José I y los afrancesados. Otra España posible

August 24, 2017 | Autor: Juan López Tabar | Categoría: Guerra de la Independencia Española, Afrancesados
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Descripción

JOSÉ I Y LOS AFRANCESADOS. OTRA ESPAÑA POSIBLE Juan López Tabar

Para mis niños, Mateo y Sergio. Mi vida.

Las páginas que siguen pretenden ofrecer una síntesis del reinado de José Bonaparte y de la historia de quienes fueron sus seguidores, los llamados afrancesados. Síntesis apretada, pues es mucho tema para unas pocas páginas que, no obstante, confío en trazar con la suficiente claridad. Son páginas forzosamente deudoras de un trabajo anterior de mayor calado, la que fuera mi tesis doctoral publicada a finales de 2001 bajo el título de Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833). No obstante, en los ya varios años transcurridos desde su publicación han surgido diversos trabajos y artículos, propios y ajenos, que, como el lector podrá comprobar, se incorporan con provecho a estas páginas. Entre unos y otros vamos construyendo la historia de un monarca injustamente maltratado y de unos españoles que, todavía hoy, siguen marcados con el estigma de la traición.

1. España en 1808

Después de un siglo XVIII en el que, no sin obstáculos, las luces de la ilustración dieron muestras de su proyecto reformista (pensemos en las Sociedades Económicas de Amigos del País, en el brillo de periódicos como El Censor, o en el impulso de la educación tras la expulsión de los jesuitas), la explosión que supone la revolución francesa de 1789, que coincide fatalmente con el advenimiento al trono de Carlos IV, provocará lo que Julián Marías llamó un proceso de «radicalización inducida», esto es, que todas aquellas medidas ilustradas, positivas hasta entonces, se tornaron automáticamente en sospechosas, peligrosas, ante los acontecimientos que se están desarrollando en el país vecino1. El mejor ejemplo de ello lo tenemos en la actitud del conde de Floridablanca, uno de los principales impulsores de la ilustración bajo el reinado de Carlos III, que tras lo ocurrido en Francia, dando un brusco giro a sus ideas, suspenderá la publicación de numerosos periódicos y cerrará a cal y canto los Pirineos.

Sólo cuando Godoy alcance el poder se reactivarán las esperanzas de estos reformistas, gracias a su decidido apoyo a nuevos proyectos ilustrados (como el Instituto Pestalozziano, por ejemplo), y al resurgimiento de la prensa. A Godoy no le faltó voluntad regeneracionista, y pudo ganarse, gracias a su política, el apoyo de buena parte de la elite ilustrada, al menos durante unos años. Sin embargo, su encumbramiento como valido del monarca, que le granjeó el odio de buena parte de la aristocracia, encabezada por el Príncipe de Asturias; su política religiosa, que le enfrentará con la poderosa jerarquía eclesiástica, y la difícil situación económica y política, que le llevará irremisiblemente a ponerse en manos de Napoleón, haría que en los umbrales de 1808 fuera visto como el causante de todos los males y, por consiguiente, su caída en el motín de Aranjuez y el ascenso al trono del deseado Fernando VII, el comienzo de una etapa de prosperidad2. Para la clase política, la alta administración, el clero ilustrado..., en definitiva la minoritaria elite consciente de la situación, la primavera de 1808 tuvo que ser cuando menos complicada. Primero, en marzo, la caída de Godoy y el ascenso de Fernando VII, con el consiguiente movimiento de reacomodo, más o menos disimulado, ascenso y defenestración de algunos, y simultáneamente, un ambiente creciente de recelos, tensiones, dudas y sospechas ante la paulatina ocupación francesa. Cuanto explotó todo el 2 de mayo, esta “España pensante” tuvo que vivir una situación angustiosa ante el vértigo de la decisión: secundar el levantamiento popular o acatar a los nuevos gobernantes. Es lo que Mª del Carmen Iglesias ha llamado recientemente «la tragedia de la inteligencia»: la terrible disyuntiva de estas elites entre apoyar a las nuevas autoridades, que junto con la invasión traen consigo la anhelada regeneración para la monarquía española, o renegar de sus ideas ilustradas y secundar el impulso patriota de guerra al francés3. No todos optaron por lo primero, y desde ese momento, la minoría de españoles que decidieron apoyar a la nueva dinastía quedó marcada por el estigma de la traición casi hasta nuestros días. Son los llamados afrancesados.

2. La Constitución de Bayona y los comienzos del régimen josefino

En aquel tenso mes de mayo, con un Madrid sometido a las tropas de Murat y con la indignación propagándose por las provincias, Napoleón, que tiene ya en sus manos a la familia real, decide poner al frente de la monarquía española a su hermano José, rey de Nápoles desde 1806, y otorgar una constitución a los españoles que sirva de fundamento jurídico de la nueva monarquía. Con la intención de dar un barniz de legitimidad a estas

actuaciones, decide convocar en Bayona una asamblea de notables, formada por 150 miembros de la nobleza, la jerarquía eclesiástica y la alta administración. Sólo conseguiría atraer a entre 75 y 91 personas, que se reunieron en la ciudad vasco-francesa entre junio y julio de aquel año. Los asamblearios se encontraron con un texto ya hecho y con poco margen de maniobra para modificarlo. La Constitución de Bayona, que en realidad fue una carta otorgada por el Emperador, daba al rey un poder autoritario (suyas son las decisiones políticas y la potestad legislativa y normativa), con unos ministros en teoría meros ejecutores de las directrices del monarca (en la práctica no sería así), y un Senado, un Congreso y un Consejo de Estado meramente consultivos. Con todo, regulaba por primera vez en nuestra historia la libertad de imprenta, la igualdad de todos ante la ley, el fin del privilegio, y garantizaba la independencia e integridad de la patria, así como la confesionalidad católica del Estado. En la práctica, el desarrollo de esta Constitución fue casi nulo, pero sirvió de acicate a los refugiados en Cádiz para redactar la Constitución de 18124. Ante aquel reducido grupo de fieles, el nuevo rey prestó juramento de la Constitución y con ellos cruzó en julio de 1808 el Bidasoa, camino de su corte. Bien pronto pudo darse cuenta de la dificultad de su tarea. «Mi posición es única en la Historia. No tengo aquí ni un solo partidario», escribía José a su hermano al poco de cruzar la frontera5. La entrada en Madrid no pudo ser más desoladora, sobre todo si la comparamos con la que pocos meses antes había hecho, en olor de multitudes, Fernando VII. Y cuando no han transcurrido sino unos pocos días, llega a Madrid la noticia de la debacle de Dupont en Bailén. La victoria del general Castaños tuvo, por inesperada, consecuencias inmediatas para el régimen josefino, y fue la última oportunidad para que los que inicialmente se habían decantado por apoyar a José I pudieran echarse atrás. Y así fue: tan solo 9 de los 91 diputados en Bayona, o 5 de los 7 ministros de su gobierno acompañarían al monarca en su retirada a Vitoria. José I sólo tiene un puñado de fieles. De camino hacia el norte, en Buitrago de Lozoya, Azanza, Urquijo, O‟Farrill y Cabarrús, los fieles ministros de José, dirigirán al monarca una exposición en que le plantean las tres únicas salidas posibles: renunciar, conquistar o negociar. Lo primero se antoja imposible, indigno de un monarca recién llegado con las mejores intenciones; lo segundo se quiere evitar a toda costa. La negociación con los patriotas es para ellos la mejor de las soluciones, y plantean al rey negociar una paz separada con Inglaterra y asegurar a Napoleón el pago de todos los gastos hechos hasta el momento y el control de

Portugal. Creen ilusoriamente (o quizás desesperadamente) que la negociación con los jefes patriotas, varios de ellos amigos personales, es posible, cuando no se dan cuenta de que éstos nunca aceptarían a otro monarca que el deseado Fernando VII. Creen, ingenuamente, que Napoleón aceptará que José negocie nada menos que la paz con Inglaterra. Los ministros trabajarían denodadamente para intentar convencer a los patriotas. Así, Cabarrús, el ministro de Hacienda josefino, escribía por aquellas fechas a su buen amigo Jovellanos asegurando que José es «el más sensato, el más honrado y amable que haya ocupado el trono, que usted amaría y apreciaría como yo si le tratase ocho días», añadiendo que «este hombre va a ser reducido a la precisión de ser un conquistador, cosa que su corazón abomina»6. Fue inútil. En cuanto a Napoleón, su respuesta no se haría esperar: opta por la conquista. En noviembre de 1808 entraría como un ciclón al frente de su grande armée barriendo a cuantos ejércitos se interponen en su camino y echando a los ingleses de la Península. José y sus ministros esperarían, arrinconados, a que en enero de 1809 el Emperador permitiera su entrada en Madrid, dando así comienzo efectivo, ahora sí, a su reinado.

