Istvan Meszaros - Estructura Social y Formas de Consciencia

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Descripción

ESTRUCTURA SOCIAL Y FORMAS DE CONCIENCIA VOLUMEN I

LA DETERMINACIÓN SOCIAL DEL MÉTODO

ESTRUCTURA SOCIAL Y FORMAS DE CONCIENCIA VOLUMEN I

LA DETERMINACIÓN SOCIAL DEL MÉTODO

István Mészáros Traducción

Eduardo Gasca

Título original: Social Estructure and Form of Conciousness. Volumen I: The Social Determination of Method

1ª edición, Monthly Review Book, New York, 2003 1ª edición en Monte Ávila Editores, 2011 © EDICIONES DE LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA Palacio de Miraflores, Dirección de Archivos y Publicaciones Caracas, Venezuela www.venezuela.gob.ve © MONTE ÁVILA EDITORES LATINOAMERICANA C.A., 2011 Apartado Postal 1040, Caracas, Venezuela Telefax: (0212) 485.0444 www.monteavila.gob.ve Imagen de portada Carolina Marcano, 2011 Diseño de la colección ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario Diagramación Sonia Velásquez Corrección Wilfredo Cabrera Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal Nº lf5002011300494 ISBN 978-980-01-1838-2

a Donatella

INTRODUCCIÓN

COMO todos sabemos, la formación social dominada por el poder del capital se extiende a lo largo de una prolongada época histórica, todavía sin final a la vista. Sin embargo, más allá de los cambios materiales que marcan la fisonomía intelectual de las fases particulares del desarrollo del sistema del capital, existen también algunas continuidades significativas. Es precisamente esto último lo que circunscribe a los grandes parámetros de la época del capital como un todo, con características claramente identificables. Los comparten los más diversos pensadores situados en el mismo terreno social, como lo veremos en los capítulos que siguen. Comprensiblemente, las fases particulares del desarrollo socioeconómico están marcadas por significativas innovaciones teóricas y metodológicas, en correspondencia con las cambiantes circunstancias. Es importante destacar, sin embargo, que todos esos cambios metodológicos y transformaciones teóricas deben amoldarse dentro de los límites restrictivos del marco estructural común que define a la época en su totalidad. La base clasista de las teorías dominantes de la época del capital como un todo es, y lo sigue siendo, «la personificación del capital» (Marx). Durante varios siglos ha coincidido con la burguesía, tanto en sus fases de desarrollo ascendentes como bajo las condiciones de su retrogradación histórica. En nuestra propia época, sin embargo, esa relación se torna mucho más complicada, como lo veremos en el Capítulo 8, que se ocupa de los problemas del método en una época de transición histórica. Pero, de regreso a la fase clásica de los desarrollos capitalistas, lo que define desde un comienzo las características metodológicas fundamentales de las teorías que surgen sobre la base clasista de la burguesía es

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precisamente la situación histórica de esa clase como la afianzada fuerza económica de la formación social bajo el dominio del capital, junto con los imperativos estructurales inseparables de ese dominio. En consecuencia, los parámetros metodológicos de las varias teorías que articulan coherentemente los intereses fundamentales de esa base clasista, independientemente de las diferencias entre los pensadores particulares —diferencias que surgen sobre la base del escenario nacional dado; la relación de fuerzas localmente prevaleciente y las condiciones de la interacción social; el papel históricamente cambiante de la clase respecto a las potencialidades productivas de la formación social del capital y la consiguiente intensificación de los antagonismos sociales en una escala global, etcétera— son fijados para la época en su totalidad, abarcando no sólo todas sus fases hasta el presente sino, mutatis mutandis, también lo que nos aguarda más allá. Se extienden, de hecho, hasta donde el capital pueda ser capaz de afirmarse y reafirmarse —también en la época más compleja de la transición hacia un nuevo orden social— como la fuerza de control significativa del metabolismo social. Porque los parámetros metodológicos fundamentales de las épocas históricas están circunscritos por los últimos límites estructurales de su fuerza de control metabólico social dominante, y como tales se definen en términos de las potencialidades (y, por supuesto, también las limitaciones) inherentes al modo de actividad productiva prevaleciente y la correspondiente distribución del producto social. Por eso las figuras representativas del horizonte social del capital tienen que conceptualizarlo todo de una manera determinada, y no de otra. Y por cuanto los límites en cuestión son estructuralmente insuperables —ya que su supresión requeriría de la institución de un modo de producción y distribución radicalmente diferente—, las principales características metodológicas de las teorías sintetizadoras que se originan dentro de su marco no pueden ser alteradas significativamente. Porque una alteración radical de los límites en cuestión equivaldría a abandonar completamente el «punto de vista de la economía política» del capital (que se corresponde con la perspectiva al servicio de sí misma del capital, adoptada más o menos conscientemente por los principales pensadores), como el mismo Marx lo hizo en verdad. 4

Ciertamente, como sabemos por la historia pasada, las fronteras metodológicas de la formación social del capital no pudieron ser alteradas en lo fundamental, ni siquiera cuando algunos pensadores excepcionales, bajo circunstancias históricas del todo extraordinarias, se dieron cuenta de las contradicciones que se les pedía defender, y trataron de idear alguna forma de «conciliación» teórica. Un ejemplo notorio al respecto es Hegel, como más adelante veremos en varios contextos muy diferentes.

LAS características metodológicas de los varios sistemas de pensamiento que surgen dentro del marco histórico y en apoyo de la formación social del capital, constituyen un conjunto estrechamente entrelazado de determinaciones conceptuales. Resulta comprensible entonces que todas esas características sean también cruciales en lo que atañe a la definición de dichos sistemas de pensamiento como formas específicas de ideología. Más aún, son claramente discernibles a través de las fases particulares del desarrollo de la formación social del capital como totalidad. Debemos concentrarnos en el presente estudio en algunas de las formas más importantes de esas características metodológicas, que se pueden resumir como sigue: 1. Orientación programática hacia la ciencia y papel metodológico/teórico y práctico clave asignado a la ciencia natural. 2. Tendencia general al formalismo. 3. El punto de vista de la individualidad aislada y su equivalente metodológico permanente, el «punto de vista de la economía política» del capital, visto desde la perspectiva necesariamente prejuiciada y estructuralmente limitadora del sistema establecido. 4. Determinación negativa de la filosofía y la teoría social. 5. Supresión de la temporalidad histórica cada vez más evidente y en definitiva absolutamente devastadora. 6. La imposición de una matriz de categorías dualista y dicotómica sobre la filosofía y la teoría social, que prevalece incluso cuando los 5

más grandes pensadores de todos los tiempos, como Hegel, tratan de distanciarse de ella. 7. Los postulados abstractos de la «unidad» y la «universalidad» como la ilusoria superación de las dicotomías permanentes —en lugar de las mediaciones reales— y la superación meramente especulativa de las contradicciones sociales más importantes, sin alterar en lo más mínimo sus fundamentos causales en el mundo actualmente existente. Como veremos, todas estas características están vinculadas firmemente con la necesidad de articular y defender determinados intereses sociales por parte de las más destacadas personificaciones intelectuales del capital. Por esa razón éstas no pueden evitar ser inseparablemente metodológicas e ideológicas en su determinación más profunda.

NATURALMENTE, es importante subrayar aquí que afirmar la determinación social del método no significa —y no puede significar— nada mecánico, como tratan de tergiversarlo los pensadores que hoy día se alinean con los intereses creados —materiales e ideológicos— del orden reproductivo social establecido. En esas relaciones no puede existir nada unilateral ni mecánico. Por el contrario, la compleja dinámica del desarrollo histórico sólo puede ser comprendida apropiadamente sobre la base de la reciprocidad dialéctica. Fue precisamente así como Marx caracterizó, ya en una de sus obras iniciales, La ideología alemana —en una fuerte crítica del enfoque idealista dominante en las discusiones filosóficas de la época— su visión de la «acción recíproca» evidenciada entre los varios factores y fuerzas que constituyen el complejo social general. Hablando de su propia valoración de la irreprimible transformación histórica, insistía en que Esta concepción de la historia se fundamenta en la exposición del proceso de producción real —comenzando por la producción material de la vida misma— y la comprensión de la forma de interrelación conectada a (y generada por) ese modo de producción, es decir, la sociedad civil en sus varios estadios, como la base de toda la historia; la describe en su acción como el Estado, y explica también cómo todas las diferentes producciones y formas teóricas de la conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etcétera, 6

surgen de ella, y rastrea el proceso de la formación de éstas también a partir de esa base. Por consiguiente, es posible tanto describir todo ello en su totalidad como también la acción recíproca que ejercen entre sí esos varios aspectos. A diferencia de la visión idealista de la historia, no tiene que buscar una categoría en cada período, sino que permanece constantemente sobre el terreno real de la historia; no explica la práctica a partir de la idea sino que explica la formación de las ideas a partir de la práctica material, y en consecuencia llega a la conclusión de que las formas y producciones de la conciencia no pueden ser disueltas mediante la crítica mental, convirtiéndolas en «conciencia de sí» o transformándolas en «apariciones», «espectros», «quimeras», etcétera, sino tan sólo mediante la superación práctica de las relaciones sociales reales que dan origen a esa patraña ideológica; que la fuerza motriz de la historia no es la crítica, sino la revolución, y tampoco lo son en la religión, la filosofía ni ningún otro tipo de teoría. Muestra que la historia no llega a su fin cuando la volvemos «conciencia de sí» como «espíritu del espíritu», sino que cada etapa contiene un resultado material, una sumatoria de fuerzas productivas, una relación creada históricamente con la naturaleza y de los individuos entre sí, que va siendo transferida de generación en generación por cada predecesor; una masa de fuerzas productivas, fondos de capital y demás circunstancias, que por una parte se ve ciertamente modificada por la nueva generación, pero por otra también le dicta a ésta sus condiciones de vida y le confiere un desarrollo definido, un carácter especial. Muestra que las circunstancias hacen al hombre en igual medida que el hombre hace a las circunstancias1.

Sería sumamente difícil explicar esos aspectos con mayor claridad que Marx en las líneas citadas. Pero eso parece importar bien poco a la hora de hacer prevalecer los intereses creados materiales e ideológicos en la empresa, emprendida con tanto afán, de «refutar» a toda costa a Marx y al marxismo. Además, no hace falta decirlo, los puntos fundamentales de la crítica que le dirigió Marx a las variantes idealistas de la filosofía en La ideología alemana son aplicables con igual justificación a la incapacidad materialista de captar la complejidad dialéctica del proceso histórico real. Marx lo dejó muy en claro en sus tan conocidas «Tesis sobre Feuerbach», escritas en el mismo período de La ideología alemana. Resulta por demás revelador, entonces, que la regla general sea siempre la distorsión

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sistemática de la posición del materialismo histórico —por no mencionar la idea de materialismo dialéctico, que merecería ser tratada y desechada tan sólo con la profundidad que les damos a las malas palabras— independientemente de que la refutación la propongan los especulativos adversarios idealistas de Marx o los representantes del materialismo positivista. Sin embargo, el verdadero punto es que los grandes pensadores de la época histórica que estudiamos sí adoptaron realmente, en el sentido cabal, la perspectiva del capital cuando participaron muy activamente en este aspecto en definitiva de enorme importancia. La determinación social del método no significa —y no puede significar— que la posición metodológica e ideológica correspondiente a la perspectiva del capital les sea impuesta a los pensadores involucrados, incluidas las figuras destacadas de la filosofía y la economía política burguesa. Lo hicieron de voluntad propia en el transcurso —y a través del proceso creativo— de la articulación de la posición que representa a los intereses, y los valores fundamentales, de un orden reproductivo social con el cual ellos se identificaban. Son participantes conscientes en una empresa que implica siempre el conflicto y la confrontación de conjuntos de valores potencialmente rivales, aun si los intereses sociales correspondientes no son (o no pueden ser, a causa de la inmadurez histórica de las fuerzas sociales relevantes) explicitados por sus adversarios. Porque ni siquiera la ideología dominante más firmemente afianzada puede ser jamás absolutamente dominante. En otras palabras, no puede ser tan totalmente dominante como para estar en capacidad de ignorar cualquier otra posición alternativa al menos potencialmente de largo alcance. Ni siquiera cuando la ideología dominante reclama para sí el privilegio de representar la sola y única perspectiva defendible, que en su visión concuerda cabalmente con la naturaleza misma, en una de sus versiones2, o cuando, en el mismo sentido de exclusividad, en otro enfoque se dice que se corresponde con la «realidad racional» del «Espíritu Mundial», como veremos más adelante. Así, sin que quepa la menor duda, los grandes pensadores de la época histórica que consideramos en este libro no solamente adoptaron sino además le dieron forma activamente, y en el sentido genuino conscientemente —tanto cuando originalmente la articularon como cuando de seguidas la renovaron—, la posición que se correspondía con los intereses 8

vitales del sistema del capital. Porque sin la constante renovación y reafirmación de sus principios básicos el orden dominante no podía sostenerse apropiadamente. Los pensadores más importantes en cuestión, de los cuales tendremos oportunidad de ver el desarrollo de sus concepciones, llevaron adelante esa tarea de renovación con gran coherencia y determinación bajo las cambiantes condiciones y circunstancias de su sociedad, y lo hicieron muy dentro del horizonte general —que les ofreció en determinados períodos históricos (cuando su clase social se hallaba en ascenso, pero en grado cada vez menor a medida que nos vamos acercando a nuestro propio tiempo) un margen significativo para la intervención creativa en el proceso social, a pesar de las limitaciones estructurales en definitiva prevalecientes— de los intereses y el poder controlador del capital.

EL carácter conciente de la participación, y la responsabilidad histórica correspondiente, de los grandes representantes intelectuales del capital no se ve disminuida (y menos aún minimizada) por la circunstancia de que ellos adopten y reproduzcan constantemente la ilusión de que en su concepción de orden social justo y apropiado están articulando el interés universal de la sociedad, y no solamente de su fuerza estructuralmente dominante. Porque, de nuevo, estamos hablando de un proceso en el que los pensadores implicados se apropian activamente de esas ilusiones, que resultan ser las más convenientes ideológicamente, y se corresponden con la perspectiva del orden metabólico social del capital. Es así como a fin de cuentas las grandes figuras de la tradición intelectual burguesa terminan ofreciéndonos una visión del mundo en la que una obvia formación histórica, el orden establecido de la sociedad, que, además, está tupido de contradicciones antagónicas, es transfigurada en algo no sólo defendible, presentado sin referencia alguna a ningún tiempo histórico, sino también como el único modo de intercambio social viable que se pueda concebir. Y es ésa también la manera como Hegel, el gran pensador dialéctico, viola su propio principio de la dialéctica —y, más reveladoramente aún, lo hace en términos metodológicos e ideológicos en nombre del pretendido «avance dialéctico»3— para poder transubstanciar la compulsión real inseparable de un sistema reproductivo establecido,

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en, tal como el propio Hegel lo reconoce explícitamente, el disfrute universal de cada «individuo con intereses propios» subsumido bajo el jerárquico modo de control social del capital, estructuralmente afianzado4. Según toda la evidencia a mano, el problema insuperable es que los grandes representantes intelectuales de la época del capital que nos ocupa, sin importar lo grandes que hayan podido ser como pensadores, daban por buenas las premisas prácticas fundamentales del orden social establecido en su combinación total, como un conjunto de determinaciones profundamente interconectadas. Esas premisas prácticas —como el divorcio radical entre los medios de producción y el trabajo; la asignación de todas las funciones de dirección y toma de decisiones en el orden productivo y reproductivo a las personificaciones del capital; la regulación del intercambio metabólico social entre los seres humanos y la naturaleza, y entre los propios seres humanos (inalterable y cada vez más peligrosamente), sobre la base de las mediaciones de segundo orden del capital; la determinación y el manejo de la estructura de mando política de la sociedad bajo la forma del Estado capitalista, etcétera— resultan tan cruciales para este modo en particular de control social, que no podría funcionar durante ninguna extensión de tiempo si le faltase tan sólo una de ellas. Porque fijan los límites estructurales de la viabilidad de un modo de producción y distribución producido históricamente que ha venido echando firmes raíces desde hace ya siglos y se resiste con todos los medios a su disposición a todo cambio significativo. Como ya hemos señalado en pasados estudios, algunas de las grandes figuras intelectuales que veían el mundo desde la perspectiva del capital, como Hegel, reconocían a veces la realidad del movimiento y el cambio históricos. Sin embargo, las veces en que tal reconocimiento se produjo fue siempre con referencia al pasado. El movimiento histórico transformador y el cambio social eran admisibles para quienes veían el mundo desde el punto de vista de la economía política, sólo en forma de (y en la medida en que) pudiesen encajar en el marco estrictamente delimitado de las premisas prácticas fundamentales del capital. La importancia del cambio histórico radical y estructuralmente patente la podían subrayar los grandes pensadores de la burguesía ilustrada en referencia al pasado feudal, pero al mismo tiempo la negaban en dirección al futuro.

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Sin duda, lo que dificulta extremadamente que se conciba el abandono de la perspectiva del capital, incluso por parte de los más grandes pensadores que compartían el punto de vista de la economía política, es precisamente el hecho de que las premisas prácticas antes mencionadas son un conjunto de determinaciones profundamente interconectadas —y en verdad, como ya mencionáramos, estrechamente entrelazadas— que constituyen las vitales características definitorias del sistema orgánico del capital. Por consiguiente no pueden ser abandonadas selectivamente, poniendo así entre signos de interrogación al sistema en su totalidad, por los pensadores que definen su propia posición en sintonía con el punto de vista del capital. Ni tampoco pueden, por la misma razón, ser superadas parcialmente en la práctica por una fuerza rival —como lo ha demostrado dolorosa y terminantemente el fracaso histórico de la socialdemocracia— sin sustituir radicalmente el orden estructuralmente dominante del capital en su totalidad por una alternativa hegemónica sustentable. Así, cuando algunos grandes pensadores expresan sus reservas en torno al impacto negativo de algunos desarrollos sociales en marcha, como lo hizo Adam Smith cuando se lamentaba del abandono deshumanizador de la educación que él veía surgir de la división y fragmentación del trabajo, o cuando reconocía elocuentemente que «los que visten al mundo están cubiertos de harapos»5, tales reservas no pasan de ser una crítica marginal del orden social establecido, aunada al enorme entusiasmo del pensador escocés por el capital como «el sistema natural de la libertad y la justicia perfectas»6. Las premisas prácticas vitales del orden reproductivo establecido tenían que ser interiorizadas activamente hasta por los más grandes pensadores de la burguesía en ascenso, y verse convertidas en las concepciones metodológicas e ideológicas esenciales de toda una época histórica, contribuyendo así, al mismo tiempo y de manera muy poderosa, con el pleno desarrollo y la viabilidad durante largo tiempo continuada del propio sistema del capital. Es así como las premisas prácticas frecuentemente innombradas (o innombrables) pero absolutamente necesarias —y, en otras palabras, las determinaciones sistémicas y a la vez estructurales— de lo que con mucho constituye el orden metabólico social más dinámico en toda la historia de la humanidad, se ven representadas activamente en los sistemas teóricos más importantes de la burguesía, afectando

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profundamente la manera de pensar de la gran mayoría de las personas incluso en nuestro tiempo.

LA dimensión histórica de tales aspectos es fundamental. Por un buen número de razones es obligatorio destacar su importancia con todo el empeño y la frecuencia posibles. Primero, porque la ideología dominante no puede sustentar sus pretensiones de validez universal sin negar sistemáticamente la inescapabilidad de las determinaciones históricas, mediante la eternización de su propia posición, sin importar cuánta distorsión —y en nuestro tiempo hasta constante violación de los hechos— se necesita a fin de hacer verosímil su antihistórica visión del sistema de intercambio reproductivo social presuntamente inalterable. La idealización de Hayek de las relaciones de intercambio capitalistas —a pesar de la especificidad histórica de sus antagonismos hondamente arraigados y en última instancia explosivos— como el eternizado «orden económico extendido», que él presenta en términos irreflexivamente positivos, y al mismo tiempo su caracterización vituperadora de la alternativa socialista tergiversada burdamente como «El camino a la servidumbre», proporcionan una ilustración gráfica de esa ignorancia desvergonzada de hasta los hechos históricos más obvios. Segundo, porque el significado de las dinámicas determinaciones históricas a menudo es malinterpretado como algún tipo de necesidad fatalista por aquellos que no tienen intereses creados para adoptar el punto de vista del capital. Y que los interesados en el asunto puedan asumir una actitud positiva hacia esa «necesidad» erróneamente concebida no establece ninguna diferencia real en este respecto. Porque también de esa manera el proceso histórico real se ve distorsionado significativamente y sólo puede generar resentimiento, y hasta hostilidad, hacia la idea de la transformación histórica necesaria. Lo que realmente decide el punto es que, en el proceso interactivo dialéctico de las determinaciones históricas dinámicas, nada puede ser tomado como rígido y absolutamente final, lo aprobemos o no en el momento. La necesidad histórica resulta ser verdaderamente histórica, no simplemente porque nace con innegable firmeza de determinaciones dialécticas altamente complejas, sino también porque 12

en el debido momento se convierte en una «necesidad en desaparición» —«eine verschwindende Notwendigkeit»— en palabras de Marx. Ignorar ilusoriamente ese aspecto vital de la necesidad histórica puede producir consecuencias socioeconómicas y políticas devastadoras, como tuvimos que aprender en el siglo XX con el trágico fracaso de algunas estrategias de envergadura seguidas por el movimiento socialista. Tercero, porque el contraste entre las visiones de los grandes pensadores del pasado más remoto y algunas concepciones de los mismos problemas en el siglo XX resulta sumamente revelador. Basta con poner aquí nada más el ejemplo del Discurso del método de Descartes. Como sabemos, Descartes estaba muy interesado en la cuestión de la duda metodológica y en la necesidad de la certeza evidente, y decía al mismo tiempo: «No es que en esto haya yo imitado a los escépticos, que dudan hasta de poder dudar y nada buscan más allá de la incertidumbre misma; porque al contrario, mi propósito era tan sólo hallar una base para la certidumbre, y apartar la tierra floja y la arena para llegar hasta la roca o la arcilla»7. En total contraste, en la celebrada obra de un historiador del siglo XX no encontramos más que un escepticismo y un pesimismo sin límites, cuando trata de hacernos creer que «no hay más sentido en la historia humana del que existe en los cambios de las estaciones o los movimientos de las estrellas; o si hubiese algún sentido, escaparía a nuestra percepción»8. Cuando andaba a la búsqueda de la certeza filosófica, Descartes insistía en la importancia de hacer del conocimiento algo práctico y útil en la gran empresa del deseado control humano de la naturaleza, poniendo de relieve que Creía posible llegar al conocimiento de alta utilidad para la vida; y, dentro del espacio de la filosofía especulativa usualmente enseñada en las escuelas, descubrir una [filosofía] práctica mediante la cual (…) podamos también aplicarlas a todos los usos a las que se adaptan, y de ese modo convertirnos en amos y señores de la naturaleza9.

Como contraste, hallamos en la obra de incluso un filósofo del siglo XX tan importante como Edmund Husserl, la oposición más rígida entre la «actitud teórica» y la «práctica», cuando asevera que La actitud teórica, aunque ella es también una actitud profesional, es absolutamente impráctica, pues está basada en un deliberado epoché de cualquier interés práctico, y por consiguiente aun de aquellos de nivel 13

superior, al servicio de las necesidades naturales dentro del marco de una ocupación vital gobernada por esos intereses prácticos10.

No es de extrañar, entonces, que al haberse tendido a sí mismo una trampa ideológica, Husserl no haya podido hacer más que postular un llamado totalmente irreal al «heroísmo de la razón»11 como la contrapartida ilusamente predicada para la barbarie nazi12. Y finalmente, en contraposición con la filosofía encerrada en sí misma y «monadológicamente» orientada del siglo XX, Descartes tenía plena conciencia de la importancia de llevar adelante la tarea de la creación intelectual como una empresa colectiva genuina: «…de modo que, comenzando a partir de donde los que antecedieron dejaron las cosas, y entonces conectando las vidas y los trabajos de los muchos, podamos colectivamente ir mucho más lejos»13. Sólo reviviendo ese ethos y realzándolo significativamente de acuerdo con los urgentes requirimientos de nuestro propio tiempo, podremos realmente encarar los problemas que debemos afrontar.

LA relación entre la estructura social y las formas de conciencia es de fundamental importancia. Lo es porque la estructura social realmente establecida constituye el marco general y el horizonte en el que están situados los pensadores particulares en todos los campos del estudio social y filosófico, y es en relación con ellos que tienen que definir su concepción del mundo14. Como ya mencionamos, los parámetros metodológicos e ideológicos fundamentales de las épocas históricas particulares, incluida la era del capital, están firmemente circunscritos por los últimos límites estructurales de su fuerza social dominante, conjugando el tipo de actividad productiva prevaleciente con la modalidad de distribución correspondiente. Cualquier intento teórico de escapar de esas determinaciones, en la procura mal concebida de algunas «metateorías» evasivas, no hará más que dañar la empresa filosófica. De hecho, mientras más abarcante y más mediado sea el asunto que se escoja, más obvio resultará su vínculo con las determinaciones estructurales «totalizantes» de la época histórica en cuestión. Y así tiene que ser, en vista del hecho de que no es posible pensar en una concepción de mediación apropiada en cualquier campo de análisis sin 14

una comprensión abarcante del campo de estudio en cuestión, tanto si pensamos en la «metaética» como en la metodología en general. El análisis legítimo de los varios discursos —por ejemplo el discurso moral, el político y el estético— es inconcebible si no está insertado dialécticamente en el marco estructural apropiado de las determinaciones generales. Porque los discursos particulares resultan absolutamente ininteligibles si no se les capta como formas específicas de la conciencia social. Es decir, como formas que están constituidas históricamente, y por eso mismo transformadas históricamente, en estrecha conexión con las determinaciones generales de la estructura social de la cual no pueden ser abstraídas especulativamente. Además, está el hecho de que existe una esencial dimensión trans-histórica15 —pero decididamente no supra-histórica— para todos esos discursos, como la hay también para el análisis de la metodología en general, ya que su estudio puede ser proseguido a lo largo de la historia humana en su totalidad, y sin embargo ese hecho frecuentemente ignorado no hace más que subrayar la importancia de insertarlos, con todo lo mediados que puedan ser (como tiene que serlo inevitablemente el análisis de la metodología), dentro de su marco estructural apropiadamente abarcante e históricamente definido. A pesar del carácter inevitablemente mediado de los problemas sobre el tapete, se nos hace necesario entrar en el estudio de los aspectos que surgen de las determinaciones metodológicas e ideológicas de la época del capital. Es así porque resultan ser de suma pertinencia para nuestras preocupaciones, en términos no sólo teóricos sino además prácticos. Porque no importa cuán fuertemente en desacuerdo estamos, como ciertamente tenemos que estarlo, con los principios metodológicos e ideológicos de la tradición teórica inseparable del punto de vista del capital; estar plenamente conscientes de los vínculos de conexión y las continuidades persistentes, en lugar de sólo percibir las abiertas discontinuidades, constituye una condición esencial para una apropiada comprensión histórica, que resulta en sí misma vital para la elaboración de estrategias sociales y políticas sustentables a largo plazo. Eso significa que es indispensable centrarnos también en aquellos elementos de las teorías en cuestión que sólo deben, y tienen que ser, «aufgehoben»; es decir dialécticamente reemplazados/preservados elevándolos a un nivel más avanzado históricamente, a fin de darles una utilización socialmente positiva. 15

Ello es particularmente importante en un período de transición hacia un orden social históricamente viable. En otras palabras, ocuparse apropiadamente de los problemas sobre el tapete constituye una contribución para la tan necesaria transición a lo que Marx llamó «la forma histórica nueva», que resulta ser una característica definitoria de nuestro tiempo literalmente vital. Sin duda, las soluciones concebidas desde la perspectiva del capital se amoldaban en el momento de su formulación a algunos intereses sociales fundamentales, determinados estructuralmente, de acuerdo con la perspectiva del capital, y por consiguiente no pueden encajar en el marco de la necesaria alternativa hegemónica. Sin embargo el hecho sigue siendo que las soluciones en cuestión han sido presentadas en respuesta a desafíos históricos y determinaciones sociales objetivas muy reales que, en un sentido verdaderamente importante, siguen formando parte de nuestra propia situación actual. Porque los desafíos históricos objetivos no dejan de existir, ni pierden su fuerza, por el hecho de simplemente recibir desde un punto de vista estructuralmente parcializado —ajustado a las premisas prácticas irreformables del capital— el tipo de respuestas que resultan ser socialmente insustentables a largo plazo. Las cuestiones que la propia realidad social reproduce constantemente, a pesar de recibir soluciones extremadamente problemáticas incluso por parte de los más grandes pensadores burgueses del pasado, sólo pueden acentuar el peso y la continuada relevancia de los mismos problemas subyacentes. Así, por sobre todas las cosas, los desafíos objetivos que han persistido durante largo tiempo exigiendo respuestas históricamente viables, ejercen hoy día más presión que nunca. Es ése el verdadero tamaño de nuestra tarea para el futuro.

NOTAS

1. Carlos Marx y Federico Engels, Collected Works (MECW), Vol. 5, International Publishers, Nueva York, pp. 53-54. 2. Por ejemplo, en la obra fundamental del gran escocés representativo de la Ilustración, Adam Smith. 3. Ver G.W.F. Hegel, Philosophy of Right (s/ed.), pp. 130-139.

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4. Ver, «Unificación a través del proceso de reproducción material», el Capítulo 7, más adelante. 5. Adam Smith, «Lectures on Justice, Police, Revenue, and Arms», in Herbert W. Schneider (ed.), Adam Smith’s Moral and Political Philosophy, Hafner Publishing Company, Nueva York, 1948, p. 320. 6. Adam Smith, The Wealth of Nations, Adam and Charles Black, Edimburgo, 1863, p. 273. 7. René Descartes, A Discourse on Method, Everyman Edition, Dent and Sons, Londres, 1957, p. XVI. 8. Sir Lewis Namier, Vanished Supremacies: Essays on European History, 1812-1918, Penguin Books, Harmondsworth, 1962, p. 203. 9. René Descartes, ob, cit., p. 49. 10. «Philosophy and the Crisis of European Man», en Edmund Husserl, Phenomenology and the Crisis of Philosophy, Harper & Row, Nueva York, 1965, p. 168. 11. Ibíd., p. 192. Ver el estudio de esos problemas en el Capítulo 7. 12. Lukács solía recordar que cuando Max Scheler le estaba hablando con gran entusiasmo acerca del modo novedoso como Husserl enfocaba la filosofía centrándose en la reducción fenomenológica, y le decía que con la ayuda de ese método era posible analizar hasta al diablo y al infierno metiéndolos dentro del «corchete metodológico» apropiado, la irónica respuesta del filósofo húngaro fue «sí, haz eso, y cuando abras el corchete tendrás que encararte con el propio diablo». Y fue eso precisamente lo que le ocurrió a Husserl en 1935, cuando buscaba a tientas alguna respuesta para la barbarie nazi en su conferencia en Praga acerca de «La filosofía y la crisis del hombre europeo». 13. René Descartes, ob. cit., p. 50. 14. Aunque no emplea la expresión «estructura social», Hegel quiere reconocer de algún modo el papel determinante de las condiciones históricas dadas cuando escribe: «resulta tan absurdo imaginar que una filosofía pueda sobrepasar a su mundo contemporáneo como lo es imaginar que un individuo saltará por encima de su propio tiempo, que saltará en Rodas» (The Philosophy of Right, p. 11.) Pero emplea esa percepción conciliadora en aras del cierre de la historia en la «actualidad racional» del presente, idealizándola a través del «Espíritu Mundial» como el «eterno presente». 15. Platón y Aristóteles constituyen grandes ejemplos de cuán atrás se remonta en la historia la preocupación por algunos aspectos importantes de los discursos moral, político y estético, subrayando al mismo tiempo la importancia tanto de la dimensión transhistórica como de la inescapable especificidad, históricamente limitada, de las visiones que ellos elaboraron.

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CAPÍTULO 1 LA ORIENTACIÓN PROGRAMÁTICA HACIA LA CIENCIA

«EL DOMINIO DEL HOMBRE SOBRE LA NATURALEZA» EL papel metodológico y práctico que le asigna a la naturaleza el principio orientador general que prevé «el dominio del hombre sobre la naturaleza», no es simplemente una cuestión de la manera como «Descartes, cuando definió a los animales como meras máquinas, estaba mirando con los ojos del período de manufactura, en tanto que a los ojos de la Edad Media los animales eran ayudantes del hombre»1. Tampoco se trata nada más del uso que se le ha dado a la ciencia como el modelo para la actividad filosófica cuando Kant, por ejemplo, insiste en que Lo que hace el químico cuando analiza sustancias, lo que el matemático hace en la matemática pura, constituye, en grado aún mayor, el deber del filósofo, ya que el valor de cada clase diferente de conocimiento, y el papel que desempeña en las operaciones de la mente, se puede definir con entera claridad2.

Porque, independientemente de lo reveladores que puedan resultar tales usos en su propio contexto —bastante limitado—, no son aplicables a nuestra época en su totalidad. Ciertamente, sería sumamente difícil tratar a los animales sobre el modelo de las máquinas a la luz del conocimiento contemporáneo. Igualmente, sería restrictivo en extremo, en relación con las complejidades de la filosofía moderna, modelar el «deber del filósofo» sobre la base de la química y la matemática pura. Lo que resulta de una importancia central desde el comienzo mismo, y continúa siéndolo hasta nuestros propios días —en verdad, en sus vitales funciones ideológicas se ha hecho más importante todavía, como lo muestra la difusión de la ideología «científica» de la «ingeniería social del 19

poco a poco»— es la expectativa de resolver los problemas de la humanidad tan sólo mediante el avance de la ciencia y la tecnología de la producción. Es decir, la expectativa de resolver los problemas identificados sin ninguna necesidad de una intervención significativa en el plano de la propia estructura social de confrontaciones antagónicas. En ese sentido, nada tiene de accidental que, a partir de Descartes, la cuestión de cómo cumplir el «dominio del hombre sobre la naturaleza» haya sido atendida con inexorable intensidad y unilateralidad. En consecuencia, la tarea de la filosofía ha de ser definida aunada a la realización de ese objetivo. Como argumentaba Marx: Que Descartes, como Bacon, anticipó una alteración en la forma de la producción, y el sometimiento práctico de la naturaleza por el Hombre, como resultado de la alteración de los métodos de pensamiento, resulta evidente en su Discours de la méthode. Dice allí: «es posible [gracias a los métodos que él introdujo en la filosofía] alcanzar un conocimiento muy útil en la vida y, en lugar de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, encontrar una filosofía práctica mediante la cual, conociendo la fuerza y la acción del fuego, el agua, el aire, las estrellas, el firmamento y todos los demás cuerpos que nos rodean con la misma precisión con la que conocemos las diversas destrezas de nuestros trabajadores, podamos emplearlas de la misma manera en todos aquellos usos a los cuales se adaptan, y entonces convertirnos en dueños y señores de la naturaleza», contribuyendo así «a la perfección de la vida humana». En el prefacio al Discurso sobre el comercio (1691), de Sir Dudley North, se declara que el método de Descartes había comenzado a liberar a la Economía Política de las viejas fábulas y nociones supersticiosas acerca del oro, el comercio, etcétera. En general, sin embargo, para los primeros economistas ingleses sus filósofos fueron Bacon y Hobbes, en tanto que en un período posterior el filósofo par excellence de la Economía Política en Inglaterra, Francia e Italia fue Locke3.

Al mismo tiempo, la cuestión estrechamente relacionada de cómo le sería posible a la humanidad alcanzar el dominio conciente de las condiciones materiales y humanas de la reproducción social (en otras palabras: «el dominio de los hombres sobre sí mismos», es decir, sobre las condiciones sociales de la existencia y el intercambio humano entre ellos) —que inevitablemente también afecta, frustra y en definitiva hasta anula la 20

realización de la tarea más limitada del «dominio del hombre sobre la naturaleza»— es ignorada por completo, o más o menos subordinada mecánicamente a la de cómo asegurar el autodesarrollo de la ciencia y la producción material, que en la realidad social establecida equivale a la obediencia a ciegas a los imperativos del valor de cambio en autoexpansión. Dentro de esa perspectiva, los objetivos legítimamente factibles de la actividad humana tienen que ser conceptuados en términos de progreso material mediante la agencia de las ciencias naturales, permaneciendo ciegos a la dimensión social de la existencia humana en términos que no sean esencialmente funcionales/operativos y manipuladores. Porque una visión alternativa necesitaría abandonar el «punto de vista de la economía política», equivalente a la perspectiva del capital, que tiene que ver incluso en el trabajo viviente nada más que un «factor material de la producción». No es de extrañar, entonces, que a lo largo de un lapso de varios siglos se nos ofrezca constantemente la misma ideología de orientación científica, en tantas versiones diferentes, desde la concepción cartesiana de la «filosofía práctica» y su objeto hasta los recientes postulados de la «segunda y tercera revolución industrial», la «revolución tecnológica», la «revolución electrónica» y la «revolución de la información», como se argumenta en la Parte Uno de mi libro sobre El poder de la ideología4. Porque el común denominador de toda esa diversidad es el deseo de hallar soluciones para los problemas y deficiencias de la vida social identificados —que están sujetos a interpretaciones rivales y al conflicto inconciliable en las perspectivas estratégicas— estrictamente dentro de los confines de la ciencia y la tecnología. Se supone que la «racionalidad evidente en sí misma» de estas últimas habla por sí misma, y sus remedios estipulados por definición (en virtud de su «racionalidad técnica» o «tecnológica» eminentemente indisputable) excluyen la posibilidad de confrontaciones antagónicas y el peligro de un cambio —social estructural— fundamental.

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BEHAVIORISTAS Y WEBERIANOS MIENTRAS más nos acercamos al presente, y más abiertamente afloran las contradicciones sociales básicas, más se acentúa el carácter apologético de las teorías que se siguen identificando con la perspectiva del capital al servicio de sí misma, que circunscribe la orientación de la economía política burguesa. Su preocupación principal asume formas cada vez más manipuladoras y tecnocráticas. Como resultado, la idea misma de la escogencia humana se torna extremadamente problemática, hasta el punto de casi alcanzar la insensatez, independientemente de las diferencias, muy disputadas pero en realidad bastante superficiales, entre los varios pensadores. Un behaviorista como R.F. Skinner no vacila en descartar abiertamente la idea de la escogencia humana misma como una ilusión, a favor de su propio concepto manipulador, argumentando que Un organismo puede ser reforzado por —se le puede hacer «escoger»— casi cualquier estado de cosas establecido (…) A la decisión que voy a tomar solía asignársele al territorio de la ética. Pero ahora estamos estudiando combinaciones similares de consecuencias positivas y negativas, así como condiciones colaterales que afectan el resultado, en el laboratorio. ¡Hasta a una paloma se le puede enseñar autocontrol en alguna medida! Y ese trabajo nos ayuda a entender la operación de ciertas fórmulas —entre ellas los juicios de valor— que el saber popular, la religión y la psicoterapia han promovido en interés de la autodisciplina. El efecto observable de toda declaración del valor es la alteración de la relativa efectividad de los reforzadores. (…) El control interno no es más que una meta externa. (…) si valoramos los logros y las metas de la democracia no podemos rehusarnos a aplicar la ciencia al diseño y construcción de los patrones culturales, aunque podamos entonces encontrarnos en algún sentido en la posición de los controladores [de Orwell]5.

Sin embargo, el hecho de que «escoger» haya sido entrecomillado, mientras que la noción de la autodisciplina de la paloma es tratada con toda seriedad, no debe ocultarnos la identificación de las opiniones de Skinner con las de quienes están ansiosos de incorporar algunos imperativos morales abstractos en pro de la deseada manipulación tecnológica.

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El weberiano Robert Nisbet, por ejemplo, da por descontada la preocupación «por el logro racional y calculado de metas que, cada vez más en nuestra sociedad, son metas autónomas y autojustificativas», y la contrapone a un deseo vacuo e impotente de «responsabilidad individual». Lo que resulta sumamente revelador en toda esa empresa, es que aun si es posible concebir que dicha «responsabilidad individual» sea marginalmente operativa —aunque no puede serlo en modo alguno, puesto que a la noción en su totalidad, desprovista por completo de cualquier fundamento real, tan sólo la sostiene la fuerza de un «deber ser» impotente—, de ninguna manera alteraría las prácticas sociales dominantes que son aceptadas incondicionalmente por el autor. Porque, según él: El progreso mismo de las técnicas administrativas modernas ha creado un problema en el mantenimiento y nutrición del pensamiento y la acción individual. (…) Gracias a su triunfo de la racionalidad, la administración científica ha reducido en mucho el espacio necesario, en mucho la fricción intelectual y moral que debe poseer la individualidad ética si quiere prosperar. (…) Dicha administración, y todo lo que ella implica, puede demasiado a menudo disipar la atmósfera informal y desafiante que la gente creativa necesita.

Las determinaciones apologéticas tras el vacío «debe ser» de Nisbet de una «responsabilidad individual» y una «creatividad» elitesca, quedan en claro cuando él toca algunos factores sociales vitales, pero nada más con el fin de exonerarlos de su responsabilidad bien real. Como él lo dice: Sin duda, la defensa militar es el contexto de gran parte de la tecnología del presente, pero yo argumentaría6 que los imperativos tecnológicos han alcanzado un grado tal de primacía que no es probable que algún cambio en la escena internacional pueda hacerles contrapeso. La tecnología moderna posee sus propias estructuras características, sus tendencias intrínsecas, sus códigos morales.

Nisbet aborda de igual modo los graves problemas materiales y contradicciones sociales de los países surgidos de los antiguos imperios coloniales, que él describe con la vaciedad acostumbrada como «culturas no occidentales». No ve en su situación apremiante —en realidad, la condición de una explotación continuada de dimensiones asombrosas— más que una «dislocación simbólica» con «profundas consecuencias morales».

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Citando a Susanne Langer acerca de los peligros de roturar repentinamente «el terreno de nuestra orientación simbólica inconsciente», añade: «Es eso, visiblemente, lo que le está ocurriendo en el presente a grandes extensiones del mundo no occidental, y los resultados se van a ver frecuentemente en la desorganización cultural y la confusión moral». Así, la función de ese discurso no va más allá de enfocar algunos postulados morales vacíos y dejar completamente fuera de vista las relaciones de poder reales, altamente explotadoras, que continúan padeciendo las «culturas no occidentales»7. En todos esos respectos, la ecuación neoweberiana de Nisbet pone en un lado el «triunfo de la racionalidad», la «administración científica», la «consecución racional y calculada de fines autónomos y autojustificativos» y los «imperativos tecnológicos» del complejo militar-industrial, y en el otro la vaga desiderata de la «responsabilidad individual» y la «atmósfera informal y desafiante» para beneficio de la «gente creativa». Nadie en su sano juicio esperaría que de semejante contienda provenga el menor cambio social, y mucho menos uno significativo. Ciertamente, al igual que la «tecnoestructura» de Galbraith, que transubstancia las determinaciones materiales antagónicas del capital en una elaboración seudocientífica cosificada, con sus propios «imperativos tecnológicos» y pretensiones autojustificativas a la racionalidad. También la concepción fetichista de Nisbet hace desaparecer la conflictualidad real detrás de la fachada de una ciencia y una tecnología congeladas, irremisiblemente atrapadas dentro del círculo vicioso de sus imperativos pretendidamente autónomos y su inalterable «primacía».

LA «SOCIOLOGÍA CIENTÍFICA DE LA CULTURA» DE MANNHEIM PERO aun si pensamos en un enfoque declaradamente muy diferente —la propugnación de Mannheim de una «planificación democrática» y una «reforma social»—, un examen más de cerca revela que la sustancia de su teoría no sólo no se compagina, sino que además resulta contradictoria, con las pretensiones del autor. Porque aunque quiere hablar de la necesidad de «enfocar la responsabilidad en algún agente social visible»8, acepta, tan incondicionalmente como lo hace Nisbet, los fundamentos 24

materiales del orden establecido, y define las tareas en términos de «construir un nuevo orden social bajo un liderazgo competente», que él identifica con «los pocos acaudalados y educados»9. Puesto que Mannheim da por asegurado al orden establecido, su preocupación primordial está confinada al «desarrollo de la conducción del método del valor democrático, como gradualmente lo han venido consiguiendo las democracias anglosajonas»10. Y la esencia cínicamente manipuladora de su estrategia educativa «científica» se pone al descubierto cuando propugna un tipo de ilustración para aquellos que están destinados a desempeñar el papel del «liderazgo competente», radicalmente diferente del de «simple hombre» si nuestra democracia del presente llega a la conclusión de que ese marco mental [es decir, el postulado socialmente vacuo que anteriormente él propugnó para «fortalecer los poderes intelectuales del ego»11] resulta indeseable, o de que es impracticable o todavía no factible allí donde estén involucradas las grandes masas, debemos tener el valor de incorporar ese hecho en nuestra estrategia educativa. En este caso deberíamos admitir y fomentar, en ciertas esferas, los valores que influyen directamente en las emociones y los poderes irracionales del hombre, y al mismo tiempo concentrar nuestros esfuerzos en la educación para la percepción racional, allí donde ello esté dentro de nuestro alcance [es decir, seguimos favoreciendo a los «pocos acaudalados»] . (…) La solución me parece que está en un tipo de gradualismo en la educación, que reconozca etapas de entrenamiento en las que hallen su lugar apropiado tanto el enfoque irracional como el racional. Algo de esa visión había en el sistema planificado de la Iglesia Católica, que trataba de presentarle la verdad al hombre sencillo a través de imágenes y los procesos dramáticos del ritual, e invitaba al educado a encarar esa misma verdad en el nivel de la argumentación teológica12.

Así, de nuevo, la empresa del sociólogo «científico» tiene como objetivo la producción del «necesario consenso y compromiso» y la «conciliación de las valoraciones antagónicas»13 mediante «el diseño de una técnica para llegar a un acuerdo en torno a las valoraciones básicas»14 y un «mecanismo de coordinación y mediación de los valores»15. La posibilidad de que los antagonismos sociales no sean meramente diferencias en la «valoración» (suspendida en el aire sutil) —que serán puestas bajo control por la institucionalización de las «imágenes y rituales» irracionales,

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por una parte, y por la «racionalidad» autoperpetuadora de las manipuladoras «técnicas», «instrumentos» y «mecanismo» de los «líderes competentes», por el otro—, sino las manifestaciones de diferencias de interés fundamentales, que por consiguiente exigen una alternativa radical para el orden social establecido como su única condición de solución viable, se ve imposibilitada de entrar en el horizonte de la sabiduría apologética de Mannheim. Desde el punto de vista de su «sociología del conocimiento científica» y su «sociología de la cultura», Mannheim es incapaz de percibir el inmanejable carácter conflictivo de los problemas sociales graves (incluidos «el desempleo, la desnutrición o la falta de educación»), y prefiere verlos en cambio como «obstáculos» meramente «ambientales»16 cuya eliminación —y por consiguiente la implementación exitosa del deseado «proceso de ajuste grupal y conciliación de los valores»— es predicada sobre la base de los «métodos empíricos de investigación que en tantos otros campos apuntan a los remedios para el deterioro institucional»17. En cuanto a la posibilidad de la no adopción de su receta para la «planificación democrática» como «reforma social» —que deja exactamente tal cual está al marco estructural del orden establecido, y sólo hace «científicamente» que su instrumentalidad manipuladora resulte más efectiva para el control de las masas (de aquí sus curiosas pretensiones de «planificación democrática» y «reforma social»)— Mannheim nos la presenta con severísima advertencia: de no ocurrir así, sobrevendrá la esclavización de la humanidad por algún sistema totalitario o dictatorial, y una vez que se haya establecido será difícil averiguar cómo se le podría deponer, o que se extinga por sí mismo18.

LAS VINCULACIONES ESTRUCTURALES DE LA IDEOLOGÍA DE ORIENTACIÓN CIENTÍFICA SIN embargo, el aspecto más importante del problema que estamos discutiendo no es el de las utilizaciones apologéticas y manipuladoras que la ideología burguesa contemporánea le puede dar a la ciencia y la tecnología. Por el contrario, concierne a las limitaciones estructurales insupera-

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bles de ese mismo horizonte de orientación científica a través de las diferentes fases del desarrollo histórico del capital. Porque la que ha sido expulsada necesariamente desde el propio inicio de ese desarrollo es la posibilidad de cambios sociales radicales que podrían socavar los dictados materiales espontáneamente impuestos del capital. Toda mejora legítima tiene que ser perfectamente contenible dentro de los parámetros estructurales de dichos dictados, y cuanto esté por fuera de ellos, o apunte más allá de ellos, queda ipso facto ocultada del horizonte intelectual burgués, puesto que no puede ser amoldada a las premisas materiales de la sociedad establecida. Y puesto que las prácticas productivas dominantes están aunadas indisolublemente a las prácticas de las ciencias naturales bajo el régimen de la lógica del capital, los intereses materiales del valor de cambio en autoexpansión y los intereses ideológicos de la definición del «mejoramiento social» en sus términos coinciden necesariamente, reduciendo el importantísimo concepto de control social a conformidad con las presuposiciones e imperativos estructurales del orden establecido. Es precisamente esa coincidencia de los dos intereses fundamentales de la expansión productiva a través de la ciencia, por una parte, y la conformidad ideológica con los requerimientos de la concepción del «mejoramiento social» tan sólo en esos términos predeterminados por lo material y socialmente contenibles, por la otra —con su poderoso impacto sobre la ayuda a la perpetuación del dominio del capital—, lo que hace al «punto de vista de la economía política» de orientación científica a lo largo de su prolongada historia.

NOTAS

1 2 3

Carlos Marx, Capital, Vol. 1, p. 390. Kant, Critique of Pure Reason, p. 476. Carlos Marx, Capital, Vol. 1, p. 390.

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4 Ver István Mészáros, The Power of Ideology, Harvester/Wheatsheaf, Londres, y New York University Press, 1989, pp. 3-174. 5 Carl R. Rogers y B.F. Skinner, «Some Issues Concerning the Control of Human Behavior: A Symposium», Science, Nº 124 (30 de nov. de 1956), reimpreso en Jack Douglas (ed.), The Technological Threat, Nueva Jersey, 1971, pp. 146-149. 6 Sin el menor intento de ofrecer aunque sea una mínima prueba, por supuesto. 7 Todas las citas provienen de «The Impact of Technology on Ethical DecisionMaking», en Robert Lee y M.E. Merly (eds.), Religion and Social Conflict, Oxford University Press, Nueva York, 1964, pp. 185-200. 8 Karl Mannheim, Diagnosis of Our Time: Wartime Essays of a Sociologist, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1943, p. 21. 9 Ibíd., p. 14. 10 Ibíd., p. 26. 11 Ibíd., p. 23. 12 Ibíd., pp. 23-24. 13 Ibíd., p. 27. 14 Ibíd., p. 30. 15 Ibíd., p. 29. 16 Ibíd., p. 28. 17 Ibíd. 18 Ibíd., p. 30.

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CAPÍTULO 2 LA TENDENCIA GENERAL AL FORMALISMO

FORMALISMO Y CONFLICTIVIDAD A PRIMERA vista esta tendencia resulta por demás sorprendente, puesto que está aunada, como acabamos de ver, al «punto de vista de la economía política» en su orientación programática hacia las metas materiales/expansionistas de los logros productivos (definidos tecnológicamente). Pero no obstante, estamos ante las manifestaciones más variadas del formalismo, desde la fundamentación axiomática (modelada sobre la «geometría analítica») que Descartes quiere darle a su «filosofía práctica», pasando por el postulado que hace la Ilustración de la «conformidad con las leyes formales de la razón», hasta llegar al «reduccionismo fenomenológico riguroso» de Husserl, por no mencionar las arbitrarias categorizaciones del pensamiento por parte del «positivismo lógico». Para hacer las cosas más desconcertantes aún, a veces hasta asistimos a esfuerzos políticamente genuinos por escapar de la camisa de fuerza del punto de vista de la economía política y la individualidad aislada, motivados por un compromiso hondamente sentido ante la injusticia flagrante y el sufrimiento humano, que, sin embargo, siguen estando atrapados filosóficamente por el formalismo abstracto del horizonte general dentro del cual se constituyó originalmente el pensamiento de esos filósofos. Baste pensar al respecto en el ejemplo particularmente revelador del monumental intento de Jean-Paul Sartre por hacer inteligible el proceso de la totalización en la historia real, en su «marxisante» Crítica de la razón dialéctica. Porque, a pesar de los esfuerzos conscientes del autor, su obra permanece bloqueada en el nivel de las «estructuras formales de la historia» (en expresión de Sartre), y no puede asir los aspectos sustantivos de la dinámica histórica. 29

La explicación de esa conjunción paradójica entre las determinaciones materiales capitalistas y el formalismo filosófico resulta, de nuevo, inconcebible si no se ponen de relieve las funciones ideológicas históricamente específicas de los numerosos sistemas teóricos que comparten, y a su propia manera apoyan activamente —aunque en modo alguno siempre a conciencia— la base social inherentemente antagónica. Porque la función primordial del formalismo (determinado por lo social y afincado en lo material) con el que nos encontramos en las más variadas concepciones del mundo burguesas, es lograr un cambio conceptual de envergadura. El corolario ideológico de dicho cambio es transferir los problemas y las contradicciones de la vida real, de su plano social dolorosamente real, a la esfera legislativa de la razón formalmente omnipotente, «trascendiendo» así, idealmente, en términos de los postulados formales universalmente válidos, la conflictividad real; o, cuando la superación general de las contradicciones y antagonismos antes prevista ya no sigue siendo admisible, transformarlos en conflictos del «ser como tal» formalistamente dicotomizados y «ontológicamente insuperables», como en el caso del existencialismo moderno.

PARA entender el significado de esas mistificadoras transformaciones conceptuales de la conflictividad real, debemos relacionarlas con su base material históricamente específica. Porque en las raíces de las teorizaciones formalistas y las racionalizaciones ideológicas del mundo del capital hallamos el perverso formalismo práctico del modo de producción capitalista, con sus imperativos estructurales y sus determinaciones de valor abstractas/reductoras. Más aún, lo que es importante tener en mente es que la tendencia formal a la «universalidad» impuesta en la práctica, que constituye una de las principales características definitorias de ese modo de producción, apuntala directamente en el plano de la conciencia social tres intereses ideológicos vitales: 1) La transformación abstracta/reductora de las relaciones humanas directas en conexiones materiales y formales cosificadas, simultáneamente mediadas y oscurecidas por las mediaciones de segundo orden del sis30

tema productivo y distributivo capitalista, formalmente jerarquizadas y legalmente protegidas. Las rupturas prácticas y las separaciones formales de la producción de mercancías generalizada, con su inexorable tendencia a la «universalidad» —equivalente, en el último análisis, a constituir un modo de dominación históricamente único, al que ninguna sociedad de este planeta puede escapar—, se pueden identificar: a) en la alienación al trabajo viviente de las condiciones de la actividad productiva resuelta, y su conversión en «trabajo muerto» o cosificado como capital; b) la expropiación y conversión de la tierra en mercancía alienable (o vendible), y la determinación formal de su parte «legítima», como arriendo, en el sistema general de la producción capitalista; y c) la extensión universal de los imperativos deshumanizadores de la producción e intercambio de mercancías sobre todas las áreas del intercambio humano, incluidos los reguladores «espirituales» tradicionales del metabolismo social. Todo esto se ve rodeado, sancionado, protegido en su carácter aparte formal, y más o menos controlado por un sistema legal formalmente codificado, ejercido por los varios órganos del Estado capitalista, para así adaptarse, y fortalecerlo, al formalismo práctico subyacente del propio sistema productivo. 2) La articulación formalmente consistente y la difusión general de las «igualdades» (o «equivalencias») requeridas: a) por el funcionamiento práctico del mecanismo productivo y distributivo del capital; b) por el desarrollo global del sistema del capital mediante la afirmación de su irresistible «universalidad» (que constituye, por supuesto, una seudouniversalidad, ya que es una formación histórica estrictamente determinada y limitada, que tiene que reclamar para sí el estatus de eterna validez); y c) la legitimación ideológica de la producción generalizada e intercambio de mercancías como el solo y único sistema social inobjetable, sobre la pretendida fundamentación de que regula el intercambio de todos los individuos basándose en la «igualdad», en concordancia

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con los «Derechos del Hombre». (Y, por supuesto, en conformidad con esto último, se conviene —sobre la base de la pretensión doblemente afortunada y conveniente— que la codificación capitalista de los «Derechos del Hombre» no sólo se deriva directamente de las reglas formales de la Razón misma, sino también que está en perfecta sintonía con las determinaciones más profundas de la «naturaleza humana» como tal.) 3) La eliminación, a la vista, de la dimensión histórica de la vida socioeconómica —tanto en dirección al pasado como al futuro— gracias a la perversa metamorfosis categorial resultante de las prácticas abstractas/ reductoras, y sólo en un sentido formal igualadoras, que prevalecen en los intercambios materiales mismos y, al mismo tiempo, hallan sus equivalencias conceptuales mistificadoras en el nivel de la teoría filosófica y social. * En consecuencia —en vista del hecho de que el concepto de cambio social radical (especialmente si se le formula con referencia a la escala global, lo que acarrea la necesidad de afrontar las grandes complejidades y la «disparidad de desarrollos» de muchas sociedades diferentes pero profundamente interconectadas) resulta simplemente inconcebible sin el carácter dinámicamente abierto del futuro—, la reducción de la temporalidad a la contigüidad del presente extingue ipso facto en esas teorías la posibilidad de transformaciones estructurales fundamentales. * Lo que se nos ofrece, en cambio, como la única perspectiva viable, son las medidas parciales o «por cuentagotas» de los ajustes manipuladores y los «correctivos afinadores» dentro del marco general del capital, en conformidad con la «presentización» unidimensional de la temporalidad como el «eterno presente». * Por consiguiente, toda acción que no pueda ser cumplida dentro de los horizontes atemporales de dicha contigüdad convenientemente manipuladora, sino que recurra, por el contrario, a la perspectiva histórica de un cambio estructural de desenvolvimiento progresivo, con todas sus mediaciones necesarias y su correspondiente escala temporal, se ve descalificada a priori sobre la base de la «racionalidad formal» estipulada por las características funcionales centrales del marco socioeconómico establecido.

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El intento social apologético de las objeciones ideológicas formuladas en ese espíritu, respaldado por las categorizaciones formales primitivas (como la oposición no dialéctica entre lo «parcial» o «por cuentagotas» y lo «holístico» o «al por mayor») es revelado por su negativa a reconocer lo que es bastante obvio. A saber, que la amplitud radical no puede por sí misma minar la viabilidad de una estrategia social. Tan sólo si existe una contradicción entre sus objetivos declarados, por una parte, y las necesarias mediaciones prácticas así como su escala temporal apropiada, por la otra, puede ello constituir la base para una crítica justificable. Porque cualquier programa de acción, incluso el más limitado, ha de ser considerado irremisiblemente «holístico», a menos que se le defina adecuadamente tanto en términos de su escala temporal como de los pasos mediadores y los medios requeridos para su realización.

NATURALMENTE, el efecto combinado de esos tres conjuntos de determinaciones materiales e ideológicas no puede ser otro que el de la comprensión de la conflictividad real en el campo del pensamiento social. Realmente es posible decir que la desconcertante alineación de los términos altamente transpuestos y mediados del discurso ideológico dominante constituye, en cierto modo, no sólo una «batalla de libros» sino una auténtica «batalla de encuadernaciones», en la que los propios contrincantes permanecen totalmente indiferentes a lo que está siendo insertado entre la portada y la contraportada. Porque los varios sistemas de categorización abstracta/reductora, que al mismo tiempo logran también ignorar exitosamente la dimensión histórica de los temas debatidos, no pueden tener ningún interés en las relaciones humanas reales, sino que el interés queda restringido a su esqueleto lógico y el consiguiente requerimiento de «consistencia formal». En verdad, se supone que esta última constituye el principio orientador fundamental y la base común para la evaluación de los conjuntos en contienda de las categorías incorpóreas. Al mismo tiempo, aquellos aspectos de la experiencia que no pueden ser manejados de esa manera son descartados como irrelevantes para la filosofía propiamente dicha, por consiguiente exceptuados de las reglas de la racionalidad y la

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consistencia lógica, y trasladados formalmente al terreno aparte del «emotivismo» (bajo una variedad de nombres similares), con la misma confianza en sí mismo solipsista con la que Fichte respondió a las objeciones de que los hechos contradecían a su teoría diciendo: «umso schlimmer es für die Tatsachen»1. Como resultado, una vez que las «ilusiones de la Ilustración» son dejadas atrás históricamente y enterradas como meras ilusiones por los seguidores de esa misma tradición filosófica que originalmente las propuso, presenciamos desarrollos verdaderamente asombrosos. Porque en el siglo XX hasta los contenidos más atroces pueden ser amoldados sin dificultad dentro del marco categorial «neutral» de esa filosofía, con tal de que la inhumanidad sustantiva de las proposiciones propugnadas sea manejada con la adecuada «consistencia formal». En ese respecto hay ejemplos que recordar a montones, desde la recomendación neopositivista y «emotivista ética» de Bertrand Russell de atacar a la Unión Soviética con armas nucleares «siempre y cuando podamos hacerlo sin peligro de autodestrucción» (de la que después se arrepintió y, para su honor, denunció con gran pasión), hasta los conceptos anestésicos (del tipo «daños colaterales»), las analogías del «teatro» militar pulcramente formalizadas y las simetrías «escalatorias» arbitrariamente estipuladas de la «teoría de juegos». Sin duda, dadas ciertas presuposiciones, «tiene sentido», en el nivel de la consistencia formal, sugerir que es «mejor» exterminar solamente una décima parte de la humanidad que la totalidad de ella. Sin embargo, lo que se deja fuera de consideración en recomendaciones como ésa es la monstruosidad de las propias presuposiciones materiales que se dan por descontadas —es decir, la aceptabilidad de la destrucción de cientos de millones de seres humanos, como si se tratase de una calamidad natural inevitable, en lugar de concentrarse en cómo eliminar las causas del desastre previsto—, pero permanece oculta tras la fachada de proporcionalidad formal «eminentemente sensible». En verdad, no obstante, cualquier sistema de pensamiento que pueda abstraerse, en el curso de sus deducciones formales elaboradas, de sus —necesarias, aunque no explícitas— presuposiciones materiales, o pretenda ser capaz de transferirlas

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a un «terreno de las emociones» por separado, sólo puede conducir a la arbitrariedad total en materias de tal importancia, literalmente vital. El problema está en que las presuposiciones materiales o sustantivas en cuestión —concernientes a los objetivos humanos— resultan inherentemente cualitativas en sus determinaciones. El absurdo intento del «utilitarismo» de reducir esas cualidades humanas concretas a cantidades abstractas, para así poder aplicarles su medida de la proporcionalidad como la base de los juicios de valor, está modelado sobre las relaciones de valor formales/reductoras universalmente afirmadas del capital. Con una diferencia significativa, sin embargo. Porque el capital posee en la fuerza de trabajo cuantificable una base objetiva para la operación exitosa de su medida, y resuelve en la práctica el problema de la «inconmensurabilidad» poniéndolo todo bajo un común denominador dentro del marco estructural de un sistema de dominación y subordinación material legalmente salvaguardado. Por el contrario, la aplicación utilitaria del procedimiento reductor y cuantificador del capital a la esfera filosófica de los juicios de valor carece de una fundamentación objetiva. Porque si bien a la sociedad de la mercancía no le representa ninguna dificultad regular, sobre una base cuantitativa abstracta, las variedades cualitativamente inconmensurables de «placer» que se pueden comprar en una galería de arte (o en un burdel), a lo que les son aplicables, como a casi cualquier otra cosa, las mismas reglas prácticas de cosificación y explotación, la cosa se torna muy distinta cuando se trata de convertir esas transacciones en el modelo del «discurso moral». En consecuencia, la arbitrariedad constituye un rasgo resaltante de ese enfoque desde su momento inicial. No puede ofrecer más que una racionalización ideológica de las relaciones de poder material establecidas, aunque en sus primeras versiones todavía estaba aunada a algunas ilusiones liberales. Su vaga retórica acerca de «la mayor felicidad para la mayor cantidad» es, por supuesto, rotundamente vacua como criterio para evaluar acciones, independientemente de las virtudes de la «exactitud científica» que se le pretende conceder a veces. Sin embargo, lo que resulta ideológicamente más significativo es la naturaleza misma de la orientación utilitaria en sí. Porque la aplicación

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de su criterio de evaluación abstracto/cuantificador no puede más que ocultar a la vista la modalidad fundamental —ineludiblemente sustantiva y cualitativa— del intercambio humano (y la correspondiente «distribución de la felicidad») en la sociedad capitalista, a saber, la dinámica de la dominación y la subordinación. Obligadamente, los conjuntos de valores en contienda surgen, y los grupos sociales que los sostienen combaten para imponer sus pretensiones rivales, dentro del marco práctico, jerárquico, sustantivo y cualitativo de esa dominación y subordinación. Pero es precisamente tal articulación estructural históricamente específica y tangible de las condiciones socioeconómicas del discurso moral, la que desaparece bajo el carácter cuantitativo abstracto de los números utilitarios (no importa cuán grandes o pequeños) a los que se ven convenientemente reducidos tanto los dominadores como los explotados como meros individuos.

LA influencia directa del utilitarismo en el neopositivismo resulta aquí de importancia secundaria, ya que nuestro interés primordial está puesto en los propios procesos socioeconómicos abstracto/reductores que las distintas tendencias filosóficas reflejan de una u otra manera. Puesto en términos generales, lo que importa realmente es que su abstracción de las determinaciones cualitativas/sustantivas le abre las puertas hasta a la forma de arbitrariedad más extremada, ya que la base material sobre la que podrían afincarse las reglas formales ha sido abandonada. Las reglas mismas a menudo son anunciadas ad hoc, como lo requiera la conveniencia, y su pretendida consistencia y autonomía es «demostrada» con la ayuda de meras analogías, en ausencia de una fundamentación sustantiva asumida abiertamente que pudiese ser sometida a prueba. Mientras más nos acercamos al presente más perversas se tornan las manifestaciones de esa tendencia. Al final del camino, la obscenidad del «pensamiento estratégico», que trata la cuestión de la supervivencia en términos de algún «juego» (cuyas reglas formales son mostradas, con «frío desapasionamiento» autolaudatorio, en el «teatro de guerra europeo» o en cualquier otro «teatro»), ilustra gráficamente la desinte-

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gración moral e intelectual de un modo de razonamiento sólo sustentado por deducciones circulares y analogías arbitrariamente estipuladas2. Por ende, la tendencia pronunciada (y, mutatis mutandis, a través de la larga historia de la tradición filosófica burguesa reconocible) a divorciar formalmente a las categorías de su base social, y convertirlas en «discursos» autorrerefenciales, regidos por reglas formales que permiten la mayor arbitrariedad respecto a las contenidos categoriales mismos, es originada, y continúa siendo reproducida en forma cada vez más extrema, por intereses ideológicos claramente identificables.

LA AFINIDAD ESTRUCTURAL DE LAS INVERSIONES PRÁCTICAS E INTELECTUALES

SIN embargo, es importante subrayar aquí que las determinaciones materiales e ideológicas que nos ocupan afectan no sólo las articulaciones intelectuales más o menos sistemáticas de las relaciones sociales establecidas, sino además a la totalidad de la conciencia social. La «racionalidad formal» que es idealizada (y fetichizada) en el discurso teórico dominante como si se tratase de un avance intelectual «que se genera a sí mismo», de hecho encaja a la perfección en los procesos prácticos de abstracción, reducción, compartimentación, equivalencia formal y «dehistoriación» que caracterizan al establecimiento y consolidación del metabolismo socioeconómico capitalista en su totalidad. Así, los filósofos que tratan de deducir la estructura social y la maquinaria institucional/administrativa del capitalismo moderno a partir del «espíritu» del «cálculo racional», etcétera, ponen la carreta delante de los bueyes y representan el mundo del capital de manera invertida, en concordancia con el punto de vista de la economía política. Porque la metodología de esta última tiene que tratar al resultado histórico exitosamente alcanzado (o sea, la «autoalienación» del trabajo y su conversión en capital) como el punto de partida evidente en sí mismo e inalterable (es decir, característicamente «dehistorizado»). En ese sentido, las varias transformaciones e inversiones teóricas con las que nos encontramos en el transcurso del desarrollo filosófico burgués, no

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importa cuán desconcertantes a primera vista, son perfectamente acordes con su basamento socioeconómico. En otras palabras, por paradójico que pueda sonar, las características contradictorias de ese desarrollo deben ser comprendidas y explicadas en términos de la peculiar racionalidad de su carácter contradictorio objetivo, surgidas de su basamento real sociohistóricamente determinado, en lugar de «justificadas» y «disueltas» como «inconsistencias» formales/teóricas desde la altura imaginaria de una «racionalidad pura» atemporal, autocomplaciente y completamente circular. Después de todo, la razón por la cual el magistral intento de Hegel de dilucidar la profunda interconexión entre la «racionalidad» y la «realidad» debió tropezar con dificultades insuperables, no fue porque en realidad la relación misma no exista. Hegel tenía que fracasar a causa de la crasa violación de su propio principio de la historicidad al congelar la racionalidad dinámica de la realidad en desenvolvimiento en la seudorracionalidad estática de un presente cerrado estructuralmente. E hizo eso en concordancia con el punto de vista de la economía política del capital, que convierte a la «racionalidad de lo real» en sinónimo de la realidad del orden establecido, dividida antagónicamente (y por ende es inestable por naturaleza propia), pero que se ve eternizada sin problemas de modo desconcertante. En las varias teorías que conceptualizan al mundo desde el «punto de vista de la economía política», las determinaciones materiales y la génesis histórica de la racionalidad capitalista son ignoradas totalmente, por no mencionar el inexcusable caso omiso que se hace de la devastadora irracionalidad de la racionalidad cosificada del capital, bajo muchos de sus aspectos prácticos contradictorios en sí mismos, destructivos y en definitiva hasta autodestructivos. Resulta, por consiguiente, por demás absurdo presentar falsamente el resultado final del «cálculo racional» omnipresente como un «principio» que se genera a sí mismo, a fin de poder tratarlo como una causa sui (es decir su propia causa) cuasiteológica y a la vez como la causa interna de todo desarrollo subsiguiente. La predisposición ideológica idealista que ubica las determinantes del cambio social fundamental en «espíritus de la época» que aparecen misteriosamente y en «principios formales» que se generan a sí mismos, etcétera, sólo puede servir para socavar (y en última instancia descalificar) la creencia en la viabilidad de una intervención radical en la esfera socioeconómica con el propósito de instituir una alternativa significativa al orden social establecido. 38

Y NO obstante, todas esas irracionalidades socialmente específicas, a pesar de la predisposición subjetiva de quienes las originan, son, a su propia manera tan peculiar, a la vez racionales y representativas. Es así porque surgen necesariamente de un basamento socioeconómico cuyas determinaciones estructurales fundamentales son compartidas, y percibidas de una forma característicamente —pero en modo alguno caprichosamente— distorsionada, por todos los involucrados, sean ellos destacados filósofos, economistas, «científicos políticos», y otros intelectuales, o bien sólo participantes espontáneos en el «sentido común» prevaleciente de la cotidianeidad capitalista. Ciertamente, no es posible hacer inteligible la «hegemonía» de la ideología dominante en términos de su pretendido «poder autónomo». Ni siquiera si se está dispuesto a atribuirle un abanico de instrumentos materialmente ilimitado y diabólicamente perfeccionado. Antes bien, el régimen normalmente preponderante de la ideología dominante sólo puede ser explicado en términos de la base existencial compartida a que acabamos de referirnos. Porque las inversiones prácticas constantemente reproducidas que genera el sistema socioeconómico establecido —para el cual las varias manifestaciones teóricas e instrumentales de la ideología dominante contribuyen activamente en el nivel apropiado— constituyen, en la paralizante contigüidad de su materialidad ineludible, la determinación más fundamental en ese respecto. En verdad, sólo la profunda afinidad estructural entre las inversiones prácticas y las intelectual/ideológicas puede hacer inteligible el enorme impacto de la ideología dominante sobre la vida social. Un impacto que en el mundo real resulta incomparablemente más extendido de lo que cabía esperar del tamaño relativo de sus recursos directamente controlados, y despliega sin impedimentos la influencia de la ideología dominante sobre las vastas masas del pueblo en forma de capacidad para «predicarles a los conversos», de ser ése el caso, bajo circunstancias normales. Y de modo parecido, el «derrumbe repentino» de las formas ideológicas y las prácticas institucionales antes dominantes, experimentado históricamente en más de una ocasión (aunque de ninguna manera necesariamente permanente, o siquiera duradero), bajo las circunstancias de una crisis de envergadura, sólo puede hallar explicación en la parálisis efectiva de las 39

inversiones prácticas, de otro modo materialmente sustentadas y espontáneamente reproducidas, como resultado de la crisis en cuestión.

LA CONCILIACIÓN DE LAS FORMAS IRRACIONALES A FIN de comprender mejor esa intrincada relación entre las inversiones prácticas mistificadoras, las transformaciones abstracto/reductoras y las equivalencias formales absurdas, por una parte, y sus conceptuaciones tanto por parte del «sentido común ordinario» como de las sofisticadas síntesis teórico/ideológicas, por la otra, consideremos algunos de los principales reguladores del metabolismo socioeconómico capitalista. En ese respecto, quizá en ninguna otra parte resulte más ostensible la irracionalidad que nos ocupa que en el establecimiento de conexiones espurias de igualdad formal entre entidades cualitativamente diferentes que, prima facie, nada tienen que ver en lo absoluto las unas con las otras. Como lo expone Marx en una parte bastante difícil pero muy importante de El capital: La relación de una porción del plusvalor, del arriendo (…) con la tierra es en sí misma absurda e irracional, porque las magnitudes que aquí estamos midiendo la una frente a la otra son inconmensurables —un valor de uso particular, un pedazo de tierra de muchos por muchos pies cuadrados, por una parte, y el valor, especialmente el plusvalor, por la otra—. Eso no expresa, de hecho, otra cosa que, bajo las condiciones dadas, el propietario de tantos pies cuadrados de tierra le permite al arrendatario arrancar una cierta cantidad de trabajo no pagado, que el capital que se revuelca en esos pies cuadrados como un cerdo entre las patatas, ha realizado. Pero prima facie la expresión sería la misma si uno quisiese hablar de la relación entre un billete de cinco libras y el diámetro de la Tierra. Sin embargo, la conciliación de las formas irracionales en las que ciertas relaciones económicas aparecen y se hacen valer en la práctica no tiene que ver con los agentes activos de esas relaciones en su vida diaria. Y puesto que éstos están acostumbrados a movilizarse de un lado a otro en esas relaciones, no encuentran ningún misterio en ellas. Se sienten tan en su casa, como el pez en el agua, entre las manifestaciones, que están separadas de

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sus conexiones internas y resultan absurdas cuando se aíslan por sí mismas. Lo que Hegel dice con referencia a ciertas fórmulas matemáticas es aplicable aquí: lo que al sentido común ordinario le parece irracional es racional, y lo que le parece racional es en sí irracional3.

Así, la irracionalidad del «sentido común», a la que las mistificaciones ideológicas sistemáticas pueden adherirse fácilmente, nace del mismo suelo que las conceptuaciones «sofisticadas» que constantemente refuerzan a diario la conciencia de sus prejuicios «absurdos». Más importante aún, en el contexto presente, cabe destacar que la absurdidad práctica —que constituye su basamento común— se corresponde simultáneamente también con la única «racionalidad» y «normalidad» factible del orden establecido, como queda de manifiesto en los reguladores más vitales de su metabolismo socioeconómico como un todo. Necesariamente, la irracionalidad práctica de la separación de las manifestaciones de sus conexiones internas constituye un aspecto importante de ese sistema de reproducción social. Pero los factores materiales clave no pueden permanecer por mucho tiempo, y no lo hacen, suspendidos en su separación irracional. Porque si así lo hiciesen resultaría totalmente imposible ejercer las funciones metabólicas esenciales, y en consecuencia toda la estructura erigida sobre ellas se derrumbaría. Por eso la exitosa «conciliación de las formas irracionales» mencionada por Marx es un requerimiento elemental del sistema del capital desde su comienzo mismo, y continúa siéndolo a lo largo de su prolongada historia. Para decirlo de otra manera, el sistema regulador del capital, dinámico pero inherentemente problemático e irracional, sigue siendo viable sólo hasta tanto sus «formas irracionales» puedan ser conciliadas exitosamente unas con otras en la viabilidad del proceso de reproducción social mismo. En definitiva, es la eficacia práctica del capital social total lo que concilia las formas irracionales y supera operacionalmente su separación. El «capital social total» no es, al contrario de lo que afirman algunas tergiversaciones, una «abstracción teórica» (o un «tipo ideal»), sino una substancia social bien real. Se manifiesta y se hace valer objetivamente, como el regulador final del metabolismo socioeconómico, mediante una multiplicidad de prácticas productivas, distributivas y administrativas coherentemente

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articuladas —aunque, por supuesto, inmanentemente antagónicas bajo muchos de sus aspectos— y las instrumentalidades correspondientes. Además, como lo veremos en un momento, la totalidad del trabajo es igualmente incorporada al «capital social total», si bien en una forma necesariamente cosificada. Las mismas consideraciones concernientes al imperativo conciliador objetivamente fundamentado son aplicables también a la evaluación de las varias teorías. Porque una inspección más de cerca revela que los aspectos «conciliadores» claramente identificables de todas las filosofías concebidas desde el punto de vista de la economía política del capital —bien sea que pensemos en el sistema hegeliano o en algunas teorías del siglo XX— no son, más o menos en extenso, «aberraciones» de los pensadores en cuestión. Por el contrario, constituyen los parámetros ideológicos definitivos y absolutamente incorregibles de toda la tradición filosófica, y están marcados por los límites objetivos y los imperativos estructurales insuperables del propio orden socioeconómico establecido. • Naturalmente, esos imperativos estructurales resultan «interiorizados» y conceptualmente transformados por los pensadores que los adoptan como las premisas «naturales» (en todo caso no mencionadas), que constituyen el fundamento de su síntesis y evaluación de la totalidad social establecida. • Dada la naturaleza de las premisas objetivas sobre cuya base se levantan las conceptuaciones teóricas totalizadoras, lo que encontramos aquí es, de nuevo, un equivalente funcional de la generalidad homogeneizadora del capital social total, aunque en filosofía se le traslada a la universalidad abstracta de la «razón», bajo la cual todo debe ser subsumido, o de lo contrario verse excluido del «discurso racional» como tal.

HAY que destacar, sin embargo, que el requerimiento básico que surge del piso social, vis-à-vis la teoría filosófica, no necesita de otra restricción que la exigencia de producir una adecuada conciliación de las propias formas irracionales, y hacerlo de manera que resulte ser factible bajo las circunstancias prevalecientes. La realización de esa tarea no implica 42

necesariamente, en todas las ocasiones, la autoidentificación positiva consciente de los filósofos involucrados con los estrechos intereses de clase encarnados en esas formas. Lo que los intelectuales tienen que encarar de manera directa es el imperativo de contribuir directamente a la conciliación de las formas, en términos de la cual podamos darles sentido a todos los principios prácticos reguladores del metabolismo social del capital. Puesto que tales principios reguladores «se hacen valer en la práctica» prescindiendo de que les gusten o no a los filósofos particulares, y dado que la empresa teórica de darles sentido a las formas irracionales no trae consigo ipso facto la aceptación entusiasta de su esencia deshumanizadora, en las figuras representativas de ese enfoque puede coexistir subjetivamente un grado considerable de crítica en lo referente a los detalles —reconocible, entre otras, en todo el llamado «anticapitalismo romántico»— con su «positivismo acrítico», en cuanto concierne a la tarea general de «la conciliación de las formas irracionales». • En este respecto, la separación formalista de las categorías de su basamento social es una aliada paradójica de la crítica parcial, ya que fortalece las ilusiones de «autonomía» e «independencia» intelectual vis-à-vis la «realidad perversa» del mundo real. Sólo en situaciones de intensa confrontación de clases se ve borrado en la práctica ese margen de crítica, transformando la conexión, en origen altamente mediada, entre la conciliación filosófica de las formas irracionales y los intereses de clase correspondientes en manifestaciones directas (a veces incluso abiertamente profesadas) de apologética social.

HOMOGENEIZACIÓN FORMAL/REDUCTORA Y EQUIVALENCIA DEL VALOR UNIVERSAL

ES aquí donde podemos apreciar realmente la importancia de las determinaciones formalizadoras del capital, tanto en la contigüidad de los intercambios socioeconómicos como en sus complejas racionalizaciones en el plano de la filosofía y la teoría social. Desde el punto de vista del capital como regulador general del metabolismo social, el asunto primordial es la transformación reductora de la 43

variedad, potencialmente infinita, de valores de uso en valor uniformemente manipulable, sin el cual no sería posible establecer y reproducir las ubicuas relaciones de intercambio de la producción de mercancías generalizada. Significativamente, entonces, hasta que el proceso práctico de abstracción reductora y equivalencia formal no llega a su difusión general en el transcurso del desarrollo capitalista, abarcando al trabajo viviente como una mercancía tan mercancía como todas las demás a las que el trabajo —prima facie absurdamente— ha sido equiparado, el significado racional de esa práctica de equivalencia de los valores generalizada continúa resultando totalmente ininteligible para quienes tratan de darle sentido, no importa cuán penetrante haya sido su visión en otros respectos. Las dificultades inherentes a los problemas a que aquí hacemos referencia derrotaron incluso a gigantes de la filosofía como Aristóteles, quien fue «el primero en analizar tal cantidad de formas, sean del pensamiento, la sociedad o la naturaleza, y entre ellas también la forma del valor»4. La situación misma de Aristóteles es bastante paradójica. Porque, por una parte, su posición filosófica no le impone la «conciliación de las formas irracionales» a la que no puede escapar nadie que comparta el «punto de vista de la economía política del capital». Por otra parte, sin embargo, tampoco le ofrece la perspectiva desde la cual podría estimar el inmenso potencial dinámico de las relaciones de valor ubicuamente prevalecientes, ni siquiera en una forma unilateral y característicamente distorsionada, como sí lograron hacerlo los economistas políticos en una etapa muy posterior del desarrollo. Así, en lugar de intentar la conciliación teórica de las contradicciones que percibe, Aristóteles concluye sus reflexiones sobre el problema mistificador del valor insistiendo un tanto ingenuamente en que resulta en realidad imposible que tales cosas disímiles puedan ser conmensurables, es decir cualitativamente iguales. Una equivalencia así no puede ser más que algo extraño a su naturaleza real, en consecuencia tan sólo «un sucedáneo para propósitos prácticos»5.

Al mismo tiempo, no obstante, en el lado positivo, la «edad de la inocencia» de Aristóteles, en lo que concierne al —todavía mínimo— dominio del capital, le permite aprehender las muchas formas que él analiza 44

como inseparablemente asociadas con la substancia, su categoría básica, en tanto que la tendencia fundamental de la filosofía burguesa es, por el contrario, la transformación reductora de las relaciones sustantivas —con todas sus determinaciones cualitativas, no importa cuán variadas— en conexiones categoriales formales. En realidad la práctica socioeconómica perversa pero bien real de las metamorfosis formales reductoras, que produce la conmensurabilidad universal —no como un «sucedáneo para propósitos prácticos» más o menos fortuitos, sino, por el contrario, como la ley ineludible y omniabarcante de los intercambios materiales e intelectuales— simultáneamente hace también que la gente se vuelva acostumbrada a funcionar, con eficacia operacional normalmente inalterada, dentro del marco de las «equivalencias» que en verdad igualan la absurdidad de correlacionar billetes de cinco libras con el diámetro de la Tierra. La única racionalidad que el capital necesita —y por supuesto, también dictamina e impone con éxito— es precisamente la racionalidad operacional y «estrictamente económica» de los individuos involucrados en el proceso de su reproducción ampliada, sin importar las consecuencias. En el transcurso del desarrollo histórico, las reglas prácticas vitales de esa racionalidad operacional (o «funcional») se hacen valer mediante la irracionalidad sustantiva de la subsunción directa de los valores de uso bajo (y su dominación por) el valor de cambio. Más aún, las contradicciones insuperables implicadas en esa relación no necesitan, en absoluto, producir ninguna complicación o aprehensión, gracias al marco práctico de las equivalencias formales ubicuas en las que los propios individuos particulares adecuadamente reducidos están insertados, como mercancías o algún tipo de valores de cambio. Un marco que cumple la «homogeneización» formal y la «equivalencia» abstracta de la mayor de las diversidades, incluida la conversión en mercancía del trabajo humano, los deseos, las aspiraciones, etcétera. Un marco universal de cosificación formalmente consistente que los individuos no sólo pueden sino en verdad tienen que dar por hecho. Así, «la conciliación de las formas irracionales» —al ocultar su irracionalidad sustantiva y su inconmensurabilidad bajo la eficacia operacional, preponderante en la práctica, de la «racionalidad formal», que se abstrae 45

radicalmente de todos los aspectos «irrelevantes» (es decir, sustantivos/ cualitativos/inigualables) de las correlaciones instituidas— es en primer lugar la tendencia espontánea de los propios procesos socioeconómicos reductores y homogeneizadores. La contribución especial conciliadora de los varios filósofos que articulan sistemáticamente el punto de vista de la economía política surge sobre la base de esos procesos materiales. La importante función ideológica que las filosofías y las teorías sociales deben cumplir consiste en elevar la ya cumplida ruptura de la racionalidad formal, desde su base sustantiva hasta el nivel de las determinaciones categoriales eternas. Para cumplirla, tienen que construir sofisticadas redes —y desde Kant hasta Max Weber ostensiblemente diferentes— de racionalización «eternizadora», en concordancia con las condiciones históricas cambiantes de la autorreproducción siempre en expansión del capital. Lo que se mantiene constante es la tendencia eternizadora misma, por una parte, y la transustanciación de la racionalidad operacional del capital en «racionalidad formal» o «racionalidad como tal», por la otra. Y, por supuesto, el formalismo metodológico característico de esa tradición filosófica les proporciona a ambas un adecuado apuntalamiento ideológico.

LA SUBSTANCIA SOCIAL DE LA RACIONALIDAD OPERACIONAL LA relación entre la compartimentación formal de la práctica socioeconómica, por una parte, y las conceptuaciones de ese proceso por el «sentido común» y la teoría, por la otra, es extremadamente complicada. Hablando de la articulación triádica del mecanismo regulador capitalista —y de la «fórmula trinca» correspondiente con la que la economía política la teoriza—, Marx describe así el impacto de las transformaciones formales mistificadoras (que tienen lugar en el mundo material mismo) sobre la conciencia social: hasta los mejores voceros de la economía clásica continúan más o menos atrapados en el mundo ilusorio que su crítica había disuelto —desde el punto de vista burgués no podía ser de otra manera— y por consiguiente todos caen en mayor o menor grado en inconsistencias, medias verdades y

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contradicciones sin resolver. Por otra parte, a los agentes reales de la producción les resulta igual de natural sentirse completamente a sus anchas en las formas enajenadas e irracionales del INTERÉS DE CAPITAL, ARRIENDO DE LA TIERRA, TRABAJO ASALARIADO puesto que son ésas precisamente las formas de la ilusión en las que ellos se movilizan de un lado a otro y hallan su ocupación diaria. Resulta, por consiguiente, igual de natural que la economía vulgar, que no es más que una traducción, más o menos dogmática, de las concepciones usuales de los agentes reales de la producción, y que los ubica en cierto ordenamiento racional, vea precisamente en esa tríada, que carece de toda conexión interna, la sublime base natural e indubitable para su vana pomposidad. Esa fórmula se corresponde simultáneamente con los intereses de las clases dominantes al proclamar la necesidad física y la justificación eterna de sus fuentes de ingreso y las eleva a la categoría de dogma6.

Así, las «inconsistencias, medias verdades y contradicciones sin resolver» de la economía política no pueden ser explicadas por sí mismas, como rupturas —en principio corregibles—, con las reglas eternas de la propia «racionalidad». En cambio, deben ser insertadas en el horizonte social de sus originadores en cuyos términos ellos han hallado en verdad mucho sentido. Igualmente, la tendencia formalista de esa teoría, aunque problemática, no es arbitraria. No lo es en el sentido de que refleja la separación práctica y la independencia de las estructuras identificables. Al mismo tiempo, hay que reconocer también que la «racionalidad formal», que codifica y eleva a dogma cuasiteológico la práctica de la compartimentación cosificadora, esconde una «irracionalidad sustantiva». Porque la fórmula INTERÉS (GANANCIA) DEL CAPITAL-ARRIENDO DE LA TIERRA-TRABAJO ASALARIADO representa, de hecho, «una incongruencia uniforme y simétrica»7. La irracionalidad, entonces, es una característica inmanente de la propia realidad socioeconómica establecida. Sin embargo, el proceso de mistificación no concluye aquí. Porque la separación formal de las partes constituyentes del valor, y su transformación, dentro de su separación absurda, en el punto de partida necesario de todo intercambio social que se pueda concebir sobre las premisas prácticas de su ruptura (formalmente asegurada y legalmente salvaguardada), simultáneamente las establece 47

también como la absolutamente necesaria matriz conceptual de la racionalidad como tal. Más aún, las transformaciones formales que han aparecido y se han consolidado en la realidad —y son ahora obligadamente dadas por descontado como el patente marco de la acción racional— resultan también muy efectivas en el ocultamiento del cambio de substancia en sus raíces. Y al mismo tiempo resultan ser también muy efectivas en el ocultamiento del carácter (o substancia) social específico de la «racionalidad operacional» dominante. Además, junto con la substancia social específica de esa «racionalidad» problemática, también desaparece por completo de la vista su especificidad histórica. En realidad, el proceso en marcha del desenvolvimiento histórico del capital produce —mediante la alienación del trabajo y la tierra— nuevas relaciones sustantivas, junto con sus equivalencias completamente absurdas pero universalmente estipuladas y aceptadas. Así, la alienación del trabajo y la expropiación de las condiciones materiales del trabajo producen el CAPITAL, trayendo con ello, al final de ese proceso de conversión —que se convierte de allí en adelante en el comienzo eternizado del ciclo metabólico de la reproducción social como un todo— la absurda equivalencia: los MEDIOS DE TRABAJO equivalen al CAPITAL. De modo similar, la tierra es alienada de la comunidad de los hombres y convertida en la propiedad privada de los pocos privilegiados, y se imprime en las mentes de todos los miembros de la sociedad la equivalencia todavía más absurda: la TIERRA equivale a la TIERRA MONOPOLIZADA. Y finalmente, puesto que los medios de trabajo han sido alienados exitosamente del trabajo viviente, las condiciones de la producción establecidas hacen valer y comprueban en la práctica (tanto en la industria como en la esfera de la producción agrícola) la equivalencia más absurda de todas, a saber, que el TRABAJO mismo equivale al TRABAJO ASALARIADO. Y éste, a su vez, puede ser reducido aún más, por supuesto, a CAPITAL VARIABLE, para así ser incorporado a, y subsumido bajo, el CAPITAL SOCIAL TOTAL, en esa forma formalmente homogeneizada y cosificada. Así el trabajo viviente es despojado de su carácter de sujeto del proceso de la repro48

ducción social. En cambio, se le puede tratar en adelante como un mero «medio de los medios», en su capacidad doblemente alienada de «factor material de la producción» y de «medio de reproducción» que se produce a sí mismo, como parte subordinada de los medios de producción. De esa manera, el sistema que se enorgullece de su pretendida «racionalidad» en realidad funciona sobre la base de la violación (operacionalmente exitosa) de las reglas y categorías más elementales de la razón: haciendo que la forma específica histórica y socialmente limitada (es decir, el CAPITAL, la TIERRA MONOPOLIZADA y el TRABAJO ASALARIADO) usurpe el lugar de la forma general sociohistóricamente insuperable (es decir, los MEDIOS DE TRABAJO, LA TIERRA y el TRABAJO como actividad productiva en general, que juntos representan las condiciones absolutas de la producción y la reproducción social como tales.

EL CONCEPTO DE NATURALEZA COMO UNA ABSTRACCIÓN FORMAL DEHISTORIZADA LAS irracionalidades prácticas fetichistas del sistema capitalista aparecen con particular intensidad en el contexto de la separación formal, la compartimentación y la división de la riqueza. Como lo plantea Marx, con referencia a la posición peculiar pero altamente reveladora del arriendo entre las partes componentes del valor: Puesto que aquí una parte del plusvalor parece estar atada directamente a un elemento natural, la tierra, y no a relaciones sociales, la forma de la enajenación mutua y osificación de las varias partes del plusvalor es completada, la conexión interna completamente rota y su fuente enteramente enterrada, precisamente porque las relaciones de producción, que están atadas a los varios elementos naturales del proceso de producción, han sido convertidas en mutuamente independientes. En la GANANCIA DEL CAPITAL, o mejor aún el INTERÉS DEL CAPITAL, el ARRIENDO DE LA TIERRA, el TRABAJO ASALARIADO, en esa tríada económica representada como la conexión entre las partes componentes del valor y la riqueza en general y sus fuentes, tenemos la completa mistificación del modo de producción capitalista, la conversión de las relaciones

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sociales en cosas, la fusión directa de las relaciones de producción materiales con su determinación histórica y social. Es un mundo patas arriba, encantado y pervertido, en el que Monsieur le Capital y Madame la Terre dan sus pasos fantasmales como personajes sociales y al mismo tiempo como meras cosas8.

Así, gracias a las metamorfosis formales que acompañan al desenvolvimiento práctico y consolidación de la producción de mercancías generalizada, tanto la substancia social específica como el carácter social único del modo de control social del capital desaparecen bajo la gruesa costra de la cosificación. Al mismo tiempo, la poderosa función apologética de ese fetichismo del capital permanece oculta a los individuos. Porque, en palabras de Marx, en la conversión —no sólo absurda sino además perniciosa prima facie— de las relaciones sociales en cosas: El capital se convierte en un ente sumamente místico, ya que la totalidad de las fuerzas productivas sociales del trabajo parecen deberse al capital, y no al trabajo como tal, y pareciesen nacer del útero del propio capital. Entonces interviene el proceso de la circulación, con sus cambios de substancia y de forma, en el cual todas las partes del capital, incluido el capital agrícola, recaen en el mismo grado en el que se desarrolla el modo de producción específicamente capitalista9.

Significativamente, la misma tradición filosófica que opera con la ayuda de las reducciones formalistas también exhibe su gran predilección por el concepto de «naturaleza». A primera vista eso podría parecer sorprendente, o hasta contradictorio. Pero en esta curiosa conjunción no está implicada ninguna contradicción, puesto que ambas preferencias surgen de las mismas determinaciones. Ciertamente, una mirada más de cerca al concepto de «naturaleza» tal y como lo emplea la tradición filosófica descubre que la naturaleza a la que se refieren constituye a menudo una abstracción formal dehistorizada, producida por la generalización estipuladora de determinadas características establecidas que deben ser asumidas, en concordancia con las necesarias limitaciones del horizonte social de los filósofos, como absolutas e insuperables a priori.

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Como ejemplo, podemos pensar en el uso que le dan al concepto de «naturaleza humana», elevando directamente la contigüidad limitada de las determinaciones del capital al nivel de una pretendida «universalidad». En otras palabras, lo que presenciamos aquí es, de nuevo, una operación formal, que cumple las mismas funciones ideológicas que la tendencia general al formalismo. Porque convierte a los conceptos de «naturaleza» y «natural» en sinónimos de universal y necesario, a fin de exonerar de consideraciones históricas a los fenómenos así descritos, sacándolos simultáneamente, mediante esa categorización, de la esfera del conflicto social.

ELLO resulta claramente visible en la manera como se maneja la cuestión de la metamorfosis formal. De nuevo, es importante recordar que la mistificación teórica surge sobre la base material de las absurdidades prácticas correspondientes, consolidadas por el propio proceso de reproducción social en el que los individuos particulares —incluidos los filósofos y los economistas políticos— están insertados, y que todos ellos dan por descontado. Como ya vimos antes, el proceso socioeconómico en desenvolvimiento histórico produce la irracionalidad práctica de tres equivalencias fundamentales: MEDIOS DE PRODUCCIÓN = CAPITAL; TIERRA = TIERRA MONOPOLIZADA; TRABAJO = TRABAJO ASALARIADO.

Sin embargo, por cuanto el proceso de reproducción social consolida en la práctica esas conversiones y equivalencias formales absurdas, tiene lugar una segunda conversión, que se hace valer con una finalidad aparentemente «natural» y «absoluta». Como resultado, lo que ahora confrontan los individuos particulares es la absurdidad socioeconómica doblemente mistificadora según la cual: CAPITAL = MEDIOS DE PRODUCCIÓN; TIERRA MONOPOLIZADA (O PROPIEDAD AGRARIA) = TIERRA; TRABAJO ASALARIADO = TRABAJO.

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La razón por la que esa inversión práctica de los dos lados de la equivalencia original resulta tan mistificadora es porque la dimensión histórica de las relaciones expresadas en ella está ahora completamente borrada. En el caso del conjunto de equivalencias inicial todavía resultaba posible captar al primer lado como el miembro encabezador de una secuencia histórica. En consecuencia, todavía sería posible adoptar una postura crítica respecto a las relaciones de intercambio estipuladas e impuestas en la práctica, explicando sus méritos relativos y sus grandes limitaciones socioeconómicas en términos de determinadas fuerzas históricas. Ahora bien, sin embargo, el CAPITAL, la TIERRA MONOPOLIZADA y el TRABAJO ASALARIADO constituyen el punto de partida absoluto, radicalmente divorciado de su génesis histórica. Así, la unidad del sistema de reproducción social establecido, contradictoria pero a pesar de ello objetivamente prevaleciente, aparece como un organismo natural. Como resultado, la contigüidad históricamente limitada del orden establecido se ve elevada falazmente al estatus de «universalidad» incuestionable, a causa de su pretendida correspondencia directa con las condiciones «naturales» de la existencia humana en general. Es ésa la situación que confrontamos, tanto quienes participamos en el «sentido común» de la vida cotidiana como los intelectuales que comparten el punto de vista de la economía política. Gracias a la exitosa consolidación del marco socioeconómico del capital, las determinaciones formales/reductoras y materiales/sustantivas parecen coincidir y constituir una forma natural que, a su vez, puede asumirse como el marco de referencia orientador de la teoría misma. Más aún, el «positivismo acrítico» de esta última aparece como igualmente «natural», puesto que las conclusiones de la teoría pueden ser derivadas, con la mayor facilidad y rigor formal, de la adopción directa de los parámetros estructurales del orden establecido —que están hoy completamente divorciados de su dimensión histórica— como los puntos de partida sustantivos «evidentes en sí mismos» del discurso teórico. Esos puntos de partida resultan ciertamente evidentes en sí mismos en su contigüidad establecida en la práctica. El «positivismo acrítico» es, por consiguiente, inevitable si la propia contigüidad atemporal no se ve desafiada desde una perspectiva histórica radical. Porque 52

Está claro que el capital presupone el trabajo como trabajo asalariado. Pero igual de claro está que si el trabajo como trabajo asalariado es tomado como el punto de partida, de manera que la identidad del trabajo en general con el trabajo asalariado se presente como evidente en sí misma, entonces el capital y la tierra monopolizada pueden presentarse también como la forma natural de las condiciones de trabajo en relación con el trabajo en general. Ser el capital, entonces, se presenta como la forma natural de los medios de trabajo y gracias a ello como el personaje puramente real que surge de su función en el proceso del trabajo en general10.

En tal sentido, una solución teórica para esos problemas requeriría tanto de la superación crítica de las aparentes «formas naturales», en dirección a las determinaciones sociales intrínsecas, como del cuestionamiento radical de las reducciones y equivalencias formales establecidas en la práctica, en el contexto de sus procesos simultáneamente sustantivos e históricos, en vez de mantenerlos como las presuposiciones fijas de un sistema cerrado. Como hemos visto, sin embargo, los intereses ideológicos asociados con el punto de vista de la economía política del capital empujan a sus seguidores en la dirección opuesta. Los empujan hacia la adopción de esquemas formales —incluida la «universalidad formal de la ley natural» (en palabras de Kant)— mediante la cual la estabilidad autosustentada de lo existente puede ser conducida con mayor facilidad. Las conexiones de esa tendencia con el interés de debilitar la conflictividad social no son difíciles de ver. Respecto a las formas seudonaturales consolidadas del capital y su presunta «universalidad», baste recordar que El trabajo como tal, en su simple capacidad como actividad productiva determinada, se relaciona con los medios de producción, no en su forma determinada social, sino antes bien en su substancia concreta, como materiales y medios de trabajo, (…) Si, entonces, el trabajo coincide con el trabajo asalariado, también la forma social particular en que las condiciones del trabajo confrontan al trabajo coinciden con su propia existencia material. Los medios del trabajo como tal son entonces el capital, y la tierra como tal es la propiedad agraria. La independencia formal de esas condiciones del trabajo en relación con el trabajo, la forma única de esa independencia con

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respecto al trabajo asalariado, es entonces una propiedad inseparable de ellas como cosas, como condiciones materiales de la producción, un carácter inherente, inmanente, intrínseco de ellas como elementos de la producción. Su carácter social definido en el proceso de la producción capitalista, que lleva el sello de una época histórica definida, es un carácter sustantivo natural e intrínseco que les pertenece, por así decirlo, desde tiempo inmemorial, como elementos del proceso de la producción11.

Naturalmente, mientras se mantenga la apariencia de universalidad eterna y necesidad natural insuperable cualquier intento de cuestionar la viabilidad del orden establecido se verá en una posición sumamente incómoda dentro del discurso teórico. Porque resulta muy difícil pelear con la Naturaleza misma; especialmente cuando ésta halla de su lado a la autoridad de la Razón como tal, armada con el arsenal inagotable de sus reglas formales circularmente constituidas y multiplicables.

«RACIONALIDAD FORMAL» E IRRACIONALIDAD SUSTANTIVA COMO hemos visto, lo que genera esa tendencia al formalismo estipulador es la necesidad de deshacerse de los conflictos en el plano de la teoría, dejando intactos sus constituyentes materiales en el mundo de la práctica. En consecuencia, a través de la historia de esta tradición filosófica se nos presentan soluciones que niegan la racionalidad de los conflictos de valor, con la intención de «proscribirlos» sobre la incuestionable autoridad de la razón misma (la filosofía kantiana, por ejemplo), o «disolver» las contradicciones como «confusiones», con la ayuda de esquemas conceptuales formales; o ciertamente, como ya mencionamos con referencia al existencialismo moderno, para declarar que los conflictos y antagonismos identificados son «ontológicamente insuperables», y por ende convertirlos en extrañamente «no existentes» desde el punto de vista de las estrategias para atacar las raíces sociales del conflicto históricamente determinado. El impacto filosófico de esa orientación en el debilitamiento de la conflictividad social está lejos, por supuesto, de ser marginal. En verdad, tiende a afectar el núcleo estructural de las varias filosofías, a veces con consecuencias muy extrañas y hasta inintencionales. Así, Kant utiliza la

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«universalización» formal (característicamente derivada de una concepción formalista de la naturaleza cuya relevancia para el juicio filosófico se ve reducida al aporte de la analogía de la «forma de la ley natural») a fin de desterrar categóricamente al conflicto del mundo de la moralidad bajo el dominio de su «Razón Práctica». Ello resulta bastante elocuente por sí mismo, y paradójicamente acarrea dilemas y dicotomías insolubles con sus soluciones postuladas. Sin embargo, el caso de Hegel es incluso más revelador en ese respecto. Porque él rechaza explícitamente el formalismo y el apriorismo kantiano, e intenta conscientemente darles una fundamentación objetiva a sus propias categorías. Y no obstante, con todo y lo gran pensador y abridor de caminos para un sistema de lógica dialéctico que es, finaliza, en contra de sus intenciones originales, en una concepción de «mediación» de una lógica altamente sospechosa, al servicio de la «conciliación» conceptual, como él mismo reconoce de su intento. Así, Hegel termina en una auténtica «conciliación de las formas irracionales», destinada a resolver las contradicciones de clase de la «sociedad civil» claramente percibidas mediante las definiciones del Estado hegeliano, formalistas, a menudo tautológicas y vacuamente estipuladoras, con su «clase» ficticiamente «universal» de desprendidos servidores civiles.

EN enérgica oposición a ese tipo de enfoque, Marx observa en su crítica de la concepción hegeliana de la relación mediadora entre las clases de la sociedad civil y las instituciones del Estado: Si las clases civiles como tales son clases políticas, entonces la mediación es innecesaria, y si esa mediación es necesaria, entonces la clase civil no es política, y por consiguiente tampoco lo es esa mediación. (…) Aquí, entonces, hallamos una de las inconsistencias de Hegel con su propia manera de ver las cosas: y dicha inconsistencia constituye una acomodación12.

Así, lo que vicia la posición de Hegel es el carácter apologético de la «mediación» prevista. Porque ésta se revela como una reconstrucción sofisticada de la realidad dualista asumida (la necesaria complementariedad circular de la «sociedad civil» y el Estado) —y eternizada como tal— dentro del discurso hegeliano, y en nada como una mediación real. 55

Como lo expone Marx: En general, Hegel concibe al silogismo como un término medio, un mixtum compositum. Podemos decir que en su desarrollo del silogismo racional toda la trascendencia y el dualismo místico de su sistema se torna evidente. El término medio es la espada de madera, la oposición oculta entre la Universalidad y la Singularidad13.

