas sus vidas: iban a los cafés y se emborrachaban delante de la gente, por lo tanto la gente sabía que les gustaba tomar trago, sabían los vecinos que a veces nos cortaban la luz porque no teníamos con qué pagar los servicios (Escobar V., 2012).

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Amplía la idea de pérdida del pudor frente a la exposición de la vida personal con otro ejemplo: el papá lo tenía en un colegio costoso, pero no tenía con qué pagarlo siempre y sus compañeros se daban cuenta, “o sea que mi vida era pública, entonces me acostumbré a que todos esos episodios los podía contar sin grandes remordimientos: yo podía contar que mi tío se volvió marica o que mi papá tomaba licor; no tenía ese gran problema de esconder nada” (Escobar V., 2012). Pero, del mismo modo, también resalta el carácter ficcional en su obra, el distanciamiento de sí mismo: A pesar de que yo hable en primera persona, yo tengo que crear un personaje. El personaje que cuenta la historia de Juan Diego Mejía no es Juan Diego Mejía, es otra persona. Y ahí realmente hay un ejercicio de distanciamiento; eso uno lo consigue es después de mucha reflexión, de mucho pensar, de equivocarse, de estrellarse, hasta que uno logra entender que lo que quedó escrito ya no es mi vida, es la vida de alguien que se parece a mí (Arias, 2012). Esta visión coincide con la de Vargas Llosa, quien afirma: “No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo [...] todas las novelas rehacen la realidad” (Vargas Llosa, 2007: 17-18). De modo que “el novelista en cada uno de sus libros se desnudaría ante los demás” (Vargas Llosa, 1974: 17), pero “la experiencia desnuda no puede pasar a la literatura […] necesita ser enmascarada, disfrazada, mezclada con otro tipo de experiencias, trabajada con la imaginación, con la artesanía, hasta que esas experiencias banales consiguen mediante el lenguaje y la técnica emanciparse del creador y resucitar en forma de existencias autónomas ante los demás, ante los lectores” (Vargas Llosa, 1974: 23). El escritor debe “emplear estrategias […] para que esas experiencias no mueran al pasar por el lenguaje y más bien den la impresión, la ilusión, de ser unidades de vida […] totalmente emancipadas de él mismo” (Vargas Llosa, 1974: 18). Juan Diego Mejía ilustra el accionar de las dos fuerzas en relación con el trabajo a partir de la memoria: Podríamos decir que la preocupación del escritor en el momento de empezar a escribir es mostrarle al lector algo que vio en algún instante de su vida y que le produjo un estremecimiento en el alma. Su drama consiste en conducirlo por el camino que él debe reconstruir con sus propias herramientas, es decir, con su conocimiento del oficio, con su disciplina y con sus recuerdos (Mejía, 2007). La articulación de las dos fuerzas constituiría, con mayor peso de la una o la otra, una tensión central en los procesos creativos de cualquier novela, pero se trata de una tensión que vive el escritor en el ejercicio de su oficio y que no necesariamente se deja atestiguar al lector. El pacto ambiguo, por otra parte, convoca al lector, lo hace partícipe de este juego de fuerzas y, ante la

