José Miguel Wisnik. Notas sobre música y política en el Brasil

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Descripción

Música (g)local

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Notas sobre música y política en el Brasil*

* Traducido por Mónica González García.

** Profesor emérito de Letras, Universidad de Sao Paulo.

JOSÉ MIGUEL WISNIK** Es muy difícil hablar sobre relaciones entre música y política cuando sabemos que la música no expresa contenidos de manera directa; ella no tiene asunto y, aún cuando viene acompañada de letra, en el caso de la canción, su sentido está cifrado de modos muy sutiles y casi siempre inconscientes de apropiación de los ritmos, los timbres, las intensidades, las tramas melódicas y armónicas de los sonidos. Y sin embargo, en algún lugar y de algún modo, la música mantiene, con la política, un vínculo operante y no siempre visible: es que ella actúa, por la propia marca de su gesto, en la vida individual y colectiva, enlazando representaciones sociales con fuerzas psíquicas. El uso de la música, con toda “su violenta fuerza dinamogénica sobre el individuo y las multitudes”, como decía Mário de Andrade1, envuelve poder, pues los sonidos pasan a través de la red de nuestras disposiciones y valores conscientes y convocan reacciones que podríamos acaso llamar sub e hiperliminares (reacciones motivadas por asociaciones insidiosamente inducidas, como en la propaganda, o provocadas por la movilización ostensiva de sus medios de fascinación, como en un ritual religioso o un show de rock). Estando muy cerca de aquello que conseguimos experimentar en materia de felicidad humana, la música es un foco de atractivos que se presta a variadas utilizaciones y manipulaciones. Instrumento de trabajo, hábitat del hombre-masa, medio metafísico de acceso al sentido que reside más allá de lo verbal, recurso de fantasía y compensación imaginaria, medio ambivalente de dominación y de expresión de resistencia, de compulsión repetitiva y de flujos rebeldes, utópicos, revolucionarios, “la música es siempre sospechosa”, decía un personaje de Thomas Mann en La montaña mágica. Su papel es decisivo en la vida de las sociedades primitivas, en la cotidianidad popular, y el Estado y las religiones no la dispensan. La práctica de la música por parte de los grupos sociales más diversos envuelve múltiples y complejos índices de identidad y conflicto, lo que puede hacerla amada, repelida, endiosada o prohibida. Siendo siempre comprometida, es una tierra ideológica de nadie. 157

“Terapéutica musical”, Namoros con a Medicina, São Paulo, Martins, 1972, p. 14.

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Triste Fim de Policarpo Quaresma.

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Tradicionalmente, uno de los nudos de la relación entre política y música estuvo en la separación, llevada a efecto por los grupos dominantes, entre la música “buena” y la música “mala”, entre la música considerada elevada y armoniosa, por un lado, y la música considerada degradante, nociva y “ruidosa”, por otro. En realidad, eso se debe a que la propia idea de armonía, que es tan musical, se aplique desde hace largo tiempo a la esfera social y política para representar la imagen de una sociedad cuyas tensiones y diferencias están compuestas y resueltas. Desde el punto de vista dominante, la refutación y la diferencia aparecen como “ruidos”, como cacofonías sociales, como disonancias a ser recuperadas según un código ideológico del cual muchas veces la música oficial figura como su demostración “natural”. En Río de Janeiro desde el comienzo del siglo XX, para dar un ejemplo, una cierta música de concierto, el repertorio leve de los saraos, el carnaval elegante y la ópera podían ser vistos por la gente bien situada como música saludable, mientras que las batucadas de los negros, los teatros de revista, los sambas y la bohemia de serenatas portaban el estigma del ruido rebajante, objeto frecuente de represión policial (véase el episodio ejemplar de El triste fin de Policarpo Cuaresma2, en que el pequeño funcionario lleno de buenas intenciones patrióticas es discriminado por aprender a tocar guitarra). De hecho, en la práctica musical de esos grupos “marginales”, en la investidura sincopada de los sonidos, en su corporalidad diferenciada, despuntan los trazos, reprimidos y atrayentes, incisivos y no expresamente articulados, de fuerzas sociales virtualmente subversivas, por menos que una revolución estuviera en el horizonte histórico lineal inmediato. Actualmente, no obstante, ese cuadro cambió: la industrialización del sonido a través del disco y la radio, seguida por el incremento acelerado de los medios de reproducción capaces de colocarlo en una red de terminales diseminados por todas partes, alteró decisivamente el papel y lugar social de la música. Ahora, el capital multinacional no se ocupa de imponer la música “elevada” y sublimada (considerada casi religiosamente como “superior”), expulsando de la república musical las sonoridades divergentes, sino que absorbe y lanza en el campo del mercado las más variadas expresiones de música de baile en tanto reguladas por ciertos patrones de homogenización, cicladas y recicladas según el ritmo de moda. El ruido de la repetición musical, funcionando a la manera de un código genético de la reproducción social, es silenciador del ruido en tanto disonancia, y tiende a cavar un vacío de sen158