3. José y los afrancesados

Antes de seguir adelante merece la pena que dediquemos unas líneas a la figura del nuevo monarca. Lo merece, pues José Bonaparte ha sido una de las personalidades más denigradas e injustamente maltratadas de nuestra historia. Fue motejado de tuerto, borracho, jugador, pelele... y otros mil calificativos que hicieron fortuna en aquella guerra en la que la caricatura del rey jugó un papel de gran eficacia. Y sin embargo era un monarca preparado: jurista, con amplia experiencia diplomática y de gobierno, llegó a España abandonando, no sin pena, su reino napolitano, pero con la intención firme de ser rey de España y de los españoles, y no un mero servidor de su hermano. Con los años, José fue calificado como un “rey filósofo” por el estoicismo con el que afrontó siempre su vida, su carácter humanitario, y su voluntad de guiarse siempre por criterios morales7. Conviene así mismo aclarar el concepto de afrancesados. Así fueron llamados los españoles que, con mayor o menor convencimiento, optaron tras la invasión francesa por apoyar a José I. Este apelativo no se divulgó hasta el final de la guerra, y quizás el nombre más apropiado para designar a los seguidores del nuevo monarca sería el de josefinos (que además evitaría equívocos, pues el término afrancesado designa también, como

calificativo, no como sustantivo, a los españoles que, desde el siglo XVIII imitaron los gustos, modas, lecturas... de la vecina Francia), pero como afrancesados han pasado a la historia8. Miguel Artola, en su clásico estudio, los dividió en juramentados, aquellos que se limitaron a prestar el obligado juramento a las nuevas autoridades, sin que ello significara simpatía con el ocupante, sino meramente la necesidad vital de capear el temporal, y los propiamente afrancesados, que aceptaron o solicitaron cargos y responsabilidades, y en los que prima el componente ideológico9. Estos últimos son los que nos interesan. Tipologías y denominaciones aparte, se hace necesario recalcar la dificultad de una clasificación. Los grados y matices de la adhesión fueron muchos, y abundaron durante los años del conflicto las trayectorias sinuosas. Tampoco fue lo mismo la situación de los que vivieron en ciudades como Cádiz, Alicante o La Coruña, apenas (o nunca) holladas por las tropas francesas, que la de los habitantes del Madrid josefino, donde la presencia de las nuevas autoridades se hizo más patente, o de ciudades como León o Salamanca, que cambiaron varias veces de manos, con el consiguiente juego de equilibrios que tuvieron que practicar sus autoridades. En lo que respecta a las causas de su afrancesamiento, aunque no faltaron entre sus filas los oportunistas, aprovechados y algún que otro canalla, su postura durante la guerra fue una mezcla de posibilismo, resignación y oportunismo, pero también en no pocos casos de un sincero patriotismo, un patriotismo que llegó a tornarse en ilusión ante la esperanza de una España regenerada. Su papeleta tuvo que ser especialmente difícil, colocados entre la ilusión por el proyecto reformista de José I, la ansiedad por el fin de una guerra, en su opinión inútil, suicida y desastrosa para el país, y la impotencia ante las medidas impolíticas de Napoleón y sus mariscales en España. Años después, terminada la guerra, llegado el momento de la reflexión, nos dejaron por escrito los motivos de su postura, como veremos más adelante. Los afrancesados se situaron en el justo medio entre los liberales de Cádiz, que ellos consideran demasiado revolucionarios, y los sectores reaccionarios, enemigos de toda mudanza, que a la postre se saldrían con la suya en 1814. En estos momentos críticos quisieron sacar lecciones de la revolución francesa de 1789 y por ello huyeron de medidas revolucionarias y apostaron por un gobierno fuerte, comandado por el nuevo monarca, y por un programa de gobierno reformador, amparado en la Constitución de Bayona, que garantizara desde el orden las reformas que España necesitaba10.

Hoy, la dialéctica simplista entre patriotas y traidores esgrimida hace más de un siglo por Menéndez y Pelayo, entre otros, hace mucho que ha sido superada, y se hace preciso conocer los motivos, si no de cada caso particular, al menos de cada uno de los colectivos que integran la radiografía de la España josefina. Pero antes de pasar a analizar cada uno de ellos convendrá presentar los métodos de captación de partidarios del nuevo monarca.

4. Un rey a la búsqueda de súbditos. La propaganda afrancesada

Desde el comienzo de su reinado José I fue consciente de que si quería ser rey de los españoles no bastaba con conquistar la nación, sino que debía, lo que era casi más difícil, ganar la opinión de sus súbditos. El objetivo no era solo someter al pueblo español militarmente, sino convencerlo políticamente de la bondad del cambio de dinastía. La política de captación del régimen josefino comenzó ya en 1808, pero no fue hasta 1809, cuando comienza en verdad de forma efectiva el gobierno de José, cuando la estrategia propagandística comenzó a dar sus primeros frutos. No en vano, la guerra de la Independencia sería también una guerra ideológica, una lucha entre el bando patriota y el josefino por captar la voluntad del nuevo soberano: la nación. A ello se emplearían a fondo unos y otros con desigual fortuna. Pasemos pues a hablar de la estrategia propagandística josefina y los métodos empleados.

4. 1 La letra impresa: prensa, proclamas y folletos

España fue el país al que Napoleón dedicó más atención en lo que respecta a la preparación de la opinión pública, preocupación que transmitió a sus generales y al propio rey José. Tanto el gobierno josefino, que por otra parte no era ajeno a las posibilidades de la prensa, como las autoridades militares francesas, fomentaron las creación de nuevos periódicos allí donde no los había, y pusieron en manos de afrancesados la redacción de los ya existentes, en un intento de hacer de la prensa un conducto de pacificación y sobre todo de convencimiento. Por otro lado, el gobierno afrancesado veía con buenos ojos todo lo que fuera disminuir los males de la guerra, y la prensa podía ser un buen medio para ello pues «ciertamente, mudar o rectificar las ideas de los hombres y desimpresionarlos de sus falsas opiniones es un empeño arduo, aunque no imposible. Éste la prensa es un medio dulce, comparado con el que puede interponer el imperio de la autoridad»11.

La importancia de la prensa como eficaz medio de propaganda se pone de manifiesto en los treinta y dos periódicos afrancesados localizados (hasta el momento). En general poco sabemos de estas publicaciones. Buena parte de los redactores nos son desconocidos por el carácter anónimo de la mayoría de los artículos. Al tratarse de una prensa de ocupación, su distribución geográfica siguió los avatares de la guerra. Así, algunas cabeceras como la Gazeta de la Coruña pervivió lo que las tropas francesas en la ciudad (enero-mayo de 1809), mientras el avance hacia el sur permitió en 1810 la fundación de siete periódicos en Andalucía. Andalucía, precisamente, y Cataluña se llevaron la palma respecto al número de periódicos afrancesados, con un total de siete, seguidas de Madrid con cuatro, en la que destacaba por encima de todas la Gazeta de Madrid, que, como órgano oficial del gobierno, tenía una difusión que no se circunscribía únicamente a la capital, sino que contaba con la suscripción de municipios de toda España. Desde un punto de vista doctrinal, el periódico más interesante fue El Imparcial (marzo-agosto 1809), redactado íntegramente por el canónigo Pedro Estala, quien desde sus páginas intentó convencer a sus compatriotas de que la verdadera causa patriótica era la de la Constitución de Bayona, ilustrándolos sobre las ventajas de un régimen constitucional12. Los contendidos de estas publicaciones eran evidentemente mirados con lupa. La línea ideológica que siguen todas ellas defiende lógicamente la política josefina en el marco de la Constitución de Bayona, exaltando la figura del monarca como regenerador de España y culpando a los rebeldes, eclipsados por la perfidia de los ingleses, de perpetuar los desastres de la guerra. Uno de los mensajes que con más insistencia se lanzaron desde las publicaciones afrancesadas fue precisamente el de las bondades de la Constitución de 1808, presentando el nuevo sistema político en oposición al decadente ejercido por los borbones hasta entonces. La propaganda escrita no se limitó al campo de la prensa. Los boletines, proclamas y circulares dictados por las autoridades afrancesadas, siempre con un componente propagandístico claro, fueron constantes, y abundaron también los libros y, muy especialmente, los folletos, campo éste en el que la batalla ideológica encontrará uno de sus escenarios predilectos13. Cabría preguntarse hasta qué punto fue efectiva la labor propagandística de esta literatura afrancesada. El grado de captación de nuevas voluntades entre las filas patriotas por medio de la prensa josefina estaba dificultado por la natural suspicacia con que se leería su contenido. Los resultados de esta propaganda no habrían sido desde luego brillantes, aunque cabe pensar que no todo cayó en saco roto. Como explica Moreno

Alonso14, la fulgurante conquista de Andalucía en 1810, en el cenit del reinado de José I, provocó numerosas adhesiones al nuevo régimen en medio de una redoblada campaña propagandística, de la que son testigo las siete cabeceras entonces fundadas, que sin duda jugaron un papel en este convencimiento.