En los siguientes pasajes de su Crítica Marx saca a la vista el carácter seudomediador apriorístico y la falacia lógica de todo el esquema: El soberano, entonces, tenía que ser el término medio en el cuerpo legislativo entre el Ejecutivo y los Estados, y los Estados entre él y la sociedad civil. ¿Cómo va a mediar entre lo que él mismo necesita como medio, a menos que su propia existencia se convierta en un extremo unilateral? Ahora queda en evidencia el total absurdo de esos extremos que juegan a intercambiar posiciones, un momento en el extremo y otro en el medio (…) Es una especie de sociedad de mutua conciliación (…) Es como el león en Sueño de una noche de verano, que exclama: «Yo soy el león, y no soy el león, sino Snug». Así, aquí cada extremo es a veces el león de la oposición y a veces el ebanista de la mediación. (…) Hegel, que reduce esa mediación absurda a su expresión lógica abstracta, y por ende pura e irreducible, la llama al mismo tiempo el especulativo misterio de la lógica, la relación racional, el silogismo racional. Los extremos reales no pueden ser mediados entre sí, precisamente porque son extremos reales. Pero tampoco necesitan de mediación, porque son opuestos en esencia. No tienen nada en común el uno con el otro; no necesitan complementarse el uno al otro14.

Significativamente, Hegel emprende esa dudosa reducción formalista de los constituyentes reales —antagónicos— de la situación bajo examen precisamente con la finalidad de eliminar (mediante el retorcimiento de los hechos empíricos a axiomas lógico-metafísicos) las contradicciones estructurales del orden social que determina su propio horizonte conceptual, en concordancia con el punto de vista de la economía política del capital.

LO que resulta particularmente relevante aquí es que los remedios metodológicos formalistas tienen la intención de facilitar el escape de los filósofos 56

de las contradicciones inherentes al marco conceptual del capital. Ya que no es posible prever ninguna solución viable en la práctica para los problemas confrontados en la realidad de la existencia social (o «sociedad civil») dentro del horizonte de la economía política burguesa, hay que intentar la «conciliación de las formas irracionales» en el terreno postulado de las estructuras formales y las edificaciones categoriales autorreferenciales. No tiene nada de sorprendente, entonces, que el desarrollo filosófico moderno, paralelo a la irrupción e intensificación de las contradicciones de la sociedad, haya de producir tantos intentos de evasión de las dificultades de hallarles soluciones sustantivas a los problemas sustantivos. El culto de la metodología en aras de la metodología encuentra su significado real precisamente en ese contexto. De modo parecido, la gran peculiaridad del concepto de Weber de «racionalización» y «tipos ideales» no es comprensible si no se le inserta en esa tendencia persistente e ideológicamente motivada. En definitiva, la noción weberiana misma de «racionalidad formal» constituye una manera conveniente de racionalizar y legitimar la irracionalidad sustantiva del capital. Porque, en concordancia con las limitaciones estructurales insuperables del horizonte burgués, esa categoría weberiana les atribuye «irracionalidad» y «emocionalismo» —de manera invertida y circular/definicional— a todos aquellos que se atreven a cuestionar, y desafiar en la práctica, al dominio «formal y racional» del Estado capitalista, que resulta ser en realidad impuesto a los individuos con implacable eficacia material. A los ojos de Weber, sin embargo, quienes entran en conflicto de manera sustantiva con el sistema de ejecución legal, «ceñido a la norma» y «en principio racional», del Estado moderno, tienen que ser descartados a causa de su «emocionalismo», sobre la base de que es nada menos que la autoridad de la razón misma la que «exige» la aceptación de ese dominio. Es así como Weber defiende su posición en su celebrada discusión «La burocracia y la ley»: El único punto decisivo para nosotros es que, en principio, detrás de cada acto de la administración burocrática está un sistema de «razones» racionalmente debatibles, es decir, o bien la subsunción bajo las normas o la

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consideración de los fines y los medios. (…) Si, no obstante, un ethos —por no hablar de instintos— se apoderase de las masas en alguna cuestión particular, postulará una justicia sustantiva orientada hacia alguna instancia y persona concreta, y ese ethos chocará inevitablemente con el formalismo y el «sentido práctico» ceñido a la norma y frío de la administración burocrática. Por esa razón, el ethos tiene que rechazar emocionalmente lo que la razón exige15.

En lo que respecta a por qué no habría que permitírsele calificar para la racionalidad a la búsqueda práctica de sus objetivos sustantivos por parte de las clases subordinadas, al menos bajo el encabezado de «consideración de los fines y los medios» (por no mencionar otros criterios de racionalidad que Weber tiene que ignorar), ello constituye un misterio del cual sólo el propio Weber conoce la respuesta. Sin embargo, de nuevo podemos obtener una percepción de la función ideológica apologética de la categorización weberiana de la racionalidad de otro pasaje. Dice así: Hay que distinguir, sobre todo, entre la racionalización sustantiva de la administración y el poder judicial por parte de un príncipe patrimonial, y la racionalización formal llevada a cabo por juristas expertos. (…) Por variable que haya podido ser la diferencia (…) en el análisis final la diferencia entre la racionalidad sustantiva y la formal ha persistido. Y, en lo esencial, el darle nacimiento al Estado occidental moderno ha sido obra de los juristas16.

Así, la categoría weberiana de «racionalidad formal» —en oposición a la «racionalización sustantiva»— y la identificación de la anterior con la «racionalidad» de la burocracia moderna le permiten al autor pasar por alto, sistemáticamente, la embarazosa cuestión que concierne a la relación entre los imperativos materiales del orden socioeconómico del capital y su formación de Estado, deduciendo circularmente a esta última de «la obra de los juristas» y del avance de la razón misma. Pero, independientemente de las circunstancias particulares y las motivaciones ideológicas de Weber, la significación metodológica general de esa tendencia al formalismo consiste en el intento asociado con ella de superar, dentro de sus términos de referencia, algunas contradicciones materiales importantes —sea que pensemos en la existente entre el 58

carácter inherentemente social de la moralidad y la «Individualethik» kantiana, o bien en las determinaciones materiales objetivas de la irracionalidad sustantiva del capital en el terreno de la «sociedad civil», y su abstracta conciliación logicometafísica hegeliana en la «racionalidad del Estado», sin olvidar, por supuesto, su equivalente weberiana— que no son proclives a alguna otra solución dentro de los horizontes conceptuales de los pensadores involucrados.

NOTAS

1. «Pues peor entonces para los hechos». 2. No causa sorpresa que esa modalidad del «pensamiento estratégico» —con su pernicioso conjunto de suposiciones ocultas— pueda «aceptar lo impensable» como el futuro por planificar. 3. Carlos Marx, Capital, Vol. 3, pp. 759-760. 4. Ibíd., Vol. 1, p.5 9. 5. Citado por Marx, Ibíd. 6. Ibíd., Vol. 3, pp. 809-10. 7. Ibíd., p. 803. 8. Ibíd., p. 809. 9. Ibíd., p. 806. 10. Ibíd., p. 804. 11. Ibíd., pp. 804-805. 12. Carlos Marx, Critique of Hegel’s Philosophy of Right, Cambridge University Press, 1970, p. 96. 13. Ibíd., p. 85. 14. Ibíd., pp. 88-89. 15. H.H. Gerth y C. Wright Mills (eds.), From Weber: Essays in Sociology, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1948, pp. 220-221. 16. Ibíd., pp. 298-229.

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CAPÍTULO 3 EL PUNTO DE VISTA DE LA INDIVIDUALIDAD AISLADA

CONCEPCIONES DE CONFLICTO Y NATURALEZA HUMANA INDIVIDUALISTA LA glorificación explícita del «individualismo metodológico», en aras de su conversión en un programa autojustificador y universalmente aceptado, es un fenómeno relativamente reciente. Pero independientemente de lo que podamos pensar de las infundadas pretensiones y graves deficiencias estructurales del «individualismo metodológico», el tema mismo resulta de suma importancia. Porque, en definitiva, constituye el punto de vista paradójico de la subjetividad aislada que les fija límites intraspasables a las concepciones filosóficas particulares a lo largo de los desarrollos bajo revisión, sin importar cuán grandes puedan ser las diferencias entre los pensadores individuales en la conceptuación de su propia situación. En sus Tesis sobre Feuerbach, Marx definió la oposición inconciliable entre su propio enfoque y el de sus predecesores materialistas cuando dijo que El punto más alto alcanzado por el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no comprende a la sensorialidad como actividad práctica, es la contemplación de los individuos aislados y la sociedad civil. El punto de vista del viejo materialismo es el de la sociedad civil; el del nuevo es el de la sociedad humana, o la humanidad social.

Cualesquiera pudiesen llegar a ser sus diferencias en otros respectos, en lo que atañe a la cuestión del punto de vista social las consideraciones de Marx pueden ser aplicables a todas las filosofías que se originan sobre los fundamentos materiales del capital, incluidas las idealistas. Leibniz, Berkeley, Kant, Fichte y Hegel no están, en ese sentido, menos sujetos

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a las problemáticas determinaciones del punto de vista de la individualidad aislada que Holbach, Helvetius, Feuerbach y otros que eran los blancos inmediatos de la crítica de Marx al materialismo. Ciertamente, el propio Marx se refería a Hegel en una de sus obras iniciales como alguien que comparte «el punto de vista de la economía política»1. Un punto de vista que es esencialmente el mismo en todos sus aspectos metodológicos vitales que «el punto de vista de la sociedad civil», que se corresponde con la perspectiva del capital, y Marx contrasta con el punto de vista de la «humanidad social» (es decir, el de la humanidad «socializada» o socialista). Lo que está en discusión aquí es la manera como conceptúan los filósofos los conflictos que deben constatar, bajo las circunstancias de un sistema social de producción inherentemente antagónico que los sustenta, y al que ellos mismos deben sustentar activamente, aunque no lo hagan de manera conciente. Como sabemos, hay múltiples formas de conceptuar un conflicto, de acuerdo con las especificidades de la situación social de los individuos y las circunstancias históricas cambiantes, desde la bellum omnium contra omnes de Hobbes hasta la peculiar transformación que hace Kant del concepto de Adam Smith del «espíritu comercial» en una filosofía moralista de la historia, por no hablar de la tendencia «sadomasoquista» que se supone caracteriza el «proyecto» para con el «otro» en el existencialismo sartriano. Pero, por sorprendente que pueda parecer a primera vista, en toda esa diversidad existe una afinidad estructural fundamental. Esa afinidad consiste en la representación —y tergiversación— individualista de la naturaleza de los conflictos y antagonismos con base objetiva, que pueden ser percibidos bajo las circunstancias de la formación social establecida en todos los niveles de las relaciones interpersonales. Marx insiste, apropiadamente, en el importante punto de que «El modo de producción burguesa es (…) antagónico no en el sentido de antagonismo individual sino de un antagonismo que emana de las condiciones sociales de existencia de los individuos»2. Sin embargo, a lo que hemos asistido a lo largo de la historia de esos desarrollos, desde las fases iniciales al presente, es una distorsión sistemática de los antagonismos de la «sociedad civil», como si éstos tuviesen

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un carácter esencial o primordialmente individualista. Se les trata como si emanasen no de las condiciones sociales de existencia, sino de su presunta constitución, por naturaleza propia, como «individuos egoístas». En concordancia, se proyecta sobre ellos una «naturaleza humana» ficticia, en sintonía con la definición subjetiva/individualista de la conflictividad objetiva/social. Y, por supuesto, la «naturaleza humana» estipulada es conceptuada como una «generalidad silente», de la que la multiplicidad de individuos aislados forma parte como individuos separados e incurablemente orientados hacía sí mismos. Se les describe como directamente vinculados (o sea, en su ficticia separación monádica) con su especie, precisamente en virtud de su individualidad abstracta —socialmente indefinida— y genérica. Hay que destacar además, de nuevo, que la visión de los individuos como «individuos del género» que Marx señala en relación con Feuerbach no está en modo alguno confinada a la filosofía materialista. También Hegel habla de una totalidad de determinaciones en la vida humana en la cual «el proceso del género con el individuo»3 constituye el momento dominante. El horizonte restrictivo de la «sociedad civil» que ellas comparten establece la identidad fundamental de las concepciones materialistas e idealistas también en ese respecto. Irónicamente, sin embargo, esa «solución» de las dificultades que los pensadores —que se identifican más o menos conscientemente con los intereses sociales del capital— se ven obligados objetivamente a adoptar crea más problemas de los que puede resolver, como lo veremos más adelante en la discusión de otras características metodológicas claves de su marco conceptual. Lo que ocurre, de hecho, es que su suposición de la relación directa estipulada entre el individuo egoísta/aislado y la especie humana simplemente desplaza la dificultad original a otros conjuntos de relaciones. Como resultado, a los pensadores que comparten el punto de vista de la individualidad aislada se les presentan misterios que ellos mismos han construido —con respecto a la naturaleza del conocimiento misma, las determinaciones del desarrollo histórico, la relación entre «sujeto» y «objeto», lo «particular» y lo «universal», etcétera— cuya solución se 63

mantiene obligatoriamente fuera de su alcance. Y podremos apreciar cuánta ironía hay en todo esto, si recordamos que se suponía que los problemas involucrados habían sido resueltos de modo satisfactorio y permanente, gracias a la suposición estipuladora de una «naturaleza humana» genérica de los individuos aislados, que estaba destinada a transferir todos esos problemas a la esfera de la indagación legítima, de manera apriorística.

LA ELEVACIÓN DE LA PARTICULARIDAD AL ESTATUS DE UNIVERSALIDAD

AL final, todos los intentos de escapar de las contradicciones objetivas de la situación social misma tienen que verse frustrados y derrotados, si bien a veces algunas figuras intelectuales destacadas tratan de idear soluciones en el plano de los esquemas conceptuales ingeniosos y complicados. Y tienen que ser derrotados en principio a causa del horizonte restrictivo del punto de vista de la individualidad aislada como tal, dentro del cual son intentadas las propias soluciones. Porque las contradicciones mismas son constitutivas de ese propio punto de vista, puesto que éste se impone como el único marco posible de una solución asociada con su base social desgarrada por los conflictos, aunque en vista de sus características inherentes no resulte posible ofrecer ninguna solución real para los conflictos objetivos de interés subyacentes y las correspondientes dificultades conceptuales. En verdad, normalmente —claro está que con la excepción de los períodos de crisis extremas— el punto de vista de la individualidad aislada se impone sobre los pensadores implicados de manera tal que imposibilita incluso la percepción de las dificultades objetivas mismas, con tendencia a transfigurar sus determinaciones ontológicas sociales en intereses epistemológicos subjetivos. En otras palabras, las dificultades intrínsecas (que tienen que ver con la realización de objetivos tangibles) son transustanciadas en los problemas mistificadores, y en el nivel de la subjetividad aislada absolutamente insolubles, de «cómo puede la inmanencia de la conciencia» —concebida como la naturaleza intrínseca autorreferencial del ego— «alcanzar su objeto» sin violar, así mismo, su regla escolástica autoimpuesta de cumplir esa tarea «rigurosamente dentro de la esfera de la inmanencia». 64

En el centro metodológico de la tradición filosófica burguesa —desde Descartes y Pascal hasta Kant, Fichte, Kierkegaard, Husserl, Sartre y más allá— encontramos ese «ego» orientado hacia sí mismo (y que necesariamente se derrota a sí mismo) bautizado y definido en una multiplicidad de maneras diferentes, de acuerdo con las circunstancias históricas cambiantes y los correspondientes requerimientos ideológicos de los sistemas particulares implicados. Inevitablemente, toda orientación metodológica que tenga como su núcleo estructurante el punto de vista de la individualidad aislada va acompañada de una tendencia a inflar al individuo —al que, en virtud de ser el pilar de soporte central de todo el sistema, hay tanto que atribuirle— hasta un cierto tipo de entidad seudouniversal. Por eso las dudosas concepciones de la «naturaleza humana» —que constituyen uno de los sellos distintivos más importantes de toda la tradición filosófica, con sus pretensiones absolutamente infundadas— no son solamente los corolarios apriorísticos de determinados intereses ideológicos, sino simultáneamente también la realización de un imperativo metodológico inherente de elevar la mera particularidad al estatus de universalidad. La otra cara de la misma moneda es, por supuesto, la obligada ausencia de un concepto de mediación —articulado socialmente—, viable gracias al cual la relación dialéctica entre particularidad y universalidad pudiese ser aprehendida en su dinámica complejidad4. Su lugar tienen que ocuparlo los abstractos postulados de «unidad» y «universalidad», como veremos en el Capítulo 7. La terca insistencia en conceptuarlo todo desde el punto de vista de la individualidad aislada a lo largo de siglos de desarrollo filosófico, sólo puede ser explicada mediante la continua reproducción práctica de los propios intereses ideológicos subyacentes. Naturalmente, las formas en las que es posible reproducir dichos intereses varía enormemente, de acuerdo con la intensidad históricamente cambiante de los antagonismos sociales y la relación de fuerzas prevaleciente. Hay momentos en los que los antagonismos irrumpen violentamente a cielo abierto, pidiendo conceptuaciones como la bellum omnium contra omnes de Hobbes, en tanto que bajo circunstancias históricas muy diferentes se ven desplazadas exitosamente y permanecen en estado latente durante períodos de tiempo relativamente prolongados, generando las varias teorías del «consenso» 65

y las celebradas ideologías de «el fin de la ideología». Pero fuere cual fuere el mensaje ideológico inmediato de esas teorías, su objetivo metodológico compartido es la producción de esquemas conceptuales a través de los cuales nos sea posible avenirnos con las manifestaciones de conflicto sin abordar sus causas subyacentes. En ese sentido, la explicación seudocausal de Hobbes de lo que él llama bellum omnium contra omnes —en términos de una «naturaleza humana» pretendidamente egoísta, directamente manifiesta en cada individuo particular como «individuo del género»— no constituye, en lo absoluto, ninguna explicación. Es apenas un trampolín para el salto requerido hacia la «solución» racionalizadora del problema identificado, gracias al poder absoluto del Leviatán. Y hasta Rousseau, cuyo intento crítico (en vísperas de la Revolución Francesa) logró diagnosticar algunos problemas y contradicciones bien reales de la sociedad establecida, se extravía a causa de su enfoque individualista/antropológico y los postulados formales/universalistas que lo acompañan. Porque él conceptúa el «cuerpo político» sobre el modelo del «yo» abstracto, y termina en la glorificación de aquél como un «ser moral» hipostatizado, de lo cual se deriva la racionalización apologética y circular de «todo cuanto ordene la ley» como «legal». Rousseau argumenta así a favor de esa posición en su importante pero olvidado «Discurso sobre la economía política»: El cuerpo político, tomado individualmente, puede ser considerado como un cuerpo viviente organizado, semejante al del hombre. El poder soberano representa la cabeza; las leyes y las costumbres son el cerebro, la fuente del nervio y el asiento del entendimiento, la voluntad y los sentidos, del cual los Jueces y Magistrados son los órganos; el comercio, la industria y la agricultura son la boca y el estómago, que preparan la subsistencia común; el ingreso público es la sangre, que una economía prudente, al ejecutar las funciones del corazón, hace que se distribuyan por todo el cuerpo los nutrientes y la vida; los ciudadanos son el cuerpo y los miembros, que hacen que la máquina viva, se mueva y trabaje, y ninguna pieza de esa máquina se puede dañar sin que la impresión dolorosa sea conducida de inmediato al cerebro, si el animal está sano. La vida de ambos cuerpos es el yo común a la totalidad, la sensibilidad recíproca y la correspondencia interna de todas las piezas. Cuando cesa esa comunicación, cuando la unidad formal desaparece y las piezas contiguas le 66

pertenecen la una a la otra sólo por yuxtaposición, el hombre está muerto, o el Estado se ha disgregado. El cuerpo político, entonces, es también un ser moral poseído de una voluntad; y esa voluntad general, que tiende siempre a la preservación y el bienestar de la totalidad y de cada pieza, y es la fuente de las leyes, construye para todos los miembros del Estado, en sus relaciones entre sí y con éste, la regla de lo que es justo o injusto: una verdad que muestra, de paso, con cuánta negligencia han tratado algunos escritores como hurto el ardid prescrito a los niños de Esparta para obtener sus frugales comidas, como si no fuese legal todo cuanto ordena la ley5.

Como podemos ver, el punto de vista de la individualidad aislada —que convierte al individuo mismo en el modelo del «cuerpo político» como una «máquina orgánica»: una máquina que hipostatiza la «sensibilidad recíproca» de todas las piezas para el funcionamiento del Estado— sólo puede conducir a la reafirmación moralista de la necesidad interna del marco estructural establecido. La proyección del modelo individualista/antropológico en el complejo social como totalidad «supera» conceptualmente los antagonismos inherentes del orden establecido, y los sustituye por los meros postulados de un «ser moral» que, por definición (y solamente por definición insustentable), «tiende a la preservación y el bienestar de la totalidad y de cada pieza», y por lo tanto decide lícitamente «lo que es justo o injusto». Así que nada tiene de sorprendente que las suposiciones de una individualidad aislada —que necesariamente elimina la vital mediación material de los intereses de clase, haciendo pasar el dominio de clase como la armonía (moralmente postulada) de «cada pieza» con la totalidad— tenga que culminar en la circularidad apologética que estipula que «todo cuanto ordena la ley es legal». Es igualmente relevante señalar en el presente contexto que el punto de vista de la individualidad aislada trae consigo no sólo toda una serie de postulados morales abstractos respecto al funcionamiento práctico de toda la elaboración, sino también que, como su propia base de sostén, sólo puede referirse al concepto de una «unidad formal». En otras palabras, la tendencia al formalismo antes señalada no es menos aplicable a Rousseau que a muchas otras destacadas figuras de la tradición filosófica bajo revisión. En cuanto al postulado de la unidad misma, debemos darle un vistazo más de cerca a los problemas intrínsecos en el Capítulo 7. 67

LA INVERSIÓN DE LAS RELACIONES ESTRUCTURALES OBJETIVAS LA función ideológica crucial del punto de vista de la individualidad aislada es la inversión radical de las relaciones estructurales objetivas entre los diferentes tipos de conflicto y antagonismo. Dada su constitución y orientación inmanente, tiene que centrar la atención en los aspectos secundarios y subjetivos/individualistas de la contradicción, relegando al mismo tiempo a la periferia los antagonismos primordiales de la sociedad, si es que acaso los reconoce. • Por consiguiente, lo único que es dable reconocer como arraigado en las determinaciones «objetivas» —es decir, genéricamente «naturales»— es «la competencia entre los individuos», mientras que las dificultades del «conflicto grupal» y el «interés grupal» tienen que verse disueltas en el vacuo concepto de «interacción individual congregadora». • De igual manera, en el nivel de las estructuras materiales de la sociedad, la que cuenta es la esfera de la distribución y circulación, con sus conflictos secundarios y vicisitudes individualistamente competitivas, mientras las presuposiciones objetivas de todo el sistema productivo se dan simplemente por descontadas. Porque reconocer que la premisa material fundamental de la formación social capitalista consiste en la «distribución» exclusiva de los medios de producción a favor del capital y de «su personificación: el capitalista» —que define ese orden social en términos del inalterable monopolio del control sobre el proceso de la producción en su totalidad por parte del capital— traería consigo implicaciones explosivas, y por ende totalmente inadmisibles. Significaría, de hecho, reconocer que el único desafío que cuenta realmente al final es el que concierne a los basamentos estructurales del propio sistema productivo. Un desafío sólo concebible como un enfrentamiento de clase, en el que cada uno de los bandos en contienda tiene que concebir un orden social radicalmente diferente como la única solución factible para el conflicto, en contraste con los choques competitivos más o menos marginales a los que se les permite tener lugar dentro de los parámetros estructurales, ya prejuzgados y salvaguardados a priori, del sistema establecido.

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• Comprensiblemente, el punto de vista de la individualidad aislada no puede contemplar esas confrontaciones y alternativas. Vistos desde su perspectiva, los tipos y relaciones de conflicto objetivamente establecidos tienen que ser invertidos y transustanciados en formas esencialmente individualistas de competencia, en torno a objetivos estrictamente limitados y capitalistamente manejables. Y es aquí donde podemos ver tanto la inseparabilidad del método en cuestión de su fundamentación ideológica, y la identidad fundamental entre el punto de vista de la individualidad aislada —al que sólo le interesa la conflictividad individualista— y el punto de vista de la economía política, que no puede evitar estar orientado hacia la esfera de la «competitividad» estructuralmente prejuzgada de la circulación autoexpansionista del capital. La hipostatización ahistórica e idealista de las categorías, la inversión metodológica de sus interconexiones objetivas (como, por ejemplo, en el caso de la relación entre la producción y el consumo); la tendencia a las explicaciones mecánicas y parcializadas, que expresan una creencia fetichista en la determinación material y la absoluta permanencia de las relaciones sociales reflejadas en las inversiones categoriales; la liquidación de los resultados dialécticos obtenidos en contextos ideológicos menos sensibles; y el triunfo definitivo de la circularidad incluso en los esquemas conceptuales de figuras tan cimeras como Hegel, todas ellas son características metodológicas ideológicamente reveladoras de la tradición filosófica aquí revisada, que a menudo se sostienen en contra de las intenciones subjetivas de los filósofos implicados. La totalidad de esas características exhibe en una forma desconcertante las contradicciones internas y las limitaciones estructurales del punto de vista de la economía política —en su equivalencia metodológica con el punto de vista de la individualidad aislada—, que ni siquiera los mayores logros individuales emanados de la base social y las premisas materiales del capital pueden superar.

SIGNIFICATIVAMENTE, en ese respecto la línea de demarcación entre las variedades de idealismo y materialismo que comparten el punto de vista de la «sociedad civil» y la economía política es virtualmente inexistente. Para ilustración gráfica, podemos recordar la manera como

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Ricardo define la diferencia entre capital fijo y capital circulante. «Dependiendo de si el capital es más o menos perecedero, y por consiguiente pueda ser reproducido con mayor o menor frecuencia en un tiempo dado, se le llama capital circulante o fijo»6. Como comenta Marx acertadamente: De acuerdo con eso, una cafetera podría ser capital fijo y el café capital circulante. El crudo materialismo de los economistas que consideran como propiedades naturales de las cosas lo que son relaciones sociales de producción entre las personas y cualidades que las cosas pueden obtener porque son subsumidas bajo esas relaciones, constituye al mismo tiempo un idealismo igual de crudo, incluso fetichismo, puesto que les imputa relaciones sociales a las cosas como características inherentes, y por lo tanto las mistifica7.

En un plano diferente, en la obra de Adam Smith —quien ejerció una gran influencia no sólo sobre Kant, sino también sobre Hegel— domina la circularidad con motivación ideológica. Porque: El capital se le aparece (…) no como aquello que contiene al trabajo asalariado como su contradicción interna desde su origen, sino antes bien en la forma en que emerge de la circulación, como dinero, y es por lo tanto creado de la circulación, con el ahorro. Así, el capital no se realiza a sí mismo originalmente: precisamente porque la apropiación del trabajo ajeno no está incluida ella misma en su concepto. El capital sólo aparece más tarde, después de ya haber sido presupuesto como capital —un círculo vicioso— como mando sobre el trabajo ajeno. Así, según Adam Smith, si el trabajo tuviese realmente su propio producto para los salarios, los salarios serían iguales a los productos, y por consiguiente el trabajo no sería trabajo asalariado y el capital no sería capital. Por lo tanto, a fin de introducir la ganancia y la renta como elementos originales del costo de producción, es decir, a fin de obtener un plusvalor del proceso de producción capitalista, las presupone, de la manera más torpe. El capitalista no quiere darle uso a su capital por nada; el terrateniente, de modo parecido, no quiere cederle tierra y suelo a la producción por nada. Ambos quieren algo a cambio. Es ésa la manera en que ellas son introducidas, con sus exigencias, como un hecho histórico, pero no explicadas8.

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Así, el «torpe» comportamiento de un gran pensador —la presuposición flagrantemente circular de lo que tiene que ser rastreado y explicado históricamente— produce el resultado, ideológicamente bien recibido, de transformar las condiciones específicas del proceso del trabajo capitalista en las eternas condiciones naturales de la producción de riqueza en general. Al mismo tiempo, una necesidad sociohistórica determinada —junto con la temporalidad histórica apropiada para ella— es convertida en necesidad natural y en condición absoluta de la vida social como tal. Más aún, puesto que la cuestión del origen del capital es evitada circularmente —es decir, la dimensión explotadora de su génesis a partir de la «apropiación del trabajo ajeno», en antítesis permanente con el trabajo, es sacada del enfoque— al carácter inherentemente contradictorio, y en verdad ultimamente explosivo, de ese modo de producir riqueza se le continúa manteniendo convenientemente oculto a la vista. En consecuencia, la conceptuación burguesa del proceso del trabajo capitalista, que predica la permanencia absoluta de las condiciones «naturales» establecidas, no puede verse perturbada por la idea de la dinámica histórica y sus contradicciones objetivas. La conceptuación hegeliana del mundo desde el punto de vista de la economía política no resulta en modo alguno radicalmente diferente en su esencia, de lo que hallamos en los escritos de sus grandes predecesores escoceses e ingleses. Es cierto que en Hegel no hay vestigios de la «torpe» apertura y la circularidad un tanto ingenua de Adam Smith. Sin embargo, en su filosofía se reproducen, en el nivel de abstracción más elevado, las mismas determinaciones y contradicciones del horizonte restrictivo del capital. En verdad, es en el terreno sublimizado y transustanciado de la Lógica hegeliana donde quizá las mismas contradicciones y la circularidad concomitante son reproducidas más impactantemente que en cualquier otro lugar. Así, como resultado de las ingenuas transformaciones filosóficas de Hegel, la circularidad socialmente ineludible del punto de vista de la economía política es elevada al estatus de principio absolutamente sublime de «ciencia» y adoptada conscientemente como el punto de articulación de todo el sistema. En palabras del propio Hegel: La Idea Absoluta es el único objeto y contenido de la filosofía, ya que contiene toda determinación, y su esencia es regresar a sí misma a través de su 71

autodeterminación o particularización, tiene varias fases. (…) la mediación toma su curso a través de la determinación, y de regreso a su comienzo pasa por un contenido que es un Otro aparente, de manera tal que no sólo reconstituye el comienzo (como determinado, sin embargo), sino que el resultado igualmente es una determinación superada, y por consiguiente es la reconstitución de la primera indeterminación con la que el método comenzó. (…) Por razón de la naturaleza del método que ha sido demostrada, la ciencia es vista como un círculo que regresa sobre sí mismo, porque la mediación tuerce su fin hacia su comienzo o simple fundamento. Más aún, ese círculo constituye un círculo de círculos; porque cada miembro, estando inspirado por el método, es una introrreflexión que, al regresar al comienzo, resulta ser al mismo tiempo el comienzo de un nuevo miembro. (…) Así, la Lógica ha regresado también en la Idea Absoluta a su simple unidad que es su comienzo9.

NOTAS

1. Ver Carlos Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, Lawrence & Wishart, Londres, 1959, p. 152. 2. Carlos Marx, A Contribution to the Critique of Political Economy, Lawrence & Wishart, Londres, 1971, p. 21. 3. G.W.F. Hegel, Philosophy of Mind, Clarendon Press, Oxford, 1971, p. 64. 4. Para una penetrante historia del concepto de «particularidad», desde Kant y Schiller hasta mediados de la década de los 50 del siglo pasado, ver Georg Lukács, Über die Besonderheit als Kategorie der Aesthetik, Luchterhand, Nenwied, 1967. 5. J.-J, Rousseau, «A Discourse on Political Economy», en J.-J. Rousseau, The Social Contract y Discourses, Dent & Sons, Londres, 1958, pp. 236-237. 6. David Ricardo, On the Principles of Political Economy, p. 26. 7. C, Marx, Grundrisse, p. 687. 8. Ibíd., p. 330. 9. G.W.F. Hegel, Science of Logic, Allen & Unwin, Londres, 1929, Vol. 2, pp. 466-85.

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CAPÍTULO 4 LA DETERMINACIÓN NEGATIVA DE LA FILOSOFÍA Y LA TEORÍA SOCIAL

SUBSTANCIA, SUBJETIVIDAD Y LIBERTAD SPINOZA compendia de la manera más impactante la ineludible negatividad de las concepciones filosóficas que son representativas de la formación social del capital, e insistía en que omnis determinatio est negatio: «toda determinación es negación». No resulta en modo alguno sorprendente, entonces, que Hegel manifieste su entusiasta adhesión a ese principio y elogie la aseveración de Spinoza como «una proposición de infinita importancia»1. En algunos respectos el enfoque general de Spinoza es, por supuesto, un anatema para Hegel. Situado en una fase muy anterior del desarrollo histórico —con sus tentaciones a concebir soluciones más ingenuas de las que parecen resultarle aceptables a Hegel, en vista de la gran agitación social de la Revolución Francesa y su secuela dramática—, Spinoza tiene que ser criticado desde el punto de vista de la propuesta superación hegeliana de la «objetividad inerte». Porque, según Hegel, con Spinoza, la Substancia y su unidad absoluta tienen la forma de una unidad inerte, es decir, no automediada: en una rigidez en la que el concepto de la unidad negativa del yo (la Subjetividad) aún no ha hallado un lugar2.

Lo que Hegel trata de hacer, entonces, es extender radicalmente el principio de negatividad «infinitamente importante» de Spinoza, tanto en dirección a lo «absoluto» como hacia la «subjetividad», la «personalidad» y la «individuación». Insiste en que «Spinoza no va más allá de la negación como determinabilidad o cualidad para reconocerla como negación absoluta, es decir autonegadora» y, más aún, en que en la filosofía de Spinoza «la Substancia carece del principio de personalidad»3. 73

En concordancia, Hegel quiere remediar lo que él considera son los defectos del sistema de Spinoza empujando el concepto de mónada de Leibniz hasta sus límites absolutos, al definirlo de manera radicalmente negativa con el fin de poder derivar de él el «principio de individuación» igualmente negativo. Y quiere hacerlo de tal manera que tanto la mónada definida negativamente como el principio de individuación sean «elevados al rango de conceptos especulativos»4. En las raíces de la crítica que Hegel le hace a Spinoza, encontramos la preocupación hegeliana por la «superación» en el espíritu de su «círculo de círculos», que estipula un «regreso al comienzo», como lo vimos en la nota 9 del capítulo precedente. Es por eso que la solución de Spinoza tiene que ser encontrada defectuosa. Como lo plantea Hegel: La exposición de Spinoza de lo Absoluto es completa en cuanto que comienza con lo Absoluto, prosigue con el Atributo y termina con el Modo, pero a estos tres se les enumera uno tras otro sin ninguna secuencia de desarrollo interna, y el tercer término no constituye una negación como negación, no es una negación negativamente autorrelacionante: si lo fuese, sería por sí misma un regreso a la identidad inicial, y esa identidad sería una verdadera identidad. Por lo tanto está faltando la necesidad del avance de lo Absoluto hacia la inesencialidad, así como su disolución, en y para sí, en identidad5.

La «secuencia de desarrollo interna» postulada por Hegel es tal que produce, a través de su «negación negativamente autorrelacionadora», la «superación» de la Substancia (y con ello la superación de las contradicciones de contenido manifiestas en la «oscuridad de la causalidad») mediante «algo más elevado: la Noción, el Sujeto»6. Así, la «consumación de la Substancia» hegeliana7 en la «génesis de la Noción»8 pretende refutar el sistema de Spinoza y superar la «objetividad inerte» y la «rigidez» de la Substancia (el mundo de la necesidad en términos de la filosofía hegeliana), abriendo «el reino de la Libertad»: La relación de la Substancialidad, considerada únicamente en y para sí, conduce a lo opuesto, la Noción. (…) La unicidad de la Substancia es su relación de Necesidad, pero dado que ésta es tan sólo Necesidad interna, y se autoplantea a través del momento de la negatividad absoluta, se convierte en identidad puesta de manifiesto o planteada, y, en consecuencia, en Libertad,

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que es la identidad de la Noción. (…) En la Noción, por consiguiente, ha quedado abierto el reino de la Libertad. La Noción es lo libre porque es la identidad que es en y para sí y que constituye la necesidad de la Substancia, y simultáneamente existe como superada o como postulación, y esa postulación, como autorrelacionadora constituye precisamente dicha identidad. La oscuridad en la que cada una de las substancias que están en la Relación de Causalidad se planta ante la otra se ha desvanecido, porque la originalidad de su persistencia individual ha pasado a ser postulación, y convertida así en claridad transparente. El hecho original es éste de ser sólo su propia causa, y esta es Substancia que, al haber conquistado la Libertad, se ha convertido en Noción9.

De esa manera, la Substancia —y la «necesidad de la Substancia»— se ven transubstanciadas en la Libertad, gracias al «reconocimiento de la negación como negación absoluta» y a concebir al «tercer término» como «negación negativamente autorrelacionadora». Y como la negatividad abstracta de la seudomediación especulativa «tuerce su fin hacia su comienzo» (para completar así su «círculo de círculos»), se nos ofrece un sistema que «cancela» idealistamente las contradicciones del mundo real en el ficticio «reino de la libertad» de la Noción, mientras en realidad lo deja todo igual que antes. Un sistema que legitima al orden establecido predicando que «lo que es racional es real y lo que es real es racional»10, y que la falsa positividad sacada de la «negación de la negación», con su principio abiertamente propugnado de la «conciliación con el presente», representa la sola y única síntesis válida de la sustantividad «comprehendida», la libertad subjetiva, la universalidad (como opuesta a la «particularidad»), la necesidad (en oposición a la «accidentalidad»), y el «absoluto existente»11.

EL ASPECTO POSITIVO DE LA NEGACIÓN CRÍTICA Y NO obstante, no resulta ser de importancia menor que muchos representantes de la tradición filosófica que estamos discutiendo definan autoconcientemente su propia posición como crítica. Ni tampoco habría que concluir que tal pretensión —en vista de las contradicciones y los intereses ideológicos asociados con ellos— no debería ser tomada en serio. 75

En verdad, la orientación negativa de su empresa —desde el intento crítico de la duda metódica cartesiana y la lucha de Bacon en contra de los «ídolos», pasando por el «giro copernicano» programático de la «filosofía crítica» de Kant y la «negación negativamente autorrelacionadora» de Hegel, hasta llegar a la «teoría crítica» en el pasado reciente— contiene un momento genuinamente crítico que apunta a la transformación del objeto de su crítica, si bien solamente dentro de los horizontes conceptuales e ideológicos bien demarcados de las teorías involucradas. Porque, en concordancia con la dinámica de las complejas determinaciones en las raíces de las concepciones teóricas representativas, los límites negativos de todos los enfoques, sin importar cuán marcados, constituyen simultáneamente también sus fronteras positivas (es decir, sus márgenes para la acción objetivamente circunscritos), dentro de los cuales se vuelven factibles determinados logros. Por consiguiente, hasta la definición negativa —y en definitiva apologética/eternizadora— de «naturaleza humana» y «egoísta» tiene una función positiva limitada en su contexto original. Porque en su escenario social históricamente específico, esa concepción de la naturaleza humana promueve la formulación de varias teorías del «egoísmo racional», con su potencial liberador en contraposición a la «irracionalidad» paralizadora del viejo orden religiosamente consagrado. (De manera característica, sin embargo, la situación se ve invertida por completo en una etapa posterior del desarrollo histórico, y las pretendidas determinaciones de la «naturaleza humana» son utilizadas en la filosofía y la teoría social para excluir toda crítica sustantiva del orden establecido.) De igual manera, mientras los «Derechos del Hombre», en su abstracta negatividad12 resultan ser no mucho más que retórica vacía en la sociedad burguesa realizada a plenitud —y como tal los pone en la picota la caracterización de Anatole France según la cual «igualitariamente les prohíbe a todos dormir bajo los puentes», independientemente de quien sea el que realmente necesite permitirse semejantes lujos—, respecto a su postulada validez universal representan algo potencialmente más significativo, mucho más allá de su interés original y su limitado marco de referencia. Naturalmente, no tiene nada de accidental que los Derechos del Hombre se vean vaciados de su significado original en cuanto se implementa en la 76

práctica el «reino de la Razón» del capital. Porque la «universalidad», como su presunto principio guía, aunque sólo se la defina negativamente, es totalmente incompatible con la insalvable parcialidad de las relaciones explotadoras sobre las que está construido el orden social establecido. Sin embargo, también existe una dimensión positiva en esa concepción, aunque deba asumir una forma extremadamente paradójica bajo las circunstancias. Porque precisamente en su postulada (mas nunca implementada) universalidad —que ni ellos no pueden ni abandonar ni cumplir dentro del marco del sistema social establecido, con referencia a una esfera legal que depende estrictamente de su fundamento moral perverso— los Derechos del Hombre prevén objetivamente, como condición para su realización, la necesidad de ir más allá tanto de su base material restrictiva como de su marco institucional estatal correspondientemente estrecho. Y así como Marx puede desentrañar la verdadera dimensión crítica de la dialéctica hegeliana de su envoltura conservadora y darle un uso emancipador, del mismo modo la concepción socialista de los derechos humanos sigue siendo un rasgo obligado de todo el período de transición. Lo continuará siendo durante toda la duración del período, de hecho, hasta tanto el marco constreñidor, y la «universalidad formal» predominantemente negativa, de la legalidad como tal no sean superados progresivamente por los procesos sustantivos e inherentemente positivos de la propia vida social regulada a conciencia.

LA CUANTIFICACIÓN DE LA CALIDAD Y LA LEY DE LA MEDIDA A FIN de cuentas, sin embargo, las fronteras de la negatividad crítica y la «negación de la negación» no llegan muy lejos. Porque ellas representan simultáneamente también los límites intraspasables del horizonte social compartidos por los pensadores que nos ocupan. El sagaz pero en definitiva fracasado intento de Hegel de descifrar el significado de «Medida» ilustra bien ese aspecto. Su punto de partida es la aseveración de que Cuando está más desarrollada y reflejada, la Medida se convierte en Necesidad; (…) «El Absoluto, o Dios, es la Medida de todas las cosas»

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constituye una definición no más fuertemente panteísta sino infinitamente más verdadera que la de «el Absoluto, o Dios, es el Ser». La medida es en verdad una vía o manera externa, un más o menos, pero está reflejada también en sí misma, y es una determinabilidad no meramente independiente y externa, sino existente en sí misma. Es, entonces, la verdad concreta del Ser [el énfasis es de Hegel]; y, por consiguiente, la humanidad ha reverenciado en la Medida algo inviolable y sagrado. La idea de Esencia ya está contenida en la Medida; es decir que es idéntica a sí misma en la inmediatez de la determinabilidad, de modo que esa autoidentificación reduce la inmediatez a un mediato, y también ese mediato es mediado sólo a través de su externidad; pero es automediación; es la reflexión cuyas determinaciones son, pero, siendo así, existe sólo en momentos de su unidad negativa. En la Medida lo cualitativo es cuantitativo: la determinabilidad o diferencia es indiferente, y, por ende, la diferencia no es diferencia, es trascendida, y esto cuantitativamente; un retorno al sí mismo, donde ella existe como lo cualitativo, constituye el Ser-en-y-para-Sí, que es la Esencia13.

Significativamente, sin embargo, en una sociedad dominada por la conversión en mercancía cuantificadora de todas las cualidades (hasta las más impensables, incluido el aire puro y las obras de arte únicas) —y por consiguiente por la absoluta tiranía del «patrón general» y la «Medida exterior» de todo (el dinero)— como lo es la sociedad capitalista, Hegel es incapaz de captar las determinaciones subyacentes y las leyes objetivas en acción. Termina, en cambio, con seudoexplicaciones escépticas, superficiales y arbitrariamente estipuladas como soluciones que caen muy por debajo del nivel de su penetrante diagnóstico del problema mismo: Resulta (…) tonto hablar de un patrón natural de las cosas. Más aún, un patrón general está designado a servir solamente para la comparación externa; y en su significado más superficial, en el que se le toma como Medida General, resulta absolutamente indiferente lo que se utilice como medición. No se busca que sea una Medida fundamental, lo que significaría que estaría representada en las Medidas naturales de las cosas particulares y, por ende, de acuerdo con la Regla, se les reconocería como especificaciones de una Medida universal, la Medida de su cuerpo universal. Pero sin ese significado un patrón absoluto resulta interesante y significativo sólo en cuanto sea común para todos, y ese elemento en común no es universal en sí mismo, sino sólo por convención14. 78

En cuanto a por qué la convención en cuestión surge sobre la fundamentación material del capital y domina el metabolismo social con su «ley férrea», a pesar de ser aparentemente tan sólo una «convención», continúa siendo un completo misterio; como en verdad tiene que serlo para todos los que ven el mundo desde el punto de vista de la economía política y la individualidad aislada. El poder míticamente autoexplicador de la «convención» es asumido meramente como el límite absoluto en el cual todo cuestionamiento ulterior debe detenerse, al igual que la «astucia de la Razón» es asumida en otros lugares clave como el misterioso recurso explicatorio cuya función es hacer entendible cómo podrían y deberían la multiplicidad caótica y la «infinita variedad» de las interacciones individuales resultar en el desenvolvimiento estrictamente legítimo del desarrollo histórico15. Así, los límites estipulados de la inteligibilidad filosófica —falseadamente representados como los límites definitivos de la propia razón humana— constituyen, de hecho, las premisas prácticas aceptadas incondicionalmente de la «sociedad civil» capitalista, concebidas como las depositarias de los intercambios individuales congregadores. Inevitablemente, ese modelo de «sociedad civil» intrínsecamente —e inalterablemente— individualista convierte a las determinaciones objetivas de la interacción social en problemas irremisiblemente elusivos. Por eso hasta el gran dialéctico Hegel tiene que optar por la seudoexplicación circular de la medida como «convención», manteniendo —en concordancia con el punto de vista de la economía política del capital, a la que le es imposible reconocer la explosiva dinámica de las relaciones de clase antagónicas, y mucho menos contemplarlas como el marco explicatorio general del desarrollo sociohistórico— que en la sociedad civil desarrollada, las congregaciones de individuos pertenecientes a diferentes oficios están relacionadas entre así de alguna manera, pero eso no genera ni leyes de Medida ni formas peculiares de ésta16.

Sin duda, si la sociedad estuviese constituida realmente sobre el basamento más o menos accidental de «congregaciones de individuos pertenecientes a diferentes oficios» (a los que ellos, según reza la leyenda, podrían ingresar o abandonar libremente), no podría existir ninguna ley de la medida objetiva en cuyos términos se regulasen sus prácticas productivas y distributivas. En ese caso la única solución concebible sería la 79

planificación consciente de la vida social como totalidad por parte de los individuos involucrados. Ello, a su vez, está sin embargo descartado a priori por las presuposiciones individualistas de la teoría que estipula la obligada fragmentación de la «sociedad civil» por la fuerza centrífuga de sus miembros incorregiblemente orientados hacia sí mismos. (De aquí la necesidad conceptual en el sistema hegeliano —y en modo alguno exclusivamente en el hegeliano— de la desconcertante intervención de la «astucia de la Razón». Porque ésta proporciona, traídas desde la parte trasera del escenario histórico, las requeridas panorámica totalizadora, providencia y racionalidad global, mientras se preserva el sistema de la «sociedad civil» burguesa en su estado establecido —con toda su anarquía, irracionalidad, fragmentación y contradicciones— en correspondencia misteriosa con su propio designio oculto, complementando y remediando así, convenientemente, la sugerencia gratuita de la «convención» en lo que respecta a la medida reguladora). Sin embargo, lo que necesariamente les está faltando a todas esas concepciones es precisamente una relación adecuada de las determinaciones estructurales del orden establecido. Un orden sociohistórico específico que asigna atrabiliariamente a la totalidad de los individuos no sólo a los «diferentes oficios», sino a posiciones de supra y subordinación articuladas materialmente y salvaguardadas legalmente —es decir, entrelazando estrechamente las relaciones de clase de dominación y dependencia— en la jerarquía social prevaleciente. Más aún, puesto que en realidad los individuos están asignados desde el momento de su nacimiento a clases en particular —de lo que se desprende que necesariamente están sometidos a determinaciones de clase duales, por una parte, a los requerimientos objetivos implícitos en la pertenencia a su propia clase y, por la otra, a las inevitables restricciones que surgen de las interacciones antagónicas de las clases que compiten entre ellas—, el burdo apriorismo práctico que regula esos procesos, sobre la base de las relaciones de poder materiales históricamente constituidas, está en el contraste más abierto posible con la concepción individualista de la «sociedad civil» y su estado idealizado, en el cual es el mérito lo único que les asigna su lugar legítimo a los guardianes del orden dominante en la ficticia «clase universal», destinada a salvaguardar los «intereses universales» de la sociedad. 80

Además, mientras tal concepción político-economista de la sociedad civil «desarrollada» —que se espera permanecerá con nosotros para siempre, puesto que se dice que constituye a la sociedad civil como «desarrollada a su plena suficiencia con su concepto»— no puede producir, ciertamente, «leyes de medida ni formas peculiares de ella». La sociedad real en la que nos toca vivir, erigida sobre la base material de la subordinación estructural del trabajo al capital, funciona, no mediante alguna «convención» de congregaciones de individuos aislados, sino sobre la presuposición de, y en concordancia con, las determinaciones objetivas de la ley del valor. Y esta última regula con suma eficiencia, por medio de su ubicua medida cosificadora, no sólo los amplios parámetros estructurales de dominación y subordinación, sino incluso el más mínimo detalle del metabolismo social.

LO que es necesario subrayar aquí es que la «ilusión de la Ilustración» respecto a los intercambios sociales del orden social idealizado, determinados por la Razón y basados en un contrato, manifiesta en las explicaciones menos plausibles de siglos de pensamiento burgués —desde el «acuerdo tácito» de Locke a la concepción del contrato social de Kant como la «idea reguladora de la Razón», y desde la «Voluntad General» de Rousseau a la caracterización hegeliana de la medida como «convención»: todas desprovistas por completo de partes contratantes reconocibles para el «acuerdo» filosóficamente hipostatizado— no constituye la causa de tales descarrilamientos conceptuales sino, antes bien, la obligada consecuencia de las determinaciones ideológicas subyacentes. Porque el tabú absoluto, aunque inconsciente, que tiene que prevalecer contra toda otra posibilidad de reconocimiento del carácter incorregiblemente explotador e inhumano de los conjuntos de relaciones sociales idealizados, halla su apropiada racionalización en los postulados abstractos de una «Razón» totalmente carente de poder. La negatividad inherente del mecanismo racionalizador asume a menudo la forma seudopositiva de algún «deber ser». Y aunque el modo de funcionamiento real de la «sociedad civil» idealizada demuestra a las claras que la negatividad abstracta del «deber ser correctivo» de la Razón es

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absolutamente impotente respecto a las tareas que está llamada a cumplir, ello no menoscaba en lo absoluto su función racionalizadora. Porque ahora los postulados metodológicos de la individualidad aislada acuden al rescate, culpando nada más a los individuos monádicos/atomistas por su fracaso subjetivo para «escuchar la voz de la Razón», exonerando así, a priori, de toda culpa concebible a las determinaciones estructurales objetivas del orden social existente.

LAS «MEDIACIONES DE LA MEDIACIÓN» DE SEGUNDO ORDEN Y EL TRIUNFO DE LA NEGATIVIDAD

DA la medida del genio de Hegel el que él intente desentrañar el enredado problema de la medida, tanto en términos de su carácter reductor como inseparablemente vinculado con las complejidades de la mediación, como hemos visto antes. Sin embargo, trastabilla como resultado de su propio reduccionismo ideológicamente condicionado. Porque, precisamente porque las leyes objetivas de la sociedad de la mercancía, dividida internamente, no pueden ser identificadas en su especificidad sociohistórica por alguien que comparta el punto de vista de la economía política del capital, lo único que permanece visible para Hegel es el esqueleto lógico abstracto de la mediación. La determinación (y la utilidad) ideológica de esa manera de conceptuar los problemas sobre el tapete queda en claro cuando, gracias a la reducción de las grandes complejidades materiales de la mediación (tal y como se manifiestan en la vida real) a su esqueleto lógico abstracto, Hegel es capaz de transubstanciar hechos empíricos —y contradicciones sociales inconciliables— en axiomas lógico-metafísicos, privando así a priori a estos últimos de su poder objetivo y su definitiva explosividad. Lo que nos interesa directamente en este contexto es el hecho de que las mediaciones capitalistas —que operan en conjunción con la ley objetiva del valor y su medida cosificadora— no sólo son «mediaciones» recíprocamente convenientes, que se corresponden con algún contenido socialmente neutral. Y mucho menos podrían ellas ser idealmente subsumidas bajo los axiomas lógico-metafísicos de un silogismo abstracto.

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En realidad, la perogrullesca facticidad de las mediaciones capitalistas ya no puede ser eliminada de las elaboraciones ideológicas que ofrece la filosofía de Hegel. Porque en su abrumadora facticidad resulta que ellas constituyen las mediaciones de segundo orden, prácticamente/naturalmente dominantes, del CAPITAL, el INTERCAMBIO y la DIVISIÓN SOCIAL DEL TRABAJO estructural/jerárquica. Y eso establece la diferencia. Porque como tales, esas mediaciones de segundo orden fatalmente se imponen, en términos de sus determinaciones e imperativos alienados autopropulsados, sobre la mediación primaria entre los seres humanos y la naturaleza que tiene lugar a través de la actividad productiva esencial. Es la necesaria evasión conceptual de esa «mediación de la mediación» práctica perversa, y en definitiva autodestructiva, la que trae consigo el reduccionismo y la abstracción hegelianos a partir de la determinabilidad no eternizable de su forma histórica establecida, sin importar su ilegitimidad penosamente obvia (que Marx compara con la «inexorabilidad de una ley natural»). De aquí la falsa polaridad de la «medida natural», por una parte, y «la convención surgida de las libres deliberaciones de las congregaciones de individuos en la sociedad civil», por la otra (y por la cual opta el propio Hegel), cuando en la realidad las «mediaciones de la mediación» de segundo orden, que poco tienen de naturales y mucho de objetivas, les imponen su propio patrón y medida a todos los miembros de la sociedad de la mercancía.

DEBIDO a la necesaria evasión de las contradicciones insolubles de las mediaciones de segundo orden capitalistas, así como de las deficiencias resultantes del concepto de mediación en general (compartido por la totalidad de esa tradición filosófica), la negatividad prevalece en todos los niveles y bajo las formas más diversas de la pretendida «positividad». Ciertamente, dado que la aceptación incondicional de las mediaciones de segundo orden inherentemente negativas, deshumanizadoras y destructivas constituye la premisa fundamental y el núcleo estructurante de todo ese pensamiento, las relaciones reales de negatividad y positividad pueden ser invertidas con facilidad en las deducciones filosóficas cuyos supuestos ideológicos conscientes o inconscientes permanecen profundamente ocultos a la vista. 83

Así, no sólo se nos ofrece la seudopositividad del «deber ser» impotente ya mencionado, ni en verdad simplemente las pretensiones positivas del «poco a poco» de la «ingeniería social por cuentagotas» (cuya substancia real no es otra que la negación apriorística, y absolutamente afanosa, de la posibilidad de cambios importantes que puedan socavar el marco estructural de mediaciones de segundo orden establecido), sino hasta las más extrañas inversiones conceptuales que, irónicamente, tienden a oscurecer y destruir los logros teóricos reales de los filósofos involucrados. Al respecto basta pensar de nuevo en Hegel, que «ve tan sólo el lado positivo del trabajo y no el negativo»17. Y, por supuesto, no puede ver la negatividad deshumanizadora del trabajo bajo el dominio del capital, precisamente porque las mediaciones de segundo orden del sistema social establecido constituyen para él el horizonte absoluto de la vida humana como tal. En concordancia, el esqueleto lógico abstracto de la «mediación» eterna tiene que reemplazar en su visión la especificidad histórica tangible —y potencialmente alterable— de las mediaciones de segundo orden alienadas, con serias consecuencias para su monumental empresa teórica en su conjunto. Porque la abstracción idealista a partir de las determinaciones reales (que ayuda también a producir la inversión radical de lo positivo y lo negativo) trae consigo: a) que en su esquema de las cosas la dinámica histórica en marcha se vea encerrada arbitrariamente en la prisión eterna de la alienación definida metafísicamente; y b) que su propio logro en la identificación del papel crucial del trabajo como la clave para entender el desarrollo humano en general —una de las percepciones más fundamentales de toda la historia de la filosofía— resulte por ello muy disminuido. Así, Hegel tiene que conceptuar al trabajo de una manera extremadamente unilateral, a fin de amoldarse a la preconcepción «positiva», perdiendo al mismo tiempo gran parte de su poder explicatorio gracias a la inversión apologética y al quedar confinado al campo de la abstracción filosófica. Es por eso que en el universo del discurso hegeliano El trabajo es el hombre que llega a ser para sí dentro de la alienación, o sea el hombre alienado. El único trabajo que Hegel conoce y reconoce es el tra-

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bajo abstractamente mental. Por consiguiente, Hegel capta como su esencia lo que constituye la esencia de su filosofía: la alienación del hombre en su conocimiento de sí mismo, o la ciencia alienada que se piensa a sí misma18.

Como resultado, una idea de muy grandes implicaciones prácticas queda restringida a una estrecha esfera contemplativa. Al mismo tiempo, una concepción potencialmente emancipadora se ve convertida en oscura autorreferencialidad y total mistificación.

FUNCIÓN CONCILIADORA DE «LA NEGATIVIDAD COMO CONTRADICCIÓN QUE SE SUPERA A SÍ MISMA» COMO podemos ver, en las raíces de la determinación negativa de la filosofía y la teoría social —en general prevaleciente desde hace siglos— encontramos la identificación más o menos consciente de los pensadores que se ocupan de los parámetros estructurales fundamentales y las mediaciones de segundo orden de la «sociedad civil» dividida en clases y su formación de Estado. Dado que el marco general del orden dominante es asumido como el basamento necesario de la vida social en general, y se le «eterniza» como tal, resulta inconcebible el surgimiento de la visión inherentemente positiva de construir un orden social nuevo y cualitativamente diferente. La única crítica admisible es la formulación de correctivos parciales, respecto a las operaciones materiales de la sociedad de mercado y el ejercicio «obstaculizador» del poder del Estado o, por el contrario, en relación con la clase subordinada que no obstaculiza lo suficiente ni con eficiencia. En consecuencia, como antes mencionamos, en este marco de ideas no puede existir ninguna posibilidad real de positividad, puesto que dentro de los confines de sus presuposiciones generales éste tan sólo puede ofrecer, o bien la seudopositividad de la inversión apologética —por ejemplo el «positivismo incondicional» hegeliano vis-à-vis la «racionalidad» del orden dominante, sin importar sus contradicciones—, o bien la definición de positividad como la «negación de la negación», una fórmula problemáticamente expandida más allá de su validez.

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Podemos identificar claramente esas interconexiones en un importante pasaje de la Ciencia de la lógica de Hegel. Éste aborda algunos de los puntos más espinosos de la filosofía moderna en los siguientes términos: La autorrelación de lo negativo debe ser considerada como la segunda premisa de todo el silogismo. (…) La primera premisa es el momento de la universalidad y la comunicación; la segunda está determinada por la individualidad, que al principio constituye una relación exclusiva con el Otro, como existente para sí y como diferente. Lo negativo se presenta como mediador, puesto que incluye tanto a sí mismo como al término inmediato del cual él es la negación. Por cuanto se toma que esas dos determinaciones están relacionadas externamente de alguna manera, el momento negativo es meramente el elemento mediador formal, pero como negatividad absoluta el momento negativo de la mediación absoluta constituye esa unidad que es la subjetividad y el alma. En este punto crucial la trayectoria de la cognición también se devuelve hacia sí misma. Esa negatividad, como contradicción que se autosupera, es la reconstitución de la inmediatez inicial, o la simple universalidad; porque, inmediatamente, el Otro del Otro y lo negativo de lo negativo es lo positivo idéntico, y universal. (…) Para nosotros la Noción misma es (1) lo universal que es el en sí; (2) lo negativo que es el para sí; y (3) el tercer término, que es el en y el para sí, lo universal que recorre todos los momentos del silogismo. Pero el tercer término es la conclusión, que se media a sí misma consigo misma a través de su negatividad, y por consiguiente es planteada para sí como lo universal y la identidad de sus movimientos19.

Así, la «autorrelación de lo negativo» domina toda la concepción. Primero, porque tiene que definir la «individualidad» en términos negativos totalmente vacuos, ya que su definición positiva factible —el individuo social que está hecho de y es a la vez el cohacedor activo de, una multiplicidad de determinaciones sociales/interpersonales tangibles— resulta radicalmente incompatible con el punto de vista de la individualidad aislada. Y segundo, porque debe atribuirle a ese «momento de individualidad» —es decir, para Hegel la segunda premisa o el «para-sí», en su negación abstracta de la primera premisa de la universalidad o el «en-sí»—

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el poder místico de «autoincluirse» en la nada de su «sí mismo» e incluir también al objeto de su negación, asumiendo así el papel clave de un «mediador» que es simultáneamente también la «conclusión». Como resultado, se nos ofrece la mera apariencia de una positividad concluyente, en forma de la aseveración según la cual el «Otro del Otro y lo negativo de lo negativo es lo positivo idéntico y universal».

PARA comprender el significado oculto de ese opaco silogismo, debemos atender a lo que se ha dejado de decir en el curso de la elaboración del «círculo de círculos» hegeliano. Porque de hecho lo negativo como «mediador» está condenado desde el comienzo mismo a la futilidad de la prosecución de una tarea imposible, en el sentido de que —como Marx lo subrayó acertadamente— los extremos y opuestos reales no pueden ser mediados y llevados a un común denominador, en vista de sus determinaciones más profundas que contraponen entre sí sus pretensiones mutuamente exclusivas. En consecuencia, en relación con los extremos reales el programa de la mediación no puede equivaler más que a ceremonialidad vacía de algún postulado imaginario. En verdad, sin embargo, a Hegel no le interesa la remoción de las contradicciones sino, por el contrario, su preservación conciliadora. Y puesto que las contradicciones del presente (con las cuales él quiere explícitamente hacer las paces, elevando el «deber ser» de la conciliación renunciadora a la dignidad de los principios filosóficos más altos, como ya lo vimos), son inseparables de las mediaciones de segundo orden de la realidad social establecida evadidas, en el sistema hegeliano ha de ocurrir una inversión radical de los conjuntos de relaciones reales. Como resultado, Hegel tiene que reducir el mundo real de las mediaciones cosificadas a su esqueleto lógico atemporal y presentarlo como el mediador mágico de todas las contradicciones, gracias a la hipostatización de su negatividad abstracta «como contradicción que se supera a sí misma y reconstitución de la inmediatez inicial». Así, al subordinar la percepción misma del problema a su propensión (o impropensión) a la mediación lógico-metafísica estipulada y la «negación reconstituyente», las mediaciones de segundo orden intrínsecamente 87

contradictorias del orden social establecido desaparecen por entero de la vista. Porque el centro regulador y solución anticipada, en términos del cual hay que evaluarlo todo, no puede al mismo tiempo cuestionar de manera crítica sus propias credenciales. Actúa, en cambio, como el prisma de refracción a través del cual se ve y se evalúa el mundo, mientras él mismo escapa a priori de toda revisión, sin importar lo distorsionado de su funcionamiento. De esa manera, la perversa «realidad racional» del sistema de relaciones prevaleciente no sólo no puede ser sometida a examen crítico sino, en su forma abstractamente transubstanciada, se torna en la obligada presuposición de todo cuestionamiento factible. Inevitablemente, la reducción de las mediaciones reales históricamente específicas (repletas de las contradicciones sociales de las mediaciones de segundo orden del capital) a su esqueleto lógico carente de contenido y atemporal, significa también que el «momento negativo» de la mediación no puede ser otro que el «elemento mediador meramente formal». Para zafarse de la total vacuidad de semejante formalismo, Hegel propone una solución ingeniosa pero puramente semántica —estableciendo la tendencia incluso en ese respecto para la filosofía moderna—, rebautizando sus términos de referencia claves como «negatividad absoluta» y «mediación absoluta». Y puesto que, sin embargo, esas categorías no se pueden hacer derivar de la constitución original de su Absoluto, hay que imputárselas a «la subjetividad y el alma», a fin de producir, con su ayuda, tanto «el avance de lo Absoluto hacia la inesencialidad» como su «regreso a la identidad inicial como identidad auténtica», pretendiendo superar así el presunto fracaso de Spinoza. De esa manera, la reducción formalista de la mediación —que produjo el momento negativo como «meramente el elemento mediador formal»— es revertida, por así decirlo, en el sentido de que el «contenido» reaparece en el cuadro como substantividad redefinida y nueva modalidad de «mediación absoluta», inherente a la postulada unidad del Sujeto. Sin embargo, no existe peligro de contaminación histórica (y mucho menos de las implicaciones de una potencial desestabilización social) en tal determinación del concepto, puesto que no guarda ninguna relación con las mediaciones de segundo orden del mundo real identificables.

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La «mediación absoluta» del Sujeto sólo puede producir lo que se espera de ella, a saber, el «avance de lo Absoluto hacia la inesencialidad» y su «regreso a la auténtica identidad consigo misma» a través del establecimiento de la «identidad de sus momentos», gracias a la «negación reconstituyente» de la «negación absoluta» como «negación que se relaciona negativamente consigo misma».

PODEMOS ver, así, que la pretendida «positividad concluyente» constituye una falsa apariencia. Porque desde el comienzo mismo se le asumió como el final absoluto al que hay que regresar a fin de completar el «círculo de círculos». La reducción formalista de las mediaciones reales a su esqueleto lógico, la transubstanciación estipuladora de éste a «mediación absoluta», el papel clave asignado a los conceptos de «negación absoluta» y «negación que se relaciona negativamente consigo misma», la problemática mistificadora del Sujeto y Objeto idénticos mediante la cual el «avance de lo Absoluto hacia la inesencialidad» y su subsiguiente «regreso a la autoidentidad auténtica» se pueden cumplir, y los postulados de «unidad y universalidad» que imaginariamente superan la parcialidad: todos éstos son aspectos vitales de una concepción que produce la «positividad conclusiva» sobre la base de su presuposición apriorística». Propone incluso la «superación de la alienación» presentando la visión de una «segunda alienación de la existencia alienada» —puramente imaginaria— (a través de la experiencia religiosa) que, no obstante, decreta simultáneamente la permanencia absoluta de la alienación real en virtud de la estipulada identidad de los conceptos de alienación y objetización. Así, la positividad pretendidamente conclusiva del «Otro del Otro» y lo «negativo de lo negativo» —que se han de cumplir, según el gran filósofo alemán, mediante la «mediación absoluta» y la «negación absoluta» del Sujeto— resulta ser la presuposición circular y la glorificación de la falsa positividad de lo existente. Es por eso que la determinación negativa de las categorías filosóficas —y, sobre todo, la categoría de mediación— tiene que asumir esa función metodológica tan importante en el marco conceptual hegeliano. 89

LA NEGATIVIDAD EN SARTRE Y MARCUSE: DEPENDENCIA DEL DISCURSO IDEOLÓGICAMENTE DOMINANTE

EL último siglo y medio de desarrollo filosófico no cambió esas determinaciones para bien. Por el contrario, las extremó aún más en su negatividad. La filosofía de Heidegger, con el carácter ilimitado de su «negación nihiladora», constituye un ejemplo representativo en ese respecto. Lo que hace aún peores las cosas, sin embargo, es que a menudo hasta los filósofos que tratan de oponerse al orden establecido —y no nada más que en materias de importancia marginal— quedan atrapados dentro de la abrumadora negatividad del discurso ideológicamente dominante. Ello es cierto no sólo en relación con el Sartre existencialista, sino también con el «marxisante», como más tarde se describió a sí mismo. En ese sentido, la síntesis existencialista de El ser y la nada en la revisión para ese momento todavía altamente favorable de Merleau-Ponty, «es primero que todo una demostración de que el tema es la libertad, la ausencia y la negatividad»20. Pero incluso si consideramos la fase de desarrollo más positiva de Sartre —los años en que escribió la Crítica de la razón dialéctica— encontramos que la negatividad continúa siendo el principio orientador central de su filosofía. Para hacerlo aún más notorio, Sartre reconoce en Los problemas del método que a lo largo de su historia el papel del cartesianismo fue primordialmente negativo21. Y no obstante, cuando le toca articular su nueva síntesis filosófica, el propio Sartre es incapaz de escapar de esa misma situación indeseable. Porque si bien el «grupo de fusión» de la Critique representa una «estructura formal de la historia» esencialmente positivo a causa de su gran cohesión, dicha positividad se ve subsumida bajo dos órdenes de negatividad ineludibles. Por una parte, el «grupo de fusión» emerge tan sólo en respuesta a una amenaza mortal que sus miembros deben combatir o perecer ante ella. Y, por la otra —que en el contexto presente amerita mayor consideración— está condenado a una existencia estrictamente transitoria, puesto que no puede sostenerse como una estructura socialmente viable. Por el contrario, bajo la presión de su tendencia interna a recaer en la «serialidad» va siendo minado progresivamente, y ni siquiera sus medidas preventivas altamente cuestionables,

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ejercidas con la finalidad de prolongar su propia vida, logran evitar la desintegración definitiva.

EL caso de Marcuse resulta aún más paradójico y revelador. Porque él está muy lejos de quedar satisfecho con la «dialéctica negativa» de Adorno. No sólo en el sentido de que tiene mucha mejor disposición para con Hegel que para con su compañero de armas de la Escuela de Frankfurt sino, y sobre todo, porque trata provocadoramente de reafirmar la validez de la «utopía» como la radical contraimagen del orden social establecido al que condena en los términos más apasionados. De esa manera Marcuse insiste en que el «imperativo histórico» y el «imperativo moral» que él propugnaba, junto con el rechazo categórico de la positividad y «afirmación» cómplices constituyen subversión y negación: «no por la mera negación, sino para ‘salvar’ los valores humanos invalidados por la afirmación»22. Al mismo tiempo Marcuse afirma que el «imperativo moral» de su «imperativo revolucionario —opuesto al «imperativo tecnológico» prevaleciente23— constituye un «postulado empírico derivado de la muy banal (y absolutamente “no científica”) experimentación del sufrimiento innecesario»24. Sin embargo, aun si hacemos caso omiso de su dependencia —a veces directa, a veces indirecta— del discurso «antiideológico» dominante25, la solución de Marcuse resulta extremadamente problemática. Porque el rechazo utópico del presente —lo que él llama «El Gran Rechazo»26— resulta ser una «corrección» de Hegel desde una posición explícitamente kantiana, aseverando la validez de «un “deber ser” que se impone sobre el individuo en contra [destacado de Marcuse] de la inclinación, la necesidad personal, el interés»27. Dado el diagnóstico falso de Marcuse, que da por descontada la fatal «integración» de «probablemente la mayoría de la población»28, lo único que se mantiene como principio orientador de su filosofía es el imperativo abstracto del «surgimiento de un Sujeto nuevo»29. En ese espíritu decreta, en nombre del Sujeto nuevo hipostatizado: 91

la prioridad del factor subjetivo, el desplazamiento del potencial revolucionario de las viejas clases trabajadoras a grupos minoritarios de la intelligentsia y los empleados profesionales30.

Así, se nos presenta como solución una síntesis postulada de la que se dice es «la obra de una Subjetividad histórica supraindividual en el individuo —al igual que las categorías kantianas son la síntesis de un Ego transcendental en el Ego empírico»31—. Ciertamente, unas cuantas líneas más adelante se declara que «la construcción trascendental de la experiencia por Kant bien puede servir de modelo para la construcción histórica de la experiencia»32.

ES con esto en lo que terminamos ya en el momento en que Marcuse, todavía con ánimo optimista, ensalza el futuro «positivo» de su utopía cuyos horizontes él define en términos de «sublimación no represiva», y que se espera surgirá de los procesos del «arte desublimizador y el antiarte». No es de sorprender, entonces, que las expectativas frustradas con respecto al «Sujeto nuevo», encarnado en la «juventud militante de nuestros días»33, conduzcan a la desesperanza y el pesimismo totales de los últimos años de Marcuse —cuando, según él, «en la realidad triunfa el mal», y no le deja al individuo más que las «islas del bien a las que uno puede escapar por breves períodos de tiempo»34—. Porque la negatividad paralizadora del discurso teórico dominante no puede ser rota por estrategias modeladas sobre la seudoposibilidad de los imperativos y elaboraciones trascendentales kantianos, sino redefiniendo en términos inherentemente positivos —y también viables en la práctica— tanto el rumbo del viaje como la agencia social de la transformación radical propugnada. Tal redefinición tiene que ver sobre todo con la cuestión de la mediación. Resulta comprensible, entonces, que los críticos del orden dominante, como Sartre y Marcuse, deban rechazar la falsa positividad de la que la concepción de mediación de Hegel constituye un ejemplo característico. Sin embargo, el retorno a Kant que hallamos en los escritos de Sartre y Marcuse no puede resolver los problemas sobre el tapete. Por el contrario, su dependencia del «deber ser» kantiano sólo hace que su negación resulte más abstracta y genérica, con una tendencia a ignorar 92

el papel clave de la mediación socialmente efectiva en la generación del cambio estructural necesario.

NOTAS

1. G.W.F. Hegel, Hegel’s Science of Logic, George Allen and Unwin, Londres, 1929, Vol, 1, p. 125. 2. Ibíd., p. 266. 3. Ibíd., Vol 2, p. 168. 4. Ibíd., p. 171. Hegel argumenta que: «La carencia de introrreflexión que es común a la exposición de Spinoza de lo Absoluto y a la teoría de la emanación queda comprobada en el concepto de la mónada en Leibniz» (Ibíd., p. 170.). Elogia a Leibnitz por cuanto éste «le atribuye a las mónadas una cierta autocompletitud, una especie de independencia. (…) Constituye un concepto extremadamente importante el que los cambios de la mónada sean imaginados como acciones que no tienen pasividad, o como automanifestaciones, y que el principio de introrreflexión o individuación surja claramente como esencial» (Ibíd., p. 171). Sin embargo, quiere ir más allá de Leibniz en el sentido antes indicado: «Pero ahora la tarea sería hallar en el concepto de la mónada absoluta no sólo esa unidad de forma y contenido absoluta, sino también la naturaleza de la Reflexión como negatividad que se autorrelaciona, que es autorrepulsión, mediante la cual ella existe postulando y creando» (Ibíd.). Veremos de seguidas la conexión entre esa concepción de «postulando y creando» como «negatividad que se autorrelaciona» y «autorrepulsión» y los misterios insolubles de la «medida», que surgen del punto de vista hegeliano de la individualidad aislada, centrado en los «conglomerados de individuos» en la «sociedad civil desarrollada». 5. Ibíd., p. 170. 6. Ibíd., p. 214. 7. Ibíd. 8. Ibíd. 9. Ibíd., pp. 215-216. 10. Ibíd., p. 10. 11. «Reconocer a la razón como la rosa en la cruz del presente, y con ello disfrutar del presente, es ésa la percepción racional que nos concilia con lo real, la conciliación que 93

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23. 24.

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la filosofía les proporciona a aquellos en quienes alguna vez ha surgido una voz interior que los invita a comprehender, no sólo a residir en lo que es sustantivo mientras se conserva todavía la libertad subjetiva, sino además a poseer la libertad subjetiva mientras se está, no en algo en particular y accidental, sino en lo que existe absolutamente» (Ibíd., p. 12). Se ha argumentado con razón que en la tradición liberal «La defensa de la libertad consiste en la meta “negativa” de rechazar la interferencia. (…) Esa es la libertad tal y como la han concebido los liberales del mundo moderno desde los días de Erasmo (algunos dirán que de Occam) hasta los nuestros» (Isaiah Berlin, Two Concepts of Liberty, Clarendon Press, Oxford, 1958, p. 12). G.W.F. Hegel, Hegel’s Science of Logic, Vol. 1, pp. 347-348. Ibíd., p. 352. Kant tiene, por supuesto, su propia versión de la «Astucia de la Razón». Para una detallada discusión de esos problemas ver mi ensayo «Kant, Hegel, Marx: Historical Necessity and the Standpoint of Political Economy», publicado por primera vez en Philosophy, Ideology and Social Science, Harvester/Wheatsheaf, 1986. G.W.F. Hegel, ob. cit., Vol. 1, p. 350. C. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, Lawrence and Wishart, Londres, 1959, p. 152. Ibíd. C. Hegel, ob. cit., Vol. 2, pp. 478-480. Maurice Merleau-Ponty, «The Battle of Existentialism», en Sense and Non Sense, Nortwestern University Press, 1964, pp. 72-73. (Publicado originalmente en Les Temps Modernes, Nº 2, noviembre de 1945.) «El crítico racionalismo analítico de los grandes cartesianos los ha sobrevivido; nacido del conflicto, miraba hacia atrás para aclarar el conflicto. En la época en que la burguesía buscaba socavar las instituciones del ancien régime, atacó las significaciones obsoletas que trataban de justificarlas. Más tarde le prestó sus servicios al liberalismo, y les proporcionó una doctrina a los procedimientos que intentaban realizar la “atomización” del Proletariado. (…) En el caso del cartesianismo, la acción de la “filosofía” continúa siendo negativa; despeja el terreno, destruye, y capacita a los hombres, a través de las infinitas complejidades y particularismos del sistema feudal, a captar un destello de la universalidad abstracta de la propiedad burguesa». Jean-Paul Sartre, The Problem of Method, Methuen & Co., Londres, 1963, p. 5. Herbert Marcuse, «Freedom and the Historical Imperative» (conferencia dictada en el Rencontre Internationale de Ginebra, 1969). En Herbert Marcuse, Studies in Critical Philosophy, N.L.B., Londres, 1972, p. 216. Ibíd., p. 215. Ibíd., p. 216.

25. Marcuse, curiosamente, apunta hacia una «discusión no ideológica de la libertad» (Ibíd., p. 212) y poco después emplea el término con la misma connotación antiideológica genérica cuando hace la pregunta: «¿Significa esto que el imperativo de la historia impide la realización de la libertad en otra forma que no sea parcial, represiva, ideológica?» (Ibíd., p. 213). 26. Ibíd., p. 221. 27. Ibíd., p. 219. 28. Ibíd., p. 217. 29. Ibíd., p. 222. 30. Ibíd., pp. 222-223. 31. Ibíd., p. 217. 32. Ibíd., p. 218. 33. «Creo que en la juventud militante de nuestros días se está dando la síntesis política radical de la experiencia: quizás el primer paso hacia la liberación». Ibíd., p. 223. 34. Herbert Marcuse, Die Permanenz der Kunst, p. 53.

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CAPÍTULO 5 AUGE Y CAÍDA DE LA TEMPORALIDAD HISTÓRICA

LA EXPLICACIÓN HISTÓRICA EN LA ANTIGUA GRECIA Y LA EDAD MEDIA EL desarrollo de la conciencia histórica se centra en torno a tres conjuntos de problemas fundamentales: 1) la determinación de la agencia histórica; 2) la percepción del cambio no meramente como un lapso temporal, sino como un movimiento que posee un carácter intrínsecamente acumulativo, que por lo tanto implica algún tipo de avance y desarrollo; 3) la oposición implícita o consciente entre universalidad y particularidad, con vista a lograr una síntesis de ambas, a fin de darle una explicación histórica a los eventos relevantes en términos de su significación más amplia que trasciende, necesariamente, su especificidad histórica inmediata. Naturalmente, los tres son esenciales para una concepción histórica genuina. Por eso no resulta en modo alguno suficiente declarar en términos genéricos que «el hombre es el agente de la historia» si, o bien la naturaleza del cambio histórico mismo no es captada adecuadamente, o la compleja relación dialéctica entre particularidad y universalidad es violada respecto al sujeto de la acción histórica. De igual modo, el concepto de avance humano como tal, tomado aisladamente de las otras dos dimensiones de la teoría histórica, es fácilmente conciliable con una explicación ahistórica a fondo, si la agencia suprahumana de la «Divina Providencia» es asumida como la fuerza que se moviliza por detrás del cambio postulado. En ese sentido, las objeciones de Aristóteles contra la escritura histórica —que ponía a la historiografía muy por debajo de la poesía y la tragedia, 97

en vista de su carácter «menos filosófico»1— están plenamente justificadas. No porque el significado original del término historia en griego —derivado de istor, es decir, «testigo presencial»— indica el peligro de depositar demasiada confianza en el punto de vista limitado de los individuos particulares que participan ellos mismos en los acontecimientos en cuestión, y por consiguiente tienen también algún interés creado al reportarlos, y lo hacen de manera inevitablemente parcializada. El punto era incluso más difícil de tratar. Concernía a la naturaleza misma de la propia empresa del historiador, manifiesta en la contradicción aparentemente insoluble entre el punto de partida particularista y la evidencia expuesta en las acciones narradas, y la «enseñanza» o conclusión genérica que se suponía se derivaba de ellas. En otras palabras, fue la incapacidad de los historiadores de la antigüedad para dominar las complejidades dialécticas de la particularidad y la universalidad lo que acarreó la obligada consecuencia de permanecer atrapados en el nivel del particularismo anecdótico. Y como era inadmisible, por supuesto, dejar las cosas así, el particularismo «no filosófico» y anecdótico de la historiografía antigua tenía que ser convertido directamente en universalidad moralizante, para llamar así la atención del lector por causa de su aseverada significación general. Por otra parte, la historiografía de la Edad Media violaba la dialéctica de la universalidad y la particularidad del modo opuesto, partiendo de premisas y determinaciones totalmente distintas en relación con las cuales el «testigo presencial» de la historia antigua pierde por completo su relevancia. Los sistemas representativos de la Edad Media se caracterizaban por la eliminación radical de la vitalidad semejante a la vida de la particularidad histórica real. En su lugar, les imponía a los eventos y personalidades narrados por igual la universalidad abstracta de una «filosofía de la historia» preconcebida religiosamente, en la que todo tenía que estar directamente subordinado a la postulada obra de la Divina Providencia, como instancias positivas o negativas —es decir: «ejemplificaciones» ilustrativas— de dicha Providencia. Así, según San Agustín, el autor de la filosofía de la historia de mayor inspiración religiosa, «en el río torrencial de la historia humana, se encuentran y se mezclan dos corrientes: la corriente del mal, que fluye desde Adán, y la del bien, que viene de Dios»2. 98

Por eso se argumenta en contra de quienes, en la opinión de San Agustín, no logran entender el propósito real de la intervención divina en los asuntos humanos —manifiesto incluso a través de la imposición de las inclemencias que, a primera vista, resultan difíciles de conciliar con el Propósito Divino— que si ellos tan sólo tuviesen sentido, habrían visto que las penurias y crueldades que padecen del enemigo les vienen de la Divina Providencia, que hace uso de la guerra para reformar las corrompidas vidas de los hombres. Deberían ver que es el proceder de la Providencia poner a prueba mediante tales aflicciones a los hombres de vida virtuosa y ejemplar, y llamarlos, una vez probados, a un mundo mejor, o mantenerlos por un tiempo en la tierra para el cumplimiento de otros propósitos3.

LA «DIVINA PROVIDENCIA» EN LAS FILOSOFÍAS DE LA HISTORIA BURGUESAS

EL papel privilegiado que se le asigna a la Divina Providencia en la explicación del desarrollo histórico —que vuelve extremadamente problemática, si no absolutamente carente de sentido, a la noción misma de una agencia histórica genuinamente humana— no está restringido, por supuesto, a la Edad Media. Aparece también en etapas mucho más tardías, independientemente del estado del conocimiento científico y de la evidencia abrumadora proporcionada por la dinámica de los intercambios sociohistóricos en marcha, que invitan a explicaciones laicas. A veces es posible ubicar las razones para esto claramente en intereses sociales conservadores, en verdad profundamente reaccionarios, como lo evidencian los escritos de la filosofía e historiografía románticas, por ejemplo. Así, Friedrich Schlegel sostiene, en la misma época que produce la concepción histórica de Hegel —la edad de la Revolución Francesa y también de la Industria— que El Creador no se ha reservado para sí nada más el comienzo y el fin, y ha dejado que el resto prosiga su propio curso, sino que en el medio, y también en todo punto de su avance, la Voluntad Omnipotente puede intervenir cuando le plazca. Puede detener simultáneamente ese desarrollo vital, y de

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pronto hacer que el curso de la naturaleza permanezca sin moverse, o, repentinamente darle vida y movimiento a lo que antes permanecía inmóvil e inanimado. Hablando en términos generales, está en el poder divino la suspensión de las leyes de la naturaleza, interferir directamente con ellas y, de ser preciso, intercalar entre ellas alguna acción más elevada e inmediata de Su poder, como una excepción para su desarrollo. Porque así como en el marco social de la vida civil el autor y dador de las leyes puede ocasionalmente ponerlas a un lado, o, en su administración permitir la excepción en ciertos casos, así también ocurre respecto al Legislador de la naturaleza4.

La intención reaccionaria tras las arbitrarias aseveraciones de Schlegel es bastante obvia. Se torna más claro incluso cuando traza un paralelo directo entre la «Sabiduría del Orden Divino de las Cosas» y la del «Orden en la Historia Mundial y la Relación de los Estados»5 a fin de justificar el principio según el cual «el poder emana de Dios», y por consiguiente nos prohíbe estrictamente «violar o subvertir por la fuerza ningún derecho establecido, sea esencialmente sagrado o consagrado tan sólo por precepto»6. Sin embargo, ese tipo de apologética social no constituye en modo alguno un rasgo obligado de todas las teorías históricas que, por una u otra razón, continúan haciendo referencias a las categorías de la teología tradicional. Porque, lo que resulta bastante extraño, las concepciones históricas de la burguesía nunca lograron liberarse por completo de las determinaciones que las hicieron incorporar los misterios de la «Divina Providencia» en su marco explicatorio. Ni siquiera cuando la intención sociopolítica subyacente es, en su conjunto, de carácter bastante progresista y fundamentalmente laico. Así, por ejemplo, Hegel, que representa la cúspide insuperable de esas concepciones históricas, concluye su Filosofía de la historia con las siguientes líneas: Que la Historia del Mundo, con todas las cambiantes escenas que presentan sus anales, es ese proceso de desarrollo y la realización del Espíritu: es ésa la verdadera Teodicea, la justificación de Dios en la Historia. Nada más esa percepción puede conciliar al Espíritu con la Historia del Mundo: a saber, que lo que ha sucedido, y está sucediendo todos los días, no sólo no es «sin Dios» sino que es esencialmente obra suya7.

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Hegel está, por supuesto, perfectamente versado en la dialéctica de la particularidad y la universalidad en el nivel de la abstracción filosófica. En su Filosofía del derecho escribe: El elemento en el cual la mente individual existe en el arte es la intuición y la imaginación, en la religión el sentimiento y el pensamiento representativo, en la filosofía la pura libertad de ideas. En la historia mundial ese elemento es la realidad de la mente en todo su ámbito de interioridad y exterioridad por igual. La historia mundial es una sala de juicio, porque en su absoluta universalidad, lo particular —es decir los penates, la sociedad civil y las mentalidades nacionales en su abigarrada realidad— está presente como solamente ideal, y el movimiento de la mente en ese elemento constituye la exhibición de dicho hecho8.

Sin embargo, puesto que los intereses ideológicos inseparables del horizonte social de Hegel lo obligan a mantener la ficción de las «agregaciones de individuos en la sociedad civil», como vimos en el capítulo anterior, las relaciones reales tienen que ser descritas en forma invertida, a fin de poder deducir la «abigarrada realidad» del particularismo burgués de, y reconciliarla con, la «universalidad absoluta» de la historia mundial realmente realizada y su pretendida idealidad. Se nos ofrece así una definición apologética de la historia mundial en términos de «el necesario desarrollo, a partir nada más de la libertad de la mente, de los momentos de la razón, y con ello de la conciencia de sí y la libertad de la mente». Y para completar el «círculo dialéctico» de la elaboración de Hegel —que fusiona los momentos de idealidad y los de realidad en interés de su conciliación con el presente abiertamente manifestada— se nos dice que «Ese desarrollo constituye la interpretación y la realización de la mente universal»9. En realidad, no obstante, el desarrollo histórico resulta absolutamente ininteligible, tanto en términos de particularidad orientada hacia sí misma como con referencia al desenvolvimiento definitivamente misterioso de alguna universalidad abstracta, trátese de las variedades abiertamente teológicas de la «Divina Providencia» o bien de la noción hegeliana de la «mente universal». En consecuencia, no puede existir solución para los dilemas de las teorías del pasado si no se concibe la agencia de la historia real como la unidad

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práctica de las determinaciones particulares y universales encarnadas en un sujeto colectivo real, en contraste con el «movimiento de la mente» idealista, o con el cumplimiento circularmente anticipador de sí mismo del «destino de la razón» asumido a priori. Es por eso que la incompatibilidad de un sujeto colectivo de existencia empírica con las presuposiciones idealistas del pensamiento burgués tiene que llevar a resultados extremadamente problemáticos. • Por una parte, tiene que conducir a una definición de la dimensión colectiva del desarrollo histórico —en Vico, Kant, Hegel y otros, aunque bajo una variedad de nombres diferentes— como la «Astucia de la Razón», con sus misteriosas maneras de realizar su propio plan por sobre las cabezas de los individuos. • Por otra parte, tiene que acarrear un intento desesperado por eliminar, gracias a los ilusos postulados del «deber ser» insustentable, las contradicciones implicadas en tal solución de la relación entre el individuo y los aspectos colectivos del desarrollo histórico. • Más aún, esa dudosa preponderancia del «deber ser» tiene que quedar en evidencia cuando, paradójicamente, el filósofo en cuestión (como Hegel, por ejemplo) se opone —en términos filosóficos generales— conscientemente a los vacuos remedios que pueden derivarse de un mero «deber ser».

EL caso de Hegel resulta particularmente instructivo en ese respecto. Porque él reconoce tanto el contraste radical entre la «teoría moderna» y la antigua como los graves dilemas implícitos en las soluciones de aquélla. Escribe: En su República, Platón pone todo a depender del Gobierno, y convierte a la Disposición —una aceptación ex animo de las leyes— en el principio del Estado, por cuya causa pone él el acento principal en la Educación. La teoría moderna es diametralmente opuesta a esto, y lo refiere todo a la voluntad individual. Pero no tenemos aquí ninguna garantía de que la voluntad en cuestión tenga la correcta disposición que es esencial para la estabilidad del Estado10.

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Sin embargo, cuando intenta sustentar la viabilidad del sistema moderno que tiene que funcionar sobre la base de «la Idea del Derecho», en conjunción con la «voluntad subjetiva del hombre», no puede ofrecer ninguna solución real. Se limita a afirmar que Respecto a esta última [la voluntad subjetiva], el rasgo principal de incompatibilidad se presenta todavía, en el requerimiento de que la voluntad general ideal sea también la empíricamente general: es decir, que las unidades del Estado, en su capacidad individual, tendrían el mando, o por lo menos formarían parte del gobierno11.

Así, aunque Hegel está preparado para aminorar los requerimientos de una adecuada relación entre los individuos y el Estado hasta el criterio mínimo de «por lo menos formarían parte del gobierno», en vez de «tener el mando» sobre, o controlar efectivamente, las condiciones de su propia vida, como lo prescribiría el «principio moderno» mismo, no puede pretender que la contradicción implicada en las nuevas disposiciones se resuelva a partir de ahí. Tiene que admitir —apelando al mismo tiempo al «deber ser» de la historia futura como la posible solución— que en el Estado moderno. Los defensores de la Libertad se oponen de inmediato a las disposiciones particulares del gobierno como mandatos de una voluntad particular, y las tildan de exhibiciones del poder arbitrario. La voluntad de los Muchos expulsa del poder a los Ministros, y quienes habían conformado la Oposición ocupan los puestos vacantes; pero éstos se convierten ahora en el Gobierno, sufren la hostilidad de los Muchos, y comparten el mismo destino. Así se perpetúan la agitación y la intranquilidad. Ese choque, ese nudo, ese problema es el que ocupa ahora a la historia, que tiene que encontrarle solución en el futuro12.

Como podemos ver a partir de los términos de referencia de Hegel, aun cuando está dispuesto a aceptar la presencia de «agitación, intranquilidad y choque», el marco general de la explicación continúa siendo profundamente individualista y sólo reconoce las agregaciones de individuos que apoyan al gobierno o a la oposición y participan en conflictos bastante dudosamente caracterizados. No reconoce las contradicciones sociales subyacentes que se articulan en torno al punto focal de los intereses materiales (y de clase) inconciliables; y mucho menos reconocería sus indicadores objetivos en dirección a una posible solución. Por lo tanto la

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gratuita sugerencia que le atribuye el papel de agencia —como portadora de la esperada solución— a una «historia futura» personificada de manera abstracta, constituye la consumación lógica de las presuposiciones individualistas de su teoría.

LA CONCEPCIÓN DE SOCIEDAD CIVIL E HISTORIA DE VICO LA filosofía de Giambattista Vico ofrece un ejemplo importante tanto de los alcances positivos como de las necesarias limitaciones de las concepciones históricas burguesas. Se abocó a las tres dimensiones fundamentales de la conciencia histórica ya mencionadas. Ciertamente, una de las más grandes percepciones de Vico es el reconocimiento de que el mundo de la sociedad civil ciertamente ha sido hecho por el hombre (…) Quienquiera que reflexione acerca de esto no podrá más que maravillarse de que los filósofos le hayan dedicado todas sus energías al estudio del mundo de la naturaleza que, desde que Dios lo hizo, sólo Él conoce, y que hayan descuidado el estudio del mundo de las naciones, o mundo civil, al cual, puesto que es hechura suya, el hombre puede llegar a conocer13.

Al mismo tiempo, Vico comprende también que el proceso histórico no puede ser explicado simplemente en términos de los actos de los individuos particulares en procura de metas subjetivas conscientes. Porque el resultado, por desconcertante que pueda sonar, es a menudo diametralmente opuesto a las intenciones originales. Para citar sus propias reflexiones sobre el tema, que sin lugar a dudas anticipan la noción hegeliana de la «Astucia de la Razón»: Es verdad que los hombres han construido por sí mismos al mundo de las naciones (y tomamos esto como el primer principio indiscutible de nuestra Ciencia, puesto que perdimos la esperanza de obtenerlo de los filósofos y los filólogos), mas ese mundo ha nacido sin duda de una mente a menudo diversa aunque a veces todo lo contrario, y siempre superior a los fines particulares que los hombres se han propuesto; cuyos fines estrechos, convertidos en medios para servir a fines más amplios ella ha empleado siempre para preservar a la raza humana sobre esta tierra. El hombre procura satis-

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facer su lujuria bestial y deja por su cuenta a su progenie, y ésta inaugura la castidad, de la que nace la familia. Los padres quieren ejercer su poder paternal sobre el prójimo, y lo someten a los poderes civiles, de donde surgen las ciudades. El orden reinante de los nobles quiere abusar de su libertad señorial contra los plebeyos, y se ve obligado a someterse a las leyes que establecen la libertad popular. Los pueblos libres quieren sacudirse del yugo de sus leyes, y quedan convertidos en súbditos de los monarcas14.

Sin embargo, aunque se establece explícitamente que «el mundo de la sociedad civil ha sido hecho por el hombre», la concepción histórica de Vico, al igual que la de Hegel, se derrumba en el punto crucial. También él queda entrampado en las dificultades —desde el punto de vista de la economía política insuperables— concernientes a la relación entre la particularidad y la universalidad, y también entre la temporalidad y la transhistoricidad. Porque dentro de esos horizontes el sujeto real de la historia no puede ser una agencia colectiva transindividual en capacidad de ofrecer una solución para esos problemas. Antes bien, por cuanto se dice que la agencia histórica opera a través de los actos de los individuos que son utilizados por la «mano oculta» en pro de su propio «designio oculto», ella tiene que ser supra-individual, y no trans-individual. Y, por supuesto, sólo puede afirmar su autoridad supraindividual sobre los individuos particulares limitados siendo también suprahumana. Una solución que resulta, indudablemente, compatible con el modelo individualista de explicación requerido, aunque el precio que hay que pagar por adoptarla implique la incorporación de un misterio abiertamente reconocido como tal en los sistemas de pensamiento programáticamente racionales e iluminados.

VICO, como todos los que le dieron inicio al punto de vista de la economía política, está del todo consciente del papel del trabajo15 en el desarrollo histórico. Comparte con ellos también una visión de la naturaleza humana según la cual los hombres están «bajo la tiranía del egoísmo, que los obliga a hacer de la utilidad privada su principal guía»16. Esa visión de la naturaleza humana —una «naturaleza» que, según Vico, tiene que ser sojuzgada y controlada por lo «propiamente humano»— está vinculada con una explicación del avance del conocimiento y la libertad sobre la base de un modelo antropológico. 105

Así, el hecho de que en el pasado no se hubiese podido comprender la naturaleza de la sociedad civil y sus instituciones lo explica Vico como una «aberración» que es consecuencia de esa debilidad de la mente humana por la cual, inmersa e incrustada en el cuerpo, se inclina a tomar en cuenta las cosas corporales, y halla demasiado trabajoso el esfuerzo por atenderse a sí misma, al igual que el ojo corporal ve todos los objetos que están por fuera pero necesita un espejo para mirarse a sí mismo17.

De igual modo, lo aparente de la libertad humana queda en evidencia en contraposición con el cuerpo humano, cuando dice que puesto que esa libertad no proviene del cuerpo humano, de donde sí viene la concupiscencia, tiene que provenir de la mente y es, por consiguiente, propiamente humana18.

El que además del «cuerpo natural», del cual los presuntamente «individuos del género» forman parte, exista también su articulación social en complejos intrínsecamente colectivos, constituyendo una «segunda naturaleza» históricamente producida y cambiante en relación con la cual el avance del conocimiento y la libertad pueda y deba ser explicado, son consideraciones que, obviamente, no pueden tener cabida en ese marco de pensamiento. Paradójicamente, sin embargo, los términos de contraposición ahistóricos que encontramos en el modelo antropológico de Vico rebotan contra su concepción histórica en su conjunto. Por ende se ve forzado a buscar «principios universales y eternos (…) sobre los cuales están fundadas todas las naciones y se mantienen todavía»19, desviándose así de la búsqueda de la dialéctica histórica de lo particular y lo universal dentro del callejón sin salida de la universalidad y eternidad eternas. Por eso en el análisis final la providencial y supratemporal «Astucia de la Razón» debe asumir como verdadero sujeto de la historia, desplazando a la temporalidad histórica por la «eterna», y a la particularidad por lo abstracto universal. Como lo expone el propio Vico en dos pasajes clave de su obra pionera: Nuestra nueva Ciencia ha de ser entonces una demostración, por así decirlo, de lo que la providencia ha fraguado en la historia, porque debe ser una historia de las instituciones mediante las cuales, sin discernimiento o propó106

sito humano, y a menudo en contra de los designios de los hombres, la providencia ha puesto en orden esa gran urbe de la raza humana. Porque aunque este mundo ha sido creado en el tiempo y en particular, las instituciones establecidas en él por la providencia son universales y eternas20.

Y, de nuevo, luego de examinar cómo las intenciones conscientes de los hombres se convirtieron en lo contrario, aunque en presunto beneficio de todos, concluye: El que quien haya hecho todo esto sea la mente, pues los hombres lo hicieron con la inteligencia, no fue cosa del destino, porque no fue hecho por preferencia, ni por casualidad, porque los resultados de su actividad constante son perpetuamente los mismos21.

Así, la temporalidad histórica tiene que ser suprimida al final para poder alinearlo todo con la concepción «economista política» de la «naturaleza humana» y con el modelo de razón, conocimiento y libertad individualista, derivado directa o indirectamente de los fundamentos antropológicos de esa pretendida naturaleza. Naturalmente, la «providencia a través del orden de las instituciones civiles» de Vico22, que actúa como la «mente», y la fuerza en movimiento tras las transformaciones históricas que conducen a «perpetuamente lo mismo», o lo manifiestan, está muy lejos de ser un concepto teológico tradicional. Sin embargo, dado que las instituciones de la sociedad civil —«mediante las cuales, sin discernimiento o propósito humano, y a menudo en contra de los designios de los hombres, la providencia ha puesto en orden esa gran urbe de la raza humana»— no pueden ser sometidas a escrutinio crítico ni tratadas como intrínsecamente históricas, y por ende cambiables respecto a todos sus aspectos (incluidos los más importantes estructuralmente), el interés ideológico de «eternizar las relaciones sociales establecidas» domina la elaboración general y le impone los misterios suprahistóricos de una pretendida «teología civil racional de la divina providencia»23 como las «fronteras de la razón humana» estipuladas24 al sistema de explicación laica e histórica intentado originalmente por Vico.

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LOS MODELOS ORGÁNICOS COMO SUSTITUTOS DE LA EXPLICACIÓN HISTÓRICA

LA caracterización del cuerpo social —junto con todas sus partes e instituciones constituyentes— como un organismo ha tenido amplia difusión a lo largo de la historia del pensamiento social y político. Tampoco es posible, por supuesto, rechazarla sobre alguna base a priori. Sin embargo, la cuestión de su viabilidad depende de cómo se definen sus términos de referencia, es decir, de si se les ve dinámicamente o como un sistema encerrado en sí mismo e incambiable. Lo que convierte en extremadamente problemáticos a varios modelos antropológicos del pensamiento burgués —incluso cuando son formulados desde un punto de vista progresista, como, por ejemplo, en los escritos de Vico, Rousseau y Herder— es que la explicación orgánica constituye para ellos tan sólo el sustituto de una visión histórica genuina del proceso social. Porque si bien la manera como están concebidos esos modelos permite dar cuenta del funcionamiento inmediatamente observable del modo de intercambio social establecido, sólo lo hace evadiendo la cuestión del génesis, ya que un examen de cerca de éste trasladaría la posibilidad de la crítica social al plano de la negación y el cambio radicales históricamente factibles. Y no obstante, es precisamente la dimensión histórica del génesis lo que hace entendible el funcionamiento de un determinado conjunto de relaciones sociales como un sistema orgánico dentro del marco de algunas presuposiciones prácticas creadas históricamente. Porque como Marx argumentaba con energía: Hay que tener en mente que las nuevas fuerzas de producción y relaciones de producción no se desarrollan a partir de la nada, ni caen del cielo, ni nacen del útero de la idea que se postula a sí misma; sino desde dentro de, y en antítesis con, el desarrollo de la producción existente y las relaciones de propiedad tradicionales heredadas. Si bien en el sistema burgués ya completado toda relación económica presupone a cada una de las demás relaciones en su forma económica burguesa, y todo lo que se plantee constituye, por consiguiente, también una presuposición, ese resulta ser el caso también para todo sistema orgánico. Ese sistema orgánico mismo, como totalidad,

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tiene sus presuposiciones, y su desarrollo hacia la totalidad consiste precisamente en subordinar para sí a todos los elementos de la sociedad o crear a partir de los órganos todo cuanto todavía le falte. Es así como se convierte históricamente en totalidad. El proceso de convertirse en esa totalidad constituye un momento de su proceso, de su desarrollo25.

La omisión de esa importantísima dimensión —que apunta a la captación de la totalidad social establecida en su conversión histórica, en términos de sus presuposiciones objetivas— no constituye una falla personal de Vico, Rousseau, Herder y otros, sino un límite obligado de su punto de vista. Porque los intereses materiales e ideológicos subyacentes no les permiten ver más allá del marco estructural de la sociedad de clases, lo que necesariamente confina su crítica a algún aspecto secundario del orden establecido, sin cuestionar al marco mismo ni sus presuposiciones creadas históricamente, y por consiguiente también históricamente superables. Por eso, la imagen orgánica misma que ellos utilizan con tal predilección no puede tener valor explicatorio genuino, ya que sus determinaciones reales (es decir, precisamente aquellas que definen al organismo como totalidad en desarrollo) resultan necesariamente pasadas por alto. Como resultado, el postulado de la «unidad orgánica» —de la que se dice que ensambla las diversas partes de la sociedad, como lo hace la naturaleza en el caso del cuerpo del individuo— no puede representar más que una analogía externa y más bien superficial. Porque, gracias a esa reducción analógica, el dinamismo histórico inmanente tanto del individuo como del organismo social (como sistemas entendibles sólo en términos de determinadas condiciones históricas de producción y reproducción) es borrado y convertido en una «funcionalidad» atemporal, con connotaciones apologéticas más o menos pronunciadas.