tido donde el oído no escucha más y adhiere apenas a la seducción automática de un “gusto” especializado (donde uno sólo oye rock, otro sólo oye samba, uno sólo oye los clásicos, otro sólo música de vanguardia y otro sólo música ligera: cada estilo musical una especie de redoma, isla de tranquilidad posible en un mundo conturbado). Mas no por eso el campo de la música de masas es un mar muerto; muy por el contrario, por traer las diversas fuerzas de la música, en polimorfas y democráticas mixturas, al corazón del sistema, la industria cultural contemporánea encierra un delicado equilibrio de poderes, cuyo límite de control no es muy preciso, o por lo menos sujeto a movimientos contradictorios según el sabor de las presiones históricas. Lo que va a acontecer con todas esas fuerzas, comparables a un complejo industrialmilitar que cerca fábricas de música ligadas al inconsciente, depende de un imponderable. Para comenzar a elaborar algunas consideraciones sobre el lugar de la música en la cultura brasileña, voy a partir de una anécdota que ejemplifica bien el carácter político del significante musical. Cuando compuso el conocido samba titulado “Com Que Roupa?”3, Noel Rosa oyó de un amigo la observación de una coincidencia que le había pasado inadvertida: la melodía del primer verso (“Agora vou mudar minha conduta”4) era igual a la melodía del primer verso del Himno Nacional: A – go - ra vou mu - dar mi - nha con – du - (ta) Ou – vi - ram do I – pi – ran - ga às mar – gens plá - (cidas)5

En la melodía del samba, tal como éste llegó a nosotros, la semejanza con el Himno ya vino acentuada por el compositor, mediante una pequeña alteración (en vez de comenzar con un diseño melódico ascendente, como en la versión original, la música comienza con un torneo descendiente). Aun cuando hubiera escapado a la atención del propio compositor, la semejanza del samba con una melodía tan emblemática y tan marcada como la del Himno Nacional era una incomodidad que debía ser evitada. Entretanto, es esa semejanza/diferencia la que nos permite notar el carácter significativo del sonido, en este caso a través del ritmo. Las dos melodías coincidían, pero eran dislocadas por un factor acentual diferenciado: una era recortada según el patrón impositivo del himno y otra según las síncopas del samba. Si probamos cantar la letra de Noel con el ritmo del Himno Nacional, y éste con la cadencia del samba “Com Que Roupa?”, observamos que 159

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“¿Con qué ropa?”

4 “Ahora voy a cambiar mi conducta”.

Ouviram do Ipiranga às margens plácidas (Oyeron del Ipiranga a las orillas plácidas).