4.2 El teatro

Si la prensa ocupó un lugar importante en la estrategia propagandística josefina, el teatro no le iría a la zaga. La gran afición que le dispensaban los españoles y la inmediatez de su mensaje hacían de la escena un poderoso instrumento de propaganda que sería utilizado por ambos bandos. Ya en diciembre de 1808 se ordenó la reapertura de los teatros de la capital, y, decidido a impulsar la vida teatral, el propio José acudió en febrero de 1809 a una representación en el teatro de los Caños del Peral. No fue sólo un gesto, pues la voluntad del nuevo rey por fomentar y mejorar el teatro era sincera, creando incluso una comisión al respecto. En lo que respecta a las obras representadas, la elección del repertorio era cuidada. José I se esforzó por hacer representar obras que resaltaran la naturaleza ilustrada de su reinado y que le ligaran al pasado de España. Se intentaba dar una sensación de normalidad, promoviendo obras que entretuvieran y distrajeran al pueblo de autores entonces de gran predicamento, como Luciano Comella, de quien se representaron varias de sus comedias heroicas como Federico II, o Pedro el Grande, reyes extranjeros, bondadosos y humanitarios, que se podían identificar con José Bonaparte, o Gaspar de Zavala y Zamora, con obras como La clemencia de Tito, personaje también asimilable al nuevo rey. Del repertorio clásico se seleccionan aquellas obras que pudieran influir positivamente en el ánimo del espectador, caso de El mejor alcalde el rey, de Lope de Vega, representada en varias ocasiones. Pero si del repertorio existente se escogían las obras con una segunda intención, también se elaboraron otros títulos expresamente, como Calzones en Alcolea, del canónigo granadino Antero Benito Núñez, sátira feroz sobre los guerrilleros, entre otras. El teatro sería igualmente utilizado como plataforma para justificar algunas medidas del gobierno, especialmente en materia religiosa, a través de obras como La novicia o la víctima del claustro, o La Inquisición, obra del coronel afrancesado Francisco Cabello Mesa, quien en el prólogo destaca su utilidad «para que los que no saben leer vean en el teatro la acción viva, representando a los jueces y demás empleados del Santo Oficio como unos hombres

los más corrompidos y perniciosos», aplaudiendo así la abolición del tribunal decretada por el nuevo monarca15. El teatro sería utilizado también, lógicamente, por el bando patriota, sin duda con mucho mayor éxito, echando por tierra en buena medida los esfuerzos realizados desde el bando josefino16.

4. 3 El púlpito

El gobierno afrancesado sería consciente desde el primer momento de la importancia del clero como director de las conciencias del pueblo. Siendo un sector minoritario, aunque cualitativamente importante, como veremos más adelante, hubo eclesiásticos que se decantaron por la obediencia a la nueva dinastía, jugando también un papel relevante en esta estrategia propagandística. Por otro lado, no sólo habría que contar con este sector minoritario. Por R. O. de 20 de junio de 1809 se obligaba a todos los párrocos a leer a sus feligreses, con ocasión de la misa dominical, los artículos de la Gazeta de Madrid que las autoridades les señalaran, labor a la que muchos curas sin duda se habrían resistido, pero que en otros muchos casos, aunque sea forzosamente, habrían realizado, ya sea por la presión de las autoridades francesas o afrancesadas, como por la dificultad, desde el punto de vista de la disciplina eclesiástica, de pasar por alto las cartas pastorales con las que algunos obispos más o menos adictos al nuevo régimen les exhortaban a predicar la paz. No faltan ejemplos de este tipo de pastorales. Así, Félix Amat, arzobispo de Palmira, decía en junio de 1808 que «Dios es quien da y quita los reinos y los imperios, y quien los transfiere de una persona a otra, de una familia a otra familia y de una nación a otra nación o pueblo», en un esfuerzo por justificar el traspaso de poderes efectuado en Bayona17, y el obispo de Sevilla, Manuel Cayetano Muñoz, escribía a los curas de su diócesis en febrero de 1810: «(...) Clamad a vuestros feligreses, usad con ellos de la pastoral solicitud, anunciadles la dulce tranquilidad (...). Decid y enseñad a todos la obligación que nos impuso el supremo Hacedor de obedecer a las potestades (...) y esperemos con la mayor confianza que tendremos en nuestro Rey y Señor, el Señor D. José Napoleón I, a un amoroso padre»18. El mensaje del clero afrancesado incidía en el providencialismo. En sus pastorales se alaba también con frecuencia la figura de José I, al que se presenta como protector de la Iglesia y renovador del culto católico frente a la imagen que ofrece el clero patriota, que

pretende hacer de la contienda una cruzada. Por ello, frente a estos llamamientos a la guerra, el clero afrancesado proclama una teología de la paz. En cuanto a la eficacia de su mensaje, sin duda sería escaso. Diríamos nulo en el ámbito rural, dominado por un clero abrumadoramente patriota, pero en las ciudades pudo tener cierto predicamento, especialmente en algunas como Sevilla, donde el porcentaje de clero colaboracionista fue significativo.

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Pese a los esfuerzos realizados, los resultados de la estrategia propagandística josefina no fueron muy alentadores. Las suspicacias con las que el público recibía la prensa o asistía a los teatros constituyeron en muchos casos una barrera infranqueable. Por otro lado, el pueblo analfabeto no podía ser receptor de muchas de estas medidas, que en cualquier caso hubieran resultado estériles, especialmente en el ámbito rural. En cualquier caso, los resultados de esta política propagandística no hay que valorarlos sólo desde el punto de vista de la captación de nuevos adeptos. Fueron otros los medios que, en este sentido, ofrecieron mejores resultados. La coacción, sin duda el más práctico de ellos, al que se sumaría el propio devenir de la guerra, que hizo que, en los momentos más álgidos del reinado josefino, cuando todo parecía estar perdido, muchas personas acabaran por acatar la nueva dinastía. «Beaucoup de gens escribe Clermont-Tonnerre, edecán de José I, al regreso de éste de su triunfal viaje por Andalucía calculant la possibilité de la conquête totale de leur pays, pensaient à se rapprocher du gouvernement. On peut dire que réellement, l‟esprit public avait fait de grands progrès»19. Bajada la guardia de la resistencia y sustituida por el muro mucho más débil de la resignación, la propaganda sí que pudo jugar un papel en el tambaleante convencimiento de estas personas.

5. Radiografía de la España josefina

Del fondo más o menos numeroso y siempre anónimo de juramentados y colaboracionistas pasivos que conforman el cuadro de la España josefina destacan unos pocos miles de españoles que, ajustándose a la tipología descrita por Morange, conforman el colectivo de los afrancesados o josefinos.

Fruto de un rastreo exhaustivo de fuentes, conformado principalmente por varias listas de refugiados josefinos elaboradas al exiliarse en Francia en 1813, pude reconstruir un censo de más de 4.000 afrancesados, por supuesto incompleto, pero que sirve sin duda para hacernos una idea más o menos precisa de lo que fue la España afrancesada20. De los 4.172 afrancesados recogidos en él destaca en primer lugar el alto porcentaje del elemento administrativo: 2.416 personas, el 57‟9% del total, son funcionarios de la administración. Ya anteriormente otros autores como Gérard Dufour o Juan Francisco Fuentes, manejando cifras muy inferiores, habían puesto el acento en el afrancesamiento como un fenómeno, sí, político, pero también administrativo, pues efectivamente muchas de estas personas se limitaron a continuar en su puesto tras la renuncia de Fernando VII en Bayona y el advenimiento del nuevo monarca. El estamento militar, está igualmente bien representado: 979 personas, especialmente si se tiene en cuenta, como veremos más adelante, que la gran mayoría son oficiales, pues la tropa apenas está representada en estas cifras. En lo que respecta a los eclesiásticos su número es muy pequeño si lo comparamos con el conjunto del estamento eclesiástico español, pero cabe destacar su importancia desde un punto de vista cualitativo, al pertenecer la mayoría de los 252 eclesiásticos recogidos en el censo al clero urbano, ilustrado y culto. La nobleza también tendrá su hueco en el censo y en las páginas que siguen. Casi un centenar de nobles, de distintas calidades, se comprometieron con el régimen josefino, formando parte, como veremos, de una corte a la que se quiso dotar de cierto lustre. A continuación, una vez mostradas las cifras, que pueden darnos una primera idea de los josefinos, nos detendremos en cada uno de estos colectivos.