SIGNIFICATIVAMENTE, en la corriente principal de la tradición filosófica que nos ocupa se evade sistemáticamente la investigación crítica de las presuposiciones de la totalidad social establecida, ignorando la cuestión de cómo el orden existente se convierte en una totalidad, a fin de poder mantener la circularidad mediante la cual las presuposiciones sin explicar «explican» el significado de otras presuposiciones. 109

Así, partiendo de que la totalidad establecida se explica a sí misma, las referencias recíprocas del «círculo dialéctico» no sólo «explican» (y legitiman) la función específica de los varios aspectos, sino además les confieren simultáneamente también la apariencia de permanencia. En consecuencia, el ignorar la génesis histórica del sistema en existencia cumple su función ideológica eliminando la dimensión histórica del orden establecido también en dirección al futuro. Es eso lo que Marx llama la «eternización de las relaciones de producción burguesas», que juega un papel muy importante en las correspondientes conceptuaciones de la época del capital, desde sus fases iniciales hasta el presente. Sólo el siglo XVIII y el comienzo del XIX parecen constituir la excepción de la regla general, ya que dan un gran paso en dirección a una explicación histórica genuina. A mediados del siglo XIX, sin embargo, la tónica dominante es la del escepticismo a ultranza —casi al punto del cinismo— con respecto a la posibilidad de un desarrollo histórico inteligible. Ciertamente, esa tónica queda reveladoramente encerrada en el aforismo de Ranke: «todos los eventos son equidistantes de Dios». Pero incluso en el siglo XVIII y comienzos del XIX —con Vico, Rousseau, Herder y Hegel— la explicación histórica propuesta no es llevada coherentemente hasta su conclusión. Por el contrario encontramos, o bien la ruptura de la temporalidad histórica, mediante la introducción de ciclos repetitivos dentro del marco explicatorio general, o bien un cierre apologético del desarrollo histórico en su presunto clímax en la civilización europea del «Mundo Germánico», como resulta ser en el caso de Hegel. Así, en el análisis final, el desarrollo histórico como proceso dinámico o es ignorado (tanto en el pasado como en relación con el futuro), o se le permite la entrada al escenario apenas con duración y propósito muy limitados, a fin de apuntalar al presente en su «realidad racional» y, al mismo tiempo, para bloquear por completo el futuro. En ese sentido, la adopción de una posición que le concede existencia histórica solamente al pasado, e incluso eso con inconsistencias características, trae consigo la concepción de una temporalidad «decapitada», con implicaciones metodológicas de largo alcance para todos los aspectos de las teorías que operan dentro de su marco ahistórico.

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LAS VICISITUDES DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA EN EL SIGLO XX

EN lo tocante al desarrollo de esa conciencia histórica en el siglo XX, Hannah Arendt nos proporciona un ejemplo representativo e intrigante. Más aún puesto que las manifestaciones cada vez más intensificadas de las contradicciones y desafueros del orden capitalista impiden la adopción de una defensa a ultranza de ese orden, y Arendt trata frecuentemente de distanciarse de la «privatización burguesa», el consumismo y la hipocresía. Ciertamente, en una discusión universitaria dedicada a la evaluación de su propia obra llega hasta a confesar «una simpatía romántica por el sistema de consejos»26. Y sin embargo, a pesar del intento crítico de Arendt, la privatización ejerce el reinado supremo en su obra, sin importar el número de referencias hechas al idealizado «dominio público» del «ciudadano» cada vez más idealizado. No sólo porque ella admite que «Jamás sentí la necesidad de comprometerme»27. Más importante resulta, en este respecto, la oposición inconciliable que ella defiende entre el pensamiento y la práctica, para optar por el primero con la justificación de que «Por naturaleza no soy actora»28. E incluso cuando reconoce que El principal defecto y error de La condición humana es el siguiente: sigo viendo lo que en las tradiciones se llama la vita activa desde el punto de vista de la vita contemplativa, sin jamás decir nada real acerca de la vita contemplativa29.

No se da ninguna indicación de cómo se podría superar la «falacia» (en expresión de Arendt) ahora admitida. Todo lo contrario. Se mantiene la ruptura entre pensamiento y práctica insistiendo en que «en la medida en que quiero pensar tengo que retirarme del mundo»30 y reformulando el viejo enfoque esencialmente en los mismos términos31. No basta decir que «Siento que esa Condición Humana necesita un segundo volumen y estoy tratando de escribirlo»32. Porque, como lo sabemos también por el ejemplo de la síntesis filosófica de Sartre —El ser y la nada y Crítica de la razón dialéctica—, una cosa es reconocer la necesidad de un «segundo volumen» correctivo y otra bien distinta es ser capaz de producirlo, en vista de las profundas incompatibilidades teóricas implicadas, no visibles para los autores en cuestión. 111

El fracaso de Arendt en su desafío a la situación comprometida de la privatización, a pesar del deseo sinceramente sentido de hacerlo, se ve repetido en su crítica de la «burocracia» —«a la que nadie regula»—, ya que lo formula en un vacío social. En verdad, a su crítica sólo la sustenta su idealización de la constitución norteamericana de «los Padres Fundadores», explicada en conjunción con una dudosa interpretación de Montesquieu ideada para ese propósito. Y cuando se le critica la falta de evidencia proveniente de la historia real y de las obras interpretadas idiosincrásicamente, lo único que puede presentar en apoyo de la posición propugnada es una elevación circularmente especulativa de la práctica weberiana de construir «tipos ideales» para el estatus axiomático de una regla general incuestionable33. Como es comprensible, entonces, la crítica de la burocracia propuesta sigue resultando absolutamente impotente. Verbalmente se opone a la burocracia, mientras simultáneamente también la acepta sobre la base de que «el volumen y la centralización requieren de esas burocracias»34. Y, de igual modo, luego de declarar que la tarea de la administración «sólo se puede hacer de una manera más o menos central», lo único que se nos presenta, en lugar de una solución, es un dilema del cual no puede haber salida: Por otra parte esa centralización constituye un peligro terrible, porque esas estructuras son muy vulnerables. ¿Cómo poder sostenerlas sin una centralización? Y si se la tiene, la vulnerabilidad es inmensa35.

Resultaría asombroso si las cosas pudiesen marchar de otra manera en el sistema de Hannah Arendt. Porque la crítica que socava su propia base y la posibilidad de cualquier intervención efectiva en la transformación, para mejorarlo, del marco estructural e institucional de la sociedad —socava, aclaramos, al rechazar perentoriamente no sólo la noción de superestructura marxiana, definida en términos de sus reciprocidades dialécticas con la base material de la práctica social, sino también las categorías de clases, tendencias y movimientos sociales, con la curiosa justificación de que conceptos como ésos pertenecen al «siglo XIX» 36— tiene que resultar absolutamente impotente ante tales dilemas autoimpuestos.

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A PESAR de su polémica, a veces cáustica, en contra de «lo burgués», Arendt comparte con su tradición no sólo el punto de vista de la individualidad aislada —que la induce a idealizar las misteriosas «experiencias» internas «entre el hombre y su propio yo»37, a fin de poder concluir, en oposición a Weber y Marx, que «es la alienación del mundo, y no la autoalienación, como pensaba Marx, lo que constituye el sello distintivo de la era moderna»38— sino también las otras características metodológicas que nos ocupan. Su concepción de la conciencia histórica, como veremos, es inseparable de la teorización relativista al extremo de la ciencia moderna de Heisenberg —con su cuasimístico «principio de la indeterminación»— sobre el cual ella tiene la esperanza de «fundamentar» una noción de la historia irremediablemente escéptica. Al mismo tiempo, en su sistema el dualismo y las dicotomías quedan en evidencia por todas partes, desde la separación apriorística de pensamiento y práctica hasta la oposición inconciliable entre lo «político» y lo «social». Aparte de eso, las categorías articuladas dicotómicamente no están establecidas sobre la base de una evidencia averiguable, sino en la premisa meramente estipulada de definiciones formalistas, aunado a un culto heideggeriano/irracionalista del «incidente», así como a la polémica constante en contra de las «teorías y definiciones» de los demás39. Más aún, su autoidentificación consciente con el punto de vista de la economía política burguesa resulta claramente visible en su apasionada defensa de la propiedad privada, argumentando que la palabra «privada» en conexión con la propiedad, incluso en términos del antiguo pensamiento político, pierde inmediatamente su carácter privativo y mucha de su oposición al dominio público en general; la propiedad aparentemente posee ciertos condicionantes que, aunque pertenecen al dominio privado, siempre se pensó que eran de suma importancia para el cuerpo político. (…) tanto la propiedad como la riqueza son históricamente de mayor relevancia para el dominio público que cualquier otro asunto o interés privado, y han jugado, al menos formalmente, más o menos el mismo papel como la condición principal para la admisión al dominio público y a la ciudadanía plena. (…) Con anterioridad a la época moderna todas las civilizaciones se apoyaban en el carácter sagrado de la propiedad privada40. 113

Y en otra parte: La propiedad es en verdad muy importante. (…) Y créame, esa propiedad está muy en peligro, bien por la inflación, que no es más que otra manera de expropiar a la gente, o por los impuestos exorbitantes, que constituyen también otra vía de explotación. Tenemos esos procesos de expropiación por todas partes. Si ponemos a la disposición de cualquier ser humano una cantidad decente de propiedad —no expropiar, sino esparcir la propiedad—, entonces habrá algunas posibilidades para la libertad, aun bajo las condiciones totalmente inhumanas de la producción moderna41.

Así, en sofisticado contraste con la burda apologética de la «revolución gerencial» de Burnham y sus variantes más recientes, Hannah Arendt nos ofrece el mito del «capitalismo del pueblo» como un ideal por procurar, en vez de un hecho ya cumplido. La triste verdad, no obstante el hecho de que la inmensa mayoría de la humanidad haya sido, y continúe siendo, implacablemente privada de incluso las posesiones más insignificantes, precisamente por quienes han estado empleando la propiedad privada, por un tiempo muy largo para cualquier cosa menos [para] establecer «las posibilidades de libertad», no parece pesar mucho, si es que algo pesa, en el programa de remedios idealista, y ante toda evidencia histórica [es] impresionantemente contrario a los hechos, de Arendt. Además, lo que empeora aún más las cosas es que Arendt opone dicotómicamente a la economía política de las prácticas socioeconómicas capitalistas —que ella transubstancia en la llamada «esfera estrictamente económica» (fuere lo que fuere semejante cosa)— con la esfera del pensamiento apropiado a la interacción política, lo que acarrea (muy reveladoramente) el fin de su preocupación programática por la «recuperación del mundo público», en el dominio crucialmente importante de nuestra vida socioeconómica. Porque, según Arendt: La teorización de tipo científico o técnico pertenece tan sólo a donde no existe espacio para la acción o el debate, a la esfera estrictamente económica, en la que los hombres participan en las actividades de labor y trabajo, cuando ellos producen y consumen. Aquí, necesariamente, la categoría de medios y fines gobierna su actividad y lo que piensan acerca de su actividad, que toma las formas del cálculo, la planificación y la administración, con

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miras a la predicción y el control. Aquí la eficiencia adquiere máxima importancia y el mejor servicio para la economía lo prestan las decisiones producto de la razón de un hombre o unos pocos, y no del debate de todos. Porque lo que está en juego no es la variedad de la experiencia y el juicio de lo que sería mejor para un mundo común, sino simplemente los medios correctos para un fin42.

Así, las dicotomías de Hannah Arendt, formuladas desde el punto de vista de la economía política del capital, están al servicio de un propósito ideológico fácilmente identificable. Porque la insuperable oposición entre la «esfera política» y la «estrictamente económica» exonera a esta última hasta de la posibilidad de un examen público legítimo, con la excusa de que pertenece al dominio del razonamiento «técnico», al que sólo le interesa la relación puramente instrumental entre medios y fines. En otras palabras, su enfoque da por descontado y simultáneamente racionaliza el dominio del capital bajo los «pocos hombres» privilegiados que resultan estar ya bien atrincherados en su posición de mando en la sociedad, ejerciendo a favor de la clase dominante (ese «nombre abstracto del siglo XIX») el poder de tomar las decisiones económicas y la asignación «estrictamente racional» de los recursos. Una solución basada en presuposiciones ideológicas que son indistinguibles de las ilusiones de posguerra de «el fin de la ideología»43. Esto lo ha reconocido indirectamente incluso uno de los comentaristas más favorables de Arendt, quien señaló que Ella tenía la esperanza de una solución para el problema de la pobreza «a través de medios técnicos», gracias a un «desarrollo económico racional y no ideológico». Pero no dice en qué podría consistir tal cosa. Suponía que la tecnología podía ser «políticamente neutral»: una suposición muy problemática44.

¡Ciertamente!

«NO EXISTEN NI LA NECESIDAD NI LA SIGNIFICACIÓN» EN la misma vena, la característica interpretación de la Historia de Arendt nace de un diagnóstico del impacto de la ciencia y la tecnología 115

sobre la «alienación del mundo del hombre», del que se dice constituye el sello distintivo de los desarrollos modernos, a lo que ya nos hemos referido. La presenta en su ensayo «El concepto de la historia» de la siguiente manera: El hecho fundamental acerca del concepto de la historia moderno es que éste surge en los mismos siglos XVI y XVII que introdujeron el gigantesco desarrollo de las ciencias naturales. De primera entre las características de esa época, que todavía están presentes incluso en nuestro propio mundo, figura la alienación del mundo del hombre, que ya mencioné antes y que resulta tan difícil de percibir como una condición básica de toda nuestra vida, porque de ella, y al menos en parte de su desesperanza, surge la formidable estructura del artificio humano en que hoy habitamos. (…) La expresión más breve y más fundamental de esa alienación del mundo que jamás se haya encontrado está contenida en la famosa de omnibus dubitandum est de Descartes45.

Significativamente, en esa concepción de «alienación del mundo» la posición de Descartes tiene que ser tan completamente tergiversada como la de Marx. Porque el principio metodológico cartesiano de la duda constituye solamente el punto de partida de un enfoque general que, en sus aspiraciones positivas explícitamente declaradas, apunta a la constitución del conocimiento seguro. Por el contrario, la orientación de Arendt es absolutamente pesimista, y ofrece el escepticismo no como punto de partida metodológico sino como el terminus ad quem, es decir, la desolada conclusión ideológica según la cual: La edad moderna, con su creciente alienación del mundo, ha llevado a una situación en la que el hombre46, dondequiera que va, sólo se tropieza consigo mismo. (…) En la situación de alienación del mundo radical, ni la historia ni la naturaleza son en absoluto concebibles. Esa doble pérdida del mundo —la pérdida de la naturaleza y la pérdida del ingenio humano en el sentido más amplio, que podría incluir toda la historia— ha dejado tras de sí una sociedad de hombres que, sin un mundo común que los relacione y a la vez los separe, o bien viven en desesperada separación en soledad o comprimidos en una masa. Porque una sociedad de masas no es más que esa clase de vida organizada que se establece automáticamente entre seres humanos que están todavía relacionados unos con otros, pero han perdido el mundo que una vez fue común para todos ellos47. 116

En lugar de la necesaria evidencia que sustancie tales conclusiones de desesperanza, lo único que se nos da es un conjunto de aseveraciones arbitrarias. Éstas se derivan de una analogía sugerida entre la interpretación relativista heisenbergiana de la ciencia moderna y el mundo de la política, pretendiendo que Mientras a lo largo de la época moderna el problema, por lo general, ha arrancado con las ciencias naturales y ha sido la consecuencia de la experiencia ganada en el intento de conocer el universo, esta vez la refutación se origina simultáneamente en los campos de lo físico y lo político48.

Y el significado de esos desarrollos —en el espíritu del «principio de incertidumbre» de Heisenberg— se supone que sea «de manera absolutamente literal que todo es posible no sólo en el campo de las ideas sino en el terreno de la propia realidad»49. En consecuencia, según Arendt: «Todo orden, toda necesidad, toda significación que se desee imponer lo hará. Ésta es la demostración más clara posible de que bajo esas condiciones no existen ni la necesidad ni la significación»50. Así, un relativismo pesimista —un cruce entre Ranke y Heisenberg— le sirve de guía a la valoración de Arendt de las interpretaciones históricas, descritas como «construcciones puramente mentales (…) que son por igual bien [y, por supuesto, igualmente mal] apoyadas por los hechos»51. Y al mismo tiempo se afirma con respecto al presente que «La declinación contemporánea en el interés por las humanidades, y especialmente por el estudio de la historia, que parece inevitable en todos los países completamente modernizados, está en total acuerdo con el primer impulso que condujo a la ciencia histórica moderna»52. Más aún, incluso en relación con el pasado Arendt pretende, sobre la base de un curioso razonamiento en contra de las evidencias, que Vico, a quien muchos consideran el padre de la historia moderna, difícilmente hubiera acudido a la historia bajo las condiciones modernas. Hubiera acudido a la tecnología, porque nuestra tecnología hace en verdad lo que Vico pensaba que lo hacían la acción divina en el campo de la naturaleza y la acción humana en el campo de la historia53.

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La intención subyacente de ese razonamiento es, por supuesto, la completa relativización de todo, de manera tal que se pueda pretender que «todo es posible» y que «no existen ni la necesidad ni la significación». En ese sentido, el relativismo extremo de Heisenberg constituye un «regalo enviado del cielo» que ayuda a conferirle el aspecto de respetabilidad científica a una posición flagrantemente ideológica. Está dirigido a desacreditar no simplemente a Vico, el gran precursor del siglo XVIII de la teoría histórica burguesa (que, en todo caso, es «rehabilitado» de inmediato por el condicionamiento, contrario a los hechos, de que «bajo las condiciones modernas» Vico, muy sensatamente, «hubiera acudido a la tecnología»). En esa línea de razonamiento la apuesta resulta ser mucho más elevada. Porque el verdadero objeto del ataque relativista de Arendt es la concepción marxiana del desarrollo histórico, que argumenta que los individuos que constituyen la sociedad de hecho, y en verdad en un sentido tangible y significativo, sí «hacen su propia historia». De acuerdo con ello, Arendt nos dice que Hoy esa cualidad que diferenciaba a la historia de la naturaleza es también algo del pasado. Sabemos en la actualidad que aunque no podemos «hacer» la naturaleza en el sentido de creación, somos muy capaces de iniciar nuevos procesos naturales, y que en un sentido «hacemos naturaleza», es decir, hasta el grado de «hacer la historia». Es verdad que hemos alcanzado esa etapa sólo con los descubrimientos nucleares, en los que los procesos naturales son dejados sueltos, por así decirlo liberados de sus cadenas, y donde los procesos naturales que tienen lugar jamás habrían existido sin la interferencia directa de la acción humana54.

Lo que resulta particularmente revelador en torno a tal afán ideológico no es simplemente la completa tergiversación de la pretendida novedad radical de los propios procesos naturales hechos por el hombre55. La autora tiene la intención de reducir la compleja significación dialéctica de la acción humana al nivel incomparablemente menos complejo, y en gran medida mecánico, de los procesos físicos nucleares a los que se refiere Arendt entre escépticas comillas. Lo que el reduccionismo abstracto de Arendt está rechazando aquí es la posibilidad de una acción humana significativa que ciertamente sí equi-

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valga a hacer la historia, en el sentido muy preciso de no estar a merced de la «Divina Providencia», o de la «Historia con mayúscula»56, el significado marxiano de hacer la historia que reconoce las limitaciones objetivas y las marchas atrás con frecuencia inevitables implicadas en los esfuerzos durante generaciones de individuos que persiguen sus objetivos materiales e ideales a lo largo de la prolongada trayectoria de las transformaciones acumulativas. Entre otras cosas, a Marx se le acusa de ser culpable de «la confusión de la política con la historia»57 y la «significación» con el «fin». Con respecto a este último, Arendt nos dice que «El creciente sinsentido del mundo moderno quizá no haya tenido presagio más claro que en esa identificación de significación y fin»58. Se dice que tal cosa es fatal porque en el momento en que tales distinciones son olvidadas y las significaciones se ven degradadas a fines, lo que sigue es que los fines mismos dejan de ser seguros, porque ya no se comprende la distinción entre medios y fines, así que todos los fines se convierten en medios, y son degradadados como tales59.

Y éste es el punto en el que las motivaciones ideológicas en las raíces de la concepción de la historia de Arendt, junto con el blanco que ellas quieren demoler, pasan a primer plano con mayor claridad. Porque ella afirma —luego de rendirle un falso cumplido a Marx, que resulta ser una burda distorsión de su posición— que Lo único que distingue a la propia teoría de Marx de todas aquellas en las que la noción de «hacer la historia» ha encontrado un lugar, es que él es el único en reconocer que si uno toma a la historia como el objeto de un proceso de fabricación o hechura, tiene que llegar un momento en que dicho «objeto» quede completado, y que si imaginamos que se puede «hacer la historia» no podemos escapar de las consecuencias de que habrá un fin de la historia. (…) En ese contexto es importante ver que aquí el proceso de la historia, que se muestra en nuestro calendario que se estira hasta la infinitud del pasado y el futuro, ha sido abandonado en aras de un tipo de proceso totalmente diferente, el de hacer algo que tiene un principio y también un fin, cuyas leyes de movimiento, por consiguiente, pueden ser determinadas (por ejemplo, como el movimiento dialéctico) y cuyo contenido más

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profundo puede ser descubierto (por ejemplo, como la lucha de clases). Ese proceso, sin embargo, es incapaz de garantizarles a los hombres cualquier tipo de inmortalidad, porque elimina y le quita toda importancia a todo lo anterior: en la sociedad de clases lo mejor que la humanidad puede hacer con la historia es olvidar todo el desdichado asunto, cuyo único propósito era la autoabolición60.

AHORA estamos en mejor posición para entender por qué es necesario hacer equivaler la concepción marxiana de un desarrollo histórico abierto en ambos extremos, con la personificación que hace Hegel de la «Historia» y el «Espíritu Mundial», y también con la noción hegeliana del «fin de la historia», a pesar de los comentarios repetidos, y a menudo sarcásticos, de Marx, dirigidos explícitamente contra Hegel y sus seguidores en los temas implicados. Porque, como resultado de esa práctica de «equiparación reductiva», tanto los logros genuinos del enfoque hegeliano como la extensión radical que Marx hace de ellos hasta un recuento del desarrollo humano irreprimiblemente histórico —incluido su desafío de la «necesidad histórica» como «eine verschwindende Notwendigkeit», es decir, una «necesidad» necesariamente «en desvanecimiento o desaparición»61— pueden ser arrojados por la borda y reemplazados por la vacía, por no decir totalmente absurda, de «nuestro calendario que se estira hasta el infinito del pasado y el futuro». En la escala del tiempo cósmica del «infinito», el trecho de la historia humana resulta «infinitesimal» y, presumiblemente, despreciable o insignificante. Y, por supuesto, el punto de adoptar esa perspectiva es que puede ser incorporada con facilidad por los proponentes del pesimismo relativista, con su visión de la «creciente alienación del mundo»; «la carencia de significación cada vez mayor del mundo moderno», la «inevitabilidad» de la pérdida del interés histórico «en todos los países completamente modernizados» (punto en el que, al parecer, «nuestro calendario que se estira hasta el infinito del pasado y el futuro» convenientemente llega a un fin); la imposibilidad de concebir «ni la historia ni la naturaleza»; la desolada situación de «los hombres modernos que viven en desesperada separación en soledad o comprimidos en una masa»; la fatal

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aceptación de que «todo es posible» y por lo tanto «no existen ni la necesidad ni la significación»; el derrumbe de las «interpretaciones históricas generales» —pero, por supuesto, no de los miopes rimeros de hechos de la historiografía «moderna»— bajo el peso del reconocimiento de que ellas no son más que «construcciones puramente mentales», desprovistas de hasta la posibilidad de una base de soporte real que pueda favorecer a una de ellas un poco por sobre las demás, y así por el estilo. No hace falta decir —pero parece necesario hacerlo— que la historia humana tiene un principio y un fin, independientemente de lo lejos de nosotros que este último pueda estar en el futuro. Pero, por supuesto, lo que está realmente sobre el tapete aquí no es el principio y el fin históricamente remotos de la especie humana, sino el lapso de tiempo mucho más limitado de las formaciones sociales, incluida la determinación histórica de sus límites de viabilidad. En concordancia, todo intento de reemplazar las categorías dialécticas que aprehenden las especificidades históricas de las formaciones sociales —junto con todas sus «necesidades en desaparición»— por la vacía generalidad de «nuestro calendario que se estira hasta el infinito del pasado y el futuro», no equivale más que a la racionalización autocongratuladora de tratar de huir de alguna dificultad, y de los problemas insolubles desde el punto de vista del capital. Problemas que conciernen, por una parte, al requerimiento de explicar las condiciones del génesis de la formación social en cuestión y, por otra, al necesario reconocimiento de sus límites insalvables. Porque ambas, en conjunto, definen firmemente, en una dirección, con respecto al pasado, el «principio», y, en dirección al futuro, el «fin» de todas las estructuras y formas de intercambio sociales.

EN el contexto presente debemos recordar algunos temas que Marx planteó en un pasaje poco conocido de El capital. Porque al centrar la atención en los constituyentes objetivos y subjetivos de la irrefrenable dinámica histórica ayudan a disipar cualquier idea de «reduccionismo mecánico». El pasaje en cuestión dice así:

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En la medida en que el proceso del trabajo constituye únicamente un proceso entre el hombre y la naturaleza, sus elementos simples continúan siendo comunes a todas las formas de desarrollo. Pero cada forma histórica específica de ese proceso desarrolla a fondo sus basamentos materiales y sus formas sociales. Cada vez que se ha alcanzado una cierta etapa de madurez, la forma histórica específica es descartada y le da paso a una superior. El momento de la llegada de esa crisis se revela por la profundidad y la extensión alcanzadas por las contradicciones y antagonismos entre las relaciones de distribución, por una parte, y las fuerzas productivas, los poderes de la producción y el desarrollo de sus agencias, por la otra. Entonces sobreviene un conflicto entre el desarrollo material de la producción y su forma social62.

Es necesario subrayar aquí dos consideraciones de importancia: 1. los factores principales (el hombre y la naturaleza; las relaciones de producción y distribución; las fuerzas productivas y sus agencias) y sus interrelaciones que determinan el irrefrenable dinamismo del proceso histórico, y: 2. su validez, mutatis mutandis, bajo todas las formas sociales, que se sigue de la primera condideración: • Con respecto a lo primero, es importante tener en mente que el término «cada forma histórica específica» —que Marx contrasta con los «elementos simples» del proceso del trabajo que continúan siendo «comunes a todas las formas sociales»— indica el carácter inherentemente histórico no sólo de las diferentes «formas sociales», sino también de sus «basamentos materiales» correspondientes. Porque si los basamentos naturales mismos no están articulados en una forma histórica específica, entonces resulta imposible hacer entendible no sólo el carácter histórico de las «relaciones de producción», sino también la conexión orgánica entre éstas y el fundamental metabolismo socioeconómico de la sociedad establecida. En otras palabras, en ese caso la relación entre la «base material» y la «superestructura» tiene que asumir la forma de una determinación mecánica unilateral, en lugar de una reciprocidad dialéctica. (Ciertamente, es así como muchos la describen.) Porque un complejo material cuyas partes constituyentes no sean producidas en el transcurso de un proceso histórico dinámico,

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al cual las partes mismas contribuyan activamente —en contraste con las partes subordinadas unilateralmente de un mecanismo, no importa cuán complicado—, no puede constituir jamás un complejo general interrelacionado dialécticamente. • Además, las relaciones de distribución y las relaciones de producción forman una unidad dialéctica en modo alguno libre de problemas. La unidad de las relaciones de producción y distribución establecida es necesariamente problemática, en el sentido de que es el resultado de la (hasta el presente) exitosa resolución de las tensiones (y contradicciones) inherentes a ella, y como tal tiene que ser reproducida constantemente a fin de mantener la estabilidad de la forma social establecida históricamente. (Obviamente, sería una gran tontería dar por descontada la resolución automática y permanentemente exitosa de dichas tensiones y contradicciones.) • Y el punto final por subrayar aquí, es que el concepto de «basamentos materiales» se ve burdamente simplificado al máximo si se olvida que «las fuerzas productivas y los poderes de la producción» de la sociedad son inseparables de sus agencias humanas y de la conciencia social en evolución de esas agencias. Porque es precisamente a través del desarrollo en marcha de las agencias mismas —gracias a cuya intervención constante los elementos estricta o literalmente materiales del metabolismo socioeconómico son activados y «cobran vida» en una forma específica— que los «basamentos materiales» de la sociedad son definidos objetivamente como complejos dialécticos articulados históricamente y dinámicamente cambiantes. • En lo tocante al segundo punto, la concepción socialista de un futuro intercambio socioeconómico que prevé la eliminación de las contradicciones antagónicas de la sociedad, no puede hacer desaparecer el irrefrenable dinamismo del proceso histórico mismo. (Por lo que las acusaciones de «socialismo mesiánico» y «milenario» están completamente fuera de lugar en lo que atañe a la concepción marxiana.) Así que no sólo habría que eliminar todos los desniveles del desarrollo global, junto con las tensiones y contradicciones objetivas necesariamente inherentes a este último, sino —y más importante aún—

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también las agencias humanas en evolución de un proceso general inmensamente complejo e interconectado tendrían que ser reemplazadas por algún mecanismo uniforme y bastante primitivo: la más flagrante de las absurdidades. • Imaginar que una sociedad socialista futura podría ser llevada adelante sobre la base del mecanismo autorregulador de la «eficiencia racional» como tal, sólo equivale a la reformulación y perpetuación del mito capitalista de la eficiencia. Olvida que «eficiencia» es un valor que debe ser explicado en términos de los objetivos humanos específicos, si bien bajo las condiciones de la producción de mercancías generalizada —y la cosificación universal que la acompaña— la «eficiencia racional» (dictada de hecho por el modo único de control económico y social del capital) se presenta como la «instrumentalidad neutral» de la «economía maximizadora», y bajo ese disfraz como el obvio principio regulador del solo y único modo de intercambio social económicamente viable. Ahora bien, muy aparte del hecho de que la tendencia histórica de la «eficiencia» capitalista es a una producción de desperdicio antes inimaginable, y no al «máximo de economía», la pregunta resulta ser siempre —e incluye, por supuesto, a todas las sociedades socialistas concebibles—: ¿«eficiente» en cuáles términos y en relación con qué? • En realidad no existe cosa tal como la «esfera estrictamente económica» de Hannah Arendt, que podría ser llevada adelante sobre la base de una mítica «eficiencia racional» y su «instrumentalidad pura» sin oposición (porque «racionalmente» no es posible oponérsele). Existe, en cambio, una determinación de valor de la «eficiencia» siempre particular y necesariamente «parcializada», que resulta inseparable tanto de las restricciones objetivas de los basamentos materiales establecidos históricamente (pero cambiantes) como de la inercia relativa de las formas sociales específicas articuladas institucionalmente, arraigadas en sus basamentos materiales (mas en modo alguno necesariamente dominadas de manera tiránica por ellos). • Una vez que el dominio tiránico de las determinaciones materiales del capital es eliminado del horizonte social de los individuos, la necesidad de la determinación de valor de los principios reguladores de la 124

sociedad —factibles en términos de las restricciones materiales e institucionales históricamente prevalecientes— no desaparece con él. Por eso la reproducción de los varios factores objetivos y subjetivos enumerados en el pasaje de Marx ya citado, bajo todas las formaciones sociales (aunque, por supuesto, con sus condicionantes históricos cambiantes, en el sentido que indica la eliminación potencial de los antagonismos socioeconómicos hoy prevalecientes), reproduce al mismo tiempo también el irrefrenable dinamismo del proceso histórico.

ES la incapacidad de contemplar las inevitables limitaciones temporales y estructurales y la superación definitiva, o «fin», de la formación socioeconómica establecida, lo que acarrea la fantasía profundamente antihistórica del «trecho infinito» presentado como la explicación histórica con base científica de la «creciente alienación del mundo de la época moderna» y de la «alienación del mundo del hombre moderno». Por eso el fuego ideológico de Arendt está dirigido directamente en contra de la idea de que el proceso histórico pueda tener algunas leyes de movimiento63, identificadas como un movimiento dialéctico que se manifiesta a través de las contradicciones y antagonismos inconciliables de la vida social y mediante la dolorosa realidad de la lucha de clases. Y, sobre todo, lo que hace que la concepción marxiana sea radicalmente incompatible con la visión de Hannah Arendt es que Marx prevé una sociedad sin clases en la que el hombre socializado, los productores asociados, regulan racionalmente su intercambio con la naturaleza, y lo ponen bajo su control en común, en lugar de ser dominados por él y por las fuerzas ciegas de la naturaleza; y lo logran con el mínimo gasto de energía y bajo las condiciones más favorables para su naturaleza humana, y dignas de ella64.

Por eso hay que rechazar categóricamente desde el punto de vista de la «esfera estrictamente económica», en la que «uno o unos pocos hombres» toman todas las decisiones y a la inmensa mayoría ni siquiera se les permite discutir los asuntos que afectan su vida tan profundamente, y mucho menos se podría contemplar que se les permitiese asir las palancas del control, como productores asociados, que proseguirían a regular su 125

intercambio articulado con la naturaleza de acuerdo con los fines y las tareas (es decir, un abanico coherente de actividades planificadas y humanamente satisfactorias, en nítido contraste con la división del trabajo, tiránicamente subordinada a los objetivos mercantiles), que ellos adoptarían conscientemente por sí mismos. Lamentablemente, en ese punto clave de la argumentación Arendt nos presenta a un Marx irreconocible. Porque, como es bastante bien sabido, Marx contrapone explícitamente la «historia real» con la «prehistoria», en un intento de definir las diferencias cualitativas entre la historia de las sociedades clasistas (en las que la vida de los individuos tiende a ser regida por múltiples determinaciones ciegas) y las sociedades del futuro, en las que los antagonismos de clase son superados y los productores asociados son capaces de hacer la historia —sometidos a las restricciones, cambiantes pero sin embargo muy reales, a las que ninguna forma social históricamente específica puede escapar o ignorar— en concordancia con su propio designio. Pero la posición marxiana tiene que ser burdamente tergiversada. Se hace esto al pretender que él reduce el proceso histórico al proceso de la mera «fabricación», y al aseverar que Marx adopta una solución tan extremadamente falaz a fin de poder anunciar la «consumación» y el «fin de la historia» en las sociedades sin clases del futuro. Igualmente, Marx no podía ser más claro en su rechazo de las concepciones históricas —religiosas o de otra índole— en las que se hipostatiza algún propósito a priori, como se hace, por ejemplo, en la idea hegeliana de «la historia como teodicea»65. Asombrosamente, sin embargo, Arendt nos dice no sólo que Marx le atribuye ese propósito a la historia, sino que él define, muy absurdamente, al «propósito único de la historia» como el designio contradictorio en sí mismo de «autoabolirse», siendo que es ella la que sostiene que «en la situación de alienación del mundo radical ni la historia ni la naturaleza son en absoluto concebibles», como lo vimos hace un momento. Sin embargo, la distorsión más peculiar de Arendt es la pretensión de que en «la sociedad sin clases [de Marx] lo mejor que la humanidad puede hacer con la historia es olvidar todo el desdichado asunto». Esa

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afirmación resulta absolutamente desconcertante, en primer lugar porque le atribuye falsamente a la concepción marxiana ideas e implicaciones que le son totalmente ajenas. Y, más aún, en segundo lugar, porque el pesimismo cósmico al que la torcida indignación de la frase aparenta objetar es precisamente el que la propia Arendt nos ofrece —en su ensayo «El concepto de la historia» y también en La condición humana y muchas otras— en su lúgubre diagnóstico del «creciente sinsentido del mundo moderno» y de la presunta desaparición en éste, no sólo de la «significación» sino además del «orden» y la «necesidad».

«SI ES QUE EL SENTIDO EXISTE, ESCAPA A NUESTRA PERCEPCIÓN»: DE RANKE Y DE TOCQUEVILLE A SIR LEWIS NAMIER Y MÁS ALLÁ ASÍ, la iluminada concepción histórica de la tradición filosófica burguesa —que produce algunos logros importantes en el siglo XVIII y comienzos del XIX, especialmente cuando la devoradora dinámica histórica del tumulto revolucionario se abrió paso en el horizonte de los filósofos involucrados— le cede su lugar al escepticismo y pesimismo cada vez más penetradores, desde las décadas que siguieron a la muerte de Hegel hasta nuestros propios días. Ranke y De Tocqueville dieron la tónica, predicando la «equidistancia» de todo para con Dios, así como la desolación de nuestra insalvable situación que hace que «la mente del hombre vague en la oscuridad», como citara aprobadoramente Arendt. Ni tampoco es posible prever una fácil escapatoria de los dilemas y contradicciones de esos enfoques de la historia. Porque, una vez que estos afirman que las principales teorías históricas en contienda son «construcciones puramente mentales», carentes de una base fáctica averiguable —y por lo tanto ya estrictamente «inconmensurables» en ese sentido, por no mencionar sus «equidistancias» míticas—, ya nada hay que hacer para eliminar la contradicción de querer ser al mismo tiempo genéricamente escépticos (es decir, programáticamente infundados, como manto defensivo ideado para desviar a priori toda crítica posible), pero firmemente basados en la «sólida refutación teórica» de sus adversarios escogidos (la mayoría de las veces Marx y sus seguidores, por supuesto). 127

El celebrado historiador sir Lewis Namier compendia con escepticismo pesimista —temperado con el dogmatismo seguro de sí mismo de quien sabe que su clase tiene las riendas del poder— la filosofía de la historia antihistórica que predomina en las ideologías burguesas del siglo XX. Como él lo plantea, en pro de la descripción de los «patrones de intersección», luego de rechazar —igual que Arendt66— la viabilidad de la investigación de las «luchas enconadas (porque esa indagación nos conduciría a insondables profundidades o al aire vacío»): «no hay más sentido en la historia humana del que existe en los cambios de las estaciones o los movimientos de las estrellas; o si hubiese algún sentido, escaparía a nuestra percepción»67. Con la adopción de esas visiones se trastruecan completamente todos los logros genuinos de la tradición de la Ilustración en el campo de la teoría histórica. Porque las figuras destacadas de la Ilustración trataron de trazar una línea de demarcación significativa entre la naturaleza que rodea al homo sapiens y el mundo de hechura humana de la interacción social, con el fin de hacer entendibles las especificidades regidas por reglas del desarrollo sociocultural, que emanan de la procura de objetivos humanos. Ahora bien, en total contraste, se niega con firmeza categórica hasta la racionalidad y legitimidad de esas reflexiones. Así, la temporalidad histórica es suprimida radicalmente, y el campo de la historia humana se ve sumergido en el mundo cósmico de la naturaleza, en principio «carente de sentido». Se nos dice que sólo podemos «entender» la historia en términos de la inmediatez de la apariencia —de manera que la cuestión de tomar el control de las determinaciones estructurales subyacentes aferrándose a las leyes socioeconómicas en acción ni siquiera puede surgir— mientras nos resignamos a la paralizante conclusión de que, «si existiese el sentido», ya no podríamos seguirlo hallando en las relaciones sociales históricamente cambiables, conformadas por el propósito humano, sino en la naturaleza cósmica, puesto que tiene que «escapar a nuestra percepción» por siempre. Naturalmente, el escepticismo pesimista de las teorías de ese tipo —que, no obstante, no vacilan en autoerigirse como severos castigadores de todas las «concepciones generales» (que ejemplifican también las andanadas «posmodernas» en contra de los «macrorrelatos»)— no necesita 128

oponerse a la práctica social general en nombre de la «retirada del mundo» por otra parte estipulada como necesaria. La necesidad de esta última surge tan sólo cuando un cambio estructural de envergadura —con referencia a alguna concepción general radical— está implícita en la acción propugnada. Mientras todo pueda quedar contenido dentro de los parámetros del orden establecido, no es necesario condenar la «unidad de la teoría y la práctica» como una de las muchas presuntas «confusiones» de Marx. Por el contrario, bajo esas circunstancias se le puede elogiar como un aspecto altamente positivo de la empresa intelectual. Tal y como lo encontramos, en efecto, en la observación de sir Lewis Namier según la cual «es notable cuánto se agudiza la percepción cuando el trabajo está al servicio de un propósito práctico de interés absorbente», con referencia a su propio estudio, «La caída de la monarquía de los Habsburgo», fruto de su trabajo «en los Servicios de Inteligencia, primero bajo y más tarde en, el Foreign Office»68. Así, el escepticismo histórico, no importa cuán extremo resulte, es muy selectivo en sus diagnósticos y en la definición de sus objetivos. Por cuanto el tema en discusión implica la posibilidad de concebir transformaciones estructurales de envergadura —y, por consiguiente, la elaboración de las estrategias requeridas para «hacer la historia», en ese sentido práctico tangible—, predica entonces la «carencia de significación» de nuestra situación y la inevitabilidad de la conclusión de que «si el sentido existe, escapa a nuestra percepción». Por otra parte, sin embargo, cuando la cuestión está en cómo sostener al orden establecido con todos los medios y medidas necesarios, a pesar de sus antagonismos, y cómo dividir los despojos de —o cómo penetrar en el vacío creado por— un imperio moribundo: el Imperio de los Habsburgo, ese «propósito práctico de interés absorbente», al servicio de los departamentos de inteligencia de otro imperio fatalmente condenado, el británico, milagrosamente «agudizará la percepción» y pondrá en reposo el molesto estorbo del escepticismo.

LAMENTABLEMENTE, es así como la búsqueda emancipadora de la tradición de la Ilustración termina en la teoría y práctica de la historiografía 129

burguesa moderna. Los grandes representantes de la burguesía en ascenso trataron de darle fundamento al conocimiento histórico dilucidando el poder del sujeto histórico humano para «hacer la historia», si bien, por razones que ya hemos visto en varios contextos, a través de su indagación no pudieron llegar en forma consistente hasta la conclusión que originalmente se quería. Ahora hay que liquidar cada uno de los constituyentes de su enfoque. La idea misma de «hacer la historia» es descartada, con abierto desprecio por todos los que pudiesen estar acariciándola, puesto que la única historia que habría que considerar es la que ya está hecha, y se supone que permanecerá con nosotros hasta el final de los tiempos. Por consiguiente, si bien es correcto y apropiado hacer la crónica de la «caída del imperio de los Habsburgo», la legitimidad intelectual de la investigación de las tendencias y antagonismos objetivos del desarrollo histórico que presagian la obligada disolución de los imperios británico y francés —o, en ese respecto, también de las estructuras posbélicas del imperialismo global dominado avasalladoramente por Estados Unidos, políticamente/militarmente mucho más mediadas y difusas—, todo eso tiene que ser declarado a priori improcedente. Del mismo modo, el reconocimiento a regañadientes de las limitaciones de los individuos para imponerle al desarrollo económico las decisiones de política del Estado, «de interés absorbente», adoptadas —en aceptación del obvio, que, sin embargo va de la mano con la difusión continuada del mito de la «soberanía del consumidor individual», como el pretendido ideal regulador del metabolismo socioeconómico y político de la «sociedad industrial moderna»— no conduce a una captación más realista de las reciprocidades dialécticas en funcionamiento entre los individuos y sus clases en la constitución del sujeto histórico, ni al reconocimiento de los ineludibles parámetros colectivos de la acción históricamente relevante. Por el contrario, ocasiona la disección escéptica y la completa eliminación del sujeto histórico, con consecuencias devastadoras para las teorías que puedan ser construidas dentro de semejantes horizontes. Porque una vez que el sujeto histórico es arrojado por la borda, no sólo la posibilidad de hacer la historia, sino también la de comprenderla, han de correr el mismo destino, como las grandes figuras de la Ilustración reconocieron 130

acertadamente mientras trataban de encontrarles soluciones a los problemas que confrontaban. Y, finalmente, el irónico resultado de todo esto para los historiadores involucrados es que también su propia empresa pierde por completo su raison d’être. Una situación que ellos atrajeron sobre sí mismos en el transcurso de su intento por socavar el basamento de quienes se negaban a dar por perdidos los conceptos estrechamente interconectados de «sujeto histórico», «hacer la historia» y «entender la historia», y con ello necesariamente también rompiendo todos los vínculos con los elementos constructivos de la tradición filosófica a la que pertenecen. Al final, lo que les queda como «salida» es la generalización e idealización arbitraria de una dudosa postura intelectual, que en su búsqueda de confianza en sí misma tiene que volverse en contra no sólo de su adversario social sino de su propio linaje. Tratan de ocultar las contradicciones de las soluciones a las que terminan por llegar tras la ideología de la «carencia de significación» universal, aunada a la viabilidad aparentemente obvia de la presentación, en cambio, de «patrones» con «completitud» descriptiva: la más incurablemente autoderrotista de las aspiraciones. Y justifican su evasión programática de los aspectos amplios —de los cuales no es posible eliminar la cuestión de cómo hacer entendibles las tendencias y necesidades que surgen de la procura de los individuos de sus fines socialmente circunscritos— sobre la base de que ellas pertenecen propiamente a las «insondables profundidades» de los misterios cósmicos.

ANTAGONISMO SOCIAL Y EXPLICACIÓN HISTÓRICA SI buscamos las razones tras la deprimente trayectoria de esa marcha atrás radical —desde la preocupación de la Ilustración por la significación humana y su progresiva realización en la historia, hasta la apoteosis del pesimismo cósmico y la carencia de significación universal— resalta más que ningún otro un factor en particular, con su marcada e irreversible importancia, que afecta directamente a la tradición filosófica de nuestra investigación en sus fases de desarrollo cualitativamente alteradas. Tiene

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que ver con las condiciones objetivamente establecidas y las posibilidades de emancipación, y también con las variables restricciones sociales implicadas en sus conceptuaciones bajo diferentes circunstancias históricas. En verdad, ya la búsqueda emancipadora de la gran tradición histórica de la Ilustración padece de las restricciones que inducen a sus principales representantes a abandonar la cuestión del sujeto histórico nebulosa y abstractamente definido (o indefinido). Ello se debe en parte a las presuposiciones individualistas de los filósofos pertenecientes a esa tradición, y en parte a la heterogeneidad potencialmente antagonística de las fuerzas sociales a las que ellos están vinculados en la fase dada de las confrontaciones históricas. Así, lo que nos encontramos aquí, aun bajo las circunstancias más favorables para la articulación de las concepciones históricas burguesas, es la presencia —al comienzo latente, pero en crecimiento inexorable— de antagonismos sociales insuperables que se abren paso hasta el núcleo estructurante de las respectivas síntesis filosóficas. Como es comprensible, entonces, el cierre del período histórico en cuestión, en la secuela de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, saca a la luz un logro verdaderamente ambivalente. Por una parte, le da surgimiento a las más grandes conceptuaciones burguesas de la dinámica histórica, al nivel de generalización más elevado, anticipando magistralmente dentro de los confines categoriales abstractos de sus horizontes la lógica objetiva del desenvolvimiento global del capital, aunado a percepciones que realmente hacen época del papel clave del trabajo en el desarrollo histórico. Por otra parte, sin embargo, produce también la expansión antes inimaginable del arsenal mistificador de la ideología. Significativamente las dos se combinan en la síntesis del sistema hegeliano, internamente desgarrado y, aun en sus propios términos, extremadamente problemático; con su «Sujeto/Objeto idénticos» y su «astucia de la Razón» en lugar del sujeto histórico real; con la reducción del proceso histórico al «círculo de círculos» del «progreso tan sólo del Concepto» que se genera a sí mismo, en su construcción del edificio categorial de la Ciencia de la lógica, y también en la pretendida «verdadera teodicea» de La filosofía de la historia; y con la supresión de la temporalidad histórica en la coyuntura crítica del presente, para terminar autocontradictoriamente con la mayor de todas las mentiras que sea posible defender en

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una teoría que quiere pasar por histórica —a saber, que «Europa es absolutamente el fin de la historia»69— después de definir la tarea de la «Historia Universal» como la demostración de «cómo llega el Espíritu al reconocimiento y adopción de la Verdad»70. • No puede haber sorpresa alguna, entonces, en el hecho de que la situación empeore cada vez más a medida que los antagonismos sociales antes latentes se desenvuelven y el nuevo orden explotador del capital es consolidado en el período posrevolucionario, en el transcurso de grandes choques y confrontaciones de clases, bajo la hegemonía de la burguesía. Como resultado, ya no sigue siendo posible dejar abstractamente indefinida la cuestión del sujeto histórico emancipador, ni ciertamente tampoco mantener el asunto de la emancipación misma por separado de los agravios claramente identificables de la dominación y la explotación. • Así, definir el avance histórico en términos del genérico «progreso de la humanidad» —por no mencionar el hegeliano «progreso tan sólo del Concepto»— pierde por completo su relevancia una vez que las líneas de demarcación son vueltas a trazar sobre líneas conflictivas socioeconómicamente específicas, en la realidad de la práctica social misma. Se vuelve extremadamente difícil persistir en promesas y expectaciones optimistas, aunadas a imprecisos marcos categoriales, que resultaban entendibles en la época en que el «Tercer Estado» estaba todavía totalmente indiferenciado. • Tal actitud para con la historia puede ser mantenida a pesar de todo, ya que en el período entre la Revolución Francesa y las revoluciones de la década de los 40 en el siglo XIX, aparecen una variedad de conceptuaciones socialmente críticas en paralelo a la creciente polarización social, para culminar en la concepción marxiana del nuevo orden social con referencia a los antagonismos estructurales del capital y al papel emancipador del proletariado con conciencia de clase.

EN ese sentido, de la mano de la consolidación del orden social posrevolucionario se dan transformaciones conceptuales altamente significativas.

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Al comienzo, los historiadores burgueses reconocen la sustancia sociohistórica, así como el valor explicatorio, de las luchas de clase, si bien tratan de insertar ese concepto en un marco general cada vez más conservador. Sin embargo, más tarde todas esas categorías tienen que ser descartadas por completo como «conceptos del siglo XIX», y característicamente le son atribuidos a Marx (aunque el propio Marx jamás pretendió ser original en ese respecto), a fin de poder sacudirse de una herencia intelectual sin avergonzarse. La búsqueda de emancipación de la Ilustración corrió el mismo destino de quedar relegada al pasado remoto en la totalidad de sus aspectos principales, y de verse aludida cada vez más como —en el mejor de los casos— una «noble ilusión». Puesto que la cuestión de la emancipación misma resulta inseparable del problema práctico tangible de cómo derrotar a la explotación, las dos estrategias —frecuentemente asociadas— abiertas al enfoque burgués moderno son: 1. definir los términos de referencia de la emancipación introspectivamente, como algo concerniente a la relación entre «yo y mi propio ser»; y 2. desacreditar, como «confusión» y/o «autoengaño», a todos los conceptos que no puedan ser «interiorizados» mistificadoramente (como «hacer la historia»); a los que intentan hacer entendibles las tendencias y determinaciones objetivas del desarrollo histórico (es decir, «entender la historia»; y, para cerrar, todos los esfuerzos que tratan de identificar las condiciones de la intervención exitosa del «sujeto histórico» en el proceso histórico en desenvolvimiento, con la mira puesta en poner bajo control humano a las fuerzas ciegas que nacen de la constitución intrínseca del capital. Cuando, «desde el punto de vista de la economía política» (que representa la perspectiva del orden establecido del capital), la cuestión es cómo evitar que la historia sea hecha por las clases subordinadas como paso previo para un nuevo orden social, el pesimismo histórico del «creciente sinsentido», y el escepticismo radical que trata de desacreditar la idea misma de «hacer la historia», están en perfecta sintonía con los intereses materiales e ideológicos dominantes. 134

Al mismo tiempo, como contraste, las fuerzas sociales involucradas en la lucha por la emancipación del dominio del capital no pueden dejar caer ni el proyecto de «hacer la historia» ni la idea de instituir un nuevo orden social. No a cuenta de alguna perversa inclinación a un «holismo» mesiánico, sino simplemente porque la realización de incluso sus objetivos inmediatos más limitados —como alimentación, vivienda, servicios básicos de salud y educación, en lo tocante a la inmensa mayoría de la humanidad— es absolutamente inconcebible si no se desafía radicalmente al orden establecido, cuya naturaleza los remite, necesariamente, a su impotente posición de subordinación estructural en la sociedad. Así, la articulación de una concepción histórica genuina, y la desafiante afirmación de la validez de su orientación «totalizadora», con el objetivo práctico de «hacer la historia», son inseparables de todo desafío emancipador real al orden dominante. Por la misma razón, en el lado opuesto de la divisoria social resulta igualmente comprensible la simbiosis del pesimismo histórico y el escepticismo con la ideología de la «ingeniería social antiholística». Porque —no obstante algunas diferencias de énfasis en ciertos contextos, en concordancia con su división del trabajo en la empresa ideológica compartida al servicio del status quo prevaleciente— su común denominador es la supresión radical de la temporalidad histórica y la declaración apriorística de la definitiva insensatez de concebir la posibilidad «general» (u «holística») de «hacer la historia». Pero el pesimismo y escepticismo histórico, en su impía alianza con la «ingeniería social a cuentagotas» (que es en realidad la otra cara de la misma moneda), también les ofrece una «bonificación» a las fuerzas empeñadas en la preservación del status quo. El punto es que las estrategias sociales de la emancipación tienen que hacerse valer bajo la relación de fuerzas realmente establecida que, en la coyuntura presente, todavía se inclina poderosamente en su contra, y a favor del capital, a pesar del anacronismo histórico de su orden socioeconómico. Así, al parecer, bajo las circunstancias prevalecientes sólo resultan factibles los éxitos parciales, y frecuentemente hasta éstos tienen que sufrir las consecuencias de la relación de fuerzas desfavorable. En consecuencia, cada fracaso o retroceso importante parece reforzar el peso del escepticismo histórico, y extiende su influencia mucho más allá de quienes son los beneficiarios de que se continúe manteniendo el status quo. 135

En ese importante sentido práctico, la supresión de la temporalidad histórica constituye probablemente el recurso metodológico más poderoso en el arsenal de la ideología dominante.

NOTAS

1. Como le expone Aristóteles: «La verdad es que, así como en las otras artes imitativas una imitación es siempre un objeto, igual que en la poesía la historia, como imitación de la acción, tiene que representar una acción, un todo completo, con sus varios incidentes tan estrechamente conectados que la transposición o eliminación de uno de ellos desuniría o trastornaría el todo. Porque lo que no ocasiona ninguna diferencia perceptible con su presencia o su ausencia no forma parte real del todo. Por lo que hemos dicho se verá que la función del poeta es describir, no lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, es decir, lo que es posible por ser probable o necesario. La diferencia entre el historiador y el poeta no está en que uno escriba en prosa y el otro en verso: se podría poner la obra de Herodoto en verso y aún seguiría siendo historia; la diferencia consiste realmente en que uno describe lo que ha sido y el otro lo que pudo haber sido. Por lo tanto la poesía es algo más filosófico y de mayor importancia que la historia, ya que sus presentaciones son por naturaleza universales, en tanto que las de la historia son singulares. (…) De los simples argumentos y acciones las episódicas son las peores. Llamo episódico a un argumento cuando en la secuencia de sus episodios no existe ni la probabilidad ni la necesidad» (Aristóteles, Poética, capítulos 8 y 9). 2. San Agustín, City of God , Image Books, Doubleday & Co., Nueva York, 1958, p. 523. 3. Ibíd., p. 41. 4. Friedrich Schlegel, The Philosophy of Life, and Philosophy of Language, in a Course of Lectures, George Bell & Sons, Londres, p. 116. 5. Ibíd., pp. 114, 140, 163, 186. 6. Ibíd., pp. 328-329. 7. G.W.F. Hegel, The Philosophy of History, p. 457. 8. G.W.F. Hegel, The Philosophy of Right, L.M. Knox (trad.), Oxford University Press, Nueva York, 1975, p. 216. 9. Ibíd. 10. The Philosophy of History, p. 449. 11. Ibíd., p. 452.

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Ibíd. Giambattista Vico, The New Science, Cornell University Press, Ithaca, 1970, pp. 52-53. Ibíd., pp. 382-383. Ver la sección en la que Vico insiste en que «los padres de familia, una vez convertidos en grandes (…) gracias al trabajo del prójimo, comienzan a abusar de las leyes de protección y gobiernan al prójimo con excesivo rigor». Ibíd., p. 377. Ibíd., p. 58. Ibíd., p. 53. Ibíd., p. 376. Ibíd., p. 53. Ibíd., p. 60. Ibíd., p. 383. Ibíd., p. 384. Ibíd., p. 59. Ibíd., p. 65. Carlos Marx, Grundrisse, p. 278. Hannah Arendt: The Recovery of the Public World, editado por Melvyn A. Hill, St. Martin’s Press, Nueva York, 1979, p. 327. Por supuesto, agrega inmediatamente: «el sistema de consejos, que nunca fue puesto a prueba». Los ejemplos históricos reales del sistema de consejos, desde la Comuna de París hasta algunos intentos recientes de afirmar su importancia práctica para una transformación socialista de la sociedad, no parecen contar. Ni siquiera como «puestos a prueba». Porque el horizonte social con el que Arendt se identifica no puede avenirse con el proyecto socialista. Prefiere etiquetarlo y despacharlo sumariamente como inseparable del «totalitarismo». Ibíd., p. 306. Ibíd. Y al interrogador que pregunta «¿Qué es usted? ¿Conservadora? ¿Liberal? ¿Dónde se ubica dentro de las posibilidades contemporáneas?», ella le contesta: «Yo no sé. Realmente no sé, y nunca he sabido. Usted sabe que la izquierda piensa que yo soy conservadora, y los conservadores piensan a veces que soy de izquierda, o una rebelde, o Dios sabe qué. Y debo decir que me importa poco. No creo que ese tipo de cosas vaya a iluminar en algo las verdaderas cuestiones de este siglo. (…) Yo nunca fui socialista. Nunca fui comunista. Vengo de un background socialista. Mis padres eran socialistas. Pero yo misma, nunca. Jamás quise nada de eso. Así que no puedo responder la pregunta. Nunca fui liberal. Nunca creí en el liberalismo. (…) Así que usted me pregunta dónde estoy. No estoy en ninguna parte. Realmente no estoy en la tendencia principal del presente o en ningún otro pensamiento político. Pero no porque yo quiera ser tan original: lo que sucede es que de alguna manera no encajo. (…) No quiero decir que soy mal comprendida. Por el contrario, se me comprende muy bien. Pero si uno viene con cosas así, y les quita sus barandas a la gente: sus

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líneas directrices seguras (¡y entonces hablan de la ruptura de la tradición, pero nunca se han dado cuenta de lo que eso significa! ¡Que significa que uno está a la intemperie!), entonces, por supuesto, la reacción es —y en mi caso ha sido así muy a menudo— simplemente que tú resultas ignorado. (…) Y, bueno, usted sabe, yo no reflexiono mucho acerca de lo que estoy haciendo. Creo que es una pérdida de tiempo. De cualquier forma uno nunca se conoce a sí mismo. Así que es totalmente inútil. Eso quiere decir que la tradición se ha roto y que el hilo de Ariadna está perdido. Bueno, eso no es para nada tan nuevo como yo lo estoy haciendo parecer. Después de todo, fue Tocqueville el que dijo que “el pasado dejó de arrojar su luz sobre el futuro, y la mente del hombre vaga en la oscuridad”. Esa es la situación desde mediados del siglo pasado, y, mirado desde la perspectiva de Tocqueville, es totalmente cierto». Ibíd., p. 305. Ibíd., p. 304. Ver a este respecto Ibíd., pp. 303-306. Ibíd., p. 306. «Bueno, yo hice, por supuesto, algo parecido a lo que hizo Montesquieu con la Constitución inglesa cuando construí cierto tipo ideal sobre la base de la Constitución norteamericana. (…) En realidad todos hacemos eso. De alguna manera todos construimos lo que Max Weber llama el “tipo ideal”. Es decir, pensamos en cierto conjunto de hechos históricos, y discursos, pasando por lo que tengamos a mano, hasta que se convierte en algún tipo de regla consistente». Ibíd., p. 329. Ibíd., p. 327. Ibíd., p. 328. «Créame, la burocracia constituye una realidad hoy mucho más [reveladora o descubridora] que una clase. En otras palabras, uno emplea una cantidad de nombres abstractos que alguna vez fueron reveladores, digamos, en el siglo XIX». (Ibíd., p. 319). Lenin, también, es «tan escrupulosamente siglo XIX, usted sabe. Ya no creemos más en todo eso» (Ibíd., p. 324). Hannah Arendt, The Human Condition, Doubleday Anchor Books, Nueva York, 1959, p. 230. O, como lo expone en otra parte: «el hábito de vivir junto a uno mismo explícitamente, es decir, de participar en ese diálogo silencioso entre yo y mi propio ser» (H. Arendt, «Personal Responsibility under Dictatorship», The Listener, 6 de agosto de 1964). Ibíd., p. 231. Constituye, por supuesto, una tergiversación característica pretender que la preocupación de Marx es la «auto-alienación». La preocupación de éste por desentrañar cómo la «alienación del trabajo» asume un papel central en el funcionamiento de la sociedad bajo el dominio del capital, afectando profundamente todas las facetas de la vida, desde la producción material hasta las imágenes religiosas y las concepciones filosóficas, está centrada en determinaciones y procesos dialécticos notoriamente

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objetivos cuyo significado no puede ser reducido y englobado por términos subjetivistas como «autoalienación». «Las únicas ganancias que cabría esperar legítimamente de esas actividades humanas sumamente misteriosas [es decir, el pensamiento] no son ni definiciones ni teorías, sino antes bien el lento y pausado descubrimiento, y, quizás, el trazado del mapa de la región que algún incidente ha iluminado por completo durante un momento fugaz» (H. Arendt, «Action and the Pursuit of aplies», trabajo presentado en el Encuentro de la Asociación de Ciencia Política de Norteamérica, septiembre de 1960. Citado en el penetrante ensayo «The Fictions of Mankind and the Stories of Men», en Melvin A. Hill [ed.], ob. cit., p. 296). H. Arendt, The Human Condition, p. 56. Melvyn A. Hill (ed.), ob. cit., p. 320. Ibíd., p. 287. No es de extrañar, entonces, que Daniel Bell saludase la publicación de las obras de Hannah Arendt con tanto entusiasmo. (No hace falta decirlo, la simpatía fue totalmente recíproca. Porque también Arendt recomendó el libro de Daniel Bell, Work and Its Discontents, como «una excelente crítica a la moda de las “relaciones humanas”». Ver The Human Condition, p. 346.) Elizabeth Young-Bruehl, «From the Pariah’s Point of View: Reflections on Hannah Arendt’s Life and Work», en M.A. Hill (ed.), ob. cit., p. 24. H. Arendt, «The Concept of History», en Between Past and Future: Six Exercizes in Political Thought, Meridian Books, Cleveland y Nueva York, 1963, pp. 53-54. Tenemos aquí de nuevo el «nombre singular abstracto» por el cual Arendt —de manera totalmente errónea, como hemos visto— reprueba severamente a Marx. H. Arendt, «The Concept of History», pp. 89-90. Ibíd., p. 86. Ibíd., p. 87. Ibíd., pp. 88-89. Ibíd., p. 86. Ibíd., p. 58. Ibíd., pp. 57-58. Ibíd., p. 58. La sugerencia de Arendt es, de hecho, totalmente asombrosa, ya que los procesos nucleares en cuestión —o al menos sus constituyentes que están siendo combinados en una gran variedad de procesos «hechos por el hombre»— sí existen ciertamente en la naturaleza, aunque no necesariamente en nuestro entorno terrestre inmediato. Sin embargo, Arendt recurre a la inflación mistificadora de la pretendida capacidad de la ciencia y la tecnología modernas de «hacer naturaleza» para vaciar el concepto de «hacer la historia» de todo significado real. Porque para afirmar que sólo podemos

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hacer la historia en el sentido de que podemos «hacer naturaleza» equivale a decir que no podemos hacerla en lo absoluto, puesto que al «hacer naturaleza» —con el cual el proceso de hacer la historia es equiparado arbitrariamente por Arendt—, el término «hacer» es empleado en un sentido puramente figurativo. Marx es muy crítico al respecto, no sólo para con los Jóvenes Hegelianos, sino también con su antecesor filosófico. En La sagrada familia escribe: «La concepción de la historia de Hegel presupone un Espíritu Abstracto o Absoluto, que se desarrolla de manera tal que la humanidad constituye una mera masa portadora del Espiritu con grado variable de conciencia o inconciencia. Por consiguiente, Hegel construye un desarrollo histórico especulativo, esotérico. La historia de la humanidad se convierte en la historia del Espíritu Abstracto de la humanidad, y por ende en un espíritu muy distante del hombre real. (…) Ya en Hegel el Espíritu Absoluto de la historia tiene su materia en la Masa y sólo halla su expresión apropiada en la filosofía. El filósofo, sin embargo, constituye nada más el órgano mediante el cual el hacedor de la historia, el Espíritu Absoluto, llega a la conciencia de sí retrospectivamente, después de que el movimiento ha concluido. La participación de los filósofos en la historia queda reducida a su conciencia retrospectiva, porque el movimiento real lo cumple inconscientemente el Espíritu Absoluto. De aquí que el filósofo aparece en escena post festum». Carlos Marx y Federico Engels, Collected Works (MECW), vol. 4, International Publishers (1975), Nueva York, pp. 85-86. H. Arendt, «The Concept of History», p. 77. Ibíd., p. 78. Ibíd., p. 79. Ibíd., pp. 79-80. Para una discusión en detalle de estos problemas, ver mi ensayo «Kant, Hegel, Marx: Historical Necessity ant the Standpoint of Political Economy», en Philosophy, Ideology and Social Science. Carlos Marx, Capital, vol. 3, Vintage Books, Nueva York, p. 861. Entre los críticos de Marx existe predilección por presentar sus visiones de las leyes del desarrollo histórico dialécticamente acertadas —de las que la conciencia social forma parte integral— como una «ley natural» genérica y mecánica. En este respecto, constituye una distorsión particularmente burda el que alguien pretenda que en la visión de Marx «los pensamientos y las ideas son una especie de vapor (…) que emana misteriosamente de los basamentos materiales» (Patrick Gardiner, The Nature of Historical Explanation, Oxford University Press, 1961, p. 138). C. Marx, ob. cit., vol. 3, p. 800. «El propio Hegel confiesa al final de la Geschichtsphilosophie que él «sólo ha considerado el desarrollo del concepto, y ha representado en la historia la verdadera teodicea» (The German Ideology, en MECW, Vol. 5, p. 61). Naturalmente, Marx no les tenía

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mayor simpatía a los proponentes del «propósito oculto» y la «mano oculta» —que idealizaban directamente la materialidad de las relaciones de mercado burguesas— que la que sentía por las mistificaciones especulativas de Hegel. Para citar a Arendt: «La lucha de clases: a Marx le parecía que esa fórmula revelaba todos los secretos de la historia, al igual que la ley de la gravedad aparentaba revelar todos los secretos de la naturaleza. Hoy, luego de haber tratado una tras otra cada construcción de la historia, fórmula tras fórmula, la cuestión para nosotros no es si ésta o aquella otra fórmula particular es correcta. En todos esos intentos lo que se considera como significado no es, de hecho, más que un patrón: confundir patrón con significado; y difícilmente cabía esperar de él que se diese cuenta de que casi no existía patrón en el cual no encajasen tan nítida y consistentemente como lo hacían en el suyo» (H. Arendt, «The Concept of History», pp. 80-81). Sir Lewis Namier, Vanished Supremacies: Essays on European History, 1812-1918, Penguin Books, Harmondsworth, 1962, p. 203. Ibíd., p. 7. G.W.F. Hegel, The Philosophy of History, p. 103. Ibíd., p. 53.

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CAPÍTULO 6 DUALISMO Y DICOTOMÍAS EN LA FILOSOFÍA Y EN LA TEORÍA SOCIAL

LAS PREMISAS OCULTAS DE LOS SISTEMAS DICOTÓMICOS LOS filósofos que comparten «el punto de vista de la economía política» (es decir, el punto de vista del capital, según Marx) tienden a presentarnos dicotomías y «soluciones» articuladas dualísticamente a los problemas sobre el tapete. En el caso de Hannah Arendt, por ejemplo, «comprender» es lo opuesto a «hacer», la «teoría» a la «práctica», lo «político» a «lo social», el «juicio» al «razonamiento técnico» de la «esfera estrictamente económica», etcétera. El hecho de que los imperativos técnicos de la producción —tanto en una fábrica determinada como en la organización del aparato productivo como un todo— estén basados en la premisa social fundamental, y desde el punto de vista capitalista absolutamente vital, de la separación forzosa del trabajo y los medios de producción, tiene que mantenerse fuera del marco de ese razonamiento1. Y así debe permanecer como asunto de determinación ideológica con un interés creado en suponer al «sistema orgánico» existente como simplemente dado, negándose a considerar la dinámica de su génesis y potencial disolución: ambas identificables (con relativa facilidad desde un punto de vista social radicalmente diferente) en el punto focal de las presuposiciones antagónicas del sistema. Hay que subrayarlo hasta el cansancio: las presuposiciones necesarias del sistema socioeconómico establecido no residen en una oscura región del pasado remoto, como para relegar la cuestión de su evaluación al terreno del interés puramente académico. Por el contrario, ellas constituyen una de las dimensiones más vitales del presente en constante desenvolvimiento, con implicaciones teóricas y prácticas de largo alcance en lo tocante a las alternativas y estrategias sociales factibles. Porque, independientemente de lo antagónicas que puedan resultar sus determinaciones internas, 143

las presuposiciones mismas deben ser —como ciertamente lo son en nuestros días— reproducidas con éxito en el proceso general de producción y reproducción de capital, junto con todas las demás partes constituyentes del sistema en cuestión, si no es que el sistema productivo de la llamada sociedad «industrial» y «postindustrial moderna» se desintegra bajo el peso de sus múltiples contradicciones. Existe una tendencia a ignorar ese aspecto crucial del proceso de reproducción social, gracias al poder mistificador de la ideología dominante. Porque, por lo general, ésta posee una inmensa ventaja posicional en la escogencia del terreno y en la demarcación de los parámetros dentro de los cuales habrá que conducir los debates teóricos en los períodos históricos de estabilidad relativa. Y, por supuesto, la ideología dominante explota a plenitud esa ventaja dando por sentadas sus propias (no mencionadas) premisas ideológicas —que resulta ser que coinciden con las necesarias presuposiciones prácticas del orden establecido para su autorreproducción exitosa— como los términos de referencia incuestionables de todo «razonamiento técnico» y «juicio de valor» legítimos. Naturalmente, la sistemática separación teórica de las (eternizadas) características funcionales del sistema establecido y la investigación de sus presuposiciones dinámicas tanto del pasado como del presente (a las que unilateral y falazmente se las asigna al campo «especializado» de la historiografía académica, si es que se les llega a considerar), y por consiguiente la eliminación de la dimensión ideológicamente muy embarazosa y directamente desafiable del proceso de reproducción del capital, constituye por sí misma parte integral del proceso general de la reproducción social. En verdad, esta es una de las maneras más importantes en las que la ideología dominante ayuda activamente a articular y modificar, de acuerdo con las circunstancias cambiantes pero dentro de los límites estructurales muy bien demarcados2, la compleja red de determinaciones —individuales y colectivas, así como materiales e ideales— que aseguran y salvaguardan la continua reproducción del orden social establecido, con todas sus presuposiciones prácticas. No resulta demasiado difícil ver que la metodología dualista y la articulación dicotómica de las categorías constituyen armas muy útiles al servi-

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cio de los intereses ideológicos dominantes. Porque su efecto combinado es la imposición de líneas de demarcación extremadamente problemáticas a las maneras como se pueden evaluar los problemas identificados. Esas líneas de demarcación categoriales y metodológicas equivalen, en sus funciones estipuladoras más o menos explícitas, a la fijación de rígidos tabúes (como la pretendida imposibilidad categorial de inferir «debe» de «es», «valores» de «hechos», etcétera). Como resultado, el dinámico nexo entre la estructura establecida de la totalidad social, por un lado, y su constitución histórica original y las transformaciones en marcha, por la otra, queda completamente a oscuras. Así, no resulta para nada sorprendente que la tensión entre los aspectos estructurales (o «sincrónicos», «sistemáticos», «estructurales/funcionales») y los históricos (o «diacrónicos», «genéticos») de la teoría resulte tan endémica en toda esta tradición filosófica. Ni ciertamente tampoco lo es que la manifestación de esa tensión culminase en el siglo XX en las concepciones más extremas del dualismo y las dicotomías a través de las varias formas de «estructuralismo» e «historicismo» enfrentadas entre sí en su apartamiento cosificado.

EL IMPERATIVO FUNCIONAL DE LA EXCLUSIVIDAD OPERACIONAL EN la totalidad social misma, las presuposiciones heredadas y siempre rígidamente reafirmadas del sistema productivo establecido, y sus rasgos más transitorios, son reproducidas de forma simultánea. Son reproducidas como elementos inextricablemente entrelazados de un proceso orgánico unificado. Ciertamente, el carácter orgánico de la autorreproducción de la sociedad se hace valer en virtud de la inseparabilidad práctica de sus varias dimensiones bajo circunstancias normales. Para decirlo de otro modo, en toda totalidad social establecida históricamente las determinaciones valorativas (o «axiológicas») y funcionales (en la sociedad capitalista por lo general también «técnicas/tecnológicas») están tan estrechamente entrelazadas que incluso en el plano teórico resulta imposible separarlas sin adoptar una perspectiva crítica de cara al

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sistema establecido. Porque, como resultado del inexorable proceso de confusión práctica, los valores estructuralmente dominantes e institucionalizados tienden a aparecer bajo un ropaje técnico/instrumental (precisamente porque resultan estar ya institucionalizados) y restringen a sus adversarios nada más al campo de los valores discutibles. En consecuencia, puesto que se tiene que dar por sentado que el orden establecido queda «fuera de disputa» en su articulación estructural fundamental, sus valores ya institucionalizados pueden cubrirse fácilmente bajo el manto de la instrumentalidad pura. Al mismo tiempo, los valores críticos —es decir, los valores que aparecen abiertamente como tales, sin el disfraz de la instrumentalidad inobjetada— tienen que ser condenados como «herejía» o, más recientemente, como «irracionalidad oposicionista», «emotivismo», etcétera. La perversa confusión práctica manifiesta en esos fenómenos puede ser identificada claramente en instituciones tales como, por ejemplo, la «Santa Inquisición». Pues si bien en sus pretensiones de ser la «defensora de la fe» en contra de toda herejía, la Santa Inquisición hace valer abiertamente sus valores, al conjunto específico de valores propugnados de ese modo jamás se les permite ser considerados como uno dentro de una posible multiplicidad de conjuntos alternativos (debatibles). Por el contrario, tiene que ser presentado como el solo y único regulador y marco instrumental del todo social decretado por mandato divino. Más aún, puesto que el aspecto crucial desde el punto de vista del orden establecido es siempre el control efectivo de la instrumentalidad dominante en la práctica, la admisión abierta de la asociación de esta última con los valores es factible sólo en la medida en que el conjunto de valores socialmente afianzados pueda sustentar sus pretensiones exclusivas de existencia, como en el caso de la propia Santa Inquisición. En el nivel de la instrumentalidad dominante no puede haber «tolerancia». Por eso, tan pronto se admite (en el transcurso del desarrollo histórico real) que los valores pertenecen a conjuntos alternativos que compiten legítimamente —no a consecuencia del «principio de racionalidad» y el «cálculo» en progreso milagroso, sino como resultado de la lucha de clases en desenvolvimiento, en la que la burguesía en ascenso

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todavía juega un papel positivo—, la relación práctica entre la instrumentalidad y los valores requiere de una realineación drástica. En ese sentido, paralelo a la consolidación del orden socioeconómico del capital, la contienda entre los conjuntos de valores rivales tiene que ser transferida a un campo aparte, donde sus confrontaciones no puedan poner en peligro el funcionamiento práctico de la nueva estructura. Porque lo que decide el punto al final es la intolerancia práctica del solo y único conjunto de reglas operacionales con las que el modo de control social del capital resulta realmente compatible, independientemente de la ideología del «pluralismo» vastamente difundida. En realidad, el tan publicitado «pluralismo» tiene por términos de referencia la pluralidad de los capitales únicamente, mas nunca la posibilidad de instituir una alternativa significativa y funcional al dominio del capital mismo. La regla impuesta en la práctica de la exclusividad operacional (en el plano de la instrumentalidad dominante) se corresponde con un imperativo funcional objetivo del sistema socioeconómico establecido, y tiene que prevalecer precisamente en esa forma. Todo lo contrario, la ideología de la «tolerancia» con respecto a los conjuntos de valores alternativos surge en un momento de la historia en el que la burguesía es todavía una outsider, y por consiguiente tiene que negar la «intolerancia» reguladora del viejo orden que le impide avanzar. Sin embargo, una vez que el orden burgués de la sociedad se ha consolidado, y el capital puede hacer valer su intolerancia estructural por la vía del hecho, la tolerancia misma tiene que ser exiliada a la esfera aparte de los valores abstractos e impotentes. La «competencia» es admisible como justa y apropiada en la medida en que pueda ser contenida dentro de los límites que correspondan a la pluralidad de los capitales. Aunque dicha competencia asuma la forma de un nuevo conjunto de valores que prevea o implique una alternativa funcional real al marco de intolerancia estructural establecido, tiene que ser descalificada y, si es necesario, reprimida por todos los medios a disposición del sistema. Porque no se puede permitir que nada perturbe la «funcionalidad racional» —es decir, el modo específico de la determinación valoradora e instrumental— del orden establecido.

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PUESTO que en el nivel de sus estructuras operacionales/instrumentales todo orden social particular es compatible con un solo conjunto de valores fundamental, tiene que haber vías históricamente específicas en las que los conjuntos rivales —que surgen espontáneamente de las contradicciones y antagonismos objetivos del propio orden socioeconómico establecido— sean manejados. La exclusividad antes mencionada constituye un imperativo funcional de todos los órdenes sociales, dado que el regulador fundamental del metabolismo social no puede ser sino un regulador totalizador. Sin embargo, las formas históricas específicas en las que ese imperativo funcional prevalece en las diferentes formaciones sociales pueden diferir radicalmente entre sí. El contraste se torna más claro si recordamos el hecho de que el capital tiene que establecer sus propias credenciales en el transcurso del desarrollo histórico, en contra de un orden socioeconómico que pretende la absoluta validez de los «mandatos divinos» respecto a lo que viene a constituir dos de los principales obstáculos para el poder en progresivo desenvolvimiento del capital. • El primero atañe al dogma práctico de la «no enajenabilidad de la tierra», cuya abolición resulta absolutamente vital para el desarrollo de la agricultura capitalista. • Y el segundo gran obstáculo que la burguesía en ascenso no puede tolerar es la prohibición cristiana que se le impuso a la «usura» (interés), u «obtención de ganancia con los préstamos sin enajenar el capital», para decirlo en el lenguaje de las candentes controversias de la época. Así, el capital tiene que definirse, al principio, como una alternativa global al orden establecido reconocidamente histórica, pero en ese respecto en modo alguno menos legítima y viable, y más aún en relación con sus aspiraciones futuras menos permanentes. Eso está obviamente en total contradicción con la actitud de su adversario social establecido. Porque éste rechaza categóricamente la idea misma de una posible alternativa para él, en su autoidentificación exclusiva con el único conjunto de valores admisible, del cual reclama descendencia no meramente histórica sino divina, a fin de justificar su superioridad 148

a priori a toda contingencia concebible. (La Santa Inquisición es, por supuesto, tan sólo una expresión institucional particular —bajo circunstancias históricas muy especiales— de tal coincidencia estructural directa y abierta identificación de los valores absolutizados con la instrumentalidad dominante.) Sin embargo, también en el caso del capital, su autodefinición como un conjunto alternativo de valores —constituidos históricamente— no es en modo alguno el fin del proceso. Porque el imperativo funcional de la exclusividad, en definitiva siempre prevaleciente —anticipado, de modo muy curioso, por la concepción burguesa del mundo: un mundo que rechaza enérgicamente la «eternización» en su forma teológica/intolerante, y al mismo tiempo la reconstituye de una nueva forma laica pretendiendo tener de su lado a la Razón como tal (en su carácter absoluto atemporal y en principio inobjetable)— tiene que autorreafirmarse una vez que el capital esté en el control general del metabolismo social. Significativamente, entonces, en el transcurso del desarrollo histórico del capital podemos presenciar un viraje radical del concepto de «alternativa». En primer término, pierde su sentido anteriormente global —es decir, su dimensión apropiadamente axiológica—, que en principio es transferido al «campo de los valores» aparte. Al mismo tiempo, en el espíritu de la nueva parcialidad prevaleciente en la práctica, en el plano funcional/ instrumental se retiene un sentido estrictamente limitado de «alternativa», que se corresponde con la determinación estructural más profunda del capital como la pluralidad de los capitales en competencia (y en ese sentido restringido, «alternativos»). Más aún, tanto a causa de la limitada definición funcional del significado de «alternativa», como en virtud de la separación dualista entre el «campo de los valores» y el «campo de los hechos», el capital adquiere la apariencia de un sistema eminentemente «racional». Y si bien en realidad esos cambios de significado les son impuestos objetivamente al capital mismo —ya que, como modo específico de control social general, el capital no puede reconocer la legitimidad de alguna alternativa real a su propio dominio, ni tampoco puede constituir una alternativa a su propio modo de operación en cualquier sentido significativo del término—, el prosaico imperativo funcional de totalizar la exclusividad operacional 149

se ve racionalizado e idealizado por la filosofía burguesa como el paradigma de la «funcionalidad racional».

VALORES DOMINANTES DISFRAZADOS DE COMPLEJOS INSTRUMENTALES: LAS ILUSIONES DE LA FUNCIONALIDAD LIBRE DE VALOR

CLARO está, el traslado estipulado del significado axiológico de «alternativa» a una esfera aparte constituye esencialmente una impostura. No puede más que ser una impostura porque los valores intrínsecos al modo de funcionamiento económico y control social del capital tienen que seguir siendo las presuposiciones globales intencionadas que no se mencionan y las premisas prácticas incuestionables del orden establecido, como ya se ha indicado. Ciertamente, ellos tienen que ser (como lo son sin contemplaciones) hechos valer como tales —directa o indirectamente, según lo requieran las circunstancias— con una eficacia práctica incomparablemente mayor que la que jamás pudo soñar siquiera la Santa Inquisición para sus propias pretensiones de ejecución de la ley sancionada por la divinidad. Así, objetivamente, en el modo de funcionamiento real de ese sistema, la contradicción en los valores no resulta eliminada, o superada, en modo alguno mediante la adopción del marco categorial dualista. Queda simplemente escondida gracias a la postulación de la separación radical de los «hechos» —es decir, las determinaciones operacionales/instrumentales/funcionales del complejo social— y los «valores». Sin embargo, no puede existir ninguna determinación operacional/funcional de un complejo social (al contrario de las de un complejo o dispositivo mecánico limitado) que no resulte simultáneamente también una determinación de valor. Como tal, implica no sólo algunas «escogencias originales», sino también «escogencias progresivas» entre alternativas más o menos en conflicto (con implicaciones sociales de largo alcance para cada una) en situaciones necesariamente cambiantes, así como la constante reafirmación de la viabilidad de las escogencias iniciales, a medida que ellas vayan siendo reproducidas, con preferencia sobre las posibilidades

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rivales. En consecuencia, la contradicción de los valores penetra hasta lo más profundo del sistema establecido y no puede ser resuelta en el mundo real dentro de los confines de las determinaciones estructurales del capital. Por eso la «solución» dualista constituye la única salida de la dificultad subyacente. Porque el dualismo generalmente adoptado está aparentemente en posición de eliminar la contradicción en cuestión, estipulando en abstracto, sobre la única base de su propio decreto, que «no puede existir ninguna contradicción de los valores» (Kant). La contradicción a la que nos referimos aquí consiste en que el capital constituye —en su génesis histórica y su constitución objetiva— una alternativa (para su predecesor) que no es, sin embargo, una alternativa genuina, porque no puede tolerar ninguna alternativa para sí mismo, y de aquí el fin de la historia y la concomitante «eternización» de las relaciones socioeconómicas ya establecidas, una vez que el capital está efectivamente al mando de los procesos socioeconómicos vitales. La adopción de este postulado arbitrario trae consigo la conveniente disolución de los problemas sobre el tapete. Porque al tomar como punto de partida el postulado categorial de la no conflictividad apriorística de los valores, se hace posible derivar de ello otras dos proposiciones requeridas ideológicamente y «concluyentes»: 1. «los valores tienen que pertenecer a un campo radicalmente diferente», en el que la realidad no pueda contradecirlos; y 2. puesto que, en virtud de (1), los valores pertenecen a un campo para el cual las consideraciones de hecho (questio facti) ni se aplican ni pueden aplicarse, las contradicciones en los valores identificadas (que podemos percibir en abundancia en la realidad del orden establecido, hasta que decidimos cegarnos ante esa evidencia mediante la aceptación de la propia matriz categorial dualista) no son realmente contradicciones en los valores, y por consiguiente carecen de cualquier significación filosófica (contrapuesta a meramente «fortuita» e «hipotética») real.

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Pero aún queda otro aspecto importante de esa disolución dualista del problema. Porque no sólo traslada las cuestiones del valor a un campo aparte, sino que simultáneamente las priva también de su dimensión social. Lo que continúa siendo reconocido como perteneciente a la esfera social propiamente dicha son tan sólo las determinaciones —presuntamente libres de valor— de la instrumentalidad y funcionalidad operacional. Se supone que los valores en sí solamente les conciernen a los individuos como meros individuos (que tienen sus propios «demonios privados», en la terminología de Weber)3, sea que las escogencias y los «imperativos morales» asociados con ellos estén concebidos en concordancia con los mandatos de la «razón práctica» de Kant, o degradados hasta el nivel del «emocionalismo» filosóficamente injustificable. Por ende, el dualismo prevalece tanto cuando se inventa la individualidad abstracta y se la opone al individuo social, como cuando se divorcian las determinaciones de valor del complejo social de sus manifestaciones funcionales e instrumentales. Y, por supuesto, en ambos casos los remedios filosóficos dualistas surgen en respuesta a las contradicciones insuperables de las prácticas socioeconómicas del capital, proporcionándoles una solución imaginaria que racionaliza el mundo de la apariencia cosificada y la fragmentación individualista. Gracias al «fetichismo de la mercancía» y la estructura de la maquinaria productiva mistificadoramente subdividida —si bien, más misteriosamente aún, unificada—, la apariencia de «neutralidad» operacional y funcional/instrumental domina en el mundo real de la reproducción social, infectando también la conciencia social, con las ilusiones de una «funcionalidad racional libre de valores» gracias a la cual el orden establecido establece exitosamente sus pretensiones de absoluta legitimidad.

COMPRENSIBLEMENTE, con tanto en contra no sólo resulta difícil sino casi imposible formular una alternativa crítica a la concepción de valores dualistamente dividida en compartimientos, dentro del marco del discurso ideológico dominante, con sus pretensiones de «neutralidad metodológica».

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Como una cuestión de regla universalmente válida que se hace valer con particular severidad en las circunstancias de la producción de mercancías generalizada, sólo bajo las condiciones de crisis importantes puede surgir en el campo de la teoría el punto de la previsión de un marco alternativo de premisas prácticas (desafiantemente cargadas de valores), para un sistema socioeconómico nuevo operacionalmente viable, en respuesta a alguna práctica social ya en desenvolvimiento. Por igual razón, los períodos históricos de relativa estabilidad se caracterizan por el impacto paralizador de los valores dominantes instrumentalmente disfrazados, que se imponen con la mayor facilidad sobre las clases subalternas como el «sentido común de la época». En otro plano, tales períodos de estabilidad sostenida tienden a producir tipos estructuralistas de síntesis intelectual que a veces penetran exitosamente en las filas del antagonista potencial de la ideología dominante, como no hace mucho tiempo lo demostraron las extrañas vicisitudes del «estructuralismo marxista»4, tanto en Europa como en Latinoamérica, bajo circunstancias que favorecían sobremanera al capital y obligaron a su adversario a adoptar una postura defensiva. Inevitablemente, entonces, la aparición de una alternativa social coherente y omniabarcante (es decir, lo que se podría denominar legítimamente una «alternativa hegemónica») implica directamente desafiar las pretensiones articuladas de manera antihistórica de una «racionalidad funcional» y una «organicidad natural» del metabolismo social prevaleciente históricamente. Implica también, al mismo tiempo, una ofensiva crítica contra los conjuntos de valores anteriormente velados de los que la modalidad de metabolismo social establecida resulta de hecho estructuralmente inseparable. Ese enfrentamiento abierto con los valores dominantes, junto con sus equivalentes funcionales/instrumentales, es necesario para poder establecer las credenciales del marco alternativo en lo que atañe a todas las dimensiones de la vida social, desde las funciones prácticas más limitadas del intercambio material a aquellas que requieren de la reestructuración abarcante de la compleja red de la producción y reproducción de valores.

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LAS RAÍCES IDEOLÓGICAS DEL DUALISMO METODOLÓGICO A TÍTULO de ejemplo, consideremos la profunda interconexión entre las leyes en apariencia «estrictamente técnicas» del modo de producción establecido y las determinaciones sociales subyacentes, claramente cargadas de valores, del mismo sistema social. Para citar a Marx: La regla de que el tiempo de trabajo empleado en una mercancía no debe exceder el que sea socialmente necesario para su producción constituye, en la producción de mercancías en general, el mero efecto de la competencia, ya que, para decirlo superficialmente, cada productor individual está obligado a vender su mercancía por el precio que estipule el mercado. En la fabricación, por el contrario, la producción de una cantidad dada de producto en un tiempo dado constituye una ley técnica del propio proceso de producción5.

Sin embargo, detenerse en este punto acarrearía —y de hecho lo hace a los ojos de quienes se identifican con el «punto de vista de la economía política»— la aceptación de la «absurda fábula de Menenius Agrippa, que hace del hombre un mero fragmento de su propio cuerpo»6, a cuenta de su innegable realización práctica como la ley técnica totalmente deshumanizadora de la fábrica capitalista, en la cual «No sólo se les distribuye el trabajo pormenorizado a los diferentes individuos, sino el individuo mismo es convertido en el motor automático de una operación fraccional»7. En realidad, por supuesto, la articulación técnica de la producción no es sino el resultado final de un largo proceso histórico que involucra el derribamiento radical (y en sus aspectos humanos extremadamente brutal)8 de prácticas productivas anteriormente establecidas, junto con sus correspondientes «leyes técnicas», la separación forzosa de la actividad productiva humana (el trabajo) de las condiciones de su ejercicio (los medios de producción), como ya se mencionó, la explotación insensible y la desatención de incluso el sustrato natural de la existencia humana9, en subordinación directa a los requerimientos cosificadores de un modo de producción determinado; y la imposición de un nuevo sistema de valores, con un regulador jerárquico y despótico del proceso de producción mismo, encarnado en un sistema global de dominación y explotación, que domina cada uno de los aspectos de la vida bajo el sistema de producción de mercancías generalizado, desde las relaciones de intercambio directamente materiales hasta las búsquedas más mediadas y artísticas. 154

Además, el funcionamiento fluido y la continuidad económicamente viable («racionalmente eficaz» y «calculable») de la producción capitalista, en concordancia con sus «leyes técnicas», es inconcebible sin la reproducción constante de todas esas presuposiciones —a cualquier costo— bajo el primordial poder supervisor del Estado capitalista. Ello continúa siendo cierto, incluso cuando las modalidades francamente violentas de la intervención estatal directa en el ejercicio de las funciones reproductivas de la sociedad no necesiten de la presión de las crisis omniabarcantes para aflorar. Sin embargo, como lo muestra la experiencia histórica, pasan a primer plano con predecible regularidad cada vez que las presuposiciones prácticas vitales del orden socioecómico dominante corren peligro ellas mismas. Así, significativamente, bajo las circunstancias de las crisis fundamentales se hace necesario echar a un lado los mecanismos reguladores de la «ideología liberal», mucho más convenientes cuando las cosas son distintas10. Son reemplazadas por los «estados de emergencia», cuyo propósito declarado es la reconstitución de las condiciones antes prevalecientes de la «normalidad» capitalista, equiparada arbitrariamente con «la ley y el orden» como tales.

ASÍ, la aceptación de las leyes técnicas de la producción capitalista por su valor facial, como «leyes puramente técnicas», o, de manera análoga, la postulación del «razonamiento técnico» y la «instrumentalidad racional» de la producción de mercancías, sobre la base de la arbitraria suposición de una «esfera estrictamente económica» (que está eximida, por definición, de consideraciones, y por supuesto, contradicciones, históricas), resulta extremadamente problemática, por decir lo menos. Necesariamente, un enfoque así produce de manera sistemática conceptuaciones distorsionadas, en conformidad con los intereses ideológicos que circunscriben el horizonte social de los filósofos involucrados. Porque una comprensión adecuada de la verdadera naturaleza y la relativa viabilidad económica de las propias leyes técnicas requiere de que se las ubique dentro del marco unificado de la producción social y el proceso de reproducción, con todas sus presuposiciones y determinaciones axiológicas. Para poder hacerlo, sin embargo, hace falta adoptar una perspectiva

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crítica, desde la cual la unificación en marcha de las determinaciones sociales heterogéneas y antagónicas en un organismo social viable se haga visible. Como es natural, esto último es inconcebible sin la simultánea identificación de los límites estructurales e históricos del modo de unificación práctica dado, en contraposición con su representación ideológica distorsionada, establecida desde hace largo tiempo, como un «organismo natural». En contraste, los varios enfoques dualistas articulados por la tradición filosófica que nos ocupa describen esas relaciones de una manera sumamente desconcertante. Porque le imponen algún tipo de esquema a priori a la compleja unidad e inseparabilidad práctica de las dimensiones axiológicas y funcionales. Dichos esquemas tienen la intención de establecer la ruptura irrecuperable de las dicotomías identificadas, con el propósito de transferir la cuestión del valor a un «terreno» independiente y autónomo. Y en ese respecto ya no importa realmente que algunos de los filósofos que participan en esas prácticas no llamen realmente por su propio nombre a sus elaboraciones a priori, al contrario de lo que sí hace Kant, por ejemplo. Porque ellos estipulan, no obstante, la separación insuperable del valor social y la funcionalidad técnica, sobre la base de supuestos apriorísticos. En concordancia, tras el dualismo metodológico que divorcia el resultado final históricamente dado de sus premisas necesariamente prácticas, encontramos el propósito ideológico más o menos consciente caracterizado por Marx como la «eternización de las relaciones de producción establecidas». Compartimentar el mundo de la experiencia de la forma en que lo hace el dualismo metodológico —es decir, divorciando las presuposiciones del sistema históricamente establecidas y constantemente reproducidas de su articulación estructural ficticiamente atemporal, y reduciéndolo todo de manera arbitraria a su funcionalidad presente— oculta a la vista el núcleo estratégico vulnerable del sistema, contra el cual el adversario social tiene que montar un desafío radical. Es decir, si este último va a tener alguna esperanza de hacer valer su propia visión como alternativa práctica viable, explicada de forma coherente en todos sus aspectos de importancia, desde las determinaciones directamente axiológicas hasta las dimensiones «técnicas» correspondientes. 156

Sin embargo, el dualismo metodológico de la separación de las presuposiciones prácticas de las establecidas le presta otro servicio muy importante también a la ideología dominante. Porque, gracias a la capacidad institucionalmente asegurada de esta última de imponer sus propias proposiciones (no mencionadas) en el debate teórico, los aspectos sustantivos del conflicto social son transformados en materia de interés «puramente metodológico», ya que la división en compartimientos dualistas constituye también ipso facto una reducción con motivaciones ideológicas. Como resultado, la propugnación del nuevo conjunto de valores contendiente se ve privada en principio de la base en relación con la cual éste podría ser considerado representativo de una alternativa social auténtica, a la que hay que enfrentarse como tal, en términos sustantivos, en su significación a priori desprovista de cualquier significación «operacional» o «funcional», en virtud de la negativa automática del discurso ideológico dominante a reconocer (dentro de la matriz de categorizaciones dualistas/reductoras impuesta) la legitimidad de la postura crítica del contendor, de cara al «terreno estrictamente económico», etcétera Gracias a la exitosa imposición de tales premisas metodológicas, los valores y las estrategias sociales correspondientes en cuestión pueden ser debatidas interminablemente con referencia a un «terreno de los valores» y su «razón práctica» por separado, contraponiendo metodológicamente a este último con el «terreno de los hechos», al mundo de la «racionalidad técnica/admnistrativa/instrumental», etcétera, pero por definición el resultado no puede alterar el «terreno del es». Y mientras tanto, por supuesto, las necesarias presuposiciones prácticas del orden dominante pueden ser reproducidas en el curso de la autorreproducción ampliada del capital, sin que siquiera la perturbe la posibilidad de interrogantes teóricos acerca del destino de las relaciones de producción establecidas.

EL SUJETO INTROSPECTIVO DEL DISCURSO FILOSÓFICO NATURALMENTE, el dualismo metodológico que resulta de la separación socialmente determinada entre lo establecido y sus presuposiciones necesarias, y la concomitante postulación de dicotomías y «terrenos» antitéticos (sin olvidar la hipostatización fetichista de las «facultades» 157

humanas que se oponen mutuamente —como la «facultad de la razón teórica» versus las de la «razón práctica»— para ajustarlas al carácter autónomo de los terrenos postulados) tiene que ser puesto en relación directa con todas las demás características metodológicas de esa tradición. Porque resulta ser que constituyen un sistema estrechamente entrelazado en el cual las diferentes partes no son simplemente compatibles entre sí, sino que además se refuerzan unas a otras, aunque lo hagan de manera contradictoria, acorde con la naturaleza misma del capital como «la contradicción viviente» (Marx). Eso lo podremos apreciar mejor si recordamos algunos puntos estrechamente relacionados. Por ejemplo, que «el punto de vista de la individualidad aislada» está muy lejos de constituir una bendición filosófica, aun a los ojos de sus adherentes. Resulta irónico que la solución adoptada, tanto por los filósofos materialistas como por los idealistas dentro de esa tradición, con la finalidad de vencer las contradicciones de su punto de vista social, cree más problemas de los que puede resolver. Porque la hipostatización de una «naturaleza humana» genérica, de la que los individuos participan como «individuos genéricos», en lugar de constituir una respuesta viable a los problemas que generaron la necesidad de esa hipostatización en primer lugar, no hace más que intensificar sus dilemas. Lo que ocurre, en efecto, es que el predicar la relación orgánica «directa» entre el individuo egocéntrico/aislado y la especie humana simplemente desplaza las dificultades originales a otras áreas. Como resultado, a los pensadores que comparten el punto de vista de la individualidad aislada se les presentan misterios, que ellos mismos han construido, de los que no pueden zafarse. Esos misterios se les enfrentan allí donde pongan la mirada, como lo evidencia la manera como ellos abordan todos los temas filosóficos importantes, desde su indagación acerca de la naturaleza del conocimiento hasta la oposición que establecen entre el «sujeto» y el «objeto», lo «particular» y lo «universal», la «apariencia» y la «esencia», el «hecho» y el «valor», la «filosofía teórica» y la «práctica», el «para-sí» y el «en-sí», y demás. La ironía es que su intento, genuino pero sin esperanzas, de meter en un común denominador a la individualidad aislada y la especie humana, en concordancia con el punto de vista de la economía política 158

del capital, tan sólo reproduce con creces los objetos de su perplejidad inicial, en forma de un amenazador abanico de dicotomías, dilemas y paradojas cuya solución se mantiene, obligatoriamente, fuera de su alcance. El dualismo insuperable está presente desde los propios comienzos cartesianos, en la forma en que los temas mismos son percibidos y definidos en relación con el «sujeto» filosófico. Porque las complejidades inmanentes de la práctica social (que en el mundo real conciernen a la realización de objetivos tangibles) son transformadas en acertijos teóricos mistificadores, y en el nivel de la subjetividad aislada absolutamente insolubles. También, mientras más ampliamente se desarrolla y se consolida el poder del capital, poniendo bajo su control al metabolismo social en su totalidad, más tienden las concepciones filosóficas de la producción de mercancías (universalmente cosificadora), por parte de los representantes de esa tradición, a reducirlo todo a la cuestión de «cómo puede la cognición en sí ir más allá de su contigüidad subjetiva y llegar hasta su objeto» (Husserl). Más aún, se autoimponen las condiciones irremediablemente constreñidoras que al final garantizan el fracaso de su búsqueda epistemológica. Primero —con la excepción de un pequeño grupo de filósofos cuyo ejemplo tan sólo confirma la regla— al concebir al sujeto como la interiorización autorreferencial del ego, si bien bajo una cantidad de diferentes nombres. Y segundo, al estipular para todos (incluidos ellos mismos) una regla escolástica, y en definitiva solipsista, según la cual la tarea impuesta a la subjetividad de la conciencia cognitiva con respecto a su objeto tiene que ser cumplida «rigurosamente dentro de la esfera de la inmanencia». Así, paradójicamente, el mundo de la cosificación capitalista, que es de facto impenetrable desde el punto de vista de la individualidad aislada, produce al sujeto alienado del discurso filosófico. Ese «sujeto» es una elaboración abstracta, especulativa y, en gran medida, arbitraria, derivada por vía de la eliminación sistemática y reductora de las características sociales de todos los sujetos individuales reales.

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Considerado en relación con la problemática filosófica de la cual ese sujeto interiorizado se supone que es el portador, la principal de sus funciones es fortalecer la impresión de impenetrabilidad e incontrolabilidad, cambiando el estatus ontológico de existencia alienada y cosificada de facto a de jure, como si no pudiese ser de otra forma. Ese cambio ideológicamente crucial de facto a de jure es logrado declarando que los múltiples dualismos reales del modo de producción prevaleciente —a lo que regresaremos en un momento— se corresponden a la perfección con la postulada «estructura ontológica» dualista del «ser auténtico». Porque no existe nada que pueda legitimar y eternizar al orden social establecido con mayor eficacia ideológica que su pretendida identidad suprahistórica con las determinaciones ontológicas absolutas del ser mismo.

DEL «DUALISMO NO CONCILIADO» AL DUALISMO DE LA CONCILIACIÓN EL mérito para el intento más notable de superar las dicotomías de esa tradición dentro de las restricciones de sus horizontes sociales le pertenece, una vez más, a Hegel. Ciertamente, en algunos respectos él ofrece soluciones perdurables para algunas de las dicotomías de sus predecesores, tal cual lo demostró su cáustica crítica de Kant, por ejemplo. Como recuerda Lukács, «En muchas ocasiones Hegel se mofa del “saco anímico” de Kant, que contiene las diferentes “facultades” (teóricas, prácticas, etcétera) y del que éstas tienen que ser “sacadas”»11. Igualmente, Hegel es muy crítico de la inconsistencia de Solger y su definitivo fracaso en llevar a cabo su programa filosófico prometido, ya que permanece atrapado dentro de un «dualismo no conciliado» a pesar de su intención explícita de ir más allá de él12. Más aún, Hegel percibe claramente que la rígida oposición de la «Inteligencia» a la «Voluntad», y el correspondiente dualismo del «es» y el «debe ser», conduce a lo que él llama «contradicciones desconcertantes». Porque: Mientras la Inteligencia meramente propone tomar el mundo tal cual es, la Voluntad da pasos para hacer que el mundo sea lo que debe ser. La Voluntad

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considera el presente inmediato y dado no como un ente sólido, sino como una apariencia sin realidad. Es aquí donde nos encontramos con esas contradicciones tan desconcertantes desde el punto de vista de la moralidad abstracta. Esa posición en cuanto a sus implicaciones «prácticas» es la que asume la filosofía de Kant, e incluso la de Fichte. El Bien, dicen esos autores, hay que realizarlo: tenemos que trabajar para producirlo: y la Voluntad no es más que el Bien autorrealizándose. Si el mundo, entonces, es un deber ser, la acción de la voluntad llegaría a un fin. La Voluntad misma requiere, por consiguiente, que su Fin no se realice13.

Sin embargo, al final la manera hegeliana de resolver las contradicciones identificadas resulta no ser ninguna solución. Porque se limita a transferir los dualismos —acertadamente criticados— de un plano a otro, reproduciendo incluso el carácter cargado de «deber ser» del enfoque general de sus predecesores filosóficos en forma de sus propios postulados ideales. Hegel argumenta así su posición: Es el proceso de la Voluntad mismo el que abole la finitud y la contradicción que ella implica. La conciliación se logra cuando la Voluntad, en su resultado, retorna a la presuposición hecha por la cognición. En otras palabras, consiste en la unidad de la idea teórica y práctica. La Voluntad sabe que es su fin, y la Inteligencia capta el mundo como la noción real. Es ésa la actitud correcta de la cognición racional. La nulidad y el carácter transicional constituyen tan sólo los rasgos superficiales y no la esencia real del mundo. (…) todo esfuerzo insatisfecho cesa, cuando reconocemos que el propósito final del mundo ha sido cumplido, tal como si él mismo se hubiese cumplido. En términos generales, esa es la manera como el hombre ve, en tanto que el joven imagina que el mundo está totalmente hundido en la maldad, y que lo que primero se necesita es una transformación a fondo14.

Así, en lugar de «dualismo no conciliado» terminamos en un peculiar dualismo de conciliación que rechaza explícitamente la posibilidad de una transformación a fondo del mundo, como opuesta al «propósito final» y la «esencia real del mundo». Ese dualismo apologético hegeliano pone los «rasgos superficiales» y la «transitoriedad» (las categorías de Hegel enfiladas contra todo el que tenga la temeridad de reconocer la necesidad de una transformación a fondo de lo existente) de un lado, y del otro la «existencia real» (que se corresponde con la «actitud correcta 161

de la cognición racional» para con los que el propio Hegel se ve forzado a admitir son «esfuerzos insatisfechos», que sin embargo él quiere que consideremos adecuada y satisfactoriamente cumplidos). Resulta sumamente significativo que esa solución hegeliana sostenga sus pretensiones de racionalidad declarando de manera arbitraria que lo que ella halla socialmente inaceptable pertenece al campo de la «imaginación juvenil», en tanto que la complicidad resignada con las rupturas y contradicciones verdaderas de la vida real califican, en sus términos perversos, para la madurez y la dignidad de «la manera como el hombre ve» el mundo en su esencialidad. Es ésa la misma seudosolución y disolución del problema que encontramos en la Filosofía de la mente de Hegel, donde declara que «el hombre» (de nuevo como opuesto al joven) tiene que reconocer al mundo como un mundo autónomo que, en su naturaleza esencial, ya está completado, tiene que aceptar las condiciones que el mundo le ha fijado y arrancarle lo que desea para sí. Por lo general, el hombre cree que ese sometimiento solamente se lo impone la necesidad. Pero, en verdad, esa unidad con el mundo tiene que ser reconocida, no como una relación impuesta por la necesidad, sino como lo racional. Lo racional, lo divino, posee el poder absoluto de autorrealizarse y, desde el comienzo mismo, se ha autocumplido, (…) El mundo es esa realización de la Razón divina, es solamente sobre su superficie donde prevalece el juego de la contingencia15.

