Juan Carlos Méndez Guédez o «esas trampas del olvido»: narraciones de la memoria encapsulada, en Carmen Ruiz Barrionuevo et alii.: Voces y escrituras de Venezuela. Encuentros de escritores venezolanos, Caracas, Centro Nacional del libro, 2011, p. 95-102, ISBN: 978-980-14-1959-4

August 16, 2017 | Autor: V. Sánchez-Aparicio | Categoría: Literatura Venezolana, Juan Carlos Méndez Guédez
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Voces y escrituras de Venezuela Encuentro de escritores venezolanos Cátedra José Antonio Ramos Sucre Universidad de Salamanca (1995-2010) Compilación: Carmen Ruiz Barrionuevo Ioannis Antzus Ramos, Catalina García García Herreros Carlos Rivas Polo

© De la compilación: Carmen Ruiz Barrionuevo, Ioannis Antzus Ramos, Catalina García García Herreros y Carlos Rivas Polo © Fundación Editorial El perro y la rana, 2011 © Casa Nacional de las letras Andrés Bello, 2011 Centro Simón Bolívar Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela 1010 Teléfonos: 0212-7688300 / 7688399 Correos electrónicos: [email protected] [email protected] Páginas web: www.elperroylarana.gob.ve www.ministeriodelacultura.gob.ve Diseño y diagramación: Carina Falcone Edición al cuidado de: Alejandro Silva María Alejandra Rojas Juan Pedro Herráiz Yessica La Cruz Hecho el Depósito de Ley Depósito legal lf 40220118002894 ISBN 978-980-14-1959-4 Impreso en Venezuela

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Juan Carlos Méndez Guédez o “Esas trampas del olvido”: narraciones de la memoria encapsulada Vega Sánchez Aparicio Universidad de Salamanca

Tu llameante rostro me ha perseguido y no supe que era para salvarme. Rafael Cadenas, “Derrota”

La preocupación por la memoria humana no ha quedado únicamente recluida al terreno de la psicología. La literatura, la música, el arte, el cine, se acercan de manera constante a los problemas que ocasionan los recuerdos; de ahí la riqueza de autores que, como Borges, Onetti, Proust, Pessoa, Van Gogh, Cohen, Gondry, Nolan, Haneke, por citar algunos de todas las disciplinas, introducen en sus obras intensas reflexiones acerca del laberinto de la mente, de los procedimientos de la memoria o de los estragos del olvido. Dentro de esta extensa nómina se instala el escritor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967) quien inserta en su narrativa la revisión del pasado, en cierta medida, autobiográfico. En las siguientes páginas trataremos los ejemplos más característicos a lo largo de su obra narrativa. Así, se pretende mostrar un catálogo, en su mayoría de cuentos, que será observado bajo la preocupación por la memoria como uno de los ejes fundamentales de la narrativa de Méndez Guédez. De este modo, analizaremos los textos partiendo de la posibilidad de salvación con el recuerdo (la memoria como cápsula medicinal).

Olvidar para recordar, recordar para añorar Las teorías sobre la memoria han demostrado la inquebrantable relación, directamente proporcional, que se establece entre ésta y el olvido, es decir, que para lograr un buen funcionamiento de nuestra mente, y de nuestra memoria, es necesario eliminar recuerdos. Así, el cerebro sería como un almacén en el que los materiales