5.1 Los servidores del Estado: la administración josefina

El gobierno josefino se esforzó desde el principio en captar la aquiescencia de la administración preexistente y en buena medida lo logró. Un porcentaje nada desdeñable del aparato del Estado y la alta administración godoyista continuó en el desempeño de sus cargos durante la guerra. Cotejando las Guías de forasteros de 1807 y 1808 con mi censo de afrancesados, pude detectar porcentajes de continuidad en algunos casos más que notables, destacando por encima de todo en la administración de justicia21. La causa de esta continuidad entre la administración preexistente y la nueva administración josefina hay que buscarla fundamentalmente en la necesidad en que se vieron muchos de estos funcionarios,

dependientes para su subsistencia del sueldo que cobraban del Estado, que no tuvieron arrestos para oponerse a la nueva situación. Muchos continuarían simplemente en el desempeño de su cargo, pero otros muchos se prestaron a ascensos y nuevas responsabilidades. El gobierno josefino, tras su estructuración en febrero de 1809, hizo un gran esfuerzo por desarrollar una administración que llegara hasta el último rincón de la península. Y esto nos lleva a otra de las características de su política: el afán racionalizador y centralista, con un deseo de eliminar particularismos legales y lograr mediante esta unificación un auténtico espíritu provincial que pasara por encima del provincialismo al que se aferraban los españoles22. Una administración, pues, desarrollada; y una administración española. Esto último es importante, porque sin duda un aparato administrativo en manos de los militares franceses hubiera sido mucho más sangrante y dañino para la población. El desarrollo de una administración afrancesada permitió que ésta quedara en manos de españoles que conocían los vericuetos legales de nuestra administración, sus usos y particularidades, y dio lugar a que en no pocas ocasiones actuaran los funcionarios josefinos de pantalla entre las autoridades militares francesas y el pueblo. Este sería uno de los argumentos de mayor peso en las representaciones que diversos josefinos escribieron al finalizar la guerra para justificar su conducta23. Esta voluntad del rey José por articular un verdadero estado josefino, con administración propia e independiente de los dictados de Napoleón, se articuló en varios frentes. De un lado la administración central, presidida por unos ministros competentes rodeados de un cuerpo de burócratas (jefes de división, oficiales...). Más allá de la administración central se intentó llevar la presencia del gobierno josefino allí donde las armas francesas lo posibilitaban por medio de intendentes y comisarios regios primero, y, ya en 1810, de prefectos y subprefectos, una vez que se hizo la primera división provincial, en prefecturas y subprefecturas, en nuestra historia. El esfuerzo desarrollado por la administración josefina fue más que notable. De ello dan prueba los dos volúmenes del Prontuario de las leyes y decretos del Rey N. S. Don José Napoleón I, publicación que recoge la labor legislativa del ejecutivo josefino. Aunque muchas de estas medidas no pasarían del papel dadas las múltiples dificultades que imponían las circunstancias (ausencia perentoria y permanente de recursos económicos, trabas constantes de los propios mariscales franceses y, por supuesto, la oposición e

incomprensión de la mayor parte de los españoles), es de justicia reconocer el esfuerzo de innovación y racionalización de la administración. En unas circunstancias de guerra y de permanente penuria económica es lógico que el ramo de la administración más desarrollado fuera el hacendístico: 1.039 personas de las recogidas en el censo pertenecen a la compleja administración de la Hacienda, desde los ministros Cabarrús y Angulo hasta el último recaudador de impuestos. Seguirían, en orden descendente, los adscritos al ministerio del Interior, de múltiples competencias, con 490, y ya por detrás los 362 del ministerio de Policía General, capitaneado por el odiado ministro Pablo Arribas, los 324 dependientes del ministerio de Justicia, 187 del de Guerra y ya muy atrás apenas unas decenas de funcionarios adscritos al resto de ministerios menores (Negocios Eclesiásticos, Negocios Extranjeros, Indias...)24. En las filas de la administración josefina encontramos tanto técnicos más o menos avezados heredados de la administración anterior, como literatos, intelectuales y científicos que se sumaron al proyecto josefino colaborando en la administración del Estado. No en vano la monarquía josefina ha sido también caracterizada como «la monarquía de los intelectuales»25. Así, encontramos a literatos como Leandro Fernández de Moratín, traductor de breves en la Comisaría General de Cruzada o Juan Meléndez Valdés, el insigne poeta, fiscal de las Juntas de Negocios Contenciosos josefinas; historiadores como José Antonio Conde, patriarca del arabismo en España y jefe de división del Ministerio del Interior, o científicos como el botánico Francisco Antonio Zea o el matemático e ingeniero José María Lanz, ambos con altos cargos en el organigrama del mismo ministerio26. Sin embargo cerraré estas breves reflexiones con una cita no de uno de estos grandes nombres, sino con la confesión de un oscuro funcionario, Francisco de Paula Fosas, oficial 2º del ministerio de Indias, quien en abril de 1814 escribía desde su exilio en París a Fernando VII: “Me quedó a lo menos el consuelo de haberme reunido a unos españoles que no perdonaban fatigas ni desvelos para evitar todo el mal y hacer todo el bien que podían a su malhadada patria. En fin, una serie de sucesos, cuya previsión no estaba al alcance de la sabiduría humana, ha derrocado al autor de tantos males [Napoleón], y el éxito ha calificado tal vez de menos acertada la opinión de los que creyeron ver cifrado el bien de su país en la sumisión al nuevo orden de cosas, pero siempre constantes en los principios de desinterés propio que motivaron su conducta política”27.

5. 2 Los militares afrancesados

El levantamiento nacional de mayo de 1808, extendido como la pólvora por todo el país, fue mayoritariamente secundado por todos los cuerpos del Ejército nacional. El rey José tuvo pues que rendirse a la dependencia prácticamente total que, desde el punto de vista militar, tenía de su hermano y de las tropas francesas que sólo a Napoleón obedecían. No obstante el monarca no escatimó esfuerzos ni ilusión por contar con un ejército propio. Su ministro de la Guerra, Gonzalo O‟Farrill, compartía este objetivo, y trabajó denodadamente en un intento de evitar la sangría de la deserción en masa de la oficialidad española hacia el bando patriota. En enero de 1810 José dictó un decreto en el que invitaba a «todo individuo militar que voluntariamente se presentare, sea de la clase que fuere, podrá retirarse a su domicilio, y el que en igual caso prefiera continuar el servicio será admitido y colocado en las tropas nacionales josefinas y arma en que sirve con su mismo empleo»28. La mayoría del ejército español desoyó estos llamamientos, pero los esfuerzos del rey y de sus ministros no cayeron totalmente en saco roto. Ya hemos hablado de cifras: al menos un millar de militares, todos ellos oficiales (de subteniente en adelante) sirvieron al rey José. Entre sus filas 15 tenientes generales, 26 mariscales de campo, 65 coroneles, etc. etc. Junto a nombres ilustres con una gran carrera a sus espaldas como el almirante José de Mazarredo, que fue además ministro de Marina hasta su muerte en 1812, o el general Tomás de Morla, uno de los más afamados artilleros de la época, personajes entonces no tan conocidos pero que lo serían luego. Es el caso del coronel Alejandro Aguado, quien con los años llegaría a convertirse en uno de los banqueros más importantes de Francia y haría pingües negocios con los préstamos al gobierno de Fernando VII. Un componente aparte son las llamadas milicias cívicas, cuerpos armados organizados dentro de la vida municipal con el fin de conservar la quietud de los pueblos. Su desarrollo sería, con todo, muy desigual, destacando un mayor despliegue en las prefecturas andaluzas. Formaban parte de ellas elementos de la burguesía, miembros de la nobleza local, profesionales liberales..., amantes del orden y el sosiego. Incluso llegó a organizarse, preferentemente en Andalucía, una contraguerrilla formada por paisanos adictos al gobierno de José que luchaban contra los guerrilleros en su propio elemento y con su mismo conocimiento del terreno29. Cabría preguntarse por el papel que en la práctica jugaron estas fuerzas durante el transcurso de la guerra. Nutridas fundamentalmente de soldados españoles derrotados que,

gracias a la humanidad (e ingenuidad?) del rey José eran perdonados y colocados en sus nuevos regimientos, fueron víctimas de la desconfianza de los franceses ante su poca fiabilidad y sus frecuentes deserciones (no tanto de los oficiales como de la tropa), por lo que apenas entraron realmente en combate durante la guerra, destacando tan solo en la acción de la batalla de Vitoria (junio de 1813), donde junto al rey José combatió una división española al mando del marqués de Casa-Palacio30. Su fidelidad al rey José fue doblemente castigada por su condición de “traidores” y de militares, por lo que al finalizar la guerra más de un 90% de los militares afrancesados, oficiales en su gran mayoría, optó por marchar al exilio en Francia.

5. 3 El clero afrancesado

La situación de la iglesia española al alborear 1808 no era en absoluto monolítica. Si bien la gran mayoría del clero secular, y especialmente del regular, seguía firmemente anclado a sus ideas tradicionales y al inmovilismo, tanto en lo doctrinal como en lo que atañe a sus privilegios materiales, un sector minoritario venía mostrándose mucho más aperturista desde finales de la pasada centuria. Los ecos del sínodo de Pistoia y el florecimiento de una corriente jansenista que abogaba por una cierta reforma en el seno de la iglesia española y un regalismo que permitiera una mayor independencia de las directrices de Roma, habían calado especialmente en algunos sectores del clero secular urbano, burócratas eclesiásticos y profesorado universitario31. Al estallar la guerra esta élite eclesiástica tuvo que definirse, y el sector aperturista se dividió: parte de él apoyó al nuevo monarca que, no debe olvidarse, garantizaba ya desde la Constitución de Bayona la celebración del culto católico como único válido y confesional en España, y el resto formó un activo clero liberal que se haría notar en las tribunas de las Cortes de Cádiz. Esta afinidad ideológica entre ambos sectores aperturistas, el clero afrancesado y el liberal, haría que no pocos diputados de Cádiz aprobaran algunas medidas adoptadas por el gobierno josefino en materia eclesiástica. Este clero reformista había ido abriendo su mentalidad, por lo que no tendría ningún problema de conciencia ante medidas como la abolición de la Inquisición o la supresión de las órdenes regulares. El gobierno josefino, consciente de la importancia del clero como rector de las conciencias (ya hemos hablado de ello al tratar la propaganda desde el púlpito), intentó atraer a sus filas al máximo número posible de sus miembros. La cifra, 252 personas, no es elevada desde luego, pero pertenece casi en su totalidad al estamento