La propugnada «unidad con el mundo» es, entonces, un postulado vacío —un «debe ser» transfigurado especulativamente— y por lo tanto absolutamente conservador. Porque ese «debe ser» preserva e idealiza el mundo establecido, a pesar de sus contradicciones más o menos abiertamente admitidas, como si estuviese «ya completado en su naturaleza esencial». Más aún, en el espíritu del dualismo conciliador hegeliano, se declara también que la postulada «completitud» de la «naturaleza esencial» del mundo se corresponde cabalmente con «lo racional», en oposición a las concepciones erradas de todos los que fijan los ojos nada más en el «juego superficial de la contingencia». Y la elaboración apriorística del «hombre maduro versus el impaciente joven sensible a las emociones» —ideado con la finalidad de calzar en la concepción hegeliana de la racionalidad como resignación— reproduce el dualismo inherente al punto de vista de la economía política del capital incluso en el plano de la 162

antropología, tratando de escapar de la dificultad recién creada postulando al mismo tiempo el ya estudiado «proceso del género con el individuo»16. No es de extrañar, entonces, que las soluciones hegelianas en lo que atañe al dualismo y las dicotomías sigan estando en el nivel de las negaciones parciales de Kant, Fichte, Solger y otros, y reproduzcan, si bien en términos característicamente hegelianos, las mismas contradicciones que él trata de dejar atrás.

HAY que admitirlo, las soluciones hegelianas son formuladas desde una perspectiva relativamente más elevada que la de sus predecesores. Sin embargo, su sistema muestra las limitaciones históricas de su orientación social y marco conceptual compartidos de una forma aún más impactante, debido a la manifestación del antagonismo social fundamental entre el capital y el trabajo más abierta en su época que en una etapa anterior del desarrollo. Podemos presenciar la reaparición de los parámetros metodológicos e ideológicos comunes del punto de vista de la economía política, por cuanto Hegel no logra pasar de una seudosuperación de las dicotomías y las oposiciones dualistas identificadas, y parcialmente criticadas, en el terreno puramente especulativo de la Noción. Pero más revelador aún resulta en este respecto el marco dualista de todo su sistema filosófico, en el que las categorías lógico/deductivas les son impuestas a la realidad del mundo histórico, liquidando al final su historicidad. Tampoco debería caernos de sorpresa que el curioso «dualismo malgré lui» de Hegel —es decir, aquel que resulta el más revelador, precisamente porque con frecuencia se hace valer en contra de las explícitas intenciones antidualistas del filósofo— resulte ser tan pronunciado en la teoría hegeliana del estado como en su Ciencia de la lógica y en La filosofía de la historia. En concordancia, la oposición dualista entre la «sociedad civil» y el «Estado» que nos fue presentada en su Filosofía del derecho, con su «resolución» totalmente cargada de «deber ser» de los antagonismos de la sociedad civil mediante la subsunción de estos últimos bajo el Estado idealizado, reproduce las mismas determinaciones que configuran las concepciones de todas las grandes figuras intelectuales de la 163

época. Así, la crítica de Marx del «dualismo místico» de las soluciones hegelianas identifica una característica metodológica importante, que es inseparable del intento metodológico legitimador común a todos los que comparten el punto de vista de la economía política del capital. La «oposición hegeliana del en-sí y el para-sí, la conciencia y la conciencia de sí, el objeto y el sujeto, (…) es la oposición, dentro del pensamiento mismo, entre el pensar abstracto y la realidad sensorial o la sensorialidad real»17. Gracias a esa conceptuación de las dicotomías, las contradicciones de la vida real —inherentes al inflexible poder de alienación del capital— pueden ser tanto reconocidas (por un breve instante) como hechas desaparecer de manera permanente, gracias a su reducción «apropiadora» a «entidades del pensamiento» abstractas. Una reducción que acarrea, por supuesto, la eliminación de motivación ideológica de la determinabilidad social. Para citar a Marx: la apropiación de lo que es enajenado y objetivo, o la anulación de la objetividad en forma de enajenación (que tiene que avanzar desde la ajenidad indiferente hasta la enajenación real, antagónica), significa igual o hasta primordialmente para Hegel que lo que hay que anular es la objetividad, puesto que no es el carácter determinado del objeto, sino antes bien su carácter objetivo el que resulta ser ofensivo y constituye la enajenación de la conciencia de sí. (…) Por consiguiente, el acto de la superación juega un papel peculiar en el que la negativa y la preservación —la negativa y la afirmación— se enlazan. Así, por ejemplo, en la Filosofía del derecho de Hegel el derecho privado superado se equipara con la moralidad; la moralidad superada se equipara con la familia; la familia superada se equipara con la sociedad civil; la sociedad civil superada se equipara con el Estado; el Estado superado se equipara con la historia mundial. En el mundo real el derecho privado, la moralidad, la familia, la sociedad civil, el Estado siguen existiendo, sólo que se han convertido en (…) momentos del movimiento18.

Es, por consiguiente, la actitud ambivalente de Hegel para con los antagonismos del mundo real —su percepción de su significación desde la perspectiva del capital, aunada a una negativa idealista a reconocer sus implicaciones negativas insuperables para el orden establecido en el marco del desarrollo histórico en desenvolvimiento— la responsable de

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la producción de esa curiosa «disolución y restauración filosófica del mundo empírico existente»19. Testigo de la aparición de una agencia social que se enfrenta a la dominación que le impone estructuralmente la propiedad privada (el capital), Hegel es un pensador demasiado grande como para simplemente ignorar la explosividad potencial de los antagonismos sociales básicos en el proceso histórico del cual él es un observador e intérprete sumamente agudo. Sin embargo, Hegel tampoco puede concebir un mundo del que la dominación estructural de la propiedad privada pudiese desaparecer realmente. Por consiguiente su transformación de las dicotomías de la vida real en «entidades del pensamiento», en términos de las cuales se pudiese cumplir la deseada seudotrascendencia conciliadora. En concordancia, «la propiedad privada, como pensamiento, es trascendida en el pensamiento de la moralidad». Una estrategia intelectual que Hegel puede seguir tranquilamente porque «esa superación deja a su objeto de pie en el mundo real»20.

EL APRIORISMO MORALIZANTE AL SERVICIO DEL «ESPÍRITU COMERCIAL» OTRO aspecto revelador del dualismo y las dicotomías ubicuos es la transformación radical del discurso moral en la filosofía poscartesiana. Lo que se nos propone no guarda ningún parecido con el marco categorial absolutamente realista de la ética aristotélica, por ejemplo. Todo lo contrario, en el universo filosófico poscartesiano nos enfrentamos a concepciones burguesas de la moralidad características, de las que la Crítica de la razón práctica de Kant constituye el ejemplo supremo (y dentro de los horizontes de su clase totalmente insuperable). Las concepciones de esa ética se derivan directamente de la concepción dualista del ser asumida, a la que a su vez apuntalan las «conclusiones» estipuladas apriorísticamente, en el espíritu de la «primacía de la razón práctica» de Kant. Dentro de los parámetros de esa ontología dualista, el terreno hipostatizado del «debería» representa la contraimagen impotente del mundo real, en el que, después de todo, las «intenciones morales» del individuo

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idealizado —del que se dice que pertenece al mundo «nouménico» o «inteligible» en lo concerniente al terreno de sus determinaciones y deliberaciones morales— deben hallar sus manifestaciones en forma de acciones reales. Más aún, la compartimentación dicotómica del ser genera corolarios ideológicos muy convenientes, en perfecta armonía con el punto de vista de la economía política. Porque después de articular, como lo hace Kant, que «la razón pura que legisla a priori no considera los propósitos empíricos que abarca el término general felicidad»21, él puede conciliar las contradicciones y desafueros más flagrantes de la vida real con los requerimientos de la «razón pura que legisla a priori» al insistir en que La igualdad general de los hombres como sujetos en un estado coexiste sin dificultad alguna con la mayor de las desigualdades en cuanto al grado de las posesiones tenidas por ellos, trátese de que las posesiones consistan bien en una superioridad corpórea o espiritual, bien en una posesión material. Por tanto, la igualdad general de los hombres coexiste también con una gran desigualdad de derechos específicos, de los que pueden existir varios22.

Así, la ontología dualista y la dicotomía entre el de facto y el de jure que se deriva de ella desempeñan una función absolutamente apologética. Porque legitiman, en nombre de nada menos que la «razón pura que legisla a priori», las peores iniquidades de lo existente de facto (es decir, las determinaciones estructurales jerárquicas de dominación y subordinación, dentro de los parámetros clasistas antagónicos del orden establecido), al declarar su perfecta consonancia con los dominantes imperativos de esa «razón que legisla a priori». Puesto que, en términos de las premisas prácticas en las raíces de una visión como esa, las contradicciones del mundo real no pueden ser eliminadas, sino por el contrario han de ser preservadas y justificadas, el papel «correctivo» de la moralidad tiene que verse confinado a las exhortaciones idealistas dirigidas al individuo, con referencia a la contraimagen impotente de la realidad bajo el dominio del «deber ser». Y, significativamente, en este respecto no parece existir ninguna diferencia entre si el marco filosófico general en el que las proposiciones éticas cargadas de «deber ser» es materialista o idealista. Porque la insuperabilidad de las

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contradicciones sociales básicas desde el punto de vista de la economía política genera en todos los casos un apriorismo moralizador de algún tipo, sin que importe lo diferentes que puedan ser en otros respectos los sistemas particulares. Adam Smith, por ejemplo, es sumamente realista en su captación de algunas de las contradicciones más flagrantes del orden establecido cuando reconoce que «Hasta allí donde alcance la propiedad no puede entrar ningún gobierno, cuyo verdadero fin es asegurar la riqueza y defender al rico del pobre»23. En verdad, ni siquiera duda en reconocer que, como resultado del irresistible desenvolvimiento del «espíritu comercial (…) las mentes de los hombres se contraen y se vuelven incapaces de elevación. Se menosprecia la educación, o al menos se le descuida, y se extingue casi en su totalidad el espíritu heroico»24, y a todo eso le añade lo que suena, al menos por implicación, como una fuerte denuncia de las inicuas relaciones prevalecientes, a saber, que «los que visten al mundo andan cubiertos de harapos»25. Sin embargo, precisamente porque Smith propugna simultáneamente también, con entusiasmo sin límites, el triunfo universal del «espíritu comercial», no hay nada que él pueda ofrecer en contraposición con los fenómenos criticados, salvo por los lamentos moralistas acerca de la «embriaguez, los disturbios y el libertinaje» de las clases trabajadoras, cuyos hijos, en su opinión, pierden «el beneficio de la religión, que constituye una gran ventaja, no sólo considerada en su sentido piadoso, sino en cuanto que ella les proporciona materia para pensar e imaginar»26. Smith no puede zafarse de la contradicción de aprobar de corazón el basamento estructural del orden social cuyas manifestaciones negativas le gustaría condenar en contextos limitados. Así que tiene que recurrir a la postulación apriorística de unas cuantas determinaciones «naturales» vagas —como la «disposición», la «propensión», la «inclinación», etcétera— con la finalidad de explicar (o más bien con la finalidad de poder evadir la necesidad de explicar) algunas contradicciones sociales complejas, e insolubles desde su punto de vista. En ese espíritu nos dice que Esa disposición a admirar, y hasta casi a adorar, al rico y al poderoso y despreciar, o al menos ignorar a las personas de condición pobre y humilde,

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aunque necesaria para establecer y mantener la diferencia de posiciones y el orden de la sociedad, constituye al mismo tiempo la mayor y más universal causa de la corrupción de nuestros sentimientos morales27.

Como podemos ver, el débil lamento de Adam Smith acerca de la «corrupción de nuestros sentimientos morales» se ve de inmediato contradicho e invalidado por el propio filósofo en dos respectos: 1. al aseverar que el objeto de su crítica surge de una «disposición» natural (y por ende irreductible); y 2. al concluir que la culpable disposición en cuestión resulta en todo caso necesaria para el establecimiento de la jerarquía social y para la permanencia del «orden de la sociedad» en sí. Más aún, en caso de que alguien pudiese comenzar a preocuparse acerca de las consecuencias potenciales de dicha corrupción moral —que nosotros no podemos evitar, ni con la cual ciertamente tampoco deberíamos tratar de interferir en el «mundo empírico» del «espíritu comercial» y sus necesidades prácticas, aunque «idealmente/moralmente» debamos hacerlo—, Smith nos confirma en la misma obra que «los sentimientos de aprobación y desaprobación moral están fundamentados en las pasiones más vigorosas de la naturaleza humana, y aunque podrían resultar un tanto descarriados, no pueden ser pervertidos en su totalidad»28. De ese modo, aun si la forma del apriorismo moral que hallamos en Smith, y otros que escriben en el mismo idioma, resulta diferente de la variante kantiana, su substancia es exactamente la misma. Ni tampoco es realmente sorprendente esa profunda afinidad espiritual de los respectivos sistemas filosóficos —que a primera vista aparentan ser diametralmente opuestos— cuando le damos un vistazo más de cerca. Porque, dado su compartido punto de vista de la economía política burguesa, las determinaciones fundamentales del marco social jerárquico —la «diferencia de posiciones y el orden de la sociedad», en palabras de Smith, y la «gran desigualdad en las posesiones y los derechos específicos» en la terminología de Kant— no pueden ser cuestionadas con seriedad por ninguno de ellos. Como resultado, no sólo debe el apriorismo moral de todos los que se amoldan dentro de tales horizontes ser simplemente asumido como dado 168

(bien sobre la base de una presunta «naturaleza humana», o como una «facultad de la razón» especial), sino además su papel tiene que ser definido como una oposición meramente ideal a lo empíricamente establecido, que él no puede alterar significativamente.

ASÍ, en las concepciones de moralidad poscartesianas se nos ofrece un sistema de «doble contabilidad»: una para el mundo ideal del «deber ser» (en el que, durante la fase optimista del desarrollo de la burguesía en ascenso, simplemente no se les puede permitir prevalecer a la «corrupción de nuestros sentimientos morales» y el «poder del mal», bien en vista de la pretendida incorruptibilidad definitiva de la «naturaleza humana» misma, o a causa de que «deber implica poder»29, etcétera), y la otra al servicio de la prosaica realidad de los «propósitos empíricos» que surgen de las determinaciones explotadoras del idealizado «espíritu comercial». No obstante, las contradicciones internas de ese enfoque afloran, si bien dentro de sus propios términos de referencia, cuando el filósofo —que comparte el punto de vista de la economía política— quiebra lanzas con el economista político propiamente dicho. Se ven forzados a quebrar lanzas no sólo porque conceptúan diferentes aspectos de la misma situación contradictoria, sino sobre todo porque las soluciones propugnadas en un contexto no pueden ser guardadas en un compartimiento estanco, y por el contrario revelan su radical incompatibilidad con las demás. Más aún, a veces el filósofo moral y el economista político resultan ser, irónicamente, una misma y única persona, como lo ilustran las situaciones de Adam Smith y Michel Chevalier, por ejemplo. En esos casos, el edificio ideológico de la compartimentación dualista se desploma ante nuestros propios ojos en cuanto comparamos las aseveraciones contradictorias hechas por los pensadores en cuestión en sus diferentes campos. De esa manera el punto de vista de la economía política fracasa tanto en la filosofía moral como en el terreno de la economía política al desplegar sus contradicciones internas. Porque, como observa Marx: Nace de la naturaleza misma de la enajenación que cada esfera aplique una vara de medir diferente y opuesta: ética una y de economía política la otra,

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porque cada cual constituye una enajenación del hombre específica y centra su atención en una zona en particular de actividad esencial enajenada, y cada una guarda una relación enajenada con la otra. Así, Michel Chevalier le reprocha a Ricardo que haya hecho abstracción de la ética. Pero Ricardo le está permitiendo a la economía política expresarse en su propio lenguaje, y si ésta no habla éticamente no es culpa de Ricardo. Chevalier hace abstracción de la economía política cuando moraliza, pero real y necesariamente hace abstracción de la ética cuando practica la economía política. La referencia de la economía política a la ética (…) no puede ser sino la referencia de las leyes de la economía política a la ética. ¿Si no existe esa conexión, o más bien sucede lo contrario, qué puede hacer Ricardo? Además, la oposición entre la economía política y la ética no es más que una oposición falsa, y tiene menos de oposición que lo que tiene de ella. Lo único que pasa es que la economía política expresa las leyes morales a su propia manera30.

En verdad, la economía política necesariamente hace abstracción de la ética para poder expresar las leyes morales postuladas a su propia manera, de acuerdo con sus propios principios fundamentales. Pero, igualmente, la ética tiene que hacer abstracción de lo «empírico» para poder legitimar las leyes de la economía política a su propia manera. En el caso de la ética poscartesiana de la «doble contabilidad», esa curiosa correlación significa mantener simultáneamente que la «razón práctica» (o su equivalente empírico) se preocupa profundamente por los valores morales fundamentales (en consonancia con los «sentimientos morales» impervertibles de la «naturaleza humana», o en sintonía con los «imperativos categoriales» que surgen del «mundo nouménico», etcétera), pero que sus mandatos altisonantes no son aplicables a la tarea de corregir siquiera las «grandes desigualdades» en el mundo de los «propósitos empíricos». Como conviene, entonces, en las versiones «realistas» del apriorismo moral poscartesiano la «corrupción de nuestros sentimientos morales» puede ser virtuosamente señalada y a la vez ignorada en la práctica tal y como en la concepción kantiana de la «Razón práctica» desde el punto de vista de la economía política, las máximas morales que se le piden al individuo pueden ser modeladas sobre la «forma de la ley natural» y a la vez relegadas a un mundo nouménico aparte, a fin de evitar hacerle 170

frente a los conflictos de valor que surgen obligadamente de los antagonismos del mundo real. No debe sorprendernos, entonces, que los «demonios privados» de Weber —concebidos en el espíritu dualista de su tradición filosófica establecida durante largo tiempo, si bien en la formulación de las dicotomías weberianas específicas la imaginería y el aparato conceptual se ajustan a una visión pesimista, que recuerda la de Spengler, de la época destrozada por los conflictos del autor— no puedan ofrecer otra cosa que «visiones de mundo» abiertamente subjetivas y arbitrarias, así como el correspondiente abanico de «valores privados» inconciliables, en una oposición completamente desesperanzada al mundo público de la facticidad en el que se ha de ganar o perder el combate contra la inclemencia del «espíritu comercial».

EL PREDOMINIO DEL CONTRAVALOR EN LAS RELACIONES DE VALOR ANTINÓMICAS

RETORNANDO a un problema que ya indicamos antes, todos esos dualismos y dicotomías ideológicamente convenientes de la economía política y la filosofía —nada menos que la oposición entre el de facto y el de jure, mediante la cual la contingencia deshumanizadora de lo existente puede ser elevada al estatus glorificado de la legalidad inalterable del de jure— no pueden ser explicados simplemente en términos de las determinaciones conceptuales internas de las varias teorías implicadas. Porque ellas sólo se vuelven inteligibles si las relacionamos con los múltiples dualismos y antinomias reales del orden socioeconómico prevaleciente, del cual necesariamente surgen. En lo que a esto último respecta, en el núcleo de la estructura de dominación y subordinación articulada dicotómicamente de la sociedad de la mercancía nos vemos confrontados por el más absurdo de todos los dualismos concebibles: la oposición entre los medios de trabajo y el propio trabajo viviente. Ese perverso dualismo práctico halla su manifestación tangible a través de la prolongada trayectoria de los desarrollos históricos del capital en la interacción y la inestable dependencia estructural inconciliablemente antagónica —mas no simplemente «eternizada» por la economía política 171

y la filosofía, sino además materialmente/institucionalmente salvaguardada y constantemente reforzada— entre el capital y el trabajo. La irreprimible conflictualidad de esa interacción, y la inestabilidad que resulta de ella, hace que sea imperativo reproducir la relación entre el capital y el trabajo como una forma de dependencia estructural asegurada a través de una compleja red de determinaciones parciales en la que todas exhiben un carácter intrínsecamente dicotómico y son integradas con dificultad en un marco general dualista. Y precisamente porque no es posible permitir que todo el sistema de dualismos reales del capital —cargados de funciones reproductivas vitales— sea neutral, con todo y la gran existencia de pretensiones teóricas espurias de una «neutralidad de los valores» a las que ya estamos acostumbrados, las estructuras duales establecidas históricamente no están ordenadas en el mundo social de manera «lateral», sino en estricta subordinación jerárquica entre ellas. Es ésa una determinación de importancia capital, que trae consigo consecuencias de largo alcance para la teoría. Porque el insuperable imperativo práctico de una supraordinación y subordinación —sin la cual el sistema del capital simplemente no podría funcionar en modo alguno, sea cual sea la idea ilusoria envuelta en las consignas propagandísticas del «capitalismo del pueblo» y la «democracia accionaria»— significa que un lado de la relación, obligatoriamente, domina al otro, independientemente de cuánto deba depender del lado dominado para su propio sostenimiento. Es inevitable, entonces, que en el plano de la vida socioeconómica misma ese tipo de interrelación dualista parcializada sólo sea capaz de estabilizarse temporalmente gracias a la producción y reproducción de jerarquías rígidas y mecanismos de control institucionales cosificados y cada vez más centralizados, presagiando así grandes explosiones y en última instancia un colapso estructural, en lugar de mediaciones flexibles y transiciones dialécticas. En lo tocante a las consecuencias teóricas implicadas, éstas se pueden resumir haciendo referencia a lo mucho que deben padecer todos los intentos de superar dialécticamente los dualismos y dicotomías reconocidos, dentro de tales parámetros que resultan estar circunscritos al punto de vista de la economía política. Están condenados al fracaso, incluso cuando el filósofo en cuestión sea un dialéctico de la envergadura del propio Hegel. Porque una vez que se 172

asume como inevitable (como tiene que serlo, por supuesto, desde el punto de vista de la economía política del capital) el sistema socioeconómico de supraordinaciones y subordinaciones prevaleciente, el anunciado programa de «mediación dialéctica» entre los extremos cosificados resulta ser invariablemente una seudomediación. No pasa de ser una apología social directa o indirecta, y tanto la promesa de «unidad dialéctica» (para reemplazar los dualismos y dicotomías más o menos abiertamente reconocidos) como el programa de realizar la «universalidad» (con la «superación» de las parcialidades en oposición y, de nuevo, definidas dualistamente) demuestran no ser más que postulados vacíos, cargados de «deber ser» y totalmente irrealizables dentro de los horizontes propugnados. No puede haber ninguna solución teórica de los dualismos y dicotomías identificados mientras los propios procesos sociales en marcha reproduzcan constantemente las antinomias de la vida real que dieron origen a esas concepciones filosóficas. Es por eso que al final hasta la empresa dialéctica más genuina tiene que verse derrotada por la resistencia de la realidad del capital y debe refugiarse en la isla desierta imaginaria de sus propios postulados ideales y sus «superaciones» conceptuales ficticiamente universales.

SI le damos ahora un vistazo más de cerca al absurdo dualismo práctico de oponer el medio del trabajo (el capital) al trabajo viviente, nos encontramos no sólo que el primero domina a este último, sino también que gracias a esa dominación la única relación sujeto/objeto verdaderamente significativa se ve en la realidad completamente invertida, y genera conceptuaciones igualmente invertidas. Paradójicamente, la base de la cual se origina ese espinoso aspecto no podría ser más tangible. Porque la relación real entre el sujeto y el objeto, en su constitución original, es inseparable de las condiciones de producción y reproducción de la agencia humana y de la evaluación del objeto (el medio y el material de producción), sin lo cual no es posible concebir ninguna reproducción metabólica social (mediante el modo históricamente específico de intercambio humano con la naturaleza). No obstante, a través del prisma refractante de la mistificación filosófica (vinculado 173

ideológicamente con los intereses de clase insuperables), la substancia tangible de las subyacentes relaciones materiales y sociales concretas es metamorfoseada en un acertijo metafísico, cuya solución sólo puede asumir la forma de algún postulado ideal irrealizable, decretando la identidad del sujeto y el objeto. Y, precisamente porque este aspecto, en su determinación estructural fundamental, tiene que ver con la relación entre el sujeto trabajador y el objeto de su actividad productiva —que bajo el dominio del capital no puede evitar el constituir una relación intrínsecamente explotadora—, la posibilidad de descubrir la naturaleza real de los problemas y conflictos sobre el tapete, con la visión de superarlos de una forma que no sea puramente ficticia, tiene que resultar inexistente en la práctica. Porque en vista de que los pensadores —sean ellos economistas políticos o filósofos burgueses— se identifican con el punto de vista (y los intereses materiales correspondientes) del capital, tienen que concebir una «solución» tal que, en la realidad misma, deje absolutamente intacta la relación invertida en la práctica entre el sujeto trabajador y su objeto. Como resultado de la inversión práctica de esa relación vital en el mundo real, el verdadero sujeto de la actividad productiva esencial es degradado a la condición de objeto fácilmente manipulable. Al mismo tiempo, el objeto original y anteriormente subordinado del intercambio productivo de la sociedad con la naturaleza es elevado a una posición desde la cual puede usurpar el papel de la subjetividad humana a cargo de la toma de decisiones. Ese nuevo «sujeto» de la usurpación institucionalizada es en efecto un seudosujeto, ya que sus determinaciones internas fetichistas lo obligan a operar dentro de parámetros extremadamente limitados, sustituyendo la posibilidad de un plan al servicio de la necesidad humana adoptado a conciencia por sus propios ciegos dictámenes e imperativos materiales, para lo cuales, entonces, realmente «no puede haber ninguna alternativa»31. Como es característico, paralelo a esos desarrollos hallamos que la filosofía o simplemente codifica (y legitima) la rígida oposición entre el sujeto y el objeto en su cruda contigüidad, o si no hace un intento por «superarla» mediante el postulado ideal del «sujeto y objeto idénticos».

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Esta última constituye, por supuesto, una proposición del todo mística que no nos lleva absolutamente a ninguna parte, puesto que deja al dualismo existente y la inversión de la relación involucrada en el mundo real exactamente como estaba antes de la aparición de esa «crítica trascendente». Y precisamente porque el dualismo práctico y la inversión de la relación sujeto/objeto es reproducida constantemente en la realidad, en la filosofía nos presentan repetidas veces, de una u otra forma, la problemática de la dualidad sujeto/objeto, vista desde el punto de vista del capital y su economía política. Porque a un punto de vista social de ese tipo le resulta imposible cuestionar la realidad de dicha inversión, por no hablar de la dominación explotadora del trabajo por parte del capital que se corresponde con ella. En consecuencia, la solución del problema en discusión se mantiene permanentemente más allá de su alcance, como lo establecen los ciegos imperativos materiales de su propia condición de seudosujeto. En ese sentido estamos frente a una curiosa «identidad sujeto-objeto», aunque en la cruda verdad sea todo lo contrario de su concepción e idealización filosófica abstracta. Consiste en la identificación totalmente arbitraria del objeto (medios de trabajo/capital) con la posición del sujeto (por vía de hacer derivar la «conciencia de sí» o «identidad del sujeto» del discurso filosófico a partir de la autoidentificación de los pensadores con los objetivos que surgen de las determinaciones materiales del capital como sujeto/objeto autopostulado), aunado a la eliminación simultánea del sujeto real (el trabajo viviente, el sujeto trabajador) del cuadro filosófico. No es de extrañar, entonces, que la elusiva búsqueda del «sujeto/objeto idéntico» haya persistido hasta nuestros días como una obsesionante quimera filosófica.

OTRO dualismo práctico de suma importancia en la sociedad capitalista se manifiesta en la relación entre el cambio y el uso. De nuevo, al igual que en la pervertida relación sujeto/objeto, el cambio logra dominar unilateralmente al uso en proporción directa con el grado en el que la producción de mercancías generalizada se estabiliza e invierte la anterior primacía dialéctica del uso sobre el cambio, haciendo valer también en 175

ese respecto las rígidas determinaciones materiales e intereses con total menosprecio por las consecuencias. Como resultado de esos desarrollos, el valor de uso correspondiente a la necesidad puede adquirir su derecho a la existencia sólo si se amolda a los imperativos apriorísticos del valor de cambio en autoexpansión. Resulta entonces doblemente irónico que una de las principales filosofías de la época tenga que autoconsiderarse el paladín del «utilitarismo» en una época en la que toda preocupación genuina por la utilidad no rentable es eliminada implacablemente y reemplazada por el acomodamiento universal de los objetos y las relaciones humanas por igual, gracias a la marcha al frente aparentemente indetenible del «espíritu comercial», cuyo triunfo esa misma filosofía aprueba de todo corazón. Para apreciar la significación plena de esa subordinación estructural del uso al cambio en la sociedad capitalista, tenemos que situarla en el contexto de una cantidad de otros dualismos prácticos importantes que ejercen peso directo sobre ella, en especial la interrelación entre lo abstracto y lo concreto, la cantidad y la calidad, y el tiempo y el espacio. En los tres casos deberíamos poder hablar, en principio, de una interconexión dialéctica. Sin embargo, al inspeccionar más de cerca hallamos que en sus manifestaciones históricamente específicas, bajo las condiciones de la producción e intercambio de mercancías, las determinaciones cosificadas del capital subvierten la dialéctica objetiva, y uno de los lados de cada relación domina rígidamente al otro. Así, lo concreto queda subordinado a lo abstracto, lo cualitativo a lo cuantitativo, y el espacio viviente de las interacciones humanas productivas —sea que pensemos en él como la «naturaleza a la mano» en su contigüidad, o bajo su aspecto de la «naturaleza trabajada»; o en verdad lo tomemos como el ambiente del trabajo en el sentido más estricto del término; o por el contrario, con referencia a su sentido más amplio como el marco vital de la existencia humana misma bajo el nombre de medio ambiente en general— es dominado por la tiranía de la administración y la contabilidad del tiempo del capital, con consecuencias potencialmente catastróficas. Más aún, la manera como los cuatro complejos son llevados a una interacción común entre todos bajo las determinaciones del capital agrava 176

mucho más la situación. Porque, contrario a la lectura de Marx hecha por un Lukács a veces weberiano en Historia y conciencia de clase, el problema no es que la «postura contemplativa» del trabajo «reduce el espacio y el tiempo a un común denominador y degrada al tiempo a la dimensión del espacio»32 sino, por el contrario, que «El tiempo lo es todo, el hombre no es nada»33. La reducción que encontramos aquí concierne al trabajo en su especificidad cualitativa y no al tiempo y el espacio como tales. Ciertamente, una reducción a través de la cual el «trabajo compuesto» cualitativamente específico y rico es convertido en «trabajo simple» totalmente empobrecido, simultáneamente también haciendo valer la dominación de lo abstracto sobre lo concreto, al igual que la correspondiente dominación del valor de cambio sobre el valor de uso.

TRES citas tomadas de Marx ayudarán a aclarar esas conexiones. La primera proviene de El capital y pone a contrastar la posición de la economía política con los escritos de la antigüedad clásica: La economía política, que nació como una ciencia independiente durante el período de la manufactura, sólo percibe la división social del trabajo desde el punto de vista de la manufactura, y ve en ella sólo el medio de producir más mercancías con una cantidad determinada de trabajo, y, en consecuencia, de abaratar las mercancías y acelerar la acumulación de capital. En el contraste más ostensible con esa acentuación de la cantidad y el valor de cambio, está la actitud de los autores de la antigüedad clásica, que se apegan exclusivamente a la calidad y al valor de uso. (…) si se menciona ocasionalmente el crecimiento de la cantidad, se hace tan sólo con referencia a la mayor abundancia de valores de uso. No hay ni una palabra en alusión al valor de cambio o al abaratamiento de las mercancías34.

La segunda cita destaca la manera como la reducción ejercida por los economistas políticos elimina la determinabilidad social de los individuos —privándolos así de su individualidad, ya que no puede existir individualidad y particularidad verdaderas en abstracción de la rica multiplicidad de determinaciones sociales— al servicio de los intereses ideológicos dominantes. Dice así:

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La sociedad, tal y como la ve el economista político, es sociedad civil, en la que cada individuo constituye una totalidad de necesidades y sólo existe para el otro, mientras el otro existe para él, en tanto que cada quien se convierte en un medio del otro. El economista político lo reduce todo (tal y como lo hace la política en sus derechos del hombre) al hombre, es decir, al individuo al que despoja de toda determinabilidad para así clasificarlo como capitalista o trabajador35.

La preocupación expresada en la tercera cita guarda estrecha afinidad con la anterior, cuyas implicaciones apuntan hacia la verdadera individualidad que surge de las múltiples mediaciones de la determinación social. Marx contrapone esto a la abstracción reductora de los economistas políticos que vinculan directamente a la individualidad abstracta con la universalidad abstracta. El pasaje en cuestión se centra en la relación entre el trabajo simple y compuesto y la subordinación de los hombres al dominio de la cantidad y el tiempo. En palabras de Marx: La competencia, según un economista norteamericano, determina cuántos días de trabajo simple están contenidos en un día de trabajo compuesto. ¿No supone esta reducción de los días de trabajo compuesto a días de trabajo simple que este último está siendo tomado él mismo como una medida del valor? Si la mera cantidad de trabajo funciona como una medida del valor sin tomar en cuenta la calidad, ello significa que el trabajo simple se ha convertido en eje de la industria. Supone que la subordinación del hombre a la máquina o a la división al extremo del trabajo ha vuelto iguales los trabajos; que el hombre ha sido eclipsado por su trabajo, que el péndulo del reloj mide ahora la actividad relativa de dos trabajadores con la misma precisión con que mide la velocidad de dos locomotoras. Entonces no deberíamos decir que la hora de trabajo de un hombre vale lo mismo que la hora de trabajo de otro hombre, sino más bien que un hombre vale durante una hora lo mismo que otro hombre durante una hora. El tiempo lo es todo, el hombre no es nada; él es, cuando más, un despojo del tiempo. La calidad ya no importa. La cantidad lo decide todo por sí sola; hora por hora, día por día36.

Así, dentro del marco del sistema socioeconómico existente se reproduce una multiplicidad de interconexiones anteriormente dialécticas en forma de dualismos prácticos, dicotomías y antinomias desvirtuadas, que reducen a los seres humanos a una condición cosificada (a través de la 178

cual ellos son llevados a un común denominador con —y se vuelven reemplazables por— «locomotoras» y otras máquinas) y al ignominioso estatus de «despojo del tiempo». Y, puesto que la posibilidad de manifestar y realizar en la práctica la valía inherente y la especificidad humana de los individuos a través de su actividad productiva esencial está bloqueada, como resultado de ese proceso de reducción alienante (que hace que «un hombre valga durante una hora lo mismo que otro hombre»), el valor como tal se convierte en un concepto problemático en extremo. Porque, en interés de la ganancia capitalista, no sólo ya no queda espacio para la realización de la valía específica de los individuos sino, peor todavía, el contravalor debe prevalecer sin contemplaciones por sobre el valor y afirmar su absoluta dominación como la sola y única relación de valor admisible. Adam Ferguson lo admite candorosamente en una de las secciones más importantes de su magistral Ensayo sobre la historia de la sociedad civil (1767): Todo propietario de fábrica encuentra que mientras más pueda subdividir las tareas de sus trabajadores y más manos pueda emplear en artículos por separado, más se reducirán sus gastos y aumentarán sus ganancias. (…) Vendrán naciones de comerciantes, integradas por miembros que no tengan ninguna ocupación humana más allá de su propio comercio particular, y que puedan contribuir a la preservación y crecimiento de la mancomunidad, sin hacer de sus propios intereses el objeto de su preocupación o atención. A cada individuo se le distinguirá por su vocación y ocupará el puesto para el que esté capacitado. El salvaje, que no conoce otra distinción que no sea la de su mérito, su sexo o su especie, y para quien la comunidad es su máximo objeto de afecto, quedará atónito al descubrir que, en un escenario de esa naturaleza, el hecho de ser un hombre no lo califica para ninguna clase de colocación, y huirá al bosque con estupor, disgusto y aversión. (…) Muchos oficios mecánicos no requieren, en verdad, de capacidad alguna; se cumplen mejor bajo una supresión total del sentimiento y la razón, y la ignorancia es la madre tanto de la laboriosidad como de la superstición. La reflexión y la imaginación son propensas al error, pero el hábito de mover una mano, o un pie, no depende de ellas. Los trabajadores manuales, en consecuencia, lo hacen mejor mientras menos consultan a la mente, y allí donde la fábrica pueda ser considerada, sin ningún gran esfuerzo de la imaginación, como un motor, cuyas piezas son hombres37. 179

Ese es el contexto en el que podemos identificar claramente la base práctica sobre la cual se erigen los edificios éticos dicotómicos que hemos estado viendo. Porque la destrucción de la relación en la que «hechos» y «valores», «es» y «deber ser» están unidos inseparablemente en la «valía inherente» y el «mérito» demostrable —no metafísicos, sino palpablemente obvios incluso para el «salvaje» de Ferguson— de los individuos particulares que participan en sus actividades de vida diarias, inevitablemente acarrea consecuencias radicales para el valor como tal. Está escindida en un aspecto estrictamente utilitario (que se corresponde con las necesidades de la acumulación de capital y el acomodo universal en el mundo del «es») y un «aspecto ideal» que contrapone —en vano— la «valía moral» de su «terreno del deber ser» aparte a la realidad bien afianzada de lo existente.

EN el dualismo de la distribución y la producción nos encontramos con la misma característica de la determinación rígida, ya que la distribución unilateral (expropiación de clase) de los medios —de suma importancia estratégica— predetermina los parámetros estructurales de la producción, a lo largo de una época histórica que durará hasta tanto el sistema de distribución prevaleciente pueda hacerse valer. Es ése el punto ciego absoluto de todos los que adoptan el punto de vista de la economía política del capital, incluso cuando resultan ser tan grandes pensadores como Adam Ferguson. Porque en este aspecto vital, hasta esa destacada (y muy olvidada) figura de la Ilustración escocesa no puede ofrecer otra cosa que cuentos de hadas y seudoexplicaciones circulares, a la espera de que nos creamos que «Los accidentes que distribuyen los medios de subsistencia de manera desigual, la inclinación y las oportunidades favorables, asignan las diferentes ocupaciones de los hombres; y un sentido de la utilidad las conduce, sin cesar, a subdividir sus profesiones»38. Así, la simple suposición de «accidentes», «inclinación», «oportunidades favorables» y «un sentido de la utilidad» tiene la intención de explicar (y legitimar) las desigualdades estructurales existentes, en tanto que, significativamente, el problema clave concerniente a la expropiación unilateral de los medios de producción es amalgamado en la vaga generalidad 180

de «accidentes que distribuyen los medios de subsistencia de manera desigual», eliminando así la dimensión de conflicto de clase. Como resultado, se oculta convenientemente que la distribución en la sociedad capitalista significa, antes que nada, la distribución de los seres humanos en clases sociales antagónicas, de lo que se deriva necesariamente la dominación de la producción de una manera ordenada jerárquicamente, en estrecha conjunción con todos los otros dualismos y antinomias prácticas fundamentales del orden establecido que ya hemos visto. Tampoco Hegel logra solucionar el problema de la dialéctica de la producción y la distribución, a pesar de sus intenciones y sus pretensiones de lo contrario. Ello es visible también en el contexto de la peculiar «universalidad» que nos propone mientras mantiene la legitimidad absoluta —es decir, a sus ojos filosóficamente fundamentada— de las relaciones de clases sociales establecidas39. En este punto debemos destacar que Hegel también amalgama los medios de producción con los medios de subsistencia, y al trabajo con el trabajo socialmente dividido, a fin de poder glorificar lo que él llama el capital permanente universal40. Hace derivar a éste de una «idealidad» ficticia surgida de las transformaciones conceptuales hegelianas, que son el reflejo de la inversión perversa de las relaciones correspondientes en la realidad. Gracias a esa deducción filosófica casi mística de la realidad eventual del «espíritu comercial» de la «Idea Absoluta», el orden social eternizado del «capital permanente universal», y la desigualdad estructural inseparable de éste, pueden ser defendidos en nombre de la «Razón dialéctica» superior en contra de la «insensatez del Entendimiento» que toma como real y racional la «igualdad» abstracta y su «deber ser», y olvida que Los hombres son hechos desiguales por la naturaleza, en la que la desigualdad está en su elemento, y en la sociedad civil el derecho de particularidad está tan lejos de anular esa desigualdad natural que la produce automáticamente y la eleva a una desigualdad de destrezas y recursos, e incluso de logros morales e intelectuales41.

Lo que aquí presenciamos resulta sumamente revelador acerca de la importancia de las determinaciones ideológicas tanto para las metodologías idealistas como para las materialistas/empíricas. Evidentemente,

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estas últimas no tienen ninguna dificultad en amalgamar sus pretendidas «necesidades naturales» —como la «propensión al intercambio y al trueque» de Adam Smith y otras así llamadas características de la «naturaleza humana», formuladas para estar en perfecta armonía con la modalidad de interacción socioeconómica establecida— con el estado de cosas históricamente establecido, puesto que no existe discordia alguna entre éste y la naturaleza misma sobre bases filosóficas. No así, sin embargo, los filósofos idealistas, como Hegel, que no podía evitar ser hostil incluso ante la mera mención de la palabra «naturaleza», porque la naturaleza representa a sus ojos el territorio filosóficamente inferior de las «determinaciones sensorias». Y con todo encontramos que, en concordancia con los intereses ideológicos que Hegel comparte con los filósofos materialistas y los economistas políticos de su clase, él no vacila ni por un momento en amalgamar la necesidad natural (la máxima hegeliana de que «los hombres son hechos desiguales por la naturaleza», que equipara falazmente la obvia diversidad de la naturaleza con la desigualdad creada socialmente, y bien problemática por cierto, entre los propios hombres) con la contingencia histórica, a fin de moldear a partir de semejante aleación —verdaderamente asombrosa para un pensador idealista— la «necesidad filosófica absoluta»42. Porque de esa manera Hegel logra conferirle a la desigualdad creada históricamente e históricamente alterable de la «sociedad civil» —una desigualdad ahora metamorfoseada idealmente en «el derecho de particularidad» sobre la fundamentación idealista postulada de manera arbitraria de que «el derecho de la particularidad de la mente objetivo está contenido en la Idea»43— el estatus de de jure por siempre existente.

LA SUPERACIÓN DE LAS DICOTOMÍAS: LA CUESTIÓN DE LA AGENCIA SOCIAL

PARA resumir, la interminable sucesión de dualismos y dicotomías filosóficas en las obras concebidas desde el punto de vista de la economía política del capital —por ejemplo, teoría/práctica, pensamiento/ser, sujeto/ objeto, para-sí/en-sí, visiones de mundo/conocimiento factual, inmanencia/trascendencia, nouménico/fenoménico, esencia/aparencia, esencia/ 182

existencia, forma/contenido, valor/hecho, debe/es, razón/emoción, Razón/ Entendimiento, libertad/necesidad, individuo/especie, privado/público, político/social, Estado/sociedad civil, de jure/de facto, y muchas más— continúa siendo absolutamente ininteligible sin los múltiples dualismos y antinomias prácticas del orden socioeconómico que las metodologías dualistas de esa tradición expresan y ayudan a sostener a su propia manera, con fuerte compromiso ideológico y eficacia. Hemos visto también que las dicotomías y antinomias de la contingencia histórica del capital constituyen: 1. un sistema de determinaciones estrechamente intervinculado en el que 2. uno de los lados de los varios dualismos en cuestión domina al otro; 3. sobre la base de una trastrocación e inversión perversa de algunas relaciones objetivas vitales: 4. estableciendo así jerarquías rígidas que rechazan a priori 5. la posibilidad de las mediaciones dialécticas y las transiciones factibles 6. hacia un cambio estructural. Es por eso que el dualismo filosófico triunfa con tanta facilidad en el universo conceptual poscartesiano, predicando soluciones unilaterales (o la imposibilidad a priori de llegar a las síntesis requeridas) en las que sólo un enfoque dialéctico podría comenzar a vérselas con los problemas. Ciertamente, el éxito incluso del intento consciente e inédito de Hegel de superar dialécticamente las dicotomías de sus predecesores queda confinado a las regiones más abstractas de la Fenomenología y la Lógica, precipitándose de nuevo en el «dualismo inconciliado» —complementado en su sistema por la propugnación abstracta de hacer que la «Razón conciliadora» triunfe sobre las tentaciones críticas del «Entendimiento»— tan pronto como ese gran originador de la dialéctica idealista objetiva vuelve su atención a los aspectos más tangibles y trata de subsumir bajo sus categorías generales los antagonismos inconciliables del mundo real. Así, las «rupturas», alienaciones y oposiciones cosificadas de la realidad se hacen valer al final en todos los planos, derrotando incluso a los mayores esfuerzos teóricos por extraer soluciones dialécticas coherentes —ex pumice 183

aquam («sacando agua de la piedra»)— de los parámetros objetivos ineluctablemente constreñidos de un mundo social dividido cuyos obstinados antagonismos estructurales los pensadores en cuestión tratan de «conciliar» y defender. El concomitante obligado de esa condición ideológica es la metodología de las conceptuaciones dualistas y dicotómicas que en última instancia prevalecen siempre, incluso cuando se hace un intento consciente de «cancelarlas». Tiene sus corolarios inseparables: 1. en la amalgama de las distinciones vitales bajo determinaciones generales presuntamente inalterables, y con ello la conveniente anulación de sus especificidades sociohistóricas potencialmente explosivas. 2. en la circularidad que resulta de ser arrojadas de uno a otro polo de las dicotomías abiertamente reafirmadas y aceptadas, o en verdad de los «dualismos inconciliados» que resurgen desconcertantemente después de que un pensador, como Hegel, pensaba que los había superado; 3. en la ausencia de mediaciones genuinas, incluso cuando el filósofo está abstractamente consciente de su importancia; 4. en la mera aseveración de postulados vacíos —como la propugnación cargada de «deber ser» de la «unidad» y la «universalidad», sobre la base de una parcialidad defendida incondicionalmente— en lugar de las síntesis y teóricas objetivamente apuntaladas y las estrategias prácticas socialmente viables; los postulados convertidos en necesarios por la idealización de intereses parciales indefendibles y las desigualdades concomitantes, y por la ausencia de las mediaciones apropiadas ya mencionada. La polarización constituye la regla objetiva, la conciliación (sin cambiar significativamente la base social de esa polarización) el remedio ilusorio. Es así como el punto de vista de la economía política del capital circunscribe el horizonte conceptual de la teoría poscartesiana.

POR implicación, si queremos prever la posibilidad de una síntesis dialéctica en lugar de los dualismos y dicotomías que hemos estado revisando, se hace necesario adoptar una perspectiva teórica muy diferente. Una a 184

partir de la cual los antagonismos fundamentales del orden socioeconómico establecido puedan ser reconocidos por lo que realmente son, en vez de ser explicados gracias a la «Razón conciliadora». Eso implica, por supuesto, la identificación y adopción de categorías adecuadas para aprehender la dinámica especificidad histórica del ser social. Categorías mediante las cuales los reguladores clave del intercambio socioeconómico y cultural/ideológico se hagan visibles, en lugar de verse borrados por medio de esos amalgamientos motivados ideológicamente con los que nos hemos encontrado repetidamente hasta en los escritos de muy grandes pensadores. Porque resulta imposible avenirse con esos dualismos filosóficos, sin referirlos a la perspectiva de una agencia social cuya intervención práctica en el mundo real indica la posibilidad de superar realmente las antinomias y dicotomías hoy sostenidas materialmente, sobre la base de la acción colectiva conscientemente articulada de los individuos sociales. Porque es imposible avenirse con esos dualismos filosóficos sin referirlos a la perspectiva de una agencia social cuya intervención práctica en el mundo real indica la posibilidad de que la realidad supere las antinomias y dicotomías, hoy sustentadas materialmente, sobre la base de la acción colectiva articulada conscientemente de los individuos sociales. Las categorías en cuestión resultan, por supuesto, radicalmente incompatibles con el marco categorial individualista en cuyos términos quienes comparten la perspectiva de le economía política tratan de vérselas con la dicotomía del sujeto/objeto, por ejemplo, ofreciendo en el mejor de los casos algunas «síntesis» altamente dudosas de la dicotomía entre la subjetividad egocéntrica y el mundo social abarcante, mientras reproducen la contradicción entre el conocimiento fragmentado/parcial y la «conciencia totalizadora». Así, la última cosa que podemos decir a favor de la adopción del «punto de vista del individuo social» marxiano es que las soluciones articuladas dentro de marcos categoriales individualistas no pueden evitar ser abstractas/imperativas incluso cuando se les explica en una forma «descriptiva». Como ejemplo de ellos podemos pensar en el «estadista» de Adam Ferguson, cuya sabiduría colectiva o «combinada» se deriva del tratar

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a los demás como sus herramientas (ver la nota 38), o la «astucia de la razón» de Hegel, que se relaciona con los individuos —incluso con los llamados «individuos de la historia mundial»— de modo muy parecido, sólo que esta vez vestido de traje solemne idealista. Porque incluso si tomamos dichas soluciones a su precio de costo, la contradicción subyacente entre los requerimientos de la «conciencia totalizadora» y las inescapables limitaciones de la parcialidad egocéntrica (sin importar cuán «agregada») no resulta «superada» en modo alguno. Apenas está oculta temporalmente a la vista por la aceptación conciliadora de, y la resignación ante, el estado de cosas existente. Pero así como los dualismos y las dicotomías de la tradición filosófica poscartesiana nacen del suelo de una práctica social determinada, por el mismo motivo es imposible pensar en resolverlos en forma teórica simplemente mediante la adopción de un marco categorial nuevo, sin concebir al mismo tiempo un orden social alternativo a partir del cual se puedan eliminar las antinomias prácticas del sistema históricamente específico del capital. Para tomar un solo ejemplo, la ya mencionada tiranía de la contabilidad del tiempo del capital (que reduce el trabajo viviente a mero «factor de la producción», o a componente subordinado de la categoría de las «unidades de costos» en la jerga económica), y el dualismo y la dominación parcializados del mundo social en su seno, sólo puede ser superada en un marco cualitativamente diferente de contabilidad social (es decir, una contabilidad genuinamente socialista) orientada a la autodeterminación consciente de sus intercambios productivos por parte de los individuos sociales en todos los niveles. Marx lo plantea así: En una sociedad futura, en la cual ya no haya antagonismo de clases, en la que ya no exista ninguna clase, el uso dejará de estar determinado por el tiempo de producción mínimo, y será el grado de su utilidad social el que determine el tiempo de producción que se le dedique a un artículo44.

Como podemos ver, aquí las categorías de «clases», «antagonismo de clases» y «utilidad social» están vinculadas con la concepción de un nuevo orden social objetivamente inherente a (o que surja de) las contradicciones de la forma histórica establecida. Es así como se hace posible anticipar la superación de las dicotomías del uso y el intercambio, el tiempo

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y el espacio, la producción y la distribución, etcétera, ya que estamos dispuestos a reconocer su implantación social en las relaciones de clase antagónicas, previendo al mismo tiempo la transformación radical de estas últimas mediante una acción social apropiada. Lo mismo vale para todos los demás dualismos, dicotomías y antinomias que hemos tocado en el transcurso de este capítulo. Pero, por supuesto, hacerlo implica romper con el punto de vista de la economía política del capital y la individualidad aislada.

NOTAS

1. Hannah Arendt, como se plantea en el Capítulo 5, reduce el problema de la expropiación al de los «impuestos exorbitantes». La función de esa categorización invertida es convertir a los expropiadores privilegiados (que resultan ser quienes pagan los «impuestos exorbitantes») en las víctimas reales del sistema. Aparte de eso, tan sólo se reconoce un problema «residual»: la innegable persistencia de la pobreza; sin embargo, Arendt espera que sea resuelto por «medios técnicos neutrales». Tal solución es, por supuesto, un «deber ser» vacío, concebido en el espíritu de evitar sistemáticamente el problema estructural de la explotación capitalista. Todo el marco conceptual está construido de manera tal que la permanente presuposición estructural de la expropiación y la explotación —la separación forzosa y legalmente salvaguardada entre el trabajo y los medios de producción— ni aparecerían siquiera en el horizonte, y mucho menos asumirían el centro estratégico de la confrontación social. Por eso la esfera política y su potencial papel interventor en el nivel de la explotación económica tienen que ser concebidos por Arendt en la forma en que lo hallamos en sus escritos. Porque, una vez que se da por sentado el basamento estructural del sistema, el margen de acción política contra las desigualdades reconocidas pierde prácticamente todo sentido, y la solución recomendada no es más que un «deber ser» vacío. Como rememora su favorable comentarista Elisabeth YoungBruehl con cierto desconcierto: «[Arendt] quería una solución para el problema de la pobreza que no haya dictado o fuese a dictar una forma de gobierno» (E. YoungBruehl, «From the Pariah’s Point of View», en Melvyn A. Hill [ed.], Hannh Arendt: The Recovery of the Public World, St. Martin’s Press, Nueva York, 1979, p. 24).

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2. Vale la pena también señalar en este contexto que la posición de la ideología dominante esencialmente negativa, y la conciencia práctica de su antagonista (cuyo objetivo es la sustitución del sistema establecido por un nuevo orden social definido positivamente, con presuposiciones cualitativamente diferentes para la reproducción social continua), no se pueden considerar simétricas. 3. Weber lo expresa así: «En lo que concierne al individuo, una cosa es el Diablo y otra Dios, y el individuo tiene que decidir cuál es, para él, Dios y cuál el Diablo. Y ello es así para los efectos de todos los órdenes de la vida. (…) vayamos a nuestro trabajo y satisfagamos la “exigencia del día”, tanto en el nivel humano como en el profesional. Esa exigencia, sin embargo, será clara y simple si cada uno de nosotros encuentra y obedece al demonio que sostiene las riendas de su vida» (Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, Tübingen, 1922, pp. 545 y 555. Citado en Georg Lukács, The Destruction of Reason, Merlin Press, Londres, 1980, pp. 616 y 618). 4. El estructuralismo en general tuvo su apogeo en el período de posguerra de expansión económica y consenso político. Así, para la época de la confiada construcción de su imperio intelectual podía acoger con felicidad la difusión de su influencia incluso en forma de un «estructuralismo marxista», sin que importara la profunda incompatibilidad entre el materialismo histórico y el estructuralismo antihistórico. De igual modo, resulta altamente revelador que el «estructuralismo marxista» haya tenido su mayor éxito en Latinoamérica, un continente dominado en aquellos días por varios regímenes militares que obligaron a la izquierda a asumir una posición comprensiblemente defensiva. Y la otra cara de la moneda de esa relación también prevaleció. Porque una vez que el fin de los «milagros económicos» (tanto en Europa como en Latinoamérica), aunado a la reactivación e intensificación de los antagonismos sociales —en Europa en forma del derrumbe de la política de consenso, y en Latinoamérica mediante la desaparición de varias dictaduras militares—, pusieron en evidencia la crisis del capital, también pudimos ser testigos de la completa desintegración, no sólo de la corriente principal del estructuralismo, sino también del «estructuralismo marxista» como fuerza intelectual. 5. C. Marx, Capital, vol. 1, Vintage Books, Nueva York, 1973, p. 345. 6. Ibíd., p. 360. Los desarrollos capitalistas primitivos crean «un mecanismo primitivo cuyas partes son seres humanos» (Ibíd., p. 338). En el período de la manufactura, «la destreza manual continúa siendo la base. (…) Es precisamente a causa de que la destreza manual continúa siendo, de esa manera, el basamento del proceso de producción, que a cada operario se le asigna con carácter exclusivo una función parcial, y que por el resto de su vida su poder de trabajo es convertido en el órgano de su función pormenorizada» (Ibíd., pp. 338-339). No obstante, sería totalmente erróneo ignorar los basamentos naturales e históricos sobre los que surgen esos desarrollos, viendo en ellos algo únicamente capitalista,

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como lo encontramos en la deducción cuasimítica (a la vez que muy cuestionable) de Weber del «llamado vital» desde el «espíritu del capitalismo» (y viceversa). Existe una fundamentación mucho más tangible para todos esos desarrollos que el «espíritu del capitalismo» que Weber necesita a fin de proporcionar una «refutación» de la construcción marxiana. (Podemos notar aquí, de pasada, que hasta sus admiradores admiten que «Weber se ha hecho de una reputación académica atacando el reduccionismo económico determinista marxista». Ephraim Fischoff, «The Background and Fate of Weber’s Wirtschaft und Gessellschaft», en Max Weber, The Sociology of Religion, trad. de E. Fischoff, introd. de Talcott Parsons, Methuen & Co., Londres, 1965, p. 282). Como afirma acertadamente Marx: «La conversión del trabajo fraccional en el llamado vital de un hombre se corresponde con la tendencia mostrada por las sociedades primitivas a hacer hereditarios los oficios; o bien a petrificarlos en castas, o cada vez que las condiciones históricas definidas generan en el individuo una tendencia a variar de una manera incompatible con la naturaleza de las castas, a osificarlos en gremios. Las castas y los gremios surgen de la acción de la misma ley natural que regula la diferenciación de las plantas y los animales en especies y variedades, excepto que, cuando se ha alcanzado cierto grado de desarrollo, el carácter hereditario de las castas y el carácter exclusivo de los gremios son ordenados como una ley de la sociedad. «Las delicadas muselinas de Dakka, los percales y otros géneros de pieza de Coromandel en colores brillantes y duraderos, no han sido superados jamás. Sin embargo son producidos sin capital, maquinaria, división del trabajo, ni ninguno de los medios que le brindan tantas facilidades a los intereses manufactureros en Europa (…)» [Historical and Descriptive Account of British India, por Hugo Murray y James Wilson, et al., Edimburgo, 1832, vol. II, p. 449]. Es tan sólo la destreza especial acumulada de generación en generación, y trasmitida de padres a hijos, la que le da al hindú, como se la da a la araña, esa pericia» (Carlos Marx, Ibíd., pp. 339-340). Lo que es específico en lo que se refiere a los desarrollos capitalistas primitivos no es el funcionamiento de algunas fuerzas en concordancia con el principio regulador del «llamado vital», y mucho menos el surgimiento misterioso de un ethos autosuficiente desde el «el espíritu de protesta del capitalismo». De hecho, el pretendidamente demiúrgico «espíritu del capitalismo» estuvo precedido, en lo que a la «llamada vital» atañe, por miles de años de prácticas materiales bien establecidas, y a menudo con respaldo legal, en diferentes partes del mundo, algunas de las cuales tuvo que haber conocido Weber. Por el contrario, la contribución innovadora de esos desarrollos consiste en el confinamiento de la atención del trabajador a una operación fraccional, sobre bases económicas muy sólidas (aunque profundamente deshumanizadoras) que favorecen el desenvolvimiento de la división del trabajo capitalista. Porque, como lo señala Marx a continuación de nuestra cita anterior: «Y no obstante, el trabajo de

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dicho tejedor hindú es muy complicado, comparado con el del que trabaja en una fábrica. Un artífice que ejecuta una tras otra las varias operaciones fraccionales en la producción de un artículo acabado, tiene que cambiar de lugar en determinado momento, y en otro tiene que cambiar de herramientas. La transición de una operación a otra interrumpe el fluir de su labor y crea, por así decirlo, brechas en su jornada de trabajo. Esas brechas se cierran en cuanto se ve atado a una sola y misma operación a lo largo del día; desaparecen a medida que los cambios en su trabajo disminuyen» (Ibíd., pp. 340-341). 7. Ibíd., p. 360. Y aquí Marx agrega en una nota a pie de página: «Dugald Stewart llama a los trabajadores de las fábricas “autómatas vivientes (…) utilizados en los detalles del trabajo”». 8. Como lo dice Marx: «La acumulación primitiva desempeña en Economía Política el mismo papel que el pecado original en teología. Adán mordió la manzana, y con ello cayó el pecado sobre la raza humana. Se supone que su origen queda explicado cuando se le narra como una anécdota acerca del pasado. En épocas ya muy remotas había dos clases de personas: una, la élite laboriosa, inteligente y sobre todo economizadora; la otra, sinvergüenzas holgazanes que dilapidaban sus bienes, y hasta más que eso, en una vida disoluta. (…) Aconteció así que los primeros acumularon riqueza y a los últimos ya no les quedó nada que vender aparte de sus propios pellejos. (…) Semejante trivialidad infantil se nos predica a diario en defensa de la propiedad. (…) En la historia real, es un hecho notorio que la conquista, la esclavización, el despojo, el asesinato, en resumen la fuerza, jugaron el papel principal. En los condescendientes anales de la economía política, reina lo idílico desde tiempos inmemoriales. (…) De hecho, los métodos de la acumulación primitiva tienen de todo menos de idílicos. (…) El proletariado se creó gracias a la disolución de las bandas de súbditos feudales y a la expropiación por la fuerza del suelo del pueblo; a las nacientes manufacturas les era imposible absorber ese proletariado “libre” [vogelfrei, es decir, “libre como los pájaros”, N.A] con la misma velocidad a la que iba siendo arrojado al mundo. Por otra parte, esos hombres, arrancados repentinamente de su modo de vida acostumbrado, tampoco podían adaptarse con igual celeridad a la disciplina de su nueva condición. Fueron convertidos en masse en mendigos, ladrones y vagabundos, en parte por propia inclinación personal, y en muchos otros casos por el peso de las circunstancias. De aquí que a finales del siglo XV y durante la totalidad del XVI, a todo lo ancho de la Europa Occidental [se instituyó] una sanguinaria legislación en contra del vagabundaje. Los padres de la clase trabajadora actual fueron castigados por su transformación forzosa en vagabundos e indigentes. La legislación los trataba como criminales “voluntarios”, y asumía que dependía de la buena voluntad propia continuar trabajando bajo las viejas condiciones que de hecho habían dejado de existir. En Inglaterra esa legislación se inició bajo Enrique VII.

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Enrique VIII, 1530: los mendigos viejos e incapacitados para el trabajo reciben una licencia para mendigar. Por otra parte, azotes y prisión para los vagabundos empecinados. Se les ata a la parte trasera de una carreta y se les azota hasta que mane sangre de sus cuerpos; entonces se les hace jurar que regresarán a su lugar de nacimiento, o donde hayan vivido durante los últimos tres años, y “se pondrán a trabajar”. ¡Qué ironía siniestra! En 27 Enrique VIII. se repite el estatuto anterior, pero reforzado con nuevas cláusulas. Porque en un segundo arresto por vagancia se repiten los azotes y se corta media oreja; pero a la tercera reincidencia el trasgresor es ejecutado como un criminal empedernido y enemigo del bienestar común. Eduardo VI: Un estatuto de su primer año de reinado, 1547, ordena que si alguien se niega a trabajar debe ser condenado a ser esclavo de la persona que lo ha denunciado como holgazán. El dueño debe alimentar a su esclavo a pan y agua y caldo claro y negarle la carne si lo considera conveniente. Tiene el derecho de obligarlo a hacer cualquier trabajo, sin importar cuán odioso, con látigo y cadenas. Si el esclavo se ausenta por una quincena, es condenado a la esclavitud por el resto de su vida y se le marca en la frente con la letra S; si se escapa por una tercera vez se le ejecuta por felonía. (…) De los pobres fugitivos, de quienes Tomás Moro dice que se vieron forzados a robar, “a 72.000 grandes ladrones y pequeños rateros se les dio muerte” en el reinado de Enrique VIII. [Holinshed, Description of England, Vol. 1, p. 186] En tiempos de Isabel, “los vagabundos eran colgados con presteza, y por lo común no transcurría un año en el que no fueran devorados y tragados por las horcas tres o cuatrocientos de ellos” [Strype, Annals of the Reformation and Establishment of Religión, and Other Various Occurrences in the Church of England during Queen Elizabeth’s Reign, 2ª ed., 1725, Vol. 2]. Según el mismo Strype, “nada más en Somersetshire fueron ejecutadas 40 personas en un año, se les quemó la mano a 35 ladrones, se azotó a 37, y 183 quedaron como ‘vagabundos incorregibles’. Sin embargo, él es de la opinión de que ese gran número de prisioneros no comprende ‘ni la quinta parte de los criminales reales, gracias a la negligencia de los jueces y la tonta compasión de la gente’, y que otros condados de Inglaterra no estaban mejor en ese respecto que Somersetshire, siendo que otros andaban peor aún” (Carlos Marx, Ibíd., pp. 713-714 y 734-736]. En las décadas finales del siglo XVII, de acuerdo con el punto de vista de la economía política del capital, el gran ídolo del liberalismo moderno, John Locke —un terrateniente en ausencia en Somersetshire a la vez que funcionario del gobierno con elevado salario—, predica la misma «niñada insípida» descrita por Marx. Insiste en que la causa del “crecimiento del número de pobres (…) no puede ser más que el relajamiento de la disciplina y la corrupción de las costumbres; la virtud y la laboriosidad son las compañeras constantes de un lado, mientras el vicio y el ocio están en el otro. Por consiguiente, el primer paso para poner a trabajar a los pobres (…) tendría

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que ser ponerle freno a su libertinaje mediante la estricta ejecución de las leyes fijadas contra él [por Enrique VIII y Eduardo VI]” (John Locke, «Memorandum on the Reform of the Poor Law», en H.R. Fox Bourne, The Life of John Locke, King, Londres, 1876, Vol. 2, p. 378). Con una remuneración anual casi astronómica de alrededor de 1.500 libras por sus servicios al gobierno (como comisionado de la Cámara de Comercio: uno de sus varios empleos), Locke no vacila en encomiar el proyecto de que los pobres devenguen “un penique por día” (Ibíd., p. 383), es decir, una suma aproximadamente 1.000 veces menor que su ingreso por concepto de uno de sus empleos gubernamentales, que él, por supuesto da por totalmente justificado. No es de sorprender, entonces, que “El valor de sus propiedades al momento de su muerte —casi 20.000 libras, de las cuales 12.000 estaban en efectivo— era comparable al de un próspero comerciante londinense” (Neal Wood, The Politics of Locke’s Philosophy, University of California Press, Berkeley, 1983, p. 26). ¡Todo un éxito para alguien cuya principal fuente de ingreso es succionar del Éstado abiertamente tolerante! Más aún, siendo un auténtico señor, con muy altos intereses económicos que proteger, quiere reglamentar también los movimientos de los pobres mediante la draconiana medida de los pases, y propone: “Que todos los hombres que mendiguen sin pases en comarcas marítimas, estando baldados o que sobrepasen los cincuenta años de edad, y todos aquellos de cualquier edad que mendiguen también sin pases en comarcas del interior sin ningún litoral marítimo, sean enviados al correccional más cercano, para ser tenidos allí a trabajos forzados durante tres años” (J. Locke, «Memorandum on the Reform of the Poor Law», ob. cit., p. 380). Y mientras las brutales leyes de Enrique VII y Eduardo VI querían que se les cortase nada más «la mitad de la oreja» a los transgresores reincidentes, nuestro gran filósofo liberal y funcionario gubernamental —una de las figuras prominentes en el preludio de la Ilustración inglesa— sugería una mejora de esas leyes recomendando solemnemente la pérdida de las dos orejas, aplicable de una vez a los transgresores primerizos. Éstas son sus palabras: “Que todo aquel que falsifique un pase pierda sus orejas por la falsificación, la primera vez que sea hallado culpable de ello; y la segunda vez que sea trasladado a las plantaciones [para ser convertido en esclavo allí], como en los casos de felonía” (Ibíd.). Al mismo tiempo, en su «Memorando sobre la reforma de la ley de los pobres», Locke proponía también la institución de escuelas-talleres para los hijos de éstos desde una edad muy temprana, argumentando que: “Los hijos de la gente trabajadora suelen constituir una carga para el municipio, y por lo general se les mantiene en la holgazanería, por lo que su trabajo generalmente se pierde para la colectividad hasta los doce o catorce años de edad. El correctivo más efectivo que podemos concebir para eso, y que humildemente proponemos, es que en la nueva ley antes mencionada que se va a promulgar se estipule definitivamente que en cada municipio se funden escuelas-

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talleres, a las que se les obligará entrar a los hijos de todos los que dependen de la ayuda del municipio, entre los tres y los catorce años de edad”. La principal preocupación de Locke es cómo combinar la severa disciplina del trabajo y el adoctrinamiento religioso con un máximo de economía. Sigue la directriz de Eduardo VI acerca de cómo el amo «debe alimentar a su esclavo a pan y agua y caldo claro, y negarle la carne si lo considera conveniente», pero con la pequeña diferencia de que elimina incluso lo de «negarle la carne» de la avara lista del ejemplo del rey: “Si entonces se tiene cuidado de que cada uno de ellos [los niños] diariamente quede con la barriga llena de pan en la escuela, no estarán en peligro de morirse de hambre sino, por el contrario, serán más saludables y fuertes que los que son criados de otra forma. Tampoco esa práctica significaría ningún problema de costos para los superintendentes; porque se podría acordar con un panadero que produjese y trajese cada día a la escuela la cantidad necesaria para todos los escolares que estén en ella. Y a eso se le podría agregar también, sin problema ninguno, cuando haga frío, si se considerase necesario, algo de gacha caliente; porque se puede utilizar el mismo fuego que calienta el aposento para poner a hervir un caldero de ella. Otra ventaja adicional de hacer ir a los niños a una escuela taller es que por ese medio se les podría obligar a asistir regularmente a la iglesia cada domingo, junto con sus maestros y maestras, con lo cual se les podría inculcar algo de religión; mientras que en la actualidad, dado que por lo general están siendo criados en la holgazanería y el relajo, ellos permanecen totalmente ajenos tanto a la religión y la moralidad como a la laboriosidad (Ibíd., pp. 384-385). Por consiguiente, las medidas que había que aplicarles a los «trabajadores pobres» eran radicalmente distintas de las que los “hombres de ilustración” consideraban adecuadas para sí mismos. A fin de cuentas todo se reducía a meras relaciones de poder, impuestas con suma brutalidad y violencia en el transcurso de los desarrollos capitalistas iniciales, independientemente de cómo eran racionalizados en los «condescendientes anales de economía política». Naturalmente, los representantes del capital no pueden abandonar jamás la idea de que el aumento del número de pobres y desempleados tiene por causa el “relajamiento de la disciplina y la corrupción de las costumbres”, y que la imposibilidad de encontrar trabajo de la gente hay que atribuírsela a la ausencia de «su propia buena voluntad”. Hace pocos años el ministro del Trabajo conservador les aconsejaba a más de tres millones de desempleados que tomaran sus bicicletas (que ellos no podían darse el lujo de adquirir) y buscaran empleo (es decir, que buscaran “las viejas condiciones que ya dejaron de existir”). Ese consejo fue seguido más tarde por las regulaciones gubernamentales que implementaron recortes salvajes en los beneficios de la Seguridad Social y en los fondos de las pensiones del Estado. Y el gobierno conservador de Margaret Thatcher introdujo otra medida más, de la que hasta John Locke (aunque quizá no Enrique VIII) se hubiese sentido orgulloso. La medida en cuestión tenía la intención de obligar a los jóvenes desempleados

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a salir en busca de (inexistentes) oportunidades de trabajo, luego de dos semanas de permanencia en un solo lugar en la “Costa del Dole”. La idea de que también habría que “cortar las orejas” de los transgresores primerizos no ha revivido aún, que yo sepa». 9. Uno de los aspectos más importantes del problema es que la producción de mercancías generalizada explota inmisericordemente incluso las propensiones naturales de la existencia humana, ya que con el desarrollo de la fábrica capitalista. «No sólo tenemos aquí un aumento del poder productivo del individuo, por medio de la cooperación, sino además la creación de un poder nuevo, a saber, el poder colectivo de las masas. Aparte del nuevo poder que surge de la fusión de muchas fuerzas en una sola fuerza, el simple contacto social genera en la mayoría de las industrias una emulación y estimulación de las tendencias animales que fortalecen la eficiencia de cada trabajador individual. Así que una docena de personas que trabajen juntas producirán, en su jornada colectiva de 144 horas, más que doce hombres aislados que trabaje cada uno durante 12 horas, o que una persona que trabaje durante doce días seguidos. La razón para esto es que ese hombre es, en todo caso, un animal social y no político, como sostiene Aristóteles» (C. Marx, ibíd., p. 326). Lo que nos ocupa aquí no es simplemente una relación social específica, sino una relación que manifiesta simultáneamente también la conexión inherente del individuo con la especie humana. Porque «…el poder productivo especial de la jornada combinada es, bajo toda circunstancia, el poder productivo social del trabajo, o el poder productivo del trabajo social. El poder se debe a la cooperación misma. Cuando el trabajador coopera sistemáticamente con los demás, se zafa de las trabas de su individualidad, y desarrolla las capacidades de su especie» (Ibíd., p. 329). Sin embargo, puesto que bajo el capitalismo todo el proceso tiene que estar subordinado a los imperativos del valor de cambio en autoexpansión, los alcances positivos del desarrollo de los poderes productivos de la especie se ven inevitablemente contradichos por el inhumano impacto de las prácticas de trabajo adoptadas sobre los productores individuales. Porque «el trabajo constante de un solo tipo uniforme perturba la intensidad y el flujo de las tendencias animales del hombre, que hallan recreación y placer en el mero cambio de actividad» (Ibíd., p. 341). Más aún: las facultades intelectuales de los trabajadores se ven igualmente muy afectadas como resultado de la división del trabajo capitalista, que implica no simplemente la «especialización» técnica, sino también el divorcio sistemático de los trabajadores y sus poderes de control, y el alineamiento de esos poderes en contra de ellos. Para citar a Marx: «El conocimiento, el juicio y la voluntad, aunque siempre en grado muy pequeño, son practicados por el campesino o el artesano independiente, del mismo modo en que el salvaje hace que el arte entero de la guerra consista en el ejercicio de su destreza personal: son facultades únicamente requeridas hoy por la fábrica como totalidad. En la producción la inteligencia se expande en una dirección, porque

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en muchas otras se desvanece. Lo que los trabajadores por separado pierden lo concentra el capital que los emplea. El resultado de la división del trabajo en distintas fabricaciones es que el operario es puesto frente a frente con las potencias intelectuales del proceso de producción material, como la propiedad de otro y como poder dominante. Esta separación comienza con una simple cooperación, en la que el capitalista representa al trabajador aislado, la unicidad y la voluntad del trabajo asociado. Es desarrollada en la manufactura, que reduce al operario a operario particularizado. La completa la industria moderna, que convierte a la ciencia en fuerza productiva distinta del trabajo y la pone al servicio del capital. (“El hombre de conocimiento y el trabajador productivo quedan abiertamente separados el uno del otro, y el conocimiento, en vez de seguir siendo la sirvienta del trabajo en manos del operario para acrecentar sus poderes creadores (…) en casi todas partes se ha desplegado en contra del trabajo (…) despistándolos y descaminándolos [a los trabajadores] a fin de volver enteramente mecánicos y obedientes a sus poderes musculares”. W. Thompson, An Inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth, Londres, 1824, p. 274)». «En la manufactura, cada operario tiene que ser convertido en pobre en poderes productivos individuales, a fin de convertir al operario colectivo —y a través de él al capital— en rico en poder productivo social. “La ignorancia es la madre de la industria tanto como de la superstición. La reflexión y la fantasía están sujetas al error; pero el hábito de mover la mano o el pie es independiente de ambas. Las manufacturas, en consecuencia, prosperan más donde se consulta menos a la mente, y donde la fábrica puede ser considerada como un motor, cuyas piezas son hombres” (Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Society, Edimburgo, 1767, p. 280). De hecho, a mediados del siglo XVIII algunos fabricantes nuevos preferían, para ciertas operaciones que eran secretos del oficio, emplear a personas semiidiotas (J.D. Tuckett, A History of the Past and Present State of the Labouring Population, Londres, 1846. C. Marx, Ibíd., pp. 361-362).» Así, los requerimientos alienantes de la producción capitalista prevalecen aun en contra de la inclinación natural espontánea, anulando las posibilidades objetivas del desarrollo multifacético de las facultades humanas, en el interés de mantener el dominio absoluto del modo de control del capital sobre la sociedad en su totalidad. 10. Tragtenberg hace énfasis, acertadamente, en el ancestro liberal/socialdemócrata del corporativismo autoritario que se remonta al nazismo: «La teoría de la empresa-institución se desarrolló en Alemania, durante la República de Weimar, con Rathenau y Neumann, y fue adoptada más tarde por el nazismo, que reconocía la importancia político-social de la empresa» (Mauricio Tragtenberg, Administraçao, Poder e ideologia, Editora Morales, São Paulo, 1980, pp. 13-14). Habría que recordar aquí también la total consonancia de las concepciones bonapartistas de la «democracia» y su «líder» que tiene Max Weber con las del general Ludendorf, uno de los primeros paladines de Hitler. 195

11. Georg Lukács, History and Class Consciousness, p. 140. 12. «Solger fängt mit einer unversöhnten Dualismus an, obwohl seine ausdrückliche Bestimmung der Philosophie ist, nicht in einem Dualismus befangen zu sein». G.W.F. Hegel, Sämmtliche Werke, Jub. Ausgabe, Vol. 20, p. 169. 13. G.W.F. Hegel, Logic: Encyclopaedia of the Philosophical Sciences, Parte I, Clarendon Press, Oxford, 1975, p. 291. 14. Ibíd. 15. G.W.F. Hegel, Philosophy of Mind, p. 62. 16. Ibíd., p. 64. 17. Carlos Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, p. 149. Las cursivas son de Marx. 18. Ibíd., pp. 159-162. Las cursivas son de Marx. 19. Ibíd, p. 150. 20. Ibíd., p. 163. 21. Inmanuel Kant, «Theory and Practice: Concerning the Common Saying: This May Be True in Theory But Does Not Apply to Practice», en Carl J. Friedrich (ed.), Immanuel Kant’s Moral and Political Writings, Random House, Nueva York, 1949, p. 416. 22. Ibíd., pp. 417-418. 23. Adam Smith, «Lectures on Justice, Police, Revenue, and Arms», en Herbert W. Schneider (ed.), Adam Smith’s Moral and Political Philosophy, Hafner Publishing Company, Nueva York, 1948, p. 291. 24. Ibíd., p. 321. 25. Ibíd., p. 320. 26. Ibíd., p. 319. 27. Adam Smith, «The Theory of Moral Sentiments», en H.W. Schneider (ed.), ob. cit., p. 102. 28. Ibíd., p. 225. Todo eso resulta altamente sorprendente, ya que la proposición de Smith respecto a la constitución de los valores morales sobre la base de «nuestros sentimientos de aprobación y desaprobación moral» es lanzada en contraposición directa a «nuestros sentimientos en torno a la belleza de cualquier tipo». Porque inmediatamente antes de las líneas que acabamos de citar él insiste en que «Los principios de la imaginación, de los que depende nuestro sentido de la belleza, son de naturaleza muy gentil y delicada, y el hábito y la educación los pueden alterar con facilidad». 29. Una fórmula kantiana que afirma con categórica rotundidad moral que «puesto que debes hacerlo, puedes hacerlo», sin importar cuán completamente incapacitado se pueda encontrar uno en el mundo empírico. 30. Carlos Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, p. 121. 31. Un ejemplo interesante es el de Merleau-Ponty. Porque si bien fustiga con razón el dualismo de la filosofía de Sartre (en Les aventures de la dialectique, 1955), sólo puede contraponerle una versión suavizada de la «identidad sujeto-objeto» hegeliana. Al

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32. 33. 34. 35. 36. 37. 38.

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mismo tiempo Merleau-Ponty también sigue fiel al vacío postulado del «universalismo» abstracto. Ver al respecto su acre intercambio con Sartre, registrado en su «Intervention à un Colloque organisé par la Société Européenne de Culture à Venise», 25-31 de marzo de 1956, Comprendre, septiembre de 1956. Georg Lukács, History and Class Consciousness, ob. cit., p. 89. Carlos Marx, The Poverty of Philosophy, en C. Marx y F. Engels, Collected Works (MECW), L.M. Knox (trad.), Oford University Press, Nueva York, 1975, Vol. 6, p. 127. Carlos Marx, Capital, Vol. 1, pp. 364-365. Carlos Marx, Economic and Philosophic Manuscripts of 1844, ob. cit., p. 129. Carlos Marx, The Poverty of Philosophy, ob. cit., pp. 126-127. Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Society, editado, con una introducción, por Duncan Forbes, University Press, Edimburgo, 1966, pp. 181-183. Ibíd., p. 180. Debido a la ceguera que comparte con la tradición entera de la economía política clásica y la filosofía en lo tocante al problema real de la distribución, aun en el agudo diagnóstico de lo que él mismo considera son los defectos necesarios del sistema capitalista se ve minimizado al final. Así, en un gesto conciliador mezcla curiosamente la percepción genuina con un maquillamiento sin reservas del orden dominante, sugiriendo que «si en muchas partes en la práctica de cada oficio, y en el detalle de cada departamento, no se requiere de ninguna destreza y realmente tiende a contraer y a limitar las visiones de la mente, habrá otras que conduzcan a reflexiones generales, y a la ampliación del pensamiento. Hasta en la manufactura, el genio del maestro, quizás, es cultivado, mientras que el del operario inferior permanece sin cultivar. El estadista pudiese tener una vasta comprensión de los asuntos humanos, en tanto que las herramientas que utiliza ignoran el sistema en el que están combinadas». Ibíd., p. 183. Ver en particular su Philosophy of Right, pp. 122-134. Ibíd., p. 130. Ibíd. Hegel recurre a un artificio similar en The Philosophy of History (p. 96) cuando le sirve a sus prejuicios. Cuando describe el «carácter africano» asevera que «los negros se permiten ese perfecto desprecio por la humanidad, cuyo peso sobre la moralidad y la justicia constituye la característica fundamental de la raza», contrastando el comportamiento de la «raza africana» con el de los portadores del «principio del Norte» —es decir, los colonizadores europeos— mediante una referencia en positivo al comportamiento instintivamente correcto «entre nosotros». Puesto que, sin embargo, tal argumento no resulta cónsono en modo alguno con el espíritu de su propia filosofía, tiene que agregarle a esa frase una consideración posterior: «si es que podemos hablar de un instinto que le pertenezca al hombre». Pero si ciertamente no podemos hablar de un instinto que le pertenezca al hombre, ¿cuál podría ser la idea de utilizarlo como lo

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hace Hegel —al igual que utiliza una ley natural ficticia que se supone ha hecho a los hombres «desiguales por naturaleza»— si no es para tenerla en ambos sentidos, traicionando sus intereses ideológicos mediante tal vehemencia y la concomitante inconsistencia filosófica? 43. G.W.F. Hegel, The Philosophy of Right, ob. cit., p. 130. 44. C. Marx, The Poverty of Philosophy, en MECW, Vol. 6, p. 134.

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CAPÍTULO 7 LOS POSTULADOS DE «UNIDAD» Y «UNIVERSALIDAD»

LA CIRCULARIDAD INCORREGIBLE Y EL FRACASO DEFINITIVO DE LA MEDIACIÓN INDIVIDUALISTA

YA que el punto de vista de la individualidad aislada constituye una intrascendible característica metodológica de toda esa tradición, el intento filosóficamente ineludible de ir más allá de su mera particularidad es una preocupación recurrente que trae consigo sus propios dilemas. Por una parte, es inevitable encarar el problema mismo, porque no es posible abandonar abiertamente las aspiraciones universalistas de la filosofía y a la vez mantenerse conscientemente dentro de su marco y suscribir sus requerimientos tradicionales. Por el contrario, éstos deben ser reafirmados constantemente, con mayor insistencia mientras más problemática sea la pretensión de universalidad de las filosofías particulares involucradas, en vista de su basamento incorregiblemente individualista. Y por otra, precisamente porque el punto de vista de la individualidad aislada circunscribe el horizonte de las filosofías en cuestión, el intento de ir más allá de la mera particularidad dentro de sus restricciones estructurales produce no sólo un marco conceptual inherentemente dualista, como lo vimos en el Capítulo 6, sino también uno en el que la dimensión de «unidad y universalidad» tan sólo se asume, se postula o se hipostatiza, pero jamás se establece realmente. Así, en esos problemáticos llamados a la «unidad» y la «universalidad» se nos ofrecen «garantías» apriorísticas como salida a los dilemas del egocentrismo y su equivalente (burgués) clasista, en lugar de soluciones viables a la dificultad de relacionar al individuo aislado con un escenario social defendible. Baste recordar al respecto la línea de desarrollo que va desde el «argumento ontológico» de Descartes a la «mónada absoluta» 199

de Leibniz, sin olvidar la noción totalmente mistificadora de Spengler de «las mónadas sin ventanas». Del mismo modo, nos podemos referir aquí a la variedad de estrategias «universalizadoras» en la esfera filosófica poscartesiana, desde el intento de Kant de establecer la validez del «imperativo categórico» de su Individualethik con referencia al «mundo inteligible» hasta llegar a lo que Husserl llama de modo opaco «el desenvolvimiento sistemático del A Priori que todo lo abarca innato en la esencia de una subjetividad trascendental (…) el logos universal de todo ser concebible»1. Tales estrategias filosóficas no pueden hacer más que subrayar la imposibilidad de extraer la «unidad» y la «universalidad» deseadas de la fragmentada multiplicidad de las individualidades aisladas. Por supuesto, a Hegel no le satisfacía en absoluto la solución leibniziana de la «mónada absoluta». Sin embargo, cuando explica las razones para su rechazo crítico de la respuesta de Leibniz su propio correctivo no puede consistir más que en la vinculación directa del «principio de introrreflexión o individuación» asumido y la «unidad absoluta de forma y contenido» estipulada apriorísticamente, con una definición de la «Reflexión como negatividad para consigo misma» y «autorrepulsión», de la cual se deriva misteriosamente la «positividad» de «postular y crear»2. Husserl confiesa que «el problema del génesis omnienglobador» que intenta desentrañar «presenta muchos enigmas»3. Y no es de extrañar. Porque él simplemente decreta que «con el progreso sistemático de la explicación trascendental-fenomenológica del ego apodíctico, el sentido trascendental del mundo tiene también que revelársenos»4. Tal y como en las otras figuras representativas de esa tradición filosófica, también la solución de Husserl se descarrila porque no logra ofrecer una noción adecuada de mediación. Sólo puede ver la mediación en términos de «Yo, el mediador»5 a través del cual el mundo social «recibe sentido existencial (…) como algo apresentado analógicamente»6. Comprensiblemente, entonces, la unidad y la universalidad «intermonádicas» postulada por Husserl no es más que una versión siglo XX más desocializada que nunca de la «introrreflexión» hegeliana, que en él asume la forma de una intrinsecariedad absolutizada. Según él:

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El camino que conduce a un conocimiento absolutamente fundamentado, en el sentido más elevado, o (lo que vendría a ser lo mismo) un conocimiento filosófico, es necesariamente el camino del autoconocimiento universal —primero que todo monádico y luego intermonádico—. Podemos decir también que una continuación radical y universal de las meditaciones cartesianas, o (equivalentemente) una autocognición universal, es la filosofía misma y engloba a toda la ciencia autoexplicable. El lema délfico «conócete a ti mismo» ha cobrado nueva significación. La ciencia positiva es una ciencia perdida en el mundo. Yo debo perder el mundo por la epoché para recobrarlo por un autoexamen universal. «Noli foras ire», dice San Agustín, «in te redi, in interiore homine habitat veritas» («No quieras ir afuera; métete en ti mismo. La verdad habita en el hombre interior»)7.

Y es así como termina la búsqueda del «desenvolvimiento sistemático del logos universal de todo ser concebible», y el «fundamento absoluto» de la «ontología concreta universal», y la «teoría de la ciencia universal y concreta» sobre las bases de la «egología del ego reducido primordialmente»8 . Tal y como lo sugirió Hegel, «la mediación tuerce su final hacia su comienzo»9, completando el círculo metodológico/ideológico del cual no hay escape posible. Al mismo tiempo, es así como termina también la búsqueda de la «supremacía del hombre sobre la naturaleza», derrotada por las determinaciones inherentemente antagónicas que tienen que prevalecer en la sociedad capitalista respecto a la «supremacía del hombre sobre el hombre». Esa manera de terminar la «supremacía del hombre sobre la naturaleza» alguna vez confiadamente proclamada como positiva, se debe a la circunstancia de que una supremacía no antagónica y constructiva de los seres humanos sobre las condiciones de su existencia social es la clave también para una supremacía adecuada —históricamente sustentable en lugar de destructiva— de sus procesos reproductivos metabólico sociales en relación con la naturaleza. Si se viola esa condición vital, debido a las determinaciones internas antagónícas del orden social prevaleciente, el círculo filosófico —o «círculo de círculos» como lo llamó Hegel— se hace aún más cerrado, y convierte en imposible cualquier esfuerzo por superar su horizonte cada vez más estrecho y las limitaciones asociadas con éste.

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NATURALMENTE, la ausencia del concepto de mediación social apropiada en el discurso filosófico dominante intensifica en gran medida los problemas. En este respecto no sirve de ayuda apelar a la noción cuasimítica de «intersubjetividad intermonádica» en lugar de la mediación real. Porque es imposible extraer de la «subjetividad intermonádica» la requerida —y requerida en el sentido de ser históricamente viable y a largo plazo sustentable— mediación social.

LOS «muchos enigmas» a los que se refería Husserl también se presentan como un gran rompecabezas dirigido directamente al egocentrismo. Porque, en sus palabras, «Yo, el mediador, no entiendo cómo iré a lograr que los otros y yo mismo seamos “uno entre los otros” si todos los otros hombres están “entreparentizados” (…) y reconozco a regañadientes que cuando me “entreparentizo” en tanto que hombre y en tanto que persona humana, no obstante yo mismo seré conservado como ego»10. Por lo tanto, el viaje que Husserl propone sólo puede ser un viaje «hacia el interior», vitalizando la «pérdida del mundo» radical como la condición necesaria de su problemático éxito. Sin duda, el «mediador» aislado de la propugnada «egología del ego reducido primordialmente» puede ofrecerle una autoafirmación monádica a los que estén interesados en la posibilidad de un viaje al «núcleo» sin núcleo —como la cebolla paradigmática de Peer Gynt— del «hombre interior» socialmente «entreparentizado». El problema está, sin embargo, en que la «universalidad» que uno puede derivar de los imperativos metodológicos de un viaje así no pueden representar más que la proyección puramente exhortativa de los postulados abstractos irrealizables. El propio Peer Gynt tiene que darse cuenta, hacia el final del poema dramático de Ibsen, que un viaje sin los intereses y las relaciones humanas apropiados —en palabras del gran poeta y dramaturgo noruego: un viaje que sólo podría tener significado y justificación si su principio guía verdaderamente «distinguiese entre los humanos y los gnomos de la montaña», de quienes se dice se contentan con el lema crudamente egocéntrico «¡Canta para ti, eso basta!11— es absolutamente reprensible. Ibsen deja claramente sentado en la misma página que «el gnomo de la montaña» es el 202

egoísta. Ciertamente, en una etapa anterior de su viaje el propio Peer Gynt declara orgullosamente que su definición negativamente egoísta de sí mismo como alguien que vive «una existencia para y por dentro de uno mismo»12 —por lo cual en la consideración final debe culpársele de haber «fracasado por completo en su propósito de vida»13— fue su elección deliberada. Como lo dice jactanciosamente en esa etapa inicial de su vida: ¿Qué debe ser un hombre? Bien: «sólo él» en dos palabras (…) Cuidar de sí y de lo que es suyo, lo que no puede hacer cuando le importa el bien o la desdicha de otro ser14.

Sin embargo, reflexionando en al acto final sobre el sentido, si lo hubiese, de una existencia como ésa, Peer Gynt compara las fases particulares de su propia vida/viaje, con autohiriente ironía, con las capas sin núcleo de una cebolla que sostiene en las manos y pela febrilmente en un intento por llegar a su centro sólido, y exclama cuando no logra encontrarlo: ¡Qué increíble número de capas! ¿Cuándo alcanzaré su corazón?

[Hace pedazos la cebolla] No, que me condenen si lo hago. Hasta llegar al centro sólo hay capas, y más capas, cada vez menores (…)15.

Y cuando ya en el final mismo de la pieza de Ibsen, Peer Gynt se ve fatalmente confrontado por las implicaciones y las consecuencias de un viaje así, proseguido desperdiciadoramente por una persona carente de núcleo, sólo el devoto amor de Solveig puede salvarlo del destino de ser fundido en fragmentos de botones por El Fundidor de Botones, enviado a pedirle cuentas por el misterioso Amo. Entonces Peer Gynt grita, en desesperada búsqueda de confirmación de una identidad humana significativa dotada de un núcleo sólido, cara a cara con Solveig, la encarnación más pura de la devoción y el amor humanamente válidos: ¿Dónde ha andado Peer Gynt metido? ¿Dónde, desde que salió de la mente de Dios? ¿Me lo puedes decir? Si no me cuentas

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tendré que bajar a la región sombría. ¿Dónde estaba Yo Mismo, de una sola pieza? ¿Dónde? ¿Con el sello de Dios en la frente?

Y esta es la respuesta de Solveig, profundamente conmovedora y redentora aunque, dada la vida pasada de Peer Gynt, totalmente inmerecida: En mi fe, en mi esperanza y en mi amor16.

De esa manera, cuando ya al término de esta gran obra resuenan las palabras agoreras de El Fundidor de Botones, dejando todavía sin resolver la desnuda alternativa de la perdición o el escape de Peer Gynt, las palabras finales del poema dramático de Ibsen que escuchamos son las que canta con generosa devoción Solveig. Antes oímos las ominosas palabras del mensajero del Amo: LA VOZ DEL FUNDIDOR DE BOTONES [detrás de la cabaña]: Peer, nos veremos en la última encrucijada, y veremos entonces si … no diré más.

Pero se les contrapone la voz serenamente solícita de Solveig, con la que Ibsen insinúa la posibilidad de un destino muy diferente para Peer Gynt: SOLVEIG [cantando con voz más alta en la luz del sol]: Yo te acunaré, yo te cuidaré; duérmete y sueña, mi querido niño17.

Así, gracias a Solveig —cuya esencia humana más íntima es la solicitud hondamente amorosa—, en las palabras finales de la pieza de Ibsen se asoma para Peer Gynt la esperanza de escapar a su hado sombrío. De esa manera inesperada se abre ante él un destino de redención, igual que el del héroe de Goethe en el Fausto, cuando la intervención divina lo rescata —y era la intervención divina la única que en ese punto podía rescatarlo— de las garras de Mefistófeles, luego de que Fausto pierde su apuesta con el diablo. Naturalmente, este tipo de libertad poética e intervención sorpresiva —a menudo hasta una inversión total de lo que se nos indujo a pensar en una etapa anterior de la trama literaria en desenvolvimiento: en el acto final de Peer Gynt la potencial redención de un individuo «monádico»

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irremediablemente egocéntrico— resulta totalmente apropiado para la literatura creativa. Porque en ese campo sólo la complejidad general completamente elaborada del mundo creado artísticamente y apropiadamente terminado —en su manera única de representar y trasmutar metafóricamente las características significativas del mundo real históricamente específico, de cuyo suelo nace la gran obra de arte— puede transportar el mensaje que tiene en mente el escritor. En conformidad, el tipo de procedimiento artístico que encontramos en la literatura, idóneo para el propósito de permitirle al escritor ser el creador soberano de un mundo artísticamente coherente y a su propia manera representativo, está enteramente en armonía con la naturaleza más íntima del discurso significativa y orgánicamente transfigurado, es decir, el discurso estético/no discursivo. Pero carece de toda legitimidad en filosofía, donde el pensador o la pensadora tiene que formular sus convincentes pretensiones discursivas y definir las condiciones bajo las cuales la concepción filosófica en cuestión, propugnada sobre la base de la evidencia requerida y claramente indagable, se supone que hará valer su validez, y satisfará las pretensiones que había adelantado en sus términos de referencia apropiadamente sustentables. La «comunidad de mónadas» de Husserl18 es una idea extremadamente problemática en este respecto. Constituye un intento puramente nocional del filósofo por salirse de las restricciones indefendibles de su concepción general solipsista. Pero aquí no es factible ninguna «redención comunal» que dé un vuelco a las cosas. El intento de Husserl no puede tener éxito porque por propia naturaleza la comunalidad proclamada no es más que un decreto genérico meramente asumido respecto al carácter de las mónadas. Se espera que simplemente demos por patente que «No puedo concebir una pluralidad de mónadas que no estén implícita o explícitamente en comunión (…) Es esencialmente necesario que la convivencia de las mónadas, su mera coexistencia, sea una coexistencia temporal y entonces también una existencia temporalizada en la forma: temporalidad “real”»19. Significativamente, la palabra «real», entrecomillada por Husserl al final de ese párrafo, traiciona el solipsismo remanente que no puede ser superado gracias al decreto puramente estipulado de la «comunidad de mónadas».

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La manera como Husserl procede en su análisis con intención de proporcionarle un sólido fundamento metodológico a la filosofía no mejora la situación, ni tampoco podría hacerlo. Porque él insiste, de nuevo con categórico carácter absoluto, que «respecto al orden, de las disciplinas filosóficas la primera intrínsecamente sería la “egología” reducida “solipsistamente”, la egología del ego primordialmente reducido. Sólo después vendría la fenomenología intersubjetiva, que se fundamenta en esa disciplina»20. Y así, en las reflexiones metodológicas de Husserl en un santiamén nos vemos de vuelta a un intento por darle una fundamentación monadológica hasta a las preocupaciones por el valor y la historia más tangibles. Husserl argumenta así su posición: El ser que es intrínsecamente el primero, el ser que precede a toda Objetividad en el mundo, y la porta, es la intersubjetividad trascendental: el universo de las mónadas, que efectúa su comunicación de varias maneras. Pero dentro de la esfera monádica de facto y (como una posibilidad ideal) dentro de cada esfera monádica concebible, ocurren todos los problemas de la factualidad accidental, de la muerte, del destino, de la posibilidad de vida humana «genuina» requerida como «significativa» en un sentido particular —entre ellos, por consiguiente, el problema de la «significación» de la historia— y todos los problemas ulteriores y aun mayores. Podemos decir que son los problemas ético-religiosos, pero formulados en el campo donde todo lo que pueda tener un sentido posible para nosotros debe ser formulado21.

Irónicamente, sin embargo, a Husserl le llega el momento de la verdad cuando trata genuinamente de confrontar, y quizás hasta de combatir, las terribles implicaciones de la crisis social e histórica en desenvolvimiento en el mundo entero —que irrumpió en el escenario político a partir de la amenaza nazi y las obvias barbarie y devastación asociadas— que él conceptualiza como la filosofía y la crisis del hombre europeo. El desafío social y humano que surge directamente de esos desarrollos exigiría una vigorosa intervención social que se pudiese enfrentar —y optimistamente también contrarrestar, y mediante su fuerza de movilización efectiva, hasta derrotarlo— al poder destructivo del adversario. Pero una filosofía basada en los basamentos metodológicos fundamentales de la monadología solipsista no puede servir de ninguna ayuda al respecto, dada la manera en que en ella se define la relación vital entre la teoría y la práctica. 206

De esa manera el discurso de Husserl, a pesar de las indudables buenas intenciones del autor de abordar las manifestaciones de la grave crisis histórica de su tiempo, tiende a quedar desesperanzadamente atrapado en un círculo filosófico abstracto del que no parece haber escapatoria. En concordancia, nos dice que La actitud teórica, aunque ella es también una actitud profesional, es absolutamente impráctica, pues está basada en un deliberado epoché de cualquier interés práctico, y por consiguiente aun de aquellos de nivel superior, al servicio de las necesidades naturales dentro del marco de una ocupación vital gobernada por esos intereses prácticos22.

No es de sorprender, entonces, que cuando Husserl trata de «abrir el corchete filosófico», después de su «deliberado epoché de cualquier interés práctico», su discurso resulte más problemático aún que cuando él cerraba deliberadamente el corchete. Porque bajo las circunstancias en que la conferencia de Husserl que citamos aquí fue dictada en Praga en 1935, la conflagración global que se avecinaba ya era claramente visible en el horizonte, con el agresivo revanchismo de Hitler coaligado con el fascismo de Mussolini y con el plan destructivo de la extrema derecha japonesa en su propia mitad del mundo. Los tres juntos presagiaban una explosión que envolvería inevitablemente a toda la humanidad, y por ende subrayaban que nunca antes se había producido una necesidad tan justificada de vernos profundamente involucrados en el interés práctico muy urgente de una vigorosa movilización contra la amenaza de una catástrofe. Lamentablemente, el diagnóstico del filósofo alemán está a un millón de kilómetros de la situación real, y de la solución que se debería prever para los antagonismos sociales tan demasiado a la vista y las correspondientes tendencias destructivas del desarrollo histórico real. Dada su postura filosófica orientada hacia su interior, Husserl permanece irremisiblemente atrapado dentro del muy dudoso marco conceptual del «hombre europeo» presuntamente ejemplar y de sus postulados valorativos totalmente anacrónicos —si no algo mucho peor—, que Husserl pretende se aplican con inobjetable validez a la totalidad de la humanidad. Y esa línea de enfoque autoderrotista en una situación histórica real de peligro inexorablemente creciente, que el propio Husserl reconocía se trataba de un trance de gran crisis, es llevada adelante por él 207

en nombre de un discurso teórico «libre y universal». Como lo expuso en su conferencia de Praga titulada «La filosofía y la crisis del hombre europeo»: La filosofía tiene el papel de una disposición teórica libre y universal que engloba a la vez todos los ideales y el ideal general omnienglobador —en resumen, el universo de todas las normas.

La filosofía tiene que ejercer constantemente, a través del hombre europeo, su papel de líder de toda la humanidad»23. Así, cuando la necesidad de una intervención práctica combativa en contra de las fuerzas de la barbarie, en el interés de la supervivencia humana, comienza a hacerse cada vez más apremiante, lo único que puede ofrecer Husserl es retórica, a menudo bien intencionada y noble en sus aspiraciones, pero definitivamente altisonante. Tal retórica filosófica abstracta, en vez de ayudar a movilizar a quienes quieren defender los valores del avance humano, en verdad ofusca la naturaleza real de la amenaza, tangible y ya hasta manifiesta en las acciones agresivas y destructivas, que para el momento no sólo estaban siendo preparadas sino ya andaban en vías de ser puestas en práctica a escala visiblemente creciente por el adversario nazi. Éstas son las palabras de Husserl: La crisis de la existencia europea no puede terminar más que de dos maneras: o con la ruina de una Europa alienada de su sentido racional de la vida, caída en un bárbaro espíritu de odio, o con el renacimiento de Europa a partir del espíritu de la filosofía, a través de un heroísmo de la razón que derrotará definitivamente al naturalismo. El mayor peligro de Europa es el cansancio. Combatamos como buenos europeos ese peligro de peligros con la clase de coraje que da el frente inclusive a la batalla interminable. Si lo hacemos, entonces de la aniquiladora conflagración del descreimiento, del feroz torrente de la desesperanza en la misión de Occidente para con la humanidad, de las cenizas de la gran fatiga, se levantará el ave fénix de una nueva vida interior del espíritu, como el apuntalamiento de un futuro humano grande y distante, porque sólo el espíritu es inmortal24.

En realidad, el «hombre europeo» —con sus feroces ambiciones imperialistas de determinación clasista y sus antagonismos irreconciliables— es el problema y no la solución. De cara a las graves contradicciones del orden social realmente existente del capital, el llamado en abstracto a 208

una filosofía idealizada —que proyecta «la misión de Occidente para con la humanidad», en el espíritu de una «intersubjetividad intermonádica» erigida sobre las bases fundamentales de «la egología del ego reducido primordialmente» y su «interioridad absolutizada»— no tiene ninguna posibilidad de superar la crisis que el propio Husserl reconoce. Las categorías en las que está tratando de caracterizarla resultan penosamente inadecuadas para captar la gravedad social de los desarrollos en marcha. En verdad, su caracterización abstrae deliberadamente de la dimension social práctica determinada históricamente de los peligros, en la esperanza de proporcionarles una fundamentación filosófica absoluta— concebida en el espíritu problemático de la «intersubjetividad intemonádica»— tanto a su propio diagnóstico como a la solución prevista. De esa manera la esfera social es comprimida dentro de los límites inteligibles en términos de la visión de «Yo el mediador»: un sujeto egocéntrico totalmente incapaz de estar a la altura de la dramática tarea histórica. Incluso, ya al final mismo del razonamiento de Husserl tan sólo se nos ha presentado el elusivo concepto de «una nueva vida interior del espíritu», sin ninguna explicación de por qué y cómo la supuesta (mas de ninguna manera demostrada filosóficamente) «vida interior del espíritu» del «hombre europeo» alegadamente ejemplar se ha perdido, y de qué manera se podría reconstituir con validez y efectividad perdurables, para que cumpla así «la misión de Occidente para con la humanidad».

