Javier Cercas prologo a El Fotografo del Horror de B. Zambrano

June 11, 2017 | Autor: Gutmaro Gomez Bravo | Categoría: History, Spanish, Memory Studies
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Prólogo

No creo que a lo largo de mi vida vaya a tener muchas ocasiones de prologar un libro escrito por un personaje de una de mis novelas. Habrá quien se apresure a matizar que, más que uno de los personajes de El impostor, Bermejo es uno de sus protagonistas; acepto el matiz. El caso es que lo que hace Bermejo en esa novela sin ficción o relato real, que es lo mismo que hizo en la realidad, tiene un mérito considerable, y es demostrar sin posibilidad de duda la falsedad del relato que de su deportación en un campo nazi hacia hasta mayo de 2005 Enric Marco, principal protagonista visible de El impostor, el hombre que durante décadas mintió sobre su estancia en el campo nazi de Flossenbürg y gracias a ello llegó a ser presidente de la Amical de Mauthausen, la asociación que reúne en España a la mayor parte de los deportados españoles y sus familias; la revelación de Bermejo obligó a que Marco confesase la verdad, o por lo menos una pequeña parte de la verdad de su vida de eterno mentiroso: que nunca habla sido un deportado en un campo nazi. Bermejo no habla hecho otra cosa que cumplir a rajatabla con su obligación de historiador, pero el monumental escándalo subsiguiente al descubrimiento de la impostura de Marco lo elevó a la categorla de villano y le valió todo tipo de insultos y acusaciones, desde la de ser un

submarino de la derecha que disparaba contra la línea de flotación del gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero hasta la de estar pagado por el Masad, el servicio secreto israeli, para castigar a Marco por haber realizado declaraciones antisraelles en una sonada intervención en el Parlamento, pasando por la de querer destruir la Amical de Mauthausen o incluso el llamado Movimiento para la Recuperación de la Memoria Histórica (MRMH), que en aquel momento se hallaba en su apogeo y del que Marco era un conspicuo representante. Estos peregrinos intentos de desacreditar a Bermejo eran previsibles, por supuesto, porque cuanto guarda relación con la llamada memoria histórica es en nuestro pals materia sensible, extremadamente sensible, sobre todo para quienes, como Bermejo, no se dejan intimidar por ninguna ortodoxia política ni se pliegan a ninguna exigencia que no sea la de la verdad. He escrito "el llamado" Movimiento para la Recuperación de la Memoria Histórica y deberla haber escrito "el mal llamado" . Y es que ese nombre contiene, a la vez, un oxlmoron y un eufemismo. Un oxímoron: la expresión "memoria histórica" entraña una contradicción, porque la memoria es individual, parcial y subjetiva, mientras que la historia es colectiva y debe aspirar a ser total y objetiva. Un eufemismo: lo que ese movimiento quería recuperar no era la llamada memoria histórica -un concepto equívoco y confuslsimo, y por tanto carente de utilidad-, sino la memoria de las víctimas del franquismo o la memoria republicana; así es como debió haberse llamado el movimiento desde el principio -Movimiento para la Recuperación de la Memoria de las Víctimas del Franquismo, o de la Memoria Republicana-, y no como se llamó. Que el nombre estuviese mal elegido era un mal augurio, pero no significa que el movimiento no fuese absolutamente necesario y justo; lo era, al menos en la medida en que pretendía, en lo esencial, dos cosas: la primera, resarcir del todo -desde el punto de vista económico, moral, político y simbólico- a las víctimas del franquismo; la segunda, exigir justicia y verdad sobre la guerra civil y el franquismo para asumir a fondo, de una vez por todas, nuestro pasado más negro, reclamando para la democracia actual el legado democrático republicano. Por desgracia, los malos augurios del nombre equivocado se cumplieron, y el movimiento fracasó, o como mínimo está paralizado. Algunos promotores del movimiento afirman que no fracasó, pero yo me pregunto cómo puede decirse una cosa así cuando sigue habiendo decenas de miles de cadáveres en cunetas y fosas comunes