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dificultad o futilidad de verificar el peso de cada una de ellas, el suelo en el que se le instala, el texto, se hace inestable. El término autoficción, según Puertas, remite a esta dualidad, “por la cual el texto resultante ocupa una posición imprecisa e inestable, puesto que se trata de una narración ficticia en la que el autor escribe sobre sí mismo, aunque utilice para ello a un personaje al que le presta su propio nombre u otros mecanismos de identificación” (Puertas, 2003: 638). En relación con la obra de Fernando Vallejo, Musitano plantea que “la autoficción es la forma literaria que conviene al deseo de representar la propia vida como un proceso paradójico en el que lo factual y lo inventado se afirman simultáneamente” (Musitano, 2010: 1). En este tramado, Puertas ubica la autoficción35, como un espacio “siempre fronterizo, inestable, a medio camino entre dos realidades, indeciso y difuso” (Puertas, 2003: 639). Pero esta inestabilidad, esta debilidad del pacto, constituye su fortaleza ética, en contraposición a los textos que todavía se pretenden sólidos y verdaderos. En este sentido, Amícola cuestiona lo autobiográfico “que conllevaría la arrogancia de creer en un yo monolítico y completo como un bloque sin fisuras” (Amícola, 2009: 188). Dado que “las autoficciones parten […] de algún tipo de identificación nominal del autor con el protagonista del relato, pero insinúan, de manera confusa y contradictoria, que ese personaje es y no es el autor” (Alberca, 2005a: 119), el yo autoficcional se hace ambiguo, inestable, múltiple, polisémico, especialmente ante la puesta en evidencia del accionar de las fuerzas de volcamiento y distanciamiento en su perfilación. Por lo mismo: el artista pierde, con todo, sus contornos reales, pues se halla fabulando a partir de una base vital o, por el contrario, se desrealiza inventándose una nueva existencia desconectada de su pasado. Este proceso puede producir movimientos, en realidad, contrarios: alguien introyecta la fábula en su propia vida o, en cambio, proyecta un yo dentro de la fábula (Amícola, 2009: 190). La pérdida del límite, o al menos la ilusión de pérdida de límite, entre autor y narrador-personaje se asemeja a lo que ocurre en ciertos autorretratos barrocos en los que las líneas que separan la silueta del pintor del contexto tienden a desaparecer, a fundirlo con este. Si hay línea divisoria, está oculta bajo la penumbra o el exceso de luz. La borradura del límite desvanece también la certeza, subvierte la noción de lo real en oposición a lo ficticio. Darrieusecq 36, citado por Alberca, atribuye ese carácter subversivo a la autoficción en tanto “iría derecho a transgredir el último reducto del

Puertas equipara los términos ‘autoficción’ y ‘autobiografía novelada’, lo cual no concuerda con la distinción conceptual que hace Alberca. 35

Darrieusecq, Marie (1996). "L´autofiction, un genre pas sérieux". En Poétique, 107, septiembre, 369-380. 36

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realismo: el nombre propio […] Es decir, el principio de distanciamiento o de no-identidad por el cual el autor se borra en el texto, se esconde o se hace otro” (Alberca, 2005a: 117). Y, con el nombre propio, transgrede la ilusión de identidad, “levanta, sin teorizaciones abstractas, la identidad como una ficción o la ficción de la identidad” (Alberca, 1999: 67). O bien se “le inventa al autor real una trayectoria como opción imaginaria, mediante la elaboración literaria” (Amícola, 2009: 183), en la que se le permite a la ficción “que entre en la vida y la re-haga a voluntad” (Puertas, 2003: 645), o bien se vuelca, con apariencia de ficción su trayectoria biográfica, se oscurece o ilumina en exceso la zona en la que se hallaría el límite entre la trayectoria real y la representada. Villena considera que la subversión del paradigma referencialista “parte de la perspectiva que considera al sujeto como un agente desestabilizado que se representa a través de discursos; de este modo, la ficción no puede descalificarse como forma de autorrepresentación al ser el sujeto ya no una especificidad sino una multiplicidad de posiciones articuladas por medio de un discurso” (Villena, 2005: 41). De este modo, tal como lo asume Juan Diego Mejía, cuando opta por el discurso en vez de la verdad, se desplaza la atención hacia el yo que discurre y se autorrepresenta. Más aun, Del Pozo asocia la autoficción con “la voluntad de conversión del yo en escritura” (Del Pozo, 2009: 91). Villena también lo plantea: Las consideraciones teóricas en torno a la autoficción resituaron la agencia en el discurso en lugar de en el sujeto, al concebir el discurso como rearticulación de una experiencia desestructurada. El marco cognoscitivo cambia radicalmente y muestra al sujeto, en este contexto, como una ficción al igual que la vida autoficcional representada (Villena, 2005: 46).