ASÍ, todo tiene que permanecer más bien misteriosamente envuelto en las determinaciones más abstractas del «deber ser» enteramente carente de poder para sobrepasar el nivel de los meros postulados. Aunque Husserl ejemplifica esa característica metodológica en una forma extremadamente pronunciada, ello no es, en modo alguno, exclusivo de su filosofía. Lo comparte con la larga tradición filosófica a la que pertenece. Porque la cuestión socialmente vital de la mediación es —y debe seguirlo siendo siempre— extremadamente problemática dentro de los confines históricos del orden social del capital. Eso se debe primordialmente a la dominación objetiva de las mediaciones de segundo orden del sistema del capital, lesivamente ahistóricas y 209

circularmente al servicio de sí mismas, así como obligadamente alienantes25, en lugar de las fundamentales mediaciones de primer orden de la reproducción metabólica social como tal. Las asumen y racionalizan incondicionalmente los pensadores que conceptualizan el mundo desde la perspectiva del orden económico y social establecido. De acuerdo con ello, la naturaleza intratable del problema que hace que los individuos sean subsumidos sin contemplaciones bajo determinaciones clasistas antagónicas tiene que permanecer más allá del horizonte conceptual de los pensadores involucrados. Esa circunstancia vicia inevitablemente su concepto de mediación de una manera incurablemente individualista. Porque tienen que evitar como a la peste el reconocimiento de los antagonismos de clases que prevalecen en el orden social establecido, ya que ellos conceptualizan ese orden desde la irremediable perspectiva del capital. En lugar de reconocer su naturaleza real, reducen los antagonismos sociales insuperables —que precisamente por ser antagonismos sociales estructuralmente insuperables no pueden ser mediados— a vicisitudes y conflictos individuales agregativos, para hacerlos proclives a ser manejados gracias a la mediación y el equilibrio individualistas. Y en este respecto resulta de importancia secundaria si se suponía que la proyectada solución de la mediación se lograría a través de «Yo, el mediador», o bien a través de cualquier número de sus almas gemelas. Lo que importa es que de esa manera los pensadores en cuestión se ven obligados a transfigurar directamente su método de mediación individualista propugnado en un postulado seudouniversalista de algún tipo. Es por eso que en una de las más grandes concepciones burguesas de la historia mundial —la filosofía hegeliana— la mediación «tuerce su final hacia el comienzo»26, y con ello no solamente completa «el círculo de círculos»27, sino al mismo tiempo también «trasciende la mediación» misma como tal28 de una manera metafísica especulativa, mientras deja absolutamente intacto al sistema de mediaciones de segundo orden capitalista (asumido desde el propio comienzo) históricamente insustentable.

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«EL PROCESO DEL GÉNERO CON EL INDIVIDUO»: LA FUNCIÓN CONCILIADORA DE LOS MÉTODOS ANTROPOLÓGICOS

COMO hemos visto en la sección que antecede, Husserl postulaba ilusamente la solución de los problemas peligrosamente cada vez más graves de la sociedad capitalista realmente existente —que en su tiempo estallaron en la barbarie nazi— gracias al «heroísmo de la razón». Esta proyección altisonante de la salida de la muy real crisis histórica propugnada en su conferencia de Praga era, en todo caso, más ilusoria incluso que el llamado de Hegel a la idea totalmente insustentada de solucionar los dilemas que él indicó en su Filosofía de la Historia —con referencia a su por otra parte incondicionalmente idealizada fase moderna del desarrollo histórico— mediante la agencia de la historia «del futuro», luego de aseverar perentoriamente que ya habíamos llegado, en la «realidad racional» del presente, en plena adecuación con el desarrollo en marcha del Espíritu Mundial, a «el fin de la historia». Esas soluciones irreales no son inconsistencias o defectos marginales que se pudiesen rectificar a través del razonamiento crítico. Por el contrario, son los constituyentes centrales irremplazables de un horizonte filosófico en el que ellas tienen la función de llenar los vacíos estructuralmente insalvables inherentes a la concepción social de los respectivos pensadores. Las presuposiciones prácticas ideológicamente más reveladoras del orden social racionalmente aceptable asumidas por los filósofos en cuestión, en sintonía con su postura individualista, los inducen a evadir, rodear o característicamente transfigurar los antagonismos sociales fundamentales de su época. Ello es debido a los intereses creados, profunda y estructuralmente dominantes, inseparables de su propio punto de vista correspondiente con la perspectiva incuestionable del capital, que resulta estar más o menos conscientemente interiorizado e ideológicamente racionalizado por ellos. En ese sentido la articulación individualista de los principios clave de una concepción histórica no constituye una posición corregible. En la filosofía hegeliana surge de la percepción del gran filósofo alemán de los conflictos sociales en términos de la inalterable dación de las «individualidades agregativas» apologéticamente utilizables. Inevitablemente, esto tiene consecuencias de largo alcance para la visión general del filósofo. 211

Sin duda, el mundo social está constituido por individuos por separado. Pero ellos son siempre parte integral de un escenario social determinado que le confiere a su conducta algunas restricciones orientadoras bien definibles, de acuerdo con las determinaciones objetivas de la propia estructura establecida. Si el filósofo se abstrae de esas determinaciones estructurales objetivas y presenta, en cambio, a los individuos como entidades que se autodefinen en abstracto, o como «individuos genéricos» concebidos especulativamente (por no mencionar su transformación en mónadas husserlianas), en ese caso él mismo estará cerrándose el camino del hallazgo de una explicación histórica plausible para los desarrollos futuros y para la solución de algunos dilemas sociales de envergadura, cuya naturaleza desafiante él reconoce. Es por eso que, en el caso de Husserl, dada su postura irremediablemente individualista, se recurre a la retórica pura del «heroísmo de la razón» para llevar a cabo el cambio fundamental que él desea genuinamente. Su concepto del «heroísmo de la razón» es postulado como misteriosamente apto para superar «la crisis de la existencia europea» y la amenazadora «barbarie del espíritu». Es ésta una proyección filosófica decididamente frágil, introducida por Husserl en lugar del requerido análisis histórico de las fuerzas destructivas claramente identificables que actúan en la situación histórica dada de la barbarie nazi tangiblemente real, y no la vaga y abstracta «barbarie del espíritu», que de ninguna manera logra identificar las fuerzas sociales necesarias que las derrotarían sobre una base permanente. Porque resulta inconcebible que tales fuerzas puedan derivarse de la «subjetividad intermonádica» solipsista. En lo que atañe a la posición de Hegel, la postulación de la «historia futura» constituye, en el mejor de los casos, una evasión de dicho grave problema. Porque no basta con admitir que dentro del marco del Estado moderno —que Hegel por lo general idealiza en alto grado— «se perpetran la agitación y el desorden» y ello conduce a la «colisión»29, si se diagnostica erradamente que las determinaciones objetivas son debidas a la mala «disposición» de la «voluntad individual» hacia el Estado. Porque en ese caso el recurso a que se apela de inmediato —personificar a la historia en el tiempo futuro, para postular ilusamente la manera tranquila de superar la contradicción identificada diciendo que «esa colisión, ese nudo, ese problema es en cuál de ellos está ocupada en este momento la

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historia, y qué solución ha de encontrarle ella en el futuro»30— en realidad no significa absolutamente nada. Y es así porque la representación filosóficamente eternizable de la naturaleza del conflicto social y político como si emanase directamente del comportamiento de las «individualidades agregativas» es falsa en sí misma, en total sintonía con la perspectiva interesada en sí misma y autoidealizadora del capital. Es esta concepción burguesa autoidealizadora de la «voluntad individual», de la que se dice que es corregible respecto a su «disposición» todavía hoy problemática, la que inevitablemente trae consigo la proyección gratuita de la instancia convenientemente solucionadora de problemas que sería la «historia futura» como el «deber ser» totalmente carente de fundamento. Ese enfoque prevalece característicamente en la concepción hegeliana sin reconocer en lo más mínimo el carácter antagónico y en definitiva explosivo de la base clasista, ordenada jerárquicamente y por consiguiente inconciliable, de los conflictos sociales históricamente dominantes. Porque el mito de la «realidad racional» del orden social establecido no puede ser perturbado por la idea de los antagonismos objetivos jerárquicamente ordenados y estructuralmente inconciliables. Por el contrario, las individualidades agregativas pueden ser susceptibles de intervención correctiva, apuntándole a su posición temporalmente defectuosa en relación con la incuestionable «racionalidad» del Estado moderno. Es así como la circularidad de la definición de la «voluntad individual» y su requerida (al igual que auténticamente apropiada) disposición hacia el Estado idealizado se ajustan complacientemente a la definitiva circularidad de la filosofía hegeliana según la cual «lo que es racional es real y lo que es real es racional»31. Nadie tendría que hacerse ilusiones acerca del carácter conciliador de este enfoque tan cargado de «debería», a pesar de las protestas de Hegel en contra de la presencia del «deber ser» en su propia filosofía. Porque aunque él insiste en que su «ciencia del Estado», que describe al Estado como «inherentemente racional», tiene la intención de «estar en el polo opuesto a cualquier intento de construir un Estado como debería ser», su pretendida ciencia resulta ser precisamente un «debería» conciliadoramente idealizado cuando decreta que el Estado equivale al «universo ético». Y32 la conciliación procurada a conciencia se hace aún más explícita cuando le 213

agrega a esa aseveración que «Reconocer la razón como la rosa en la cruz del presente y con ello gozar del presente, ésa es la percepción racional que nos reconcilia con lo real»33. Como sabemos demasiado bien, el «heroísmo de la razón» de Husserl no logró cuanto se esperaba. Ni tampoco la «historia futura» de Hegel resolvió las contradicciones conceptualizadas por el gran filósofo alemán como «agitación, desorden y colisiones», a pesar de los ciento ochenta años transcurridos desde la formulación de su postulado. Por el contrario, los antagonismos inconciliables de nuestro orden social estructurado jerárquicamente se intensificaron en gran medida en el período en curso, hasta el punto que hoy amenazan agudamente a la supervivencia misma de la humanidad. Ningún postulado iluso, como «la voluntad individual dispuesta apropiadamente» —en su sustentación apologética del presunto «universo ético» del Estado—, ni mucho menos el misterioso «heroísmo de la razón» como el salvador del universo «intermonádico» de Husserl, puede sacar a la humanidad del peligro muy real de ponerle un final a la historia misma.

EL tipo de conceptualización tendenciosamente individualista de los antagonismos objetivos del orden social establecido que acabamos de ver, y la utilización igualmente tendenciosa de modelos orgánicos y antropológicos, están estrechamente vinculados. Su común denominador es la función que están llamados a cumplir en la concepción social e histórica general de los respectivos pensadores.

EL notorio papel que Menenio Agripa le asignó a la imagen orgánica, según la cual se supone que las funciones interconectadas del cuerpo humano justifican las espantosas desigualdades que dominan la vida de los plebeyos en el cuerpo social, resulta ostentosamente obvio en ese respecto. El senador romano le presentó esa visión totalmente apologética al pueblo común, que protagonizaba su enérgica protesta en la colina del Monte Sacro, con la finalidad de hacerlo aceptar de buen grado «su lugar» —que se declaraba como el lugar correcto y apropiado— en la sociedad.

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Más tarde el problema de la analogía orgánica y el empleo de modelos antropológicos se convirtió en algo mucho más complicado. Ello se debió a la actitud crítica asumida por los enfoques filosóficos progresistas en contra de la noción anteriormente dominante de la providencia definida teológicamente, como explicación del cambio histórico y su escenario institucional santificado religiosamente y a la vez reglamentado del modo más autoritario. Así que la insistencia, que ya hemos citado, de Vico en que «el mundo de la sociedad civil ha sido, con certeza, construido por los hombres»34 introdujo un contraste emancipador radical entre la teología tradicional y lo que él llamó «la teología civil racional de la divina providencia»35. Articuló ese enfoque contrastante como una concepción absolutamente seglar, si bien no pudo llevar hasta su conclusión lógica el plan histórico que intentaba. Y las limitaciones características de su concepción histórica que ya vimos con anterioridad, en el capítulo 5 (páginas 102 a 108), fueron debidas, precisamente, al constituyente acrítico del postulado orgánico. El mismo tipo de limitaciones es reconocible en todas las teorías que intentan reducir el orden social —un orden multifacético que está constituido en realidad por una complejidad de complejidades inmensamente dinámico e históricamente siempre cambiante— a algunos aspectos del cuerpo humano de los individuos, regulado de manera natural. En el análisis final toda esa reducción no puede pasar de producir alguna analogía más o menos superficial, a pesar de la intención incuestionablemente emancipadora. Porque el postulado socioeconómicamente tendencioso de la «unidad orgánica» —de la que se dice que junta las diversas partes del cuerpo social exactamente de la misma manera como la naturaleza interconecta y determina el funcionamiento del cuerpo del individuo humano— ignora la crucial cuestión de la génesis histórica de la supuesta «totalidad orgánica» de la sociedad, para así poder ignorar (y a menudo hasta explícitamente para excluirla, sobre la pretendida base de la «integridad orgánica» y la correspondiente funcionalidad circular) la posibilidad de un cambio significativo en el orden social establecido históricamente. Por consiguiente nada tiene de sorprendente que hasta las concepciones históricas burguesas más progresistas, desde Vico y Rousseau hasta Herder y Hegel, se mantuvieran cautivas de sus presuposiciones acríticas acerca de la estructura social correcta y apropiada, percibida y teorizada por ellos desde una perspectiva inalterablemente al servicio de sí misma. 215

El modelo orgánico/antropológico de los filósofos que acabamos de mencionar también contiene un revelador elemento cíclico y repetitivo, que es contrario a una explicación histórica genuina. Sin duda, en la filosofía de Vico la determinación cíclica del proceso histórico a gran escala resulta inseparable de su intento ilustrador seglar. Lo mismo se da en la concepción histórica de Herder. Igualmente, también en el caso de Rousseau la orientación ilustradora se mantiene siempre dominante. Pero la manera de Rousseau de aplicarle el modelo orgánico/antropológico al proceso histórico también contiene una salvedad reveladora acerca del peligro (y la definitiva inadmisibilidad) de levantamientos revolucionarios, como lo veremos en un momento. Y para mayor sorpresa, sin embargo, hasta en el sistema hegeliano las «edades del hombre» secuenciales nos hacen retroceder a un cierre cíclico del «proceso de la vida». En la filosofía hegeliana se hace esto en nombre de un nuevo inicio o ciclo renovado del desarrollo postulado apriorísticamente, con referencia al «hombre viejo» que —mediante un giro un tanto arbitrariamente conceptualizado pero, en términos de la apologética social muy necesitado por Hegel— retorna «a la niñez en la que ya no existe oposición»36. En su «Discurso sobre economía política», Rousseau presenta una analogía muy detallada entre el «cuerpo de la política» —que él considera un verdadero cuerpo viviente— y el cuerpo del hombre. Como él lo plantea: El poder soberano representa la cabeza; las leyes y las costumbres son el cerebro: la fuente de los nervios y el asiento del entendimiento, la voluntad y los sentidos, de los cuales los jueces y magistrados son los órganos; el comercio, la industria y la agricultura son la boca y el estómago, que preparan la subsistencia común; el ingreso público es la sangre, a la cual una prudente economía en la ejecución de las funciones del corazón hace distribuir a través de todo el cuerpo los nutrientes y la vida37.

Y prosigue, para decir en preparación de su severa advertencia acerca del correcto y apropiado funcionamiento del Estado, que La vida de ambos cuerpos es el yo en común del conjunto, la sensibilidad recíproca y la correspondencia interna de todas las partes. Donde esa comunicación cesa, donde desaparece la unidad formal, y las partes contiguas se pertenecen la una a la otra nada más que por yuxtaposición, el hombre se muere, o el Estado se disuelve38. 216

De esa manera queda en capacidad de concluir, gracias a la autoridad que le confieren sus comparaciones por el hecho de que lo que está sobre el tapete es el orden de la naturaleza, que El cuerpo político, por consiguiente, es también un ser moral poseído por una voluntad; y esa voluntad general, que tiende siempre a la preservación y el bienestar del todo y de cada una de las partes, y es la fuente de las leyes, constituye para todos los miembros del Estado, en sus relaciones con los demás y con éste, la norma de lo que es justo o injusto39.

Así, hacia el final del grandioso razonamiento de Rousseau los firmes postulados morales se ven inextricablemente entrelazados con el insuperable carácter natural declarado de todo el edificio. El modelo orgánico/antropológico se convierte así en la fundamentación de una concepción monumental —y profundamente influyente hasta nuestros días— en la que la propugnación de la conveniencia práctica no puede divorciarse jamás de la consideración de la legitimidad moral. Sin embargo, se espera que los postulados morales logren demasiado en el sistema de Rousseau. Incluso cuando las flagrantes contradicciones de un orden histórico y social están en amplia evidencia, el buen trabajo del imperativo moral/politico —que prescribe la observancia absoluta de la ley y el rechazo de todo escepticismo que pudiese poner en duda que «todo cuanto la ley ordena es legal»40— se supone que contrarrestará cualquier idea de una intervención revolucionaria en el proceso histórico. Las opiniones de Rousseau quedan explicadas con perentoria irrevocabilidad en esta materia, confiando sin reservas para el caso en el modelo orgánico/antropológico: Hay veces en la historia de los estados en que, al igual que algunos tipos de enfermedad trastocan la mente de los hombres y los hacen olvidar el pasado, los períodos de violencia y las revoluciones les causan a los pueblos lo que las crisis a los individuos: el horror del pasado ocupa el lugar del olvido, y el Estado, incendiado por las guerras civiles, vuelve a nacer, por así decirlo, de sus cenizas, y toma de nuevo, recién librado de las garras de la muerte, el vigor juvenil. (…) Pero tales casos son raros; constituyen las excepciones, cuya causa se hallará siempre en la constitución particular del Estado en cuestión. Ni siquiera pueden ocurrirle por dos veces a un mismo pueblo,

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pues éste puede hacerse libre mientras prosiga en la barbarie, pero no cuando el impulso cívico ha perdido su vigor. O sea que los disturbios pueden destruirlo, pero las revoluciones no pueden repararlo: se necesita un amo, y no un libertador. Liberadores de pueblos, tened en mente esta máxima: «La libertad se puede conquistar, pero nunca recuperar»41.

Así, lamentablemente, el modelo antropológico debilita la penetración de Rousseau en la naturaleza del desarrollo social cuando confina las revoluciones —irónicamente muy poco tiempo antes de una de las mayores de ellas: la Revolución Francesa de 1789, de la que se convirtió en héroe muy reverenciado— a una fase histórica irrepetible, independientemente de lo graves que puedan ser las determinaciones causales que necesiten de una transformación social e histórica revolucionaria. El postulado moral del «cuerpo de la política» debe prevalecer también en este respecto. Claramente, el punto de las reservas de Rousseau en contra de los levantamientos revolucionarios es la afirmación del «deber ser» moral. Porque él quiere sacudir al pueblo de su indiferencia hacia el curso correcto de la acción, para que así —al «tener en mente» su máxima acerca de la libertad— se puedan salvar de la fatalidad de «los disturbios y la destrucción». Como podemos verlo en el pasaje recién citado de El contrato social, la visión de la salud en contraposición a la «enfermedad» resulta ser, de nuevo, el principio orientador del que se dice es aplicable con igual validez a los individuos y a los pueblos. Pero al descalificar de esa manera, de acuerdo con el modelo orgánico/antropológico, la viabilidad de las intervenciones revolucionarias en el proceso histórico, Rousseau excluye una de las fuerzas explicativas más fundamentales del desarrollo de la humanidad, a pesar del radicalismo sin paralelo de su diagnóstico de las flagrantes violaciones prevalecientes de no sólo los requerimientos sustantivos de la igualdad, sino también los formales.

EN la cúspide de la elaboración de las concepciones históricas burguesas progresistas, Hegel es, ostensiblemente, el que presenta la versión más ingeniosa del modelo orgánico/antropológico. Porque no se contenta simplemente con la caracterización de Rousseau del «cuerpo de la política» por analogía con el cuerpo humano viviente. Le agrega una notable

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dimensión nueva al relacionar directamente los requerimientos del desarrollo social, como lo estipula en su filosofía la autorrealización anticipada a priori del espíritu mundial, con el proceso de vida del ser humano individual, desde la niñez hasta la vejez. Significativamente, sin embargo, también su propia versión exhibe a las claras las contradicciones debidas a la orientación acrítica hacia el orden social y económico establecido. Como ya lo hemos mencionado, incluso la idea de la repetitividad cíclica42 —que constriñe las visiones de sus grandes predecesores— tiene cabida en el sistema hegeliano, contribuyendo así al debilitamiento de los logros históricos genuinos de su filosofía. Como sabemos, Hegel adoptó la creencia de Ricardo de que las leyes económicas manifiestas en los complicados procesos reproductivos del orden capitalista «no constituyen uniformidades meramente observadas dentro de un sistema económico dado, sino necesidades universales e inexorables»43. Así, en su conceptualización de la naturaleza y el funcionamiento del orden social en torno suyo, Hegel nos ofrece una visión según la cual el desarrollo del ser humano —desde la niñez hasta la vejez (y en la última etapa de vuelta a la niñez)— se ajusta cabalmente a los requerimientos de la correcta y apropiada sustantividad y universalidad de la «mente mundial» autorrealizadora y su apropiada representación en la historia mundial y en el universo ético del Estado moderno. Como lo expone Hegel: «La secuencia de las edades en la vida del hombre se completa en una totalidad nocionalmente determinada de alteraciones que son producidas por el proceso del género con el individuo»44. La naturaleza apologético/conformista del estipulado desarrollo del individuo genérico queda bastante clara desde el comienzo de la caracterización de Hegel del proceso en desenvolvimiento. Porque según él: Esa contradicción entre la individualidad inmediata y la universalidad sustancial implícitamente presente en ella, establece el proceso de vida del alma individual, un proceso mediante el cual la individualidad inmediata del alma se vuelve conformable a lo universal, y este último se realiza en aquélla, elevando así la simple unidad inicial del alma consigo misma a una unidad mediada por la oposición, y desarrollando la universalidad inicialmente abstracta del alma hacia la universalidad concreta45.

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Y procede a decretar que «El género se realiza a cabalidad en la mente, en el Pensamiento, en ese elemento que es homogéneo con el género»46. Al definir sus términos de referencia de esa manera, Hegel puede equiparar la individualidad del género humana con la racionalidad y la universalidad interior, como lo requiere la orientación conciliadora de su sistema filosófico. En concordancia, la idea de entrar en conflicto con la «realidad racional» del mundo establecido sólo puede ser concebida como un rasgo estrictamente transitorio, admisible nada más en el estado aún inmaduro del joven que, «a diferencia del niño ya no está en paz con el mundo»47. En la edad del adulto, sin embargo, tal actitud y comportamiento equivaldrían a una reprensible hipocondría, y ciertamente a una «estructura mental enferma»48. La etapa idealmente conformista del adulto en las edades secuenciales del hombre es presentada en la filosofía hegeliana, en nombre de «lo recto» y la «racionalidad» —e incluso como cabalmente apropiado «al interés lo recto, la ética y la religión»49—, en una forma de discurso lleno de «debe ser». Curiosamente, Hegel adopta esa forma de razonar a pesar de sus protestas en contra de la idea de que la conformidad prevaleciente en la adultez nace de la base de la necesidad. Para dar una visión justa y cabal del razonamiento de Hegel al respecto, es necesario citar sus palabras con cierta extensión. Refiriéndose a la manera apropiada en que se supone debe comportarse el hombre, escribe: debe reconocer el mundo como mundo autónomo que en su naturaleza esencial ya está completado, debe aceptar las condiciones que el mundo le ha fijado, y arrancarle lo que desea para sí. Por lo común, el hombre cree que ese sometimiento se lo impone solamente la necesidad. Pero, en verdad, dicha unidad con el mundo debe ser reconocida como lo racional, y no como una relación impuesta por la necesidad. Lo racional, lo divino, posee el poder absoluto de realizarse y, desde el inicio mismo, ya se ha realizado; no es tan impotente como para tener que aguardar por el inicio de su realización. El mundo es esa realización de la Razón divina; tan sólo en su superficie prevalece el juego de la contingencia. Puede pedir, por consiguiente, con igual derecho, o en verdad con mucho mayor derecho que el adolescente, que se le considere completo y autónomo; y por ende el hombre se comporta muy racionalmente cuando abandona su plan de transformar al 220

mundo por entero, y se esfuerza por realizar sus metas, pasiones e intereses personales solamente dentro del marco del mundo del que forma parte. Incluso así, eso le deja espacio para una actividad honorable, creativa y de largo alcance. Porque aunque el mundo debe ser reconocido como ya completado en su naturaleza esencial, sin embargo no es un mundo muerto, absolutamente inerte sino, al igual que el proceso de la vida, un mundo que perpetuamente se crea de nuevo a sí mismo, que si bien meramente se autopreserva al mismo tiempo progresa. En esa conservación y avance consiste la tarea del hombre. Por lo tanto, por una parte puede decirse que el hombre sólo crea lo que ya está ahí; pero por otra su actividad debe también ocasionar un avance. (…) Entonces, el hombre debe encontrar satisfacción y honra en todas las esferas de su actividad práctica si cumple a cabalidad lo que de él se requiere con justicia en la esfera particular a la que pertenece bien por azar, o por necesidad exterior, o por libre escogencia50.

Así, la noción convenientemente acrítica del «individuo genérico», con sus determinaciones seudoantropológicas que se ajustan a plenitud con la postulada «racionalidad del mundo» y su «completitud autorrealizadora desde el comienzo mismo», le permite a Hegel legitimar y racionalizar ideológicamente la necesaria conformidad con el orden establecido. Al transferir la cuestión del desarrollo al plano en el que los individuos —que se dice encarnan las determinaciones de sus géneros— exhiben a través de su conducta las características genéricas de las «edades del hombre» secuenciales eternizadas (a las que éste no puede más que resignarse acertadamente, si no quiere verse descalificado bajo la etiqueta de tener una «estructura mental enferma»), las contradicciones del mundo real desaparecen de la vista. En lugar del mundo realmente existente de los antagonismos estructurales inconciliables, la espantosa desigualdad social y jerarquía de clases impuesta que domina el «proceso de vida» de la inmensa mayoría, se nos presenta un cuadro en el que cada individuo puede hallar la satisfacción «en todas las esferas de su actividad práctica si cumple a cabalidad lo que de él se requiere con justicia». Porque, milagrosamente, se supone que todos tienen a su disposición «espacio para una actividad honorable, creativa y de largo alcance», incluso los «pobres» (en otra parte idealizados)51 y las masas del pueblo trabajador condenados a la «actividad de vida» de la monótona rutina más alienante y

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deshumanizadora, de acuerdo con las prescripciones «racionales» de las edades del hombre socialmente indefinidas. Es difícil imaginar siquiera una descripción más apologética del orden social y económico establecido. La «individualidad del género» propuesta arbitrariamente hace falta —y de ninguna manera exclusivamente en la filosofía hegeliana— porque a partir de la analogía de un ser humano estrictamente individual resultaría imposible derivar las generalizaciones (postuladas apriorísticamente) acerca del cuerpo social. Al mismo tiempo, dada la manera como está estructurado el orden social establecido, resulta históricamente prematura la vía alternativa para describir al individuo a escala societal, como un individuo social genuino dotado de características cooperativas positivas en relación con las potencialidades establecidas objetivamente de un orden social alternativo. Después de todo, la época de Hegel era contemporánea sólo con el surgimiento de las imágenes socialistas utópicas idealistas, y en términos prácticos absolutamente inviables, contrapuestas a las existentes. Sin embargo, en cierto punto del desarrollo histórico real las generalizaciones basadas en los «individuos genéricos» a los que se atribuye existencia real eran tanto emancipadoras, al contrario de las concepciones religiosas del pasado y las correspondientes restricciones autoritarias, como al mismo tiempo acríticas/conservadoras/apologéticas en relación con el orden socioeconómico establecido, estructurado jerárquicamente e incurablemente explotador, percibido desde la perspectiva del capital, en ese entonces relativamente progresista. Pero, comprensiblemente, la dimensión apologética tenía que volverse más prominente con la inexorable consolidación del orden capitalista. Es por eso que resultó ser más problemática en la filosofía de Hegel que en los escritos de sus predecesores. Porque Hegel estaba situado en el tiempo en la coyuntura históricamente tan significativa en que la alternativa hegemónica del trabajo, potencialmente viable, apareció en el horizonte y empezó a hacerse valer como una fuerza combativa en las primeras escaramuzas del movimiento socialista. Esa importante correlación la subraya el hecho de que el genio filosófico de Hegel —inspirado en primer término por los sismos sociales y políticos que se produjeron en la dramática secuela de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, de las cuales él fue observador sumamente agudo e interesado— logró elaborar el intento más monu-

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mental y sistemático por llegar a un acuerdo tanto con las potencialidades positivas como con las contradicciones inherentes del horizonte burgués, si bien en una forma especulativa. Pero las «edades del hombre» secuenciales no podían evitar ser una concepción absolutamente apologética, al igual que la «unidad» y la «universalidad» proclamadas como inherentes a los procesos de vida caracterizados tendenciosamente. El proceso de vida que Hegel concibe de ese modo resulta en extremo problemático, ya que funciona con la ayuda de un concepto lógico-metafísico apriorístico de «mediación» simplemente declarada, en vez de una categoría de mediación social históricamente inteligible e identificable. Es así porque la conclusión apologética —y la raison d’être subyacente— de la empresa en su totalidad es asumida ella como tal de partida. Hegel lleva a cabo esa reveladora circularidad de manera muy similar a como la vemos decretada en la teoría de Kant de la insuperable «asociabilidad» de los seres humanos individuales en la «sociedad civil», debida al supuesto basamento de que la propensión de los individuos a comportarse antagónicamente unos con otros es, como determinación del género, «innata al hombre»52. Naturalmente, la motivación subyacente en la filosofía kantiana y hegeliana es también muy semejante: la aseveración de la absoluta consonancia del orden social y político burgués con las determinaciones de la «naturaleza humana» postuladas pero nunca demostradas que, de ser ciertas, le conferirían automáticamente las determinaciones de necesidad y universalidad —independientemente de la contingencia histórica y el particularismo discriminador dolorosamente obvio en la sociedad realmente existente— al orden establecido. A los ojos de Kant, la justificación para su desconsolada aseveración de la «asociabilidad» es que «no es posible imaginar que salga algo perfectamente recto de un madero tan retorcido como el de que está hecho el hombre»53. Y la «prueba» de la conclusión perentoriamente asertiva de la filosofía kantiana es nada menos que la suposición arbitraria del retorcimiento determinado por la naturaleza de la propia «esencia humana innata»: un auténtico círculo vicioso filosófico, de inspiración social. En la filosofía hegeliana la suposición al servicio de sí misma de un concepto lógico-metafísico de mediación produce un resultado no menos problemático. 223

Puesto que la consonancia socialmente apologética de la «adultez» con los requerimientos absolutos del espíritu mundial autorrealizante es el real principio orientador (es decir, el a menudo velado terminus ad quem) del razonamiento de Hegel, gracias al cual el hombre adulto está llamado a «reconocer la necesidad objetiva y la razonabilidad del mundo tal y como él lo encuentra»54, los pasos particulares que llevan a esa tendenciosa «presunción conclusiva» están subordinados estrictamente al postulado del diseño general. Porque Hegel insiste, en forma de una justificación sumamente curiosa del «proceso de vida» históricamente en desenvolvimiento de los seres humanos individuales, como vimos antes, en que «Lo racional, lo divino, posee el poder absoluto de realizarse y, desde el inicio mismo, ya se ha realizado; no es tan impotente como para tener que aguardar por el inicio de su realización»55. Se nos invita, entonces, a comenzar con la construcción lógico-metafísica según la cual «El alma, que el principio es completamente universal, habiéndose particularizado de la forma en que ya hemos indicado y finalmente determinado al estado de individualidad, entra ahora en oposición a su universalidad interna, a su esencia». Partiendo de esa definición inicial de oposición, Hegel puede derivar tanto su un tanto misterioso concepto de «mediación» como la «universalidad concreta» requerida filosóficamente. Inmediatamente después de la frase que acabamos de citar, su argumentación prosigue así: En esa contradicción entre la individualidad inmediata y la universalidad sustancial presente implícitamente en ella, establece el proceso de vida del alma individual, un proceso mediante el cual la individualidad inmediata del alma es convertida en conformable con lo universal, y esto último se realiza en aquélla, elevando así la simple unidad inicial del alma consigo misma a una unidad mediada por la oposición, y desarrollando la universalidad inicialmente abstracta del alma hacia la universalidad concreta56.

Así todo tiene lugar en el terreno de las deducciones conceptuales hegelianas, basadas en las «presunciones conclusivas» lógico-metafísicas estipuladas apriorísticamente que le permiten aseverar con categórica irrevocabilidad que lo racional autorrealizante «desde el inicio mismo, ya se ha realizado». Y, naturalmente, de este tipo de determinación de los términos de referencia de Hegel —respecto a la «contradicción» lógico-metafísica 224

abstracta, «la unidad mediada por la oposición» y la «universalidad concreta» del alma apropiadamente particularizada— se desprende con carácter absoluto igualmente categórico que en la edad de «adulto» (el terminus ad quem apologético de sus reflexiones acerca de la individualidad del género), toda desviación en el mundo realmente existente de la conformidad con lo universal idealmente postulada (es decir, todo intento de desafiar en la práctica los imperativos del orden establecido de la «sociedad civil» y su «estado ético») tiene que ser descalificado como manifestaciones de «una estructura mental enferma». Finalmente, es necesario decir algo acerca del carácter enteramente apologético y ahistórico del peculiar constituyente cíclico/repetitivo de las edades secuenciales del hombre en Hegel. De nuevo, los términos de referencia en su teorización de la edad de la vejez son definidos de manera tal, en nítido contraste con las características definitorias de la adultez apropiadamente integrada y racionalmente conformadora, que obligan a retroceder a la idealidad nocional de su terminus ad quem desde dos direcciones: desde el recuerdo que se remonta muy atrás de la juventud revoltosa, por una parte, y el decaimiento del viejo por la otra. Así, se nos invita a aceptar que El viejo vive sin ningún interés definido, porque ha abandonado la esperanza de realizar los ideales que acariciaba cuando era joven y el futuro no parece guardar ninguna promesa de algo que sea nuevo; por el contrario, cree que ya sabe lo que es universal y sustancial en cualquier cosa que pueda encontrar todavía. La mente del viejo está vuelta, entonces, hacia lo que es universal y hacia el pasado al que le debe el conocimiento de lo universal57.

Hasta el conocimiento y la sabiduría adquiridos por el viejo en el transcurso de su vida resultan ser completamente inanes. Porque su sabiduría acumulada, «esa coincidencia total, inanimada, de la actividad del sujeto con su mundo, pone de vuelta a la niñez, en la que ya no existe oposición»58. Así, todo puede empezar otra vez con el «movimiento» circular desde la niñez a la vejez que no conduce absolutamente a ninguna parte desde la «realidad racional» conformista del presente, encarnado con plena idoneidad en la pretendida individualidad del género del hombre incuestionablemente sumiso. Si se quiere concebir un movimiento histórico real y una

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solución significativamente diferente más allá de la resignada esterilidad de la vejez, como la describe Hegel, sería necesario recurrir a la idea de renovación, con referencia a las fuerzas sociales realmente existentes capaces de llevar a cabo esa renovación, en vez de la circularidad apologética de postulada repetición de la infancia. Pero la precondición de esa solución sería la evaluación radicalmente crítica de la perspectiva del capital. Y eso, obviamente, es algo que Hegel no puede concebir de ninguna manera. Hegel tiene que optar —dadas las determinaciones generales de su concepción filosófica, ligadas a la perspectiva del capital, y las restricciones tangibles de su comprometida situación social e histórica— por una versión peculiar del modelo cíclico-repetitivo. La manera como teoriza la vejez, a fin de proporcionar otra justificación más del sometimiento total del adulto en la secuencia de las edades, lo lleva literalmente a un callejón sin salida. En ese punto ya no hay más movimiento, y es que no podría haberlo: una condición fatal de una concepción pretendidamente histórica que se supone se adapta a la racionalidad en desenvolvimiento del espíritu mundial autorrealizador. No es ningún consuelo decir al respecto, como lo hace Hegel en su Filosofía del derecho, que En todo caso la filosofía siempre entra en escena demasiado tarde. (…) Como pensamiento del mundo, aparece sólo después de que la realidad ha perfeccionado y completado su proceso de formación. Esa enseñanza del concepto, que es también lección de historia aparece por vez primera lo ideal sobreponiéndose a lo real, y que lo ideal aprehende ese mismo mundo real en substancia y lo edifica para sí en forma de reino intelectual. Cuando la filosofía pinte su gris sobre el gris, entonces será que ha envejecido. Y con gris sobre gris ya no será posible rejuvenecerla, sólo será posible conocerla. El búho de Minerva despliega sus alas nada más cuando cae la oscuridad59.

Y no obstante, en su Filosofía de la mente Hegel se ve obligado a hacer precisamente lo que en las líneas recién citadas dice que no se puede hacer. Porque habiendo llegado a un callejón sin salida debido a los requerimientos perversos de su apologética social —encarnados en el «adulto» conformista y su contraimagen justificatoria del viejo camino a su muerte real— tiene que inventar un seudomovimiento donde ya no es factible el movimiento histórico real. Y la única manera como puede hacerlo es «rejuveneciendo al mundo» arbitrariamente mediante la imposición del 226

ficticio «nuevo inicio» de la niñez en la secuencia de las edades eternizada, de acuerdo con el modelo cíclico/repetitivo de su individualidad del género. Por consiguiente, sólo la naturaleza doblemente apologética y totalmente ahistórica del enfoque cíclico/repetitivo adoptado puede permitirle a Hegel proyectar la continuación del «proceso de vida» más allá del callejón sin salida nocionalmente completado. En consecuencia, gracias a la semejanza de movimiento que no pasa de constituir una mera repetición, y que no llega nunca a significativa renovación, la idealizada «realidad racional» del capital puede seguir adelante para siempre, sin ningún desafío factible a su dominio alienante. La estéril memoria del pasado domina la visión del viejo, vaciando de su real significación a la «universalidad» y la «sustantividad». Al mismo tiempo, Hegel rechaza la coincidencia inerte del viejo como sujeto con su mundo basándose en que éste está desprovisto de oposición. Sin embargo, no deberíamos hacernos ilusiones acerca de estos términos de referencia. Porque tanto la memoria del pasado —el Erinnerung hegeliano— como el concepto lógico-metafísico de oposición (que juega un papel tan importante en el concepto hegeliano de mediación) son sumamente problemáticos. En el universo conceptual de Hegel lo opuesto a «Erinnerung» es «Entäusserung». Y esto último significa para Hegel alienación objetivizante, que resulta inconcebible sin algún tipo de actividad y movimiento. En ese sentido la pareja de opuestos indudablemente va más allá de la situación inerte del viejo. ¿Pero de qué manera? Ciertamente no visualizando una transformación históricamente viable de lo existente. Porque la filosofía hegeliana como totalidad asevera la insuperabilidad absoluta de la alienación, como la determinación ontológica más profunda de la «realidad racional» de lo existente. Y también de esa manera la circularidad del proceso de vida del individuo genérico de la niñez a la vejez irremediablemente dominada por la memoria del pasado, y de vuelta a la edad de la niñez (no en la realidad, sino como postulado genérico tendencioso), pone de relieve el carácter conciliador del modelo orgánico/antropológico en la filosofía de Hegel. Porque la oposición entre «Erinnerung» y «Entäusserung» sólo puede subrayar el triunfo de la alienación, que también es hecho explícito en muchos lugares del sistema hegeliano.

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FRAGMENTACIÓN Y «ANHELO DE UNIDAD» HUSSERL, en su manera propia de enfocar la importante cuestión de la fragmentación —para él siempre confinada problemáticamente al campo del discurso filosófico idealista— habla acerca del anhelo de una filosofía plenamente viva60. Y diagnostica de esta manera los problemas aparentemente intratables: La fragmentación de la filosofía actual, con su actividad irresoluta, nos pone a pensar. Cuando tratamos de ver la filosofía occidental como una ciencia unitaria, su declinación a partir de mediados del siglo XIX es inequívoca. La unidad comparativa que poseía en las épocas anteriores, en sus metas, sus problemas y sus métodos, se ha perdido. (…) En lugar de una filosofía viviente unitaria, tenemos una literatura filosófica que crece más allá de todas las fronteras y casi sin coherencia. (…) Las filosofías carecen de la unidad de un espacio mental en el que puedan existir para las demás e interactuar entre ellas. (…) ¿No se puede rastrear la desconexión de nuestra posición filosófica definitivamente hasta el hecho de que las fuerzas conductoras que emanan de las Meditaciones de Descartes han perdido su vitalidad original: perdida porque el espíritu que caracteriza la radicalidad de la autorresponsabilidad filosófica se ha perdido? ¿No debemos exigir una filosofía que apunte a la más definitiva liberación de los prejuicios concebible, que se conforme con real autonomía a las evidencias finales que ella misma ha producido y sea por consiguiente absolutamente autorresponsable; no debemos acaso exigir eso, sin pecar de excesivos, que forme parte del sentido fundamental de la filosofía genuina?61.

Como podemos ver, Husserl no puede ver nada erróneo en mantener la ilusión de la «autorresponsabilidad absoluta» de la filosofía. Anda en búsqueda de un «espacio mental» en el que las «fragmentadas» variedades de filosofías puedan encontrar de alguna manera su recomendable unidad. Así, de nuevo, no son presentadas para nada las razones por las que los discursos filosóficos fragmentados, que Husserl tanto deplora, han perdido su pretendida unidad, que se supone poseían antes de mediados del siglo XIX. Simplemente asevera que el problema se debe a la circunstancia de que las fuerzas conductoras de las Meditaciones desarrolladas por Descartes han perdido su vitalidad original. ¿Y por qué las

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perdieron? Aparentemente «porque el espíritu que caracteriza la radicalidad de la autorresponsabilidad filosófica se ha perdido». De ese modo todo queda sujeto a una presunción circular —muy en sintonía con la conclusión apriorística y la recomendación ilusamente correctiva del autor— que, invariablemente, sólo acepta abordar de manera parcial el marco social e histórico establecido y el horizonte dramáticamente cambiante de los desarrollos de los que forma parte integrante la propia filosofía moderna. No debería sorprendernos que se trate del mismo tipo de razonamiento circularmente autorreferencial del que ya hemos sido testigos —concerniente a la total irrealidad de «el heroísmo de la razón» postulado en la conferencia de Praga por Husserl— como el remedio recomendado para la barbarie nazi de su tiempo, que amenazaba con una catástrofe. En verdad, Husserl presentaba también a la «vitalidad original» de la posición de Descartes como irremediablemente inadecuada para su propia proyección de una «filosofía absolutamente autorresponsable». Él habla de «prejuicios» conducentes a algo tan pecaminoso como el «absurdo» que a sus ojos se suponía dominaba el clima intelectual para el momento en que Descartes concebía sus Meditaciones. Como él lo expone: «Desafortunadamente esos prejuicios estaban en acción cuando Descartes introdujo el cambio aparentemente insignificante pero en realidad fatídico a partir del cual el ego se vuelve substantia cogitans, una “mens sive animus” humana por separado, y el punto de partida para inferencias de acuerdo con el principio de causalidad —en resumen el cambio en virtud del cual Descartes se convierte en padre del realismo trascendental, una posición absurda. Descartes se equivocó en ese respecto. En consecuencia, se detiene en el umbral del mayor de todos los descubrimientos —que, en cierto modo, ya había hecho— sin aprehender su apropiado sentido, a saber el sentido de subjetividad trascendental, y por eso no traspasa la entrada que conduce a la filosofía trascendental genuina62. Así, si la «vitalidad original» cartesiana ya está irreparablemente cautiva, bajo las circunstancias de su propia época, como «una posición absurda» que debe ser rechazada categóricamente desde el punto de vista de la «filosofía trascendental genuina» de Husserl, encerrada en sí misma y como tal ensalzada, en ese caso la misteriosa «pérdida» constituye solamente 229

un recurso puramente retórico en apoyo a la propugnada «subjetividad trascendental». Y lo es porque la pérdida de «una posición absurda» resulta, en todo caso, un avance intelectual y no un descarrilamiento fatal, como el autor pretende. De hecho, Husserl necesita rechazar la posición imperdonable de Descartes —su ostensible interés en la causalidad y el realismo, y por ende con la relevancia del desarrollo científico en desenvolvimiento de su época para con el mundo realmente existente, al servicio previstamente positivo del «dominio del hombre sobre la naturaleza»— no precisamente porque se haya perdido, sino porque él mismo quiere perderlo. Ciertamente, tiene que perderlo para proporcionarle un fundamento solipsista a la interioridad absolutizada de su «egología del ego primordialmente reducido» en el espíritu de su «monadología», y al mismo tiempo también al «desenvolvimiento sistemático de lo a priori omnienglobador innato en la esencia de una subjetividad trascendental», como lo vimos antes. Si queremos hacer algo respecto a los problemas producidos históricamente y socialmente muy dañinos de la fragmentación, junto con las tendencias negativas del desarrollo intelectual relacionadas, como la «fragmentación de la filosofía», en palabras de Husserl, debemos evaluarlos en su apropiado —y por naturaleza propia omnienglobadora— escenario socioeconómico, político y cultural. Es imposible hacer aunque sea mínimamente entendible el deplorado impacto de esos desarrollos en y mediante la autorreferencialidad de la filosofía, por no mencionar la imposibilidad de afectar positivamente las determinaciones causales subyacentes en su complejidad general sobre una base permanente. Y en este respecto no establece ninguna diferencia la intensidad de las pretensiones retóricas aunadas a la intervención remedial postulada, si todo va a permanecer confinado al campo autorreferencial de la propia filosofía. Ni siquiera si estamos en disposición de acogernos a la noción de Husserl del postulado papel «absolutamente autorresponsable» de la «subjetividad trascendental». La deplorable limitación de ese enfoque —inseparable del horizonte metodológico de Husserl— es que la corrección solipsista de la «posición absurda» de Descartes lleva al autor a un callejón sin salida. Se abstrae por completo del marco histórico y social en el que nació la concepción 230

cartesiana, así como de las circunstancias reales de su propio tiempo, cuando los problemas más graves aún de fragmentación social, compartimentalización y «fragmentación» indetenible de la empresa intelectual, continúan ejerciendo su impacto negativo con creciente intensidad. Está tratando de elaborar un método de proyecciones categóricas apriorístico y atemporal, en respuesta a una situación eminentemente histórica. Quiere vencer lo que él llama «la fragmentación de la filosofía actual, con su actividad irresoluta»63 mediante su propio método de certeza apodíctica y validez universal suprahistórica, proclamada sobre los fundamentos postulados como absolutos de la «radicalidad de la autorresponsabilidad filosófica» que a sus ojos no necesita de referencias sociales e históricas tangibles, aparte de la dudosa aseveración genérica de que se ha perdido algo. De esa manera se no ofrece el cierre del círculo metodológico centrado en la «interioridad absoluta» de la filosofía autorreferencial mediante la cual Husserl puede «perder el mundo por la “epoché”»64. Pero el precio que hay que pagar por ese cierre del círculo metodológico —no solamente por parte de Husserl, sino en general por la humanidad, gracias a la propugnación más o menos consciente de la tendencia en marcha, más o menos claramente identificable, a la destrucción de la naturaleza en nuestro tiempo— es que se ha vuelto filosóficamente más fácil abandonar todo interés por el programa original cartesiano del «dominio del hombre sobre la naturaleza» y su necesaria conexión con una relación no adversarial entre los seres humanos históricamente sustentable. Y nadie puede negar las desastrosas consecuencias de ese fracaso histórico hoy día.

A PESAR de haber adoptado en su juventud el método fenomenológico, Sartre rechaza enfáticamente el solipsismo de Husserl ya en su obra sintetizadora inicial, El ser y la nada. Al mismo tiempo llama a la subjetividad trascendental husserliana no solamente inútil, sino inclusive un desastre. Argumenta así su veredicto: Al principio creí que podía escapar del solipsismo refutando el concepto de Husserl de la existencia del «Ego» Trascendental. En aquel tiempo pensaba que puesto que había vaciado mi conciencia de esa entidad, nada quedaba en ella que fuese privilegiado en comparación con el Otro. Pero en la actualidad,

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aunque todavía estoy convencido de que la hipótesis de un sujeto trascendental es inútil y desastrosa, abandonarla no ayuda en nada a resolver la cuestión de la existencia de los Otros. (…) Como Husserl ha reducido al ser a una serie de significados, la única conexión que ha podido establecer entre mi ser y el del Otro es una conexión de conocimiento. Por eso Husserl no puede escapar del solipsismo más de lo que pudo Kant65.

En su obra muy posterior, El problema del método, Sartre intenta proporcionar un análisis históricamente sintetizado de la naturaleza y el fundamento motivador de la empresa cartesiana. Como él lo expone: El racionalismo crítico analítico de los grandes cartesianos los ha sobrevivido; nacido del conflicto, miraba atrás para esclarecer el conflicto. En la época en la que la burguesía buscaba socavar las instituciones del Ancient Régime, atacaba las significaciones desgastadas que trataban de justificarlo. Más tarde le prestó servicio al liberalismo, y les aportó una doctrina a los procedimientos que intentaban realizar la «atomización» del Proletariado.

Y en el mismo contexto, Sartre subraya con claridad la manera como la perspective histórica del capital se reflejaba, aunque sutilmente, en las variantes del enfoque cartesiano, diciendo que En el caso del cartesianismo, la acción de la “filosofía” sigue siendo negativa; despeja el terreno, destruye y les permite a los hombres, echarle un vistazo, a través de las particularidades y complejidades infinitas del sistema feudal, a la universalidad abstracta de la propiedad burguesa66.

En consecuencia, tratar de manera atemporal los principios cartesianos más distantes o la reconsideración de la cuestión del legado cartesiano bajo las circunstancias del siglo XX carecería de toda legitimidad. De igual modo, Sartre tiene razón en su crítica al enfoque general de Husserl cuando escribe: «Husserl podía hablar de certeza apodíctica sin mucha dificultad, pero porque se mantenía en el nivel de la conciencia formal pura que se autoaprehende en su formalidad; pero, para nosotros, es necesario hallar nuestra experiencia apodíctica en el mundo de la historia concreto»67. Este constituye un punto importante, no sólo en relación con Husserl, sino en términos de su validez filosófica general. Sin embargo resulta sumamente irónico que cuando el Sartre «marxisante», a pesar de estar consciente de la necesidad de elucidar «el mundo concreto 232

de la historia», a fin de hacer verdaderamente inteligible el proceso histórico, permanezca en su Crítica de la razón dialéctica confinado a «las estructuras formales de la historia», como mencionábamos antes. Por lo general, las dificultades se hacen más pronunciadas en la filosofía de Sartre cuando tiene que abordar la cuestión del sujeto histórico, más entrelazada ideológicamente. Al contrario de Kant, quien en su «Idea de una Historia Universal con Intención Cosmopolita» y en todo momento estaba tratando todavía de relacionar orgánicamente a los individuos particulares con la categoría más englobadora a la que ellos pertenecían, a saber la humanidad, el paso del tiempo en las concepciones burguesas de la historia muestra una significativa involución en este respecto. Así, en la concepción heideggerizada del existencialismo ateo, ejemplificada por El ser y la nada de Sartre, se nos presenta el siguiente razonamiento: Pero si Dios es caracterizado como una ausencia radical, el esfuerzo por realizar la humanidad como nuestra se ve renovado siempre y siempre termina en fracaso. Así, el «Nosotros» humanista —el Nosotros-objeto— le es propuesto a cada conciencia individual como un ideal imposible de alcanzar, aunque cada quien mantiene la ilusión de ser capaz de lograrlo ensanchando progresivamente el círculo de comunidades a la que de hecho pertenece. Ese «Nosotros» humanista sigue siendo un concepto vacío, una pura indicación de la posible ampliación del empleo ordinario del «Nosotros». Cada vez que utilizamos el «Nosotros» en ese sentido (para designar a la humanidad padeciente, la humanidad pecadora, para determinar un significado histórico objetivo al considerar al hombre como un objeto que está desarrollando sus potencialidades), nos limitamos a indicar una cierta experiencia concreta que se tendrá en presencia del «Tercero Absoluto»; es decir, de Dios. Así, el concepto limitador de humanidad (como la totalidad del Nosotros-objeto) y el concepto limitador de Dios se implican el uno al otro y son correlativos68.

Pero, a pesar de ese tipo de caracterización sesgada, «la humanidad como nosotros» sí existe en verdad, si bien bajo las circunstancias históricas presentes todavía en forma gravemente alienada. Porque bajo las condiciones hoy prevalecientes la humanidad se afirma como la historia mundial articulada antagónicamente, encarnada en las ineludibles realidades del mercado mundial y la división del trabajo a escala mundial, aparentemente incontrolable y autoimpuesta. Ni tampoco el concepto de humanidad en 233

desarrollo de sus potencialidades objetivas implica la formulación de un ideal imposible, mirado desde el punto de vista del «Tercero absoluto», Dios. Ese tipo de concepción falsa sólo puede surgir de una caracterización falaz de la humanidad como un «Nosotros-objeto», y del hombre como un «objeto que está desarrollando sus potencialidades», como hace Sartre en el pasaje citado. Porque, al contrario de lo que establecen todas las variedades de existencialismo ateo mistificador, sólo como el sujeto genuino de la transformación histórica se puede hacer que la humanidad sea inteligible en el contexto actual. Todo lo que se requiere para darle sentido a «la humanidad como nosotros» es aprehender la desconcertante realidad de las estructuras ideales/ideológicas de dominación en el proceso dinámico de su desenvolvimiento objetivo y potencial disolución. No desde el punto de vista del «Tercero absoluto» mistificador, sino desde la perspectiva del sujeto histórico inter y transindividual. Si, sin embargo, el filósofo —atado a una concepción individualista del proceso social— asume la naturaleza del conflicto como inherente a la «soledad ontológica del Para-sí», como lo hace Sartre en El ser y la nada, en contraste con su muy posterior Crítica de la razón dialéctica, en ese caso el proceso histórico como tal (en ausencia de un sujeto histórico admisible) se torna extremadamente problemático para él, si acaso no vaciado también de inteligibilidad. Consideraciones parecidas son aplicables a la valoración realista de la importante cuestión de la factible interacción de las principales fuerzas en la sociedad realmente existente y la posibilidad de producir un resultado históricamente viable. Si no se hace eso terminaremos predicando el caso perdido apriorísticamente de los individuos concebidos de forma atomista y descritos dentro del marco de los postulados seudoontológicos proclamados arbitrariamente. Para citar de nuevo a Sartre: La clase oprimida puede, en efecto, autoafirmarse como un Nosotros-sujeto solamente en relación con la clase opresora. (…) Pero la experiencia del «Nosotros» permanece en el terreno de la psicología individual y sigue siendo un simple símbolo de la unidad de las trascendencias anhelada. (…) Las subjetividades se mantienes fuera de alcance y radicalmente separadas. (…) Deberemos esperar en vano por un «nosotros» humano en el que la totalidad intersubjetiva obtenga conciencia de sí como Una subjetividad unificada. 234

Tal ideal podría ser nada más un sueño producido por un viaje hasta el límite y lo absoluto, sobre la base de experiencias fragmentarias estrictamente psicológicas. (…) Por consiguiente resulta inútil para la humanidad buscar salir de ese dilema; uno tiene o bien que trascender al Otro, o permitirse ser trascendido por él. La esencia de la relación entre las conciencias no es el Mitsein [ser con]; es el conflicto69.

Como podemos ver, el desolado cuadro de Sartre —que dictamina la absoluta insuperabilidad de las presuntas predeterminaciones «ontológicas» que constituyen el marco categorial de El ser y la nada— se inicia con la aseveración totalmente gratuita de que el concepto de «Nosotrosobjeto» carece por entero de significado sin su oposición a la clase opresora como su condición fundamental de inteligibilidad. Más aún, dicha oposición misma a la clase opresora, en su inevitable aspiración colectivista, está definitivamente mal concebida y condenada al fracaso. Sartre desecha toda la cuestión de crear incluso la posibilidad del «Nosotrossujeto» (como un «nosotros» cabal) actuando de tal manera que dé origen a un orden social cualitativamente diferente, sobre una base definicional arbitraria que está vaciada por completo de cualquier basamento socialmente identificable. Lo desecha circularmente basado en la suposición «concluyente» según la cual todo cuanto el «Nosotros-sujeto» pueda intentar hacer descalifica obligatoriamente su objetivo profesado de hacer valer en la práctica sus objetivos estratégicos factibles —como empresa colectiva genuina—, a causa de que indefectiblemente se engaña a sí mismo. Porque, en la visión de Sartre, su acción erróneamente concebida tiene que ser condenada bajo la categoría de «experiencias fragmentarias, estrictamente psicológicas». Así, hasta la posibilidad más remota de una alternativa histórica viable al dominio del capital —que resulta por supuesto inconcebible sin la intervención, no sólo negadora/combativa sino además positivamente sustentable a largo plazo, por parte de un sujeto histórico apropiado en el proceso de transformación social significativa— queda excluida categóricamente (y categorialmente). Tiene que ser excluida porque Sartre reduce el proceso histórico, con sus actores sociales objetivamente existentes e identificables, a las vicisitudes más o menos fortuitas de la psicología individual. Como materia de determinaciones ontológicas proclamadas apriorísticamente, el «Nosotros-sujeto» se supone que está constituido por una aglutinación ilusoria —y, peor 235

que eso, autoengañosa— de experiencias psicológicas individualistas que no conducen absolutamente a ninguna parte. De allí no puede extraerse ninguna empresa histórica trasformadora. De ese modo el círculo metodológico —que toma perentoriamente por establecido lo que de hecho debería ser demostrado filosóficamente— se vuelve a cerrar, a pesar de la indudable presencia de referencias históricas en El ser y la nada también como crítica de Husserl. Pero, por supuesto, en la visión del Jean-Paul Sartre de los inicios la historia es caracterizada desde la perspectiva del capital, saturada de eternización del orden prevaleciente tipo Heidegger70. Sin duda, en El ser y la nada se reconoce la fragmentación alienante, en una variedad de formas, si bien primordialmente en forma de experiencias psicológicas, dictaminando al mismo tiempo que las subjetividades implicadas necesariamente «se mantienen fuera de alcance y radicalmente separadas». Consecuentemente, se nos dice que es completamente inútil esperar que la totalidad intersubjetiva de los individuos, que apuntan a constituirse como un «Nosotros-sujeto» en contra de la clase opresora, pueda obtener conciencia de sí mismos «como una subjetividad unificada». De esa manera característicamente condicionada Sartre no niega el hecho del «anhelo de una subjetividad unificada» como una preocupación importante —y no sólo una preocupación intelectual— en el siglo XX. Pero excluye enfáticamente la posibilidad de su realización. Porque la reducción tendenciosa de los antagonismos sociales e históricos a experiencias psicológicas individuales trae consigo la implicación paralizadora de que el «Nosotros-sujeto» pueda no ser algo más sustantivo que «un simple símbolo de la anhelada unidad de las trascendencias». Y ni siquiera es ésa, ni mucho menos, la parte más deprimente del cierre que le da Sartre al círculo ontológico y metodológico en El ser y la nada. Lo es la conclusiónsuposición desolada y declarativa según la cual «resulta inútil para la humanidad buscar salir de ese dilema; uno tiene o bien que trascender al Otro o permitirse ser trascendido por él. La esencia de la relación entre las conciencias no es el Mitsein [ser con]; es el conflicto». Además, el conflicto en cuestión no constituye una confrontación social potencialmente progresiva sino el conflicto psicológico ubicuamente difundido de los individuos por separado, que astilla los lados de la divisoria social en infinidad de fragmentos monadológicos. Así, la fragmentación alienante está

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destinada a seguir siendo para siempre la «apremiante situación humana», en el espíritu de la proclamada ontología existencial de El ser y la nada. Y al mismo tiempo todo anhelo de una unidad transformadora socialmente efectiva de las fuerzas capaces de instituir un orden hegemónico alternativo históricamente factible, más allá de la destructividad de las determinaciones estructurales del capital, está condenado a la futilidad de una empresa irracional sin esperanzas.

POR una cantidad de razones, la figura más representativa que abordó apasionadamente los problemas básicos estudiados en esta sección fue el filósofo húngaro György Lukács. Primero, porque estuvo comprometido en la producción de escritos teóricos durante un período excepcionalmente prolongado de casi setenta años. Comenzó su carrera de escritor en varios órganos culturales húngaros importantes en 1902, y llevó adelante la escritura de una de sus obras de síntesis más importantes, Ontología del ser social, hasta que murió en 1971. Inevitablemente, su orientación como pensador creativo pasó en esas largas décadas por cambios significativos y, en el contexto presente altamente relevantes, como lo veremos a continuación. Segundo porque —debido a su medio social, como hijo de un hombre muy rico, protegido político y banquero más influyente del conde István Tisza, primer ministro de la monarquía austro-húngara, con conexiones internacionales de largo alcance— el joven Lukács sufrió los dilemas de la fragmentación y alienación capitalistas en el núcleo interno del orden explotador capitalista. En ese sentido, para el joven Lukács una adhesión espontánea a su Nosotros-sujeto «natural», en el esquema de cosas sartriano confinado a «el terreno de la psicología individual» sólo podía significar tomar el bando de la clase opresora y no el de su adversario histórico: una escogencia definitivamente insensible y retrógrada que él no podía hacer. En efecto Lukács, a pesar de su origen privilegiado al extremo, se rebeló contra ese panorama desde una edad muy temprana, y se alineó, más o menos conscientemente, dentro de la orientación socialmente bien afincada del más grande de los poetas húngaros de la época, Endre Ady. Esa escogencia anticipaba en grado significativo su viraje más radical hacia 237

finales de la Primera Guerra Mundial. Ciertamente, luego de haberse marchado también a Alemania en 1909, y haber colaborado estrechamente durante años con algunos destacados intelectuales de ese país, como Georg Simmel y Max Weber, regresó temporalmente a Hungría en las postrimerías de la guerra, manteniendo siempre su postura éticamente rebelde. No causa sorpresa, entonces, que disintiera abiertamente del entusiasmo chauvinista ante la aventura bélica del imperialismo alemán de gente como Thomas Mann (a quien Lukács admiraba grandemente como crítico literario desde mucho antes de la guerra) y su propio amigo Max Weber. Así, la posición de outsider crítico —no sólo en relación con la cultura y la historia alemanas sino también de cara a la tendencia principal de las concepciones teóricas húngaras coetáneas, ejemplificadas por el diario Nyugat (Occidente)— continuó configurando la orientación creativa en la totalidad de sus escritos importantes, hasta que tuvo que hacer una escogencia irreparablemente radical en medio del tumulto revolucionario de 1917-1918. Y tercero, porque en el transcurso de su desarrollo intelectual y político llegó a una etapa en que se convenció de que era necesario distanciarse del marco categorial de toda su obra importante inicial, incluidos Die Seele und die Formen (El alma y la forma), en húngaro en 1910 y en alemán en 1911; Cultura estética, en húngaro en 1913, y Die Theorie des Romans (Teoría de la novela) en 1916. Tal cosa sucedió porque abrazó el marxismo como filósofo y como militante comprometido políticamente. En este respecto hay dos puntos particularmente relevantes. Primero, que la manera de Lukács de confrontar críticamente el arsenal categorial de sus propios escritos de juventud fue un desarrollo orgánico y no el tipo de «conversión» que conocimos tan bien en el siglo XX, de la cual los involucrados podían desligarse con la misma facilidad con la que la habían efectuado en primer término. Así, su postura crítica en relación con los desarrollos culturales de su tiempo, dominados por su propia clase social, no estuvo definida desde una remota distancia, ni mucho menos desde la posición apriorística característica de muchos escritos sectarios. Fue articulada desde la perspectiva de alguien que por sí mismo sufría agudamente desde adentro los dilemas que afectaban en profundo la creación de logros intelectuales válidos. De ese modo fue capaz de asumir una 238

actitud no sólo crítica, sino también autocrítica hacia las determinaciones y dilemas en cuestión. El segundo punto que hay que destacar en este respecto atañe al modo como Lukács, gracias a su desarrollo filosóficoorgánico que siempre rechazó con firmeza la idea de partir de una tabula rasa conveniente para el interés personal pero insostenible en la realidad, fue capaz de poner también las categorías autocráticamente examinadas de su obra inicial en su perspectiva histórica. En otras palabras, jamás sacrificó las continuidades pertinentes en aras de discontinuidades asumidas unilateralmente, en nombre de lo radicalmente nuevo más o menos arbitrariamente proclamado en la esfera cultural y política. Fue así como una de las realizaciones intelectuales más destacadas del siglo XX se pudo afirmar sobre sólidos fundamentos dialécticos, respetuosa de la evidencia histórica que llega al núcleo del presente desde el pasado. Un pasado aplastante que no puede ser simplemente dejado atrás sino que tenía que ser superado —en el sentido de la categoría hegeliana profundamente penetrante de ser «aufgehoben», es decir, desalojado/preservado/elevado a un nivel más alto—, pasando a un uso positivo a los elementos potencialmente emancipadores de su contradictorio legado. El encuentro de Lukács con el marxismo le proporcionó la perspectiva desde la cual poder intentar la evaluación de la época histórica del capital, con todos sus aspectos desconcertantemente complejos y entrelazados. Ese viraje radical le abrió la puerta de la posibilidad de emprender en su debida oportunidad la clase de síntesis general que sólo podia anhelar, absolutamente en vano, como pensador joven en su elocuente propugnación de la necesidad de participar en, un sistema filosófico de gran alcance, y también de la necesidad de escribir efectivamente sobre éste71. Naturalmente, la evaluación autocrítica de sus propias obras iniciales —hoy día incluso muy aclamadas— fue cumplida sobre esa base. Pero en modo alguno se trató de un transitar la vía en un solo sentido. El hecho de que estuviese en capacidad de ubicar los conceptos y dilemas crítica y autocríticamente examinados en una amplia perspectiva histórica marxiana, dándoles el peso y la significación merecidas, contribuyó en un sentido positivo y perdurable a su propio desarrollo futuro, no obstante el carácter altamente problemático de las categorías que el joven Lukács compartió por casi dos décadas con algunos de sus contemporáneos. 239

YA en 1909 Lukács respondía en términos altamente positivos ante la obra de Thomas Mann. Sintiendo una gran afinidad con la manera como Mann trataba la objetividad, y realzando sus dilemas y su aparente inseguridad, Lukács escribió en uno de sus artículos de reseña: quizá la objetividad no pueda existir nunca sin una cierta ironía. La preocupación más seria por las cosas tiene siempre algo de ironía, porque en uno u otro lugar el gran abismo entre la causa y el efecto, entre la conjura de la fatalidad y la fatalidad conjurada se vuelve demasiado obvio. Y mientras más natural parezca el fluir apacible de las cosas, más auténtica y profunda será la ironía. Notoriamente es nada más en los Buddenbrook donde ella emana con tanta claridad, por así decirlo, de una sola fuente. En los escritos posteriores esa ironía de Mann asume diferentes formas, aunque su raíz más honda sigue siendo ese sentimiento de dislocación y de anhelo de la gran comunidad vegetativa72.

Como Thomas Mann, el joven filósofo húngaro sentía la misma dislocación y el mismo anhelo de una síntesis y una unidad objetivas en un mundo en el que el abismo entre «la causa y el efecto», «la intención y el resultado», «el valor y la realidad» parecía estar en constante crecimiento. Pero, por supuesto, para él la ironía no podía traer la solución anhelada. El carácter abstracto un tanto retórico del nivel general de investigación del joven Lukács —las categorías de «el alma y las formas» (die Seele un die Formen), «valor y realidad» (Wert und Wirklichkeit), «la estatura del ser» (Gipfel des Seins), «la restricción pura de la voluntad pura» (der reine Zwang auf den reinen Willen), «la culminación del ser» (der Hohepunkt des Daseins), y demás— le impedía identificar las mediaciones concretas que podían superar la rechazada contigüidad al moverse hacia una totalidad concreta, y no hacia algunas «esencias metafísicas» hipostatizadas, como era el caso en sus obras iniciales. Si partiésemos —como lo hizo el joven Lukács— de la premisa de que el sistema filosófico podría ofrecer la «gélida perfección final»73, el margen de la actividad crítica tenía que ser absolutamente ilusorio. Porque a las entidades del «sistema» más abstractamente definidas se les asignaba el valor cociente metafísico de la «finalidad de perfección» siempre elusiva. El problema de la mediación necesaria, y en su contexto apropiado válida,

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a pesar del reconocimiento de la «mala inmediación» del naturalismo, el simbolismo, etcétera, quedaba enteramente sin resolver. Esa fue la razón principal por la cual el joven Lukács salió derrotado al final, forzado a buscar una solución donde no podía ser hallada: en una «kierkegaardizada» y místicamente inclinada oposición a «el sistema». Incluso cuando unos pocos años después trató de incorporar a su visión algunos temas y métodos importantes de Hegel, no pudo escapar a la tentación de proseguir el discurso de la paradoja kierkegaardiana. Así, a una distancia astronómica de la definición hegeliana de la verdad como la totalidad, afirmó que «La verdad es sólo subjetiva… quizá; pero la subjetividad es con absoluta certeza verdad»74. No es de extrañar, entonces, que el Lukács maduro hablase con reservas acerca de un «Hegel kierkegaardizado» con referencia a esa fase de su propio desarrollo intelectual. El joven Lukács tan sólo podía proyectar el «anhelo del sistema»75, admitiendo al mismo tiempo, si bien con un signo de interrogación agregado, «la definitiva desesperanza de todo anhelo»76. Sus reflexiones en torno a ese complejo de problemas fueron formuladas con profunda originalidad en su ensayo «La metafísica de la tragedia». Es así como se desarrolla su línea de argumentación: La tragedia es el hacerse real de la naturaleza esencial, concreta, del hombre. La tragedia le da una respuesta firme y segura a la cuestión más delicada del platonismo: la cuestión de si las cosas individuales pueden tener idea o esencia. La respuesta de la tragedia hace girar la cuestión en el sentido contrario: sólo aquello que es individual, sólo algo cuya individualidad sea llevada hasta su último límite, es adecuado a su idea, es decir, es realmente existente. Aquello que es general, aquello que engloba todas las cosas pero no tiene por sí mismo ni color ni forma, es demasiado débil en su universalidad, demasiado vacío en su unidad, como para hacerse real. (…) El anhelo más hondo de la existencia humana constituye la raíz metafísica de la tragedia: el anhelo de individualidad del hombre, el anhelo de transformar al estrecho pico de su existencia en una vasta planicie a la que cruza serpenteando el sendero de su vida, y a su significado en una realidad cotidiana77.

Esa línea de razonamiento, con su preocupación vigorosamente expresada por la universalidad y la unidad centradas en la necesidad de participar en una auténtica búsqueda de la individualidad, condujo inevitablemente 241

a Lukács a un cuestionamiento de la naturaleza y el poder autoimpositivo aparentemente ineludible de la historia. Sus observaciones paradójicamente fortificadas fueron condensadas de esta manera: La historia aparece como un profundo símbolo de la fatalidad —de la normal accidentalidad de la fatalidad, su arbitrariedad y tiranía que es, en el último análisis, justa—. La lucha de la tragedia por la historia es siempre una gran guerra de conquista contra la vida, un intento de encontrar la significación de la historia (que está inmensamente lejos de la vida) en la vida, de extraer de la vida la significación de la historia como el verdadero sentido oculto de la vida. Un sentido de la historia constituye siempre la necesidad con mayor vida; la fuerza irresistible; la forma en que ello ocurre es la fuerza de gravedad del mero acontecer, la fuerza irresistible dentro del fluir de las cosas. Es la necesidad que tiene todo de estar en conexión con todo lo demás, la necesidad negadora del valor. No existe diferencia entre grande y pequeño, significante e insignificante, primario y secundario. Lo que es, tenía que ser. Cada momento sigue al anterior, sin que influya ningún objetivo ni propósito78.

De esa manera —debido a la caracterización de la significación de la historia como el «sentido oculto de la vida», que se autoafirma como la «irresistible fuerza de gravedad dentro del fluir de las cosas» y como «necesidad negadora del valor»— los principios orientadores fundamentales de la vida de los individuos tenían que ser relativizados al extremo, borrando las líneas de demarcación entre «pequeño y grande», «significativo e insignificante» y «primario y secundario», negándole así al final cualquier margen al ejercicio del objetivo y propósito. Un cuadro desolador en verdad, que sólo podrá hacerse más desolador aún aseverando, de nuevo en forma de paradoja inexorable, que la necesidad histórica está a la vez muy cercana a la vida y muy lejana de ella. El impacto de la actuación con un marco categorial como ése tenía que ser la irracionalidad que todo lo inunda, volviendo sumamente problemática incluso a la idea del anhelo personal. Porque al final del camino se suponía que aguardaba amenazadoramente la fatalidad de no poder escapar de la desolada condición de «ciegas herramientas de un capataz idiota y ajeno». Es así como lo expuso el joven Lukács:

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La historia le impone a los hombres la universalidad pura mediante su realidad irracional; no le permite a un hombre expresar su propia idea, lo cual en otros niveles resulta igual de irracional: el contacto entre ellas produce algo que le es ajeno a ambas, a saber: la universalidad. La necesidad histórica es, después de todo, lo más cercano a la vida de cualquier necesidad. Pero también lo más lejano a la vida. La realización de la idea que es posible aquí constituye tan sólo una ruta tortuosa para el logro de su realización esencial. (…) Pero la vida completa del hombre completo constituye también una ruta tortuosa para el logro de otras metas superiores; su anhelo personal más profundo y su lucha por conseguir lo que él anhela son meramente las ciegas herramientas de un capataz idiota y ajeno79.

Las interrogantes insalvablemente irrespondibles de Lukács para el momento de escribir «La metafísica de la tragedia», en 1910, eran: ¿será posible hallar significación en la historia de una manera radicalmente diferente que no aparezca como una «fuerza de gravedad» misteriosa? ¿Era necesario para la historia hacerse valer a través del postulado torbellino de «acontecimientos» particulares y revelarles a los individuos un orden inteligible sólo cuando ya todo estaba irrecuperablemente enterrado en el pasado? ¿Cómo se podría superar la oposición aparentemente inconciliable entre el valor y la realidad histórica? ¿El inevitable resultado final de la humanidad era que aquellos de quienes se decía alcanzaban el nivel de autosatisfacción y realizaban «el anhelo de individualidad del hombre» terminaran «estrellados contra el Todo»?80. ¿Cómo se podría rescatar a los individuos participantes en la lucha por la totalidad de la vida —de la que se decía que ellos igualmente anhelaban— de ser dominados por una irracionalidad universal? ¿Se podía visualizar que se dominase la historia, no en términos universalistas hipotetizados, sino de manera tal que la personalidad de los individuos involucrados en la empresa de una autosatisfacción auténtica hallase salidas genuinas para su realización apropiada y en el mundo real sustentable? Para poder responder estas interrogantes de una manera creíble, era preciso entrar en un universo del discurso diferente. Sin embargo, el marco categorial y metodológico del enfoque general del joven Lukács, a pesar del muy admirado logro formal de muchos de sus ensayos, lo hacía imposible.

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LA cuestión de la fragmentación aparecía de vez en cuando en los escritos del joven Lukács, bajo muchos de sus aspectos. Así, en relación con los requerimientos de un reconocimiento sustentable, se quejaba desconsoladamente de que «El conocimiento humano es un nihilismo psicológico. Vemos un millar de relaciones, pero jamás captamos una conexión genuina. Los paisajes de nuestra alma no existen en ninguna parte; pero en ellos cada flor y cada árbol son concretos»81. Esa visión estaba vinculada en El alma y la forma a una concepción de la ética insostenible, ejemplificada en las siguientes líneas: La forma es el sumo juez de la vida (…) una ética; (…) La validez y la fuerza de una ética no dependen de si la ética es aplicada o no. Por consiguiente sólo una forma que ha sido purificada hasta volverse ética puede, sin volverse ciega y empobrecida como resultado de ello, olvidar la existencia de todo cuanto sea problemático y desterrarlo para siempre de sus dominios82.

Naturalmente, mientras Lukács mantuvo esa posición estuvo obstruyendo su propio camino al encuentro de una salida de su laberinto de contradicciones autoimpuesto. Porque una ética que pudiese «olvidar la existencia de todo cuanto sea problemático y desterrarlo por siempre de sus dominios» inevitablemente se condenaba a sí misma, no sólo a ser ciega y empobrecida, sino además a la irrelevancia total. Si Lukács quería elaborar un enfoque creativamente sustentable necesitaba emprender una revisión radical de su concepción de ética y de forma. El primer paso importante en esa dirección lo dio en Teoría de la novela. En esa obra la rebelión ética anteriormente muy vaga de Lukács comenzó a adquirir un marco de referencia más tangible y más radical en su intención, si bien por el momento tan sólo «puramente utópico», de acuerdo con el juicio retrospectivo del Lukács maduro. Como lo expuso en 1962, en el Prefacio a una nueva edición de Teoría de la novela, era utópico porque «nada, incluso a nivel de la intelección abstracta, ayudaba a mediar entre la actitud subjetiva y la realidad objetiva»83. Y agregó: Teoría de la novela no es de naturaleza conservadora sino subversiva, aunque esté basada en un utopismo sumamente ingenuo y totalmente infundado: la esperanza de que pueda surgir una vida natural digna del hombre de la desintegración del capitalismo y la destrucción, vista como idéntica a esa

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desintegración, de las categorías sociales y económicas carentes de vida y negadoras de la vida84.

Lo impracticable en Teoría de la novela, según el Lukács maduro, era que él trataba de formular en su obra de juventud «una concepción del mundo que apuntaba a la fusión de una ética “de izquierda” con epistemología, ontología, etcétera, “de derecha” (…) una ética de izquierda orientada hacia la revolución radical aunada a una exégesis de la realidad tradicional-convencional»85. Otra importante consideración que hay que tomar en cuenta en ese respecto fue la valoración —ya no «kierkegaardizada»— de Hegel que hizo Lukács en la década de los 20. La nueva aproximación a Hegel fue en general altamente positiva, pero al mismo tiempo también firmemente crítica del tratamiento del gran filósofo alemán de las categorías en relación con las cuales el propio Lukács había modificado radicalmente su posición. Así lo explicó en su importante artículo «Moses Hess und die Probleme der idealistischen Dialektik» («Moses Hess y el problema de la dialéctica idealista»). Estos eran los puntos principales del penetrante análisis de Lukács: La formidable contribución de Hegel consistió en el hecho de que hizo que la teoría y la historia se relacionaran dialécticamente entre sí, las aprehendió en una penetración recíproca dialéctica. En última instancia, sin embargo, su intento fue un fracaso. Nunca pudo llegar tan lejos como a una genuina unidad de teoría y práctica; no pudo hacer más que, o bien rellenar la secuencia lógica de las categorías con rico material histórico, o bien racionalizar la historia, en forma de una sucesión de formas, cambios estructurales, épocas, etcétera, que él elevó al nivel de categorías sublimándolas y abstrayéndolas. Marx fue el primero en poder ver a través de ese falso dilema. Él no derivó la sucesión de categorías o de la secuencia lógica o de la sucesión histórica, sino que reconoció que «su sucesión está determinada a través de la relación que tienen entre sí en la sociedad burguesa». De esa manera no meramente le dio a la dialéctica la base real que Hegel había buscado en vano, no meramente la colocó sobre sus pies. También elevó la crítica de la economía política (que él había hecho la base de la dialéctica) por sobre la rigidez fetichista y la estrechez abstraccionista a las que estaba sujeta la economía, incluso en el caso de sus mayores representantes burgueses. La crítica de 245

la economía política ya no es más una ciencia al lado de las demás, ni meramente puesta por sobre las demás como una «ciencia básica»; por el contrario, abarca el mundo entero de la historia de las «formas de la existencia» (las categorías) de la sociedad humana86.

En ese contexto podemos ver que la base sobre la cual Lukács elogiaba ahora a Hegel era que «él hizo que la teoría y la historia se relacionaran dialécticamente entre sí, las aprehendió en una penetración recíproca dialéctica». En otras palabras, Hegel presentaba una concepción dialéctica de la totalidad, en contradicción total con la concepción subjetivista que vimos antes en Lukács. Al mismo tiempo, desde el lado crítico de la evaluación de esos problemas que proponía ahora, la cuestión de la unidad, en contraste con las reflexiones del joven Lukács en torno al tema, ya no estaba subsumida bajo la idea del anhelo, ni factible ni imposible, sino que adquiría un marco de referencia más tangible, dentro de los requerimientos de una unidad de teoría y práctica genuina. Más aún, las categorías mediante las cuales el mundo de la experiencia —incluida toda búsqueda de la identidad genuina— se podía hacer inteligible, tenían que ser extraídas de su envoltura idealistamente racionalizadora, sublimadora y abstraedora. Lo más importante de todo para el desarrollo de Lukács en este respecto, fue la revisión radical de la categoría de forma. En el pasado, como ya vimos, el joven Lukács idealizaba la categoría de «Forma» empleada en su sentido amplio, hasta el punto de incluso querer hacerlo equivaler, en su variedad desconcertantemente «purificada», a un tipo de ética absolutamente irreal. Así, mientras en el pasado él concebía las formas como un conjunto de categorías especulativas abstractas —si bien embellecidas poéticamente87—, ahora éstas eran entendidas, en su sentido marxiano, como las cruciales Daseinformen de la sociedad capitalista contemporánea. Consecuentemente, no podían ser teorizadas por sí mismas, y ciertamente no como si surgiesen ya hechas desde un campo filosófico y estético hipostatizado, sino solamente como las «formas de existencia» fundamentales de la propia sociedad humana. Era ésa la única manera de conferirles una relevancia explicativa de largo alcance, incluida la elucidación de la manera como le están dando forma —en su capacidad de übergreifendes Moment (es decir, un factor de importancia definitivamente

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primordial) hecho valer en el sentido de la reciprocidad dialéctica sobre cuya base se articulan y se transforman históricamente las Daseinformen categoriales de la sociedad— también al campo filosófico y estético. Sin duda, en este punto de su desarrollo, cuando Lukács escribió «Moses Hess und die Probleme der idealistischen Dialektik» ya estaba formulando sus ideas dentro de un marco de discurso socialista. Mucho más temprano en su vida, en 1910, había contemplado durante un fugaz momento la pertinencia del socialismo. Pero el joven Lukács lo descartó sin ningún examen serio de su papel potencial, en nombre de su pretendida incapacidad de satisfacer las demandas de su categoría de «alma», concebida casi místicamente en sus escritos iniciales. Todo lo que podía decir para el momento de escribir «La cultura estética», en su tónica especulativa, era que aunque «la única esperanza pudiese estar en el proletariado, en el socialismo (…) pareciera que el socialismo carece de la fuerza religiosa que es capaz de llenar el alma entera: una fuerza que caracterizó al cristianismo primitivo»88. Significativamente, su radical revaloración de las categorías de sus escritos de juventud ocasionó también en Lukács un cambio esencial en relación con su enfoque tanto del mundo de la creación artística como de la ética, con perdurable validez por el resto de su vida. Dos breves citas pueden ilustrar claramente ese cambio. La primera pone de relieve —en obvio contraste con la concepción de Hegel de la historia mundial como «la verdadera Teodicea, la justificación de Dios en la Historia»89— que «toda obra de arte verdadera constituye una antiteodicea en el sentido estricto del término»90. Y la segunda establece el punto emancipador, primordialmente importante para Lukács, de que «la ética es el terreno crucial de la lucha fundamental y definitiva entre este-mundanidad y otro-mundanidad, de la real transformación supresora/preservadora de la particularidad humana»91. Es así como las categorías estudiadas en esta sección, que se originaron dentro del marco conceptual de pensadores que en su tiempo expresaron de una u otra manera sus dilemas y recelos acerca del dominio opresor de su propia clase social, fueron puestas en una perspectiva histórica apropiada y transferidas con convincente autenticidad por Lukács —que experimentó desde dentro los mismos dilemas y recelos en su juventud— a un universo del discurso muy diferente.

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«LA VOLUNTAD GENERAL IDEAL DEBERÍA SER TAMBIÉN LA VOLUNTAD EMPÍRICAMENTE GENERAL» EL título de esta sección fue tomado de las páginas conclusivas de la Filosofía de la historia de Hegel. Se refiere a la corporeización —a los ojos de Hegel irremediablemente contradictoria— de los principios del liberalismo en el Estado moderno. Esta manera de ordenar en el mundo moderno la vida de los individuos particulares y los complicados procesos legislativos del Estado representa un dilema insoluble para Hegel, como lo vemos admitirlo en su proyección ilusamente proyectada de cómo la «agitación, el desorden y la colisión perpetradas», según el esquema de las cosas hegeliano característico del Estado liberal, habrían de ser resueltas por la «historia futura». Como se comprenderá, esto era un asunto de importancia fundamental para Hegel. Porque, conforme con su idealización del «principio protestante en su aspecto laico», como se suponía había sido incorporado en el Estado por Federico el Grande de Prusia, Hegel aseveraba que el rey prusiano «no tomaba partido por uno u otro bando, tenía la conciencia de la universalidad, que es la mayor profundidad que el espíritu puede alcanzar, y es la Idea consciente de su propio poder inherente»92. El razonamiento tras esa conclusión ilimitadamente idealizante tenía que ver nada menos que con la naturaleza postulada del mundo alemán que representaba el clímax combinado filosófico e histórico del sistema hegeliano en su conjunto. Como lo estableció claramente Hegel, El mundo alemán aparece como la cuarta fase de la historia mundial. En una comparación con los períodos de la vida humana se correspondería con su vejez. La vejez de la naturaleza es la debilidad; pero la del espíritu es su perfecta madurez y fuerza, con lo cual retorna a la unidad consigo misma, pero en su carácter desarrollado a plenitud como espíritu93.

Hemos visto antes que Hegel resolvía los problemas filosóficos que surgen de la vejez en los períodos de la vida humana mediante la circularidad del retorno a la niñez, como más arriba citamos. Aquí los resolvió mediante su decreto definicional según el cual, en el caso del espíritu, la vejez era equivalente a «perfecta madurez y fuerza». Y es que tenía que hallar ese tipo de solución. Porque era obligado requerimiento de la con248

cepción filosófica general de Hegel que en el transcurso de la historia mundial tuviera lugar una conciliación que durase para siempre entre el «principio laico» y el «principio espiritual». Por una parte, según Hegel, dicha conciliación resultaba inconcebible con anterioridad al mundo alemán. Y por otra, la importantísima determinación definitoria, y legitimación absoluta, de la cuarta y conclusiva fase de la concepción hegeliana de la historia mundial, era precisamente la postulada conciliación permanente de esos dos principios que tenían que constituir una unidad absolutamente inquebrantable. Ése tenía que ser el caso porque «Lo laico debería estar en armonía con el principio espiritual»94. Es ésa la armonía que será plenamente alcanzada en la fase alemana de la historia mundial. Porque en esa fase irreversible el espíritu produce su obra en una forma intelectual y se hace capaz de realizar el ideal de la razón a partir de nada más el principio laico. En cuanto ello ocurra, en virtud de los elementos de la universalidad, que tienen como su fundamento el principio del espíritu, el imperio de la Idea quedará establecido real y concretamente. La antítesis entre la Iglesia y el Estado desaparece. Lo espiritual queda reconectado con lo laico y este último se desarrolla como una existencia independientemente orgánica. El Estado deja de ocupar una posición de real inferioridad ante la Iglesia, y ya no está subordinado a ella. Ella no ejerce ninguna prerrogativa, y lo espiritual ya no es un elemento extraño al Estado. La libertad ha encontrado el medio de realizar su ideal: su verdadera existencia. Éste es el resultado último que el proceso de la Historia tiene la intención de alcanzar95.

Más aún, ese estado ideal de las cosas se supone que permanecerá con nosotros por siempre; al igual que se espera que el dominio del capital prevalezca en la historia mundial por el resto del tiempo. «Porque la duración del tiempo es algo enteramente relativo, y el elemento del espíritu es la eternidad. Hablando con propiedad, no puede decirse que le pertenezca»96. Dado su total contraste con su visión, no es nada difícil imaginar que Hegel tenía que encontrar enormemente desconcertante la formación de Estado del liberalismo ya existente y potencialmente más dominante aún. No podía ni minimizar su relevancia histórica ni contemplar alguna solución admisible a la total «incompatibilidad» que él identificaba en el liberalismo entre la «voluntad subjetiva de los hombres»97 y el requerimiento 249

absoluto de la «conciencia de la universalidad» que él elogiaba —como cabalmente apropiada a la armonía que también afirmaba entre el principio protestante y el principio laico— en la actitud para con el Estado de Federico el Grande98. Naturalmente, la obvia contradicción entre la formación de Estado liberal y su propia concepción del Estado alemán idealmente logrado no constituía una complicación histórica menor en el esquema de las cosas hegeliano. Por el contrario, representaba una intrusión masiva que resultaba ser sumamente reveladora acerca del marco categorial y metodológico, así como de la postulada consumación tanto de la filosofía como de la historia, tal y como están articuladas en el sistema hegeliano. Porque Hegel afirmaba categóricamente que La Verdad es la Unidad de lo universal y la Voluntad subjetiva; y lo Universal ha de ser hallado en el Estado, en sus leyes, en sus disposiciones universales y racionales. El Estado es la Idea Divina tal y como ella existe en la tierra. (…) La ley es la objetividad del Espíritu; la volición en su auténtica forma. (…) cuando la voluntad subjetiva del hombre se somete a las leyes desaparece la contradicción entre la Libertad y la Necesidad99.

Ahora Hegel tenía que admitir que en lugar de someterse a los requerimientos de las «disposiciones universales y racionales» del idealizado Estado «ético», la voluntad subjetiva de los hombres aparentemente continuaba hacienda valer su demanda de que «lo general ideal debería ser también lo empíricamente general: es decir que los elementos del Estado, en su capacidad individual, deberían gobernar, o en todo caso formar parte del gobierno»100. Hegel no podía considerar la legitimación de ninguna otra forma de racionalidad que la que le correspondiese apriorísticamente al destino esencial de la Razón, que estaba destinado a ser realizado101 en el «eterno presente» del Espíritu y en su «encarnación perfecta: el Estado»102. Dado que veía al mundo desde la perspectiva del capital, Hegel no podía tener el concepto de antagonismos de clase estructuralmente arraigados. Porque un concepto como ese hubiese viciado el postulado marco de «realidad racional» incuestionable del sistema social cuyo punto de vista compartía con los grandes representantes de la economía política burguesa, incluido Adam Smith. Y menos aún podía acariciar ni por un momento la idea de que una racionalidad fundamentalmente 250

diferente —e históricamente sustentable— pudiese realmente surgir del desenvolvimiento potencialmente positivo de los antagonismos sociales (y no tergiversados tendenciosamente como atomistas/individualistas). Comprensiblemente, entonces, Hegel no podía argumentar sino de esta manera: No satisfecho con el establecimiento de derechos racionales, con la libertad de la persona y de la propiedad, con la existencia de una organización política en la que han de hallarse varios círculos de la vida civil de los cuales cada uno tiene sus propias funciones que desempeñar, y con esa influencia sobre el pueblo que es ejercida por los miembros inteligentes de la comunidad con la confianza que se deposita en ellos, el liberalismo erige en oposición a todo eso el principio atomístico, que insiste en el imperio de las voluntades individuales, y mantiene que todo gobierno debería emanar del poder expreso de éstas y recibir su sanción expresa103.

Por consiguiente la actitud negativa de Hegel estaba determinada por la circunstancia de que la forma de Estado del «liberalismo» no se conformaba a su propia concepción idealizada del Estado, en la que la «voluntad subjetiva» y la «voluntad racional» se encuentran en completa «unidad» bajo la «universalidad de la razón», e imaginariamente resuelven así la «contradicción entre la libertad y la necesidad». En última instancia, compartiendo el mismo punto de vista social que su presunto adversario, Hegel no podía someter a crítica la vaciedad fundamental de la posición liberal. A saber, que como explotador beneficiario del orden del capital, estructuralmente (y por naturaleza propia también inconciliablemente) antagónico no tenía absolutamente nada que ver con los requerimientos sustantivos (»empíricos») de hacer que la voluntad general prevaleciera efectivamente en todos los campos de la vida social. Porque lo que la formación de Estado liberal perpetraba era el dominio de la pluralidad de los capitales —que pasa intermitentemente de unas de sus personificaciones estrictamente encomendadas a otras—, en contra de la clase del trabajo estructuralmente subordinada. Por consiguiente, no simplemente «perpetraba la voluntad subjetiva de los muchos» —unas veces en el gobierno y otras en la oposición— de la que se quejaba Hegel. Pero darse cuenta de ese tipo de vacuidad radicalmente diferente resultaba del todo imposible desde la perspectiva del capital, que Hegel compartía plenamente también con el liberalismo. 251

DESDE el inmodificable punto de vista de su propio enfoque Hegel no dudo en decretar en su Filosofía de la Historia, en forma de un postulado categóricamente afirmado, que El único Pensamiento que la filosofía lleva consigo a la contemplación de la Historia es la simple concepción de la Razón: que la Razón es el Soberano del Mundo; que la historia del mundo, por ende, nos ofrece un proceso racional. (…) Por una parte, la Razón es la substancia del Universo; es decir, que por ella y en ella toda realidad tiene su ser y su subsistencia. Por otra, constituye la Energía Infinita del Universo; puesto que la Razón no es tan impotente como para resultar incapaz de producir nada que no sea un mero ideal, una mera intención (…) Es el infinito complejo de las cosas, su entera Esencia y Verdad104.

En el camino hacia la definición de su propia posición, entra en escena uno de los grandes antecesores alemanes de Hegel, Leibniz. Hegel hace una importante referencia al método de Leibniz en relación con su preocupación en común, que llamó «una justificación de las maneras de Dios». Al mismo tiempo subrayó también una diferencia importante entre ellos en ese respecto. Es así como caracteriza el problema: Hubo un tiempo la costumbre de profesar admiración por la sabiduría de Dios, como se le ve mostrada en los animales, las plantas y los acontecimientos aislados. ¿Pero si a la Providencia le es permitido manifestarse en tales objetos y formas de existencia, por qué no también en la Historia Universal? Se piensa que se trata de algo demasiado grande como para acceder en ello. Pero la Sabiduría Divina, es decir, la Razón, es una y la misma tanto en lo grande como en lo pequeño; y no es tan impotente como para tener que aguardar por el inicio de su realización. Y no debemos imaginarnos que Dios es tan débil como para ejercer su sabiduría solamente en gran escala. Nuestro empeño intelectual trata de llegar a la convicción de que lo que era intención de la sabiduría eterna se cumple realmente tanto en los dominios del Espíritu existente y activo como en los de la simple Naturaleza. Nuestro modo de tratar el tema es, en este aspecto, una Teodicea —una justificación de las maneras de Dios— que Leibniz intentó metafísicamente, en su método, es decir en categorías abstractas indefinidas, de modo tal que se pudiese comprender el mal que encontramos en el Mundo, y se reconciliase el Espíritu pensante con el hecho de la existencia de la malignidad105. 252

La gran diferencia era, en contraste con Leibniz, que la Teodicea de Hegel tenía que ser positiva por completo. Su inalterable orientación positiva constituía una característica crucial de toda la filosofía hegeliana. Ése era el caso, incluso cuando algunas de las aseveraciones nada marginales del sistema hegeliano —como la de que «lo que es racional es real y lo que es real es racional», por ejemplo— fueron formuladas en un tono de abierta resignación, sin que ello alterara en lo más mínimo la pretensión filosófica general de positividad y finalidad. No es sorpresa, entonces, que muchas instancias de esa pretendida positividad deban ser consideradas falsa positividad por todos aquellos, incluido Marx, que se niegan a hacer que su propia posición se amolde a la perspectiva eternizada del sistema de capital. Dada la positividad apriorística del sistema hegeliano, la conciliación (o armonización) siempre tiende a prevalecer especulativamente en él. En la visión de Hegel, en ninguna parte hay demanda más fuerte de una visión armonizadora que en la Historia Universal, y ella sólo puede lograrse mediante el reconocimiento de la existencia positiva, con la cual el elemento negativo constituye una nulidad subordinada y sometida. Por una parte, debemos percibir el designio último del mundo; y por la otra, el hecho de que ese designio ha sido realmente realizado en él y el mal no ha sido capaz de afirmarse permanentemente en una posición de contienda106.

Al asumir esta clase de postulado positivo prevaleciente de manera absoluta en el universo bajo la soberanía de la razón, a Hegel le resultaba inconcebible abrigar una idea diferente de la que él realmente estipulaba acerca de la necesaria encarnación de la razón en el Estado. En consecuencia, trataba de esta manera cualesquiera dudas que pudieran surgir al respecto, y a las que había que disipar: Con respecto a las leyes, la constitución y el gobierno puede haber varias opiniones y visiones, pero tiene que haber una disposición por parte de los ciudadanos en lo que atañe a todas las opiniones subordinadas al interés sustancial del Estado, e insistir en ellas sólo hasta donde lo permita ese interés; aparte de ello, no hay nada que se pueda considerar más elevado y más sagrado que la buena voluntad para con el Estado107.

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Es por eso que Hegel no podía contemplar ninguna otra explicación inteligible para el fracaso en conformar su propia concepción del «Estado ético» ideal, que no fuese la negativa irracional de los individuos particulares a poner su «voluntad subjetiva» bajo la autoridad absoluta de la «voluntad racional». Por consiguiente, sus conclusiones resultaban inalterables por parte de cualquier formación de Estado alternativo realmente existente, como por ejemplo la liberal, a la que sólo podía remitir a la labor de la «historia futura». Y ese extraño concepto de «historia futura» era en sí mismo muy arbitrariamente hipostatizado. Porque el único modo de que algo semejante pudiese tener realmente algún sentido en el esquema de cosas de Hegel en relación con el Estado sería si crease una conformidad total con el modelo del «Estado ético», con el cual él se identificaba plenamente. En otras palabras, si esa «historia futura» no fuese futura en absoluto, puesto que ya existía en el «presente eterno» de la historia mundial realmente realizada en su fase final —alemana— de desarrollo, junto con su formación de Estado ideal. Lo que tenía que ser respetado incuestionablemente, según Hegel, era que La Historia del Mundo no es sino el desarrollo de la Idea de Libertad. Pero la Libertad Objetiva —las leyes de la Libertad real— exige el sometimiento de la mera Voluntad eventual, porque ésta es formal en su naturaleza. Si lo Objetivo es Racional en sí mismo, la percepción y la convicción humanas deben corresponderse con la Razón que las encarna, y tendremos entonces el otro elemento esencial —la Libertad Subjetiva— también realizado108.

ASÍ, se suponía que todo el edificio de la filosofía hegeliana —que hacía equivaler a la Razón encarnada en ella nada menos que con la Sabiduría Divina109— resultaría, precisamente a cuenta de su racionalidad ordenada por la divinidad, inexpugnable hasta la eternidad. Todo «principio» merecedor del interés filosófico según Hegel tenía ubicado su lugar en él, yendo de lo «abstracto» a lo «concreto», y todos ellos reunidos dentro del marco en desenvolvimiento de la propia Historia Mundial, de la que se decía mostraba «la justificación de las maneras de Dios», con el idealizado Estado hegeliano como su culminación inobjetable. 254

Mas en una inspección más cercana se revela que todo el edificio está erigido sobre los fundamentos de postulados aseverados categóricamente, y en modo alguno en relación con la «unidad» y la «universalidad», como lo predicaba toda la tradición filosófica que estamos revisando. De partida nos vemos confrontados con el postulado de que «lo racional, lo divino» posee el poder absoluto de autorrealizarse y, desde el comienzo mismo, se ha autocumplido, como vimos antes. Más aún, si se pudiesen abrigar dudas acerca de esas aseveraciones categóricas, Hegel nos ofrece, repetidamente, una corroboración lateral, que atañe al poder incuestionable de la divinidad, diciendo que «no es tan impotente como para tener que aguardar por el inicio de su realización». O «la Razón no es tan impotente como para resultar incapaz de producir otra cosa que una mera idea». Y de nuevo: «no debemos imaginarnos que Dios es tan débil como para ejercer su sabiduría solamente en gran escala». Una vez que hemos entrado en ese marco del discurso, aceptando sobre la base de la obviedad definicional que nadie debe o puede sugerir que la divinidad y su supuesta identidad con la Razón pudiese ser «impotente» o «demasiado débil», el postulado original implícito en la aseveración categórica de Hegel acerca de la «realización autosatisfactoria» del orden divino —o el «Espíritu Mundial»— en el desenvolvimiento positivo de la Historia Mundial, como está reflejado en la filosofía hegeliana, adquiere su legitimidad y su validez eterna. El cierre de la historia humana real en nombre del «eterno presente» postulado arbitrariamente y que se corresponde con el marco temporal del Espíritu, no es menos problemático. Hegel nos dice que cuando recorremos el pasado debemos (…) tener que ver tan sólo con lo que es presente, porque la filosofía, que se ocupa de la Verdad, tiene que ver con lo eternamente presente. Para ella nada del pasado se ha perdido, porque la Idea siempre es presente; el Espíritu es inmortal; con él no hay pasado, ni futuro, sino esencialmente un ahora. (…) La vida del Espíritu siempre presente es un ciclo de progresivas encarnaciones. (…) Las gradaciones que el Espíritu parece haber dejado tras él todavía las posee en las profundidades de su presente110.

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Tal visión es inseparable de la aseveración del «objetivo final» del Espíritu Mundial y su realización cabalmente adecuada en el presente. Decir que el Espíritu preserva al pasado en las profundidades del presente es una cosa. Pero decir que «no hay pasado, ni futuro» es otra bien distinta. Porque lo que se está aseverando realmente de esa manera es que para los seres humanos y sus instituciones creadas históricamente no puede haber ningún futuro significativamente diferente: una posición profundamente apologética. Y Hegel mantiene esa posición a fin de poder saludar al Estado idealizado como la encarnación final de la Idea Divina «tal y como existe en la tierra». Y dicha clase de realización del Espíritu Mundial siempre tuvo esa intención, de acuerdo con su «objetivo final» postulado. Porque en el Estado «la Libertad ha halado los medios de realizar su ideal, su existencia verdadera. Es ése el resultado final que el proceso de la Historia tiene intención de alcanzar», como vimos a Hegel decretar en su Filosofía de la Historia. La concepción de «unidad» y «universalidad» de Hegel quedó subsumida bajo su definición de Verdad en su relación con el Estado. Porque él insistía en que «la Verdad es la Unidad de la Voluntad universal y subjetiva; y lo Universal ha de ser hallado en el Estado, en sus leyes, en sus disposiciones universales y racionales». Él reconocía que se trataba de algo difícil. Pero sólo podía ver una forma de resolver el problema inherente a la relación entre la voluntad subjetiva de los individuos y el Estado, mientras insistía siempre en la necesidad vital de su solución. Y, por supuesto, la solución propugnada por Hegel tenía que ser el sometimiento incondicional a la voluntad subjetiva de la Idea Divina encarnada en las leyes del Estado. Al mismo tiempo, cuando aseveraba el legítimo imperativo del sometimiento, también postulaba optimistamente que «cuando la voluntad subjetiva del hombre se somete a las leyes, la contradicción entre Libertad y Necesidad desaparece». E iba incluso más allá de eso, para hablar del necesario sometimiento de la voluntad subjetiva o eventual. Y de nuevo no vacilaba en hacer equivaler el sometimiento de la «voluntad eventual» de los individuos particulares con la realización de la Libertad Subjetiva. Su razonamiento antes citado comenzaba con un «si» condicional pero culminaba con una conclusión hegeliana convenientemente derivada de un debe. Estas fueron sus palabras:

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Si lo Objetivo es Racional en sí mismo, la percepción y la convicción humanas deben corresponderse con la Razón que las encarna, y tendremos entonces el otro elemento esencial —la Libertad Subjetiva — también realizado.

¿Pero y qué si a ese fundamental postulado conciliador hegeliano le oponemos la pregunta: «lo que es racional es real y lo que es real es racional»? ¿Podría tal cosa crear un margen de acción legítima para los individuos? ¿No en aras de mostrar de una manera caprichosa e irracional su «mera voluntad eventual» sino con la finalidad de intervenir creativamente en el proceso histórico en marcha, para la realización de sus objetivos escogidos a conciencia y sustentables sobre una base perdurable? ¿O debemos resignarnos al «sometimiento» y «subyugación» de la «voluntad subjetiva y eventual» por parte de los individuos realmente existentes? ¿Y hacerlo en función de la realización especulativa de la unidad y la universalidad prejuzgadas apriorísticamente por los requerimientos del Estado idealizado, contentándonos con el tipo de Libertad subjetiva puramente nocional que se puede extraer de la relación definida en tales términos? Naturalmente, para entrar a responder de manera apropiada esas preguntas sería necesario seguir una línea de indagación ideológica y metodológica muy diferente. Resulta sumamente irónico que las severas críticas de Hegel acerca de la irrealizabilidad de la «Voluntad General ideal» también como «voluntad empíricamente general» no se apliquen realmente al liberalismo. Porque el liberalismo jamás intentó, ni menos aún podría hacerlo en el futuro, ser la encarnación práctica de los principios ideales de la Voluntad General en su marco de Estado legislativo. Su llamado a los «muchos» lamentado por Hegel servía a varios propósitos electorales muy limitados, que nunca alteraban en modo alguno el marco estructural del orden socioeconómico establecido. Tampoco la teoría de la Voluntad General preveía en su formulación original su traducción a prácticas de Estado a la plena disposición. Trataba, en vano hasta ese momento de la historia, de fijar los principios reguladores de la legislación y la administración moralmente encomiables. Sin embargo, la realización de algunos aspectos de la «voluntad empíricamente general» seguirán siendo factibles bajo condiciones societales cambiadas apropiadas. Pero instituir los principios reguladores aplicables con validez bajo esas condiciones requeriría de la 257

redefinición radical del sujeto histórico, en la práctica social real, como genuino sujeto comunal, en contraste tanto con las «individualidades agregativas» de la corriente dominante de la filosofía burguesa como de la especulativa personificación hegeliana de la Historia Mundial.