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Según José Miguel Wisnik, el “negaceo” (negacéio en portugués) es una poética propia de la canción popular brasileña que consiste en “decir desdiciendo”. En términos formales, el autor identifica esta poética en la figura rítmica de la síncopa. Para más información, “Machado Maxixe: o caso Pestana”, Teresa: revista de literatura brasileira, São Paulo, Editora 34, 2004. 6

hay un efecto de sentido totalmente alterado. Cantada según la figura rítmica del Himno, la frase “Agora vou mudar minha conduta” adquiere un acento marcial y corporativo. No es más el habla individual e irónica del “ciudadano precario”, el sujeto del samba, que afirma entre negaceos6 sincopados su disposición irrisoria de afirmarse a la vida, sino una especie de voz colectiva que brama con acentos épicos una voluntad de autotransformación. Voluntad de transformación que tiene por objeto y escenario de su operación energética el propio cuerpo sometido al ritmo reticular, en que los acentos métricos convergen sobre los tiempos fuertes del compás de manera inequívoca, como golpes de martillo que disciplinan su movimiento regular de subida y bajada “de modo de extraer de él su mayor rendimiento”. El ritmo del samba y del himno constituyen dos configuraciones pulsionales diferentes, recordándonos aquello que los griegos llamaban el ethos de la música: su carácter, un cierto patrón de sentido afinado según un uso, y que hacía que algunas melodías fueran guerreras, otras sensuales, otras relajantes, y así sucesivamente. En la teoría musical que nos llegó de los griegos, el ethos estaría ligado a la melodía musical, aunque nada nos impide pensar el ritmo como un parámetro decisivo para definir el carácter de una música. La frase de Noel Rosa se inviste, por causa del ritmo, de un ethos cívico, de un ánimo combativo y marcial, viril y pretendidamente sin sombras, en vez de la disposición resbaladizamente mercurial que conforma el ethos malandro del samba (en que la exposición de las intenciones viene minada de inflexiones, intervalos subentendidos, y el cuerpo oscila y sujeta el vacío de las síncopas contraponiendo a las palabras la presencia de una acción intermitente y nodicha). Si se cantara, a su vez, el Himno Nacional con el ritmo del samba “¿Com Que Roupa?”, habría también una sustitución de sentido: junto con sus acentuaciones típicas, el primero perdería el buscado carácter épico en que el “bramido retumbante” baja desde lo alto como un rayo, y asumiría un tono maliciosamente idílico y utópico de samba-enredo (género que tiene su origen justamente en la coyuntura entre la tradición del malandraje y el pastiche del discurso cívico). En ese momento, la configuración de poder implícita en ese emblema de Nación se vería desmanchada y transformada (razón por la cual el Himno es protegido por ley en su versión oficial, y mucho más severamente mientras más autoritario sea el régimen, esto es, como símbolo de poder defendido de cualquier otra apropiación). 160

Si el lector ha podido experimentar ese pequeño ejemplo como algo que pasa en el propio cuerpo sin dejar de remitir al orden de los objetos, esto es, si el lector ha podido sentir la disposición rítmica como una disposición para con el mundo, ha de entender aquella afirmación que se hace en La república de Platón: no se pueden alterar los géneros musicales sin afectar las más altas leyes políticas. O, en otras palabras: las pulsiones sonoras cargan una red de significados políticos de un modo tan cercano y tan inherente al propio cuerpo de los significantes musicales, que la mayoría de las veces pasan inadvertidas. “Deslizándose mansamente entre costumbres y usanzas”, ellas son capaces de alcanzar convenciones sociales y constituciones, y, según los movimientos que insinúan, pueden “subvertir todas las cosas en el orden público y privado”7. La fisonomía musical del Brasil moderno se formó en Río de Janeiro. Allí fue que una punta de ese enorme substrato de música rural esparcida por las regiones tomó una configuración urbana. Transformando las danzas binarias europeas a través de las batucadas negras, la música popular emergió para el mercado, esto es, para la naciente industria del sonido y para la radio, abasteciendo de material para el carnaval urbano, en el que un caleidoscopio de clases sociales y de razas experimentaba su mixtura en un país recientemente salido de la esclavitud para entrar al “modo de producción de mercaderías”. En el mismo momento en que la industrialización y la inmigración producían en São Paulo el fenómeno moderno de la huelga obrera, en Río de Janeiro se producía el samba como expresión de grupos sociales marginados que tomaban el espacio de la ciudad en la fiesta carnavalesca, y que marcaban su diferencia y su deseo de pertenencia mediante la música. Aparentemente, el ethos del samba en sus comienzos, en las décadas de 1920 y 1930, sería un anti-ethos: el del malandraje, una negación de la moral del trabajo y de la conducta ejemplar (efectuada mediante una farsa paródica en que el sujeto simula irónicamente tener todas las condiciones perfectas para el ejercicio de la ciudadanía). Súmase que esa negativa ética viene acompañada de un elogio de la orgía, de la entrega al placer de la danza, el sexo y la bebida (considerados desde los griegos como del orden del pathos y no del ethos). Pero el “orgullo de ser ocioso” (Wilson Batista) corresponde también a una ética oculta, en cuanto la afirmación del ocio es para el negro la conquista de un intervalo mínimo entre la esclavitud y la nueva y precaria 161