Donación de sentido Hasta ahora se ha hablado de la donación de sentido como una búsqueda interpretativa del narradorpersonaje en relación con su propia historia y las de los personajes que lo rodean; pero también vale la pena examinar los posibles efectos de la autorrepresentación en el escritor mismo y sus lectores. En el juego ambiguo entre volcamiento y distanciamiento, el escritor se juega sus propias vivencias y las de las personas con las que ha compartido, en busca de producir, desde las mismas, unos sentidos que las rebasan. Lo que sobrepasa la trayectoria biográfica es la interpretación que se hace de ella a través del distanciamiento. Es decir, el escritor hace volcamiento de su identidad en el narrador-personaje que lleva su propio nombre, de su recorrido vital más público y del más íntimo, incluso de su mundo psíquico, un volcamiento totalmente honesto, aunque parcialmente simulado, puesto que, como apunta Diaconu,

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el distanciamiento es precisamente el criterio que marca la diferencia de género entre la autoficción y la autobiografía. Desde este punto de vista, la autoficción podría definirse como una autobiografía en la cual, a pesar de o paralelamente a la identidad entre el autor y el narrador-protagonista, se da también la extraposición del autorcreador respecto del universo creado, fenómeno imprescindible para que un texto alcance el nivel estético, tenga una forma, en el sentido de Bajtin (Diaconu, 2010: 229). En una visión radical del distanciamiento, este podría realizarse en la novela de autoficción así como en la que se atiene exclusivamente al pacto novelesco: “toda novela es […] un streap-tease […] a la inversa: el escritor parte de esa desnudez que es la experiencia de la realidad y la va vistiendo […] para ocultársela a los lectores y también, en muchos casos, para ocultársela a sí mismo” (Vargas Llosa, 1974: 27). Es una opción, aunque parece distar de la de Juan Diego Mejía. Pero en la medida en que el distanciamiento es también una indagación del yo, incluso desde esta perspectiva, debajo de los aperos está el cuerpo desnudo. Por ejemplo, Vargas Llosa se refiere a las mentiras que los escritores inventan de acuerdo con sus propios demonios (Vargas Llosa, 2007: 31). De otro lado, tampoco se puede descartar que los velos del distanciamiento se apliquen para referirse pudorosamente a las vivencias vergonzantes, es decir, para enmascararlas, o para que la ambigüedad del pacto con el lector le permita al autor desvelar velando, decir la verdad sin que el lector la asuma como tal sin lugar a dudas: ¿Podría ser la autoficción el reconocimiento explícito de que cuando se narra la vida propia es imposible no hacer “ficción” e imposible no mezclar lo recordado con lo inventado, lo soñado con lo deseado y esto con lo real? Podría ser. Pero también podría estar señalando un elaborado subterfugio para esconder pudorosamente lo que no se quiere exponer al juicio público (Alberca, 2005a: 126). La vida podría quedar parcialmente oculta, entonces, no por un distanciamiento estético orientado a la donación de sentidos, sino por el dique subjetivo del pudor. En todo caso, no se puede descartar que el efecto sea estético, así el distanciamiento se fuerce por este dique. Contención más que distanciamiento. Otra fuerza subjetiva de ficcionalización podría ser una suerte de autocompasión, que facilita giros en los que se da licencia para mejorar decisiones del pasado, “como si la novela estuviera dando las alternativas de una vida posible, que en verdad no había sido la elegida” (Amícola, 2009: 183). Esta es la oportunidad que se recrea en El dedo índice de Mao, novela en la que Juancho puede optar por una vía distinta de la que eligió Sebastián en A cierto lado de la sangre, como alter ego del propio