medio-alto de la iglesia, eclesiásticos en muchos casos con una dilatada carrera pastoral e intelectual a sus espaldas. No obstante el grado de adhesión de estos eclesiásticos no fue siempre el mismo. Así entre la decena de obispos y arzobispos que se sumaron a la causa josefina los hay desde entusiastas colaboradores como Ramón José de Arce, patriarca de las Indias Occidentales o Miguel Suárez de Santander, obispo auxiliar de Zaragoza (ambos pagarían con el exilio su apoyo), hasta prelados que, resignados con la suerte de las armas, predicaron la teología de la paz frente a la guerra de cruzada, caso, por ejemplo, de Juan Agapito Ramírez de Arellano, obispo de Gerona, quien tras participar activamente en la resistencia durante el sitio de la ciudad decidió colaborar con los nuevos dueños de la misma exhortando al clero de su diócesis a fomentar la obediencia al nuevo rey. Un porcentaje importante de los eclesiásticos recogidos en el censo, el 56%, corresponde a miembros de los cabildos de las diferentes catedrales españolas. Su carácter urbano, su mayor formación intelectual con respecto al común del clero y, por supuesto, los nada despreciables réditos económicos de las prebendas catedralicias, son factores que pueden explicar que un porcentaje nada desdeñable de los miembros de los cabildos españoles se mostraran adictos a las nuevas autoridades: hasta 20 miembros del cabildo de la catedral de Sevilla apoyaron al nuevo monarca, 16 en la de Toledo... El gobierno josefino supo por supuesto incentivar estas fidelidades promoviendo ascensos, tanto dentro de los propios cabildos, como nombrando a varios canónigos para ocupar algunas sedes episcopales vacantes por la huída de sus obispos. José I por su parte se rodeó de una capilla palatina que solventara las necesidades espirituales de un monarca al que se pretendía presentar a ojos del pueblo como profundamente católico. Al terminar la guerra no se librarían de los rigores de la derrota a pesar de su condición de eclesiásticos. Un 66% del clero afrancesado se vio obligado a exiliarse, y los que no lo hicieron pasaron por diferentes expedientes de purificación, más o menos tortuosos según el rigor de los jueces que los tramitaron.

5.4 La nobleza josefina

Los acontecimientos de 1808 tuvieron seguramente que violentar a buena parte de la nobleza española. La caída de Godoy del poder puso en más de un aprieto a sus redes clientelares, pero este movimiento de reacomodo no fue nada en comparación con lo que se avecinaba. Los sucesos de mayo de 1808 pusieron a la nobleza, en especial a la

madrileña, presente en medio de la conmoción, ante la tesitura de cómo reaccionar. En un principio optó mayoritariamente por la prudencia, siendo muy pocos los nobles que se significaron claramente entonces por la causa nacional (las clases dirigentes, clero y nobleza, se mantuvieron en general al margen de lo sucedido el 2 de mayo). Al poco llegó para algunos la notificación de su convocatoria para la asamblea de Bayona, a la que acudirían más de 20 representantes de la nobleza. Tras estos primeros compases de prudente apartamiento, la indignación popular y el levantamiento generalizado de la nación española frente a Napoleón fue contagiando al estamento nobiliario, que sin embargo no abandonó del todo la prudencia hasta la victoria española en Bailén, que fue el empujón definitivo para que buena parte de la nobleza española se decantara ya sin fisuras por la causa nacional. Así, nobles que habían estado en Bayona y firmado la Constitución (caso de los duques de Híjar y Medinaceli, el conde de Fernán-Núñez...) se retractaron de sus hechos y se pasaron al bando patriota, por lo que Napoleón los declararía expresamente enemigos de Francia y España y traidores a ambas coronas. Tras esta defección, el rey José tomó una serie de medidas. Por un lado supo premiar la fidelidad de aquellos que, como el conde de Campo Alange (nombrado duque por él), permanecieron a su lado, y por otro lanzó un órdago a los nobles españoles: por RD de 18 de agosto de 1809 se acusaba a muchos miembros de la nobleza «de haber agraviado la confianza personal que hicimos de ellos y la fe que tan solemnemente nos juraron» y obligaba a todos los miembros de la nobleza española a renovar la concesión de sus títulos so pena de carecer éstos de cualquier efecto32. La amenaza era seria, y al menos 66 grandes de España y títulos nobiliarios pasaron a revalidar sus diplomas con el consiguiente juramento al nuevo monarca. Aunque los encontramos en todos los estamentos de la administración y el gobierno josefinos (así el citado duque de Campo Alange fue ministro de Negocios Extranjeros, el marqués de Almenara ministro del Interior, y otros nobles se sentaron el consejo de Estado o formaron parte de la elite militar...), cabe destacar el papel desarrollado en un cometido exclusivo de la nobleza: el desempeño de los oficios de la Casa Real. Así, el príncipe de Masserano ejercería el papel de Gran Maestre de Ceremonias, el duque de Frías el de Mayordomo Mayor, el marqués de Valdecorzana el de Gran Chambelán..., y detrás de ellos toda una cohorte de maestros de ceremonias, gentiles hombres de cámara, caballerizos... La Guardia Real estaba copada en sus principales puestos por miembros de la nobleza, como el duque de Gor o el marqués del Salar y, en provincias, no pocos de los regimientos

de la guardia cívica josefina creada en determinadas ciudades fueron comandados por miembros de la nobleza local. Con todo, como viene siendo habitual, el grado de compromiso de la nobleza afrancesada fue muy diferente según los casos. Terminada la guerra fue el colectivo menos castigado: sólo 37 de los 99 nobles recogidos en el censo tuvieron que exiliarse. Su tibio compromiso (especialmente de los situados lejos de la corte) y la cierta seguridad que su estatus podía concederles ante las represalias populares que se avecinaban, hizo que muchos optaran por quedarse. Pocos tuvieron que arrepentirse.

6. La política del rey José

Una vez radiografiada la España josefina, pasaremos a trazar unos breves rasgos de la política del rey José, una política que, aunque como dijimos en buena medida estuvo lastrada por la propia situación de la guerra y la permanente ausencia de dinero, merece un análisis siquiera rápido. En palabras de Gérard Dufour, «la labor reformista del gobierno afrancesado fue verdaderamente asombrosa. (...) Nunca, en tan poco tiempo, se habían adoptado tantas reformas susceptibles de cambiar en profundidad la sociedad española»33. Lo cierto es que, llevadas o no a la práctica estas reformas, el trabajo fue exhaustivo, como atestiguan los casi 370 decretos recogidos en el Prontuario de leyes josefino. Pasemos sin más dilación a comentar las medidas más significativas.

6. 1. Política económica

La política económica, y en general toda la acción gubernamental del gabinete josefino, estuvo desde el principio lastrada por la acuciante escasez de fondos. Las remesas que llegaban desde el Tesoro imperial nunca eran suficientes, y por si fuera poco, a partir de 1810 ingresarían fundamentalmente las arcas de los mariscales franceses en España, y no las de la Hacienda josefina. Por ello este tema sería un leit motiv en las cartas que José dirigía a su hermano, hasta el punto de amenazar con renunciar a su corona si el Emperador no incrementaba el envío de fondos. Las esperanzas de autofinanciación del gobierno josefino se centraron en la venta de los llamados “bienes nacionales”, propiedades confiscadas por el Estado procedentes tanto de incautaciones hechas a grandes propietarios huidos a zona patriota como, principalmente, de conventos, monasterios y las vastas propiedades incautadas a la Iglesia

tras la abolición de las órdenes regulares. Se creó una Dirección general de Bienes Nacionales con una red de administradores provinciales que elaboraron listados de propiedades en venta. En cuanto a los compradores, el gobierno quiso en primer lugar premiar los servicios políticos y compensar los daños que el apoyo al nuevo régimen causó a los josefinos. Se pretendía con ello consolidar la deuda pública, recompensar a los adictos de José y vincular a los favorecidos con estas compras a la suerte del régimen. El gobierno creó además un instrumento financiero, las cédulas hipotecarias, que los potenciales compradores de bienes nacionales podían adquirir para la compra de los mismos, pero finalmente estos documentos crediticios inundaron el mercado con un valor teórico muy superior a la riqueza real disponible, por lo que su cotización acabó por los suelos. Ante este panorama el gobierno de José tuvo que imaginar toda una serie de proyectos tributarios para intentar suplir en parte estas carencias. En gran parte continuaron los antiguos tributos, aunque se tomaron algunas iniciativas innovadoras como la supresión a finales de 1808 de las aduanas interiores para facilitar el comercio interior y la disolución de algunos monopolios menores. Quizá la innovación más importante fue la creación de las patentes industriales, impuesto anual que debía pagar todo aquel que ejerciera alguna industria, comercio, arte o profesión. En cada prefectura los intendentes eran los encargados de recaudar los impuestos y hacerlos llegar a Madrid, pero estas remesas no fueron en absoluto regulares. Entre las medidas adoptadas más interesantes destacan los propósitos para reactivar la agricultura, estimulando a los agricultores a cultivar los campos facilitando bueyes y ofreciendo premios en metálico a la mejor cosecha. El propio José repartió a los agricultores parcelas de tierra pertenecientes a las propiedades de la corona en Aranjuez y que estaban inutilizadas. Los resultados fueron muy escasos pues las guerrillas hacían pagar un tributo a todo propietario que cultivase una parcela, y aceptar cultivar tierras regaladas por el gobierno exponía al campesino a posibles represalias. Otra iniciativa de interés fue la creación de la Bolsa de Comercio. Creada en octubre de 1809, perseguía facilitar la reunión de los hombres de negocios, conseguir una mayor actividad y efectividad en las operaciones y poner fin a negocios fraudulentos y clandestinos. Su actividad no sería muy boyante pero qué duda cabe que tiene interés como antecedente de la que definitivamente se establecería en Madrid en 1831 (precisamente por inspiración de un antiguo afrancesado, Pedro Sainz de Andino).