UNIFICACIÓN A TRAVÉS DEL PROCESO DE REPRODUCCIÓN MATERIAL

EN la medida en que resulta practicable bajo las circunstancias de la sociedad de clases, la «unificación» es llevada adelante como cosa de rutina por el propio complejo proceso de la reproducción material, que no puede divorciarse de las poderosas herramientas y el arsenal institucional de la ideología dominante. Sólo en períodos de crisis aguda se perturba significativamente esa relación. Deberíamos recordar al respecto que los levantamientos revolucionarios, que trastocan durante períodos de tiempo más o menos prolongados ese tipo de normalidad, surgen de tales crisis agudas, en la secuela de grandes desastres militares, desde la Comuna de París en 1871 hasta la Revolución Rusa de 1917, sin olvidar los sacudones sociales en Europa Oriental que siguieron a la derrota sufrida por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Naturalmente, el hecho de que la ideología dominante disfrute del inmenso apoyo del propio proceso general de la reproducción material no significa en sí mismo que en las conceptualizaciones de su preocupación por la «unidad» y la «universalidad» que hacen los pensadores que adoptan la perspectiva del capital, las relaciones de poder reales de la jerarquía y la dominación estructurales puedan ser reconocidas con alguna intención correctiva. Ni siquiera cuando afirman —e idealizan tendenciosamente— su compromiso con la reforma. Por el contrario, el significado real de su discurso sobre la unidad social y la universalidad equitativa tiene la intención de utilizarlas como la obvia e inobjetable evidencia del proyectado mejoramiento racional que se supone estará teniendo lugar en la sociedad gracias al compromiso iluminado explícitamente declarado de los pensadores involucrados. Sin embargo, las mejoras postuladas están restringidas siempre al círculo vicioso de la distribución consumible, en su dependencia absoluta de las 258

relaciones de producción de la propiedad, que no se pueden nombrar ni mucho menos cambiar. En este respecto resulta relevante que hasta un genio filosófico, como Hegel, pueda cometer la elemental falacia111 de confundir los medios de producción con los medios de subsistencia, en el interés de eternizar el mundo del capital, como ya lo mencionamos. Es esta una falacia sumamente reveladora que exigiría mucha más de la «corrección» usual restringida al campo filosófico. Porque la naturaleza del problema subyacente es obviamente que como los medios y el material de producción están distribuidos muy injustamente en el mundo creado históricamente entre una ínfima minoría de la gente, a saber entre las personificaciones del capital estructuralmente privilegiadas y gustosamente complacidas, esa predeterminación del proceso de reproducción societal le impone su límite estrictamente prejuiciado hasta a la distribución mejor intencionada de los bienes producidos capitalistamente y asignados para el consumo individual. Esa manera misma de controlar la producción invariablemente exige, y al mismo tiempo también justifica, el «apretarse el cinturón racional/consensual» por parte de las clases trabajadoras —en contradicción con toda reforma ficticia— cada vez que los incuestionables imperativos de la producción (y la resultante expansión del capital) así lo exija. Al mismo tiempo, dado que las instituciones del intercambio reproductivo social presuntamente reformadoras —desde los sitios de trabajo particulares jerárquicamente ordenados hasta el Mercado que todo lo abarca, y desde las instituciones culturales y educativas del orden establecido hasta los organismos dominantes de la sociedad con poder de toma de decisiones— están necesariamente prejuiciadas por las mismas determinaciones, no puede haber posibilidad alguna de cambio significativo. Es así como abstraerse en el discurso teórico autorreferencial —acerca de «la unidad y la universalidad» pretendidamente reformadoras— desde el papel opresivo del proceso de la reproducción material sólo puede confundir y mistificar las cosas, independientemente de lo concientemente seguida que pueda ser esa línea de enfoque de los pensadores particulares. En consecuencia, en este marco del discurso todo cuanto se diga acerca de la «unidad» y la «unificación» adoptadas racionalmente —postuladas sobre la base imaginaria de la «reciprocidad» y «mutualidad» plenas de

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todos los individuos de la sociedad, que proyectan así la realización evidente del «interés universal»— tendrá que continuar siendo extremadamente problemático. Porque lo que resulta tendenciosamente omitido en el cuadro adoptado es la distribución original del pueblo, impuesta brutalmente, en clases sociales opuestas antagónicamente, ubicando a la inmensa mayoría, durante toda la época de la «acumulación primitiva del capital», dentro de la clase estructural y jerárquicamente subordinada, controlada durante largo tiempo en la historia incluso con las formas de castigo más opresivas, incluido el exterminio en masa de los llamados «vagabundos». Y cuando la ineludible compulsión económica de los trabajadores convierte en innecesarias las antiguas formas de control político brutal, porque ya la expansión del capital puede ser asegurada primordialmente mediante la modalidad de la compulsión económica ubicuamente prevaleciente y respaldada por el marco legal del Estado capitalista, la ficción de la reciprocidad plena se convierte en lugar común. Al mismo tiempo, la dimensión más importante de la división social jerárquica del trabajo impuesta estructuralmente —que trae consigo la inalterable ubicación de la inmensa mayoría del pueblo en la clase subordinada explotada económicamente— desaparece de la vista. Se ha transubstanciado en una division del trabajo puramente técnica, que no debería ser cuestionada por ninguna persona en su sano juicio, por supuesto.

ESA visión idílica del universo social es característica de todos los grandes pensadores de la economía política burguesa que adoptan, como axiomáticamente válida, la perspectiva del capital. Hegel les sigue los pasos, y transfiere ese idilio al nivel más abstracto de la generalización filosófica. Insiste en que El elemento universal y objetivo en acción reside en el proceso de abstracción que efectúa la subdivisión de las necesidades y los medios, así subdivide eo ipso la producción y ocasiona la división del trabajo. (…) Al mismo tiempo, esa abstracción de la habilidad de un hombre y de los medios de producción del otro completa y hace necesaria en todas partes la dependencia de los hombres entre sí y su relación recíproca en la satisfacción de sus demás necesidades. (…) Cuando los hombres dependen así los unos de los otros y

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están relacionados recíprocamente los unos con los otros en su trabajo y en la satisfacción de sus necesidades, el interés personal subjetivo se torna en satisfacción de las necesidades de todos los demás. Es decir, gracias a un avance dialéctico el interés personal subjetivo se torna en la mediación de lo particular a través de lo universal, con el resultado de que al cada hombre ganar dinero y producir y disfrutar por su propia cuenta está eo ipso produciendo y ganando dinero para el disfrute de todos los demás112.

Sin duda, Hegel no puede negar que la compulsión está involucrada de alguna manera en este proceso. Pero transubstancia idealmente también a la compulsión en un momento constitutivo orgánico del mejor de todos los mundos concebibles. Inmediatamente después de las últimas palabras citadas su razonamiento prosigue así: La compulsión que esto ocasiona está arraigada en la compleja interdependencia entre todos, y ahora se presenta ante cada quien como el capital permanente universal que le da a cada uno la oportunidad, mediante el ejercicio de su educación y habilidad, de extraer una parte de él y asegurar su subsistencia, en tanto que lo que gana mediante su trabajo mantiene e incrementa el capital general113.

Pero, ¿y qué de los que no trabajan y no obstante tienen garantizada mucho más que su «subsistencia» gracias a sus privilegios establecidos a priori representados en su propiedad privada, idealizada por Hegel y enérgicamente protegida por el «Estado ético»? Esa clase de pregunta embarazosa, que socavaría la idílica finalidad proyectada de las determinaciones del Espíritu Mundial, no puede encontrar su lugar en ningún discurso concebido desde la perspectiva del capital. Porque la ficción de la «reciprocidad» y «mutualidad» plenas tienen que ser mantenidas a toda costa, a pesar de toda la evidencia de lo contrario. Naturalmente, no podemos abstraernos de la realidad objetiva de la mediación que se afirma en esas relaciones. En el mundo social nada funciona sin ella. Pero sólo en la filosofía especulativa la mediación real puede ser definida como hemos visto hacer a Hegel, si bien algunos de sus constituyentes son prestados de los clásicos de la economía política. Si fuese cierto, como lo afirma Hegel, que debemos depositar nuestra fe en el intercambio de los «principios» fundamentales de la particularidad 261

y la universalidad, en ese caso lo más que podemos esperar de la «realidad racional» de lo existente gracias al buen trabajo de esos principios sería el tipo de «reciprocidad» y «mutualidad» que parecería superar el problema del predicado egoísmo (o interés personal subjetivo) de cada individuo —convirtiendo su «compleja interdependencia» en disfrute universalmente compartido— sin cambiar absolutamente nada en el mundo real. Porque se dice que esa transformación milagrosa se producirá gracias a la manera en que «el interés personal subjetivo se convierte en la mediación de lo particular a través de lo universal», y con ello genera una relación permanentemente sustentable y armonizada de todos y cada uno de los individuos particulares entre sí. Y ni siquiera tienen que cambiar concientemente su anterior autoafirmación egoísta, porque la propia mediación —en palabras de Hegel la «mediación de lo particular a través de lo universal»— está destinada a hacerlo automáticamente por ellos: redefiniendo el carácter del «interés personal subjetivo» como disfrute universal. De ese modo lo que es inherentemente problemático —debido a la supuesta firmeza de la «naturaleza humana» egoísta— se torna insuperablemente loable, tal y como lo hace en las crónicas de la economía política burguesa. Sin embargo, la cuestión de la mediación no puede ser tratada como un intercambio especulativo de principios filosóficos abstractos. El problema real no es la mediación individualista felizmente completada y positivamente absuelta de toda culpa posible gracias al principio de universalidad, como lo describe Hegel. Antes bien, lo es la mediación conflictual/adversarial involucrada en la manera como las relaciones de poder potencialmente muy destructivas son manejadas en la sociedad realmente existente a través del complejo intercambio de sus clases opuestas antagónicamente. Si un pensador se abstrae especulativamente de la relación de clases insuperablemente conflictiva característica del orden social del capital, ignorando el hecho de que cada una de las dos clases fundamentales de la sociedad constituye la alternativa hegemónica de la otra (por cuanto todos los que conceptualizan el mundo desde la perspectiva del capital se abstraen de él, evitando como a la peste el tema del antagonismo de clases arraigado estructuralmente), en ese caso los conflictos que sin embargo quedan identificados, ya que no pueden ser escondidos a la vista ni 262

siquiera en los enfoques más conciliadores, están destinados a ser reducidos arbitrariamente a vicisitudes individualistas, como ya vimos. Esto se hace a pesar del hecho de que no es posible hacer inteligible el funcionamiento del orden social establecido simplemente en términos de las interacciones de los «individuos genéricos» conceptualizados arbitrariamente, sin que importe su número, en lugar de describir adecuadamente las mediaciones reales sumamente complicadas y multidimensionalmente conflictivas a través de las cuales los individuos sociales se relacionan con su propia clase y con la clase del adversario histórico. El tendencioso fracaso en captar la mediación social antagónica de esa manera, puesto que no puede ser llevada a un acuerdo con la perspectiva del capital, no solamente niega la inteligibilidad del proceso histórico en su conjunto114. Borra al mismo tiempo el margen de intervención significativa de los individuos sociales —independientemente del lado de la divisoria social en que se encuentren— en el proceso histórico que se desarrolla contradictoriamente, a despecho de la profesada ideología de «Libertad». Porque resulta imposible hacer siquiera mínimamente inteligible el proceso histórico sin concederle su debido peso a la participación más activa de los individuos sociales, en contraposición a los individuos interesados en sí mismos aislados y arbitrariamente conceptualizados. Asumir que los ficticios «individuos genéricos» están dotados de la «naturaleza humana egoísta» no ofrece ninguna solución al respecto. En el caso de Hegel encontramos que —invirtiendo el orden causal real— él describe mistificadoramente la determinación vital de ser interesados en sí mismos/egoístas como si emanase directamente de los propios individuos, aunque en realidad sea inmanente al fundamento ontológico insuperable del capital. Dicho fundamento ontológico constituido históricamente en realidad les fue impuesto a los individuos que no tenían más opción que operar dentro del marco del orden metabólico social establecido. En consecuencia, los individuos tenían que interiorizar el imperativo autoexpansionista objetivo del sistema —sin el cual ese sistema como tal es imposible que sobreviva— como si naciese del núcleo más íntimo de sus propios objetivos y propósitos personales determinados por naturaleza. De ese modo Hegel fue capaz no sólo de ofrecer un dualismo filosóficamente absolutizado del orden social del capital (su «sociedad civil» y su

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«estado político ético»), sino también de glorificar el desarrollo histórico correspondiente a la pretendida «realización de la libertad», en sintonía total con el designio último del Espíritu Mundial.

MIENTRAS más nos aproximamos a nuestro propio tiempo más difíciles se vuelven esos problemas. Contra el innegable trasfondo de dos devastadoras guerras mundiales en el siglo XX, así como de incontables levantamientos sociales ocurridos en escala masiva —que no debieron haber sucedido en absoluto si hubiese algún contenido real en los cuentos de hadas de la «mano escondida» universalmente benevolente, y en la proyección hegeliana igualmente fantasiosa de la reciprocidad plena y el «disfrute universal» producido por la «mediación de lo particular personalista a través de los universal»— los postulados de «la unidad y la universalidad» siguen siendo renovados constantemente en la vertiente principal de la teoría burguesa, y con crecientes dosis de cinismo e hipocresía. Ahora la saga idílica habla del «capitalismo del pueblo» y de «soberanía del consumidor individual» (que ejercerían las amas de casa capitalistamente consecuentes que «van de compras» en supermercados más o menos idénticos), por no mencionar las palabras eternamente repetidas «Libertad» y «Democracia» dentro del discurso político. Y como coronación de tantas bendiciones, se nos promete continuamente la unidad y la universalidad definitivas de la globalización completada a cabalidad, luego de lo cual, con absoluta certeza, cada individuo particular vivirá en la mayor felicidad. El problema está, sin embargo, en que nuestra realidad social e histórica no podría ser más perturbadoramente diferente. Porque hemos llegado a una etapa del desarrollo del sistema del capital en la que —debido a la economía atolondrada y el despilfarro de las prácticas productivas del sistema establecido, que visiblemente socavan las condiciones de vida en este planeta, aunados a las aventuras militares genocidas emprendidas por las «democracias» más poderosas en nombre de la «libertad», sin indicación alguna de lo lejos hasta donde pueden llegar a escalar todavía— la destrucción de la humanidad está en el horizonte, a menos que en el futuro previsible pueda prevalecer un cambio estructural radical.

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Cuando la «mano invisible», que nada tiene de disposición a la equidad, encontró su adversario organizado en el movimiento de la clase trabajadora, las personificaciones del capital tuvieron que reconocer de alguna forma los conflictos socioeconómicos en desenvolvimiento. Pero sólo a fin de enfrentarlos por varios medios, en el proclamado interés de crear la «unidad» entre los bandos en contienda. Uno de los enfoques propugnados, teorizado e instituido por Frederic Winslow Taylor, reclamaba para sí el estatus de «administración científica». Su principio básico lo formuló Taylor de esta manera: la gran revolución que tiene lugar en la actitud mental de los dos partidos bajo la administración científica es que ambos bandos han quitado su vista de la división del excedente como la materia de máxima importancia, y juntos han vuelto su atención hacia el incremento del volumen del excedente hasta que ese excedente se haya hecho tan grande que ya sea innecesario pelearse acerca de cómo será dividido115.

Taylor también propagandizaba en su utopía empresarial «la sustitución de la contienda y la rivalidad por la sana cooperación de hermanos»116. Pero es así como caracterizaba (y también trataba) al «hermano» empleado en su fábrica: Ahora bien, uno de los primeros requisitos para que un hombre sea apto para manipular lingotes de hierro como oficio permanente, es ser lo bastante estúpido y cachazudo como para parecerse en su esquema mental más a un buey que a otra cosa (…) Es tan estúpido que la palabra «porcentaje» no significa nada para él117.

En verdad, la parte realmente «estúpida» —o más bien capitalistamente ciega— en esa relación eran Taylor y los de su calaña. Porque las personificaciones del capital ni siquiera pudieron comenzar a entender que el problema real no era la cuantía del excedente por repartir —que sólo podría importar temporalmente, porque hasta la producción societal más espectacularmente incrementada puede ser malgastada por la economía irresponsable y la destrucción militarista, como demasiado bien lo sabemos en nuestra sociedad— sino quién distribuye el producto social total y con qué fines.

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En los idílicos cuentos de hadas del pasado en los que se suponía que todo era manejado de la mejor manera posible por las varias concepciones de la «mano invisible», produciendo no sólo riqueza siempre en aumento sino también «unidad» y «universalidad», sin olvidar el «disfrute universal» para todos los individuos, no era posible que surgiesen las preguntas «¿quién?» y «¿con qué fin?». Porque se decía que todo sería arreglado idealmente y para siempre por la suposición apriorística de la tan misteriosa autoridad directriz misma, bien bajo el nombre de la «mano misteriosa» o de la «astucia de la razón». Pero incluso después del desvanecimiento de la esperanza asociada con la transubstanciación original del proceso de la reproducción social real, cuando los antagonismos de clase salieron abruptamente a la luz, las personificaciones empresariales del capital y sus apologistas ideológicos no podían ofrecer otra cosa que el nuevo cuento de hadas de remediarlo todo gracias al descubrimiento autoiluminador, por parte de los bandos en contienda, de que cuando sustituyan al antagonismo y la rivalidad por la cooperación amistosa y la colaboración mutua, serán capaces de hacer que el excedente resulte tan enormemente mayor de lo que era en el pasado, que habrá amplia capacidad para un gran aumento de los salarios de los trabajadores y un incremento igualmente grande en las ganancias del fabricante118.

Desde entonces nada ha cambiado al respecto. Hasta el «Estado de bienestar» fue teorizado —e instituido en una minúscula fracción del mundo— sobre la misma base, sin ninguna garantía para el futuro. Porque incluso en esos pocos países el Estado de bienestar sólo fue instituido coyunturalmente, retirando las mejoras relativas en el estándar de vida de las clases trabajadoras hasta un grado alarmante bajo el impacto de la crisis estructural del capital.

UNO de los principales apologistas del capital en el período de la segunda posguerra mundial, Raymond Aron, no vaciló en postular la realización del «universalismo occidental», desoyendo despectivamente al mismo tiempo a todos los que seguían expresando su preocupación crítica por la atroz desigualdad que dominaba a la inmensa mayoría de la humanidad como «megalomanía, antinorteamericanismo, el “progresismo” político 266

típico de los intelectuales latinoamericanos, sea a orillas del Sena, o La Habana, o Río de Janeiro»119. También decretó perentoriamente que «en la era de la sociedad industrial no hay contradicción entre el interés de los países subdesarrollados y los de los países avanzados»120. No es de extrañar, entonces, que no pueda ver nada de malo en la manera como el imperialismo de la posguerra rearticuló su modo de dominación. Lo idealizó diciendo que «una sociedad universal está empezando a nacer (…) El Occidente está muriendo como “cultura” por separado, pero tiene un futuro como el centro de una sociedad universal»121. Ningún argumento racional podría alterar este tipo de actitud —abiertamente apologética y autocomplaciente— hacia el orden establecido. Aron defendió ardientemente la perspectiva «atlanticista» que sería impuesta bajo la dominación militar norteamericana122, haciéndola equivaler a la forma final del «universalismo». Su concepto de «unificación» era igual de convincente. Viéndola desde el «centro de una sociedad universal», desde la perspectiva del capital, no podía ver ninguna dificultad en ella, ya que en su visión no había ninguna contradicción entre el interés de los países subdesarrollados y el de los países avanzados. Por consiguiente, todos aquellos que tuviesen la temeridad de expresar su disentimiento tenían que ser condenados categóricamente como «intelectuales megalómanos antinorteamericanos». Es así como los principios alguna vez genuinos del liberalismo se convirtieron hace ya varias décadas en los artículo de fe farisaicos del neoliberalismo agresivo. Y a partir de ese momento no se ha ahorrado en intentos de actualizarlos con el mismo espíritu. Naturalmente, los graves problemas de nuestro mundo realmente existente no desaparecen gracias a los postulados cada vez más vacíos de «unidad» y «universalidad». Su carencia de substancia teórica no significa que sea imposible convertirlos en los principios orientadores prácticos del peligroso aventurerismo neoliberal. Especialmente cuando los inmensos intereses creados del complejo militar industrial —glorificado por Raymond Aron (como lo vimos en una nota al pie del párrafo anterior)— lo respaldan en todas las formas posibles, gracias a su influencia indisputada también en el campo cultural. Está sucediendo hoy mucho más allá de las fronteras del «pacto del Atlántico» original —definido en términos defensivos explícitos— que tenía que ser, y lo fue, redefinido 267

para el propósito de la intervención militar agresiva en todo el mundo. Al mismo tiempo la insolubilidad crónica de los problemas que deberían ser afrontados positivamente, en lugar de contemporizados destructivamente, acarrea el peligro de que a la humanidad se le vaya de las manos el control de las condiciones de su supervivencia.

ASÍ, la necesidad de hallarles soluciones históricamente viables a los problemas de nuestro orden social antagónico nunca ha sido más perentoria. Como sabemos, bajo las circunstancias normalmente prevalecientes del orden social del capital se logra la «unificación», aunque sólo en grado limitado, a través del propio proceso de la reproducción material. Las relaciones de poder potencialmente destructivas son contenidas y manejadas exitosamente en él —más o menos por fuerza de la inercia, pues los riesgos mismos por lo general no implican la cuestión del cambio radical— gracias a la mediación conflictual/adversarial de sus asuntos por parte de las clases en contienda. Es eso lo que crea la ilusión de que la forma acostumbrada de adversariedad puede ser mantenida permanentemente como la modalidad dominante del proceso de la reproducción societal. El concepto de mediación conflictiva es subsumido de esa manera bajo la idea de equilibrio, y es proyectado ilusamente hacia el futuro. Se ignora lastimosamente que aunque prevalezca la apariencia de un equilibrio, realmente actúa bajo el impacto causal de las relaciones de poder materiales y políticas establecidas, que favorecen al orden dominante, y no por sí misma. Ello es así sin importar cuán complejo pueda ser el mecanismo de balance institucionalizado. Lo que siempre se omite en el razonamiento más o menos cínico en elogio del «equilibrio» exitoso, es precisamente la naturaleza del conflicto —sea éste coyuntural o estructural— y la medición de los riesgos implicados. En nuestro tiempo, en vista de la crisis estructural del sistema del capital en su totalidad, el conflicto es estructural y no coyuntural. Al mismo tiempo, la medición de los riesgos implicados no podría ser mayor. Porque, no obstante todo el esfuerzo puesto en ocultar las contradicciones debajo de la alfombra del refrán, el despilfarro y la destrucción son visibles por doquiera en nuestro tiempo. Por lo tanto, tan sólo la institución 268

y consolidación históricamente viable de la alternativa hegemónica al orden reproductivo social del capital, cada vez más destructivo, puede brindar una salida de nuestra crisis estructural cada vez más profunda. Los postulados abstractos de unidad y universalidad no nos conducen en absoluto a ninguna parte. Ni siquiera cuando son formulados al nivel más alto de la generalización filosófica, como lo vimos en la obra de Hegel. El desafío sigue siendo la elaboración de mediaciones materiales y culturales socialmente viables, y no ya las adversariales impuestas implacablemente a las clases subordinadas. Es decir, la solución de nuestros problemas requiere de la institución de formas diferentes de mediación a través de las cuales podamos remitir permanentemente al pasado la práctica hoy dominante de la economía irresponsable, con su impacto fatalmente negativo sobre la naturaleza, y la tendencia a la escalada de la destrucción militarista. Pero, por supuesto, todo ello es sinónimo de la reestructuración radical de nuestro orden social establecido —de acuerdo con un diseño humano escogido a conciencia y seguido con energía que sea—, lograda en un futuro no demasiado distante, en el transcurso de nuestro ineludible período de transición histórica. Sin una revisión radical de las premisas prácticas del orden social del capital no es factible ninguna alternativa históricamente sustentable. La característica fundamental de la forma de mediación material e ideológica prevaleciente por largo tiempo en nuestro proceso de reproducción societal, es la dominación estrictamente jerárquica y estructuralmente impuesta de la inmensa mayoría del pueblo, que se corresponde con la sola y únicamente concebible premisa operacional del orden establecido, en el cual las funciones de dirección tienen que serle asignadas del modo más autoritario —a pesar de toda la retórica en torno a la «democracia» y la «libertad»— a las personificaciones del capital. Porque el sistema del capital no se podría sostener ni siquiera por corto tiempo de ninguna otra manera. La necesaria alternativa hegemónica al orden dominante, por el contrario, no podría realizar sus objetivos sin la elaboración e institución exitosas de un modo de mediación material y cultural significativamente democrático y totalmente cooperativo. Esa forma —cualitativamente diferente— de mediación no adversarial sólo puede ser orientada por los intercambios productivos y distributivos, organizados comunalmente, 269

de los individuos sociales entre ellos mismos. En otras palabras, un sistema con un modo de reproducción societal «directamente social» y no «post festum social»123 en el cual, en vez modo de división social jerárquica del trabajo hoy dominante, prevalezcan la organización y la coordinación racional de las actividades productivas, administradas a conciencia por los productores libremente asociados sobre la base de su igualdad sustantiva. Los importantes aspectos metodológicos de la prosecución de dicho diseño serán explorados en el capítulo final.

NOTAS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21.

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Edmund Husserl, Cartesian Meditations, Martinus Nijhoff, La Haya, 1969, p. 155. Idem. Ibíd., p. 35. Ibíd., p. 136. Ibíd., p. 150. Ibíd. [«appresented», en el sentido de presentado al «Yo mediador» como cierta clase de prueba o evidencia]. Ibíd., pp. 156-157. Ibíd., p. 155. G.W.F. Hegel, Science of Logic, George Allen and Unwin, Londres, 1929, Vol. 2, p. 484. E. Husserl, Cartesian Meditations, ob. cit., p. 150. Henrik Ibsen, Peer Gynt, trad. al inglés de Peter Watts, Penguin Books, 1966, p. 206. Ibíd., p. 106. Ibíd., p. 201 Ibíd., p. 106. Ibíd., p. 191. Ibíd., p. 222. Ibíd., p 223 E. Husserl, ob. cit., p. 139. Ibíd. Ibíd., p. 155. Ibíd., p. 156. Las cursivas son de Husserl.

22. «Philosophy and the Crisis of European Man», in Edmund Husserl, Phenomenology and the Crisis of Philosophy, Harper & Row, Nueva York, 1965, p. 168. 23. Ibíd., p. 178. 24. Ibíd., p. 192. 25. Se les estudia brevemente en los capítulos 3 y 4. Para un análisis más detallado de este problema, junto con el tema estrechamente relacionado de las mediaciones de primer orden, ver el Capítulo 4 de mi libro Más allá del capital. 26. G.W.F. Hegel, Science of Logic, Vol. 2, p. 484. 27. Ibíd. 28. Ibíd., p. 485. 29. G.W.F. Hegel, The Philosophy of History, p. 452. 30. Ibíd. 31. G.W.F. Hegel, The Philosophy of Right, p. 10. 32. Ibíd., p. 11. 33. Ibíd., p. 12. 34. Giambattista Vico, The New Science, Cornell University Press, Ithaca, 1970, p. 52. 35. Ibíd., p. 65. 36. G.W.F. Hegel, Philosophy of Mind, Clarenden Press, Oxford, 1971, p. 64. 37. Jean-Jacques Rousseau, «A Discourse on Political Economy», en J.-J. Rousseau, The Social Contract y Discourses, Dent & Sons, Londres, 1958, p. 236. 38. Ibíd. 39. Ibíd., pp. 236-237. 40. Ibíd., p. 237. 41. J.-J.Rousseau, «The Social Contract», en ob. cit., p. 36. 42. En el estudio de Hegel acerca de «las edades del hombre». 43. Nota de T. M. Knox en G.W.F. Hegel, Philosophy of Right, p. 376. 44. G.W.F. Hegel, Philosophy of Mind, p. 64. 45. Ibíd., p. 55. 46. Ibíd., p. 56. 47. Ibíd., p. 62. 48. Ibíd. 49. Ibíd., p. 63. 50. Ibíd., pp. 62-63. 51. En el contexto de la postulación de la «segunda alienación» (es decir, la «supresión» ficticia) de su existencia alienada como pobre en la experiencia religiosa sufrida en la catedral, donde sus condiciones de alienación reales se supone desaparecerán como una nubecilla en el lejano horizonte en el que él es «un igual entre los príncipes» ante los ojos de Dios. Ver G.W.F. Hegel, Jenenser Realphilosophie, Leipzig, 1931, vol. 2, p. 267.

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52. Immanuel Kant, «Idea for a Universal History with Cosmopolitan Intent», en Carl J. Friedrich (ed.), Immanuel Kant’s Moral and Political Writings, Random House, Nueva York, 1949, p. 120. 53. Ibíd., p. 123. 54. G.W.F. Hegel, Philosophy of Mind, p. 55. 55. Ibíd., p. 62. 56. Ibíd. p. 55. 57. Ibíd., p. 64. 58. Ibíd. 59. G.W.F. Hegel, Philosophy of Right, pp. 12-13. 60. E. Husserl, Cartesian Meditations, p. 6. 61. Ibíd., pp. 4-6. 62. Ibíd., pp. 24-25. 63. Ibíd., p. 4. 64. Ibíd., p. 157. 65. Jean-Paul Sartre, Being and Nothingness, Methuen & Co., Londres, 1969, p. 235. 66. Jean-Paul Sartre, The Problem of Method, Methuen & Co., Londres, 1963, p. 5. 67. Jean-Paul Sartre, Critique of Dialectical Reason, NLB, Londres, 1976, p. 35. 68. Sartre, Being and Nothingness, ob. cit., p. 429. 69. Ibíd., pp. 422-429. 70. De qué manera intenta Sartre ir más allá de la visión histórica de El ser y la nada, y hasta qué grado lo logra en su Crítica de la razón dialéctica, lo estudio con cierta extensión en mi próximo libro, que será acompañante del presente, titulado La dialéctica de la estructura y la historia. 71. Ver los libros de publicación póstuma de Lukács, Heidelberger Philosophie der Kunst (1912-1914), y Heidelberger Aesthetik (1916-1918), editados por György Márkus y Frank Benseler, Luchterhand Verlag, Darmstadt & Neuwied, 1974. 72. Georg Lukács, «Royal Highness», en Essays on Thomas Mann, Merlin Press, Londres, pp. 135-137. 73. Georg Lukács, Soul and Form, Merlin Press, Londres, 1974, p. 1. 74. Georg Lukács, «The Foundering of Form Against Life», en Soul and Form, p. 32. 75. Georg Lukács, Soul and Form, p. 17. 76. Ibíd., p. 93 77. Ibíd., p. 162. 78. Ibíd., pp. 167-168. 79. Ibíd., p. 171. 80. Ibíd., p. 160. 81. Ibíd., p. 190. 82. Ibíd., pp. 173-174.

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83. Georg Lukács, The Theory of the Novel, Merlin Press, Londres, 1971, p. 12. 84. Ibíd., p. 20. 85. Ibíd., p. 21. 86. «Moses Hess und die Probleme der idealistischen Dialektik», in Georg Lukács: Schriften zur Ideologie und Politik, Hermann Luchterhand Verlag, Neuwied y Berlin, 1967, p. 268. 87. El joven Lukács llamaba a sus propios ensayos «poemas intelectuales», citando con carácter aprobatorio en ese sentido a su antecesor Schlegel, que había empleado antes esa caracterización con referencia a la obra de Tiberius Hemsterhuys. Ver Soul and Form, p. 18. 88. Georg Lukács, «Esztétikai kultúra» [Cultura estética], en Renaissance, 1910. 89. G.W.F. Hegel, The Philosophy of History, p. 457. 90. Georg Lukács, Die Eigenart des Aesthetischen, vol. 2, p. 837. 91. Ibíd., vol. 2, p. 831. 92. G.W.F. Hegel, Philosophy of History, p. 438. 93. Ibíd., pp. 108-109 94. Ibíd., p. 109. 95. Ibíd., pp. 109-110. 96. Ibíd., p. 110. 97. Ibíd., p. 452. 98. En la página 456 de su Filosofía de la historia Hegel describe lo que él considera la apropiada participación del monarca en los asuntos del Estado, que en su totalidad se correspondía con la práctica de Federico. Lo expone así: «El gobierno descansa en el mundo oficial, y la decisión personal del monarca constituye su culminación; porque como ya señalamos, resulta absolutamente necesaria una decisión final. Mas con leyes firmemente establecidas, y una organización del Estado estable, lo que queda para el único arbitrio del monarca es, en lo sustancial, de poca monta. Constituye ciertamente una circunstancia muy afortunada para una nación el que le caiga en suerte un soberano de carácter noble; pero en un gran Estado hasta eso deja de ser de primordial importancia, ya que su fuerza radica en la Razón que se ha incorporado». 99. Ibíd., p. 39. 100. Ibíd., p. 452. 101. Ibíd., p. 16. 102. Ibíd., p. 17. 103. Ibíd., p. 452. 104. Ibíd., p. 9. 105. Ibíd., p. 15. 106. Ibíd., pp. 15-16. 107. Ibíd., p. 449.

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108. Ibíd., p. 456. 109. Como lo vimos en la cita tomada de la página 15 de la Filosofía de la historia de Hegel. 110. Ibíd., p. 79. 111. Ver G.W.F. Hegel, Philosophy of Right, pp. 126-130. De manera característica, la exclusión del «hombre necesitado» de los privilegios que la propiedad privada les confiere a sus poseedores es justificada sobre la base de que «la propiedad es la encarnación de la libre voluntad de los demás». Ibíd., p. 128. 112. Ibíd., pp. 129-130. 113. Ibíd., p. 130. 114. Naturalmente, una vez que se puede describir al mundo como el «eterno presente» del orden social del capital, ya no hay necesidad de hacer inteligible el proceso histórico como abierto hacia el futuro. 115. F. W. Taylor, Scientific Management, Harper and Row, 1947, p. 29. 116. Ibíd., p. 30. 117. Ibíd., p. 60. 118. Ibíd., p. 29. 119. Raymond Aron, The Industrial Society: Three Essays on Ideology and Development, Nueva York, 1967, p. 40. 120. Ibíd., p. 24. 121. Ibíd., p. 74. 122. Trató de justificar de esta manera su «universalismo»: «El presupuesto de defensa norteamericano representa el 75% del gasto militar total de la alianza del Atlántico (…) En nuestro siglo, un Estado nación de segunda categoría no constituye un marco adecuado para la expresión humana cabal». R. Aron, «The end of the ideology age?», en Chaim I. Waxman (ed.), The End of Ideology Debate, Simon and Schuster, Nueva York, 1968, p. 29. 123. Ver Carlos Marx, Grundrisse, pp. 170-172.

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CAPÍTULO 8 EL MÉTODO EN UNA ÉPOCA DE TRANSICIÓN HISTÓRICA

LA REORIENTACIÓN MARXIANA DEL MÉTODO EL muy conocido «Prefacio» de Marx a su Contribución a la crítica de la economía política (1859) resulta sumamente pertinente en nuestro contexto presente. Plantea dos proposiciones igualmente importantes. Primero, que el orden metabólico social del capital, establecido desde hace mucho tiempo, constituye la última forma de reproducción social antagónica en la historia humana; y, segundo, que las condiciones materiales para superar el antagonismo estructural del orden socioeconómico hoy dominante han sido ellas mismas creadas dentro del marco de la sociedad burguesa establecida. Éstas son sus palabras: El modo de producción burgués constituye la última forma antagónica del proceso social de producción —antagónica no en el sentido de antagonismo individual, sino de un antagonismo que emana de las condiciones sociales de existencia de los individuos—, pero las fuerzas productivas que se desarrollan dentro de la sociedad burguesa crean también las condiciones materiales para una solución de ese antagonismo1.

La primera proposición es importante porque el antagonismo capital/ trabajo constituye un antagonismo de clase fundamental, que somete a la inmensa mayoría de la sociedad a la dominación estructural jerárquica del capital. Es una relación de dominación y subordinación irreformable que no puede ser reproducida sustentablemente en una sociedad futura invirtiendo los papeles de la vasta mayoría dominada y la pequeña minoría dominante. Porque esta última sería absolutamente incapaz de reproducir por sí sola las condiciones primarias de la existencia ni siquiera para sí misma, por no hablar de la totalidad de la sociedad.

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En lo tocante a la relevancia vital de la segunda proposición, es necesario recordar que sin un nivel avanzado de actividad productiva tal que resulte plenamente adecuado para satisfacer las necesidades genuinas de la totalidad de los individuos sociales —en contraste con la distribución altamente discriminatoria del producto social a favor de una ínfima minoría en el pasado—, los conflictos y antagonismos se volverán a iniciar una y otra vez2. Por eso Marx insiste en la misma página del «Prefacio» a su Contribución a la crítica de la economía política citado en que Ningún orden social es destruido jamás antes de que todas las fuerzas productivas que tienen cabida en él se hayan desarrollado, y nunca las nuevas relaciones superiores de producción reemplazan a las antiguas antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro del marco de la vieja sociedad. Así, la humanidad inevitablemente se plantea sólo aquellas tareas que está en capacidad de cumplir, dado que si se miran bien las cosas, siempre se verá que el problema mismo surge sólo cuando las condiciones materiales para su solución están ya presentes o al menos en vías de formación3.

En este punto hacen falta dos comentarios, no solamente para evitar malos entendidos, sino además para contrarrestar alguna fácil hostilidad. El primero es que Marx habla sólo de la creación de las condiciones materiales necesarias dentro del marco de la vieja sociedad y repite la expresión varias veces en un corto pasaje. Está bien consciente de la necesidad de desarrollar apropiadamente las condiciones políticas y culturales/teóricas —al igual que las educativas en curso— que representan un gran desafío para el futuro. Por eso subraya, en abierto contraste con el socialismo utópico, como el de la posición de Richard Owen —quien «divide la sociedad en dos partes [los educadores y los educados], una de las cuales resulta socialmente superior»—, que «el propio educador tiene que ser educado»4. Y hace referencia también a la ineludible tarea histórica de «la producción en escala masiva de una conciencia comunista», que significa «la conciencia de la necesidad de una revolución fundamental»5. En otras palabras, para el cumplimiento cabal de la tarea histórica se requiere del cumplimiento de una empresa política, teórica y educativa revolucionaria a la que el propio Marx le dedicó su vida entera, precisamente porque no se puede esperar que esas dimensiones del desafío histórico en cuestión sean resueltas por los procesos materiales espontáneos de la vieja sociedad. 276

El segundo comentario que debemos agregar acá atañe a la gravedad y urgencia de los problemas que tenemos que encarar bajo las presentes condiciones históricas del orden antagónico del capital. Porque en ese respecto las décadas de desarrollo que siguieron a la Segunda Guerra Mundial han hecho que la situación sea hoy incomparablemente más grave de lo que era cuando Marx vivía. Sin duda él subrayó ya en 1845 que, debido a los antagonismos alienantes del modo de control sociorreproductivo del capital, «en el desarrollo de las fuerzas productivas llega una etapa en la cual las fuerzas productivas y los medios de intercambio son llevados a una situación en la que, bajo las condiciones existentes, sólo ocasionan daño, y ya no son fuerzas productivas sino destructivas»6. Y, anticipándose al significado de la famosa advertencia de Rosa Luxemburgo, «socialismo o barbarie», Marx insistía también en la misma obra en que «las cosas llegan ahora a una situación en la que los individuos tienen que apropiarse de la totalidad de las fuerzas productivas existentes, no sólo para realizar sus propias actividades sino también simplemente para salvaguardar su existencia misma»7. Sin embargo, lo que en 1840 era una posibilidad un tanto remota incluso en términos tecnológicos militares, hoy día constituye una innegable realidad pavorosa. Porque desde los tiempos en que Marx escribió las líneas antes citadas, la humanidad ha tenido que confrontar no sólo las inclemencias de dos guerras mundiales devastadoras, junto con una multiplicidad de conflagraciones militares menos globales pero altamente destructivas —incluidas la guerra de Vietnam y la intervención genocida que hoy lleva a cabo en el Medio Oriente la potencia imperialista avasalladoramente dominante—, sino además la perspectiva de una potencial aniquilación de la vida sobre la faz de la tierra mediante las armas nucleares, químicas y biológicas de destrucción en masa, listas para ser activadas con la mayor facilidad. Y si no bastase con todo eso, las prácticas productivas impuestas por doquiera de la producción destructiva del capital ya están empeñadas activamente en infligirle un daño irreversible a la naturaleza misma, minando así las condiciones elementales de la existencia de la humanidad. Así, mientras por una parte en el pasado jamás se le dio al potencial productivo un uso siquiera aproximadamente positivo en principio; por la otra la realidad destructiva de los desarrollos en marcha —tanto

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en el plano militar como en el sociorreproductivo— no sólo contrarresta sino además sobrepasa en mucho a las fuerzas productivas de la humanidad, hasta el punto de una destrucción potencialmente total, bajo el control de las personificaciones del capital empeñadas en ello. Porque destruir es mucho más fácil que construir. Es eso lo que hoy modifica inevitablemente la frase antes citada de Marx según la cual «la humanidad se plantea sólo aquellas cosas que está en capacidad de resolver».

COMO lo mencionamos en los últimos párrafos del capítulo anterior, bajo las presentes condiciones de la cada vez más profunda crisis estructural del sistema del capital, la elaboración de una vía cualitativamente distinta, no antagónica, de mediar el metabolismo social constituye la condición vital del futuro éxito. En concordancia, la necesaria preocupación por las cuestiones del método apropiado para manejar los graves problemas y dificultades de nuestra época histórica de transición, guarda estrecha relación con ese aspecto. Hay que concederle la debida importancia a ese requerimiento mediador relativamente nuevo. Porque resulta comprobadamente imposible elaborar en el futuro previsible un modo no antagónico de mediar la relación entre la humanidad y la naturaleza, así como la de los individuos entre sí, lo cual empaña la factibilidad de instituir un genuino orden reproductivo socialista. En ese respecto, el punto de partida obligado para la reorientación del método heredado del pasado es someter a una crítica radical la modalidad establecida de la mediación sociorreproductiva bajo el dominio del capital. Ese aspecto se puede compendiar en cuanto a la diferencia fundamental entre las mediaciones de primer y de segundo orden. Estas últimas, tal y como las conocemos, son irredimiblemente mediaciones antagónicas y constituyen un sistema de control metabólico social que debe ser superado de un todo, como «sistema orgánico» maligno, y reemplazado por su alternativa hegemónica, constituida y consolidada, repetimos, como un sistema orgánico históricamente viable y enteramente cooperativo. La teoría de la alienación de Marx8, como el marco explicatorio de las mediaciones de segundo orden antagónicas del capital, se interesa profundamente en esos problemas. Sus primeros diagnósticos y soluciones están articulados

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en su sistema in statu nascendi, escrito por él en París y publicado póstumamente bajo el título Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. El contraste entre las mediaciones de primer y de segundo orden resulta absolutamente impactante. Las mediaciones primarias esenciales requeridas estructuralmente para todas las formas de reproducción social factibles son: • la necesaria regulación, más o menos espontánea, de la actividad reproductiva biológica y del tamaño de la población sustentable, en conjunción con los recursos disponibles; • la regulación del proceso del trabajo, mediante la cual el necesario intercambio de una comunidad dada con la naturaleza esté en capacidad de producir los bienes necesarios para la gratificación humana, así como de los utensilios de trabajo apropiados, las empresas productivas y el conocimiento mediante los cuales el proceso reproductivo mismo pueda mantenerse y ser mejorado; • el establecimiento de relaciones de intercambio apropiadas, bajo las cuales las necesidades cambiantes de los seres humanos se puedan vincular, con el propósito de optimizar los recursos naturales y productivos —incluidos los culturalmente productivos— disponibles. • la organización, coordinación y control de la multiplicidad de actividades mediante las cuales se puedan asegurar y salvaguardar los requerimientos materiales y culturales del exitoso proceso de reproducción metabólica social de las comunidades humanas progresivamente más complejas; • la distribución racional de los recursos materiales y humanos disponibles, combatiendo la tiranía de la escasez mediante la utilización económica (en el sentido de economización) de los modos y medios de reproducción de una sociedad dada, tanto como resulte factible sobre la base del nivel de productividad alcanzado, y dentro de los límites de las estructuras socioeconómicas establecidas; y • la promulgación y manejo de las normas y regulaciones de la sociedad establecida como un todo, en conjunción con las demás funciones mediadoras y determinaciones primarias.

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Como podemos ver, ninguno de esos imperativos mediadores primarios pide por y en sí mismo el establecimiento de jerarquías estructurales de dominación y subordinación como el marco necesario de la reproducción metabólica social. En contraste total, las mediaciones de segundo orden del sistema del capital no pueden ser más diferentes en carácter. Se pueden resumir de la manera siguiente: • la familia nuclear, articulada como un «microcosmo» de la sociedad que, además de su papel en la reproducción de la especie, toma parte en todas las relaciones reproductivas del «macrocosmo», incluida la necesaria mediación de las leyes del Estado para todos los individuos, necesaria por lo tanto también para la reproducción del Estado; • los medios de producción alienados y sus «personificaciones», a través de los cuales el capital adquiere «voluntad férrea» y forma conciencia, con el estricto mandato de imponernos a todos la conformidad con los requerimientos objetivos deshumanizadores del orden metabólico social establecido; • el dinero asumiendo una multiplicidad de formas mistificadoras y cada vez más dominantes en el transcurso del desarrollo histórico, hasta llegar a la llave estranguladora global en que se ha convertido hoy el sistema monetario internacional; • los objetivos de producción fetichistas, que someten de una u otra forma la satisfacción de las necesidades humanas (y la correspondiente provisión de los valores de uso) a los ciegos imperativos de la expansión y acumulación del capital; • el trabajo estructuralmente divorciado de la posibilidad de control, tanto en las sociedades capitalistas, donde tiene que funcionar como trabajo asalariado coaccionado y explotado por la compulsión económica, como también bajo el dominio poscapitalista del capital sobre la fuerza laboral dominada políticamente; • las variedades de formación del Estado del capital en su escenario global, en el que aquéllas se confrontan unas a otras (a veces incluso con los medios más violentos, arrastrando a la humanidad al borde de la autodestrucción), como Estados nacionales orientados hacia sí mismos; y

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• el mercado mundial incontrolado, dentro de cuyo marco los participantes, protegidos por sus respectivos Estados nacionales hasta donde lo permitan las relaciones de poder prevalecientes, tienen que amoldarse a las precarias condiciones de la coexistencia económica, mientras se las ingenian para procurar para sí la mayor ventaja posible, ganándoles de mano a sus competidores y sembrando así inevitablemente las semillas de conflictos cada vez más destructivos. En relación con la manera como están vinculados todos esos constituyentes del modo de control metabólico social, no podemos más que hablar de un círculo vicioso. Porque las mediaciones de segundo orden particulares se sostienen recíprocamente unas a otras, haciendo imposible contrarrestar la fuerza alienante y paralizadora de cualquiera de ellas tomada aisladamente, mientras se deja intacto el poder inmensamente regenerador del sistema como totalidad. Sobre la base de la dolorosa evidencia histórica, la desconcertante verdad del asunto es que el sistema del capital logra imponerse —mediante las interconexiones estructurales de sus partes constituyentes— sobre los esfuerzos emancipadores parciales que apunten a blancos específicos limitados. En consecuencia, lo que tenía que haber sido enfrentado y vencido por los adversarios del orden establecido de reproducción metabólica social, incorregiblemente discriminatorio, no era nada más la fuerza positivamente autosustentadora de la extracción de plustrabajo, sino también el poder devastadoramente negativo —la inercia aparentemente anuladora— de sus vinculaciones circulares9.

LA concepción que prevé la superación de las mediaciones de segundo orden antagónicas del capital, resulta inseparable de una revaloración radical del contraste metodológicamente primordial entre el punto de vista de la filosofía heredado de la típica caracterización burguesa del orden social y el punto de vista cualitativamente diferente planteado por el propio Marx. Al formularlo en la décima de sus «Tesis sobre Feuerbach», Marx insistió en que «El punto de vista del antiguo materialismo es el de la sociedad civil; el del nuevo, el de la sociedad humana, o la humanidad social». Al mismo tiempo, el énfasis en la importancia de ese necesario apartarse del punto de vista de la sociedad civil en la reorientación de su

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método por el propio Marx, no podía verse restringido al antiguo tipo de materialismo contrastado en su tesis sobre Feuerbach, en particular en la propugnación que hizo del materialismo. Porque, como es característico, las filosofías idealistas especulativas, incluida la de Hegel —con su postulado de las «individualidades agregativas», de las que se dice hacen valer como individuos sólo interesados en sí mismos los intereses conflictivos, estrictamente individualistas, de cada individuo en particular en contra de todos los demás—, se caracterizan por las mismas limitaciones del punto de vista. Marx lo puso muy en claro en el «Prefacio» de 1859 de su Contribución a la crítica de la economía política subrayando que Mi investigación me condujo a la conclusión de que ni las relaciones legales ni las formas políticas pueden ser comprendidas por sí solas, o sobre la base del llamado desarrollo general de la mente humana, sino que por el contrario tienen su origen en las condiciones materiales de la vida, cuya totalidad Hegel, siguiendo el ejemplo de los pensadores ingleses y franceses del siglo XVIII, resume bajo el término «sociedad civil», y la anatomía de esa sociedad civil hay que buscarla, sin embargo, en la economía política10.

La razón por la cual la adopción del «punto de vista de la sociedad civil» como principio orientador general de la filosofía tenía que ser sometida a una crítica radical era porque al reducir convenientemente las contradicciones sociales antagónicas del orden social establecido a las vicisitudes de los individuos solamente interesados en sí mismos, e hipostatizar así dichas contradicciones como antológicamente insuperables, el orden social jerárquico realmente existente permanecía en principio más allá de la crítica. Podía continuar adelante exactamente como antes con sus actividades reproductivas dentro del marco de sus mediaciones antagónicas —destructivas y en última instancia hasta autodestructivas— de segundo orden. Porque si los problemas reales del antagonismo social son transfigurados de manera individualista y abstraídos arbitrariamente del único escenario en el que podrían ser abordados apropiadamente, a saber, en la llamada «sociedad civil» misma, en la que las «condiciones materiales de vida» los producen y reproducen constantemente, en ese caso la postura metodológica adoptada podría cumplir exitosamente su función ideológica de racionalizar lo existente de manera conciliadora. Por eso Marx recalcaba en nuestra cita anterior que la sociedad burguesa era «antagónica no 282

en el sentido de antagonismo individual, sino de un antagonismo que emana de las condiciones sociales de existencia de los individuos», agregando al mismo tiempo que «las fuerzas productivas que se desarrollan dentro de la sociedad burguesa crean también las condiciones para una solución de ese antagonismo»11. Era ése precisamente el tipo de diagnóstico de los antagonismos realmente existentes, y de su resolución potencial, que debían evitar todos aquellos que abrazaran en sus concepciones del mundo el «punto de vista de la sociedad civil» eternizante. Más aún, ese tipo de tratamiento de la «sociedad civil», adoptado ya por los grandes representantes intelectuales de la burguesía en ascenso, tenía el beneficio agregado para ellos de que al separar la dimensión política englobadora de los problemas de su fundamento material —mediante la abstracción imaginaria del estado de la realidad material de la «sociedad civil»—, ayudaba a crear las condiciones especulativas para la idealización del Estado capitalista mismo. Ese enfoque característico de la separación estructural resultaba doblemente conveniente. Porque lo que podía, al menos en principio, traer resultados en el mundo real —la necesaria confrontación de los antagonismos materiales y políticos en estrecha asociación a medida que se desenvolvían en el campo reproductivo de la «sociedad civil»—, quedaba categóricamente fuera de consideración en vista de la falsa concepción de la sociedad civil como el terreno de la individualidad agregativa estrictamente interesada en sí misma. Y, por igual razón, en el idealizado reino del Estado por separado, en el que los antagonismos materiales de la sociedad no pueden siquiera ser identificados apropiadamente, y mucho menos ser superados adecuadamente, se postulaba de manera arbitraria la solución requerida del solo y único «orden natural» y su incuestionable «racionalidad», excluyendo toda posibilidad de cambiar en lo más mínimo la dominación jerárquica del trabajo, estructuralmente afianzada, por las premisas prácticas inanalizables (y absolutamente inalterables) y los imperativos del sistema del capital. Así, resultaba inconcebible esperar algún remedio de una concepción de los dos «campos» tan artificialmente separados, la llamada «sociedad civil» y el idealizado «Estado ético». El basamento material explotador y opresivo de la sociedad estructuralmente impuesto —en el cual el trabajo viviente estaba separado categóricamente de los medios de producción 283

y por consiguiente divorciado radicalmente del ejercicio de todas las funciones directivas sociales— fue transfigurado característicamente en la igualdad, que se pretendía mutuamente beneficiosa, de contratar libremente a los individuos (sin importar que sólo actuasen en interés propio pero con conflictos personales presuntamente compatibles del todo con la armonía social); y toda la concepción estaba envuelta en las capas de mistificación cosificadas, apropiadas para el funcionamiento material de la inmejorable «sociedad civil», a fin de volverla ideológicamente aceptable. Al mismo tiempo, los procedimientos formales/legales del Estado capitalistamente idealizado —que en la realidad estaba dominado del todo por el poder material necesariamente presupuesto del capital, e imponía hasta las funciones represivas más violentas (en lo interno en contra de su propia fuerza laboral, y en lo externo en forma de guerras contra los demás estados) cada vez que la defensa del orden social establecido así lo requería— no podían siquiera empezar a contemplar algún cambio estructural significativo por cuenta propia. Porque las funciones vitales del Estado han sido articuladas históricamente como la preservación política y militar legal (y también asegurada en las relaciones de clase internas de la sociedad capitalista por la gran variedad de fuerzas policiales) de las estructuras de dominación y subordinación existentes. Fue así como se le hizo posible a Adam Smith, la gran figura de la Ilustración escocesa, idealizar el dominio del capital como «el sistema natural de la libertad y la justicia perfectas»12. Y Hegel tampoco tuvo ninguna dificultad en hallar una caracterización igualmente conciliadora e idealizadora, y a la vez la justificación, del orden establecido, y postuló que «la verdadera conciliación que revela al Estado como la imagen y realidad de la razón se ha hecho objetiva»13. Una vez que las condiciones de funcionamiento real del orden metabólico social del capital han sido definidas de esa manera, mediante la conveniente separación de la «sociedad civil» y el Estado, ya no es posible visualizar ninguna solución en positivo históricamente sustentable como la alternativa hegemónica al modo de reproducción establecido sin poner al descubierto la total insostenibilidad de sus determinaciones antagónicas estructurales. La reorientación del método que hizo Marx estaba dedicada precisamente a ese propósito.

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MARX trataba con sarcasmo a todos los que querían plantear algunas concesiones limitadas y acomodaticias en torno a la forma de la distribución a los consumidores prevaleciente en el orden socioeconómico del capital, mientras se conserva fetichistamente intacto su modo de producción antagónico. Así, escribió que resulta por demás absurdo que John Stuart Mill diga: «Las leyes y condiciones de la producción de riqueza comparten el carácter de verdades físicas. (…) No ocurre así con la distribución de la riqueza. Ella es asunto únicamente de la institución humana»14. Las «leyes y condiciones» de la producción de riqueza y las leyes de la «distribución de la riqueza» son las mismas bajo formas diferentes, y ambas cambian, pasan por los mismos procesos históricos y son por ende tan sólo momentos de un proceso histórico. No hace falta gran poder de penetración para comprender que, por ejemplo, donde el punto de partida sea el trabajo libre o el asalariado surgidos de la disolución de la servidumbre, allí las máquinas sólo podrán erigirse en antítesis del trabajo viviente, en propiedad ajena a éste y en poder hostil en su contra; s decir, se le enfrentarán como capital. Pero resulta igual de fácil percibir que esas máquinas no dejarán de ser instrumentos de producción social cuando, por ejemplo, se conviertan en propiedad de los trabajadores asociados. En el primer caso, sin embargo, su distribución, es decir, el que no le pertenezcan al trabajador, constituye igualmente una condición del modo de producción fundamentado en el trabajo asalariado. En el segundo caso el cambio de la distribución comenzará por un cambio de la fundamentación de la producción, una fundamentación nueva creada por vez primera por el proceso de la historia15.

Naturalmente, la separación y contraposición «por demás absurda» que establece Mill entre la producción y la distribución estaba concebida en interés de eternizar el orden reproductivo establecido en su conjunto, al declarar que su constituyente productivo compartía el carácter de verdades físicas. En consecuencia, Mill no podía más que ofrecer seudoconcepciones vacías también en la propia distribución. Porque en su esquema de cosas, la distribución tenía que permanecer encerrada dentro de las supuestas determinaciones físicamente inalterables de la producción en sí.

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El total fracaso de los intentos que siguieron en el siglo XX, desde las tímidas reformas liberales hasta el programa socialdemócrata de transformación de la sociedad, proclamado a viva voz pero al final abandonado de manera humillante —de acuerdo con la receta del «socialismo evolucionista», que supuestamente sería establecido mediante el método de la «tributación progresiva» instituida dentro del marco del «Estado del bienestar»— confirmó la validez del sarcasmo de Marx. Al mismo tiempo, al ofrecer ferviente esperanza de un modo de distribución significativamente reformado, la dimensión más importante de la manera liberal/socialdemócrata de enfocar los problemas —a través de la separación burdamente antidialéctica de lo que no es posible separar en la propia realidad— significaba que la mediación antagónica del intercambio metabólico social no podía ser concebiblemente alterada como la necesaria premisa práctica de la vida social. Los cambios sólo podían ser proyectados sobre los márgenes y bordes más estrechos. Y eso equivalía a descartar con categórico carácter absoluto cualquier idea de instituir el socialismo como la alternativa hegemónica al orden social del capital históricamente sustentable. Por el contrario, la reorientación radical que hizo Marx del método tenía la intención de hacer factible ese avance vital hacia la «forma histórica nueva». Por esa razón subrayó con todo énfasis al final de sus «Tesis sobre Feuerbach» que «Los filósofos sólo han interpretado al mundo de varias maneras; el asunto es cambiarlo»16. El cambio cualitativo previsto por Marx —hacia el cual tenía que estar dirigida la metodológicamente vital crítica de la economía política como la anatomía de los antagonismos estructurales de la sociedad civil— fue sintetizado por él como la necesaria instauración del sistema comunal de producción y distribución. Porque sólo mediante ese tipo de intercambio metabólico social entre la humanidad y la naturaleza, y entre los propios individuos, se podía romper el círculo vicioso de la mediación antagónica y reemplazarlo por un nuevo modo de mediación comunal no antagónica. En este respecto el aspecto central tiene que ver con la forma de mediación específica gracias a la cual la división estructural jerárquica del trabajo, bajo el dominio del capital, podría dar paso al modo de repro-

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ducción directamente social de la «forma histórica nueva». En otras palabras, tiene que ver con la fijación de los parámetros de, y la dirección en la cual la actividad de vida autocontrolada a conciencia de los individuos sociales podría ser integrada en una totalidad productivamente viable y humanamente satisfactoria, «en lugar de una división del trabajo»17 —en palabras de Marx (cuyos imperativos materiales les son impuestos sin contemplaciones a los sujetos trabajadores particulares). Según Marx, bajo la división del trabajo que prevalece en la sociedad de mercancía los individuos resultan mediados entre sí mismos e ineludiblemente combinados en una totalidad social estructurada antagónicamente, tan sólo a través del sistema de producción e intercambio capitalista. Y éste está regido por el imperativo del valor de cambio siempre en expansión, al cual todo lo demás —desde las necesidades más básicas e íntimas de los individuos hasta las varias actividades productivas materiales y culturales en las que ellos participan en la sociedad capitalista— tiene que estar estrictamente subordinado. El sistema comunal visualizado por Marx está en contraste total con la mediación social estructurada antagónicamente, que no puede evitar imponerse de manera implacable sobre los individuos a través de la relación de valor. Las características principales del modo de intercambio comunal están enumeradas en un pasaje de esencial importancia de los Grundrisse18. • la determinación de la actividad de vida de los sujetos trabajadores como un vínculo necesario e individualmente significativo entre la producción directamente general y su participación directa correspondiente en el universo de productos a la disposición; • la determinación del producto social mismo como producto general inherentemente comunal desde un comienzo, en relación con las necesidades y propósitos comunales, sobre la base de la cuota especial que los individuos particulares adquieren en la producción comunal en marcha; • la plena participación de los miembros de la sociedad también en el consumo comunal propiamente dicho: una circunstancia que resulta ser extremadamente importante, en vista de la interrelación dialéctica 287

entre la producción y el consumo, sobre la base de que este último está debidamente caracterizado bajo el sistema comunal como «consumo positivamente productivo»19; • la organización planificada del trabajo (en lugar de su división alienante, determinada por los imperativos autoafirmativos del valor de cambio en la sociedad de mercancía), de modo tal que la actividad productiva de los sujetos trabajadores particulares sea mediada no en una forma cosificada-objetizada, a través del intercambio de mercancías, sino a través de las condiciones intrínsecamente sociales del propio modo de reproducción establecido, dentro del cual activan los individuos. Estas características dejan bien en claro que el asunto clave es la instauración de un modo históricamente nuevo de mediar el intercambio metabólico de la sociedad con la naturaleza y de actividad productiva cada vez más autodeterminada de los individuos sociales entre sí mismos.

EN este respecto la tarea de la desmistificación debe ser proseguida con firmeza. Primero, en relación con el concepto de intercambio, tratado de manera tendenciosa y con parcializada arbitrariedad, característica de los economistas políticos y filósofos que adoptan el punto de vista de la sociedad civil. Para citar a Marx: El pescador y cazador individual y aislado, del cual parten Smith y Ricardo, constituye uno de esos conceptos carentes de imaginación de los robinsonianos del siglo XVIII, que en modo alguno expresan meramente en contra del exceso de sofisticación y un retorno a la vida natural mal comprendida, como se imaginan los historiadores de la cultura. En la misma escasa medida en que descansa sobre tal naturalismo el contrato social de Rousseau, que pone a los sujetos autónomos, naturalmente independientes, en relación y conexión mediante contrato. Es esa la semejanza, la semejanza meramente estética, de los robinsonianos, grandes y pequeños. Constituye más bien la anticipación de la «sociedad civil», en preparación desde el siglo XVI y dando gigantescas zancadas hacia la madurez en el XVIII. En esa sociedad de la libre competencia el individuo aparece liberado de los lazos naturales,

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etcétera, que en períodos históricos anteriores lo convertían en parte de un conglomerado humano definido y limitado. Smith y Ricardo todavía se apoyan con ambos pies sobre los hombros de los profetas del siglo XVIII, en cuyas imaginaciones el individuo de ese siglo —producto por una parte de la disolución de las formas de sociedad feudales, y por otra de las nuevas fuerzas de producción desarrolladas desde el siglo XVI— aparece como un ideal, cuya existencia ellos proyectan hacia el pasado. No como un resultado histórico, sino como un punto de partida de la historia. Como el Individuo Natural apropiado para su noción de la naturaleza humana, no surgido históricamente sino depositado por la naturaleza. Esa ilusión ha venido siendo común a cada época hasta nuestros días. (…) Sólo en el siglo XVIII, en la «sociedad civil», las varias formas de la conexión social confrontan al individuo como simple medio para sus propósitos privados, como necesidad externa. Pero la época que produce ese punto de vista, el del individuo aislado, es también precisamente la de las relaciones sociales (y desde ese punto de vista generales) hasta ahora más desarrolladas. El ser humano es en el sentido literal un zoon politikon, no meramente un animal gregario, pero un animal que puede individualizarse tan sólo si está inmerso en la sociedad20.

En el siglo y medio transcurrido desde los días en que Marx escribió esas líneas nada ha cambiado sustancialmente en términos metodológicoideológicos en las conceptuaciones formuladas desde el punto de vista de la «sociedad civil» y la economía política, que se corresponde con la perspectiva del capital. Es decir, nada aparte de perder su ingenua credulidad original a favor de asumir un carácter abiertamente apologético, y en ocasiones hasta cínicamente sacralizador, como en el caso de Hayek y los de su ralea. Hoy no existen ilusiones genuinas abrigadas seriamente en tales escritos. Pero la proyección ahistórica de las relaciones de intercambio capitalistas hacia atrás, incluso hasta el pasado más remoto, y la presunción arbitraria de la idealizada naturalidad del sistema en su totalidad con fines ideológicos, junto con la ficticia naturaleza humana de la individualidad aislada, están hoy más flagrantemente en evidencia que nunca. Además, el hecho es que en las varias concepciones de «sociedad civil» el culto del individuo aislado está burdamente tergiversado. Porque bajo el dominio del capital encontramos a la forma social de las relaciones reproductivas sociales «hasta ahora más desarrolladas» en las que el individuo

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realmente existente «puede individualizarse tan sólo inmerso en la sociedad». En otras palabras, no es posible siquiera comenzar a pensar acerca de las características definitorias elementales de la individualidad capitalista sin sus vínculos orgánicos inseparables del marco de determinaciones sociales en marcha más complejo que jamás haya conocido la historia. Ese incómodo hecho sigue constituyendo una contradicción fundamental, que resulta totalmente insuperable dentro de los confines estructurales del orden establecido. Es por eso, precisamente, que la distribución tiene que ser separada de —e imaginariamente opuesta a— la producción, con la finalidad de crear la credibilidad engañosa de un orden «natural» orientado por (y hacia) la gratificación óptima de las necesidades de la individualidad aislada, cuando en verdad oculta la realidad de los supuestos prácticos y los imperativos materiales objetivos impuestos por la agencia intencionada de las personificaciones del capital. En relación con el terreno de la producción en sí, ni siquiera al remoto parecido con un sistema coherente —capaz de surgir del caos de los intercambios estrictamente individualistas, e incorporarse milagrosamente en su constitución a un sistema socioeconómico «globalizado» totalmente libre de problemas— se le puede dar una credibilidad siquiera momentánea. Sólo la metodología «por demás absurda» de abstraer a la distribución de su necesaria base de producción (incurablemente perjudicial), puede crear el mito de una sociedad equitativa mientras conserva absolutamente intactas sus determinaciones discriminatorias impuestas estructuralmente. Además, la dimensión altamente significativa de la distribución en sí, cuando se la considera en su integridad dialéctica —el tabú absoluto respecto a la distribución primaria de los medios y materiales de producción a la propiedad exclusivista de las personificaciones del capital— es sacada (cabría decir con mayor propiedad contrabandeada) fuera de la preocupación condescendiente, «por demás absurda», de los productos de consumo, como parte y parcela de las mistificaciones convenientes provenientes del «punto de vista de la sociedad civil». Sin embargo, a pesar de toda la mistificación metodológica e ideológica, la contradicción fundamental subyacente no puede ser sacada fuera del sistema. Por el contrario, se hace cada vez más profunda a intensa, de manera

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que tarde o temprano habrá que atenderla en la realidad misma. Porque no estamos hablando de un rasgo periférico o marginal sino de una contradicción central del sistema del capital en su totalidad: entre la tendencia hacia la creciente socialización e integración englobadora de la producción y la intocable apropiación privada del producto social total, incluyendo por supuesto los medios de producción potencialmente cada vez más poderosos, inventados gracias a la ciencia de la sociedad en su conjunto, y expropiados unilateralmente en subordinación a las necesidades y determinaciones autoexpansionistas del capital. Nadie podría negar (y quizá ni debería desearlo) hoy día que la «globalización» —sin importar lo de moda que se ha puesto el término— pertenece a «las relaciones sociales (y desde ese punto de vista generales) hasta ahora más desarrolladas», en palabras de Marx, aunque no cabe duda de que los ideólogos del capital negarían su carácter contradictorio. No obstante, el problema grave es que la tendencia realmente existente de la globalización no puede ser llevada a su realización históricamente sustentable, a causa de la contradicción fundamental entre la socialización de la producción significativamente en crecimiento y la cada vez más exclusivista —en su tendencia definitiva: monopolistamente/imperialistamente destructiva— apropiación/expropiación de todas sus dimensiones, incluida su base productiva. Ni tampoco habríamos de ser lo bastante crédulos como para aceptar la aseveración de la propaganda interesada según la cual la «globalización» constituye un tipo radicalmente nuevo de «desarrollo», que traerá como resultado que en todo el mundo vivamos más felices que nunca. En realidad, es inseparable de una categoría vital del desarrollo general del sistema, y de esa forma resulta tan vieja como el propio capital industrial. A saber, la tendencia inexorable hacia la concentración y centralización del capital21. De hecho, en general el desenvolvimiento de los desarrollos monopólicos resulta absolutamente ininteligible sin esa categoría. Más aún, tampoco el tipo de desarrollo monopólico es tan novedoso como a veces lo supone la gente. Porque ya en 1857 Marx había puesto de relieve en sus Grundrisse Como otro ejemplo de las posiciones divergentes que puede ocupar la misma categoría en estratos sociales diferentes: una de las formas más

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recientes de la sociedad burguesa, las sociedades de capitales. Sin embargo, éstas aparecen también, en sus comienzos, en las grandes compañías monopolistas privilegiadas22.

Así, por ejemplo, la monopolísticamente privilegiada y militarmente respaldada East India Company del pasado bastante remoto fue una obvia precursora y hasta pionera del imperialismo colonial. Las dos guerras mundiales del siglo XX representan un innegable recordatorio de la pretendida naturaleza «beneficiosa en todos los aspectos» de tales desarrollos. Y tampoco debería nadie permitirse caer en fantasías acerca de la tendencia a la «globalización» en marcha, haciendo abstracción de sus profundas interconexiones con las formas más implacables de la dominación imperialista en sus designios, incluida la determinación de sus potencias avasalladoramente dominantes de precipitar, siempre y cuando les resulten útiles, incluso guerras genocidas, sobre el modelo del pasado imperialista. La reorientación marxiana del método resulta vitalmente importante en todos estos respectos. Porque las graves —y globalmente intensificadas— contradicciones de nuestro orden social no pueden ser ocultadas permanentemente bajo la alfombra de la mistificación metodológica e ideológica. La contradicción inconciliable entre la socialización y la apropiación de la producción —demarcada con toda precisión al subrayar enérgicamente que «la época que produce el punto de vista del individuo aislado es también, precisamente, la de las relaciones sociales (y desde ese punto de vista generales) hasta ahora más desarrolladas, en las que el individuo puede individualizarse tan sólo inmerso en la sociedad»— tiene que ser resuelta de una manera históricamente sustentable. Es decir: poniendo al metabolismo social en su totalidad, incluida la satisfacción de las necesidades genuinas de los individuos, en plena sintonía con la necesaria socialización de la producción, y hacerlo de tal manera que pueda ser controlado apropiadamente por los propios individuos sociales libremente asociados. La única via concebible para cumplir exitosamente esa tarea histórica es a través de la institución y consolidación del sistema verdaderamente comunal tanto de producción como de consumo, en su dialéctica inseparabilidad mutua, como siempre propugnó Marx. En este respecto no puede haber «punto intermedio», como quedó claramente evidenciado 292

por el fracaso total de todos los intentos reformistas del pasado, que fueron concebidos desde el punto de vista, y en el espíritu, de una «sociedad civil» históricamente insostenible.

UNO de los aspectos metodológicos más importantes en ese respecto es el concerniente a la tergiversación tendenciosa y la proyección mistificadora de las relaciones de intercambio capitalistas, de vuelta al pasado remoto. Sin duda, no existe ninguna vida social a ningún nivel de complejidad sin alguna forma de relación de intercambio. De hecho, el término «social» es en cierto sentido sinónimo de eso. La «única» cuestión es lo que habría que entender por intercambio como genuinamente inseparable de la vida social misma. Es eso lo que lo decide todo cuando hablamos de la necesaria sustentabilidad histórica de la alternativa hegemónica al orden metabólico social del capital. Sin embargo, el problema grave es que las relaciones de intercambio bajo el dominio del capital están sometidas a la tiranía de la ley del valor. Las consecuencias alienantes y rígidamente constreñidoras para los seres humanos —como la dominación de incluso las necesidades fundamentales de incontables millones, dependientes de los valores de uso para la satisfacción de sus necesidades, y la necesidad capitalistamente impuesta de legitimar esas necesidades como valores de uso en inclemente subordinación a la producción de valores de cambio que generan ganancias— son la consecuencia inevitable de ello. En realidad, el significado central del término «intercambio» refiere, por una parte, al ineludible intercambio metabólico con la naturaleza de la humanidad, y por la otra a las relaciones de intercambio de los individuos particulares entre ellos mismos. Es ése el caso independientemente de las que puedan ser las formas históricamente específicas requeridas para realizar los objetivos previstos de la reproducción social de la humanidad. En ese sentido fundamental, el significado de la categoría de intercambio resulta inseparable de la mediación históricamente necesaria, e indica a las claras el carácter procesal de lo que está realmente sobre el tapete. En abierto contraste, bajo la tiranía de la ley del valor nos vemos confrontados

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por las determinaciones fetichistas/cosificadoras del intercambio de mercancías. Porque dentro del marco del sistema del capital la única forma en la que resulta posible legitimar los valores de uso correspondientes a la necesidad humana es producir mercancías que aseguren la ganancia, bajo el imperativo de la acumulación del capital siempre en expansión. Ello resulta extremadamente problemático, porque en realidad la satisfacción de las necesidades humanas está vinculada a la provisión de bienes o productos, bien sea como objetos o como servicios, y no de mercancías. Sin embargo, bajo el dominio del capital el significado de «productos» ha sido distorsionado groseramente. Porque éstos pueden ser legitimados dentro del campo de la producción y la distribución del sistema del capital sólo como productos convertidos en mercancías, sean ellos objetos o servicios. Y lo peor de todo: hasta el ejercicio de la fuerza de trabajo, y con él la supervivencia del propio trabajo viviente bajo el dominio del capital, sólo puede adquirir la legitimidad para su reproducción (es decir, para su supervivencia continuada) bajo la condición de que ella sea convertida en mercancía. Si vemos las condiciones de la reproducción social en su sentido fundamental —como intercambio metabólico de la humanidad con la naturaleza y las relaciones de intercambio de los individuos particulares entre ellos—, el papel que se les asigna a los productos exige reflexión crítica, por no mencionar la conversión de los productos en mercancías, que debe ser rechazada como atrocidad deshumanizadora. Porque incluso en relación con los productos la interrogante resulta ineludible: ¿cuán justificables son los propósitos para los cuales son producidos, si se consideran desde el punto de vista de la genuina gratificación humana de los individuos libremente asociados y no según las determinaciones alienantes de las relaciones de intercambio capitalistas que necesariamente los convierten en mercancías, que inventan para la sociedad, y se las imponen, incluso las «necesidades» más artificiales (en verdad, apetitos artificiales) cuando las condiciones de la ganancia así lo requieren. En ese sentido, el papel asignado a los productos sólo puede constituir un momento subordinado en este complejo de problemas. La primacía está del lado activo/productivo, si bien ese hecho se ve gravemente distorsionado por la modalidad de objetización capitalista, que necesaria294

mente asume la forma de alienación y cosificación fetichista. No obstante, la pura verdad del asunto es que también la mercancía capitalista tiene que ser producida primero, a través del intercambio y el cambio de una gran multiplicidad de actividades, antes de poder entrar al mercado en procura directa de la ganancia. Es ahí donde podemos ver la gran importancia de la propugnación por Marx del sistema comunal de producción y consumo como la única solución factible a las mediaciones antagónicas del capital, y como la alternativa hegemónica al orden establecido viable. Porque, en flagrante contraste con la producción de mercancías y sus relaciones de intercambio cosificadas, el carácter históricamente novedoso del sistema comunal se autodefine mediante su orientación práctica hacia el intercambio de actividades, y no simplemente de productos23. Naturalmente, la distribución de los productos surge de la misma actividad productiva organizada de manera comunal, y se espera que se corresponda con el carácter directamente social de la actividad productiva. Pero el punto es que en el sistema comunal la primacía necesariamente está del lado de la autodeterminación y la correspondiente organización de las actividades mismas en las que los individuos libremente asociados participan de acuerdo con su necesidad como seres humanos activos y creativos. En otras palabras, bajo el sistema comunal la producción se daría conscientemente en respuesta a la necesidad, y sobre todo de acuerdo con la necesidad básica que tienen los individuos de una actividad de vida humanamente satisfactoria. Y puesto que esta última constituye un interés inherentemente cualitativo, los únicos capaces de juzgarla son los propios individuos, y no la «mano invisible» idealizada, que no es más que un nombre más respetable para la tiranía de la ley del valor del capital. El cambio radical que va de las relaciones de intercambio establecidas y orientadas hacia la producción y la distribución de productos convertidos en mercancías —o incluso productos no convertidos del todo en mercancías, como en el sistema del tipo soviético— a una clase de relaciones cualitativamente diferentes, basadas en el intercambio de actividades, constituye la única vía factible de reemplazar la modalidad antagónica, definitivamente destructiva, de mediación del intercambio metabólico de la humanidad con la naturaleza, y entre los propios individuos, por una alternativa socialmente 295

armónica e históricamente sustentable. Porque si las actividades están predeterminadas por metas de producción previas, fijadas por los imperativos de la producción de mercancías, o si no por una autoridad política aparte, en lugar de que las metas mismas sean fijadas sobre la base de las determinaciones conscientes de los individuos que participan en las varias actividades productivas, en ese caso no puede haber garantía alguna contra los antagonismos que surjan en torno a la distribución de los productos, o acerca de la manera como les son asignadas las actividades a los individuos que producen en subordinación a las metas productivas preestablecidas. Es por eso que no puede haber «punto intermedio» entre la modalidad antagónica de reproducción social y el sistema comunal. Otra razón vital para la instauración del sistema comunal propugnado por Marx, es el despilfarro incurable de todos los posibles sistemas de producción y distribución que no estén orientados hacia la actividad de vida escogida a conciencia de los individuos asociados. Es decir, los individuos sociales que intercambien libremente entre ellos sus actividades, sobre la base no de la división jerárquica sino de la organización del trabajo sustantivamente equitativa, de acuerdo con un plan englobador fijado por los propios individuos. Se acepta generalmente que a través del desarrollo de los poderes productivos de la sociedad, incluido el gran avance de la ciencia, a la humanidad se le abre la posibilidad de vencer la escasez. Pero sin un modo de producción y distribución que sólo es factible bajo el sistema comunal, la tan predicha producción de la abundancia está destinada a continuar siendo una potencialidad abstracta. Volver realidad creativa la potencialidad abstracta de la sociedad de la abundancia requiere de la reorientación del proceso de reproducción social en su conjunto, de manera tal que los bienes y servicios producidos comunalmente puedan ser compartidos en su totalidad, y no desperdiciados individualistamente, por todos los que participan en la producción y el consumo directamente sociales, porque ellos eligen y controlan positivamente su propia actividad. Excepto por ese tipo de autorregulación consciente, los recursos de hasta la más rica posible de las sociedades tendrán que seguir estando atrapados dentro del círculo vicioso de la escasez autorrenovada y autoimpuesta, incluso en términos de los apetitos irrefrenables de grupos de personas 296

relativamente limitados, y mucho más, por supuesto, si se considera a la totalidad de los individuos. En este punto caben dos comentarios finales. El primero, que en el campo de la economía y la filosofía políticas la determinabilidad social del método en la era del capital marcha en el sentido totalmente contrario a todo esto, eternizando las relaciones de intercambio históricamente establecidas y, en términos epocales, necesariamente transitorias del sistema del capital, y practicando el culto desorientador del individuo aislado en sintonía con ello. Así, la participación constante en la labor de la desmistificación crítica sigue siendo una tarea desafiante para nosotros. Y el segundo comentario que hay que agregar es que la reorientación marxiana del método pone de relieve la inseparabilidad de los aspectos metodológicos de los problemas a los que nos enfrentamos a partir de su dimensión sustantiva. Al contrario de la frecuente separación especulativa y formalista del método y los complejos aspectos y contradicciones de la vida social —habitualmente justificada en teoría sobre la base de que la clarificación de los puntos metodológicos complicados implica la investigación de las facetas del discurso filosófico más mediadas—, no significa, y no puede hacerlo, que los problemas del método no tengan tanto que ver con los aspectos sustantivos de la vida social. Por el contrario, a menudo el caso resulta ser lo opuesto, en el sentido de que es precisamente de la extrema complejidad socioeconómica y el carácter contradictorio de lo que está en juego de donde surgen las grandes complejidades metodológicas, que requieren de una valoración radicalmente crítica de los aspectos sustantivos mismos si queremos poder captar su dimensión metodológica. La reorientación marxiana del método vista en esta sección constituye un ejemplo gráfico de cómo sacar a plena luz los problemas más complejos, y en el discurso filosófico tradicional prohibitivamente abstractos, dilucidándolos sobre la base de la vital interdependencia de sus dimensiones fundamentales.

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DE LA «CIENCIA DE LA LÓGICA» DE HEGEL A LA VISIÓN MARXIANA DE LA CIENCIA La separación radical de Hegel por parte de Marx, a pesar de su pleno reconocimiento de los grandes logros de la dialéctica hegeliana, está expresada con toda claridad en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, la primera articulación completa del enfoque fundamentalmente nuevo de Marx del orden metabólico social alienante del capital. Si bien reconocía que Hegel ofrece una síntesis monumental del desarrollo filosófico, que incluye una caracterización singular de la objetización y la alienación, Marx describe la manera hegeliana de concebir la sucesión de las categorías como meras entidades del pensamiento, al contrario de su pretendida representación del mundo de la realidad. Un pasaje clave de los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, en el que caracteriza al sistema hegeliano en su conjunto, reza así: Un papel peculiar es el jugado por el acto de la superación, en el que la negación y la preservación —negación y afirmación— funcionan unidas. Así, por ejemplo, en la Filosofía del derecho de Hegel el derecho privado superado pasa a ser la familia; la familia superada pasa a ser la sociedad civil; la sociedad civil superada pasa a ser el Estado; el Estado superado pasa a ser la historia mundial. En el mundo real el derecho privado, la moralidad, la familia, la sociedad civil, el Estado, etcétera, siguen existiendo, sólo que se han convertido en momentos del movimiento. (…) Por otra parte, ese acto de superación constituye una trascendencia de la entidad pensamiento; así, la propiedad privada como pensamiento es trascendida en el pensamiento de la moralidad. Y porque el pensamiento se imagina a sí mismo como si fuese directamente otro respecto de sí mismo: la realidad sensorial —y por consiguiente toma su propia acción por una acción real, sensorial—, esa superación en pensamiento, que permite a su objeto permanecer en el mundo real, cree que realmente la ha superado24.

Al mismo tiempo, Marx también pone de relieve que el enfoque especulativo abstracto que hace Hegel de esos problemas surge de un determinado punto de vista social conciliador. Lo expone así: El punto de vista de Hegel es el de la economía política moderna. Considera al trabajo como la esencia del hombre —una esencia del hombre en el acto de 298

probarse a sí mismo: ve tan sólo el lado positivo del trabajo, no el negativo—. El trabajo es el hombre que llega a ser para sí dentro de la alienación, o como hombre alienado. El único trabajo que Hegel conoce y reconoce es el trabajo abstractamente mental. Por consiguiente, Hegel considera como su esencia lo que constituye la esencia de la filosofía —la alienación del hombre en su conocerse a sí mismo— o el pensarse a sí misma de la ciencia alienada (…) El yo, sin embargo, es tan sólo el hombre concebido de manera abstracta: el hombre engendrado por la abstracción. El hombre es egotista. Su ojo, su oído, etcétera, son egotistas. En él cada uno de sus poderes esenciales tiene la cualidad del egotismo. Pero resulta totalmente falso decir a cuenta de ello que «la conciencia de sí mismo tiene ojos, oídos, poderes esenciales». La conciencia de sí es, por el contrario, una cualidad de la naturaleza humana, del ojo humano, etcétera; no es naturaleza humana aquello que constituye una cualidad de la conciencia de sí mismo25.

De esa manera la crítica inicial que le hace Marx a Hegel se centra en dos puntos principales, ambos de importancia absolutamente fundamental. Primero, la fusión hegeliana de las categorías de objetización y alienación, oscureciendo la naturaleza de esta última. Y segundo, la abstracción especulativa y conciliadora que Hegel hace de los problemas y contradicciones vitales del mundo realmente existente. Ambos puntos muy en sintonía con el punto de vista interesado en sí mismo de la economía política, que se corresponde con la perspectiva estructuralmente afirmada del capital en una fase dada del desarrollo histórico. Respecto al primer punto, Marx pone marcadamente de relieve que en lo que atañe a Hegel no se trata del hecho de que el ser humano se auto-objetice inhumanamente, en oposición a sí mismo, sino del hecho de que se auto-objetiza en diferenciación de, y en oposición a, el pensamiento abstracto, y es la esencia del extrañamiento planteada y lo que se ha de superar. (…) En consecuencia (…) ya está latente en la fenomenología [hegeliana] como un germen una potencialidad, un secreto, el positivismo acrítico de las obras posteriores de Hegel: esa disolución y restauración filosófica del mundo existente26.

Una vez que las dos categorías fundamentales de objetización y alienación han sido fusionadas de la manera como las hallamos inextricablemente 299

fundidas en la filosofía hegeliana desde el comienzo mismo, y no solamente en sus etapas finales —más abiertamente conservadoras—, ya no es posible hacer en realidad nada acerca del poder de alienación, sin que importe lo deshumanizador que pueda resultar su impacto sobre quienes se vean obligados a padecerlo: un hecho que en alguna ocasión reconoció el propio Hegel. La «disolución y restauración filosófica del mundo existente» logra eminentemente cumplir su tarea conciliadora —y ciertamente apologética—, dejando al capital en control total del orden social establecido. El segundo punto de crítica de Marx no es menos importante. Concierne al muy debatido aspecto de la «verdad objetiva» definida por Marx en una de sus «Tesis sobre Feuerbach» de este modo: La cuestión de si la verdad objetiva le puede ser atribuida al pensamiento humano no es asunto de la teoría, sino de la práctica. El hombre tiene que comprobar la verdad, es decir, la realidad y el poder, de su pensamiento en la práctica. La controversia acerca de la realidad o no realidad del pensamiento aislado de la práctica constituye una cuestión puramente escolástica27.

Así, según Marx, la solución no sólo de los misterios especulativos de la filosofía idealista, sino además también para la totalidad de los problemas y contradicciones aparentemente intratables del orden social realmente existente, incluidos los concebidos de manera característica hasta por los más grandes representantes de la economía política clásica, debe ser buscada mediante una reorientación radical del pensamiento crítico mismo, en abierto contraste con las concepciones filosóficas del pasado. Es decir, en la visión de Marx es necesario buscar una forma de enfoque cualitativamente diferente abarcando la «terrenalidad del pensamiento», que significa que toda indagación teórica debe estar enfocada firmemente en la práctica transformadora pertinente a sus intereses. De modo que la idea de unificar la teoría con la práctica adquiere una importancia fundamental en la concepción del mundo marxiana en todas las etapas de su desarrollo, y continúa siendo todo el tiempo uno de sus principios orientadores vitales. Consecuente con su muy distinta línea de enfoque de estos problemas, Hegel elogia en su Ciencia de la lógica al idioma alemán porque tiene «muchas ventajas por sobre otros idiomas modernos (…) así que tene-

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mos que reconocer aquí un espíritu especulativo en el idioma»28. En una carta enviada a Engels un año después de la publicación del primer volumen de El capital, Marx comenta con un toque de ironía acerca de las virtudes especulativas de las categorías lógicas que surgen del alemán y otras lenguas. Escribe: ¿qué diría el viejo Hegel en el próximo mundo si escuchase que en alemán y en noruego lo general [Allgemaine] no significa más que tierra común [Gemeinland] y lo particular, Sundre, Besondere, otra cosa que la propiedad por separado producto de la división de la tierra común? Después de todo, aquí las categorías lógicas salen terriblemente bien paradas de nuestro intercambio29.

Obviamente, a pesar del alcance magistral de la filosofía hegeliana, la brecha era demasiado grande como para ser cubierta tanto por la identificación conciliadora de la alienación deshumanizadora con la naturaleza teórica y prácticamente insuperable de las categorías de objetización y externización en general, como por la definición de la tarea del filósofo en términos absolutamente especulativos, y no en los términos prácticos cruciales para la transformación social. Ciertamente, para el momento en que Marx empezaba a formular sus ideas más importantes, es decir, en la época en que el orden burgués llegaba al final de su ascenso histórico dinámico, se hacía necesario concebir los problemas de la filosofía y la ciencia de una manera radicalmente diferente, no sólo de la «ciencia de la lógica» hegeliana, sino también de todos aquellos enfoques que continuaban manteniendo su lealtad, directa o indirectamente, con el punto de vista de la economía política del capital. Porque era inconcebible visualizar y propugnar de cualquier otra manera distinta a la necesaria emancipación socioeconómica y humana del trabajo, y la institución de su modo de control metabólico social alternativo —históricamente viable—, al sistema del capital incurablemente antagónico y desperdiciador.

SEGÚN Hegel, «la meta final y más elevada de la ciencia filosófica es producir (…) una conciliación de la razón conciente de sí misma con la razón que está en el mundo: en otras palabras, con la realidad»30.

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En ese espíritu conciliador Hegel trata frecuentemente con abierto sarcasmo a quienes le presentan fuertes críticas a lo que él mismo considera la «realidad racional». Lo hace en nombre del orden y la Idea divinos, refiriéndolos a un terreno filosófico en el que, en su opinión, no se pueden aplicar las consideraciones del tiempo histórico. Como lo vimos en el capítulo anterior, jamás pierde la oportunidad de aseverar que el orden o la Idea divinos «no son tan impotentes» que no puedan haberse realizado a plenitud ya y para siempre, y, además, haberlo hecho así en el «eterno presente». En verdad, nunca deja de insistir en que «lo racional, lo divino, no es tan impotente como para que tenga que esperar para darle inicio a su realización». Hegel reitera la misma idea en otro contexto, en su Lógica, cuando dice que a la realidad de lo racional se le enfrenta la fantasía popular (…) incluso en el campo de la política —¡como si el mundo hubiese esperado por ella para saber cómo debía ser y no lo era! (…) El objeto de la filosofía es la Idea: y la idea no es tan impotente como para meramente tener el derecho o la obligación de existir sin existir realmente. El objeto de la filosofía es una realidad de la cual esos objetos, regulaciones y condiciones sociales sólo constituyen la superficie exterior31.

Así, la crítica hegeliana del «deber ser» se dedica característicamente a rechazar de un todo cualquier propuesta que apunte a la introducción de cambios significativos en el orden social y político establecido. Hegel sostiene también que «a menos que constituya un sistema, la filosofía no es una producción científica»32. Al mismo tiempo, lo que enfatiza también con mucha fuerza es la necesidad de la «ciencia avanzada» filosóficamente requerida y adecuada, y su pretensión de presentársela al público mediante la consumación de su propio sistema, mientras continúa rechazando abiertamente, como ya vimos, a la «fantasía popular». Naturalmente, el fundamento sobre el cual rechaza a la «fantasía popular» no es un elitismo epistemológico. Por el contrario, en lo que respecta a la capacidad del pueblo en general para comprender incluso el nivel más alto de generalización filosófica, Hegel es un demócrata ilustrado. Su fundamento para ignorar perentoriamente la «fantasía popular» en todas sus manifestaciones es primordialmente conservadurismo social y político,

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muy acorde con la orientación general de la «ciencia filosófica avanzada» de su sistema especulativo. Por eso afirma de la manera más clara posible que «la cuestión de qué es lo que constituye el Estado pertenece a la ciencia avanzada y no a la decisión popular». 33 Y éste es, por supuesto, no un asunto de discusiones conceptuales abstractas respecto a la teoría del Estado, sino materia práctica de la toma de decisiones real, con fuerte impacto potencial sobre la realidad del Estado, como el propio Hegel lo ve y lo idealiza. Es esa la razón por la que Hegel no puede tolerar la peligrosa intromisión de la propugnación de la «decisión popular» —por la «fantasía popular» o cualquier otra fuente— en los dominios del Estado en la toma de decisiones políticas, que representa la extremada «terrenalidad» del sistema hegeliano. No puede haber ninguna clase de compromiso a este respecto. Ciertamente, en el interés de preservar la integridad de su propia teoría del Estado conservadora, Hegel no tiene la menor duda. Incluso para violar su regla explícitamente declarada del rechazo del «deber ser» cuando así le conviene. Un ejemplo obvio a ese respecto se da cuando —en relación con los requerimientos de la constitución legítima, tal y como los formula el propio Hegel— afirma categóricamente (como en verdad tiene que hacerlo en concordancia con el carácter general de su teoría del Estado), que «la distinción entre mandar y obedecer es absolutamente necesaria, porque sin ella los asuntos no pueden marchar»34. Sin embargo, cuando toca justificar la posición que él adopta como «absolutamente necesaria», a pesar de su contradicción con algunos de sus propios principios, no puede hacer otra cosa que presentar un «deber ser» decididamente vacuo, incumplible y jamás realizado. Es así como Hegel trata de salirse del laberinto y de la trama conceptual que creó para sí mismo, en lo que atañe a la propugnada «distinción entre los que mandan y los que obedecen»: No obstante, la obediencia parece ser incongruente con la libertad, y los que mandan aparentan hacer todo lo contrario de lo que requiere la idea fundamental del Estado, es decir la de la libertad. Urge, sin embargo, que (…) al menos la Constitución deba quedar redactada de manera que los ciudadanos puedan obedecer lo menos posible, y que al mandato de los superiores

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le sea dejado lo menos posible de la libre voluntad. Que la substancia de lo que haga necesaria la subordinación, aun en sus motivaciones más importantes, sea decidida y resuelta solamente por el pueblo (por la voluntad de la mayoría o la totalidad de los ciudadanos; aunque se supone previsto que el Estado deba estar en posesión de vigor y fuerza como realidad), que constituye una unidad individual35.

Como podemos ver, el deber ser «urgido» por Hegel —totalmente en vano— en la Constitución, referente al poder de tomar decisiones por parte del pueblo, en verdad no es otra cosa que la colisión entre dos órdenes del deber ser: uno propugnado ilusamente a favor de «el pueblo» y el otro concedido en realidad al Estado, por razón de sus características definitorias abrumadoramente importantes, según las cuales el Estado hegeliano debe poseer «vigor y fuerza» a fin de poder cumplir sus funciones estipuladas. Y entre esos dos órdenes del «debería ser» (o «debe ser»), en la concepción de Hegel los requerimientos absolutos del Estado tienen que ganar abiertamente todo el tiempo. Además, en la misma página de la que fue tomada la última cita Hegel trata también de atenuar, y hasta minimizar, la contradicción entre «mandar/obedecer» y Libertad que no puede evitar reconocer. Lo hace no sólo cuando dice que los que mandan apenas «aparentan» contradecir el principio de Libertad, tan fundamental para su propia idea del Estado, sino también cuando agrega que la imposición del requerimiento absoluto del mandar y obedecer por el propio Estado «parece tan sólo una limitación compulsoria, que es externa a la libertad y la contraviene solamente en lo abstracto». Así, Hegel resulta ser perfectamente consistente en ambos casos. Es decir, tanto cuando expresa su reserva lo más fuerte posible en cuanto al empleo de la forma imperativa del «debe ser» en los argumentos filosóficos, como cuando viola la misma regla y afirma sin vacilaciones el imperativo antes descartado del «debe ser» cada vez que lo necesita. Naturalmente, la consistencia es sustantiva y no formal. No es formal porque su propia práctica filosófica muestra a las claras, por el contrario, la violación formal de su propia regla. Pero, por supuesto, no sin una razón sustantiva muy importante en lo concerniente a la filosofía hegeliana misma. Porque una lectura cuidadosa de los pasajes que vimos antes revela que su rechazo de la «fantasía popular», que comete la temeridad 304

de entrometerse en el mundo de la «realidad política» —y Hegel la desdeña sobre la base de que se atreve a imaginar que «el mundo hubiese esperado por ella para saber cómo debía ser y no lo era»— y el ejemplo contrario de la dudosa conciliación de la «necesidad absoluta» de mandar y obedecer con la sacrosanta idea de Libertad, en nombre de un «deber ser» totalmente vacuo pero filosóficamente/ideológicamente muy conveniente, ambos se corresponden a plenitud con el conservadurismo sustantivo (y al mismo tiempo la consistencia paradójica) de la concepción hegeliana del Estado idealizado.

COMO podemos ver, de hecho Hegel se mantiene del todo fiel a su propia definición de «la meta final y más elevada de la ciencia filosófica» como una manera muy característica de «conciliar la razón autoconciente con la razón que está en el mundo: en otras palabras, con la realidad». Sin embargo, lo que resulta más problemático es la definición hegeliana misma. Porque la manera como Hegel caracteriza la «meta final y más elevada» de su ciencia filosófica exige el sometimiento totalmente apologético de la propia «razón consciente de sí misma» a la «razón en el mundo» en su forma destructivamente irracional —es decir, en su forma alienada y no simplemente objetivada-exteriorizada— muy a conveniencia de la realidad del orden metabólico social idealizada por Hegel. En otras palabras, Hegel define la tarea de la filosofía en nombre de la «razón consciente de sí misma» exigiendo el sometimiento voluntario de todos —es decir, el sometimiento de todos excepto de aquellos a quienes él descalifica de antemano como culpables de la autoengañosa «fantasía popular»— a las premisas e imperactivos prácticos de su manizadores de lo existente, que está muy lejos de la «realidad racional». Y Hegel lo hace en una época en la que el cambio radical del mundo —bajo el impacto de los antagonismos sociales en explosión de los cuales él es un testigo agudamente observador— se está convirtiendo en la gran tarea histórica. El principio orientador metodológico fundamental de la filosofía hegeliana, centrado en la Idea Absoluta, es inseparable de su orientación ideológica profundamente conciliadora. Es por eso que la temporalidad histórica abierta hacia el futuro tiene que ser excluida de ella en nombre 305

del eterno presente, del que se dice que por sí sólo es apropiado para el «círculo de círculos» de lo Absoluto, metodológicamente encerrado en una cápsula. En palabras de Hegel: «La definición, que declara que lo Absoluto es la Idea, es en sí misma absoluta. Todas las definiciones anteriores regresan a ésta. La Idea es la Verdad: porque la Verdad es la correspondencia de la objetividad con la noción»36. Y agrega también que La Idea puede ser descrita de muchas maneras. Se le puede llamar razón (y ése es el significado filosófico apropiado de razón); sujeto-objeto; la unidad de lo ideal y lo real, de lo finito y lo infinito, de alma y cuerpo; la posibilidad que tiene en sí misma su realidad; aquello de cuya naturaleza sólo se puede pensar que existe, etcétera Todas esas descripciones son válidas, porque la Idea contiene todas las relaciones del entendimiento, pero las contiene en sus infinitos autorretorno y autoidentidad37.

Así, la conciliación propugnada por Hegel no puede admitir límite de tempo o extensión alguno. Tiene que ser absoluta, porque la idea de que la Idea Absoluta que se realiza a sí misma no es compatible con nada más. No es compatible con ningún condicionamiento temporal, relacionado con determinaciones sociohistóricas potencialmente cambiantes, porque la Idea Absoluta como tal no puede tolerar siquiera la sombra de algún alejamiento o disensión futura de su «realidad alcanzada a plenitud». Y ello es así precisamente porque la Idea Absoluta hay que pensarla siempre como ya alcanzada a plenitud: un postulado categórico que el propio Hegel reitera constantemente. Al comienzo del capítulo vimos que en la visión de Marx La humanidad inevitablemente se plantea sólo aquellas tareas que está en capacidad de cumplir, dado que si se miran bien las cosas siempre se verá que el problema mismo surge sólo cuando las condiciones materiales para su solución están ya presentes o al menos en vía de formación38.

Esos pensamientos son reminiscencias de unas líneas escritas por Hegel que dicen así: Podemos confiar en que está en la naturaleza de la verdad abrirse paso hasta el reconocimiento de que su momento ha llegado, y por eso nunca se presenta demasiado pronto, y nunca encuentra un público que no esté aún lo bastante maduro como para recibirla39. 306

Tales pensamientos son muy similares en varios respectos; y sin embargo constituyen mundos aparte. Porque en el caso de Marx, lo que está sobre el tapete es la realidad tangible del propio orden reproductivo socialmente antagónico y jerárquicamente afianzado del capital. Marx pone a contrastar a ese antagonismo con su caracterización economista política tendenciosamente distorsionada como «antagonismo puramente individual», que se corresponde con la «naturaleza humana», y por consiguiente resulta ser absolutamente insuperable en el mundo práctico de la «sociedad civil», al igual que legítimamente eternizable en la teoría económica y política. En consecuencia, lo que pide Marx es la articulación de un cambio social real, que se desenvuelva históricamente y opere en verdad en medio de los antagonismos sociales en explosión, definido en términos de sus premisas prácticas objetivas —como orden del trabajo alternativo y hegemónico, cualitativamente diferente—, enfrentado al modo de control cada vez más destructivo del capital. Es ése el significado preciso de la «terrenalidad de la filosofía» propugnada apasionadamente por Marx, no sólo en sus «Tesis sobre Feuerbach» sino en todos sus escritos. La apelación de Hegel a la idea de que la verdad «se abre paso hasta el reconocimiento de que su momento ha llegado, y por ende nunca se presenta demasiado pronto», constituye también la afirmación de un tipo de «terrenalidad», a pesar de la apariencia especulativa con la que nos la presenta. Pero se trata de un tipo muy diferente de «terrenalidad» precisamente en lo que respecta a sus términos de referencia cruciales. No sólo porque postula una «Verdad» especulativamente aunada a la Idea Absoluta, y por ende definicionalmente encerrada dentro del círculo del «autorretorno y autoidentidad infinitos». El problema mayor es que de esa definición de Verdad Absoluta casi nada —y ciertamente todo lo ideológicamente conveniente, en el sentido de la correspondencia incondicional, con el punto de vista de la economía política, en el espíritu apologético de la perspectiva al servicio de sí mismo del capital— se puede derivar. Y cuando formula la proposición de que «Europa es absolutamente el fin de la Historia»40 —como nos lo dice en lo que él llama explícitamente la «Teodicea: la justificación de Dios en la Historia»41—, entonces nos vemos enfrentados a la desconcertante experiencia de que en la obra de uno de los más grandes filósofos de toda la historia la falsedad

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absoluta puede estar atada de manera inextricable a la aseveración arbitrariamente especulativa de lo que él pretende sea la «Verdad Absoluta». Por eso la definición hegeliana de «la meta más elevada y final de la ciencia filosófica», en su inseparabilidad especulativamente asegurada de la «conciliación de la razón consciente de sí misma con la realidad» —que tenía la intención de autojustificarse en nombre de lo Absoluto, prohibiendo mediante esa misma modalidad de racionalización ideológica cualquier cambio histórico en el mundo real— tenía que verse reemplazada en el sistema marxiano por una concepción muy diferente de la ciencia. BAJO el nombre de la «astucia de la razón» y la «Divina Providencia», que se corresponde con su propia versión de la «mano invisible» de Adam Smith para describir la modalidad reproductiva del capital, Hegel compara a ese proceso con un silogismo y explica que El «término medio» es ese poder interior de la noción en forma de instancia, a la que el objeto como Medio es unido «inmediatamente» y a la cual le presta obediencia (…) Así, el Fin Subjetivo, que es el poder que rige esos procesos en los cuales las cosas subjetivas se sostienen unas a otras, consigue mantenerse libre de ellas y preservarse en ellas. Al hacerlo, se presenta como la astucia de la razón. La razón es tan astuta como poderosa. Se puede decir que la astucia radica en la acción intermedia que, a la vez que les permite a los objetos seguir su propia inclinación y actuar los unos sobre los otros hasta desgastarse, está sin embargo trabajando para sus propios objetivos. Con esta explicación se puede decir que la Divina Providencia se planta ante el mundo y su proceso en el ejercicio de la astucia absoluta. Dios le permite a los hombres hacer lo que les plazca con sus pasiones e intereses particulares; pero el resultado no es el cumplimiento de los planes de ellos sino el de los suyos, y éstos difieren decididamente de los fines que al principio buscaban aquellos a los cuales él emplea (…) El fin alcanzado constituye, por consiguiente, tan sólo un objeto que se convierte en Medio o material para otros Fines, y es así por siempre42.