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y calles y plazas llamadas Francisco Franco, y cuando el Valle de los Caídos sigue ahí, impasible el ademán. Si eso no es un fracaso colectivo -yen particular un fracaso del MRMH-, que alguien me explique por favor qué es un fracaso. Otra cosa es quién es el responsable de ese fracaso. Aquí la respuesta parece imponerse: la derecha española, que en todos estos años de democracia ha sido incapaz de condenar el franquismo con la misma claridad inequívoca con que todos hemos condenado, digamos, aETA, Y que se ha dedicado a frenar por todos los medios a su alcance las actividades y propuestas de la sociedad civil y los gobiernos de izquierda. Ahora bien, ¿es la derecha o la parte más cerril de la derecha la única responsable del desaguisado? ¿No tenemos ninguna responsabilidad quienes considerábamos indispensable ese movimiento? ¿Lo hemos hecho todo bien? Hacen falta toneladas de autosatisfacción y un nulo espíritu autocrítico para contestar afirmativamente a la última pregunta. La realidad es que los errores fueron muchos. Tal vez el primero de ellos consistió en plantear la cuestión en términos partidistas, como un debate político entre la izquierda, que estaba o decía estar a favor de la llamada memoria histórica, y la derecha, que estaba contra ella. Porque la gestión del pasado -y sobre todo de un pasado tan determinante como la guerra civil y el franquismo, un pasado que, en rigor, todavía no ha pasado- es demasiado importante para dejarla al albur de la lucha partidista; debería ser una cuestión de estado: simplemente, una democracia decente no puede permitirse tener decenas de miles de cadáveres en cunetas y fosas comunes, plazas y calles llamadas Francisco Franco y un espeluznante monumento fascista llamado el Valle de los Caídos; simplemente, todos los partidos políticos hubieran debido alcanzar un acuerdo, por dificil que fuese, para acabar con ese espanto y esa infamia. O dicho de otro modo: un estado democrático no puede permitirse lo que, por razones evidentes, tuvo que permitirse el estado español durante la Transición. Esa politización perversa, en parte consecuencia de la busca de réditos partidistas inmediatos en el manejo del pasado, no era más que un aspecto de lo que en El impostor he llamado, evocando una expresión de Adorno y Horkheimer, "la industria de la memoria". Se trata de un uso espurio de la memoria -y de la historia- que pretende obtener de ella beneficios políticos, pero también morales, simbólicos, académicos y mediáticos, y que resulta en una devaluación de la historia -y de la memoria-: del mismo modo que el fruto de la industria cultural definida por Horkheimer y Adorno es el kitsch o la mentira cultural, el fruto de la industria de la memoria es el kitsch o la mentira de la memoria -y de la historia-o Enric Marco fue el producto más llamativo y monstruoso de esta industria, a la que contribuyeron masivamente los medios de comunicación, pero no sólo ellos; de hecho, esa industria estuvo y está en gran parte monopolizada por una élite intelectual que ha colonizado la herencia de la 11 República y trata de explotar hasta su último yacimiento. Es triste reconocer que, dada la rapacidad inusitada y la falta de escrúpulos de estos colonizadores -por supuesto disfrazados de hombres de elevados principios, como los colonizadores clásicos- y dada la falta de interés general o de agallas para oponerse al saqueo que están llevando a cabo, su tarea va camino de obtener éxito, si no lo ha obtenido ya, y el patrimonio histórico-político de la 11 República amenaza con quedar exhausto, esquilmado, convertido en tierra baldía. Pocos lo vieron tan pronto y lo dijeron con tanta claridad como Benito Bermejo, quien en 2004, en plena apoteosis de la llamada memoria histórica, en un artículo escrito con Sandra Checa en el que desenmascaraba la impostura de otro falso deportado español, Antonio Pastor Martínez, concluía de manera profética: "Paradójicamente, el festejo de la memoria podría significar la derrota de ésta".