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La República, 424 c, d, e.

condición de mano-de-obra-descalificada y fluctuante. Aunque parezca ausente de la música popular, la esfera del trabajo se proyecta dentro de ella “como una poderosa imagen invertida”. En la música popular de esa época,

Gilberto Vasconcellos y Martinas Suzuki Jr., “El malandraje y la formación de la Música Popular Brasileña”. En: Boris Fausto (dir.), História Geral da Civilização Brasileira – O Brasil Republicano, São Paulo, Difel, 1984, tomo 3, vol. 4, p. 505.

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la historia del trabajo es narrada a contrapelo. El obrero es el principal personaje a la sombra, ofuscado por la ruidosa y alegre consagración de la figura del malandro8.

Un contraorden tal tiene su puesta inicial y su aliado en la música, en la desinhibidora afirmación de una rítmica sincopada anunciando un cuerpo que se insinúa con juego de cintura y consigue abrir flancos para su presencia, irradiando diferencia y buscando identidad en el cuadro de la sociedad de clases que se formaba. El Estado Novo explicita las relaciones entre la música y la política en el Brasil de un modo muy significativo. Tomando la exaltación del trabajo, junto con el ufanismo nacionalista, como base de su propaganda, el Estado subvenciona la música como instrumento de pedagogía política y de movilización de masas, intentando hacerla portadora de un ethos cívico y disciplinador. Es durante ese episodio que Villa-Lobos lleva adelante el programa de implantación del canto orfeónico en las escuelas del país, tomando la actividad coral como un vehículo de introyección del sentimiento de autoridad. El malandraje sambístico, en ese contexto, aparece como un mal a ser erradicado, como ruido y disonancia destinados a ser resueltos en un acorde coral. Mediante una cierta seducción indirecta, el Departamento de Prensa y Propaganda incentiva a los sambistas a hacer el elogio del trabajo en contra del malandraje. Invitación en gran parte fracasada, en tanto, y por una razón que podemos entender bien. Aunque algunos sambas busquen efectivamente asumir un ethos cívico en el nivel de las letras, esa intención es contradicha por el gesto rítmico, por las pulsiones sincopadas, que, como ya vimos, oponen un desmentido corporal al tono hímnico y a la propaganda trabajista. La tradición del malandraje resiste, desde dentro del lenguaje musical mismo, la reducción oficial, produciendo curiosas incongruencias de letra y música, y sobrevive intacta, ciertamente, al Estado Novo. Pero, de todos modos, éste deja marcas fuertes en la música popular brasileña: es durante los “carnavales de guerra” que las escuelas de samba asumen efectivamente en sus enredos el tono apologético y grandilocuente que conocemos, y es en 162