La pregunta en relación con la necesaria modalidad reproductiva del capital, presuntamente salvaguardada por la «astucia de la razón» y la «Divina Providencia», es: ¿realmente será así por siempre? ¿O existe una manera históricamente sustentable de superar el «círculo de círculos» reproductivo del capital? 308

Ciertamente, si los procesos sociales reales no son liberados de su envoltura especulativa conciliadora para poder seguir en cambio su curso de acción trazado a conciencia, en ese caso la «mano invisible» —en cualquiera de sus variedades económico-políticas— puede seguir a cargo de la modalidad reproductiva circular de la «sociedad civil». Por consiguiente se hace necesario no sólo explicar teóricamente, sino también superar en la práctica a las fuerzas que dominan el intercambio social y obtienen fuerza adicional del carácter mistificador de su modo de existencia. Es aquí donde la crítica de la alienación y la cosificación —que requiere de la definición desmistificadora de la categoría de alienación en sus términos de referencia apropiados, recatados de su inmersión en la objetización/externización— hace valer su importancia. Porque esta manera de aclarar el significado real de alienación ayuda a cambiar el misterio especulativo en algo perfectamente comprensible. Para citar un pasaje relevante de La ideología alemana, la interrogante es ¿(…) cómo es que el comercio, que después de todo no es más que el intercambio de productos de varios individuos y países, domina el mundo entero a través de la relación de la oferta y la demanda —una relación que, como lo dice un economista inglés, se cierne sobre la tierra como lo hacía la fatalidad de los antiguos, y con mano invisible va repartiendo fortuna e infortunio entre los hombres, erige imperios y los derriba, ocasiona el surgimiento y la desaparición de naciones— en tanto que con la abolición de su basamento, la propiedad privada, con la regulación comunista de la producción (e, implícito en esto, la abolición de la actitud alienada [Fremdtheit] de los hombres ante su propio producto), el poder de la relación de la oferta y la demanda se disuelve en nada, y los hombres vuelven a ganar el control del intercambio, la producción y la manera de comportarse con los demás?43.

Así, lo que se necesita realmente en este respecto no es que la gente se amolde conciliadoramente al poder alienante de la pretendida «realidad racional», sino su sustitución efectiva en la práctica y viable en la historia por un orden alternativo. Porque, como una imposición aparentemente misteriosa de la racionalidad perversa en cuestión sobre los procesos socioeconómicos e históricos reales,

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el propio hacer del hombre se convierte en un poder ajeno opuesto a él y lo esclaviza, en lugar de ser controlado por él. (…) Esa consolidación de lo que nosotros mismos producimos en un poder material que está por encima de nosotros, creciendo fuera de nuestro control, frustrando nuestras expectaciones, reduciendo a la nada nuestros cálculos, constituye uno de los factores principales en el desarrollo histórico hasta el presente44.

De manera que el principio orientador fundamental de la concepción marxiana de la ciencia se convierte en cómo ganar el control sobre todos los aspectos del proceso de reproducción social, desde aquellos implicados directamente en las condiciones de existencia materiales básicas de la humanidad hasta las actividades teóricas y creativas de los individuos sociales más mediadas. Naturalmente, dado el carácter dinámico de los problemas sobre el tapete, tanto en relación con el desarrollo humano tal y como se desenvolvió en el pasado como en lo que atañe a su trayectoria concientemente planificada en el futuro, todo el enfoque tiene que ser indefectiblemente histórico. En contraste con las concepciones filosóficas del pasado, no podría ser cuestión de un cierre histórico ideológicamente conveniente. Porque los necesarios desafíos emancipadores de los seres sociales involucrados no se podrían hacer entendibles en lo absoluto sin tener siempre en mente su dimensión histórica. En consecuencia, Marx respondió a la pregunta de «¿Por qué la historia?» con estas palabras: «Los hombres tienen la historia porque deben producir su vida, y más aún porque deben producirla de determinada manera»45. En ese sentido no podría haber nada misterioso o especulativo/metafísico en torno al proceso histórico real. Por el contrario, Marx describió su marco de referencia en los términos más tangibles, poniendo de relieve el importante punto sustantivo de que «el primer acto histórico es la creación de nuevas necesidades»46. Y resumió la orientación metodológica fundamental del nuevo enfoque en el mismo espíritu: «Sólo conocemos una ciencia, la ciencia de la historia»47. Marx rechazaba firmemente la idea de que las varias esferas de la actividad intelectual humana deberían constituir campos teóricos autónomos por cuenta propia, con criterios de investigación histórica artificialmente opuestos. Lo planteó de esta forma: «No existe historia de la política, del derecho, de la ciencia, etcétera, ni del arte o la religión»48. Todos esos 310

campos debían ser investigados como partes integrantes de un todo coherente. De la misma manera rechazaba la oposición entre ciencia natural y ciencia humana, insistiendo en que en el futuro la ciencia natural perderá su tendencia abstractamente material —o más bien idealista— y se convertirá en la base de la ciencia humana, como ya se ha convertido en la base de la vida humana real, aunque de una forma enajenada. Que haya una base para la vida y otra para la ciencia es una mentira a priori. (…) La ciencia natural subsumirá bajo ella en su debido momento a la ciencia del hombre, al igual que la ciencia del hombre subsumirá bajo ella a la ciencia natural: existirá una sola ciencia49.

El hecho de que en el transcurso de la historia moderna la ciencia natural se haya podido convertir en la base de la vida humana real sólo en una forma enajenada, a través de los desarrollos industriales y comerciales capitalistas, debido a sus determinaciones estructurales arraigadas hondamente y articuladas jerárquicamente, que por naturaleza propia tenían que someter a la potencialidad creativa del trabajo humano a los imperativos de la expansión del capital, constituía un gran impedimento para el futuro. Así, la realidad deshumanizadora de esos desarrollos tenía que ser erradicada de la única manera factible bajo las circunstancias existentes: es decir, mediante la transformación radical del orden social establecido en su totalidad. Y ello traía consigo la definición marxiana de la ciencia en su inseparabilidad de la intervención práctica en el proceso de transformación social. La explicación teórica no podía ofrecer por sí sola las soluciones requeridas a este respecto. Ni era suficiente involucrarse solamente en la negación del orden establecido. La negación del sistema del capital tenía que combinarse con la demostración de la viabilidad histórica del necesario orden alternativo hegemónico positivo, encarnado en un movimiento social emancipador que se desenvolviese a escala global. Las «Tesis sobre Feuerbach» —que proclamaban la unidad de la teoría y la práctica— dejaron absolutamente en claro que la práctica revolucionadora, en el sentido más obvio de sus términos de referencia, tenía que asumir el control central en la concepción marxiana de la ciencia. Es por eso que por primera vez en la historia se articuló una teoría científica del cambio estructural, y su creador la vinculó directamente con el necesario cumplimiento de la tarea histórica de crear un movimiento 311

revolucionario consciente, capaz de instituir la propugnada estrategia de la transformación global. Puesto que el blanco de la crítica marxiana tenía que ser el fetichista y alienante sistema del capital en su totalidad, con todas sus determinaciones estructurales, la categoría de estructura social adquiría una importancia esencial en la nueva teoría. Porque resultaba inconcebible ganar el control sobre los procesos de vida de la reproducción social sin comprender claramente, gracias al acto de la desmistificación, las palancas y las fuerzas determinantes cruciales de la propia estructura social establecida. Como lo planteó Marx: la observación empírica debe activar «sin ninguna mistificación y especulación, la conexión de la estructura social y política con la producción. La estructura social y el Estado evolucionan de manera constante sobre la base de los procesos de vida de los individuos definidos»50. En consecuencia, al echar a un lado la mistificación especulativa que rodea a esas relaciones, debido al poder trastrocador del «fetichismo de la mercancía» (que cambia las relaciones sociales en cosas y, viceversa, las cosas en relaciones sociales engañosas), y al realzar la conexión del tratamiento de la estructura social y el Estado, antes enigmático, con el proceso de vida tangible de los individuos definidos, se hace posible percibir «la necesidad, y al mismo tiempo la condición, de una transformación tanto de la industria como de la estructura social»51. Es ésa la única forma como podemos visualizar la liberación de los individuos sociales definidos de su esclavización en el «círculo de círculos» reproductivo del capital, derrotando así el poder de la «astucia de la razón» impositiva, aunque santificada por la «Divina Providencia» hegeliana.

EL poder trastrocador del «fetichismo de la mercancía» queda claramente de manifiesto en la relación social mistificadoramente descrita en la filosofía bajo el postulado del sujeto-objeto idéntico. Paradójicamente, ese postulado jugó un papel importante en una de las obras filosóficas más influyentes del siglo XX, Historia y conciencia de clase, de Lukács. Como es ampliamente conocido, él afirmó en esa obra que «Hegel representa la consumación absoluta del racionalismo, pero eso significa que él sólo puede ser superado por una interrelación de pensamiento y existencia

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que haya dejado de ser contemplativa, por la demostración concreta del sujeto-objeto idéntico»52. El propio Lukács criticó fuertemente más tarde algunas de las principales posiciones filosóficas que él adoptó en su obra de transición hacia el marxismo (publicada por primera vez en 1923), incluida su versión de la identidad sujeto-objeto, caracterizándola como un intento sumamente problemático de ser «más hegeliano que Hegel»53. Pero fue esa, precisamente, la razón por la que Merleau-Ponty, después de abandonar su posición anterior como intelectual radical y compañero de luchas de Jean-Paul Sartre, elogió tendenciosamente Historia y conciencia de clase en sus Aventuras de la dialéctica54 como la encarnación clásica de un «marxismo occidental» un tanto mítico. Naturalmente, la idea de Lukács de la identidad sujeto-objeto era muy diferente de la de Hegel. Él no hablaba de la «Idea Absoluta» y el «Espíritu Mundial», sino acerca del proletariado como el «sujeto-objeto idéntico del proceso histórico»55. Sin embargo, sólo con dar ese giro no podía convertir a su concepto «más hegeliano que Hegel» en algo menos especulativo e idealista que el tan reverenciado postulado hegeliano. Por dos razones. Primero, porque —en contraste con la realidad de la existencia proletaria bajo las condiciones del dominio del capital sobre la sociedad— sólo podía proyectar una potencialidad abstracta para el futuro, y aun eso solamente en forma del dudoso concepto de la «conciencia atribuida» weberiana56. Y segundo, porque el verdadero punto en lo que atañe a la compleja relación entre sujeto y objeto es la unidad histórica de ambos, tanto en relación con el pasado como en relación con el presente, y no su identidad postulada especulativamente. El problema al respecto es el perverso efecto trastrocador de la división social del trabajo históricamente en desenvolvimiento que culmina en el fetichista sistema del capital. Un importante pasaje de los Grundrisse de Marx ayuda a arrojar luz sobre la naturaleza de los procesos materiales, y se centra en torno al sujeto trabajador y las condiciones objetivas de su actividad, que al final son transfiguradas —y absolutamente tergiversadas— en el postulado idealista de la identidad sujeto-objeto. El pasaje en cuestión dice: así como el sujeto trabajador es un individuo natural, un ser natural, la primera condición objetiva de su trabajo aparece como la naturaleza, como la 313

tierra, como un cuerpo inorgánico. Él mismo no es sólo el cuerpo inorgánico, sino también la naturaleza inorgánica como sujeto. Esa condición no es algo que él haya producido, sino algo que encuentra a la mano; algo existente en la naturaleza y que él presupone. (…) El hecho es que el trabajador encuentra las condiciones objetivas de su trabajo como algo que está separado de él, como capital, y el hecho de que el capitalista halla a sus trabajadores desposeídos, como trabajadores abstractos —el intercambio en sí tiene lugar entre el valor y el trabajo viviente— supone un proceso histórico, por mucho que el capital y el trabajo asalariado mismos reproduzcan esa relación y le confieran alcance objetivo y profundidad. Y el proceso histórico constituye la historia evolutiva del capital y el trabajo asalariado. En otras palabras, el origen extraeconómico de la propiedad no significa otra cosa que el origen histórico de la economía burguesa, de las formas de producción a las que las categorías de la economía política les dan expresión teórica o ideal (…) Lo que requiere de explicación no es la unidad de los seres humanos activos y vivientes con las condiciones inorgánicas naturales de su metabolismo con la naturaleza, y por ende su apropiación de la naturaleza, que no es resultado de un proceso histórico. Lo que tenemos que explicar es la separación de esas condiciones inorgánicas de la existencia humana de su existencia activa, una separación que sólo se completa a cabalidad en la relación entre trabajo asalariado y capital. En la relación de esclavitud y servidumbre no existe esa separación; lo que pasa es que una parte de la sociedad es tratada por la otra como la mera condición inorgánica y natural de su propia producción. El esclavo no guarda ningún tipo de relación con las condiciones objetivas de su trabajo. Es más bien el trabajo mismo, tanto en forma de esclavo como de siervo, el que se ve ubicado entre los otros seres vivientes (Naturwesen) como condiciones de producción inorgánicas, al lado del ganado o como un apéndice del suelo. En otras palabras: las condiciones originales de la existencia de la producción aparecen como los prerrequisitos naturales, las condiciones naturales de la existencia del productor, al igual que su cuerpo viviente, si bien reproducido y desarrollado por él, no es establecido originalmente por él sino aparece como su prerrequisito57.

Como podemos ver, la posibilidad de revelar el carácter real de la relación entre el sujeto trabajador y su objeto, junto con el potencial emanci314

pador inherente a esa revelación, surge tan sólo bajo las condiciones del capitalismo, como resultado de un largo proceso de desarrollo histórico y productivo. Porque, todo lo contrario del esclavo que «no guarda ningún tipo de relación con las condiciones objetivas de su trabajo», el sujeto trabajador de la «esclavitud asalariada» sí entra en el marco objetivo de la empresa capitalista como un sujeto trabajador. Ello es así a pesar del hecho de que su carácter de sujeto se ve de inmediato borrado en el punto de entrada en el «taller despótico», que tiene que funcionar bajo la autoridad absoluta del seudosujeto usurpador, el capital, transformador del sujeto real, el trabajador, en una simple pieza en la maquinaria productiva del sistema del capital. Y puesto que el sujeto trabajador bajo el sistema del capital está condenado a existir como un trabajador abstracto, por ser un desposeído —todo lo contrario del esclavo y el siervo, que de ninguna manera son «desposeídos» sino partes integrantes de la propiedad, y por consiguiente muy lejos de resultar «abstractos»—, el «esclavo asalariado» queda completamente a merced de la capacidad y la buena voluntad que tenga el capital para emplearlo, de las cuales dependerá su propia supervivencia. Tal cosa, una vez más, contrasta abiertamente con la relación original (primitiva) entre el sujeto trabajador y las condiciones objetivas (necesarias) de su actividad productiva. Porque esa relación se caracteriza por «la unidad de los seres humanos vivientes y activos con las condiciones inorgánicas naturales de su metabolismo con la naturaleza». Así, el verdadero problema de la relación sujeto-objeto es cómo reconstituir —en un nivel plenamente acorde con el desarrollo productivo de la sociedad alcanzado históricamente— la necesaria unidad de los sujetos trabajadores con las condiciones objetivas realizables de su actividad de vida significativa. La identidad del sujeto y el objeto nunca existió, ni podría existir jamás. Pero, comparado con el pasado, la reconstitución cualitativamente diferente de la unidad entre el trabajo viviente como el sujeto activo, y las condiciones objetivas requeridas para el ejercicio de las energías humanas creativas, en concordancia con el nivel de avance productivo alcanzado, es tanto factible como necesaria. La oposición —y bajo el dominio del capital ciertamente la contradicción antagónica— entre el trabajo viviente y las condiciones necesarias de su ejercicio constituye un obvio absurdo: el más sucio de los ardides de la «astucia de la

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razón» hegeliana. La mistificación filosófica manifiesta en el postulado de la identidad sujeto-objeto es el corolario obligado de esa relación objetiva pero absurda, tal y como se la percibe desde la perspectiva del capital. Porque la contradicción en cuestión sólo puede ser reconocida en términos que continúen siendo del todo compatibles con los imperativos estructurales del capital como el modo eternizado de controlar el metabolismo social. Es por eso que el remedio social actualmente factible de reconstituir en un nivel cualitativamente más alto la unidad del sujeto trabajador con las condiciones objetivas de su actividad tiene que ser metamorfoseado en el postulado místico del sujeto-objeto idéntico. Como vimos en el Capítulo 6, tenemos en verdad ante nosotros una «identidad sujeto-objeto» muy peculiar, aun si en su descarnada realidad resulta muy diferente de su idealización filosófica. Al reflejar el trastrocamiento práctico fetichista de la relación entre el sujeto trabajador real y su objeto, tanto su medio de trabajo como su producto como trabajo acumulado en forma de acumulación del capital —que con ello asume usurpadoramente para sí el papel de sujeto al mando—, la idealización filosófica mistificadora consiste en hacer derivar la especulativa «conciencia de sí mismo» o «identidad sujeto-objeto» del discurso filosófico de la autoidentificación de los propios pensadores con los objetivos explotadores que emanan de las inalterables premisas prácticas del capital, como sujetoobjeto que se impone a sí mismo, aunada a la simultánea eliminación del sujeto real (el trabajo viviente y no acumulado, el sujeto trabajador genuino) del cuadro filosófico. Es por eso que la elusiva búsqueda del «sujetoobjeto idéntico» —como una ficticia solución conciliadora del problema, que deja a la relación explotadora misma de pie en el mundo de la pretendida «realidad racional»— persiste en nuestros días como una obsesionante quimera filosófica. Hegel afirma taxativamente que el conocimiento real no puede satisfacerse con la apariencia sino, como él lo expone, debe «llegar a una posición en que la apariencia se identifique con la esencia»58. Es así como describe todo el proceso, admitiendo que no es sin «ambigüedad», pero sí superando a su modo la reconocida ambigüedad: Este proceso dialéctico que la conciencia ejecuta en sí misma (…) constituye precisamente lo que denominamos Experiencia. (…) la conciencia conoce 316

algo; ese algo constituye la esencia o lo que es per se. Ese objeto, sin embargo, es también el per se, la realidad inherente, para la conciencia. De aquí proviene la ambigüedad de esa verdad. (…) puesto que lo que primero apareció como objeto es reducido, cuando pasa a la conciencia, a lo que el conocimiento concibe de él, y la naturaleza implícita, lo real en sí mismo, se convierte en aquello que la conciencia tome como entidad per se; (…) Es esa circunstancia la que lleva adelante toda la sucesión de las modalidades y actitudes de la conciencia según su propia necesidad. Es tan sólo esa necesidad, ese originamiento del nuevo objeto —que se le presenta a la conciencia sin que ésta sepa cómo llegó allí— lo que nosotros, que observamos el proceso, vamos a ver ocurrir, por así decirlo, a sus espaldas. (…) En virtud de esa necesidad, ese camino a la ciencia es en sí mismo ciencia eo ipso y, más aún, en lo que atañe a su contenido, Ciencia de la Experiencia de la Conciencia (…) Al abrirse paso hacia su verdadera forma de existencia, la conciencia llegará a un punto en el que dejará a un lado su apariencia de verse obstaculizada por lo que le es foráneo, por lo que es sólo para ella y existe como otro; llegará a una posición en la que la apariencia se identifique con la esencia, en la que, en consecuencia, su exposición coincida exactamente con ese mismo punto, esa misma etapa de la ciencia propia de la mente. Y, finalmente, cuando aprehenda esa su propia esencia, implicará la naturaleza del conocimiento absoluto mismo59.

De seguro el «conocimiento absoluto» producido especulativamente, bajo todos los nombres generosamente descritos por Hegel en su Lógica citada más atrás, resulta sumamente acomodaticio en todas sus formas y en todo contexto. Porque en su autoconstitución todo se reduce a aprehender «su propia esencia» a través del «proceso dialéctico que la conciencia ejecuta en sí misma», como conviene a los procedimientos de la filosofía idealista. Sin embargo, cuando la cuestión es la necesidad práctica de vencer la dominación esclavizadora de la objetización alienante, reforzada constantemente por el poder trastrocador del fetichismo de la mercancía, es preciso hallar una manera muy distinta de barrer con la falsa apariencia, si se quiere efectivamente ganar el control sobre las relaciones sustantivas estructuralmente arraigadas del orden social establecido. Porque bajo el dominio del modo de control alienante/fetichista del capital —que convierte a los 317

sujetos trabajadores en meros objetos totalmente dominados por el sujeto usurpador del capital—, «una relación social definida entre los hombres asume ante sus ojos la forma fantástica de una relación entre las cosas»60, o en otras palabras asume la forma mistificadora de «relaciones materiales entre las personas y relaciones sociales entre las cosas»61. Como resultado, «su propia acción social toma la forma de la acción de objetos que rigen a los productores en lugar de ser regidos por ellos»62. Ninguna conciencia especulativa «que aprehenda su propia esencia» podría servir de alguna ayuda para cambiar ese estado de cosas. Porque la verdad histórica dolorosamente apremiante es y seguirá siendo que «El proceso de vida de la sociedad, que está basado en el proceso de la producción material, no se despoja de su velo místico hasta que es tratado como producción por los hombres libremente asociados, y regulado concientemente por ellos de acuerdo con un plan establecido»63. Por eso había que despojar a la ciencia de su envoltorio especulativo. Había que reorientarla radicalmente —de acuerdo con sus objetivos emancipadores previstos, prácticamente vitales y efectivos, en el sentido marxiano.

LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA TODAS las obras principales de Marx llevan el título o subtítulo «Una crítica de la economía política», comenzando por los manuscritos de 18571858, de publicación póstuma, Grundrisse zu einer Kritik der Politischen Economie (es decir, Bosquejos de una crítica de la economía política), seguidos por el libro que él mismo publicó en 1859 bajo el título Una contribución a la crítica de la economía política, para culminar con su magistral aunque no terminado El capital, que lleva por subtítulo Una crítica de la economía política. Además, los extensos volúmenes de su Teoría del plusvalor también pertenecen al mismo complejo de investigaciones. Así, obviamente, el ajuste de cuentas con la economía política ocupó un lugar central en la obra de toda la vida de Marx. Tenía que existir una muy buena razón para que Marx le dedicase tantos años de su vida a la valoración crítica de la economía política. Como lo dio a conocer en su «Prefacio» de 1859 a Una contribución a la crítica de

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la economía política, ello se dio porque se convenció de que «la anatomía de la “sociedad civil” hay que buscarla en la economía política»64. Comprensiblemente, oponía en los términos más directos la economía política clásica con la economía «vulgar», diciendo que por economía política clásica entiendo aquella que desde los tiempos de W. Petty ha investigado las relaciones de producción reales en la sociedad burguesa, en contraposición con la economía vulgar, que sólo se ocupa de las apariencias y rumia sin cesar los materiales que por largo tiempo ha venido aportando la economía científica, para buscar en ellos explicaciones válidas de los fenómenos más abstrusos, para el uso diario burgués, pero del resto se limita a sistematizar de manera pedante y proclama como verdades eternas las ideas trilladas que la burguesía autocomplaciente sostiene respecto a su propio mundo, para ellos el mejor de los mundos posibles65.

Sin embargo, el abierto tratamiento y rechazo de la «economía vulgar» resulta ser de importancia completamente secundaria en esta empresa. El verdadero blanco de la crítica marxiana es la economía política clásica, precisamente porque en su tiempo él había investigado —reconocidamente desde la perspectiva del capital— las relaciones de producción reales en la sociedad burguesa. La gran tarea socioeconómica práctica es la sustitución radical del propio orden burgués, lo que implica, por supuesto, la superación crítica de aquellas teorías que encarnan genuinos descubrimientos científicos reveladores de la naturaleza de ese orden reproductivo social, al contrario de sus vulgarizaciones apologéticas pedantes y vacuas. Es ésa la única manera de aprender de la «anatomía de la sociedad civil» históricamente conocida incorporada a la obra de la economía política clásica. Eso significa un proceso de aprendizaje emprendido con la finalidad de poder ir más allá de la «sociedad civil» descrita en la economía política clásica, sin importar cuán idealizada pueda estar la imagen presentada por los grandes representantes de la teoría económica. Porque la idea de una superación crítica no se puede hacer equivaler simplistamente a la noción de una negación y rechazo directos. Una crítica válida debe incorporar también los puntos fuertes —es decir, los logros reales— del adversario científico, en el sentido dialéctico de una «superación preservadora» y una «preservación superadora».

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Las características definitorias de la «forma histórica nueva» propugnada por Marx —la alternativa hegemónica del trabajo al modo de reproducción metabólica social establecido— tienen que ser formuladas en sus propios términos de referencia. Pero ese proceso no puede darse en un vacío histórico. El punto de contacto teórico importante entre el orden social existente y la sociedad alternativa prevista sólo puede serlo la economía política clásica, puesto que esta última contiene genuinamente la «anatomía de la sociedad civil». Porque en nuestra propia época la economía política clásica continúa desempeñando un papel importante —tanto de manera directa como a través de sus vulgarizaciones apologéticas66— en los procesos reguladores del orden capitalista. Los puntos de crítica declarados por Marx, o por cualquier otro, con el fin de superar permanentemente a las generalizaciones teóricas representativas formuladas por las figuras clásicas de la economía política desde el punto de vista del capital, adquieren validez sólo si las raisons d’être —es decir las determinaciones estructurales objetivas en las raíces de las teorías involucradas— son puestas de relieve en el sentido de una «crítica inmanente». Es decir, una crítica que reconozca también las circunstancias especiales y las motivaciones históricas de los pensadores en cuestión, y no sólo sus limitaciones de clase vistas desde el punto de vista cualitativamente diferente y la necesaria distancia de la «forma histórica nueva» prevista. Por eso no podemos sorprendernos al leer los generosos comentarios que hace Marx de la economía política clásica, indicando al mismo tiempo las razones por las que ésta tuvo que adoptar una posición limitada y problemática. Para citarlo: La economía política en verdad ha analizado, si bien de manera incompleta, el valor y su medida, y ha descubierto lo que yace bajo esas formas. Pero nunca ha hecho la pregunta de por qué el trabajo está representado por el valor de su producto y el tiempo de trabajo por la medición de ese valor. Esas fórmulas, que llevan impresas sobre ellas en letras bien claras que pertenecen a un estadio de la sociedad en el que el proceso de producción ejerce dominio sobre el hombre, en lugar de ser controlado por él, esas fórmulas, insisto, aparecen ante el intelecto burgués como si fuesen una necesidad impuesta por la naturaleza, tan patente como el propio trabajo productivo. (…)

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La insuficiencia del análisis de Ricardo de la medición del valor, que es con mucho el mejor de todos, aparecerá a partir de los libros 3º y 4º de su obra. En lo tocante al valor en general, el punto débil de la escuela clásica de la economía política es que en ninguna parte distingue, expresamente y a plena conciencia, entre el trabajo tal y como aparece en el valor de un producto y el mismo trabajo cuando aparece en el valor de uso de ese producto. (…) Constituye una de las principales fallas de la economía clásica el que nunca haya podido descubrir, mediante su análisis de las mercancías y en particular de su valor, la forma bajo la cual el valor se transforma en valor de cambio. Hasta Adam Smith y Ricardo, los mejores representantes de la escuela, tratan la forma de valor como algo carente de toda importancia, sin conexión con la naturaleza inherente de las mercancías. La razón para esto no es solamente que su atención esté absorbida por completo por el análisis de la medición del valor. Es más profunda. La forma de valor del producto del trabajo no es sólo la forma más abstracta, sino también la más universal que asume el producto en la producción burguesa, y marca a esa producción como una especie en particular de la producción social, confiriéndole así su carácter histórico especial. Si entonces tratamos a ese modo de producción como si estuviese fijado eternamente por la naturaleza para todo estadio de la sociedad, obligatoriamente pasaremos por alto lo que constituye la diferencia específica de la forma de valor, y en consecuencia de la forma de mercancía y de sus desarrollos ulteriores, la forma de dinero, la forma de capital, etcétera. Por consiguiente hallaremos que los economistas, que están en total acuerdo en que el tiempo del trabajo es la medida de la medición del valor, tienen las ideas más extrañas y contradictorias del dinero, la forma perfeccionada del equivalente general67.

ESO nos conduce a un aspecto de la mayor importancia metodológica. Porque a través del examen crítico de la manera como la economía política clásica trata a la forma de dinero, Marx enfoca la atención sobre una inversión metodológicamente frecuente —y a la vez socialmente muy reveladora— de las relaciones históricas reales involucradas. Dicha inversión inevitablemente transubstancia de modo conciliador la naturaleza real de los procesos en marcha.

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Tratando de dilucidar un problema aparentemente más complicado, Marx insiste en que «La dificultad estriba no en comprender que el dinero es una mercancía, sino en descubrir como, por qué y con qué medios una mercancía se convierte en dinero»68. Para hacerlo, no basta con señalar las fallas y las insuficiencias de las explicaciones ofrecidas por la economía política clásica. Es necesario también destacar las determinaciones sociohistóricas objetivas que subyacen a esas fallas. Por consiguiente, Marx deja en claro que Lo que sucede en apariencia no es que el oro se convierte en moneda, como consecuencia de que todas las demás mercancías expresan sus valores en ella sino, por el contrario, que todas las otras mercancías expresan universalmente sus valores en oro, porque es dinero. Los pasos intermedios del proceso se desvanecen en el resultado sin dejar huella. (…) De aquí la magia del dinero. En la forma de sociedad que ahora consideramos el comportamiento de los hombres en el proceso social de producción es puramente atómico. De aquí que sus relaciones entre ellos en la producción asumen un carácter independiente de su control y de su acción individual consciente. Esos hechos se manifiestan al comienzo con los productos asumiendo, por lo general, la forma de mercancías. Ya hemos visto cómo el desarrollo progresivo de una sociedad de productores de mercancía le confiere el carácter de moneda a una mercancía privilegiada. De aquí que el acertijo que nos plantea el dinero no es más que el acertijo planteado por las mercancías; sólo que ahora nos impresiona en su forma más deslumbrante69.

Lo que necesita de explicación aquí es, entonces, la «magia del dinero» que asume la forma del «acertijo del dinero», inseparable del «acertijo de las mercancías» en la producción de mercancías generalizada. Pero la solución de dichos acertijos requiere de la adopción del método correcto. El punto clave acá es la «differentia specifica de la forma de valor» antes mencionada. Puesto que —de acuerdo con el importante principio metodológico de que «la clave para la anatomía del simio es la anatomía de los seres humanos»70, y no al contrario, es decir que la forma más elevada de desarrollo abre la posibilidad de explicar las formas inferiores— dentro del marco de desarrollo socioeconómico históricamente más avanzado, y por ende multifacético, se torna posible hallar respuestas a los «acertijos» señalados. Pero éstos no pueden ser dilucidados sin un análisis histórico 322

plenamente abarcante del desarrollo humano que investigue tanto la relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza como entre los propios individuos, sobre su base de determinación objetiva. Es decir, de manera simultáneamente ontológica social y abarcantemente histórica. Lo que significa un análisis de la differentia specifica que tenga constantemente en mente la totalidad del desarrollo histórico conducente a la fase más avanzada, a través de la demostración de su génesis general, mientras subsume o incorpora en sus resultados explicativos también las características definitorias relevantes de las fases iniciales. En ese sentido Marx explica que «La moneda es un cristal generado por la necesidad en el curso de los intercambios, gracias al cual diferentes productos del trabajo son puestos en la práctica a equivaler entre sí, y por lo tanto son convertidos en mercancía por la práctica»71. La base sobre la cual puede tener lugar esa conversión es tanto ontológica social como histórica en un sentido amplio, que va mucho más allá de la fase capitalista del desarrollo en relación con el pasado pero también con el futuro. Para citar a Marx: Los objetos en sí mismos son externos al hombre, y en consecuencia alienables por él. Para que esa alienación pueda ser recíproca los hombres sólo necesitan tratarse, mediante un consentimiento tácito, los unos a los otros como propietarios privados de esos objetos alienables y, por implicación, como individuos independientes. Pero tal estado de independencia recíproca no puede existir en una sociedad primitiva basada en la propiedad en común, independientemente de que esa sociedad asuma la forma de una familia patriarcal, una antigua comunidad hindú o un Estado inca peruano. El intercambio de mercancías, por consiguiente, se inicia en las fronteras de esas comunidades, en sus puntos de contacto con otras comunidades parecidas, con miembros de éstas. Muy pronto, sin embargo, en cuanto los productos se hayan convertido en mercancías en las relaciones externas de una comunidad, por reacción se convertirán también en mercancías en sus intercambios internos. (…) Con el transcurso del tiempo, entonces, al menos alguna parte de los productos del trabajo tendrán que ser producidos también con una intención especial de intercambio. A partir de ese momento se establece la firme distinción entre la utilidad de un objeto para los propósitos del consumo y su utilidad para los propósitos del intercambio. Su valor de uso se vuelve diferente de su valor de cambio. (…) 323

La necesidad de una forma de valor aumenta con el creciente número y variedad de las mercancías intercambiadas. El problema y los medios de solucionarlo surgen simultáneamente. (…) Los pueblos nómadas son los primeros en desarrollar la forma dinero, porque todos sus bienes terrenales consisten en objetos portátiles que por consiguiente son directamente alienables, y a causa de su modo de vida están en un constante contacto con comunidades distintas que exige el intercambio de productos72.

Por lo tanto es necesario comprender la profundidad histórica de esos desarrollos, no sólo a fin de poder captar toda la naturaleza y la fuerza, junto con las limitaciones, de la presente forma de producción de mercancías ubicuamente generalizada, sino además los desafíos para el futuro. Porque resulta demasiado simplista concebir la institución de la alternativa hegemónica del trabajo al orden reproductivo social del capital mediante el derrocamiento político del Estado capitalista. Éste es reversible, como lo demuestra la dolorosa experiencia histórica, y sólo puede ser parte de la tarea transformadora. Porque el desafío histórico consiste en ir más allá del capital en el pleno sentido del término, abarcando todas las dimensiones del complejo proceso emancipador, incluidas sus dimensiones ontológicas sociales que se remontan muy atrás en el pasado, como lo indicamos antes. Así, tanto la apropiada comprensión de las características multidimensionales del orden establecido (que a través de su desenvolvimiento histórico real convierten a ese orden en un sistema orgánico genuino) como la correspondiente elaboración de las estrategias requeridas para su transformación radical (que también debe concebir el orden metabólico social alternativo como un sistema orgánico objetivamente sustentable) sólo pueden ser definidas en un sentido profundamente histórico. Lo que nos ofrecen las tendenciosas conceptuaciones de esos procesos concebidas desde la perspectiva del capital incluso por los mayores representantes de la economía política, es una abstracción arbitraria de la differentia specifica, es decir, las determinaciones necesarias y muy específicas de la forma más desarrollada de producción de mercancías del presente. Ocurre así por dos razones, paradójicamente complementarias. Primero, con el fin de proyectar la forma generalizada de producción de mercancías hacia el pasado más remoto. Y segundo, para poder trazar una línea de conexión directa entre las formas precapitalistas arcaicas y el 324

presente. Por ambas vías las concepciones de la economía política lograron borrar el carácter histórico de los complejos desarrollos que realmente condujeron del intercambio de mercancías esporádico y local a su forma capitalista obligadamente transitoria, debido a sus contradicciones antagónicas definitivamente explosivas, aunque universalmente prevalecientes en un período determinado. Así, las características imágenes teóricas de la economía política son formuladas desde el punto de vista del capital al servicio de la eternización del modo burgués de producción, como si estuviese «eternamente fijado por la naturaleza en cada estadio de la sociedad». Lo que se esfuma del cuadro en una forma muy reveladora es la importantísima dimensión de la génesis histórica del resultado final. Al desaparecerla se abren las puertas de la completa inversión de las relaciones realmente en desarrollo, que son antagónicas pero están afianzadas estructuralmente. Como resultado, muchas cosas pueden ser totalmente tergiversadas de una manera conciliadora «atemporal». Vimos antes que el origen histórico real de las relaciones de propiedad de la economía burguesa —gracias a las cuales los medios de producción son expropiados privadamente por las personificaciones del capital y mantenidas permanentemente bajo su control— es descaradamente tergiversado en las categorías de la economía política como neutralmente extraeconómico, y por ende exonerado por definición de toda posible crítica de explotación económica capitalista. En realidad, sin embargo, estamos hablando de un proceso inherentemente histórico —es decir, «la historia evolutiva del capital y el trabajo»— del que forman parte integrante las formas más brutales de la llamada «acumulación primitiva» de capital, incluido el exterminio de más de cien mil «vagos» y «vagabundos» nada más en Inglaterra. Además, la raison d’être del origen «extraeconómico» del proceso explotador —es decir, el permanente sometimiento del trabajo a una autoridad de mando aparte— se ve reproducida y perpetuada cabalmente bajo el capitalismo, si bien de una forma diferente. Al mismo tiempo, el aspecto clave del cambio violento de la unidad original del sujeto trabajador con las condiciones objetivas de su trabajo a la modalidad capitalista, en la que él está separado estructuralmente de esas condiciones objetivas —«una separación que sólo se completa a plenitud 325

en la relación entre trabajo asalariado y capital»— queda borrado por completo, permitiendo así tanto en economía política como en filosofía la teorización convenientemente falsa de la relación sujeto-objeto, mediante la cual el seudoobjeto usurpador del capital puede mantener para siempre, autolegitimándose, su dominio sobre el trabajo y por supuesto sobre toda la sociedad. Así, centrar la atención en lo que realmente necesita una explicación —es decir, en el caso que acabamos de mencionar el proceso histórico de la separación de los medios de producción y el trabajo viviente, y con respecto a la ya discutida «forma de dinero» misteriosa y la «relación de valor» la interrogante de por qué el «acertijo del dinero» resulta ser inseparable del «acertijo de las mercancías» en la producción de mercancías generalizada— está muy lejos de ser una pregunta académica. Va al fondo de las relaciones sociales sustantivas al poner de relieve la importancia metodológica vital de su dimensión histórica y su constante violación por parte incluso de las figuras descollantes de la economía política al servicio de la eternización del orden social del capital.

EL hecho de que un orden productivo constituya un sistema orgánico, como indudablemente ocurre con el modo de reproducción metabólica social del capital, no puede significar de ninguna manera que esté exonerado de las condiciones y determinaciones objetivas de su propia génesis histórica, aunque dicha génesis no resulte obvia a primera vista debido al poder trastrocador y mistificador de los propios procesos socioeconómicos reales, y a sus tendenciosas racionalizaciones ideológicas en economía y filosofía política. Eso lo podemos ver claramente explicado en un pasaje metodológicamente muy importante de los Grundrisse de Marx. Partiendo de la investigación de la relación histórica entre el capital y la propiedad de la tierra, definió así el punto: si la primera forma de la industria, la fabricación a gran escala, ya presupone la disolución de la propiedad de la tierra, entonces ésta, a su vez, está condicionada por el desarrollo subordinado del capital en sus formas primitivas

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(medievales) que ha tenido lugar en las ciudades, y al mismo tiempo por el efecto del florecimiento de la industria y el comercio en otros países (así, la influencia ejercida por Holanda sobre Inglaterra en el siglo XVI y la primera mitad del XVII). Esos mismos países ya habían cubierto el proceso, la agricultura resultó sacrificada a la cría del ganado y la obtención de cereales provenientes de países que ya habían sido dejados atrás, como Polonia, etcétera, por la importación (de nuevo Holanda)73.

Después de bosquejar someramente así el trasfondo histórico, a fin de aclarar esos aspectos en relación con Inglaterra (a la que Marx considera «en ese respecto el país modelo para los demás países continentales»)74 formula sus puntos metodológicos generales como sigue: Hay que tener en mente que las nuevas fuerzas de producción y las relaciones de producción no se desarrollan a partir de la nada, ni caen del cielo, ni nacen de la matriz de la Idea que se autopostula; sino desde dentro y en antítesis del desarrollo de la producción existente y las relaciones de propiedad tradicionales heredadas. Por cuanto en el sistema burgués ya completado toda relación económica presupone a cada una de las demás relaciones en su forma económica burguesa, y todo lo que se plantee constituye por consiguiente también una presuposición; ése es el caso con todo sistema orgánico. Ese sistema orgánico mismo, como totalidad, posee sus presuposiciones, y su desarrollo hacia su totalidad consiste precisamente en el sometimiento a la subordinación de todos los elementos de la sociedad, o en crear a partir de ella los órganos de que todavía carece. Es así como se convierte históricamente en una totalidad. El proceso de convertirse en esa totalidad constituye un momento de su proceso, de su desarrollo75.

Al mismo tiempo, en continuación directa de las líneas que acabamos de citar, Marx centra el enfoque en la relación entre el capital y el trabajo asalariado para comprender el proceso histórico general y los deliberados ajustes tanto económicos como políticos, que será necesario hacer cuando las condiciones de los desarrollos recién en desenvolvimiento así lo requieran, en interés del sistema del capital en expansión. Es así como ilustra el problema con un ejemplo histórico en particular: Por otra parte, si dentro de una sociedad las modernas relaciones de producción, es decir el capital, han sido desarrolladas en su totalidad, y esa sociedad

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entra entonces en posesión de un nuevo territorio, como por ejemplo colonias, entonces ella, o más bien su representante, el capitalista, encontrará que sin el trabajo asalariado el capital deja de ser capital, y que una de sus presuposiciones ya no es la propiedad de la tierra en general sino la propiedad moderna de la tierra; una propiedad de la tierra que, como arriendo capitalista es onerosa, y que, como tal, excluye la utilización directa del suelo por parte de los individuos. De aquí la teoría de las colonias de Wakefield, que el gobierno inglés sigue en la práctica en Australia. Aquí la propiedad de la tierra es encarecida artificialmente, con la finalidad de transformar a los trabajadores en trabajadores asalariados, para hacer que el capital actúe como capital y lograr así que la nueva colonia resulte productiva, a fin de desarrollar la riqueza en ella en vez de emplearla, como en Estados Unidos, para la liberación momentánea de los trabajadores asalariados. La teoría de Wakefield resulta de infinita importancia para una correcta comprensión de la moderna propiedad de la tierra76.

Como podemos ver, el sistema orgánico del capital desarrollado a plenitud no puede mantener con éxito su necesario modo de reproducción autoexpansionista sin una dominación apropiadamente rentable del trabajo asalariado bajo toda circunstancia, incluida la instauración completamente inusual de una forma de expansión colonial inédita en Australia. Porque la dominación económica del trabajo seguirá siendo siempre la presuposición vital del sistema, incluidas las condiciones de la producción de mercancías generalizada. Naturalmente, la propiedad de la tierra tiene que ser convertida en agricultura capitalista a fin de que encaje de manera apropiada en el sistema orgánico del capital, o de lo contrario trastornará precisamente el carácter orgánico de ese sistema. El resultado será, obviamente, asunto de la relación de fuerzas bajo las circunstancias prevalecientes. Dada la dominación histórica de la producción de mercancías generalizada en Inglaterra para el momento en que surge la necesidad de instituir las condiciones de la agricultura capitalista en la Australia ocupada colonialmente, no puede caber duda en cuanto a la instauración de la necesaria presuposición del trabajo asalariado rentable, que se lograría mediante la subordinación de todos los elementos de la sociedad por parte del capital, y así «crear a partir de ella los órganos de los que todavía carece».

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La exactitud con que son creadas las presuposiciones depende, por supuesto, de la naturaleza de las circunstancias prevalecientes; en el caso de la Australia del siglo XIX, obviamente muy diferentes de la génesis histórica del sistema del capital en su totalidad. En el contexto presente no importa en lo absoluto si el establecimiento de las presuposiciones requeridas asume la forma «amable» de los ajustes político-económicos recomendada por Wakefield en la Australia del siglo XIX, bajo las condiciones de pleno desarrollo de la producción de mercancías generalizada en la «madre patria» colonial, o la brutalidad y violencia extremas de la acumulación primitiva de capital analizada a fondo en El capital de Marx. Pero es muy importante tener en mente que el desarrollo del sistema del capital como totalidad posee una profundidad histórica y un abanico de determinaciones metabólicas ontológicas sociales —como claramente lo indicaba el propio Marx en algunos pasajes de El capital ya citados— incomparablemente más amplio que el de los contados siglos de su fase capitalista específica. Si no se comprende la naturaleza de esas determinaciones, algunas de las cuales se remontan a miles de años en el pasado, no es posible tener una medición apropiada del sistema orgánico del capital, y en especial no de los desafíos que habrá que afrontar y vencer a través del sistema orgánico cualitativamente diferente de la necesaria alternativa hegemónica al modo de reproducción metabólica social establecido. Tendremos que regresar a este aspecto en la siguiente sección, que trata de la cuestión de «la autocrítica como principio metodológico». Porque los trágicos fracasos y contramarchas del pasado tuvieron mucho que ver con los problemas subyacentes. La orientación eternizante de la economía política contradecía en todo sentido los importantes principios metodológicos enumerados por Marx en los Grundrisse citados. Ella trata a su idealizado orden socioeconómico y político como «caído del cielo o nacido de la Idea que se autopostula». No le interesaba en lo más mínimo lo que ocurría antes de su entrada al escenario histórico, y menos aún lo que pudiese venir después de ella. Las cuestiones del «antes» y «después» no podían formar parte alguna de su marco explicatorio, salvo en forma de proyecciones arbitrarias hacia atrás y hacia delante, postuladas sobre la base del proclamado carácter «natural» incambiable de lo existente.

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La circunstancia de que «en el sistema burgués ya completado toda relación económica presupone a cada una de las demás relaciones en su forma económica burguesa, y todo lo que se plantee constituye, por consiguiente, también una presuposición» fue considerada hasta por las figuras descollantes de la economía política un fundamento lo bastante amplio como para suponer la validez eterna de los principios operantes de su orden reproductivo, establecido históricamente y ahora dominante, pasando por alto el hecho de que el tipo de relación circular entre lo que resulta ser postulado y lo que ha constituye una presuposición en su orden es característico de todos los sistemas orgánicos, independientemente de la duración de su ciclo de vida; es decir, que la relación de ese tipo no puede ofrecer ninguna clase de garantía para el futuro. De esa manera la orgullosa eternización del orden establecido característica de su enfoque constituía al mismo tiempo un círculo vicioso incorregible. En otras palabras, equivalía a la apologética circular del modo de reproducción metabólica social estructuralmente afianzado, orientado a hacer desaparecer en las imágenes teóricas concebidas desde la perspectiva del capital tanto la génesis histórica de su sistema como la factibilidad de su superación histórica. Sin duda, la circularidad inseparable de la eternización teórica ofrecida por la economía política no era en modo alguno una pura invención de los pensadores involucrados. Tenía sus raíces en la circularidad perversa del propio sistema del capital y su constitución objetiva. Es decir, se correspondía con el hecho de que la mercancía es tanto la presuposición como el producto del desarrollo del capital como un sistema de la reproducción social en desenvolvimiento global. En ese sentido, si no se comprende la precisa naturaleza de la circularidad objetiva del sistema del capital —mediante la cual el trabajo viviente como trabajo objetizado y alienado se convierte en capital, y como capital personificado se enfrenta al trabajo y lo domina— no podrá haber escapatoria del círculo vicioso de la autorreproducción expandida del capital. Porque el poder que domina al trabajo es el poder circularmente transformado del trabajo social mismo, que asume una «forma atrofiada/falseada» y se hace valer en la desconcertante «situación fetichista en la que el producto es el propietario del productor»77. En otras palabras, «el “carácter social”, etcétera,

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del trabajo del obrero se le enfrenta a él, “como noción” y también “de hecho”, no sólo como ajeno sino además hostil y antagónico, objetizado y personificado en el capital»78. Así, para poder ser capaces de romper el círculo vicioso del capital como el modo de reproducción metabólica social establecido, es necesario enfrentarse al fetichismo del sistema en su forma plenamente desarrollada de producción de mercancías generalizada, como está reflejada en, y sistemáticamente conceptualizada por, las grandes figuras de la economía política en su «anatomía de la sociedad civil». En ese sentido, aunque resulta comprensible que la circularidad eternizante de la economía política refleje, y de manera conciliadora conceptualice la circularidad perversa pero objetiva del propio sistema del capital, ello no representa en modo alguno el cuadro completo. Si lo fuese, en ese caso la «crítica inmanente» ejercida generosamente por Marx —en pleno reconocimiento del fundamento objetivo de las determinaciones y los notables logros científicos de la economía política clásica— no se hubiese transformado, como en verdad tenía que hacerlo, en una crítica radical de las imágenes teóricas concebidas desde la perspectiva del capital. La razón de peso por la que incluso los clásicos de la economía política tenían que ser sometidos a una crítica radical, era que su conformidad con el punto de vista del capital necesariamente traía consigo no nada más «pasar por alto» sino, peor aún, racionalizar y justificar ideológicamente y con devoción las características estructurales antagónicas más profundas del modo de control metabólico social establecido. Así, cuando los mejores representantes de la escuela clásica reconocían explícitamente alguna contradicción flagrante —como por ejemplo cuando Adam Smith condenó el hecho de que «la gente que viste al mundo anda cubierta de harapos», como vimos antes— esa crítica, a pesar de la obvia severidad que le apreciamos, seguía siendo una percepción aislada, que jamás ponía en duda la idealización general del sistema del capital. Ni siquiera Adam Smith podía ver alguna contradicción entre las miserables condiciones de vida de la inmensa mayoría de la gente que, cubierta de harapos, viste al mundo, y su propio elogio efusivo del orden reproductivo social del capital en su totalidad como el sistema natural de la libertad y la

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justicia perfectas79. Los principales representantes de la economía política clásica no tenían ninguna motivación para una valoración crítica de su «sistema orgánico» establecido. Les bastaba que fuese orgánico y que funcionase como un modo exitosamente en expansión de controlar la reproducción social. El hecho de que la dinámica tendencia histórica autoexpansionista del sistema del capital, basada en el necesario sometimiento estructural del trabajo, estuviese llena de contradicciones antagónicas definitivamente explosivas no podía ejercer ni el menor peso en ellos. Porque la interpretación del sistema orgánico establecido —que ellos equiparaban con el orden natural perfecto— resultaba incompatible con una concepción histórica adecuada. Es por eso que un gran genio filosófico, Hegel, que se identificaba con el punto de vista de la economía política del capital, tenía que terminar la historia en el presente, postulando que la Europa colonialmente dominante era «absolutamente el fin de la historia» en su propia versión del «sistema orgánico» presente, que se correspondía con el eterno presente de la Idea Absoluta históricamente objetizada y plenamente realizada. La única manera de formular una teoría histórica genuina en la época de Marx, bajo el impacto motivador del torbellino socioeconómico del siglo XIX y las grandes revueltas políticas, era cuestionando de manera radical la circularidad objetiva del sistema orgánico antagónico del capital, junto con sus concepciones conciliadoras. Para poder hacer eso en términos metodológicamente viables había que cambiar el punto de vista del análisis de la perspectiva antihistórica del sistema orgánico del capital —un sistema absolutamente inconcebible sin el sometimiento permanente y la dominación estructural explotadora del trabajo— al de la alternativa hegemónica del trabajo como un sistema orgánico históricamente abierto. Sólo quienes poseyesen una percepción real de la naturaleza de los desarrollos económicos y políticos en dramático desenvolvimiento —marcados por explosiones revolucionarias debidas a las crisis cada vez mayores, en una etapa mucho más avanzada de las confrontaciones históricas que la de la época de Adam Smith— podían involucrarse en la crítica radical del propio orden establecido y de sus concepciones conciliadoras, y quienes estaban en posesión de esa percepción tenían también un legítimo interés principal, no en propugnar los ajustes acomodaticios tradicionales, en 332

sintonía con el punto de vista de la economía política, sino en concebir un orden social alternativo, más allá de la adversariedad incurable de las relaciones de clase explotadoras del sistema del capital. El hecho de que Marx (y su compañero de armas Engels) compartiesen con los clásicos de la economía política su formación social burguesa no podía constituir una traba en ese respecto. Por el contrario. Ello no podía más que subrayar el nuevo basamento histórico y la urgencia del cambio requerido en el punto de vista estratégico de la orientación. Porque la creciente destructividad del modo de control metabólico social del capital amenazaba con la devastación de la humanidad entera, incluidos aquellos que para el momento estuviesen disfrutando de sus privilegios. La perversa lógica destructiva de un sistema orgánico social que todo lo abarca, empeñado en destruir definitivamente a la naturaleza misma como base necesaria de la existencia humana, implica no sólo a algunas de sus partes sino a todas ellas, y por consiguiente al sistema mismo en su conjunto. Marx estaba absolutamente conciente de eso. Naturalmente, si se quería que fuese históricamente sustentable también la alternativa prevista, tenía que constituir un sistema orgánico. Porque un sistema orgánico de reproducción social firmemente establecido, desarrollado y extendido globalmente en todas sus dimensiones ontologías e históricas sociales a lo largo de muchos siglos, sólo podía ser reemplazado por otro sistema orgánico. Al mismo tiempo, la inevitable implicación de la demostración de la génesis del modo de control social del capital a través de la crítica marxiana, lograda poniendo intensamente de relieve las necesarias determinaciones históricas de todo sistema orgánico de reproducción social, era que había que aplicarles las mismas consideraciones al orden alternativo de la «forma histórica nueva» previsto, y ciertamente con un mayor énfasis en la consistencia histórica extendida por sobre todas sus dimensiones. Es decir, el orden metabólico social alternativo tenía que ser concebido e instituido a través de la práctica social sostenida como un sistema orgánico sustantivamente equitativo, capaz de examinar y alterar no sólo los limitados procesos reproductivos del día a día, sino también sus presuposiciones más fundamentales, cada vez que el desarrollo histórico así lo exigiese.

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La crítica radical de la economía política, en conjunción con la elaboración de los principios orientadores vitales de una autocrítica libre de los principios de los viciadores intereses creados, formaba parte necesaria de esa empresa.

LA AUTOCRÍTICA COMO PRINCIPIO METODOLÓGICO LA adopción consciente y el sostenimiento exitoso del principio orientador de la autocrítica, constituyen un requerimiento absolutamente fundamental de la alternativa hegemónica históricamente sustentable al orden metabólico social del capital como sistema orgánico. Puesto que no puede permitírsele entrar en ningún conflicto con las determinaciones históricas necesariamente abiertas del orden reproductivo alternativo del trabajo —por el contrario, tiene que constituir una garantía vital contra todas las tentaciones de recaer en un cierre autocomplaciente, y con ello en la reproducción de intereses creados viciadores que se correspondan con el modelo tradicional del pasado— la lealtad prevista, y seguida a conciencia, al principio metodológico operativo tanto teórico como práctico de la autocrítica necesita ser abrazada como un rasgo permanente de la formación social nueva y positivamente perdurable. Porque precisamente a través del ejercicio genuino y continuo de ese principio orientador se hace posible corregir a tiempo las tendencias que de otro modo no solamente aparecerían sino, peor que eso, además se consolidarían a favor de la osificación de una etapa dada del presente, socavando así las posibilidades de un futuro sustentable. Ello es así porque no es posible concebir la coordinación e integración consensual de las medidas variadas, pero al inicio sólo localmente/parcialmente adoptadas, y como resultado las decisiones potencialmente conflictivas, en un todo coherente sin una autocrítica real. El tipo de conflicto potencial del que hablamos, debido a la circunstancia de que algunas medidas y decisiones importantes son tomadas al principio sólo localmente/ parcialmente antes de que puedan ser evaluadas sobre una base abarcante, tiene que ser, de hecho, más inevitable que nunca en la modalidad socialista del proceso de reproducción social, en vista del carácter sustan-

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tivamente democrático basado en la superación de la división vertical/ jerárquica del trabajo. Por esa razón resulta asunto de gran importancia lograr una manera apropiada de estar en guardia —mediante la autocrítica abrazada a conciencia por el pueblo involucrado— en contra de los peligros que podrían resultar de tales probables conflictos. Como lo mencionamos en la sección anterior, el sistema orgánico del trabajo —cualitativamente diferente— de la necesaria alternativa hegemónica al modo de reproducción metabólica social establecido, es inconcebible sin la adopción consciente de la autocrítica como su principio orientador vital. Al mismo tiempo, es imposible concebir la adopción y el ejercicio consciente de la autocrítica como principio orientador permanente sin algún tipo de reproducción social que tendrá que autosostenerse exitosamente como un sistema orgánico auténtico sin el peligro de ser descarrilado de su trayectoria de desarrollo histórico abierto. Porque estamos hablando de una correlación dialéctica entre el sistema orgánico cualitativamente diferente necesitado en el futuro y el necesario principio orientador de la autocrítica, en conjunción con la cual el nuevo tipo se hace definitivamente factible. Ni el nuevo tipo de sistema orgánico cualitativamente diferente ni el principio orientador y operativo de la autocrítica genuina se pueden desarrollar a plenitud y funcionar positivamente el uno sin el otro. Sin embargo, no se puede permitir que esa reciprocidad dialéctica constituya un círculo a conveniencia, y mucho menos una excusa preestablecida para justificar la ausencia de ambos, estableciendo apologéticamente en cada lado que sin la disponibilidad a toda escala del otro no se podría hacer ningún progreso hacia la realización de éste en particular, o viceversa. Porque, como sabemos, es así como un círculo conveniente asumido se convierte en círculo vicioso definitivo. En verdad, la correlación dialéctica entre el nuevo sistema orgánico y el órgano de la autocrítica se autodefine precisamente como la mutualidad de la ayuda al otro incluso en una etapa temprana de su desarrollo histórico, una vez que surge la necesidad de instituir la alternativa hegemónica del trabajo a partir de la profunda crisis estructural del orden reproductivo social del capital, cada vez más destructivo. En vista del hecho de que la necesaria alternativa al sistema orgánico del capital, en nuestro tiempo universalmente destructivo, tiene que ser

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un sistema cualitativamente diferente pero no obstante orgánico, sólo el método de reproducción social comunal puede calificar verdaderamente en este respecto. En otras palabras, tan sólo el sistema organizado comunalmente es capaz de proporcionar el marco general para el desarrollo continuado de las partes constitutivas multifacéticas, y sustantivamente equitativas, del modo de integración socialista de todos los individuos y fuerzas colectivas creadoras en un todo coherente, como un sistema orgánico de reproducción metabólica social. Y el éxito de esa empresa es factible sólo si la integración prevista en el nuevo tipo de sistema orgánico se cumple de manera tal que las partes se apoyen recíprocamente y se refuercen entre sí sobre una base positivamente abierta, en el espíritu de la autodeterminación consciente, proporcionándoles así a los productores libremente asociados la esfera de acción necesaria para su autorrealización como «individuos sociales ricos» (en palabras de Marx), mediante su forma plenamente sostenible de interacción metabólica social entre ellos mismos y con la naturaleza. Ese es un requerimiento esencial de la «forma histórica nueva» como la necesaria alternativa hegemónica del trabajo al orden metabólico social del capital. Evidentemente, el principio de la autocrítica forma parte integral del necesario espíritu de autodeterminación consciente de los productores libremente asociados. Pero resulta igual de evidente que la autodeterminación de los individuos sociales merece ese nombre sólo si su aplicación del principio orientador vital de la autocrítica es el resultado de un acto voluntario escogido a conciencia. Cualquier intento arbitrario de imponerle desde arriba al pueblo el ritual de la autocrítica, como nos lo hizo saber el pasado estalinista, no podrá significar otra cosa que una lamentable caricatura de éste, con consecuencias contraproducentes y retrocesos de largo alcance en el desarrollo histórico real.

PUESTO que el sistema comunal —en contraste total con la lógica autoexpansionista del capital, inalterable y destructivamente ciega— no puede depender de determinaciones económicas que «trabajan a espaldas de los individuos», su única manera factible de poner en orden sus asuntos, de acuerdo con las determinaciones voluntarias de los individuos libremente asociados, es la plena activación del principio orientador y operativo 336

de la autocrítica en todos los niveles. Ello significa activarlo positivamente en concordancia con los intereses individuales particulares, hasta llegar a los procesos de toma de decisiones más elevados y complejos de la interacción social abarcante, con su inevitable impacto sobre la naturaleza. Y en la inevitabilidad de ese impacto implica profundamente no sólo las obvias determinaciones temporales del presente, sino también la dimensión histórica a más largo plazo del modo de control metabólico social general cualitativamente nuevo, y designado a conciencia, del sistema orgánico comunal. Deberemos regresar más adelante en esta sección a la discusión de algunas de las determinaciones contrastantes del sistema comunal radicalmente diferente, como la única alternativa histórica sustentable al sistema orgánico del capital, cada vez más destructivo. Pero primero es necesario considerar las posibilidades y limitaciones de la autocrítica en términos generales, y no en relación con sus potencialidades considerablemente modificadas para contribuir al funcionamiento del sistema comunal. No hace falta decirlo, la autocrítica constituye (o al menos debería hacerlo) una parte integral de la actividad de los intelectuales en particular. Cuando pensamos en algunos grandes logros intelectuales, independientemente del escenario social a que están asociados —como por ejemplo la síntesis filosófica hegeliana—, la contribución creativa a la autocrítica resulta bastante clara, a veces hasta explícitamente declarada. Sin embargo, las limitaciones quedan también en clara evidencia cuando consideramos el impacto negativo de las determinaciones sociales problemáticas, incluso en el caso de empresas filosóficas tan monumentales como la síntesis hegeliana. Pero eso no debería sorprendernos en lo más mínimo. Porque existen algunas situaciones históricas y restricciones sociales asociadas en las que hasta un gran pensador halla imposible «saltar sobre Rodas», en palabras del propio Hegel. La Revolución Francesa y la fase ascendente del desarrollo histórico del sistema del capital le ofrecían una esfera de acción en positivo al logro hegeliano. Sin embargo, debido a la insuperable dimensión explotadora de las determinaciones más profundas del sistema del capital —que fueron asumiendo una forma cada vez más dominante con el paso del tiempo, trayendo consigo graves implicaciones para el futuro en la fase descendente del desarrollo del orden burgués—, la aceptación incondicional de las contradicciones del sistema y la defensa de 337

sus antagonismos estructurales definitivamente explosivos se hizo extremadamente problemática, lo que acarreó en la filosofía hegeliana una conciliación conservadora articulada de manera especulativa. En consecuencia, como vimos antes, Marx caracterizó acertadamente la limitación social que intervino en contra del intento autocrítico —y a su manera también crítico— de ese gran filósofo, subrayando que «el punto de vista de Hegel es el de la economía política moderna»80. La aceptación de ese punto de vista trae consigo, por supuesto, consecuencias de largo alcance. Porque en su espíritu las ineludibles presuposiciones conciliadoras y los complicados imperativos prácticos de la economía política del capital entran en escena, aunque Hegel los transustancie con gran consistencia, afectando profundamente de manera especulativa el carácter general de una síntesis de la filosofía antes absolutamente inconcebible. En el transcurso del presente estudio hemos visto muchos ejemplos de ese enfoque conciliador, que Hegel presenta en nombre del «Espíritu Mundial» desde la perspectiva de la economía política del capital. Pero hemos visto también que cuando las limitaciones que se corresponden con la perspectiva del capital entran en escena y socavan el intento crítico —no sólo en el sistema hegeliano, sino también en la obra de los otros pensadores de envergadura que conciben el mundo desde el punto de vista de la economía política del capital, incluido Adam Smith— ellos mismos interiorizan, más o menos concientemente, las presuposiciones e imperativos prácticos más problemáticos del sistema, articulando de ese modo la posición que encarna los intereses socioeconómicos fundamentales, así como los valores más importantes, de un orden reproductivo social con el que ellos se identifican. Es eso lo que fija los límites definitivos incluso a su autocrítica mejor intencionada. Evidentemente, en el caso de los pensadores en cuestión no se trata de ninguna especie de fatalidad de las determinaciones de clase. Existen muchos intelectuales y figuras políticas, incluidos algunos muy destacados, que han roto sus ataduras con su clase y producido sus sistemas estratégicos radicales, con poderosas implicaciones prácticas revolucionarias y movimientos sociales en correspondencia, en contradicción inconciliable con los intereses fundamentales de las clase dentro de la que nacieron y en relación con la cual tuvieron que definir su posición en el transcurso de su formación. Al respecto, baste con recordar los nombres de Marx y Engels. 338

Es cierto, por supuesto, que en períodos de gran turbulencia social y grandes revueltas la motivación personal de muchos individuos para someter a un reexamen radical su propia pertenencia de clase, junto con el papel que su clase privilegiada llega a desempeñar bajo las circunstancias históricas dadas, y hacerlo hasta el punto de comprometerse en una lucha por el resto de sus vidas en contra de las funciones represivas de la clase en la que se criaron, resulta ser considerablemente mayor que bajo las circunstancias normales. También es cierto lo contrario, en el sentido de que los períodos de éxito político económico conservador —con «c» minúscula, que sustentaba incluso la llamada fase neoliberal de los desarrollos profundamente reaccionarios en las tres últimas décadas de la historia del siglo XX, por ejemplo— en una sociedad, a la larga tienden a coincidir con retrocesos totales y con la aceptación de modas seudoteóricas absurdas. Y estas últimas se suceden unas a otras a intervalos humillantemente breves, en una vana búsqueda de una evasión irracional efímeramente a favor de su propio interés por parte de las personas implicadas. La verdad del asunto es, no obstante, que tales eventos y correlaciones coyunturales no pueden resolver los problemas históricos fundamentales. Ni siquiera cuando tenemos en mente a algunos de los representantes destacados de la economía y la filosofía políticas que en su tiempo se identificaron con la perspectiva del capital, como Adam Smith y Hegel. Porque los límites de la habilidad de un pensador para asumir una postura crítica real, sobre la base de su disposición a ejercer la autocrítica requerida en el proceso, los decide en última instancia la configuración general histórica de las fuerzas sociales que interactúan. Implican necesariamente todas las dimensiones del desarrollo, incluidas las condiciones elementales de la supervivencia humana sobre este planeta, en medio de la crisis estructural cada vez más profunda del orden establecido y la concomitante destrucción de la naturaleza. Respecto a esa correlación, no fue accidental en modo alguno que la fase ascendente del desarrollo del capital —que en cierto grado favorecía la adopción de una postura crítica, aunque fuese limitada y selectiva— terminara en los grandes logros de la economía política clásica. Por el contrario, la fase descendente del propio sistema del capital acarreó el lamentable empobrecimiento teórico y la grosera apologética social de la economía 339

vulgar, que se autorrestringe a «sistematizar de manera pedante, y a proclamar como verdades eternas, las trilladas ideas sostenidas por la burguesía autocomplaciente respecto a su propio mundo, para ellos el mejor de los mundos posibles»81, como lo criticó vivamente Marx. Así, desconcertante y potencialmente trágica como resultó ser, en el curso del desenvolvimiento histórico del sistema del capital incluso la limitada esfera de acción para la autocrítica tuvo que cederle su espacio a la ideología de la «eternización» del sistema, y a la imposición práctica de las políticas más retrógradas a todas las fuerzas activamente disidentes, sin importar lo peligrosas que pudiesen resultar las consecuencias para la humanidad.

LA esfera de acción original para la autocrítica en la fase ascendente del desenvolvimiento histórico del sistema del capital era muy importante, a pesar de sus obvias limitaciones de clase. La relevancia de esa conexión está muy lejos de ser ignorable, porque en términos de los requerimientos del avance científico en general —sin el cual los logros de la economía política clásica resultarían impensables—, un elemento de autocrítica constituye una condición necesaria para la comprensión crítica del tema de indagación general. Por eso Marx pone de relieve la analogía entre el elemento crítico en el desarrollo histórico del cristianismo y una comprensión un tanto mejor de su orden reproductivo por parte de la burguesía, cuando ella asumió una actitud menos mitificadora hacia su propio modo de reproducción. Podemos ver subrayada esa conexión en un importante pasaje de los Grundrisse de Marx, en el que él vincula el punto teórico general —concerniente a las principales categorías económicas de una etapa histórica más avanzada de la reproducción social— con las consideraciones necesarias pero por lo general ignoradas de ese punto teórico general para una adecuada concepción del propio orden socioeconómico del capital, como la forma más avanzada. Es así como lo expone: La economía burguesa proporciona la clave para lo antiguo, etcétera. Pero en modo alguno a la manera de aquellos economistas que borronean todas las diferencias históricas y ven las relaciones burguesas en todas las formas de la sociedad. Se puede entender el tributo, el diezmo, si se conoce del 340

arrendamiento de la tierra. Pero no hay que identificarlos. Más aún, puesto que la sociedad burguesa es ella misma una forma de desarrollo contradictoria, las relaciones que se derivan de formas anteriores a menudo serán halladas dentro de ella sólo en una forma enteramente atrofiada, o incluso disfrazada. Por ejemplo, la propiedad comunal. Si bien es cierto, entonces, que las categorías de la economía burguesa poseen una verdad para todas las demás formas de sociedad, ello ha de ser tomado con algún recelo. Las pueden contener en forma desarrollada, o atrofiada, o caricaturizada, etcétera, pero siempre con una diferencia esencial. La llamada presentación histórica del desarrollo está basada, por lo general, en el hecho de que las formas más tardías consideran a las anteriores como pasos que conducen hacia ellas y, dado que resultan capaces de autocriticarse rara vez, y sólo bajo condiciones muy específicas —aparte, por supuesto, de los períodos históricos que se autopresentan como tiempos de decadencia—, siempre las concibe unilateralmente. La religión cristiana pudo ayudar al logro de una comprensión objetiva de las mitologías anteriores sólo cuando pudo cumplir su propia autocrítica con cierto grado, digamos, de dynamei. De igual modo, la economía burguesa llegó a una comprensión de la economía feudal, antigua, oriental, sólo después de haberse iniciado la autocrítica de la sociedad burguesa. Como la economía burguesa no se identificaba mitológicamente con el pasado, su crítica de las economías anteriores, y notablemente del feudalismo, contra el cual estuvo librando una lucha directa, se asemejaba a la crítica que tanto el cristianismo como el protestantismo le hacían al paganismo82.

La economía política clásica produjo la «anatomía de la sociedad civil» sobre esa base, una vez que la visión mitificadora primitiva del orden burgués emergente perdió sentido luego de la victoria sobre el feudalismo. Esa fue una fase histórica de optimismo sin límites en las nuevas concepciones, que incorporó las esperanzadas anticipaciones y la ilusiones del movimiento de la Ilustración en Europa. Como escribió con gran optimismo y entusiasmo Henry Home, uno de los camaradas de la Ilustración escocesa de Adam Smith: «La Razón, al recobrar su autoridad soberana, proscribirá [al hostigamiento] por completo. (…) Dentro de un siglo resultará extraño pensar que el hostigamiento haya podido prevalecer entre los seres humanos. Quizá hasta se pondrá en duda el que haya sido puesto en práctica en serio»83. Y mostraba igual entusiasmo acerca de

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las nuevas potencialidades del ethos del trabajo, en contraste con la indolencia del personal dominante anterior, insistiendo en que «La actividad es esencial para un ser social: para un ser al servicio de sí mismo carece de utilidad, una vez que se ha asegurado los medios de vida. Un egocéntrico que, gracias a su opulencia posee todos los lujos de la vida, e innumerables dependientes, no tiene ocasión de ejercer actividad»84. La confianza en sí mismo del nuevo enfoque, que produjo logros científicos reales en la comprensión de la producción de riqueza85, se correspondía cabalmente con la perspectiva del capital, irresistible a partir de esa fase histórica. No parecía haber necesidad de autocrítica más allá del detalle secundario o marginal. El poder del capital se hacía valer exitosamente en todos los terrenos. Ni siquiera la dimensión política alguna vez problemática podía ejercer alguna resistencia significativa a su avance. Por el contrario, el Estado mismo se había ido convirtiendo progresivamente en parte integrante de las determinaciones generales del sistema del capital, bajo la primacía del proceso de reproducción material. De esa manera todo había quedado subsumido y consolidado bajo el dominio del capital como el sistema orgánico autoexpansionista más poderoso, a pesar de sus antagonismos inherentes mas no reconocidos. Y dada su dominación sistémica indisputada en la realidad, a todos los que conceptualizaban el mundo desde la perspectiva del capital les parecía obvio que su sistema orgánico constituía el solo y único sistema natural. Por eso podía Adam Smith resumirlo todo diciendo que el capital representaba «el sistema natural de la libertad y la justicia perfectas», como ya vimos. El sistema orgánico comunal, como la única alternativa históricamente factible al orden metabólico social del capital, no puede permitirse el lujo de la confianza en sí mismo y la autocomplacencia sin límites de su predecesor. Porque ni siquiera podrá comenzar a hacerse valer y sostenerse, desde el momento de su intentada autoconstitución, sin la adopción conciente de la autocrítica apropiada para las condiciones del desarrollo actuantes (y necesariamente cambiantes). Como lo mencionamos algunas páginas atrás, el sistema comunal que se constituye a sí mismo no puede contar con determinaciones económicas que «trabajan a espaldas de los individuos»: el obvio modo de operación del orden metabólico social del capital a lo largo de su historia. 342

Ese tipo de determinación económica está en perfecta sintonía con el carácter inconsciente de las partes específicas del proceso de reproducción del capital —inherente a la pluralidad de capitales relativamente autónomos y decididamente expansionistas— y cumple una paradójica función correctiva en el sistema. Porque los capitalistas individuales pueden seguir hasta cierto punto su propio plan, a la espera de alcanzar exitosamente sus intereses particulares, pero no pueden hacerlo en contra de las determinaciones sistémicas fundamentales de su modo de producción compartido. Las determinaciones sistémicas fundamentales y los imperativos prácticos objetivos —que deben trabajar a espaldas de los capitalistas individuales— se imponen forzosamente por sobre y en contra de las decisiones particulares excesivamente en beneficio de sí mismas. Porque más allá de cierto punto estas últimas tenderán a socavar la viabilidad general del propio sistema como sistema orgánico históricamente dominante, en vista de la tendencia insuperablemente centrífuga de la conciencia capitalista individual inconsciente (inalterablemente egocéntrica). Más aún, la conciencia inconsciente en cuestión constituye simultáneamente también la manifestación de intereses incurablemente adversariales/ conflictivos y las estrategias correspondientes. El seguimiento de esos intereses intensifica por obligación el carácter inconsciente de todo el proceso. Porque les concede a los capitalistas particulares la posibilidad de anticipar el plan del adversario y las respuestas que les dará a las jugadas propias —tratando de aventajarse recíprocamente como competidores mediante el ocultamiento firmemente establecido (y hasta legítimamente santificado)— nada transparentes. Es ésa una de las razones significativas por las que la adversariedad misma resulta estructuralmente insuperable, aun si —gracias a la ya mencionada función correctiva paradójica de los imperativos sistémicos fundamentales que se hacen valer a espaldas de los individuos— a la tendencia centrífuga de las búsquedas particularistas no se le permite escaparse por completo de las manos, ya que ello pondría en peligro la supervivencia del sistema en su totalidad. Naturalmente, la adversariedad insuperable inherente al sistema del capital no está confinada a la confrontación y al choque potencial de los intereses capitalistas particulares. Si sólo fuese por eso, resultarían factibles algunas mejoras significativas, como ciertamente se las postula a menudo 343

en forma de racionalizaciones ideológicas de remedios imaginarios: desde la ficción constantemente propagandizada del «capitalismo del pueblo» hasta la proyección de la «planificación capitalista omniabarcadora» y la «tecnoestructura» universalmente conciliadora de John Kenneth Galbraith. Sin embargo, por debajo de la adversariedad de los intereses capitalistas particulares —que en verdad afectan directamente también a la forma potencial del desenvolvimiento incluso las confrontaciones entre sí de los capitalistas individuales— encontramos el antagonismo fundamental estructuralmente ineliminable entre el capital y el trabajo, como los portadores rivales de los modos alternativos hegemónicos de controlar el proceso metabólico social general. Realmente el capital puede seguir haciendo eso sólo bajo la condición de —y sólo mientras pueda— ser capaz de preservar y fortalecer el antagonismo estructural hondamente arraigado, que constituye la necesaria presuposición material e ideológica de su orden reproductivo social. Y el trabajo, por el contrario, lo hará sólo si logra instituir un modo de reproducción social cualitativamente diferente —el sistema orgánico comunal— gracias a la total superación histórica de la adversariedad antagónica, remitiendo así al pasado, sobre una base permanente, a la dominación jerárquica asegurada estructuralmente de la inmensa mayoría de los seres humanos por parte de una ínfima minoría, como se heredaría del sistema del capital. La institución y el funcionamiento exitoso de dicha alternativa hegemónica resulta inconcebible, por supuesto, sin el control consciente de su actividad de vida por parte de los individuos sociales libremente asociados. En ese respecto la dimensión individual y la dimensión social de nuestro problema están entrelazadas inextricablemente. Es obvio que no se trata aquí de un control social consciente de los procesos de toma de decisiones necesarios, a menos que los propios individuos particulares —que se supone introducirán, y de manera responsable llevarán a cabo, las decisiones involucradas— se identifiquen plenamente con los objetivos perseguidos. Pero esa circunstancia no convierte al asunto mismo en cosa puramente, o siquiera predominantemente, personal. Los constituyentes individuales y sociales de la conciencia genuinamente socialista estarían todos dejando de cumplir su tan necesitado papel, a menos que puedan reforzarse positivamente el uno al otro. Porque la par344

ticipación personal real de los individuos particulares en la realización de los objetivos y estrategias escogidos es concebible sólo si las condiciones sociales generales mismas favorecen activamente el proceso, en lugar de tender a lo contrario, que permitiría que crezca de manera furtiva alguna forma de adversariedad y socave la articulación de la conciencia social abarcadoramente cohesiva. Es por eso que sólo cierto tipo de orden metabólico social —enfáticamente: el sistema orgánico comunal— podría calificar como verdaderamente compatible con la producción y el continuo reforzamiento positivo de la requerida conciencia individual y social. Porque la institución y la consolidación autodeterminadas de ese tipo de sistema reproductivo es la única vía factible para superar completamente la adversariedad, proporcionando así todo el espacio de acción para la realización cooperativa de sus decisiones conscientes libremente adoptadas por los individuos. El significado de «cooperativo», en el sentido cabal del término —que resulta absolutamente esencial para la acción socialista sustentable— implica la capacidad y también la determinación de los individuos sociales, no sólo para dedicarse a la puesta en práctica de determinadas tareas, sino además para modificar autónomamente sus acciones a la luz de las consecuencias evaluadas en común acuerdo. Ese modo de acción autocorrectiva es completamente distinto de las variedades conocidas del estar regidos por una autoridad por separado, que les ha sido impuesta desde arriba, o por el impacto ciegamente prevaleciente de las consecuencias indeseadas de su «conciencia inconciente» antes mencionada. Tales consecuencias surgen inevitablemente en el orden metabólico social en el que las leyes y las determinaciones económicas trabajan a espaldas de los individuos, al servicio de la supervivencia del sistema del capital, aun poniendo directamente en peligro la supervivencia de la humanidad. Así, la conciencia y la autocrítica resultan inseparables la una de la otra como los principios orientadores y operativos de la toma de decisiones y la acción en el sistema orgánico comunal. Lo cual resulta comprensible. Porque la propia conciencia de sí mismos de los individuos tiene que incorporar su conciencia positivamente dispuesta del impacto real y potencial de sus decisiones y acciones sobre sus semejantes, lo cual resultaría inconcebible sin una autocrítica libremente ejercida. Al mismo tiempo, 345

el mantenerse conscientemente en guardia en el proceso de interacción social total de tipo comunal, en contra del establecimiento y consolidación de intereses creados que se autoperpetúan e inevitablemente reproducirían algún tipo de adversariedad, y la manera positiva de prevenir la formación de esos intereses creados a través de la promoción cooperativa y el mantenimiento de la igualdad sustantiva, constituyen la condición necesaria para la conciencia autocrítica consciente e inclinada a lo positivo de los individuos sociales en sus interacciones entre ellos mismos. Más aún, existe también una dimensión de ese problema que trasciende a la experiencia directa de los individuos particulares en el tiempo y en el espacio. Porque, obviamente, ellos tienen una duración de vida limitada, comparada con el desarrollo general de la humanidad, que se desenvuelve a lo largo de la historia. Y en tanto que los individuos son, por supuesto, partes constituyentes de la etapa actualmente establecida del avance de la humanidad, al mismo tiempo son miembros activos de una comunidad en particular, con su propia historia específica y sus diversos problemas, de los que pueden surgir tareas significativamente diferentes que ellos deberán cumplir. En especial en una etapa relativamente temprana en el desarrollo del sistema comunal en cuestión, cuando la necesidad de superar las principales desigualdades heredadas del pasado representa un problema mucho más difícil. También en relación con la escala temporal general del desarrollo habrá algunas consecuencias de las formas de acción determinadas con anterioridad que pueden ser —y tienen que serlo— modificadas en una escala temporal más prolongada, mucho más allá de la duración de vida de la generación que tuvo la responsabilidad de adoptar concientemente las decisiones originales bajo las circunstancias entonces prevalecientes. Sin embargo, esas consideraciones no socavan la importancia vital de los principios orientadores y operativos de la toma de decisiones conciente —y la apropiada autocrítica estrechamente asociada con ella— de los individuos en su intercambio metabólico social con la naturaleza y entre ellos mismos. Tan sólo subrayan la necesidad de una solidaridad real que se extienda sobre las más diversas comunidades y a lo largo de las generaciones subsiguientes. Además, el aprendizaje de las lecciones del pasado no puede dejar de ser relevante a causa de la adopción de los principios de la acción autocrítica conciente. Por el contrario, sólo puede hacerse 346

valer realmente bajo circunstancias en las que la adversariedad perversamente descarriladora de los intereses creados ya no domine al propio intercambio social. Es notorio cómo los eventos y circunstancias históricas trágicas a menudo reaparecen y causan una completa devastación, debido a la negativa de las partes interesadas a encarar el desafío de revalorarlos, incluido en primer lugar su propio papel en la permisión de que esos desarrollos prevalezcan. El derrumbe del sistema del tipo soviético constituyó una de las experiencias históricas más trágicas del siglo XX para el movimiento socialista. Hubiese resultado más trágica aún si no hubiésemos podido extraer de ella las lecciones apropiadas.

LA constitución del sistema comunal, mediante la adopción conciente y el reforzamiento continuo de la autocrítica, es indudablemente un proceso de aprendizaje sumamente difícil. Marx anticipó la importancia de esa autocrítica en su folleto El dieciocho brumario de Luis Bonaparte cuando dijo que las revoluciones proletarias se autocritican constantemente, se interrumpen continuamente en su propio devenir, regresan a lo aparentemente ya cumplido a fin de comenzarlo de nuevo, se burlan concienzudamente de las indecisiones, las debilidades y las mezquindades de sus primeros intentos, parecen derribar a su adversario sólo para que éste pueda cobrar nuevas fuerzas de la tierra y levantarse otra vez, más agigantado, frente a ellas, y reculan una y otra vez ante la vaga enormidad de sus propios objetivos, hasta que se crea una situación que hace imposible todo retroceso, y las condiciones mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta! (¡Esto es Rodas, salta aquí!)86.

En ese sentido, aprender de la experiencia histórica constituye una parte importante del proceso de la autocrítica. Especialmente cuando nos interesan los desarrollos históricos reales asociados con las pretensiones socialistas, como se hizo en el sistema soviético. Como es comprensible, Marx no era contemporáneo de ellas, y en consecuencia no había manera de que tomase en cuenta las especificidades históricas bajo las cuales los desconcertantes desarrollos posrevolucionarios se desenvolvieron bajo Stalin en nombre del «socialismo en un solo país», y al final produjeron el derrumbe del sistema poscapitalista del tipo soviético. Sin embargo, la 347

manera como Marx caracterizó al orden plenamente desarrollado del capital como un sistema orgánico, porque sus elementos constituyentes se sostienen recíprocamente entre sí —y por consiguiente exigen un cambio que vaya mucho más allá de sus relaciones jurídicas, mientras en muchos respectos se mantiene más o menos intacta la relación del capital, incluidas sus nuevas formas de personificaciones autoimpositivas— ayuda a arrojar luz sobre qué fue lo que salió mal, y ofrece importantes indicaciones de la necesaria autocrítica para el futuro. Así mismo, la concepción grotescamente acrítica del «socialismo de mercado» de Gorbachov no podía ofrecer otra cosa que un remedio fantasioso para el sistema y estaba condenada al fracaso desde el comienzo mismo, preparándole el camino a la restauración capitalista. Lo de la proyección acrítica del «socialismo de mercado» había aparecido ya mucho antes y, comprensiblemente, se ha hecho visible de nuevo en China87. En el pasado la fantasía del socialismo de mercado ya había aparecido en vida de Marx, aunque no se le llamase con ese nombre. Marx dejó absolutamente en claro lo que pensaba de eso cuando subrayó en los Grundrisse que «la idea sostenida por algunos socialistas de que necesitamos al capital, mas no a los capitalistas es totalmente errada. Está planteada dentro de la concepción del capital de que las condiciones objetivas del trabajo —y ellas constituyen su propio producto— asumen una personalidad respecto a éste»88. Y en otro pasaje de la misma obra agregó que el capital en su ser-para-sí es el capitalista. Por supuesto, los socialistas dicen a veces «necesitamos al capital, mas no al capitalista». Entonces el capital aparece como una cosa pura, no como una relación de producción que, reflejada en sí misma, es precisamente el capitalista. Bien podría yo separar al capital de un capitalista individual dado, y podría transferírselo a otro. Pero cuando aquél pierda el capital perderá la cualidad de ser un capitalista. Ciertamente, el capital es separable de un capitalista individual, pero no de el capitalista que, como tal, controla al obrero89.

Constituye una concepción parecidamente mistificadora y autodesarmadora describir, del modo más superficial, la relación entre el capital y el trabajo como si ésta fuese entre compradores y vendedores, hipostatizando así una igualdad ficticia en lugar de la dominación y subordinación estructuralmente asegurada y salvaguardada realmente existente. La 348

ausencia total de valoración crítica —y autocrítica— de esa relación tiene mucho que ver con la adopción por Gorbachov y otros de la absurda estrategia del socialismo de mercado, que acarreó un obligado fracaso. Porque en realidad la relación de la que estamos hablando no es para nada una relación de mercado genuina, como la que se da entre las empresas capitalistas particulares que intercambian sus productos, sino tan sólo su apariencia engañosa. Porque la determinación sustantiva más profunda del intercambio fundamental entre el capital y el trabajo es una relación real de poder bajo la supremacía del capital. La substancia real —como la presuposición real firmemente establecida de la relación en cuestión dentro de la esfera de la producción— está profundamente oculta bajo el aspecto engañoso de las transacciones seudoequitativas dentro de la esfera de la circulación. Como lo dejó bien claro Marx: No son un mero comprador y un mero vendedor enfrentados el uno al otro; son un capitalista y un obrero, que se enfrentan entre sí en la esfera de la circulación, en el mercado, como comprador y vendedor. La relación como capitalista y obrero es la presuposición para su relación como comprador y vendedor90.

Así, desde las concepciones estratégicamente descarriladoras y autodesarmadoras de ese tipo, el marco general de la transformación social sustentable —la visión socialista de una necesaria alternativa histórica al sistema orgánico del capital— está totalmente ausente. Su lugar ha sido ocupado por una mezcla ecléctica de proyecciones políticas tácticas voluntaristas (concebidas erróneamente como medidas estratégicas apropiadas) y algunos elementos del orden material establecido del capital. Como la ilusa adopción del llamado «mecanismo del mercado», que en modo alguno constituye un simple mecanismo, sino un constituyente integral del sistema orgánico del capital, dada su propia naturaleza totalmente incompatible con el cambio previsto. Y puesto que el necesario marco orientador estratégico del sistema orgánico comunal no aparece ni siquiera sugerido en tales concepciones, no puede haber ningún espacio en ellas para la autocrítica consciente: la condición del éxito de la empresa socialista. No podía resultar sorpresa para nadie, entonces, la restauración del capitalismo.

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UNA de las razones de importancia abrumadora de por qué solamente el sistema orgánico comunal puede enfrentar el desafío de adoptar como su modo de operación indefinidamente sustentable el principio orientador de la autocrítica consciente, concierne al carácter post festum insuperable del sistema orgánico de control metabólico social del capital. Ello es así incluso si por cualquier razón tan sólo algunas de las características definitorias del viejo sistema son mantenidas dentro de los principios orientadores de los desarrollos posrevolucionarios. Por supuesto, resulta bien comprensible que algunas restricciones y respuestas tentadoras surgirán obligadamente sobre la base de la hostilidad capitalista, debido al bien conocido cerco al que se somete al país que intente romper sus anteriores vínculos con el sistema del capital global. Sin embargo, ellas no pueden proporcionar una excusa, como se hizo en la Rusia de Stalin, para incorporar características disociadoras y alienantes del modo de administrar que prevalecía antes —como el control de las empresas productivas estrictamente desde arriba, tal se heredó del «autoritarismo de la fábrica» capitalista— dentro del nuevo sistema. Porque en el sistema orgánico del capital esa característica misma constituye una parte integral de algunas determinaciones sistémicas generales, y por consiguiente no pueden ser sostenidas en aislamiento, y ciertamente no lo son. En el caso de su versión capitalista, el autoritarismo de la fábrica es inseparable de la tiranía del mercado, que además lo fortalece y lo impone en gran medida. Si, entonces, el manejo de la empresa socialista «desde arriba» (una auténtica contradicción de términos) no logra producir los resultados positivos proyectados de modo voluntarista, como ocurrirá inevitablemente, en ese caso con toda seguridad también aflorarán los repetidos llamamientos a la legitimación de su hermano gemelo. Es decir, los llamamientos a establecer la «economía de mercado socialista» (otra contradicción de términos incorregible), con su propio tipo de tiranía incontrolable, coronando así los renovados vínculos con el mercado capitalista global ahora abrazados con felicidad por la sociedad posrevolucionaria. Como ciertamente se hizo. Constituye una verdad incómoda en este respecto el que la tendencia a la restauración capitalista en la Unión Soviética no comenzó con Gorbachov. Él no hizo más que consumarla en su variante final. Y ni siquiera empezó con Khruschov, varias décadas antes. Khruschov sólo le dio una forma de 350

práctica más pronunciada, con su correspondiente legitimación ideológica. De hecho la tendencia a la restauración capitalista, arrastrada durante largo tiempo, la inició nada menos que el propio Stalin, como lo planteé y documenté con considerable detalle en Más allá del capital91. El camino fatídico, con sus implicaciones definitivamente incontrolables, fue tomado hace más de medio siglo, cuando el anterior estado de emergencia, vinculado con la Segunda Guerra Mundial y con las tareas más urgentes de la reconstrucción posbélica, agotó su utilidad y hubo de ser abandonado. Respecto al asunto de la necesaria autocrítica conciente para el desarrollo socialista sustentable, como se analizó antes en relación con los individuos y sus estrategias sociales, el hecho es que aun la conservación parcial de las determinaciones heredadas del pasado acarrea grandes dificultades para el futuro. Ello se puede acentuar con el problema de que el carácter incorregiblemente post festum de dichas determinaciones representa un desafío fundamental para la transformación socialista. Un desafío que no puede ser evadido, puesto a un lado o pospuesto, sino que tiene que ser afrontado directamente desde el comienzo. Bajo el sistema orgánico del capital completamente desarrollado, el carácter post festum del intercambio social queda claramente en evidencia. Tiene cuatro aspectos principales. Primero, no es posible imaginar el carácter post festum de la actividad productiva misma sin la destinación de sus productos a las relaciones de intercambio del capital establecidas históricamente, afincadas dentro del marco de la producción de mercancías generalizada, subordinando estrictamente la legitimidad selectiva/discriminatoria del valor de uso al absoluto requerimiento del valor de cambio rentable. Sólo mediante una mediación así, altamente problemática y en definitiva absolutamente insustentable, puede el proceso de producción del sistema del capital calificar como la forma más desarrollada de producción social en la historia. Segundo, el carácter inalterablemente pos festum de la potencial función correctiva factible en ese sistema productivo social post festum, con respecto a los intercambios incurablemente adversariales/irracionalistas de las empresas productivas del capital a través del mercado. Aunque este último sea idealizado como la «mano invisible» universalmente benevolente, aun

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esa idealización no logra dar con una dimensión vital del problema. Porque en sus determinaciones post festum el mercado mismo, como conjunto de relaciones de poder socioeconómicas y políticas que intentan ser correctivas (característicamente representadas de manera errónea como un «mecanismo» directo), tan sólo puede cubrir parcialmente el terreno relevante necesitado de remedio, aunque se le hipostatice como el «mercado global» racionalmente operativo. Éste jamás podrá convertir la socialidad post festum de las propias prácticas productivas en controlablemente (racionalmente) sociales. El tercer aspecto principal es el carácter obligadamente post festum de la planificación, hasta en las empresas cuasimonopólicas más gigantescas. Ello se debe en parte al marco del mercado general de la producción de mercancías generalizada, ya subrayado en el punto anterior. Pero no solamente a eso. Y es que un factor todavía más importante lo constituye el antagonismo estructural fundamental entre el capital y el trabajo, que resulta ser ineliminable del sistema del capital sin importar cuántos y cuán variados puedan ser los remedios intentados. Que van desde los dispositivos técnicos y tecnológicos, y también organizacionales, incluidas las prácticas del «toyotismo»92 y la estrategia de asegurar «lean supply lines» en las empresas industriales trasnacionales, hasta las formas más autoritarias de la legislación antilaboral incluso en los países llamados «democráticos». Y cuarto, la índole post festum de los ajustes factibles cuando algunos conflictos y complicaciones de envergadura irrumpen en la arena sociopolítica, bien en un escenario nacional dado o cruzando las fronteras internacionales. La activación de las funciones abiertamente represivas del Estado capitalista fue siempre la manera normal de manejar esa clase de problema. En los casos internacionales más agudos eso implicaba lanzarse incluso a las grandes guerras, incluidas las dos mundiales, catastróficamente destructivas, del siglo XX. Porque siempre estuvo dentro de la normalidad del capital actuar sobre la base de «la guerra si fallan las otras maneras de someter al adversario». Mientras obviamente ese principio general devastador no ha sido abandonado, como lo atestiguan las incontables aventuras militares de la posguerra en las que la potencia imperialista dominante, Estados Unidos de Norteamérica, a menudo con sus aliados, se ha involucrado en las décadas recientes, incluida la Guerra de 352

Vietnam y el genocidio en marcha en el Medio Oriente, las perspectivas del aniquilamiento de la humanidad presagiadas por una potencial tercera guerra mundial representan aquí una restricción racionalmente insuperable, subrayando así también de esa manera la total insostenibilidad de tal tipo de remedio post festum en el sistema del capital. Sin duda las formaciones posrevolucionarias del tipo soviético no conservan esas cuatro características post festum en su modo de controlar el proceso de reproducción social. Trágicamente, sin embargo, algunas de ellas siguieron siendo operativas a lo largo de su historia de siete décadas, incluyendo su fracaso en lograr que el propio proceso de producción fuese directamente social. De la misma manera, el carácter retroactivo autoritario de su modo de planificar altamente burocratizado, y su modificación y reimposición arbitrarias después de su fracaso sistemático, también pone de relieve el carácter contradictorio de su modo de funcionamiento post festum. Además, como todos sabemos, la aceptación eventual de la tiranía del mercado —que el oficialmente bautizado «jefe de ideología» de Gorbachov hasta proclamó nada menos que como «la garantía de la renovación del socialismo»93— selló su destino en el camino a la restauración capitalista sin condiciones. El problema grave en este contexto es que la determinación post festum de los procesos metabólico-sociales imposibilita la adopción del principio orientador y operativo de la autocrítica. Y tarde o temprano la ausencia de ese principio vital en las sociedades que dan los primeros pasos a lo largo de su revolución política anticapitalista en dirección a una trasformación socialista está destinada a desencarrilarlas. Resulta relativamente fácil ser crítico de cara a los aspectos justificablemente negados del pasado. Sin embargo, el verdadero test para la viabilidad del curso de acción socialista intentado es poder poner en la perspectiva histórica crítica también las circunstancias del desarrollo social afirmadas y aceptadas en el presente. No gratuitamente, en aras del cumplimiento de algún requerimiento formal prescrito perentoriamente a los individuos, como ocurrió a menudo en el pasado, sino a fin de superar cooperativamente los desafíos reales que inevitablemente surgirán de las condiciones del desarrollo social dadas. Y, por supuesto, ese tipo de crítica sólo es concebible mediante el ejercicio consistente de la autocrítica genuina, 353

sobre la base de una evaluación realista de las determinaciones específicas temporalmente limitadas, y la correspondiente validez relativamente limitada de la parte ya cumplida en el todo dinámico —necesariamente cambiante— con sus contradicciones reales y potenciales y también con sus tentaciones tan frecuentes de seguir «la línea de menor resistencia».

PODEMOS limitarnos aquí a la consideración de un solo aspecto absolutamente crucial: el proceso de planificación genuino. Porque entre sus características inherentes podemos percibir claramente la inseparabilidad del modo crítico y el modo autocrítico igualmente importante de evaluar las tareas y las dificultades asociadas, junto con las formas factibles de acción remedial cada vez que resulte necesario. No hace falta decirlo: el tipo socialista de toma de decisiones sustentables y el correspondiente manejo práctico de los intercambios metabólicosociales no se pueden concebir sin una planificación que lo abarque todo. Un tipo de planificación que pueda reunir consensualmente, e integrar en un todo coherente y de manera perdurable, los intereses particulares y las decisiones tomadas a conciencia de los individuos libremente asociados. Eso significa inevitablemente que la «muleta» de la heredada división social del trabajo jerárquica —que les «simplifica» reconocidamente muchas cosas a quienes están en el mando— ocasiona para los demás el pago de un elevado precio. Simplifica las cosas para quienes controlan el proceso de toma de decisiones mediante el determinismo económico preestablecido del sistema que, sin embargo, les priva al mismo tiempo de su poder de tomar decisiones en el terreno relacionado a los individuos trabajadores. Naturalmente, esa muleta tiene que ser descartada y reemplazada por el ejercicio de la facultad de acción autocrítica voluntariamente/ concientemente asumida por los individuos sociales, lo que implica al mismo tiempo la aceptación de la plena responsabilidad por su acción. Esa manera de redefinir el proceso de toma de decisiones tiene que darse así porque la «útil muleta» no es simplemente una muleta conveniente, sino que además resulta inseparable de una pesada cadena que aprisiona firmemente los brazos de los individuos.

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En concordancia, la necesaria alternativa hegemónica del trabajo implica un viraje radical de la división del trabajo social/jerárquica, con sus imperativos prácticos preestablecidos, a una apropiada combinación y organización del trabajo, que se logrará dentro del marco de un sistema orgánico comunal cualitativamente diferente. En ese sistema, gracias a su capacidad de superar las dañinas determinaciones post festum del intercambio reproductivo, en palabras de Marx: el producto no tiene que ser traspuesto primero a una forma particular a fin de adquirir un carácter general para el individuo. En vez de una división del trabajo, como la que obligatoriamente se crea con el intercambio de valores de cambio, tendría lugar una organización del trabajo cuya consecuencia sería la participación del individuo en el consumo comunal. En el primer caso el carácter social de la producción es planteado sólo post festum, con la elevación de los productos a valores de cambio y el intercambio de esos valores de cambio. En el segundo caso se presupone el carácter social de la producción, y no es el intercambio de trabajos mutuamente independientes, o de productos del trabajo, lo que media la participación en el mundo de los productos, el consumo. Por el contrario, son las condiciones de producción sociales, dentro de las cuales es activo el individuo, las que median94.

Hemos entrado aquí en una materia de importancia fundamental. Porque en la única alternativa hegemónica históricamente sustentable al orden metabólico social del capital, se hace necesario asegurar las condiciones para la superación irreversible de la adversariedad, pues de no ser así resurgirá inevitablemente —y hará valer su poder en dirección a la restauración capitalista— a partir de las determinaciones post festum más o menos ciegas de la reproducción social. Y esa condición vital de superar la adversariedad, de la que dependen tantas otras cosas, sólo se puede asegurar mediante el adecuado mantenimiento del proceso de planificación consciente y autocrítico que lo abarque todo: es decir, sobre una base permanente reajustada racionalmente y no impuesta desde arriba de manera voluntarista a los individuos reacios. En ese sentido la conciencia, la autocrítica, la superación de la adversariedad y la planificación genuina de la reproducción social, en armonía con la determinación autónoma de su actividad de vida significativa por parte de los propios individuos sociales, están intrincadamente combinadas para 355

hacer posible —más allá del anacrónico modo post festum de funcionar el intercambio metabólico social de la humanidad con la naturaleza y entre los individuos— la institución en positivo del sistema orgánico comunal como la necesaria alternativa histórica al sistema orgánico del capital, cada vez más destructivo. Ninguna de las condiciones aquí mencionadas puede ser pasada por alto, o tan siquiera descuidada parcialmente. Sin la autocrítica conciente de sus formas de intercambio, mantenida de manera permanente por los individuos libremente asociados, es inconcebible el sistema comunal. Al mismo tiempo, sin la realidad sustantivamente sustentada del propio sistema comunal, al que no puede permitírsele en modo alguno que soporte la carga de la adversariedad estructuralmente sustentada, el principio orientador de la autocrítica conciente no puede significar más que un postulado vacío. Porque el nuevo sistema orgánico cualitativamente diferente no puede funcionar en absoluto sin la planificación conciente de sus prácticas reproductivas vitales, adoptada libremente por los individuos sociales sobre la base de la evaluación de los elementos legítimamente perdurables del pasado, liberados del peso muerto de los intereses creados. Y, por supuesto, la planificación es factible sólo mediante la autocrítica positivamente determinada de todos los individuos que de ese modo se pueden identificar plenamente con los objetivos generales de su desarrollo social. Es ésa la precondición necesaria para prever un futuro abierto, todo lo contrario del cierre que se les impone a los individuos trabajadores mediante las determinaciones post festum retroactivas de su anterior reproducción social. Comprensiblemente, el cambio de las formas de sociedad existentes al modo comunal de control metabólico social es el más difícil de hacer, y se le presentan grandes obstáculos y resistencias en el camino. La transición es, por naturaleza propia, siempre dificultosa, puesto que las modalidades de la interacción y el comportamiento social profundamente arraigadas tienen que ser modificadas significativamente, o abandonadas del todo, en el transcurso de su realización. En el caso de una manera radicalmente diferente, en la que la propia gente pone en orden su vida adecuándola al sistema comunal, la diferencia con cualquier logro del pasado es inmensa.

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Pero nada de eso puede servir de excusa para abandonar la perspectiva o moderar los requerimientos objetivos y subjetivos de una transición al sistema comunal. Su desarrollo cabal está destinado, sin duda, a tomarse un tiempo prolongado. Sin embargo, aun en la etapa inicial de su realización se hace necesario adoptar la visión general del sistema, con sus criterios y características claramente definibles, algunas de las cuales ya hemos mencionado, como la meta real de la transformación social y la necesaria brújula del recorrido. Los principios orientadores de la crítica y la autocrítica resultan directamente relevantes en este respecto.

LAS REFLEXIONES CATEGORIALES DEL ANTAGONISMO SOCIAL Y LAS CATEGORÍAS CENTRALES DE LA TEORÍA SOCIALISTA

DEBEMOS tener siempre en mente que el capital no es una «mera cosa» sino un modo dinámico de control metabólico social, con su estructura de mando específica históricamente desarrollada, no sólo en el terreno del proceso de reproducción material sino también en la política. Es igualmente importante recordar en nuestro contexto presente que, dado el carácter general y los antagonismos inherentes de este modo peculiar de control social, existe un contraste cada vez más problemático entre la realidad —por lo común idealizada— del sistema del capital y las reflexiones categoriales de sus determinaciones estructurales fundamentales. En concordancia, prestarle cuidadosa atención a las reflexiones categoriales mismas revelará mucho más acerca de la naturaleza del sistema del capital históricamente cambiante en su fase de desarrollo descendente, que la acostumbrada evaluación y conceptuación consciente clasista de las transformaciones socioeconómicas y políticas en marcha por parte de los pensadores que formulan sus consideraciones, cada vez más cuestionables ideológicamente, desde la perspectiva de los intereses creados del capital afianzados estructuralmente. Ello es así porque la discusión de las reflexiones categoriales está, por naturaleza propia, destinada a poner en acción cuestiones mucho más mediadas, a menudo referidas directamente a los dominios abstractos de la metodología, dificultando así mucho más de lo acostumbrado la abierta defensa de los intereses sociales conservadores en la afirmación de los valores burgueses, en oposición a la 357

alternativa hegemónica del trabajo sustantivamente articulada. Ciertamente, los requerimientos abstractos de la metodología asumidos positivamente en aras de la metodología misma son cultivados de manera deliberada en la fase descendente, en nombre de la «objetividad rigurosa». Paradójicamente, sin embargo, la consecuencia no deseada de asumir esa posición resulta ser lo contrario de lo que se quería lograr. Porque en lugar de fortalecer la posición de los que se identifican incondicionalmente con la perspectiva del capital, extremadamente problemática en nuestro tiempo, tiende a transparentar mucho más las raíces de la racionalización ideológica, precisamente porque ayuda a centrar la atención en las determinaciones estructurales subyacentes del sistema mismo. Cuando llegamos a las condiciones presentes del dominio del capital sobre la sociedad —que son predominantemente retrógradas y dotadas de una descarada apologética afirmada por los representantes de la ideología dominante en todos los terrenos— se hace necesario condicionar la iluminadora caracterización de las categorías del orden burgués que hizo Marx. Porque la valoración que él realizó, en su crítica de la economía política, resulta aplicable en su totalidad a la fase ascendente del desarrollo histórico del sistema del capital. Hablando acerca de la sociedad burguesa en general, Marx subraya que constituye la más compleja organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus relaciones, la comprensión de su estructura, permiten por ello penetrar también en la estructura y en las relaciones de producción de todas las formaciones sociales desaparecidas, sobre cuyas ruinas y elementos constitutivos fue construida, y cuyos restos aún no del todo removidos todavía arrastra consigo, y hasta sus simples vestigios han cobrado significación explícita dentro de ella, etcétera95.