Ante el bloqueo marítimo inglés se intentó incluso aclimatar en suelo español cultivos coloniales como el algodón y la caña de azúcar, dando algunos frutos estas medidas en Motril y la costa de Granada. Para estimular el comercio con Francia se exportaron lanas y ovejas merinas, y se intentó incentivar la industria privada concediendo ayudas y medidas protectoras. Lo cierto es que buena parte de estas actuaciones tuvieron un impacto mínimo. Entre las medidas liberalizadoras del comercio y la industria destacan la libertad de fábrica y comercio de naipes, aguardientes y la extinción de algunos estancos como el del lacre. Se quiso también fomentar algunas obras públicas, aunque en la práctica éstas no pasaron mucho más allá de las reformas urbanísticas que acometió en Madrid el rey José, lo que le valió el apodo de el “rey plazuelas”.

6. 2 Política eclesiástica

La política eclesiástica del rey José supuso un auténtico aldabonazo contra la tradicional estructura de la Iglesia española. Estas reformas, cuyos hitos más significativos serían la abolición de la Inquisición a finales de 1808 y la supresión de las órdenes regulares en agosto de 1809, representan un estadio preliberal, pionero de las hondas transformaciones que emprenderían los liberales en las Cortes de Cádiz y más tarde durante el Trienio liberal (1820-1823), con la diferencia de que los liberales tuvieron que alumbrarlas tras una lenta y dura batalla parlamentaria, mientras las reformas josefinas se ejecutaron rápidamente y por decreto. Como ha mostrado recientemente Barbastro Gil34, esta política siguió el plan trazado a finales de 1808 por el abate de Pradt, que acompañó a Napoleón durante su periplo por la Península, y pretendía reducir al clero español convirtiendo a los eclesiásticos en actores sociales y colaboradores políticos del nuevo régimen. Mediante la supresión de las órdenes regulares, se redujo la población eclesiástica a la mitad, se acabó con el diezmo, pasando el clero a depender financieramente del Estado, y se procedió a una nueva (y necesaria) organización y racionalización del mapa eclesiástico de España. Como dijimos, el clero afrancesado, minoritario, pero mayoritariamente preparado y procedente de un sector de tendencias jansenistas y regalistas que desde finales del pasado siglo luchaba por emancipar a los obispos españoles de la obediencia temporal a Roma y buscaba una profunda reforma de nuestro clero, no tuvo problemas a la hora de aceptar estas medidas. José creó incluso un ministerio específico, el de Negocios Eclesiásticos, regentado por

Miguel José de Azanza, entre cuyos fines estaba el examen de todos los documentos publicados por la Corte Romana antes de permitir su publicación en España y el sostenimiento de los eclesiásticos españoles, convertidos casi en meros funcionarios. El gobierno josefino luchó, como hemos visto, por captar al clero hacia sus filas, consciente de su importante papel en la sociedad española. Intentó asimilar a los más posibles al clero secular y contentarlos con pensiones y empleos, suprimiendo de paso el molesto “espíritu de cuerpo” del clero regular, por otra parte unánimemente opuesto al nuevo régimen, y fomentó el clero parroquial, mucho más controlable. Además supo premiar a los más adeptos con ascensos dentro de los cuadros del capítulo de las catedrales (racioneros, canónigos...). Siguiendo con su política de racionalización y unificación de la justicia, abolió la jurisdicción de los obispos en causas civiles y criminales, y llevando al extremo el llamado “patronato regio”, destituyó en 1810 a varios obispos huidos de sus diócesis nombrando para sustituirlos a miembros del clero afrancesado, que veían así premiada su fidelidad.

6. 3 La administración de justicia

También la administración de justicia gozó de un desarrollo y un intento de racionalización importantes. Por primera vez, gracias a lo dispuesto específicamente en la Constitución de Bayona, se reafirmaba en España, al menos en teoría, el principio de independencia del poder judicial con respecto al poder ejecutivo. Se diseñó una estructura judicial que no pudo completarse hasta junio de 1812, por lo que durante buena parte de la guerra convivieron por un lado la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, que venía a ser una audiencia para Madrid y sus alrededores, único ámbito de su competencia, con unas Juntas de Negocios Contenciosos, que absorbieron las competencias judiciales de los extinguidos consejos de Castilla, Guerra, Marina, Indias... Las Juntas se encargaban únicamente de los asuntos contenciosos, y sus sentencias eran ejecutadas sin necesidad de consultarlas antes con el rey, reforzando así la independencia del poder judicial, y ejercieron en la práctica funciones de tribunal superior de justicia35. Entre sus miembros descollaron nombres ilustres como el del literato Juan Meléndez Valdés, que sirvió como fiscal en las mismas, o los también juristas de prestigio Juan Sempere y Guarinos o Manuel Pérez del Camino, entre otros. Las juntas se extinguieron en junio de 1812, cuando se reorganizó definitivamente la administración de justicia con la creación del Tribunal de Reposición de la Corte en la cúspide de un sistema que preveía

además juzgados de conciliación en el primer peldaño, tribunales de primera instancia en las subprefecturas y trece chancillerías en toda España36. Es preciso detenerse también en las llamadas Juntas Criminales Extraordinarias. Creadas a partir de 1809, fueron pensadas fundamentalmente para combatir y castigar a los guerrilleros e intentar restaurar la tranquilidad y el orden, pero también para interponerse frente a los abusos de la justicia sumaria militar francesa y defender el poder jurisdiccional del gobierno josefino frente a la intromisión política del Emperador. Sus asuntos concernían a delitos de espionaje y correspondencia a favor de los insurgentes, sedición y conspiración contra el gobierno, asesinato y robo en camino, y uso de armas sin permiso de la autoridad. Las juntas estaban formadas íntegramente por jueces españoles «versados en el derecho patrio» según se insistía en el momento de su creación. Su actuación dependió en buena medida de cómo fueran aceptadas por los mandos militares franceses, que constantemente intentaron inmiscuirse en su funcionamiento, y varió desde la inacción de unas hasta el trabajo más eficaz de otras, siendo constantes las desavenencias con las autoridades francesas37. Desde el punto de vista jurídico se tomaron algunas decisiones importantes, como la abolición de la Inquisición y su tribunal específico (adelantándose cinco años a la misma decisión tomada en 1813 por las cortes de Cádiz) y la derogación de los derechos señoriales y de toda jurisdicción especial. Se estudió la aplicación en España del código legal napoleónico, creándose para ello una comisión específica para adaptarlo a la jurisprudencia española, algo que finalmente no llegó a hacerse. Otras medidas interesantes fueron la reforma de las prisiones, buscando un trato más digno de los presos, o la abolición de la pena de la horca reemplazándola por la “más humanitaria” del garrote.