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Dicho lo anterior, sería deshonesto no agregar que una de las esperanzas secretas que alentaba al escribir El impostor consistía en abrir un debate civilizado sobre la llamada memoria histórica, o más bien sobre su fracaso o su parálisis, con el fin de averiguar qué hicimos mal, en qué nos equivocamos y cómo podemos rectificar para que el pasado no siga siendo un lastre o un freno permanente para nuestro futuro, ahora que todavía quedan vlctimas de ese pasado y memoria viva de él, cuando quizá existe todavía una última oportunidad para hacer bien lo que hicimos mal y asumir ese pasado con plenitud . Obviamente fue una ingenuidad: no sólo no ha habido debate civilizado -cosa imposible en España, donde desde mucho antes de Goya no conocemos otra forma de discrepancia que el garrote, a ser posible vil-, sino que lo que ha habido son improperios, anatemas y tergiversaciones flagrantes de los argumentos que, con mejor o peor fortuna, esgrime ese libro. Lo más parecido a un intento de debate civilizado fue, que yo sepa, un artículo publicado por Reyes Mate ("Un regalo envenenado", Babelia, 22-11-2014), donde el filósofo español de la llamada memoria histórica me reprochaba que tratase de "desacreditar la memoria" y que, al hacerlo, tirase piedras sobre mi propio tejado. El primero es un reproche incomprensible: jamás he intentado desacreditar la memoria (jamás he dicho ni escrito, por ejemplo, que sea meramente "sentimental"); lo que he intentado es algo parecido a lo que llevan intentando desde hace unos años filósofos e historiadores de medio mundo, que consiste en devolverle a la memoria su sitio frente a la ofensiva generalizada con que muchos pretenden de un tiempo a esta parte que invada la historia, con resultados catastróficos para la historia y para la memoria: la memoria es vital para todo, incluida la historia, hasta el punto de que no hay historia sin memoria; pero la memoria no debe sustituir a la historia: precisamente esa sustitución abusiva -junto con otros dos abusos o perversiones también denunciados en El impostor: el chantaje del testigo y la conversión de las víctimas en héroes- contribuyó de manera categórica a hacer posible el caso Marco. En cuanto al reproche de tirar piedras sobre mi propio tejado, parece como mínimo extraño, sobre todo viniendo de un filósofo: es cierto que la memoria constituye la materia prima de un escritor y que por tanto un escritor está más interesado que nadie en preservarla y prestigiarla, pero la mlnima decencia intelectual dicta que es mucho menos importante velar por los propios intereses que velar por la verdad, nos guste o no ésta, nos beneficie o no. Sobra aclarar, por lo demás, que no tengo la receta ideal para gestionar nuestra relación con el pasado reciente español; lo único que sé es que hay que empezar por afrontarlo con el mismo espíritu crItico y desinteresado y la misma pasión por la verdad con que lo afronta Benito Bermejo.

* Bermejo es un historiador ejemplar. Como cualquier historiador honesto, sabe que es imposible reconstruir del todo y con absoluta precisión el pasado, porque éste siempre se nos escapa; pero también sabe que hay pocas tareas más nobles y necesarias que esa. Al menos cuando de su trabajo se trata, Bermejo no conoce las prisas: con humildad y tozudez, con infinita paciencia, habla con testigos, contrasta sus testimonios, viaja, rebusca en bibliotecas y archivos, lee, relee y verifica, y no da nada por cierto hasta que no está completamente seguro de que lo es. Se dirá que en eso consiste el trabajo del historiador, y así es; pero hay quien lo hace y quien no lo hace. Bermejo lo hace. Pese a ello, en El impostor se dice de él que es un historiador marginal, un hombre que vive en los márgenes del sistema académico o universitario español; también se dice de él que es un francotirador. Ambas definiciones me siguen pareciendo exactas. Pese a ser uno de los mejores especialistas en la deportación de los republicanos españoles en los campos nazis, si no el