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inservibles deben dejar paso a las nuevas entregas, donde aquellos elementos que pueden ser reemplazados se eliminarían. Resulta necesario para esta metáfora señalar el símil de Borges en “Funes el memorioso”, donde el personaje de Ireneo Funes, cuya imposibilidad es la de borrar recuerdos, confiesa al narrador que su memoria “es como un vaciadero de basuras” (Borges 2005: 488). Por lo tanto, ya disponemos de varias ideas que van a rondar los textos de Méndez Guédez: ¿qué eliminamos?, ¿cómo eliminamos? y, por supuesto, ¿qué reemplazamos? Pero el autor venezolano, además de participar en el ejemplo de la necesidad de borrar, distingue en su obra, fundamentalmente, la demanda del recuerdo. En incontables ocasiones, el ser humano necesita recordar, retener en su mente palabras, imágenes, ideas, imprescindibles para su futuro. Sin ir más lejos, la psicología habla de “concebir la memoria como un modo de realizar operaciones mentales aprovechando la experiencia pasada” (Marina 1997: 37), algo que demuestra que la mente requiere atrapar ciertas vivencias para el correcto aprendizaje. Así, la retención del pasado se presenta como una salida apropiada para el individuo, como un derecho del hombre para lograr experimentar el futuro. De este modo, el problema se plantea ante qué es recuerdo y qué es invención. Si, según Todorov, se establece una “selección” (Todorov 2008: 22) de los recuerdos, si las vivencias son particulares y también lo es aquello que suprimimos, qué ocurre con las imágenes que se presentan en nuestra mente de manera nítida y que luego se alteran a medida que avanzamos en el tiempo; qué sucede con esa memoria que se transforma. Muñoz Molina señala en “Memoria y ficción” que los recuerdos son, en cierta medida, engañosos, que “las imágenes que mejor conservamos o que más lealmente vienen a nosotros son nada de fiar, si las examinamos con un poco de perspicacia o recelo” (Muñoz Molina 1997: 60). Algo similar también contienen las historias de Méndez Guédez, el cuestionamiento sobre qué es lo que recordamos y por qué lo hacemos. De ahí surge el último concepto que se quiere aclarar en esta primera parte: la búsqueda del tiempo pasado. Como ya hemos

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señalado existe una necesidad de olvidar a la vez que de recordar, pero, además, es vital el deseo de añorar. La nostalgia y la melancolía impregnan los textos del autor venezolano remitiendo, de manera constante, a un pasado perdido. La memoria se inunda de imágenes lejanas, de experiencias pasadas que saltan tras la desilusión del presente. Así se cuestiona la añoranza de un tiempo edénico, en algunos casos, y en otros, únicamente mejor que el actual: “a saudade de quem sou”, diría Pessoa (2006: 162). Nos encontramos, pues, ante personajes que recuerdan, que reconstruyen como algo innato a su existencia: recuerdo luego existo. Así, para acercarnos a la naturaleza del recuerdo en la narrativa de Méndez Guédez hemos establecido cuatro posibles planos: la obsesión, la necesidad, la asociación y la distorsión.

El recuerdo obsesivo: la cita con Alecto Gran parte de los protagonistas mendezguedianos siente lo que definió el psicólogo ruso Alexander R. Luria como la “emergencia incontrolable de recuerdos” (Marina 1997: 43). Un tumulto de imágenes, de acciones, que se suceden como en un bombardeo sin diferenciar su carga positiva o negativa. Las mentes de sus personajes están abiertas a la recepción de todo tipo de visiones pasadas y, para ellos, es imposible eliminarlas, bien por dificultad para hacerlo o bien por voluntad propia. Éste es el caso, por ejemplo, de Claudio, el protagonista de Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1998): el viaje a Tenerife, a la isla, le sumerge en una continua espiral de recuerdos, en la tormentosa situación de reflexionar acerca de su pasado y, sobre todo, de la relación dramática con su país, su hermano y su padre. Otro caso pertinente lo encontramos en “La bicicleta de Bruno” (2009), relato en el que las imágenes se aglutinan en la mente del pequeño protagonista como actos por los que siente un sincero remordimiento. Así, la fiebre que sufre este personaje y su consiguiente delirio se explican a partir de la obsesión por la fechoría cometida: “Fui yo, Gianna, siempre fui yo” (192). Además, el niño

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alude a una pesadilla en la que se sucede la aparición de un terrorífico sapo, algo que no es gratuito y que nos remite al poema “Las furias” de Virgilio Piñera (Piñera 2000: 23-25), en el que el autor cubano invoca a las temidas Tisífona, Alecto y Megea, conocidas por el desasosiego y la locura que producían en sus víctimas, según la mitología griega. Méndez Guédez corrobora, con este texto, que la desesperación, la angustia que producen los recuerdos, no es arbitraria; cualquier personaje está en condiciones de sufrirla: Porque agarro el sapo con la mano y siento un escalofrío. Algo así como una conciencia de que algo no va bien, de que debo escapar, de que debo huir. Y en la noche es la fiebre, así que mi madre toma agua fría para ponerme paños en la cabeza. Pero yo me agito (2001: 17)