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Juan Diego Mejía, y es la oportunidad que el escritor anuncia que se otorgará en su novela en curso, en la que podrá ser el hombre que habría querido ser. Esta posibilidad de la autoficción hace de la vida una especie de obra manierista, en la que se ajustan los eventos, o bien para dar compleción estética a la obra, o bien para resignificar la vida también estética pero además compasivamente: vivir otra vida, deseada, soñada, optar por otros caminos, ser otro. Sin embargo, lo que más se atestigua en la obra de Juan Diego Mejía es el poder revelador de la escritura del yo respecto a la vida real, en su dimensión más íntima, en tanto vida vivida, vida percibida, soñada, temida, deseada… y recobrada mediante la memoria, hecha anamnesis desde las estructuras psíquicas más profundas. El ejercicio de memoria, incluso impura, viciada de ficción, es lo que realmente compromete al escritor. La autoficción de El cine era mejor que la vida le permite a Juan Diego Mejía la identificación con su padre: se da cuenta de que está cometiendo los mismos errores. La identificación le permite comprenderlo y tomar distancia, a diferencia del protagonista de La venganza que, a pesar de la comprensión de los motivos del padre, se ve reducido a repetir la historia. El escritor explica el efecto de comprensión de su propia vida que le produce la escritura: “Me gusta cuando empiezo a contar cosas de mi vida, porque me ayuda a entenderlas y siento tranquilidad de espíritu. Cuando dejo el miedo de hablar de mí mismo me sirve para aclarar cosas de mi vida, yo he utilizado la literatura a manera de psicoanálisis” (Escobar V., 2012). La literatura a modo de psicoanálisis pero también el psicoanálisis como modo de escritura. A propósito del año de crisis vocacional, afectiva y familiar, precisamente en un periodo intermedio entre A cierto lado de la sangre y El cine era mejor que la vida, se refiere a los aspectos que cambiaron en su vida y que lo condujeron a un proyecto estético más satisfactorio para él, más débil: Yo creo que el psicoanálisis sí me tocó […] En ese año solamente salgo a trabajar y a las sesiones de psicoanálisis, y me encierro a trabajar toda la noche. El producto de todo eso son unas notas que parece que tienen una lógica: es la historia de un niño. Más como tratando de reforzar las sesiones de psicoanálisis que fueron muy dolorosas, pero empecé a verme tal cual era yo (Escobar V., 2012). Ya se ha narrado cómo la búsqueda en los álbumes familiares le permitió a Juan Diego Mejía retomar la escritura o cómo el acto de recordar-narrar lo ayudó a elaborar el perdón hacia su padre y, al tiempo, hacia sí mismo. No se trata de una memoria heroica-justiciera, como a la que intentó apelar en A cierto lado de la sangre, sino de una a través de la cual se revisita el pasado y se le interpreta.

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Es en este sentido que el narrador-personaje de Camila Todoslosfuegos compromete el vínculo entre memoria y narración: “Que olviden otros, mi oficio va a ser recordar porque se lo prometí a Camila cuando ya no respiraba ni me apretaba con sus manos acostumbradas a hacer oficios caseros y a armar ramos de flores” (Camila: 167). Con el cumplimiento de ese compromiso elabora el duelo, previene la melancolía, se nutre de la nostalgia. A propósito de Pornografía, de Witold Gombrowicz, Amícola anota que la autoficción se trata “de algo que desborda la cuestión de lo ficcional para venir a suturar heridas del yo en su relación con el mundo” (Amícola, 2009: 183). El yo hace anamnesis de sus heridas, las expone y sutura a través del distanciamiento que permite superar el nivel puramente anecdótico, pero comparte el efecto con el lector, aunque para ello deba exponerse, ambiguamente, a su mirada.

Debilitamiento de los imperativos sobre el escritor El sujeto se debilita en pos del texto, siempre inestable, ambiguo y, en resumen, débil. El debilitamiento es, desde luego, liberación. El escritor que se lanza a las honduras del yo puede optar por elidir la mediación de los dispositivos que pretendan conminarlo o reducirlo al deber realista o a algún tipo de compromiso social. El pacto con el lector, usualmente solidario, tiende a implicar su dimensión íntima, más que otras dimensiones. En el tránsito de la novela autobiográfica A cierto lado de la sangre a las posteriores autoficciones, Juan Diego Mejía reconoce el debilitamiento de su proyecto artístico en ese sentido. Cuenta que cuando emprendió la escritura de su primera novela, se sentía aún comprometido con la lucha que recién había dejado atrás y con las personas que conoció: En mi casa de Medellín evoqué los pueblos sin luz y sin agua en los que había vivido y donde había conocido gente inolvidable. Yo sentía que tenía una responsabilidad con sus vidas. Que de alguna manera con mis palabras podría rescatarlos de las dificultades económicas, de las persecuciones de sus patronos en las fincas de guineo, de las muertes prematuras de sus hijos, de los políticos que les compraban sus votos […] El mundo se dividía en buenos y malos. En amigos y enemigos […] Llegué a pensar que era suficiente ese recuerdo para calmar el miedo a la nueva vida y escribí una novela llamada A cierto lado de la sangre (Mejía, 2008). Entonces su concepción de la literatura consistía en tener “una historia que contar y unos hechos para denunciar” (Mejía, 2008). No obstante, hoy considera que “no tiene sentido imaginar un escritor que obedece órdenes de alguien. No importa si ese alguien es un partido, si es el mercado, si es un alguien externo a él. El escritor sólo debe guiarse por mandatos internos de su sangre, por