6. 4 Política cultural

La supresión de las órdenes regulares en agosto de 1809, entre ellas la de los escolapios, que tradicionalmente venían encargándose en España de la instrucción primaria, dio la oportunidad al gobierno afrancesado de realizar un plan de reforma de la instrucción pública que se persiguió fuera integral, aunque buena parte de sus disposiciones no pudieran pasar del papel. Para ello se creó una Junta de Instrucción Pública, dependiente del ministerio del Interior, formada por eminentes intelectuales, algunos con una importante labor pedagógica a sus espaldas. En los antiguos colegios de los escolapios se instalaron por un lado escuelas de primeras letras, donde se enseñaban los

rudimentos de la lectura, escritura y aritmética, y por otro liceos de enseñanza secundaria, donde debía enseñarse latín y griego, retórica, matemáticas, lógica, metafísica, y elementos de física e historia natural. El plan de enseñanza, desarrollado en octubre de 1809, preveía en cada capital de intendencia (y desde 1810 de prefectura) un liceo de segunda enseñanza. El esfuerzo por desarrollar esta política educativa fue grande, y así, una de las primeras medidas adoptadas por José al conquistar Sevilla en febrero de 1810 fue precisamente la creación de un liceo. En cuanto a la política científica destacan principalmente tres proyectos de instituciones científicas ideados por el nuevo gobierno. El primero de ellos el Instituto Nacional de Ciencias y Letras, corporación que a imagen del Institut de France, aunque con características propias, pretendía recoger a lo más granado de la intelectualidad cultural y científica española para que coadyuvasen al desarrollo de la nación. El Instituto, aunque sea nominalmente, llegó a organizarse, y entre sus académicos fueron elegidos científicos como José María Lanz, Juan López Peñalver o Martín Fernández de Navarrete, entre otros muchos, destacando el mayor peso numérico de los científicos sobre los hombres de letras. Se proyectó también la creación de un Museo de Historia Natural, y por último un Conservatorio de Artes y Oficios, que debería servir para «reanimar las artes industriales reuniendo en un establecimiento las máquinas, instrumentos, modelos y libros que más contribuyeren a sus adelantamientos». Ninguno de los tres proyectos llegó a cuajar por falta de recursos38. A la postre, como hemos ido viendo, la mayor parte de las medidas ideadas por el gobierno josefino se quedaron en el tintero, ya fuera por la falta de recursos para afrontarlas, ya por el estado de guerra y la oposición generalizada de los españoles. Lo cierto es que entre ellas hubo no pocas que, en otras circunstancias, hubieran sido muy positivas para la nación, y no solo se adelantaron a disposiciones equivalentes adoptadas en Cádiz por las cortes, sino que se anticiparon en varias décadas a otras que, definitivamente, se implantarían con la construcción del nuevo régimen liberal tras la muerte de Fernando VII en 183339.

7. El ocaso del régimen (1812-1813)

La suerte de las armas francesas, aun con sus altibajos, fue estable al menos hasta 1811. Hasta esa fecha, aparte de reveses más o menos sonados como las derrotas en las batallas de Bailén o Talavera, predominaron los triunfos, y a pesar de la constante presencia de las

guerrillas y de la amenaza siempre presente de las tropas de Wellington en la península, lo cierto es que, especialmente en 1810, con la conquista casi total de Andalucía, parecía que el asentamiento del régimen josefino no podía estar muy lejos. Sin embargo en 1811, y principalmente en 1812, la balanza empezó a inclinarse hacia el lado patriota. Dos hechos fueron claves: el comienzo de la campaña de Rusia, tan desastrosa a la postre para las armas francesas, que centró casi totalmente la atención del Emperador, y, ya en la Península, la victoria de los aliados en la batalla de los Arapiles (julio 1812), que forzó a José y a su gobierno a abandonar la capital y retirarse a Valencia, marcando así el comienzo del fin del régimen josefino. La huída hacia Valencia, en pleno mes de agosto, fue un calvario. Un convoy con cientos de vehículos se arrastró durante más de 20 días de viaje, azotado por el hambre y la sed (los pozos fueron cegados por los paisanos), hostigados por las guerrillas y bajo una canícula de justicia. En Valencia les acogería el mariscal Suchet, que gracias a su buena administración pudo dispensar un acomodo confortable para la mayoría de los refugiados. Entre tanto, Madrid habría sus puertas a las tropas aliadas y acogía con júbilo a los vencedores. Comenzó entonces la persecución y represión contra todos los sospechosos de afrancesamiento que no quisieron o no pudieron huir. Ante tal panorama, desde Valencia se organizaron los primeros convoyes de refugiados que partieron, todavía en 1812, hacia Francia, dando así comienzo al fenómeno del exilio político que por desgracia sería desde entonces una constante en nuestra azarosa Historia Contemporánea. En noviembre José, que se comportaba ya más como caudillo militar que como rey, reconquistó Madrid. Hasta mayo de 1813 la ciudad continuaría siendo la capital de la monarquía josefina. En estos meses los más comprometidos con el régimen vivirían en permanente estado de alerta, siempre con la maleta hecha. A finales de mayo culminó la retirada definitiva vía Valladolid, Burgos y Vitoria, donde el 21 de junio de 1813 tendría lugar la batalla decisiva que acabó definitivamente con el régimen de José I.

8. Los afrancesados tras 1814: exilio, reflexiones y protagonismo

Aunque nunca se sabrá la cifra exacta de los josefinos exiliados fuera del país, las fuentes tradicionales hablan de 12.000 familias40. A la espera de nuevas investigaciones debo basarme en las cifras de mi citado censo, que nos ofrecen algunos números del exilio: de los 4.172 afrancesados recogidos en el mismo, consta con certeza que se exiliaran 2.933, esto es, algo más del 70%. Este porcentaje se eleva o disminuye según los

colectivos: así un 90% de los militares, el mismo porcentaje de los policías y de los fiscales josefinos se exiliaron, dado sus “profesiones de riesgo”. Lo mismo ocurrió con el 91% de los recaudadores de rentas, lo cual contrasta con el escaso 36% de los nobles comprometidos con el nuevo régimen, o un reducido 59% de los jueces, lo cual nos da pistas sobre el comportamiento benevolente que no pocos de ellos tuvieron con los patriotas, que permitió a muchos arriesgarse a no huir a Francia. Desde el punto de vista geográfico contrasta el 95% de exiliados entre los afrancesados de la prefectura de Ciudad Real o el 94% en las de Burgos, Astorga o Cáceres, con el escaso 53‟6% de la media de las prefecturas andaluzas (apenas un 40% en el caso de la de Córdoba). El exilio en Francia fue para la mayoría penoso. Inicialmente los josefinos pusieron sus esperanzas en el propio Fernando VII, quien en el art. 9º del tratado de Valençey (diciembre de 1813) prometía benevolencia con los servidores de José I. Sin embargo sus esperanzas se vieron definitivamente truncadas por el RD de 30 de mayo de 1814, que prohibió el regreso a su patria a buena parte de los exiliados41. Entre ellos solo las élites pudieron trasladarse a París. El resto tuvo que acogerse a los diversos depósitos de refugiados que las autoridades francesas, a menudo desbordadas, improvisaron en el sur de Francia. El gobierno francés acordó un subsidio económico para los refugiados, en función del cargo ostentado en España, que fue siempre muy insuficiente. Además la propia situación del Imperio hasta la caída de Napoleón hizo que las marchas, contramarchas, órdenes y contraórdenes sobre estos refugiados fueran constantes. Tras la restauración borbónica en Francia, el gobierno de Luis XVIII no se desentendió de su suerte, pero dado la carga económica que suponía su presencia para muchos departamentos franceses, presionó constantemente al gobierno de Fernando VII para lograr una amnistía que no llegaría hasta 1820, en el llamado Trienio liberal42. En el forzado reposo del exilio llegó el momento de la reflexión y de la justificación de sus actos durante la guerra. Cientos de exposiciones manuscritas, hoy en el Archivo Histórico Nacional, fueron dirigidas a Fernando VII vindicando de forma individual o colectiva su actuación y pidiendo un perdón que en la mayoría de los casos era denegado. Mucho mayor interés tiene sin embargo una serie de exposiciones que se publicaron y que traslucen las motivaciones que movieron a los josefinos a apoyar a José I. Ya en 1814 destacó la Memoria que dos de los más importantes ministros, Azanza y O‟Farrill publicaron para explicar su actuación, y en aquellos años abundaron las representaciones impresas. La más importante, sin duda, es el Examen de los delitos de

infidelidad a la patria que publicó Félix José Reinoso en 1816. Considerado como «el alcorán de los afrancesados» por Menéndez Pelayo, el propio calificador de la inquisición que lo sometió a censura no pudo menos que reconocer que «el autor ha agotado todo el caudal de su ingenio, y podría decirse que nada queda que añadir a la causa que intenta defender»43. Los argumentos esgrimidos por estas obras, y en particular el Examen, que desde su publicación sirvió de modelo a todas las demás, ofrecen la síntesis del ideario afrancesado, un pensamiento ilustrado que es consciente de la necesidad de reformas en el país pero que se horroriza frente a la anarquía y el desgobierno que, en su opinión, supone la revolución española; un pensamiento en cierto modo posibilista, al que no importa tanto cuál sea la casa reinante como la propia forma de la monarquía, con tal de que el nuevo rey sea una garantía de orden, independencia e integridad de la patria. Junto a ello, en estas obras se habla del desamparo en el que queda la nación en 1808, del vacío de poder y la anarquía que se instala en las calles y de cómo en aquel momento la causa josefina es la única capaz de garantizar el orden. Se habla también del suicidio que entonces suponía enfrentarse a las tropas invictas del Emperador, de las bondades de la Constitución de Bayona, que concilia el modelo constitucional francés con la tradición pactista de la monarquía española, y se ensalzan las ventajas, indudables, de que durante la guerra la administración quedara en manos españolas: «¿Qué hubiera sido de la España se pregunta uno de ellos ni qué comparación tienen con los males que ha sufrido los que la hubieran despedazado si todos los empleos, si todos los ramos de la administración hubieran sido exclusivamente dirigidos por el sistema militar o por extranjeros?»44. A la postre toda esta argumentación de poco sirvió a sus protagonistas. Durante el sexenio absolutista (1814-1820) que sigue a la guerra, tan solo unas cuantas amnistías parciales permitieron el regreso de los menos comprometidos. Hasta 1820, con la implantación del nuevo régimen liberal, no tendrían todos abiertas las puertas de su patria, aunque con la prohibición teórica de ejercer cargos públicos. Con todo, en estos años los antiguos josefinos jugarían un papel clave, especialmente desde la prensa, con cabeceras insignes como El Imparcial y El Censor, y la educación, con la figura descollante de Alberto Lista. A finales de 1823 con el fin del trienio constitucional y el obligado exilio de los liberales, la iniciativa reformista quedaría fundamentalmente en manos de los antiguos josefinos, que jugarían un papel clave en la transformación del sistema de poder llevada a cabo en esta última década de gobierno de Fernando VII, transformación que favoreció la

implantación del nuevo régimen liberal instaurado definitivamente en España a partir de 183445.