Vivir para una imagen Bajo la pauta de la necesidad, en la obra del autor venezolano, encontramos también historias en las que los personajes se aferran de manera consciente a los recuerdos, individuos que necesitan recordar como salvación, venganza u obligación. Así, en esta lista de algunos ejemplos tomados de Historias del edificio (1994): “2b” (16), “4b” (21-23), “5b” (27-28), “Retrato de mi padre uniformado orinando en el río Turbio” (60-62), “Aires y repliegues” (63-66) o “Valeria tibia o siempre, en la mitad inexacta de Caracas” (86-95), caracterizados por la certeza de los detalles recordados o por una voluntad, como en el caso de “Retrato de mi padre”, de retener ese pasado. Sin embargo, es necesario analizar más detenidamente el relato “En marzo florecen los prunos” (2007: 53-60) y la novela Una tarde con campanas (2004). En el primero de los textos, el protagonista guarda recelosamente una imagen macabra en la mente: una mujer muerta en el cuarto de baño. A partir de esta visión, el autor elabora un relato en el que se mezclan el amor platónico, el drama del personaje femenino, su incomprendido individualismo, y los ojos de un niño que no pueden olvidar la hermosura de la muerte. Asistimos así, a

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la emergencia de un recuerdo de la niñez, en el que el horror y la belleza perduran como síntomas de una infancia que en ningún momento se señala como traumática. A pesar del dramatismo que transmite, no hay un intento de olvido, sino que el protagonista atesora ese instante en la memoria con un dulce, pero necrófilo placer: “era bellísima, / mi amigo gritaba pero no podía escucharlo, / era bellísima, /la mujer desnuda, /la primera mujer desnuda que veía en mi vida, /una isla color canela sobre las baldosas” (59). Una muerta que remite a las representaciones artísticas sobre la intimidad de la muerte femenina, al regocijo en la belleza de la mujer inerte, a la Ophelia de Millais o la Procris de Piero de Cosimo, ambas analizadas por Pilar Pedraza (Pedraza 2004: 41-43). En Una tarde con campanas, el personaje central siente la imposición de los recuerdos. José Luis, un niño de unos diez años que junto a su familia huye de su país, es obligado a no perder la memoria del pasado, de la identidad. De ahí que el recuerdo se presente como una exigencia paterna, un antídoto ante la amenazante pérdida de las raíces: “No digas coche, se dice carro. ( )/ No digas gafas, se dice lentes ( )/ No digas cortado, se dice marrón ( )/ Carajo, que no digas, no digas, que no hables así, carajo. (Méndez Guédez 2004: 85).

Asociaciones: de repente el recuerdo Otra de las premisas que incumbe a la expresión del recuerdo en Méndez Guédez es la asociación. La psicología ha demostrado que el hecho de rememorar, en ocasiones, va unido al acto de evocar imágenes, experiencias, a partir de visiones contemporáneas al sujeto que recuerda. Así, estas marcas del pasado van reconstruyéndose en el momento en el que se activa la conexión de situaciones. Podríamos decir, pues, y el cine ha jugado en incontables ocasiones con esta idea, que se produce una especie de chispazo en el cerebro que empuja la acción de la memoria. Como los investigadores de estos aspectos han señalado, estos estímulos “autentifican