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esa voz que sale de muy adentro, y no debe importarle si es políticamente correcto o no lo es” (Mejía, 2008). Esta toma de posición como escritor lo ha distanciado de la demanda de historias ‘realistas’ que hace el mercado literario colombiano en la actualidad. Toda obra literaria parte de la realidad, sin embargo, frente a la novela colombiana se ha venido consolidando una valoración diferencial de cierto tipo de obras denominadas realistas porque abordan ‘macrotemas’ sociales, los temas de las agendas periodísticas, como conflicto armado y narcotráfico. A pesar de esta reducción de la idea de realidad, entre múltiples taxonomías, es posible hablar de al menos dos realismos: el que se ocupa de la realidad más inmediata, más visible, más coyuntural, la que los medios masivos periodísticos invitan a reconocer como ‘la’ realidad nacional, y las versiones más originales, subjetivas, subversivas, reflexivas, críticas de la realidad, que suele aportar el arte (aunque no solamente el arte) desde una sensibilidad especial que le permite elaborar, así sea débilmente, una realidad no dada; le permite no aceptar lo que dice la sociedad que es moral o lo que dicen los partidos o los medios que es real. Reconocer que la realidad no es una, sino que se podrían plantear múltiples taxonomías que la aborden, deja ver que casi siempre, cuando alguien con mayor o menor autoridad se refiere a ‘la’ realidad, se está refiriendo a un cuadrante, a una parcela de esta; se está refiriendo, desde luego, a una versión más o menos aceptada de lo real. No obstante, un par de eventos ocurridos en los años 90, periodo en el que Juan Diego Mejía hace la transición ya señalada en su proyecto creativo, dejan ver la valoración del abordaje literario de ciertos cuadrantes de la realidad y el desprecio de otras concepciones. La mexicana Alma Guillermoprieto, vocera del jurado de un premio nacional de narrativa, dio como razones para declarar desierto el premio, que no era concebible que los concursantes hubieran dado la espalda a la rica realidad nacional. Se refería a la violencia, la corrupción, el narcotráfico. Poco tiempo después, el 8 de abril de 1999, en su columna “Contraescape”, Enrique Santos, director de El Tiempo, destacaba la obra de Jorge Franco, que abordaba una de las problemáticas en el top de las agendas mediáticas: Hace tiempos me estoy preguntando cuándo se va a escribir la gran novela sobre el narcotráfico en Colombia. Aquella que logre sintetizar y contar todo lo que ha significado para este país […] Poco a poco el tema comienza a ser abordado por la literatura nacional. Cada vez con menos superficialidad y tremendismo, y con mayor talento, profundidad y perspectiva […] Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos, es un enorme paso adelante en la recreación literaria de esta lacerante realidad social.