BIBLIOGRAFÍA

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Notas

1

Marías, 1988, págs. 147 y ss.

2

La figura de Godoy viene estudiándose con rigor y sin prejuicios en los últimos años. El trabajo más importante es el de La Parra, 2002. Este mismo año La Parra y Elisabel Larriba han editado escrupulosamente las Memorias de Godoy con un interesante estudio preliminar (Godoy, 2008). 3

Mª del Carmen Iglesias, 2008.

4

Sobre la Constitución de 1808 véase el espléndido trabajo de Fernández Sarasola, 2007 y el monográfico que le dedica la revista electrónica Historia Constitucional, núm. 9, 2008. 5

Grandmaison, 1908, t. I, pág. 282.

6

Jovellanos, 1988, pág. 558.

7

Véase al respecto el estupendo artículo de G. Dufour, 2008. Sobre José Bonaparte ha aparecido recientemente la documentada biografía de Moreno Alonso, 2008. 8

Claude Morange explica la inexactitud del término afrancesados y se decanta por el más adecuado de josefinos en un estupendo artículo (Morange, 2005). 9

Artola, 1953. Recientemente ha aparecido una segunda edición, aumentada, de este clásico trabajo en Madrid, Alianza Editorial, 2008. Claude Morange propone una clasificación más detallada, distinguiendo, de mayor a menor adhesión, a los propiamente josefinos, aquellos que se lanzaron activamente a la colaboración; los juramentados, que sin haber tenido importantes responsabilidades prestaron juramento, la mayoría para conservar su empleo; colaboracionistas pasivos, los que sin jurar fidelidad ni obtener cargos o empleos colaboraron más o menos activamente, y por último la masa anónima que, por permanecer en territorio ocupado tuvo al menos que comprometerse durante un tiempo para capear el temporal. Véase en Morange, 2002, págs. 277-278. 10

Un buen resumen de este posicionamiento de los afrancesados y de sus críticas a liberales y reaccionarios en Jean-Baptiste Busaall (2006a). 11

“Discurso sobre la utilidad de los papeles públicos”, Gazeta del Puerto de Santa María, núm. 22, 28 de septiembre de 1810, pág. 146. 12

Este periódico ha merecido recientemente los interesantes trabajos de Dufour (2005) y Busaall (2008). Ambos han aparecido en la revista electrónica El Argonauta español, dedicada a la historia de la prensa española, que entre sus números ha publicado otros trabajos sobre la prensa afrancesada. 13

Por citar un par de estas producciones destacaría las Reflexiones imparciales sobre el estado actual de España (Vitoria, 1808) del citado Estala o, ya en las postrimerías del reinado la Opinión de un jurisconsulto español sobre la Constitución política hecha en Cádiz en 1812 (Valencia, 1813) de Vicente González Arnao, un análisis crítico de la constitución gaditana que es estudiado recientemente por Busaall, 2006a. 14

Moreno Alonso, 1995, pág. 80.

15

Sobre el teatro en la España josefina véase la reciente monografía de Romero Peña, 2006.

16

Ana María Freire López, en un primer catálogo que ella misma califica de incompleto recoge 119 obras destinadas a fomentar el espíritu patriótico del bando patriota. Véase Freire López, 1988. 17

Esta carta «al clero y demás fieles de nuestra abadía», se publicó en la Gazeta de Madrid, núm. 59, 17 de junio de 1808, págs. 583-586. Levantó no poco revuelo, y dio motivo a varias contestaciones y réplicas. 18

Carta del Illmo. Sr. Obispo de Licópolis, auxiliar y gobernador de este arzobispado de Sevilla a los vicarios, curas y clero de toda la diócesis en ausencia de su Prelado. Veo un ejemplar en AHN, Estado, leg. 3.116. 19

Gaspard de Clermont-Tonnerre, L’éxpédition d’Espagne 1808-1810, París, Perrin, 1983, pág. 409, citado en Díaz Torrejón, 2008, pág. 347. 20

Remito al lector interesado en la descripción de estas fuentes y en los criterios de elaboración de este censo a López Tabar, 2001, págs. 17-22.

21

En los dos altos tribunales de la monarquía, las chancillerías de Valladolid y Granada, el porcentaje de sus miembros en 1807-1808 que optaron durante la guerra por apoyar al nuevo monarca fue de un 34 y un 37% respectivamente, cifras más que notables. Puede verse un análisis del resto de las áreas del poder (secretarías del Despacho, Consejos...) en López Tabar, 2003. 22

Francisco Amorós, uno de los más fervientes josefinos, denunciaba en carta a José I, «el mal que ha producido que hubiese tantos aragoneses, andaluces, vizcaínos, castellanos y valencianos y tan pocos españoles verdaderos». La cita en Dufour, 1982, pág. 14. 23

No son pocos los ejemplos de esta labor de intermediación. A modo de ejemplo, véanse los casos que se exponen en Scotti, 2000. 24

Para estudiar con más detalle los diferentes ramos de la administración josefina sigue siendo imprescindible el libro de Mercader Riba, 1983. En López Tabar, 2001, págs. 48-78, se pone nombres y apellidos a toda esta estructura administrativa. 25

Fuentes, 1996.

26

Sobre la colaboración y el papel de los científicos españoles en el régimen de José I véase Bertomeu Sánchez, 1996. 27

AHN, Estado, leg. 5.244.

28

Prontuario, 1810, t. II, págs. 10-11.

29

Sobre este tema, todavía de estudio incipiente, destacan los trabajos de Díaz Torrejón, 2004 y Lafon, 2007, en especial págs. 215-272. 30

Una relación detallada de estas fuerzas, regimiento a regimiento, en Sorando Muzás, 2008. Dufour, 2008, págs. 63-64 incluye varios testimonios de esta desconfianza de los mariscales franceses hacia estas fuerzas. 31

Un muy buen resumen de este movimiento reformista y de las tensiones con el sector más conservador entre 1790 y 1808 en Callahan, 1989, págs. 82-88. 32

Prontuario, 1810, t. I, págs. 297-299.

33

Gérard Dufour, 2007, págs. 274-275.

34

Barbastro Gil, 2008.

35

Las ha estudiado magistralmente Puyol Montero, 1994.

36

El análisis más completo de la armazón de la justicia josefina en Abeberry Magescas, 2001.

37

En los últimos años, autores como J. Sánchez Fernández o L. Hernández Enviz, han publicado trabajos parciales sobre algunas de estas juntas, basándose en los ricos fondos, aún por explorar, de la sección de Gracia y Justicia del Archivo General de Simancas. Quizás el trabajo más notable sea el de Rodríguez Zurro, 2001, que muestra bien la diferente suerte de estos tribunales y sus tensiones con las autoridades francesas. 38

Una descripción de estas iniciativas en Bertomeu Sánchez y García Belmar, 2001.

39

Alejandro Nieto ha puesto de manifiesto la clarísima herencia ideológica josefina del sistema administrativo levantado durante la regencia de María Cristina (1833-1840), sistema que se encontraba muy próximo al establecido por José I, algo que sus autores tuvieron la habilidad, o el cinismo, de ocultar. Véase Nieto, 1996, págs. 20-21. 40

Es el término “familias”, el que suelen utilizar fuentes coetáneas como la Representación de Amorós. Con todo, tengo la impresión de que muchas de estas familias no estaban representadas más que por el cabeza de las mismas. De hecho, en las listas de refugiados manejadas para la elaboración del censo (así en las que elaboró Azanza en septiembre de 1813, las más importantes), se indicaba mediante la acotación «con esposa y X hijos» los casos en los que el refugiado iba acompañado de familia, y éstos no son desde luego mayoritarios: tan solo 229 de los 2.933 de los que me consta con certeza su exilio llevan esta coletilla. Sobre el acercamiento de las cifras de mi censo a las que tradicionalmente se han utilizado véase mi hipótesis en López Tabar, 2001, pág. 22. 41

En torno a este tema véase López Tabar, 1999.

42

Estos años del exilio, por otro lado muy interesantes, en López Tabar, 2001, págs. 103-179.

43

AHN, Inquisición, leg. 4.501/5. La cita en Menéndez Pelayo, 1956, t. II, pág. 788.

44

La cita en Carnerero, 1814, pág. 139. Un análisis detallado de estos argumentos en López Tabar, 2001, págs. 135-148. Véase también el muy interesante artículo de Busaall, 2006b. 45

Esta trayectoria en López Tabar, 2001.

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