esos años que Ary Barroso “sinfoniza” el samba, tornándose una especie de Villa-Lobos del género9. En el paso de los años 1940 a los años 1950 es que la música popular en el Brasil tomará un aspecto más abarcador, globalizando el país en sus regiones y penetrando más profundamente en el tejido de la vida urbana. Los ritmos nordestinos ganan una compactación en el bahiano de Luiz Gonzaga, y Lupicinio Rodrigues revela la cara del Sur, aunque también participando de un nuevo intimismo, de un lirismo de masas que se disemina ahora por todas partes en boleros, sambas-canciones y baladas románticas. Junto con el samba que permanece, y con las pequeñas marchas carnavalescas, se abre el espectro del repertorio de la Radio Nacional, en cuyas ondas viaja el imaginario nacional. Vigoriza la densa corriente de un romanticismo de masas disputado en su multiplicidad: constelaciones de estrellas brillan en la radio, encendidas también por el frenesí de la rivalidad. Dalva de Oliveira, Marlene y Emilinha, Ángela María alternan y simultaneízan sus reinados, para los cuales se amplía y estabiliza el gran público que se entrega al imperio de la Voz. Absorbiendo y trabajando elementos venidos de varios puntos del país, y devolviéndolos a través de la emisión radiofónica, Río de Janeiro es la capital de una música nacional, de una nación musical. La bossa nova vino a poner fin a ese estado de inocencia ya integrado y todavía pre-“MPB”10; ella creó la cisión irreparable y fecunda entre dos niveles de la música popular: el romanticismo de masas que hoy llamamos “llorón”, y que tiene en Roberto Carlos a su gran rey, (aunque formado como todos los grandes cantantes/compositores de su generación, escuchando a João Gilberto), y la música “intelectualizada”, marcada por influencias literarias y eruditas, de gusto universitario o estetizado. Fue la bossa nova la que introdujo este patrón, con armonías venidas de la música erudita (especialmente del impresionismo francés), letras enjutas y constructivistas, timbres investigados e influencias de la canción estadounidense (Cole Porter) y del jazz. Se trata de un arte moderno en la ironía y en la consciencia de los procesos de construcción (el “Desafinado”, el “Samba de uma Nota Só”), que resonó en sus armonías y su latido las señales de un país capaz de producir símbolos no-pintorescos de valor internacional: Brasilia, el fútbol campeón mundial, una música inventiva y que se tornó después casi en módulo industrial de sonido-aeropuerto (además de influenciar hasta hoy la música estadounidense y europea, desde el jazz hasta el rock). 163

9 Abordé el tema en el texto: “Getúlio da Paixão Cearense (VillaLobos e o Estado Novo)”, Enio Squeff y J. M. Wisnik (ed.), O Nacional e o Popular na Cultura Brasileira – Música, São Paulo, Brasiliense, 1983.

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Música Popular Brasileña.

“Caminando (Para no decir que no hablé de flores)”. 12 “Punteo”. 13 “La calle y el guitarrista”. 11

“[N]ada en el bolsillo o en las manos”. 14

La bossa nova no mantuvo intactos por mucho tiempo el intimismo urbano y la contemplación optimista del país moderno que la caracterizaran, pues las líneas cruzadas de aquel momento cultural, en que un proyecto populista de alianza de clases con bases nacionales contradecía fuertemente el desarrollismo, llevaron a que ella se desdoblara en una música de tipo regional, rural, basada en la tonada y la moda de la guitarra, cuando no en el frevo, el samba y la marcharancho. Vandré, Sergio Ricardo, Edu Lobo, Gilberto Gil y el propio Caetano, entre otros, hicieron la misma transición, de una formación bossa-novística a una canción de protesta. Otro ethos despuntaba en esa canción elaborada y de filiación literaria (sus letristas, lectores de Drummond, Cabral, Mário de Andrade): junto con la tematización de la justicia social y la reforma agraria, el despertar de un horizonte históricomítico salvacionista en que el futuro y el mañana contenían, en una certeza casi mágica, la promesa de la felicidad popular. Esa certeza de la buena nueva, el anuncio de un nuevo día, vinculados ciertamente a antiguas tradiciones órficas que atribuyen al canto el poder de producir armonía y luz, dependían, en tanto, de una visión purista de la cultura, en que los elementos musicales eran considerados portadores de una esencia nacional contenida en la música rural. Y es esa pretensión de pureza la que el movimiento tropicalista vino a denunciar, haciendo un corte de la cultura brasileña en que ella aparece como un foco de choques entre lo artesanal y lo industrial, lo acústico y lo eléctrico, lo urbano, lo rural y lo suburbano, lo brasileño y lo extranjero, el arte y la mercadería. En la canción de protesta la historia aparece como una línea a ser seguida por un sujeto pleno de su convicción (o al menos que busca encontrarse con ella), que se mueve en conjunto con una colectividad histórica para vencer obstáculos, buscando alcanzar aquel fin que despunta teleológicamente en el horizonte temporal. Ese sujeto, que busca mantener “la historia en la mano” como quien sostiene las riendas de un caballo, aparece tanto en el “Caminhando (Para Não Dizer que Não Falei de Flores”11), de Geraldo Vandré, como en el “Ponteio”12, de Edu Lobos y Capinam, o en la cabralina y alegóricamente ejemplar “A Estrada e o Violeiro”13, de Sidney Miller. En la representación tropicalista, por otro lado, la historia aparece como lugar de dislocamientos sin linealidad y sin teleología, lugar de una simultaneidad compleja en que el sujeto no se ve como portador de verdades (“nada no bolso ou nas mãos”14), ni distingue una senda; ella es el campo en el cual los 164