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mejor, Bermejo no es profesor de universidad ni de instituto, ni ha hecho ninguna clase de carrera académica; es verdad que no se ha preocupado mucho por hacerla, quizá porque estaba demasiado ocupado trabajando, pero no hay duda de que la universidad española (o la vida intelectual española a secas) tiene un problema si no es capaz de integrar a un tipo como Bermejo. En El impostor me preguntaba por qué fue un fuera de la ley de la academia como Bermejo quien se atrevió a desenmascarar a Marco y a poner el dedo en la llaga de la industria de la memoria, de la que también se beneficia la academia; obviamente, se trata de una pregunta retórica. Francisco Boix, el fotógrafo de Mauthausen es el primer libro de Bermejo; se publicó a principios de 2002, cuando el interés popular por la llamada memoria histórica crecla en España de manera imparable. Con caracteristica modestia, Bermejo afirma que el libro es apenas "una historia de las colecciones fotográficas relacionadas con Francisco Boix"; se trata de una verdad parcial: la verdad completa es que este libro contiene como al sesgo varios libros. El primero es en efecto una historia de las fotografías de Boix; éstas son de dos tipos: unas, tomadas por los SS del campo de Mauthausen, donde Boix permaneció ingresado durante casi un lustro y donde trabajó en el servicio fotográfico (conocemos cerca de 1000, aunque Boix declaró haber guardado 20.000); las otras son obra del propio Boix. No hay duda de que nuestro hombre fue un excelente fotógrafo, pero, salvo excepciones, sus fotografias palidecen junto a las de los SS, que constituyen un documento absolutamente estremecedor y único -por su volumen y por su importancia- del horror sin parangón vivido en los campos nazis. El segundo libro que contiene este libro es un retrato del campo de Mauthausen, un lugar próximo a Linz, en Austria, por donde pasaron casi doscientos mil prisioneros de todo el mundo, casi la mitad de los cuales murieron; asimismo contiene un retrato de los siete mil doscientos republicanos españoles que fueron confinados en él, de los cuales perdieron la vida 4.761. Esos españoles eran la gran mayoría de los casi nueve mil españoles deportados en los campos nazis, todos o casi todos excombatientes del ejército de la 11 República a los que la victoria de Franco arrojó al exilio. Por ahl, el libro de Bermejo se convierte en otro retrato, el de una generación de españoles que apostó a fondo por la esperanza de cambio real que representó la 11 República, y que padeció la guerra civil, el exilio en Francia, la 11 Guerra Mundial y la barbarie nazi, la mayorla de los cuales nunca regresaron a España; por ah! y por el tercer libro que contiene este libro, el que de algún modo los engloba a todos: la biografra de Francesc Boix. Bermejo la reconstruye con una precisión deslumbrante. Nacido en 1920 en el barrio del Poble Sec de Barcelona, en el seno de una familia laica, catalanista y de izquierdas, Boix alternó desde muy joven la pasión por la fotografía, que heredó de su padre, y la militancia política, primero socialista y en seguida comunista. Al estallar la guerra no pasaba de ser un adolescente, pero, en la Barcelona revolucionaria del verano del 36, empezó a publicar fotografías en Juliol, la revista de las juventudes comunistas, mientras anudaba una amistad de por vida con algunos de los principales dirigentes del partido: con Gregario y Joaqurn López Raimundo, con Teresa Pamies. Era un fotógrafo tan obsesivo y vehemente que sus compañeros de partido bromeaban con él diciendo que hubiera sido "capaz de pasarse al bando de los fascistas si entre los rojos no tuviese oportunidad de hacer fotos". En 1938 Boix dejó la retaguardia por el frente, donde fue encuadrado en la 30 a División del Ejército Republicano y donde siguió ejerciendo de fotógrafo; en 1939 se exilió en Francia. Igual que tantos republicanos españoles, por entonces malvivió unos meses en los campos de refugiados, tal vez en el de Vernet d'Ariége, sin duda en el de Septfonds, cerca de