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Sin entrar en discusión sobre las calidades de esta obra, ¿por qué la novela debe ocuparse del narcotráfico, la guerra o el sicariato? ¿Por qué esos temas deben considerarse más importantes que otros? Desde luego, hay otra posición en el campo literario colombiano: en la reseña “Anatomía de la descomposición”, publicada en El malpensante de febrero-marzo de 1999, el escritor Juan Gabriel Vásquez habla de un “fundamentalismo de la más pobre crítica colombiana, que rechaza toda novela que no sea social, toda ficción que no incluya la realidad pública -política o histórica- del país”. Esta reseña es sobre la obra Fragmentos de amor furtivo de Héctor Abad Faciolince, obra que Vásquez destaca como una “novela del individuo, egoísta y escapista y elogiosa del encierro”. Pero en el cuerpo de su reseña se trasluce que usa la palabra escapismo, más que para describir la obra de Abad, para provocar, para oponerse al polo del realismo. Vásquez parece reclamar la misma «libertad ética» con la que escritores como Flaubert y Baudelaire y los defensores del «arte por el arte» instauraron las bases de la noción de autonomía del arte en el campo literario francés hace un siglo y medio. En efecto, estas posiciones encontradas del campo literario nacional recuerdan la tensión descrita por Bourdieu acerca del campo francés del siglo xix, entre el «realismo», y «el arte por el arte». Recuerda esta tensión, aunque las diferencias son ostensibles: lo que hoy se viene denominando realismo no necesariamente está provisto del “espíritu de protesta”, la “provocación irónica” o la “trasgresión sediciosa” que, según Bourdieu, caracterizaron el «arte social» y el «realismo» franceses del siglo xix (Bourdieu, 1997: 120). Tampoco es necesariamente opuesto, ni siquiera diferenciable del «arte burgués», complaciente con el gran público, al que se oponía con total definición el «realismo» francés. En cambio, con frecuencia, es un ‘arte’ incapaz del distanciamiento de las morales hegemónicas, del periodismo, de sus agendas y sus escalas de valores. A pesar de esto, este realismo-temático-periodístico se ha postulado y se ha sostenido en unas plataformas, unas valoraciones públicas, esgrimidas desde posiciones de poder y autoridad: un jurado de concurso, un director de diario de circulación nacional y, cuando menos, alguna posición crítica fundamentalista, como las denomina Vásquez. Criterios de valor que, al parecer, han tenido ascendencia o han logrado sintonía con la toma de posición de un importante número de novelistas colombianos contemporáneos. No es el caso de Juan Diego Mejía, ni siquiera en su primera novela, más cercana al proyecto realista del siglo xix que al que demanda el mercado colombiano actual. En todo caso, incluso el verdadero realismo ha perdido terreno desde la perspectiva de quienes defienden la autonomía del artista. Por ejemplo, Calvino se había referido al realismo social y al compromiso social del escritor

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como imperativos: “Cuando inicié mi actividad, el deber de representar nuestro tiempo era el imperativo categórico de todo joven escritor” (Calvino, 1998: 19), lo había descalificado como una forma de constricción: “el peso de vivir para Kundera está en toda forma de constricción” (Calvino, 1998: 23) y lo había opuesto a su propuesta, débil, de levedad. De todos modos, con sus obras posteriores, Juan Diego Mejía se distancia también de este realismo. De hecho, hoy considera que “pensar que la obligación del escritor es hacer justicia con su palabra, como yo llegué a creer cuando me perdí en la búsqueda de la revolución, puede conducir a textos correctos gramaticalmente, justos socialmente pero vacíos literariamente” (Mejía, 2008). Su apuesta estética autoficcional actual lo ubica en una posición más bien marginal, a pesar de que hasta cierto punto la comparte con Fernando Vallejo. Su reconocimiento, moderado pero creciente – especialmente desde su paso de Norma, con la que publicó sus novelas El cine era mejor que la vida, Camila Todoslosfuegos y El dedo índice de Mao, a Alfaguara– no proviene del gran mercado, puesto que para conquistarlo “no solamente basta con ser buen escritor, sino que hay que hacer concesiones y emprender un camino que desconozco” (Escobar V., 2012), sino de sectores más reducidos del público lector. De modo que a sus lectores los ha ganado con una postura en la que la realidad no se restituye del modo en que la dan a conocer los partidos políticos, como lo evidencia en El dedo índice de Mao cuando hace notar que en los gestos de quienes arriesgan su vida en enfrentamientos violentos no hay “nada de la vida real” (El dedo: 92), y se diría que tampoco en el modo en que se refieren a ella los medios: “nada de la vida real”; esta emerge a partir de percepciones y puntos de vista originales y reveladores, sin el ocultamiento de las vidas íntimas, cotidianas. Su yo autoficcional socava los presupuestos de la narración ‘realista’, elude la pretensión de objetividad frente a una realidad dada y se distancia por igual de los mandatos del mercado y de cualquier compromiso del escritor que reduzca las posibilidades de desarrollar su propio proyecto.

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