contenidos reprimidos de una cultura colonizada saltan a la vista en su simultaneidad desnivelada. Así, el tropicalismo devuelve la MPB universitaria, heredera de la bossa nova, a su medio real, la “jalea general brasileña”, foco de culturas […] En el fermento de crisis que tira al viento, el tropicalismo capta la vertiginosa espiral descendente del impasse institucional que llevaría al AI-515.

Ciertamente, esas representaciones opuestas de una historia que se tornaba cada vez más urgente generaron una fuerte guerra de interpretaciones, que tuvo como palco los festivales de 1967 y 1968, y que era mucho más profunda que la mera oposición entre los emblemas de esas representaciones: la guitarra sertaneja y la guitarra eléctrica. Esos instrumentos eran los índices, los portadores del ethos (y del pathos) de una visión épicodramática y nacional-popular de la historia y del Brasil, por un lado, y de una visión paródico-carnavalesca, aunque trágica, del Brasil en el mundo, por otro. El trauma histórico que interrumpe ese enfrentamiento (el AI-5) de cierto modo paralizó el dinamismo de la cuestión, y la flagró en negativo; el enfrentamiento entre esas dos perspectivas de lectura del Brasil, la del ethos épico y la del pathos carnavalesco, se inmovilizó en discusiones que regresan siempre a la misma tecla, generalmente a través de un tópico que a mi ver enmascara y dificulta la discusión: el del nacionalismo o no-nacionalismo. De cierto modo, todo ese proceso de la década de 1960 acentuó el lugar original que la música popular venía ocupando en el Brasil, por su pertenencia simultánea y contradictoria a diversos sistemas culturales. Medio y mensaje del Brasil, por la textura densa de sus ramificaciones y por su penetración social, la canción popular deletrea en su propio cuerpo las líneas de la cultura, en una red compleja que envuelve la tradición rural y la vanguardia, lo erudito y lo popular, lo nacional y lo extranjero, el artesanado y la industria. Originaria de la cultura popular no-letrada en su substrato rural, se desprende de ella para entrar en el mercado y la ciudad; dejándose penetrar por la poesía culta, no sigue la lógica evolutiva de la cultura literaria, ni se afilia a sus patrones de filtración, obedeciendo al ritmo de la permanente aparición/ desaparición del mercado, por un lado, y al de la circularidad envolvente del canto, por otro; reproduciéndose dentro del contexto de la industria cultural, tensiona muchas veces las reglas de estandarización y de la redundancia mercadológica. En suma, no funciona dentro de 165

J. M. Wisnik, O Minuto e o Milênio ou, Professor, Uma Década de Cada Vez [Ver pp. 180181]. 15

los límites estrictos de ninguno de los sistemas culturales existentes en el Brasil, aunque se deje permear por ellos. Atravesó los períodos más obscuros de los años 1970 con gran fuerza, oponiendo a la represión una poética de la afirmación de la vida por la asunción del cuerpo pleno, extrayendo su fuerza política del Eros danzante y de la belleza del canto. Hoy, su destino, como el nuestro, es una gran pregunta.

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