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Montauban, de donde partió en septiembre hacia la región de Vosges, en el norte de Francia. AlU, en algún momento de 1940, fue apresado por los alemanes, que en el mes de mayo habían invadido el país. Estuvo un tiempo como prisionero de guerra en Belfort y, ya en 1941, en Fallingbostel, en el actual estado alemán de la Baja Sajonia. Por fin, el 27 de enero de ese mismo año arribó a Mauthausen. Los cuatro años siguientes los pasó en aquel infierno sin alivio. El campo había sido fundado en 1938, poco después de la anexión de Austria al 111 Reich; era una mezcla de campo de trabajo y de exterminio, y acabó funcionando en gran parte como centro de una serie de subcampos distribuidos por casi toda Austria, entre ellos los de Gusen, Ebensee y Melk. A sus barracones habían empezado a llegar republicanos españoles desde principios de agosto de 1940, pero en ellos se hacinaron a lo largo de la guerra prisioneros de todas las nacionalidades. Los españoles se contaban entre los más numerosos; dos de cada tres murieron allí, la mayor parte en el campo de Gusen, entre la segunda mitad de 1941 y la primera de 1942, la mayoría muertos de hambre y extenuación; no faltaron las víctimas del gas, de inyecciones letales, de tiros en la nuca, de suicidios. En medio de este apocalipsis, Boix fue un privilegiado. Desde 1940 existía en el campo un servicio fotográfico, llamado Erkennungsdienst y dedicado a hacer retratos policiales de identificación de los presos, pero también -y sobre todo con el tiempo- a otras actividades. Boix tuvo la suerte de ser destinado allí a finales de agosto de 1941 ; con él trabajaron algunos austriacos, alemanes y polacos, además de dos españoles: Antonio García Alonso yJosé Cereceda. Todos ellos gozaban de unas condiciones de higiene, alojamiento y comida mejores que las de sus compañeros (entre 1944 y 1945 gozó sobre todo de ellas el propio Boix, que en esas fechas fue secretario del servicio); también disponían de una cierta libertad de movimientos por el interior del campo, lo que les permitía llevar a cabo determinadas actividades clandestinas. Así que, cuando la guerra se acercaba a su fin y los SS de Mauthausen decidieron deshacerse de las fotograflas que habían tomado durante años, porque pensaron con razón que podían ser muy comprometedoras, Boix tuvo la audacia de guardarlas y, con la ayuda de un grupo de españoles que trabajaba fuera del campo y de una valiente austríaca llamada Anna Pointner, consiguió esconder una parte de ellas en el pueblo de Mauthausen hasta la llegada de los norteamericanos. Fue entonces, a partir del 5 de mayo de 1945, día de la liberación de Mauthausen, cuando Boix volvió a ejercer su oficio a pleno rendimiento. Suya es la mayor parte de las fotografías de los primeros días de libertad en el campo, algunas de ellas tan memorables como la que muestra la gran pancarta multilingüe que desplegaron los republicanos españoles para recibir a las tropas libertadoras, o como la serie que recoge el interrogatorio del moribundo y sanguinario comandante del campo, el coronel Franz Ziereis. Boix permaneció todavía en Mauthausen hasta principios de junio, momento en que se trasladó a París. En esta ciudad transcurriría el resto de su vida. Ya desde sus primeros tiempos en la capital francesa consiguió que se publicasen muchas de las fotografías que daban fe del horror de Mauthausen, y en 1946 testimonió en dos procesos contra criminales de guerra nazis, celebrados en Nüremberg y Dachau. Murió cinco afias después, cuando apenas contaba 30. Nunca volvió a España. Nunca abandonó su militancia comunista. En sus últimos años viajó mucho, casi siempre como reportero gráfico para publicaciones de la órbita comunista, entre ellas L 'Humanité, órgano del Partido Comunista Francés; su mala salud de ex deportado le obligaba no obstante a largas curas de reposo y largas estancias en hospitales, que sin duda aprovechó para redactar unas memorias de su paso por Mauthausen, de las que sólo se conserva el titulo: Spaniaker, término despectivo que los SS

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y los presos comunes del campo usaban para referirse a los espanoles. Contra lo que se ha dicho, nunca sacó dinero de sus colecciones fotográficas, aunque hizo todo lo posible por difundirlas, y acabó entregando buena parte de ellas a las organizaciones de supervivientes y a la prensa comunista o afín al comunismo. Está enterrado en el cementerio de Thiais, al sur de París. Tras su muerte cayó en el olvido, pero por lo menos hasta el ano 2001 algunos de sus amigos y compañeros de Mauthausen -Ramón Bargueno, de Toledo; Alejandro Bermejo, de Madrid; y Pablo Escribano, de Rasueros, Ávila- se ocuparon de mantener limpia su lápida. En las páginas que prefiero de este libro admirable, Bermejo desmonta pieza a pieza, hasta aniquilarla, una versión alternativa del robo de las fotografías de los SS de Mauthausen debida a uno de los companeros de nuestro hombre en el Erkennungsdienst; según ella, fue ese campanero de Boix y no Boix quien salvó las fotografías, y su hazana le fue arrebatada por Boix, que además se habría enriquecido vendiendo el material robado: todo ello con la aquiescencia o el aliento de la dirección clandestina de los comunistas en el campo. Salvo el testimonio embustero de este companero desleal, todos los que conservamos sobre Boix son unánimes: todos ellos describen a un muchacho de una vitalidad y una alegría infecciosas, de una simpatía y de una vehemencia incontenibles, de un coraje probado y de un optimismo sin fisuras; también son unánimes los retratos fotográficos que conservamos de Boix: en todos aparece un hombre joven y apuesto, iluminado a perpetuidad por una sonrisa radiante. Es la viva estampa del héroe.

Javier Cercas

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