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el recuerdo al mostrar su permanencia en el presente” (Fernández 1997: 75). Por otro lado, es lógico que los medios visuales hayan abanderado la representación de este tipo de vivencias mediante la técnica del flashback. Por lo demás, la mente humana también aprende a funcionar a partir de lo que percibe y, de este modo, se explica que hayan cambiado las técnicas rememorativas, es decir, que hayamos aprendido a recordar a partir de estos patrones cinematográficos. La escritura de Méndez Guédez no es ajena a estas consideraciones. Sus personajes, provistos de una memoria prolífica, también asocian consiguiendo una visión prácticamente nítida, fílmica, de la experiencia pasada. De esta forma, y tomando como ejemplos El libro de Esther (1999) y el relato “1971” (2001: 13-121) en su obra pueden señalarse evocaciones espaciales y sensoriales. De El libro de Esther se debe acentuar la referencia geográfica de la isla como punto de partida para la sucesión de los recuerdos: “No sé por qué pero ahora creo entender que yo he venido acá a recordar mi futuro” (182), dice el personaje central, Eleazar, al final de la novela. Así, la isla, a la que puede aplicarse una inmensa carga simbólica, se convierte en un espacio desde el que viajará temporalmente para recuperar su historia pasada. Sólo desde este punto el relato se empapará de las imágenes que ocurrieron en otro tiempo pero a las que Eleazar les concede la posibilidad de ser vividas en el presente: “Y al tropezar unos con otros es como si estuvieses asistiendo a la escenificación de una vida que se multiplica, como si en esa calle festiva de Santa Cruz, en ese segundo intacto del carnaval, yo pudiese convocar en un idéntico sitio las muchas personas que he sido y que voy siendo”. (135). En “1971” el choque eléctrico es producido por un mordisco. Cuando el protagonista siente los dientes de su pareja en la piel la reminiscencia es inevitable; como en un perfecto flashback, Alfredo es transportado a 1971 para resucitar un recuerdo que parecía borrado y que quizá se guardaba reprimido en la mente del personaje: “Y hoy cuando me mordiste fue que volví a pensar en ella. ¿Te das cuenta? Todos estos años y sólo hoy pensé en ella” (2001: 120)

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Las trampas del olvido Sin embargo, y como venimos señalando, no todo lo que se recuerda es real; el hombre tiende a distorsionar los recuerdos, crea versiones a las que otorga su firma personal. Esta variación de los recuerdos no causa en el individuo la misma angustia que el olvido, por el contrario, la distorsión “va frecuentemente acompañada de la sensación fuerte y sincera de que lo que recordamos de un evento puede ser incompleto pero no inexacto o completamente falso”(Fernández y Díez, 2001: 161). Por lo tanto, estas trampas no son tan paradójicas como pudieran resultar; a medida que el pasado se aleja, los recuerdos son moldeados por el tiempo, productos “de la erosión del olvido” (Augé 1998: 27), y éste es un problema que atañe a todo sujeto con memoria. Así, los personajes de las historias de Méndez Guédez también sufren esta deformación del recuerdo tan frecuente en el ser humano. En un primer lugar podríamos indicar la distorsión en los detalles recordados, el llamado recuerdo flashbuld. Este error de la mente recupera vivencias intensas y les añade pinceladas inexactas, fragmentos inventados que se ajustan a los sucesos reales. Éste es el caso, por ejemplo, de “Tan nítido en el recuerdo”(2001: 79- 93) —texto que muestra ciertos guiños a las teorías sobre la memoria del hermético Giordano Bruno— donde el personaje protagonista deforma el pasado a lo largo del relato, recupera detalles falseados e incluso logra situarse, por medio de los recuerdos, en dos momentos alejados en el tiempo y en el espacio: la vida pasada con Amalia y la barra del bar desde donde la imagina. Otra de las muestras de este gazapo mental aparece en “Eterno y fugaz retorno” (2001: 23-38), en el que se menciona la tendencia a completar la realidad con datos engañosos: “Luego reconoció que aquello era tan sólo una de esas trampas del olvido, uno de esos agujeros de la memoria que se van rellenando con los materiales que se tienen próximos, a mano” (25). El falso recuerdo vaga también por los textos del autor venezolano. La memoria juega una mala pasada al individuo, le presenta historias inventadas completamente verosímiles y éste no pone en

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duda la naturaleza de ese recuerdo. Para acercarnos a este suceso debemos volver al relato “La bicicleta de Bruno”, donde presenta una distorsión a partir de las alucinaciones del protagonista, debidas a la fiebre y al remordimiento. El personaje confunde la realidad con las películas La ladrona, su padre y el taxista (Peccato che sia una canaglia, Alessandro Blasetti, 1954) y El ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, Vittorio de Sica, 1941), que guarda ciertas analogías con la triste situación de sus vecinos italianos. Como se ha venido mostrando en estas páginas, la obra de Méndez Guédez transita los espacios de la memoria mientras reflexiona, con sus neuróticos personajes, acerca de los problemas evocativos del individuo. Sus textos se acercan al receptor y éste puede sentir propias las vivencias narradas, como si cada uno de sus protagonistas pudiera compartir experiencias con un lector que también recuerda.

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