Sin embargo, las condiciones cada vez más contradictorias que prevalecen en la fase descendente del desarrollo del sistema, que en nuestro tiempo llegan al punto en el que el capital sólo puede perpetuar su dominio poniendo directamente en peligro la supervivencia humana como tal —por una parte mediante el involucramiento de los países imperialistas dominantes (sobre todo Estados Unidos) en aventuras militares poten-

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cialmente catastróficas y, por la otra, mediante la destrucción de la naturalezas en marcha, actuando así en contra de la condición elemental del sostenimiento de la propia vida humana— acarrean determinaciones cada vez peores para el proceso de reproducción social. Y, como es fácil entender, esos cambios implican no sólo el vaciado de su contenido de varias de las autocaracterizaciones y principios orientadores alguna vez significativos de la fase ascendente, como se reflejaba en los escritos concebidos desde la perspectiva del capital por los clásicos de la economía política y sus grandes contemporáneos en el campo de la filosofía, como Rousseau, Kant y Hegel, sino también la total falsificación del estado de cosas realmente existente. En ese sentido se hace necesario distinguir entre las reflexiones categoriales de la realidad —aunque transfigurada e idealizada, como con frecuencia resultaba en el caso en las concepciones de los más grandes representantes del orden burgués en la fase ascendente del desarrollo del capital, como hemos visto antes— y la falsificación cínica de las transformaciones que hoy experimentamos y las correspondientes aspiraciones estratégicas agresivas, definitivamente suicidas. En este último respecto deberíamos recordar la descripción burdamente propagandística del adversario soviético bajo la presidencia de Reagan como «el imperio del mal», y la insensata regurgitación del mismo eslogan propagandístico por George W. Bush en contra de cinco países denunciados como «el eje del mal», tratando no sólo de esconder sino hasta de glorificar —como la sola y única defensa factible de la «democracia y la libertad»— la más brutal de las agresiones militares realizada en escala creciente por la potencia avasalladoramente dominante del imperialismo hegemónico mundial. Si recordamos lo que les sucedió realmente a los principios orientadores alguna vez sinceramente propugnados por la Revolución Francesa —Libertad, Fraternidad, Igualdad— veremos que el proceso de vaciarlos progresivamente de su contenido comenzó hace ya mucho tiempo, en la fase ascendente. La «fraternidad» desapareció rápidamente, por supuesto, sin dejar rastros, para no volver a aparecer jamás. También la «libertad» ha sido adaptada a los estrechos requerimientos ideológicos del utilitarismo, y se le eliminó totalmente su dimensión positiva96.

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Pero quizá la revisión más drástica haya sido la experimentada por el vital principio de la «igualdad»97, a pesar de que se mantiene el término y en cierta medida su significado. Reveladoramente, uno de los auténticos grandes pensadores de todos los tiempos, Emmanuel Kant, estuvo involucrado activamente en la tendenciosa redefinición de la igualdad años apenas después de la Revolución Francesa, en 1793. Porque no experimentó la menor vacilación al aseverar que La igualdad general de los hombres como sujetos en un Estado coexiste sin dificultad con la mayor desigualdad respecto a cuánto poseen los hombres (…) De aquí que la igualdad general de los hombres coexista también con una gran desigualdad en los derechos específicos, de los cuales podrían existir muchos98.

De ese modo Kant trata la «igualdad» como si fuese algo puramente formal, restringido a la esfera de las relaciones legales, y eso hecho incluso con las consideraciones restrictivas que acabamos de citar. Y tampoco deberíamos olvidar el hecho de que incluso tal sentido de la igualdad reveladoramente restringido era violado constantemente en la propia práctica real de la ley, absolutamente discriminatoria, en el obvio interés del orden dominante, como lo aclaró suficientemente Rousseau en una etapa anterior del desarrollo social. Pero todavía faltaba por venir lo peor, aunque resulte difícil imaginarlo. Porque en las concepciones burguesas del siglo XX el concepto de igualdad fue, primero, confinado dentro de los dominios de la llamada «igualdad de oportunidades», en explícita oposición a la «igualdad de resultados» característicamente rechazada —lo que la despojaba en la realidad de todo su sentido— y, luego, se abandonó por completo toda mención de ella, como una reminiscencia del pasado totalmente embarazosa. El concepto de «democracia» corrió igual destino. Hubo una vez en que se reconoció que la forma social que se correspondía con ella tenía connotaciones no sólo formales/legales/electorales, sino además sustantivas, que implicaban algunas mejoras significativas en las condiciones materiales de la existencia de las grandes masas del pueblo. Los primeros pensadores utilitarios y algunos representantes del liberalismo realmente propugnaron esas mejoras, si bien lo hicieron de manera paternalista

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e imaginando, con suma ingenuidad, que las mejoras previstas se podían asegurar exitosamente gracias a una reforma benevolente únicamente de la esfera de la distribución, sin ninguna necesidad de cambiar en nada las relaciones de producción. Más tarde la tradición reformista socialdemócrata adoptó el mismo enfoque, aunque durante algunas décadas siguió acariciando la idea de introducir también algunos cambios en la esfera de la producción, mediante la institución (nunca intentada con seriedad) de la idea pasmosamente incongruente del «socialismo evolucionista». La reforma posbélica del «estado del bienestar» en Inglaterra, bajo el gobierno laborista pero a través de la inspiración del viejo pensador y político liberal lord Beveridge99, y en colaboración con otro teórico liberal, el economista John Maynard Keynes, era todavía un eco de ese pasado bastante remoto, y —dadas las condiciones coyunturalmente favorables de la reconstrucción posbélica en todo el mundo— produjo durante algún tiempo un considerable mejoramiento de los niveles de vida de mucha gente, sin cambiar en lo más mínimo el marco estructural de la sociedad capitalista. La gran marcha atrás se dio más tarde, cuando la fase expansionista posbélica coyunturalmente favorable se detuvo, hacia finales de la década de los sesenta. Ello señaló también el inicio de la crisis estructural del sistema del capital. Como resultado, las ideas reformistas liberales y socialdemócratas alguna vez sinceramente propugnadas fueron reemplazadas por la imposición más implacable del neoliberalismo, pero con su legislación represivamente antilaboral incluso en los países que tradicionalmente se consideraban paradigmas de la democracia, incluido el Reino Unido de la Gran Bretaña. Así, los viejos principios del liberalismo en la política practicable han quedado permanentemente remitidos al pasado, y al mismo tiempo los principios socialdemócratas de las transformaciones sustantivamente democráticas de orientación reformista han sido abandonados explícitamente en toda Europa, gracias al tipo de metamorfosis retrógrada que hemos presenciado en la conversión del Partido Laborista inglés en el «nuevo laborismo». Y cuando consideramos, como es nuestro deber, también el uso que se le da hoy a la idea de «democracia» en los asuntos internacionales, en forma muy agresiva a través de las guerras de Estados Unidos, la gravedad de la situación debería hacer sonar las alarmas en todas partes. Porque de esa manera la fase descendente del desarrollo del

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sistema del capital no sólo le da total marcha atrás a una tendencia política que en la fase ascendente fue capaz de producir algunos resultados positivos, sino que también pervierte cínicamente los importantes conceptos a través de los cuales las medidas peligrosas adoptadas podían ser evaluadas y enfrentadas críticamente, añadiéndole así al monopolio de las armas de destrucción masiva el monopolio del pensamiento institucionalmente manipulado e impuesto, en nombre de la salvaguarda de la «libertad».

UNO de los conceptos más ensalzados hoy por las personificaciones del capital es el de globalización. En este caso podemos ver también la grave distorsión de la realidad en interés de justificar los antagonismos estructurales de la fase descendente. El concepto de «globalización» está muy lejos de constituir una verdadera Daseinsform (una forma categorial del ser) en su sentido marxiano. Nada tiene que ver con la producción de una síntesis de las características de los desarrollos socioeconómicos reales en esta noción —con una validez incluso vagamente comparable con las visiones de los clásicos de la economía política— que revelase algo estructuralmente significativo acerca de las tendencias del presente y señalase sus raíces en el pasado histórico. Lo que se nos ofrece, en cambio, bajo el eslogan interminablemente repetido de la «globalización» universalmente beneficiosa, es el cínico maquillaje de las estrategias de dominación capitalista en real desenvolvimiento —y también impuestas mediante la intervención estatal directa— correspondientes a la presente fase de dominación imperialista. La tendencia histórica real, pero altamente contradictoria, hacia la integración global de la economía capitalista se remonta a más de dos siglos en el pasado. Repasando el Manifiesto comunista, lo que ya en ese tiempo era un dinámico desarrollo económico internacional de cien años de duración, Marx y Engels pusieron de relieve que «La necesidad de un mercado en constante expansión para sus productos acosa a la burguesía en toda la extensión del orbe. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear conexiones en todas partes». En el Manifiesto subrayaban la inexorabilidad de las determinaciones objetivas que están en las raíces de esos desarrollos, y hablaban de las «industrias que ya no

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trabajan con materia prima autóctona, sino con materia prima traída de las zonas más remotas, industrias cuyos productos son consumidos no sólo localmente sino en cualquier rincón del globo»100. ¡Y lo hicieron en un Manifiesto publicado no en los años recientes, cuando se ha puesto de moda hablar de «globalización», en interés de la apologética social, sino nada menos que en 1848! Sin embargo, al mismo tiempo destacaban también la otra cara de la moneda de la expansión capitalista internacional. A saber, que La sociedad burguesa moderna, con sus relaciones de producción, de intercambio y de propiedad, una sociedad que ha hecho aparecer como por arte de magia tales medios de producción e intercambio gigantescos, es como el brujo que ya no puede seguir controlando los poderes del mundo inferior que ha invocado con sus conjuros101.

Es este lado del proceso gravemente contradictorio de la inexorable tendencia del sistema del capital hacia su integración económica global el que no aparece, para nada, en la transfiguración cínicamente maquillada de la realidad —a fin de cuentas capitalistamente insostenible y explosiva— de la explotación incrementada a todo lo ancho del mundo con el cuento de hadas universalmente beneficioso de la «globalización». Los ideólogos del orden dominante no sólo presentan el asunto como una novedad del desarrollo ficticia y categorialmente significativa, sino además declaran al mismo tiempo que «toda persona en su sano juicio debería abrazar alegremente la globalización», en vez de atreverse a expresar dudas acerca de su naturaleza y perspectivas de éxito. Lo que callan calculadamente es la incorregible realidad de las relaciones de poder que favorecen abrumadoramente a los países imperialistas dominantes, y perpetúan las desigualdades que han prevalecido durante tanto tiempo, de ser necesario con la fuerza de las armas. Son también lo bastante irrealistas como para imaginar que los beneficiarios principales del orden metabólico social del capital pueden mantener eternamente esas relaciones de poder profundamente inicuas y estructuralmente impuestas. Así, la descarada «eternización» del sistema del capital —que comenzaba a ser prominente ya en las obras de la «economía vulgar», en el inicio de la fase de desarrollo descendente— asume una forma mucho más aguda gracias a la idealización de la globalización imperialista.

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Naturalmente, no podemos considerar a este desarrollo como una repetición directa de un pasado que se remonta a más de dos siglos atrás. Si bien es perfectamente correcto destacar que la lógica interna del desarrollo autoexpansionista del capital resulta ser inseparable de la necesidad de autoimponerse sobre todo el mundo, existen también algunas diferencias específicas que hay que señalar en relación con las tendencias en curso. Primero, que, al contrario de la del presente, la forma inicial de penetración en las partes más remotas del mundo no surgió de las grandes presiones internas de las transformaciones monopolísticas y cuasimonopolísticas de la economía en los países imperialistas dominantes en gran escala. Segundo, que incluso en comparación con el comienzo del siglo XX, el imperialismo de nuestro tiempo es significativamente diferente de la forma que ocasionó la enorme explosión de la Primera Guerra Mundial en 1914, no sólo porque la ocupación político-militar de los antiguos territorios coloniales después de la guerra demostró ser totalmente inestable, así como también altamente controvertida tanto en lo interno como internacionalmente, y hubo de ser seguida por la descolonización y una variante ligeramente diferente de dominación «neoimperialista», posterior a la Segunda Guerra Mundial. Más significativo aún en este respecto fue que Estados Unidos se convirtiera en la potencia dominante de la nueva variante de imperialismo, y que actúe en nuestro tiempo —incluso librando grandes guerras desde Vietnam hasta el Medio Oriente— como el impositor del imperialismo hegemónico mundial. De esa manera Estados Unidos se muestra reacio a tolerar rivales en sus aventuras imperialistas —sin que importe lo problemático que ese tipo de monopolio está obligado a resultar en el futuro no muy lejano—, en contraste incluso con los planes de Hitler de compartir la dominación global con Japón en el pasado. Y el tercer punto importante que hay que subrayar es que las fuerzas políticoeconómicas que se benefician en primer término de la dominación «globalizadora» del mundo, son las corporaciones gigantes trasnacionales —a menudo llamadas interesadamente «multi-nacionales»— que actúan con el pleno apoyo de sus estados nacionales. De nuevo, las compañías de Estados Unidos de Norteamérica están al frente de esos

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nuevos desarrollos imperialistas. Resulta también relevante en este contexto que la determinación económica de la «globalización» en marcha en el plano monetario se caracteriza por la acción de las fuerzas del capital financiero, altamente especulativo y parasitario, así como también peligrosamente inestable sobre una base relativamente a corto plazo, ciertamente con la complicidad del Estado capitalista. Son éstas las consideraciones que es necesario agregarle al idílico cuadro de la globalización capitalista en nuestro tiempo.

OTRO problema de gran importancia en este contexto, que subraya la necesidad de condicionar la evaluación de las determinaciones sistémicas fundamentales que experimentan un cambio importante en lo que va de la fase ascendente a la descendente del desarrollo del capital, es la total perversión de la categoría de consumo. La importancia de este aspecto para el proceso de reproducción social en su totalidad es absolutamente vital. Su forma más extrema se origina en la segunda mitad del siglo XX, bajo el impacto directo de una modalidad de producción sumamente perniciosa que potencialmente puede destruirlo todo. El tema posee una importancia vital porque en realidad la interconexión entre la producción y el consumo, a fin de ser del todo sustentable sobre una base permanente, tiene que darse como una estrecha relación dialéctica de genuina reciprocidad. Sin esa determinación objetiva del proceso de reproducción social todo el sistema se vuelve peligrosamente insustentable. Sin embargo, el problema capitalistamente insuperable aquí es que resulta imposible limitar la atención a las condiciones —manipulables— de sólo dos de los constituyentes de esa relación. Porque la necesaria reciprocidad dialéctica entre los dos —es decir, la producción y el consumo considerados en sí mismos— es inconcebible sin el papel fundamental que juega la necesidad humana en la constitución real de su relación. Es el cumplimiento del papel requerido por la necesidad humana en la constitución de la reciprocidad dialéctica entre la producción y el consumo lo que se torna extremadamente problemático, bajo las presentes condiciones del desarrollo histórico.

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Son éstas las consideraciones que es necesario agregarle al idílico cuadro de la globalización capitalista en nuestro tiempo. Marx describe así las principales características de esa interrelación dinámica: La producción no sólo proporciona el material para la necesidad, sino que además proporciona la necesidad para el material. Tan pronto como el consumo surge de su estado inicial de materia prima —y si permaneciese en esa etapa ello sería así porque la producción misma se habría detenido allí— pasa a ser mediado como una fuerza impulsora por el objeto. (…) Por consiguiente la producción no sólo crea un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto. Así, la producción produce consumo 1) creando el material para éste; 2) determinando el modo de consumo; y 3) creando los productos, inicialmente presentado, por ella como objetos, en forma de una necesidad sentida por el consumidor. Ella produce, entonces, el objeto del consumo, el modo de consumo y el motivo del consumo. De igual manera, el consumo produce la inclinación del productor al ofrecérsele como una necesidad que determina un objetivo. (…) La producción es consumo, el consumo es producción. Producción consumidora. Consumo productor. (…) El individuo produce un objeto y, al consumirlo, regresa a sí mismo, pero regresa como un individuo productor y autorreproductor. El consumo aparece así como un momento de la producción102.

Bajo las condiciones de los desarrollos monopolísticos en el siglo XX fuimos testigos de una gran distorsión en esas relaciones. Porque las corporaciones gigantes de los países dominantes hicieron valer su poder —no simplemente un poder económico obtenido productivamente, sino un poder además políticamente inflado sobremanera gracias a su posición cuasimonopólica en el escenario capitalista general— también manipulando la necesidad e imponiendo todo cuanto le sirviera a su interés por asegurar y mantener la expansión rentable del capital. Así, la práctica problemática de estimular los «apetitos artificiales» porque ellos les rinden mayores ganancias que las alternativas justificables en respuesta a la necesidad real —una práctica nunca ausente del todo en la producción capitalista— adquirió un papel incomparablemente más extendido y estructuralmente más significativo con el inicio de la fase monopolística de la historia del capital. 366

En la segunda mitad del siglo XX experimentamos un cambio cualitativo en esa relación, incluso si la cotejamos con su modalidad ya significativamente empeorada bajo el impacto de las transformaciones monopolísticas, en comparación con la fase ascendente del sistema del capital. El agente económico y político que le impone a la sociedad ese cambio cada vez cualitativamente más grave, con consecuencias potencialmente catastróficas, es el complejo militar-industrial, para emplear la acertada descripción de Eisenhower. Es un agente que resulta ser, y no puede ser de otra manera, inseparablemente económico y político en el nivel más alto. La naturaleza misma de su empresa «productiva» es la destrucción, responsable en definitiva no sólo de «pensar lo impensable», como tiende a describírsela con frívola complicidad, sino de la posibilidad del aniquilamiento total de la humanidad. Es decir, procura hacer el más rentable de los negocios a cuenta de correr el mayor de los riesgos posibles —no el riesgo económico que, al contrario de lo que dice el mito capitalista acerca de sí mismo, no existe, sino el juego con fuego de la destrucción ilimitada e ilimitable—, cuya autorización sólo podría provenir del Estado mismo. Más aún, es imposible que ese negocio singular pueda cubrir siquiera una mínima cantidad de los graves costos económicos implicados mediante los procesos económicos acostumbrados. El Estado tiene que imponérselo políticamente a la sociedad, en su capacidad de impositor de impuestos respaldado por el monopolio de la violencia en contra de toda posible resistencia en contra de este particular. En consecuencia, a lo que nos enfrentamos en este desarrollo potencialmente letal del sistema del capital a partir de la segunda mitad del siglo XX es a la perversión total del consumo en todos los sentidos del término. En este tipo de «consumo» —tan distanciado de la categoría de consumo productivo antes citada, y tan opuesto a ella— no existen ni un sujeto real ni una necesidad humana que puedan verse positivamente satisfechos gracias al consumo de los objetos producidos. Y puesto que en realidad, en contraste con su insostenible modalidad ilusa e irresponsablemente combinada con la producción, dada su ineliminable reciprocidad, no hay manera tampoco de que se dé una producción consumidora. Su lugar es ocupado por el humillante sometimiento de la sociedad en su totalidad a la aceptación del destructivo despilfarro tanto en la producción como en el consumo. 367

La gran innovación del complejo militar-industrial para los desarrollos capitalistas es borrar, de manera efectiva en la práctica, la distinción vital entre consumo y destrucción. Marx señaló una vez que en la Roma imperial el valor alienado e independiente como riqueza orientada hacia el consumo «aparece como un derroche sin límites que lógicamente trata de incrementar el consumo hasta una limitación imaginaria, engullendo ensaladas de perlas, etcétera»103. En comparación, el verdadero derroche ilimitado de engullir recursos equivalentes a billones de esas ensaladas a lo largo de los años, mientras incontables millones de personas han tenido que soportar el hambre como su «destino» ineludible, ha logrado legitimarse gracias a las prácticas destructivas del complejo militar-industrial como deber patriótico totalmente incuestionable. Porque ese complejo está protegido por el poder de la irresponsabilidad institucionalizada, sin importar lo fraudulentas que puedan resultar sus prácticas, que se remontan a magnitudes astronómicas, como lo han revelado innumerables escándalos. Hubo una vez en que la producción del valor de uso estuvo estrechamente interrelacionada con la multiplicación del valor de cambio rentable, aunque subordinada a éste, lo que trajo consigo la tendencia productiva del sistema del capital a la tasa de utilización decreciente, en definitiva insostenible. Irónicamente, sin embargo, en nuestra presente fase de desarrollo histórico, cuando para la humanidad ha pasado a ser absolutamente esencial alcanzar un aumento humanamente significativo en las tasas de utilización, como la única economía viable para el futuro, vemos lo diametralmente opuesto, con la tendencia productiva totalmente irresponsable del complejo militar-industrial hacia la tasa cero. Ciertamente, el complejo militar-industrial tiene éxito en «incrementar el consumo hasta una limitación imaginaria», cuando crea la perecibilidad de hasta las substancias materiales más duraderas y las «materias primas estratégicas» irreemplazables transformándolas en instrumentos de guerra y destrucción, que resultan ser desperdiciadores/destructivos de los recursos humanos en grado extremo, aunque ni siquiera se llegue a usarlos. Y puede imponerle a la sociedad esas absurdas prácticas «productivas» destructivas con la mayor facilidad. En todo país capitalista importante el complejo militar-industrial disfruta de la legitimación arbitraria de las formas de despilfarro más extre368

mas, gracias a la red institucional ideológicamente bien apertrechada del Estado, en la que las actividades de malversador, pagador, auditor, legislador y juez entran en el mismo saco. Y dada la posición prominente del complejo militar-industrial en el proceso de reproducción general, junto con su lugar eminente perversamente asegurado en la escala de valores acomodaticia de la sociedad, la disipación destructiva de los recursos potencialmente más valiosos en la sociedad en su conjunto se vuelve aceptable y hasta respetable, como contribución válida a los objetivos capitalistas de crecimiento y expansión siempre procurados. Así, la bien conocida exaltación del impacto del capital sobre el desarrollo social por parte de algunos economistas liberales, según los cuales su sistema se caracteriza por la destrucción creativa o productiva, se va convirtiendo en una escala aterradora en lo diametralmente opuesto: la producción destructiva. Es así como la fase descendente del desarrollo del sistema del capital en nuestro propio tiempo tiende a revertir y subvertir del todo los logros una vez significativos de su fase ascendente. LA estructura de mando, históricamente específica y estructuralmente impuesta, de la producción de mercancía generalizada del capital surgió de una larga y combativa confrontación con el sistema feudal. Se constituyó sobre la base de principios radicalmente diferentes, y estableció firmemente en su forma madura la avasalladora primacía de la extracción económica del plustrabajo, en la forma más flexible y dinámica de la expropiación y acumulación de plusvalor. Eso representaba un agudo contraste con la imposición esencialmente política de la extracción de plustrabajo y la correspondiente regulación del proceso de reproducción social, que con el paso del tiempo demostró ser cada vez más anacrónico e insostenible en el caso del feudalismo. Sin embargo, para poder tener éxito contra su adversario y, más importante aún, para consolidarse en forma sustentable durante un largo período histórico por venir, el sistema del capital tenía que establecer su dominio sobre la sociedad apoyado en una estructura de mando con un orden estricto, que abarcase todas las esferas y todos los niveles de la vida humana. En ese sentido, todo lo contrario a su propio mito de constituir la encarnación ideal de la libertad, la democracia y la autonomía individual

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(de la cual la «soberanía del consumidor individual» es una variante relativamente reciente), el capital no es más que la estructura de mando más efectivamente funcional y estructuralmente impuesta de la historia. Su superioridad respecto a todas las formas anteriores de mando social consiste precisamente en su habilidad para combinar, como un sistema orgánico genuino y absolutamente dinámico, los requerimientos vitales del intercambio metabólico fundamental de la humanidad con la naturaleza, y la regulación de incluso los aspectos más complejos y sofisticados del proceso de reproducción material, político y cultural. Ciertamente, uno de los aspectos más importantes de la nueva estructura de mando era que el capital podía imponerle exitosamente sus determinaciones reproductivas vitales a la sociedad, en una escala siempre en expansión, y a lo largo de un período histórico muy prolongado, si bien en nuestro tiempo es cada vez menos así, debido a la activación irreversible de los límites sistémicos absolutos del capital104. Sin embargo, el viraje radical de la extracción impuesta políticamente del plustrabajo a su extracción primordialmente económica no constituyó en modo alguno un proceso espontáneo —ni mucho menos natural— como les gusta pintarlo a las racionalizaciones ideológicas del sistema del capital, a fin de postular de esa manera la eterna validez del sistema establecido. El cambio histórico requerido no podía ser en su origen una transición económica espontánea hacia una nueva modalidad más flexible de reproducción social; y resulta altamente inconcebible que la extracción y acumulación abrumadoramente económica de plustrabajo como plusvalor se pudiese mantener para siempre en el poder sin una fuerte contribución —y de hecho la garantía definitiva de su desarrollo expansionista— de la dimensión política apropiada, periódicamente cambiante y en nuestro tiempo cada vez considerablemente peor. Porque en lo profundo de su sistema socioeconómico podemos siempre identificar el antagonismo estructural fundamental entre el capital y el trabajo, aunque en diferentes períodos de la historia ese antagonismo puede permanecer más o menos latente y activamente oculto a la vista, gracias a las determinaciones fetichistas absurdas pero sumamente efectivas del propio proceso de reproducción en funcionamiento mediante el cual «el producto es el propietario del productor», como rezaba en una cita anterior.

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En este importante sentido, resultaba por demás inconcebible establecer en primer lugar la avasallante dominación, por parte del capital, del proceso de producción y distribución normal, orientado hacia la extracción económica, sin la participación directa masiva, no simplemente de la política sino además de la forma más brutal de la política, en el tiempo de la llamada «acumulación primitiva», ya en el reinado de Enrique VIII. En el período histórico, es decir, cuando la futura fuerza laboral tenía que verse privada de cualquiera de los medios alternativos de supervivencia elemental todavía disponibles en la tierra comunal, así como de todo medio de producción posible en el futuro, para que pudiese quedar completamente sometida por los requerimientos de la nueva modalidad de producción del capital, e incluso ser ejecutada/exterminada por millares y milares como «vagos» y «vagabundos», por razón de ser excedentes de las necesidades y potencialidades productivas del capital entonces existentes105. Además, el irreprimible antagonismo entre el capital y el trabajo —que es, y lo seguirá siendo siempre, el basamento estructural (paradójicamente la fuerza impulsora y a la vez la debilidad última)— hace que resulte necesario mantener en el poder una estructura de mando estrictamente jerárquica, no sólo en las unidades productivas particulares (en las que funciona a través del innegable «autoritarismo de la fábrica») sino también en la sociedad en sentido general, imponiéndoles a los sujetos trabajadores los procesos de toma de decisiones necesariamente de arriba abajo del sistema como totalidad. Tiene que ser así, independientemente de lo latentes que puedan ser las contradicciones objetivas en un tiempo en particular. Como aprendimos de la historia de los desarrollos de la posguerra, los procesos de toma de decisiones de arriba abajo tienen que prevalecer incluso cuando el estado latente del antagonismo fundamental favorezca la aceptación más amplia de pretensiones «democráticas» espurias —incluido el ingenuo eslogan propagandístico del gobierno laborista inglés acerca de «la conquista de los puestos de mando de la economía» (en palabras del primer ministro Harold Wilson) gracias a la medida reversible, y en la primera oportunidad debidamente revertida, de la «nacionalización», que en la realidad no significaba otra cosa que transferir la bancarrota capitalista al sistema tributario general, de imposición estatal, en unos cuantos sectores claves de la economía—. Este tipo de

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«desarrollo positivo» engañoso tiende a producirse bajo circunstancias históricas en las que el antagonismo estructural fundamental, que sigue estando siempre en las raíces del sistema del capital, aparenta en el momento ser virtualmente inexistente, generando toda clase de ilusiones autodesarmadoras en las propias filas del trabajo gracias a los procesos de expansión productiva en marcha, como se dio luego de la Segunda Guerra Mundial durante la fase de reconstrucción y las prácticas coyunturales del Estado de Bienestar en un puñado de países occidentales. Irónicamente, sin embargo, las prácticas del Estado de Bienestar eran tan fácilmente reversibles, incluso en los pocos países donde ocurrieron las nacionalizaciones de los pretendidos «puestos de mando de la economía» alguna vez anunciadas con bombos y platillos, y por supuesto bajo el impacto de las contradicciones sociales que se agudizaban —manejadas bajo el nuevo clima político del «neoliberalismo», al cual el «nuevo laborismo» se aclimató de tan buen grado como su adversario político conservador—, que de hecho ya fueron revertidas en su mayoría.

QUIZÁS el aspecto más revelador de la relación entre la dimensión económica y la dimensión política en el desarrollo del sistema del capital sea la tendencia general misma, que evidencia el predominio relativo de una u otra en la fase ascendente y en la descendente. La proyección antihistórica del surgimiento y la permanencia natural del capital, ante la realidad del involucramiento político absolutamente brutal que necesitaba el sistema en su etapa inicial de estabilización no es, por supuesto, más que un mito risible creado por él mismo. Sin embargo, resulta más fácil hallar una explicación más racional, y en un sentido histórico elaborado también más justificable, para lo que ocurrió realmente —que vino a ser la imposición política directa de los requerimientos mediante los cuales la brutalidad política, históricamente bien documentada, logró abrir las puertas hacia un avance productivo que en lo económico no guardaba parangón con el pasado— que las problemáticas transformaciones que nos vemos obligados a encarar en la presente fase del desarrollo destructivo del orden establecido. Porque en la fase descendente del modo de control metabólico social del capital, y en su forma

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más extremada en el transcurso del siglo XX, que se extiende también hasta el XXI, hemos sido testigos del creciente predominio de las fuerzas políticas más retrógradas en una escala aterradora, si bien frecuentemente disfrazada por las devotas personificaciones del capital con la falsa ideología de «retroceder las fronteras del Estado» propagandizada con el mayor de los cinismos. De esa manera la humanidad tuvo que sufrir la marcha atrás más problemática de la tendencia general de más de doscientos años, caracterizada por el papel cada vez menor de la toma directa de decisiones políticas en el manejo general del sistema del capital, hasta mediados del siglo XIX, en paralelo con la fase ascendente del desarrollo. Las visiones teóricas de esos cambios reflejaban con bastante fidelidad la naturaleza cambiante del propio proceso subyacente. Así, Thomas Hobbes, en una etapa relativamente temprana de la transición hacia una extracción y acumulación predominantemente económica de plustrabajo como plusvalor, hablaba no sólo de la bellum omnium contra omnes «determinada por la naturaleza», sino al mismo tiempo, con gran consistencia intelectual, también propugnaba al Leviatán como el Estado político correspondiente, extremadamente poderoso y absolutamente necesario. Más de un siglo después Adam Smith, en una etapa considerablemente más avanzada de la fase ascendente del desarrollo, argumentaba enérgicamente a favor de un Estado político mínimo, para darle así todo su alcance a la benevolente fuerza guiadora económica de la «mano invisible» en su esquema de cosas ideal. Y más tarde aún, Hegel, aunque reconociendo la evidencia de las contradicciones más que sus precursores intelectuales, que también veían el mundo desde la perspectiva del capital, no sentía la menor inclinación por respaldar la legitimación del poder arbitrario del Estado político. Más bien argumentaba a favor de un «Estado ético» bajo mandato estricto y regido por la Razón, restringiendo así casi a nada el poder del monarca106. Además, unas cuantas décadas después de Hegel, ya hacia el final de la fase ascendente del capital, los principales representantes del liberalismo y el utilitarismo querían que el Estado estuviese confinado a un papel secundario, para permitirle así al proceso económico espontáneo desempeñar sus funciones positivas postuladas. La segunda mitad del siglo XX, y de manera particularmente pronunciada las manifestaciones del colonialismo imperialista modernos que se 373

desenvolvieron en sus tres últimas décadas, vinculadas con desarrollos monopolísticos aún internamente más fuertes en los países dominantes107, señaló la gran intensificación de la participación política directa del Estado capitalista en el proceso de reproducción social. No por sorpresa, esa tendencia empeoró en el siglo XX y trajo consigo dos guerras mundiales, así como devastaciones antes inimaginables, incluidos el holocausto nazi y la primera utilización de las armas nucleares de destrucción en masa en contra de una población civil en Hiroshima y Nagasaki, nada menos que por Estados Unidos de Norteamérica. A pesar de toda la mitología en alabanza del orden natural del capital, y de su «orden económico expandido» espontáneamente prevaleciente, la verdad, con implicaciones sistémicas de largo alcance, es que el modo de control metabólico social del capital del proceso de reproducción ya no puede manejar sus asuntos sin una intervención política del Estado muy fuerte. Y esa problemática característica no era aplicable solamente al aventurerismo absolutamente brutal nazi y de la extrema derecha japonesa, que prevaleció exitosamente durante décadas en una parte importante de nuestro planeta, sino también a los antídotos propuestos activados en contra de las respuestas abiertamente autoritarias a las graves crisis del sistema, desde el «New Deal» de Roosevelt hasta las prácticas del «Estado de Bienestar» con fuerte patrocinio estatal, como hasta su nombre lo indica, con dudosos resultados duraderos. Y cuando debemos añadirle a esas consideraciones el complejo militarindustrial ya estudiado —que no podría autosustentarse ni por un momento sin el apoyo masivo del Estado que sigue disfrutando— y la práctica en escalada de las guerras destructivas, propugnadas por los neoliberales y «neoconservadores» e hipócritamente justificadas por los parlamentos «democráticos» bajo pretextos obviamente falsos108, nadie puede negar la gravedad de la crisis estructural del capital. Porque el círculo que se había venido ampliando, desde el papel facilitador brutal jugado al comienzo por la política para el surgimiento y la consolidación del capital como un sistema orgánico en la época de Enrique VIII, seguido de su tendencia a la disminución durante la fase ascendente, para volver luego a un papel cada vez mayor de la política, con creces, en la fase descendente del desarrollo, ahora se ha cerrado irremisiblemente. Y nada podría constituir un círculo 374

más vicioso en términos prácticos que éste, que puede proseguir sin impedimentos su rotación en torno a su propio y realmente existente eje del mal. Una rotación claramente visible en forma de una intervención estatal cada vez más autoritaria en el proceso de reproducción, que puede ser mantenida en escala creciente sólo poniendo en peligro directo la supervivencia misma de la humanidad.

LA reflexión categorial del antagonismo estructural hondamente asentado e irradicable entre el capital y el trabajo es tergiversada (más o menos conscientemente) por todos los que conceptualizan el mundo desde el punto de vista del capital. Incluso durante la fase ascendente del desarrollo del capital La sociedad, como se presenta ante el economista político, es sociedad civil, en la cual todo individuo es una totalidad de necesidades y sólo existe para el otro, así como el otro sólo existe para él. El economista político lo reduce todo (al igual que lo hace la política en sus derechos del hombre) al hombre, es decir, al individuo al que él despoja de toda determinabilidad para clasificarlo como capitalista y obrero109.

Y, por supuesto, cuando los economistas políticos —y los filósofos que ven el mundo de la misma manera— hablan acerca de la existencia de capitalistas y trabajadores, los describen como miembros de una sociedad de individualidades estrictamente agregativas y como partes de un orden ideal determinadas por la naturaleza, como lo vimos antes. No dan la menor señal de reconocimiento del hecho de que la relación entre capitalistas y trabajadores está constituida en la realidad sobre la base del antagonismo estructuralmente impuesto entre el capital y el trabajo, cuya exitosa imposición sobre la clase sometida debe mantener también en el futuro la condición sine qua non de su «sistema natural de la libertad y la justicia perfectas». En ese sentido ya el bellum omnium contra omnes constituye una reveladora tergiversación del estado de cosas real, si bien sigue teniendo el mérito de que pone de relieve la permanencia del conflicto bajo el dominio del capital. Resulta una tergiversación no en el sentido de que los conflictos entre los individuos no existan, pues sin duda alguna lo hacen, 375

sino porque no son entendibles sin el antagonismo de clase fundamental de que ellos son integrantes, ya que es el antagonismo de clase básico que fija las pautas para la confrontación general entre las dos clases alternativas hegemónicas en capacidad de controlar a sus maneras muy diferentes el orden sociohistórico. Los múltiples conflictos individuales, tanto entre los capitalistas como entre los trabajadores, son determinaciones subordinadas de esa alternativa hegemónica fundamental, igual respecto a sus manifestaciones prácticas particulares que a sus principales orientaciones hacia el valor. Como vimos en el capítulo anterior, Hegel también describió mistificadoramente la característica del egotismo interesado nada más en sí mismo como si emanase directamente de los propios individuos, sin reconocer que en realidad ellos tenían que interiorizar110 el imperativo autoexpansionista objetivo que el hecho originaba. Fue así como Hegel pudo presentar una visión idealizada del desarrollo histórico, que a su modo de ver representaba la «realización de la libertad» en su racionalización economista-política de la realidad. La justificación ideológica de las prácticas explotadoras del sistema del capital en desarrollo productivo había asumido una forma claramente pronunciada ya en la filosofía de John Locke. Éste admitía en principio que «El trabajo, en un comienzo, confería un derecho de propiedad»111. Pero su preocupación real era cómo justificar la eliminación práctica de esa condición, en interés del orden establecido absolutamente inicuo. Hizo eso postulando el basamento absolutamente natural del dinero112, del que dice que justifica el «amontonamiento» y «atesoramiento» de riqueza, de manera que «un hombre puede con todo derecho, y sin causar perjuicio, poseer más de lo que él mismo pueda utilizar recibiendo oro y plata, que pueden permanecer por largo tiempo en posesión de un hombre sin devaluarse por el excedente»113. Locke también pensaba que él podía suprimir la base del antagonismo social ampliando los conceptos de propiedad y posesiones hasta el punto en que, en su opinión, dejaba de importar «si su posesión de la tierra es, para él y sus herederos, por siempre o una permanencia de una semana apenas; o si nada más se trata de su libre tránsito por una carretera; y, en efecto, llegará hasta donde alcance la permanencia misma de cualquier persona dentro de los territorios de ese gobierno»114. 376

Ese tipo de apologética servía a un doble propósito. Además de eliminar cualquier preocupación por la desigualdad, estaba ideada también para justificar el total sometimiento político de los desposeídos a la autoridad política establecida, en concordancia con la idea mistificadora, pero por supuesto muy celebrada, del «consentimiento tácito». Porque al argumentar de ese modo podía aseverar y «legitimar» las obligaciones sin límite del pueblo sometido en nombre de un «consentimiento» completamente ficticio, que se le atribuía basándose en que no abandonaba el país y por ende aceptaba la autoridad sin límites que ejercía sobre él el Estado capitalista, aunque en realidad no la aceptaba en absoluto, sino simplemente no tenía manera de alterar su precaria situación. Pero incluso esa transparente apologética no es comparable con lo que nos vemos forzados a aceptar bajo las condiciones de la realidad cotidiana del capital. Porque uno de los principales argumentos de Locke para justificar las extremas desigualdades del sistema del capital en su época era que, gracias a la naturaleza perdurable del dinero, una determinación natural, se hace posible eliminar el despilfarro, que de lo contrario resultaría inseparable de la práctica de «amontonar» y «atesorar» riqueza, propia de la reproducción expandida del capital. Por el contrario, el sistema del capital en nuestro propio tiempo no puede funcionar sin imponerle a la sociedad —algo totalmente inimaginable en la época de Locke— cantidades y formas de despilfarro, y lo justifica de muchas maneras diferentes, incluidas las prácticas productivas y autolegitimadoras más absurdas del complejo militar-industrial, como ya hemos visto. Así, también en este respecto vemos la plena consumación del círculo vicioso del capital. Y en nuestro propio tiempo, inevitablemente, la humanidad entera tiene que sufrir las consecuencias destructivas de esa consumación. Un siglo después de Locke, para el momento en que Adam Smith escribe La riqueza de las naciones, el capital está firmemente en control del proceso de reproducción social en Inglaterra y progresa innegablemente también en otras partes del mundo. Comprensiblemente, entonces, las ilusiones concernientes a las determinaciones de su sistema, y las consecuencias beneficiosas para todo evento de la organización de la producción sobre la base de un sistema «natural» como ése, son mayores que nunca. Así, se pone el acento con confianza y fuerza en el lado positivo 377

del desarrollo percibido, sobre la aseveración de la riqueza de las naciones, que se desenvuelve irresistiblemente, y se catalogan en conjunto como problemas marginales a los resultados negativos del avance productivo del sistema. De esa manera vemos minimizados hasta más allá de cualquier reconocimiento a los antagonismos sociales reales, debido a la tendencia de Smith a caracterizar los aspectos alienantes de la división capitalista del trabajo (algunos de los cuales él reconocía claramente) primordialmente como problemas técnicos —y técnicamente/organizacionalmente/educativamente corregibles—, pero nunca como contradicciones sociales hondamente arraigadas. En lo que respecta a la valoración de la cohesión general y la viabilidad del sistema del capital, en el universo intelectual de Adam Smith reina el optimismo supremo. No por sorpresa, el que resulta ser con mucho su concepto intelectual más influyente —que genera ecos importantes también en otros países, incluida la idea más complicada pero igualmente influyente de Hegel, la «astucia de la razón» (List der Vernunft)— ofrece una visión de cómo la misteriosa fuerza guiadora del capital trabaja en beneficio de la totalidad, e igualmente para el bienestar de cada uno de los individuos. Es así como la realidad de las complicadas mediaciones profundamente antagónicas del sistema, sumamente dinámico, de reproducción metabólico-social en la historia pudo ser transformado en teoría —en el promisorio período de la revolución industrial— en el postulado universalmente plausible del intercambio humano ideal. Mucho menos de un siglo después se hizo sentir el desengañador impacto del estallido de las contradicciones.

LAS categorías de la teoría socialista, como «formas del ser» apropiadas en el sentido marxiano, tienen que ser conceptuadas sobre una base muy diferente: mediante la más fiel reflexión de los problemas y contradicciones reales surgidos de las relaciones metabólicas sociales de la humanidad con la naturaleza y entre los propios individuos, en su escenario social realmente dado, en un período histórico muy difícil de transición hacia un nuevo orden reproductivo social viable. Inevitablemente, una respuesta crítica firme a las imágenes teóricas y las racionalizaciones ideológicas del sistema del capital dominantes por largo

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tiempo constituye parte integral de esa empresa. Porque no nos ocupan aquí simplemente los temas teóricos abstractos, sino las determinaciones prácticas vitales, aunque éstas estén transfiguradas de una complicada forma especulativa en algunas síntesis filosóficas concebidas desde el punto de vista del capital, como pudimos ver en el transcurso del presente estudio. Cualquier solución que apunte en dirección a la alternativa hegemónica históricamente sustentable del trabajo, concebida vía al inevitable período de transición, debe partir de las condiciones realmente dadas del orden metabólico social dominante, con sus premisas e imperativos prácticos frecuentemente ocultos pero fetichistamente impuestos. Un enfoque metodológicamente válido de la teoría de la transición requerida en ese sentido es factible sólo si satisface dos condiciones necesarias; 1) la clara definición de su punto de partida en relación con las determinaciones objetivas del marco estructural de la sociedad realmente establecido, con sus contradicciones realmente existentes y sus antagonismos inextirpables (lo que implica, por supuesto, la crítica de sus conceptuaciones tendenciosas y, especialmente en la fase descendente del desarrollo del sistema, la tergiversación cada vez más apologética del estado de cosas históricamente dado desde la perspectiva al servicio de sí misma del capital); y 2) la indicación a grandes rasgos de la alternativa hegemónica del trabajo sustentable a largo plazo. El primer aspecto que necesita de aclaración en este respecto es el concepto de riqueza. Porque incluso los clásicos de la economía política nunca pudieron tener una concepción de la riqueza y la pobreza que no fuese fetichista, debido al enfoque necesaria y exclusivamente cuantificador de estos problemas que hace el capital. Tenía que ser obligadamente así incluso en la fase ascendente más promisoria del sistema, incluida La riqueza de las naciones de Adam Smith. Resulta de vital importancia marcar aquí una firme línea de demarcación, no sólo en interés de nuestras apremiantes condiciones del desarrollo en la actualidad, con sus prácticas productivas ya absolutamente insostenibles, sino más aún en relación con el futuro. Porque es inconcebible instituir el orden alternativo hegemónico del trabajo —el sistema orgánico comunal— sobre la base de incluso la mejor intencionada de las cuantificaciones.

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La única economía viable, sin importar la etapa en los poderes productivos a la que la humanidad pueda llegar en el futuro, en contraste con el obligado despilfarro de las determinaciones internas cuantificadoras/ fetichistas del capital, es un modo de reproducción social que tiene que estar orientado por consideraciones cualitativas, en respuesta a necesidades humanas genuinas. Ese contraste con el enfoque general que hace la economía política en su totalidad del problema absolutamente crucial de la economía real del futuro, ya había sido explicado inequívocamente por Marx en su valoración inicial del asunto. Destacó con firmeza que «en lugar de la riqueza y la pobreza de la economía política llega el ser humano rico y la necesidad humana rica. El ser humano rico es simultáneamente el ser humano en necesidad de una totalidad de actividades de vida humanas: el hombre en el cual su propia realización existe como una carencia interior, como necesidad»115. Es importante destacar en el mismo contexto que la idea del modo comunal de producción y consumo —que hemos visto analizar al «Marx maduro» en considerable detalle en sus obras de síntesis más importantes, incluidos los Grundrisse y El capital— ya la propugnaba él claramente en su sistema inicial in statu nascendi. La caracterizaba así: la actividad comunal y el consumo comunal —es decir, la actividad y el consumo que se manifiestan y confirman directamente en asociación real con los demás hombres— se producirán allí donde esa expresión directa de la socialidad nazca del verdadero carácter del contenido de la actividad y sea adecuada a la naturaleza del consumo116.

Es éste el único horizonte general viable de las transformaciones fundamentales a través de las cuales la concepción alienante de la riqueza puede ser remitida al pasado. Porque sólo bajo el sistema comunal puede prevalecer realmente el principio orientador de la calidad surgida de la necesidad humana. No importa cuánta mejora relativa sea factible bajo el dominio del capital —y sabemos demasiado bien lo poco que se ha logrado en términos de la población mundial total con la capacidad de «amontonar» y «atesorar» riqueza, por una parte, y atroz desigualdad y miseria por la otra, como el destino ineludible de la inmensa mayoría de la humanidad—, no

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puede haber solución estructuralmente viable bajo las obligadas premisas prácticas e imperativos de la cuantificación fetichista. La consumación del círculo vicioso del capital, definitivamente destructivo —y por implicación también inevitablemente autodestructivo— en forma de su producción destructiva cada vez más dominante en nuestro tiempo, como inseparable de la lógica cuantificadora del sistema plenamente realizada, atestigua elocuentemente esa dolorosa verdad. Otra importante manifestación de ser en la teoría prisioneros del fetichismo del capital prevaleciente en todas partes, concierne a la quimera filosófica de la identidad sujeto-objeto. Ésa constituye una camisa de fuerza que llevan puesta incluso filósofos muy grandes, como Hegel, que asumen que pueden despachar a la alienante y cosificadora separación real —y la oposición— entre el sujeto y el objeto, simplemente planteando su identidad especulativa. Sin embargo, al hacerlo no logran sino apretar aún más la camisa de fuerza del capital, que ellos mismos se pusieron voluntariamente al identificarse con la perspectiva del sistema. Porque en el mundo real el problema teórico aparentemente irreductible surge de las determinaciones más profundas —y la obligada práctica— del sistema del capital basado en la usurpación del papel del sujeto al despojar al trabajo de los medios de producción, y así evitar estructuralmente que éste haga valer sus legítimas funciones de control en el proceso de la reproducción social. La solución filosófica especulativa consiste en un intento totalmente impracticable de eliminar el problema de la alienación en la actividad productiva misma, haciendo equivaler arbitrariamente a la objetización productiva como tal —que es, y así debe permanecer siempre, la necesaria manifestación y encarnación de la propia actividad humana— con la alienación y expropiación capitalista (históricamente creada y también históricamente superable) de los productos de la actividad. Por ende, en la realidad tanto el papel del sujeto como el de los objetos producidos por el trabajador real son alienados y expropiados usurpadoramente por el capital. La única manera de «resolver» (imaginariamente) ese problema dual de la práctica social alienadora en la filosofía especulativa, sin cambiar en realidad nada en absoluto, es planteando la identidad del sujeto y el objeto sobre la base de la identidad (nada identificable pero falazmente 381

proclamada) de la objetización exteriorizadora —inseparable por definición de la actividad humana práctica— y la alienación históricamente específica. La alternativa obvia es la restitución de las funciones de control autónomas en la producción del sujeto real, junto con la capacidad para determinar el uso sin restricciones que se les dará en la sociedad a los objetos por él producidos. En otras palabras, es asunto de establecer la unidad creativa de los sujetos trabajadores con las condiciones objetivas de su actividad autodeterminada, y no la invención de una identidad ficticia —especulativa— entre la idea-entidad: Sujeto abstracta y la igualmente abstracta/especulativa idea-entidad: Objeto (escritos con o sin mayúsculas). Marx enfoca el problema así, insistiendo en que el hombre no queda perdido en su objeto sólo cuando el objeto se convierte para él en un objeto humano o un hombre objetizado. Ello resulta posible sólo cuando el objeto se convierte para él en un objeto social, al igual que la sociedad se convierte para él en un ser en ese objeto. Por una parte, entonces, es solamente cuando el mundo objetivo se convierte en todas partes para el hombre en sociedad en el mundo de los poderes esenciales del hombre —la realidad humana, y por esa razón la realidad de sus propios poderes esenciales— que todos los objetos se convierten para él en la objetización de sí mismo, se convierten en objetos que confirman y realizan su individualidad, se convierten en sus objetos: es decir, el hombre mismo se convierte en el objeto117.

Obviamente, entonces, la unidad dialéctica del sujeto y el objeto es cuestión de la determinación histórica y la adaptabilidad histórica de las condiciones bajo las que la apropiada relación entre los individuos, como individuos sociales reales, y su sociedad —capaz de ofrecerles el campo de acción requerido para su autorrealización como individuos sociales—, pueda ser lograda. Cualquier intento por plantear la identidad del sujeto y el objeto resultará factible sólo abstrayéndose de las relaciones sociales realmente existentes e históricamente demarcadas, volviendo así sumamente problemático el concepto de individuo. Y al mismo tiempo hay que destacar que la determinabilidad social y la apropiada realización de la individualidad constituyen una unidad dialéctica que no puede ser distorsionada en ninguno de ambos lados. Marx

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está deseoso, entonces, de subrayar que «Lo que hay que evitar por sobre todas las cosas es el restablecimiento de la “sociedad” como una abstracción enfrentada al individuo. El individuo es el ser social»118. Y va más allá, para argumentar que El hombre, por mucho que pueda ser entonces un individuo particular (y es precisamente su particularidad lo que hace de él un individuo, y un ser social individual real), es igualmente la totalidad —la totalidad ideal—, la existencia subjetiva de la sociedad pensada y experimentada hecha presente por sí misma; de la misma manera que él existe también en el mundo real como la conciencia y el real disfrute de la existencia social, y como una totalidad de la actividad humana. Pensamiento y ser son, por lo tanto, indudablemente distintos, pero al mismo tiempo están unidos uno al otro119.

Naturalmente, la distinción entre sujeto y objeto también en el proceso de reproducción material y cultural general debe ser reconocida claramente y sin ambigüedad, o de lo contrario se está en peligro de caer en la trampa de la identidad sujeto-objeto por defecto. Pero su relación sólo puede tener sentido sustantivo —y tampoco un sentido filosófico puramente formal ni especulativo resultaría apropiado en este respecto— si se le concibe, inseparablemente de las determinaciones sociales prácticas subyacentes, como constituyente de una unidad dialéctica. Porque tanto en el caso del sujeto (sea éste individual o colectivo, y sin duda igualmente en un sentido colectivo social más general o específicamente comunal) como en el del objeto (por ejemplo, la representación directa de alguna actividad productiva material o el disfrute de algún objeto estético, como una obra de arte, por el individuo), estamos hablando de la realidad de múltiples determinaciones sociales que no pueden ser abstraídas sin vaciar arbitrariamente a esa importante relación misma de su contenido y significado definitorios.

LA planificación ocupa un lugar sumamente importante entre las categorías de la teoría socialista. Ello contrasta abiertamente con el sistema del capital en que —debido a la determinación centrífuga interna de sus microcosmos productivos y distributivos— no hay campo de acción real para la planificación en el sentido cabal del término. En ese sentido se 383

define como la planificación abarcante seguida a conciencia de la producción y la distribución, y que al mismo tiempo va mucho más allá de las limitaciones de la coordinación técnica/tecnológica, sin importar cuán ampliamente basada esté. Naturalmente, los grandes pensadores que conceptuaron al mundo desde la perspectiva del capital se daban cuenta de que en su descripción del orden reproductivo establecido faltaba algo esencial, sin el cual éste no podría ser sustentado sobre una base permanente, ni mucho menos calificar para ser idealizado como el solo y único modo natural de reproducción metabólico-social de la humanidad, como ellos lo declaraban. Así, como una invención tardía sorprendente pero absolutamente misteriosa, introdujeron la idea de la «mano invisible» (Adam Smith), «el espíritu comercial» (Kant) y «la astucia de la razón» (Hegel). Se suponía que esa misteriosa entidad supraindividual, independientemente de como se le llamase, lograría lo que en una sociedad humana estructurada de una manera no antagónica sería cumplido por una planificación abarcante libremente determinada. Y se suponía que la agencia supraindividual proyectada desempeñaría la tarea de la coordinación y dirección general incomparablemente mejor, por definición, de lo que podrían soñar los individuos particulares. Porque en las concepciones formuladas desde la perspectiva del capital había que satisfacer dos condiciones inconciliables. Primero, la conservación del mito de la economía política de la «sociedad civil» (abstraída del Estado capitalista), con su adversariedad individual, belicosidad y conflictos insolubles (como conviene al «madero retorcido» de Kant, con el que supuestamente la Providencia, la determinada por la naturaleza o la Divina, hizo a los individuos particulares). De aquí que no sea posible que a los individuos particulares se les confíe la vital tarea de asegurar la ordenada cohesión de la actividad reproductiva, en una escala social sin la cual el nuevo orden económico se caería a pedazos. Y la segunda condición que había que satisfacer era la producción de la cohesión social general. Ese proceso fue planteado contradictoriamente en forma de una reafirmación de lo que los pensadores en cuestión consideraban eran las determinaciones ontológicas objetivas de la «sociedad civil» insuperablemente conflictiva. Presentaron la solución imaginaria a 384

la insuperable conflictividad de la sociedad civil en forma de una transubstanciación del intercambio negativo de la adversariedad egocéntrica particularista como tal, en los beneficios positivos para la totalidad que se suponía surgirían de los propios conflictos, de donde, en palabras de Hegel, gracias a un avance milagrosamente «dialéctico», «el egocentrismo subjetivo se convierte en satisfacción de las necesidades de todos los demás», como ya vimos decretarlo al gran filósofo alemán. Ese tipo de transmutación beneficiosa de lo negativo en positivo, que se realizaría de manera postulada pero jamás explicada o demostrada, era celebrado por los pensadores que veían el mundo desde el punto de vista del capital como la armonización ideal del proceso de reproducción social en su totalidad. Sólo una agencia supraindividual —llámese la «mano invisible» de Adam Smith, el «espíritu comercial» de Kant o la «astucia de la razón» de Hegel— podría lograr esa conciliación ideal de lo inconciliable. Así, la proyección de la agencia supraindividual en el lugar del requerido órgano social de la planificación abarcante, como si hubiese sido instituida en realidad por los individuos sociales (y no egocéntricamente aislados) libremente asociados, podía crear la apariencia de solución del problema real desde el punto de vista de la economía política. Pero hasta para crear nada más esa apariencia se hacía necesario hacer pasar, primero, al antagonismo social fundamental de la sociedad de clases capitalista como la conflictividad estrictamente individual prevaleciente en la «sociedad civil» eternizada. Y segundo, se hacía necesario también caracterizar el propio objeto del conflicto estipulado, al que la gente tenía que enfrentarse, simplemente como cosa del disfrute individual perteneciente a la esfera del consumo, y por consiguiente cuantitativamente extensible, en palabras de Hegel, a «todos los demás». De esa manera, a la división jerárquica del trabajo, determinada clasistamente e impuesta estructuralmente —que constituye la base real del antagonismo fundamental inconciliable y en definitiva explosivo del sistema del capital— se la podía dejar en su mismo lugar de antes en la sociedad. Y, paradójicamente, esa tergiversación dual del problema estaba justificada en grado notorio, en el sentido de que era consistente en la teoría. Era consistente en la teoría precisamente como distorsión dual. Porque, desde la perspectiva del capital, resultaba necesario tergiversar,

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por una parte, la naturaleza real del insuperable antagonismo de clases —profundamente inherente al marco estructural históricamente establecido de la sociedad, y que, precisamente por inherente, requería para su solución del cambio radical de ese marco— como conflictos puramente individuales en la «sociedad civil» (concebida para ese propósito), cuya conciliación no exigiría ningún cambio estructural en la sociedad realmente existente; y, por otra parte, era necesario también describir tendenciosamente el objeto de conflicto real: la confrontación histórica acerca de dos modos de producción alternativos hegemónicos, incompatibles, como un simple problema de consumo individual cuya magnitud se podía aumentar mediante el valor de cambio fácilmente cuantificable del proceso de reproducción autoexpansionista del capital. Esos dos importantes aspectos de las determinaciones estructurales del sistema del capital estuvieron siempre estrechamente interconectados. Así, optar por uno de ellos desde la perspectiva del capital, en sintonía con la exclusión absolutamente necesaria de cualquier idea de cambio estructural en el modo de producción establecido, acarreaba el requerimiento de abarcar también al otro: es decir, el confinamiento de todos los ajustes remediales factibles a la esfera del consumo individual. En ese sentido, realmente no podía existir ninguna manera alternativa de formarse un concepto de los problemas sobre el tapete desde el punto de vista de la economía política del capital. Porque resultaría inconcebible instituir en el mundo realmente existente la alternativa histórica requerida —es decir, la futura planificación inevitablemente abarcante del proceso de reproducción— sin superar cualitativamente sobre una base sustentable la división del trabajo jerárquica, hoy estructuralmente impuesta, mediante una organización del trabajo manejable a conciencia en el sistema orgánico comunal. Pero incluso la misteriosa entidad supraindividual no podía superar el carácter post festum de la planificación: el único tipo de planificación factible dentro del marco incurablemente fetichista del control metabólico social del capital. Porque las funciones correctivas concebidas en ese sistema, a través de la operación del mercado idealizado, no podrán calificar para el verdadero sentido de planificación de dos maneras importantes. Primero, porque sólo pueden ser retroactivas, en respuesta a errores de cálculo y fallas percibidos y reconocidos —aunque a regañadien-

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tes— «pasada la fiesta». Y segundo, porque por la naturaleza misma de su modalidad retroactiva sólo pueden ser parciales, sin ninguna percepción de las conexiones y ramificaciones potencialmente de largo alcance de las instancias particulares reconocidas. En consecuencia, la necesaria previsión general —una vital característica definitoria de la planificación abarcante procurada a conciencia, en el sentido apropiado del término— no podía jugar papel alguno en ella. Porque el prerrequisito obligatorio para la realización de esa característica vital es la superación real de la adversariedad, no sólo sobreponiéndose, bajo las circunstancias históricas dadas, a los intereses creados establecidos, necesariamente disociadores, sino además previniendo su reconstitución en el futuro gracias al apropiado cambio estructural en la sociedad. La concepción económico-política del mundo, que tenía que idealizar la adversariedad de los intereses creados «egotistas» en sus manifestaciones individualistas en la «sociedad civil», a fin de poder desviar (más o menos concientemente) la atención de —y «de rebote» legitimarlos y eternizarlos así— los intereses creados afianzados estructuralmente del control reproductivo social del capital, basados en esos intereses creados productores de antagonismos de clase, no tenía manera concebible de satisfacer las condiciones requeridas para la realización de previsiones planificadoras generales, siquiera como una misteriosa ocurrencia remedial tardía. Eso explica también por qué, incluso bajo las condiciones de los desarrollos monopolísticos seguidos globalmente, sin importar cuán grandes puedan ser las corporaciones gigantes trasnacionales nacidas gracias a la concentración y centralización del capital en avance irresistible, la pretendida solución racionalizadora de ese defecto fundamental del sistema del capital sólo podía producir una «planificación» post festum, parcial y en gran medida técnico/tecnológica, sin la proclamada capacidad para remediar los antagonismos estructurales subyacentes. Naturalmente, no es posible concebir un proceso de planificación socialista genuino sin derrotar al fetichismo de la mercancía, con su perversa cuantificación de todas las relaciones y actividades productivas humanas. Para ser realmente significativos, los criterios de la planificación socialista tienen que ser definidos en términos cualitativos, en el sentido de no simplemente mejorar la viabilidad productiva de los procesos económicos

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generales, sino también enriquecer directamente, en términos humanos, la vida de los individuos sociales particulares. Era en ese sentido que Marx hablaba acerca del «ser humano rico» y la «necesidad humana rica», en contraste con la concepción fetichista de la riqueza y la pobreza que tiene la economía política. Porque, como ya hemos visto antes, él insistía en que «El ser humano rico es simultáneamente el ser humano en necesidad de una totalidad de actividades de vida humanas: el hombre en el que su propia realización existe como una carencia interior, como necesidad»120. Por eso el sistema comunal tenía que autodefinirse en términos del intercambio de actividades, en oposición directa al intercambio de mercancías bajo el dominio del capital. Porque el fetichismo de la mercancía prevalece en el orden metabólico social del capital de manera tal que las mercancías se imponen sobre la necesidad, midiendo y legitimando (o negando insensiblemente su legitimidad) la necesidad humana. Es a eso a lo que estamos acostumbrados a ver como el horizonte normativo de nuestra vida diaria. La alternativa objetiva es tener sujetos a los productos mismos a algunos criterios de evaluación sensatos, sobre cuya base ellos serían producidos en respuesta a una necesidad real, y sobre todo de acuerdo con la necesidad básica de los individuos de una actividad de vida humanamente satisfactoria. Sin embargo, puesto que dicha consideración no puede entrar en el marco de la contabilidad de costos capitalista, porque la organización y el ejercicio de la actividad de vida humanamente satisfactoria constituye una preocupación inherentemente cualitativa (cuyos jueces sólo pueden ser los propios individuos sociales), ni siquiera se espera que pensemos que las actividades pertenecen a la categoría de necesidad. Naturalmente, menos aún se espera que concibamos la posibilidad de adoptar las medidas prácticas necesarias a través de las cuales podríamos reconfigurar el intercambio social productivo sobre una base cualitativa, en armonía con los objetivos que, como productores libremente asociados, fijaríamos nosotros mismos a fin de gratificar y desarrollar a plenitud nuestras necesidades genuinas y realizar nuestras aspiraciones. El punto importante en este respecto es que si definimos la planificación de esa manera cualitativa, en su correlación vital con la necesidad humana, como debemos hacerlo, ella adquiere una relevancia directa en la vida de cada individuo. Porque nos encontramos aquí con una relación 388

de reciprocidad dialéctica entre la dimensión social general y la dimensión individual de la planificación. Ninguna de las dos puede funcionar sin la otra. La reciprocidad en cuestión significa que, por una parte, en estrecha consonancia con el papel que la planificación tiene que cumplir en el proceso de reproducción social general, también desafía simultáneamente a los individuos para la creación de una vida con significado propio, al grado más alto posible, como los sujetos reales de su actividad de vida. Los reta a darle sentido a su propia vida como «autores» reales de sus propios actos, en conjunción con las potencialidades en desarrollo de su sociedad, de la que ellos mismos constituyen parte integral y activamente contribuyente. Y la reciprocidad tiene que prevalecer también en otro sentido. Porque sólo si los individuos sociales se convierten en sujetos reales de su actividad de vida y asumen libremente su responsabilidad, como autores reales, de sus propios actos en la empresa social general, sólo en esa forma puede el proceso de planificación general perder su lejanía de los individuos particulares —ya no reacios— que puedan identificarse plenamente con los objetivos y valores generales de su sociedad. De esa manera ya no se podría sacar nada más de la concepción burocrática de la planificación, impuesta a los individuos desde arriba. Por el contrario, mediante la reciprocidad dialéctica de la planificación definida cualitativamente, la conciencia individual y la social pueden unirse realmente en interés del avance humano positivo. Ciertamente, es así como se hace posible construir un orden metabólico social alternativo en una escala históricamente sustentable. Y es eso lo que le confiere su verdadero significado a la planificación como principio vital de la empresa socialista.

MUCHAS de las categorías de la teoría socialista que prevén una solución en positivo a los problemas aparentemente inmanejables de la humanidad tuvieron un largo período de gestación. En algunos casos fueron propugnadas hace ya miles de años, incluida la idea de una vida comunal, pero fueron impedidas de acercarse siquiera a su posible realización, en parte debido a que faltaban las condiciones del desarrollo productivo requerido, y en parte por los antagonismos tenazmente persistentes del intercambio a todo lo largo de la trayectoria general de las sociedades 389

clasistas. Porque la explotación y dominación de la inmensa mayoría del pueblo por parte de una pequeña minoría no la inventó el capital. Éste sólo perfeccionó una variedad particular de dominación económica, política y cultural impuesta estructuralmente, que se hizo valer en su tendencia general en una escala global, en contraste con los predecesores más particularistas y mucho menos eficientes del sistema del capital. Esto hace mucho más difícil el desafío de la transformación socialista viable. Porque las mejoras solamente parciales, que dejan en su lugar el marco de desigualdad estructural establecido desde hace tanto tiempo, son lamentablemente inadecuadas, como sucedió con regularidad en el cambio de una sociedad clasista a otra en el pasado. Ni tampoco es factible hoy día separar a conveniencia los «estratos históricos» de dominación explotadora atendiendo, con la vana esperanza de un éxito en todas las dimensiones, nada más a los relativamente recientes a través de los mecanismos legales escogidos. Tuvimos que aprender una lección muy amarga al respecto en el transcurso del siglo XX. Porque demostró ser totalmente insuficiente para «expropiar a los expropiadores» —los capitalistas privados— mediante medidas de legislación estatal en las sociedades poscapitalistas de tipo soviético, instituidas para el anunciado objetivo de emancipar al trabajo. Aquí, sin que quepa mayor duda al respecto, se hace necesario el logro del más alto nivel de productividad bajo las condiciones del desarrollo socialista, a fin de satisfacer la necesidad humana negada en escala masiva en el transcurso de la historia. Comprensiblemente, entonces, todo llamado, por bien intencionado que sea, a una distribución equitativa de la miseria, en ocasiones propugnada sinceramente en el pasado, sólo puede evidenciar su carácter autoderrotista. Como ya se subrayaba enérgicamente en La ideología alemana, «este desarrollo de las fuerzas productivas (…) constituye una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin él las privaciones, la carencia, simplemente se generalizarán, y con la carencia la lucha por las necesidades se reiniciará, y necesariamente se restaurará el viejo negocio asqueroso»121. Hoy, en contraste con las precarias condiciones del pasado más remoto, a veces ingenuamente idealizado en las teorías utópicas, es posible conquistar los requerimientos productivos de la emancipación humana. Pero deben ser conquistados 390

derrocando radicalmente el sistema productivo desperdiciadora y destructivamente articulado del capital, antes de que las potencialidades hoy factibles puedan ser convertidas en realidades, válidas para el propósito de la transformación emancipadora. En los albores de la época moderna, una de las aspiraciones históricas que apuntaban en dirección a una futura transformación socialista tenía que ver con la cuestión de la actividad productiva misma. Un pensador sumamente original y radical del siglo XVI, Paracelso —uno de los modelos históricos del «espíritu faustiano» de Goethe— escribió que «La manera apropiada reside en el trabajo y en la acción, en hacer y producir, el hombre perverso no hace nada»122. Según él, había que adoptar al trabajo (Arbeit) como el principio ordenador de la sociedad en general, hasta el grado incluso de confiscarles la riqueza a los ricos ociosos a fin de obligarlos a llevar una vida productiva123. Sin embargo, la realización de esos principios orientadores siempre depende de las condiciones históricas reales y de la manera en que los cambios proyectados son sustentables en el marco general de la sociedad. Por consiguiente nada tenía de sorprendente que Marx criticara acremente el enfoque adoptado por el «comunismo burdo e insensato»124 en ese problema. Señalaba que en ese burdo enfoque «La categoría de trabajo no se elimina, sino que se extiende a todos los hombres. La relación de la propiedad privada persiste como la relación de la comunidad con el mundo de las cosas»125. Así, el postulado totalmente insostenible del «comunismo burdo» era la conservación del alienante sistema de la propiedad privada mientras imaginaba estarlo derrocando al extender la condición del trabajo a todos los hombres. De esa manera, en contradicción consigo misma, la comunidad es sólo una comunidad de trabajo, y una igualdad de los salarios pagados por el capital comunal: la comunidad como el capitalista universal. Ambos lados de la relación son elevados a una universalidad imaginada: el trabajo como un Estado en el que cada persona queda ubicada, y el capital como la universalidad y el poder reconocidos de la comunidad126.

La extensión de la actividad productiva a todos los miembros de la sociedad constituye, por supuesto, un principio vital de la organización socialista de la sociedad. Pero no podíamos imaginárnosla como la imposición del trabajo —heredada del modo de reproducción social del capital—, 391

con sus determinaciones salariales fetichistas/cuantificadoras desde arriba, ni aunque plantease la (jamás realizada) «igualdad de los salarios». Lo que le faltaba insalvablemente a la concepción del «comunismo burdo e insensato» era comprender la differentia specifica de las condiciones históricas bajo las cuales había que hacer los cambios, y la necesidad de la superación de las relaciones antagónicas entre el capital y el trabajo, mediante la abolición sustantiva de la propiedad privada bajo las circunstancias, y no para su acrecentamiento imaginario. A los postulados del comunismo burdo les faltaban esos requerimientos objetivos, y sin ellos resultaba imposible dar los pasos necesarios hacia la emancipación del trabajo de la única manera cualitativa factible. Porque en el único sentido en que una concepción del trabajo cualitativamente diferente —como actividad productiva autodeterminada— se podría extender (y se debería extender) a todos los miembros de la sociedad, es en la visión positiva antes citada de los individuos sociales libremente asociados «en necesidad de una totalidad de actividades de vida humana»127, que cumplirían sus tareas determinadas autónomamente en comunidad con los demás sobre la base de su necesidad interior, su necesidad real. Igualdad es otra categoría de relevancia socialista fundamental con un período de gestación histórica muy prolongado. Comprensiblemente, está en estrecha conexión con la cuestión de la actividad productiva genuinamente autosatisfactoria en la vida de los individuos. Sin duda, originalmente fue concebida como una igualdad sustantiva. Porque se le propugnó como un tipo de relación humana apropiada para disminuir significativamente las restricciones y contradicciones discriminatorias, y con ello enriquecer la vida de los individuos no sólo en términos materiales sino también como resultado de la introducción de un mayor grado de equidad y justicia en sus intercambios con los demás. Por supuesto, en esas preocupaciones había también un obvio aspecto clasista, y se argumentaba a favor de la eliminación de algunas medidas y normas preestablecidas y osificadas de sometimiento y subordinación. Postulaba el mejoramiento de las condiciones generales del bienestar en la sociedad, gracias a un manejo de sus problemas más comprensivo y menos conflictivo, en contraste con las posteriores marchas atrás que, todo lo contrario, aseveraban que cualquier intento de propagación de la igualdad

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terminaría ineludiblemente en nivelación hacia abajo, y por consiguiente traería consigo la creación de conflictos insuperables. Las acusaciones descalificadoras a priori que afirmaban la necesaria conexión entre la introducción de un mayor grado de igualdad sustantiva y la «distribución equitativa de la miseria» constituían una manifestación típica de esa línea de enfoque, y reflejaban la relación de fuerzas realmente existente, abrumadoramente a favor del inicuo orden establecido. El brutal exterminio de la secreta «Sociedad de los Iguales» de François Babeuf fue también una clara indicación de cuán negativamente estaba sellado el destino de quienes presionaban por una igualdad sustantiva, con el afianzamiento de las nuevas formas de desigualdad en la secuela de la Revolución Francesa. El orden socioeconómico estabilizado del capital, que aseguraba firmemente la subordinación estructural de la clase trabajadora sometida, no podía brindarle espacio de acción a nada que no fuesen las medidas de igualdad estrictamente formal más restringidas, limitadas a la legitimación del sometimiento «contractual» de los trabajadores a los intereses materiales dominantes. Es así como una de las grandes promesas del movimiento de la Ilustración terminó sus días como el lejano recuerdo de una noble ilusión. No obstante, éste no es en modo alguno el final del cuento. Porque con la aparición del trabajo organizado en la escena histórica, con sus pretensiones de ser el portador de una alternativa hegemónica viable de orden socioeconómico, político y cultural, el tema de la igualdad sustantiva se reabrió de manera radicalmente diferente. Fue reabierto en forma de la aseveración, no de la igualdad de clases sino de la necesidad de ponerle punto final a la desigualdad de clases en sí, mediante la instauración de una sociedad sin clases. En consecuencia, el tema quedó definido en esa forma revivida como la propugnación más enfática de la igualdad sustantiva. Y no se trata de un desiderátum. Porque el hecho es que en cualquier otra forma el orden social socialista previsto resultaría impracticable. En otras palabras, en este respecto la alternativa es que o bien la idea de instituir un orden metabólico social cualitativamente diferente —sin clases— tiene que ser abandonada como una ilusión insostenible, como ocurrió con las grandes ilusiones del movimiento de la Ilustración, o de lo contrario tiene que ser articulada en la práctica y firmemente consolidada en 393

todos sus aspectos fundamentales como una sociedad sustentable también a largo plazo y basada en la igualdad sustantiva.

LAS razones para presentar el asunto en forma de esa dura alternativa son absolutamente obligantes. Porque las acusaciones hechas en contra de los que insisten en su preocupación por la realización de la igualdad sustantiva —de insalvables «idealistas» y «soñadores utópicos» que están atados a las reminiscencias de una ilusión de la Ilustración— no sólo resultan ser una moda conveniente, aunque en verdad lo sean. Es que este tipo de crítica —de hecho muy agresiva tras el rostro sonreído, y puño de hierro bajo el guante de terciopelo— tiene aspectos mucho más graves. Porque, en su falaz apologética del orden establecido, aparenta no estar en la necesidad de probar y sustanciar su posición de rechazo categórico, asumiendo a favor propio que una vacía referencia descalificadora a un pasado presuntamente enterrado para siempre (el imperdonablemente ilusorio movimiento de la Ilustración) convierte cualquier prueba en algo absolutamente superfluo: un recurso metodológico preferido al servicio de la justificación de lo injustificable. De esa manera un espacio vital que en la práctica es de controversia teórica de suma importancia, es decretado arbitrariamente «fuera de la cancha», a cuenta de simplemente estar en conexión con una tradición intelectual que en su época trató de responder genuinamente a algunos graves problemas y entuertos del orden social establecido, si bien resultó incapaz de hacerlo sin postular sus propias ilusiones de resolverlos. El hecho de que el pasado descalificado —descartado en el interés más o menos camuflado de descalificar el presente— pertenece en verdad a la larga gestación histórica de una preocupación socialmente irreprimible, y una crítica legítima de la Ilustración debería investigar por qué sus soluciones tuvieron que ser de muchas maneras ilusorias, debido a las determinaciones clasistas subyacentes, y no pueden mencionarse siquiera. Porque lo que hay que ocultarle a la vista es la circunstancia de que el propio tema de la igualdad le concierne al principio orientador estratégicamente crucial de la necesaria transformación cualitativa del orden establecido insostenible, aunque el imperativo de la superación radical de ese

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orden, orientado por el principio de la igualdad sustantiva y no formal, sólo pueda ser formulado en la presente etapa del desarrollo histórico en forma de nuestra cruda alternativa. Pues al descalificar apriorísticamente toda preocupación por la igualdad, ellos pueden fácilmente hacer lo mismo con todos los otros principios orientadores fundamentales de una transformación socialista de la sociedad sustentable y estrechamente vinculada con los requerimientos de la igualdad sustantiva. Redefinir las condiciones fundamentales del modo alternativo históricamente viable de reproducción metabólica social, en concordancia con el principio de la igualdad sustantiva, constituye una parte esencial de la estrategia socialista. Porque la igualdad sustantiva no es nada más uno de los muchos principios orientadores de la empresa socialista. Ocupa una posición clave dentro del marco categorial general de la alternativa hegemónica del trabajo al orden reproductivo social establecido. Porque casi todo el resto de los principios orientadores vitales de la estrategia socialista sólo pueden adquirir su significado pleno en conjunción estrecha con el requerimiento de la igualdad sustantiva. No en un sentido absoluto, por supuesto, ya que no se podía aseverar ni una primacía estructural ni una precedencia histórica a favor de la igualdad sustantiva en contraposición a las demás características definitorias importantes de la estrategia socialista, dado que lo que nos interesa aquí es un conjunto de interrelaciones y determinaciones recíprocas dialécticas. No obstante, como pronto veremos, la igualdad sustantiva ocupa la posición de primus inter pares (es decir, la posición del «primero entre iguales») en esa compleja relación de reciprocidad dialéctica, que no sólo resulta compatible con, sino es también requerida por, la correlación dialéctica en cuestión, históricamente en desenvolvimiento y recíprocamente enriquecedora. Los demás principios orientadores categoriales no son menos importantes o más obviables, sino más específicos y ligados al contexto que la igualdad sustantiva. Para ponerlo en términos más explícitos, todos guardan una conexión bastante directa con la igualdad sustantiva, pero no necesariamente entre ellos, salvo por sus complicadas mediaciones indirectas entre sí. Por eso la igualdad sustantiva puede, y debe, ocupar la posición de primus inter pares en un complejo general del desarrollo estratégico del que ninguno de los otros puede ser omitido, ni ciertamente pudiese siquiera ser excluido temporalmente en aras de la conveniencia. 395

Son éstas las principales clases en las que las categorías y principios orientadores particulares de la empresa estratégica socialista pueden estar temáticamente relacionados unos con otros: 1. la cuestión de los antagonismos estructuralmente insuperables del orden establecido, y la vía alternativa hegemónica de organizar la reproducción metabólica social; 2. los principios operativos requeridos para la realización de la forma históricamente sustentable de actividad productiva en el orden alternativo hegemónico; y el tipo de distribución en armonía con esa clase de reproducción social; 3. la relación entre los principios categoriales de negación —vis-à-vis el orden metabólico social del capital dominante— y la articulación inherentemente positiva de la alternativa histórica; y 4. la conexión categorial entre los valores dominantes de la sociedad heredados, junto con la definición en positivo de las alternativas propugnadas, así como la revaloración de la relación entre la conciencia individual y la conciencia social, incluido el espinoso tema de la «falsa conciencia». En las cuatro clases la conexión de las categorías y principios orientadores particulares con la igualdad sustantiva es muy clara. • Una de las razones más obligantes de por qué el orden alternativo hegemónico del trabajo es sustentable sólo sobre la base de la institución y subsiguiente consolidación de la igualdad sustantiva, es que la adversariedad —endémica en el sistema de dominación y subordinación del capital, dividido antagónicamente y afianzado estructuralmente, que en nuestro tiempo asume formas particularmente destructivas— no puede ser superada de manera permanente sin ella. Los mecanismos formales de las sociedades, incluidas aquellas con una tradición democrática muy larga y muy vastamente difundida, virtualmente nada pudieron lograr al respecto. Por el contrario, en los tiempos recientes se movieron en la dirección opuesta, con recortes gravemente institucionales de incluso las libertades constitucionales y civiles más elementales, en creciente escala. Evidentemente, la relación no sólo entre la humanidad y la naturaleza, sino también entre los estados y las naciones, así como entre los indivi396

duos particulares, tiene que estar mediada en todas las formas de sociedad concebibles. Peligrosamente para el futuro de la humanidad, el sistema del capital es incapaz de funcionar de otra manera que mediante la imposición —por los medios más violentos cada vez que resulte necesario, incluidas las guerras mundiales potencialmente catastróficas— de formas y modalidades de mediación antagónicas (a través de la estructura clasista discriminatoria y jerárquica, y de la fuerza ejercida por el Estado capitalista). Sólo sobre la base de la igualdad sustantiva se hace posible concebir las necesarias formas de mediación no antagónicas entre los seres humanos en todos los niveles, de una manera históricamente sustentable. Es importante también insistir en este contexto en que lo que está en juego no es cuestión de determinaciones sociales abstractas, que se pueden imponer desde arriba a la manera de las formas heredadas de la toma de decisiones autoritaria, típica del modo de control metabólico social del capital. Puesto que las decisiones tomadas directamente afectan la vida de cada individuo particular, la mediación no antagónica, a través de su participación activa en el vital campo productivo material, político y cultural, sólo es concebible sobre una base significativamente consensual, y no ficticiamente «tácita», vacíamente formal o arbitrariamente fabricada. Y eso subraya una vez más la relevancia de la igualdad sustantiva. • El desafío histórico concerniente al modo de producción y reproducción social establecido se manifiesta claramente en nuestro tiempo en relación con algunos aspectos fundamentales. En ninguno de ellos los problemas subyacentes podrían ser conceptuados en términos sociales genéricos, porque no pueden ser abstraídos de los individuos sociales particulares, con sus necesidades y motivaciones cualitativas que piden soluciones apropiadas en ese mismo sentido. Puesto que el entrar en detalles en esas materias resultaría demasiado largo, en el contexto presente sólo es posible enumerarlas brevemente128. Al respecto ya hemos visto uno de los principios operativos claves de la alternativa socialista, concerniente a la planificación en el sentido apropiado del término, en oposición a sus inviables variedades post festum bajo las condiciones sociohistóricas hoy prevalecientes.

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Es necesario añadirle a esa preocupación vital algunos aspectos igualmente importantes conectados con una cantidad de principios orientadores socialistas que deben arraigarse profundamente a fin de sustituir el orden reproductivo desperdiciador del capital por la alternativa hegemónica del trabajo. Esas preocupaciones se pueden reconocer en la relación, tratada a menudo de manera irrealista, entre escasez y abundancia, al igual que en la manera como la categoría de necesidad humana definida cualitativamente se confunde de manera tendenciosa con los apetitos artificiales capitalistamente convenientes, que les pueden ser impuestos de forma manipuladora a los individuos, al servicio de la producción de mercancías. En el mismo contexto es importante también examinar de manera crítica los criterios válidos de la economía productiva realmente sustentable, inseparable de la demanda significativa y absolutamente necesaria de que se economice (crucial también en relación con la cuestión de la derrota de la escasez), junto con la perenne propugnación socialista de un manejo del proceso de reproducción social en concordancia con los criterios cualitativos del tiempo disponible, en contraste con la tendencia autoexpansionista desperdiciadora e irresponsable del capital —seguida ciegamente sin importar lo peligrosas que puedan resultar las consecuencias de la incontrolable expansión del capital impuesta a la sociedad en nombre del casi mítico «crecimiento beneficioso»— y su relación con la cosificada contabilidad del tiempo cuantificadora y necesariamente constreñidora del sistema. Obviamente, el funcionamiento exitoso del principio orientador de la producción y la distribución en un orden socialista avanzado —«de cada quien de acuerdo con su capacidad, a cada quien de acuerdo con sus necesidades»— resulta inconcebible sin la aceptación consciente y la promoción activa de la igualdad sustantiva por parte de los individuos sociales. Pero debería estar igualmente claro que la definición y el funcionamiento cualitativos del tiempo disponible —la fuente potencial de la riqueza real (y no estrictamente mercantilizada) tanto del nuevo orden social en general como de los «individuos sociales ricos» en su sentido marxiano— tiene un sentido dual. Por una parte, significa el tiempo disponible total de la sociedad en su conjunto, racionalmente planificado y asignado a los pro-

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pósitos escogidos, en lugar de ser dictados por las meras determinaciones económicas de la procura explotadora del tiempo mínimo provechoso por parte del capital. Pero el otro sentido de tiempo disponible no es menos importante. Ni siquiera se le puede imaginar sin la contribución totalmente consensual de su actividad de vida significativa por parte de los individuos particulares, como se analiza en el contexto de la planificación genuina. Y una condición necesaria para convertir esas potencialidades en realidad, de lo que tanto depende para que el orden alternativo resulte históricamente sustentable es, de nuevo, la adopción consciente la igualdad sustantiva por parte de todos los involucrados. • Naturalmente, el orden alternativo de la sociedad no puede ser instituido sin negar exitosamente en el mundo real el modo de reproducción metabólica social profundamente afianzado del capital. En ese sentido, la negación constituye una parte esencial de la empresa socialista bajo las circunstancias históricas prevalecientes. Ciertamente, en sus implicaciones inmediatas no es simplemente negación sino, de manera inevitable, al mismo tiempo «la negación de la negación». Porque el adversario social impone su norma en forma de la negación, no sólo de la realidad, sino incluso de la más remota posibilidad de emancipación humana. Es por eso que la tarea inmediata tiene que ser definida en la literatura socialista como la «negación de la negación». Sin embargo, tal definición negativa del desafío socialista está muy lejos de ser capaz de cumplir el mandato histórico en cuestión, porque continúa estando en dependencia de lo que trata de negar. Para poder tener éxito en el sentido histórico previsto, el enfoque socialista debe autodefinirse en términos inherentemente positivos. Marx lo dejó absolutamente claro cuando insistía en que «El socialismo es la conciencia de sí mismo positiva del hombre que ha dejado de estar mediado a través de la anulación de la religión, al igual que la vida real es la realidad positiva del hombre, que ha dejado de estar mediado a través de la anulación de la propiedad privada»129. Un orden social que siga dependiendo del objeto de su negación, no importa cuán justificado esté en sus términos históricos generales, no puede ofrecer el campo de acción requerido por el «ser humano rico», cuya riqueza se dice que surge de su actividad de vida significativa

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«como una carencia interior, como necesidad»: una determinación inherentemente positiva. Porque la definición negativa del propio escenario social en el que deben actuar los individuos de manera continua, obligadamente prejuzgaría y contradiría —gracias a su propia negatividad— las metas y los objetivos que se espera fijarán autónoma y libremente los propios individuos en un orden histórico abierto. Más aún, también en términos sociales generales. No es posible imaginar el requerimiento de una mediación no antagónica de la relación de la humanidad con el orden natural, así como la apropiada regulación de los intercambios cooperativos de los individuos sociales particulares entre sí, en términos de la negación de la negación. La característica definitoria vital de la única modalidad viable del orden histórico alternativo es la automediación. Pero postular la automediación de manera negativa constituiría también una incongruencia. Naturalmente, sobre la base de esas importantes condicionantes ya casi resulta innecesaria añadir que el principio orientador y operativo de la igualdad sustantiva es un constituyente necesario del socialismo como «conciencia de sí misma positiva» de la humanidad. • Los valores necesariamente heredados del modo de control metabólico social del capital, con su cultivo de cuanto parezca concordar con el imperativo práctico del sistema de dominación y subordinación estructuralmente afianzada, resultan totalmente inadecuados para la realización de los objetivos del orden socialista. Pudimos ver antes de qué manera y hasta qué grado los ideales alguna vez propugnados —como los de libertad, fraternidad e igualdad, por ejemplo— tenían que verse vaciados por completo de su antiguo contenido en el transcurso de la fase descendente del desarrollo del capital. Toda conexión con la tradición de la Ilustración de la burguesía progresista tenía que ser rota, como en realidad lo fue, y las referencias a la «libertad» y la «democracia» son utilizadas hoy día cínicamente al servicio de los propósitos políticos estatales y genocidas militares que son opresivos, y con frecuencia hasta brutalmente violentos, a pesar de su presentación hipócrita. El deliberado cultivo y difusión de la falsa conciencia por la ideología dominante, gracias a su monopolio virtual de los medios y mecanismos de comunicación de masas, reforzado en gran

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medida por las prácticas dominantes del orden productivo fetichista del capital, entra en el mismo cuadro. Comprensiblemente, entonces, la alternativa radical del orden histórico nuevo tiene que ser articulada consistentemente también en el campo de los valores. Uno de los requerimientos principales en este respecto es que todos los valores propugnados, y no sólo la igualdad, tiene que surgir del desenvolvimiento real de la práctica social y deben ser definidos en términos sustantivos. Constituía una característica capital de las concepciones del orden reproductivo del capital, incluso en su fase ascendente de desarrollo, que —debido a las inextirpables divisiones y contradicciones de clase del sistema— la dimensión sustantiva fue puesta en segundo plano y en su lugar se ofreció la definición formal de los valores positivos. En este respecto baste recordar el tratamiento que le dio Kant a la cuestión de la igualdad130. Lo mismo vale para solidaridad, cooperación y responsabilidad, por nombrar tan sólo algunos de los valores más importantes en el orden alternativo hegemónico del trabajo. Todos esos conceptos, en compañía del de igualdad y libertad, se podrían reducir a su esqueleto formalizado, como de hecho lo fueron, y además característicamente transfigurados, cuando se les propugnaba incluso en el pasado capitalista progresista. En el marco socialista adquirirán su legitimidad sólo si se les adopta como valores y principios orientadores en su genuino —y sumamente importante— sentido sustantivo. Otro aspecto vital de ese problema es que las determinaciones de valor del orden socialista no pueden prevalecer positivamente a menos que la conciencia individual y la social sean reunidas apropiadamente en la práctica social. Y ello será posible sólo si los individuos sociales particulares, como productores libremente asociados, pueden realizar autónomamente los valores en cuestión, en su realidad sustantiva. Esa es la única manera de evitar el peligro del «restablecimiento de la “sociedad” como una abstracción enfrentada al individuo», para recordar la advertencia de Marx. LA reflexión categorial del antagonismo social desde la perspectiva del capital siempre fue problemática, y ha venido empeorando con el paso del tiempo. Naturalmente, existen varias razones poderosas para ello.

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Así, en cualquier intento de hallar soluciones permanentes para esos asuntos se hace necesario subrayar el papel clave de la práctica social transformadora. Como lo vimos en el Capítulo 6, los dualismos y dicotomías de la tradición filosófica poscartesiana nacieron del suelo de una práctica social determinada, abrumados con el peso de sus problemas insolubles. Eran las conceptuaciones representativas de antinomias prácticas hondamente arraigadas. Pensar en resolverlas de manera teórica, simplemente por medio de la adopción de un marco categorial diferente, hubiese sido totalmente irreal. Es verdad, por supuesto, que no es posible concebir la práctica revolucionaria sin la contribución de la teoría revolucionaria. Sin embargo, la primacía le pertenece a la práctica emancipadora misma. No podemos anticipar de un modo distinto la solución de los difíciles problemas entrelazados de tantas maneras que analizamos en esta sección; es decir, sin prever la institución de un orden social alternativo a partir del cual las antinomias y contradicciones prácticas del modo de reproducción social del capital sean efectivamente eliminadas.

LOS ASPECTOS METODOLÓGICOS DE LA MEDIACIÓN EN UNA ÉPOCA DE TRANSICIÓN

EN lo que atañe al método, la mediación es la categoría tanto teórica como prácticamente más importante en nuestra época de transición. Lo cual no constituye ninguna sorpresa. En la teoría, porque en vista de la magnitud del desafío que tenemos que afrontar no es posible lograr éxito alguno sin una concepción de la mediación intelectualmente coherente y cabalmente abarcante. Y en la práctica, porque es imposible instituir en el orden social establecido los cambios cualitativos requeridos sin adoptar las formas apropiadas de mediación práctica que puedan hacer viable en el futuro a nuestro ineludible modo de reproducción metabólica social —como entes automediadores de la naturaleza que deben asegurar, incluso en los términos a mayor largo plazo, sus condiciones de existencia en una relación interactiva plenamente adecuada con la naturaleza— históricamente viable en el futuro. Tales cambios cualitativos resultan absolutamente necesarios, porque la creciente destructividad de sus antagonismos estructurales hondamente afianzados y definitivamente explosivos,

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convierten en totalmente insustentable al orden de reproducción social existente bajo el dominio del capital. En el discurso teórico y político amoldado a la perspectiva del capital en la fase descendente del desarrollo del sistema, la cuestión de la mediación es, por lo general, trivializada. Tiende a verse reducida a un núcleo apologético del concepto, que no atañe sino a los requerimientos manipuladores del aseguramiento de la perpetuación de las relaciones establecidas. Es por ello que el asunto vitalmente importante de la mediación es definido como el «equilibrio» de las fuerzas del conflicto potencial o real identificadas, al servicio del proyectado amoldamiento conciliador; y hasta eso reducido en su campo de acción al detalle estrictamente marginal, que por supuesto dejaría completamente intocadas a las determinaciones estructurales del orden establecido. Lo que permanece oculto en este tipo de concepción es el hecho de que la pretendida racionalidad del «equilibrio» y el «iluminado amoldamiento en interés propio», se amoldan a la cruda realidad de la relación de fuerzas del orden de dominación y subordinación estructuralmente afianzado del capital, preestablecido y obligadamente reimpuesto sobre una base perdurable, y que, en consecuencia, el idealizado «equilibrio consensual» constituye una impostura para la que no puede haber ninguna alternativa bajo el dominio del capital, tal y como a veces se reconoce hasta de manera explícita. En contraste con la apologética estructural del «equilibrio» y el «amoldamiento», la cuestión de la mediación real en nuestra época histórica de transición sólo se puede definir con pleno sentido como la reestructuración radical del orden establecido como tal, apuntada hacia la superación de sus antagonismos estructurales y la destructividad que surge de ellos. Ello es factible sólo si el sujeto histórico llamado a instituir dicha transformación está realmente en control del proceso de reestructuración radical previsto, como un sujeto automediador y autocontrolador genuino, en vez de estar sometido a los intereses y determinaciones estructurales fetichistas concebidos desde la perspectiva del sistema del capital, incluidas las normas omniabarcantes postuladas, y por definición insuperables, del Estado capitalista, dentro de cuyos confines se debe cumplir todo «equilibrio y amoldamiento iluminado», descaradamente a costa del trabajo como único sujeto alternativo histórico viable. 403

Todas las concepciones autojustificadoras del Estado capitalista, incluso sus variedades más progresistas, como los ideales políticos del antiguo liberalismo, tienen que postular un sujeto activo definido nebulosamente (si es que se le define) como la cúspide del Estado. A veces lo hacen hasta admitiendo abiertamente, tal cual lo hace Hegel sin duda, como lo hemos visto ya en sus propias palabras131, que el Monarca, como cúspide del Estado idealizado, muy poco tiene que hacer y decidir por cuenta propia. Necesitan todos de un sujeto al mando definido nebulosamente, a fin de imponerles a los bandos en disputa, mediante el Estado concebido de esa manera —por definición y en forma eternizada—, una autoridad por separado, excluyendo así la posibilidad de que la fuerza subordinada realmente existente conquiste el control del proceso histórico en marcha. Y, en un sentido paradójico, hasta peor que eso. Porque las afanosas personificaciones del capital en modo alguno podrían pretender legítimamente estar en control del proceso social e histórico general. Es por eso que incluso los grandes pensadores que conceptúan el mundo desde la perspectiva del capital tienen que recurrir a artificios explicatorios casi míticos, como la «mano invisible» de Adam Smith y la «astucia de la razón» de Hegel. Sin embargo, una vez que se adopta ese tipo de estrategia el concepto mismo de mediación queda vaciado ipso facto de su contenido, porque la autoridad estipulada de manera tan misteriosa anula la posibilidad de una mediación significativa, al apropiarse por definición del poder de tomar decisiones, aunque, incluso en las reveladoras palabras de Hegel en admisión de la autoridad visible, como su Monarca, a fin de cuentas no decida nada. Así, dentro de ese marco de la toma de decisiones prejuzgado apriorísticamente y definidamente unilateral, el proceso de «mediación» —sin importar en qué medida se le pueda haber idealizado como «equilibrio comprensivo»— no puede ser más que el ritual vacío de un amoldamiento pretendidamente consensual, impuesto por las determinaciones materiales, estructuralmente prevalecientes e implacablemente jerárquicas, del capital y por la «fuerza de la circunstancia» correspondiente a conveniencia. Significativamente, para el momento al que llegamos al sistema parlamentario articulado a plenitud, en su variedad del presente, el «equilibrio y acuerdo consensual» queda garantizado de partida, con cinismo e hipocresía más o menos abiertos, gracias al mecanismo de toma de deci-

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siones políticas conformistas establecido, ritualistamente reverenciado a nombre de «la democracia y la libertad», a las que en realidad no hay nada que se les corresponda mejor que el «sistema de un solo partido con dos alas derechas» establecido, en la atinada caracterización de Gore Vidal132.

NATURALMENTE, en las imágenes teóricas descritas e ideológicamente racionalizadas desde el punto de vista del propio sistema del capital, el orden social del capital no está desprovisto de su sistema de mediaciones objetivo, aunque la naturaleza real de la modalidad de mediación prevaleciente aparezca mitificadoramente transformada (y es que tiene que ser transformada mitificadoramente). De hecho, ninguna transformación social tuvo nunca un sistema de mediaciones más penetrador que el orden socioeconómico político del capital, con su tendencia a imponer sus determinaciones materiales y sus corolarios culturales/ideológicos a lo ancho y largo del planeta. Ciertamente. En un sentido sumamente importante la constitución del orden social del capital equivale al surgimiento y consolidación de sus ineludibles mediaciones objetivas. Sin embargo, el problema inmanejable es que ellas no son simplemente mediaciones de primer orden —sin las cuales los seres humanos, como entes automediadores de la naturaleza, no podrían asegurar en modo alguno sus condiciones de existencia en una relación interactiva necesaria y cabalmente adecuada con la naturaleza incluso en la forma de sociedad más avanzada, como ya lo hemos mencionado— sino mediaciones de segundo orden antagónicas, que tienen que serles impuestas implacablemente a la sociedad, en interés de la acumulación del capital y al servicio de la reproducción siempre en expansión del sistema del capital, sin que importe lo destructivas que puedan resultar las consecuencias, incluida la potencial destrucción de la humanidad misma. Así, la «tendencia universalizadora» del capital no podría ser más peligrosamente autocontradictoria, en vista de su parcialización antagónica en definitiva insustentable: es decir, totalmente egocéntrica, y bajo toda circunstancia histórica concebible absoluta y abiertamente antagónica. Al mismo tiempo, para poder eternizar el orden socioeconómico y político prevaleciente como el «sistema natural de la libertad y la justicia perfectas» (Adam Smith), e incluso

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como «absolutamente el fin de la historia» (Hegel), en citas anteriores, la naturaleza incurablemente antagónica de las mediaciones de segundo orden del sistema del capital tiene que ser transformada mistificadoramente por los pensadores que adoptan el punto de vista del capital en algo no sólo sustentable durante un lapso más o menos largo sino también en el ideal insuperable, en plena sintonía con los requerimientos más profundos de la Razón misma. Ya en una etapa relativamente temprana del desarrollo de la teoría burguesa una de las maneras más reveladoras que tratan de superar las deficiencias de las mediaciones de segundo orden antagónicas era la separación de la «sociedad civil» y el «Estado político». Se concebía esa separación como una manera de hallarles remedio a los antagonismos materiales de los individuos en la llamada «sociedad civil» gracias a las funciones conciliadoras del Estado postuladas como eminentemente racionales. Sin embargo, la prevista solución teórica de simplemente asumir la pretendida relación entre la «sociedad civil» —desgarrada por sus antagonismos— y el Estado político (que se suponía los superaría, o al menos los mantendría indefinidamente en equilibrio) resultaba demasiado problemática, para decirlo en términos delicados. La concepción hegeliana ocupa un lugar prominente en este respecto. La deficiencia principal en el enfoque que hace Hegel del asunto era el papel que él le asignaba a la mediación en su teoría de la relación entre el Estado y la sociedad civil. Se dio cuenta de que si el Estado iba a desempeñar la vital función de la totalización y conciliación que le atribuía en su sistema, tenía que estar constituido como una entidad orgánica. En ese espíritu, aseveraba que Constituye un interés primordial del estado que se desarrolle una clase media, pero ello se puede hacer sólo concediéndoles autoridad a esferas de intereses particulares que son relativamente independientes, y conformando un ejército de funcionarios cuya arbitrariedad personal se vea quebrantada por esos cuerpos autorizados.

El problema está, no obstante, en que el cuadro que aquí se nos presenta no es más que una transubstanciación especulativa/idealizada de la formación de Estado político de la «sociedad civil» dividida. Una sociedad

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que sigue conservando todas las divisiones y contradicciones existentes mientras oculta a la vista, mediante arreglos, su definitiva destructividad. Como lo expuso Marx en sus comentarios a las líneas recién citadas de Hegel: «Sin duda el pueblo puede aparecer como una clase, la clase media, sólo en una unidad orgánica como ésa; ¿pero es una unidad orgánica algo que puede mantenerse en marcha sólo gracias al mantenimiento en equilibrio de los privilegios?»133. Así, la solución prevista resulta ser hasta autocontradictoria (puesto que define la «organicidad» en términos de un «mantenimiento en equilibrio» peligrosamente inestable de las fuerzas centrífugas hostiles), por no mencionar su carácter ficticio, que predica un remedio permanente sobre la base de una conflictualidad que se intensifica cada vez más. En realidad, el Estado político moderno no estaba constituido en modo alguno como una «unidad orgánica» sino, por el contrario, les fue impuesto a las clases subordinadas de las relaciones de poder materialmente ya prevalecientes en la «sociedad civil», en el interés preponderante (en vez de cuidadosamente «mantenido en equilibrio») del capital. Así, la idea hegeliana de «mediación» sólo podía ser una mediación falsa, motivado a las necesidades ideológicas de la «conciliación», la «legitimación» y la «racionalización». Como observa Marx en torno al carácter apologético de la mediación especulativamente prevaleciente en su «sociedad civil» y en el Estado: Si las clases civiles como tales son clases políticas, entonces la mediación no es necesaria, y si la mediación es necesaria, entonces la sociedad civil no es política, y por ende tampoco lo es esa mediación. (…) Aquí, entonces, encontramos una de las inconsistencias de Hegel dentro de su propia manera de revisar las cosas: y esa inconsistencia constituye un amoldamiento134.

Así, el concepto hegeliano de mediación se revela como una sofisticada reconstrucción del dualismo asumido ahistóricamente entre la «sociedad civil» y el Estado, y en modo alguno como una mediación real. Como lo plantea Marx: En general, Hegel concibe el silogismo como un término medio, un mixtum compositum. Podemos decir que en su desarrollo del silogismo racional se hace patente toda la trascendencia y el dualismo mítico de su sistema. El término medio es la espada de madera, la oposición oculta entre la universalidad y la singularidad135. 407

Y cuando habla del papel que le asigna Hegel a la relación entre el monarca y los Estados de la sociedad civil, Marx destaca el carácter absolutamente ficticio y también contradictorio en sí mismo de la mediación postulada: El soberano, entonces, tenía que ser el término medio en el cuerpo legislativo entre el ejecutivo y los Estados, y los Estados entre él y la sociedad civil. ¿Cómo va a mediar entre lo que él mismo necesita como medio, a menos que su propia existencia se convierta en un extremo unilateral? Ahora queda en evidencia el total absurdo de esos extremos que juegan a intercambiar posiciones, un momento en el extremo y otro en el medio (…) Es una especie de sociedad de mutua conciliación (…) Es como el león en Sueño de una noche de verano, que exclama: «Yo soy el león, y no soy el león, sino Snug el ebanista». Así, aquí cada extremo es a veces el león de la oposición y a veces el ebanista de la mediación. Hegel, que reduce esa mediación absurda a su expresión lógica abstracta, y por ende pura e irreducible, la llama al mismo tiempo el especulativo misterio de la lógica, la relación racional, el silogismo racional. Los extremos reales no pueden ser mediados entre sí, precisamente porque son extremos reales. Pero tampoco necesitan de mediación, porque son opuestos en esencia. No tienen nada en común el uno con el otro; no necesitan complementarse el uno al otro136.

Concebir la mediación como la instrumentalidad al servicio de sí misma de una «sociedad de mutua conciliación» tergiversa sin remedio —pero reveladoramente— el estado de cosas real. Porque no existe ninguna mutualidad en la relación de poder real, estrictamente jerárquica y estructuralmente establecida e impuesta, que tiene que seguir siendo permanente en el orden socioeconómico y político del capital por todo el tiempo que pueda sobrevivir un orden antagónico así, basado en la subordinación y explotación establecida materialmente. Más aún, la dimensión política de ese orden no constituye una entidad de «realidad racional» por separado convenientemente ficcionable, sino una parte integral del sistema como totalidad, con su modalidad post festum irracionalista de reproducción metabólica social en definitiva inmanejable. Representa la estructura de mando general de un sistema profundamente integrado mediante el cual el Estado capitalista puede proporcionar la garantía definitiva para la perpetuación de las relaciones de poder de dominación y subordinación antagónicas materialmente bien establecidas, con el capital, y no la «sobe408

ranía» imaginariamente «mediadora» como su cúspide. De esa manera el Estado capitalista, interconectado inextricablemente con su base material antagónica, puede reglamentar bajo circunstancias normales el intercambio político general de sus varios constituyentes clasistas, e imponer políticamente las determinaciones primordiales del sistema (incluidas sus relaciones de propiedad materiales legalmente codificadas), de ser necesario hasta por los medios más violentos —en abierto contraste con el nebuloso postulado especulativo de la racionalidad insuperable y universalmente benevolente— en caso de cualquier crisis de envergadura. Es precisamente esa relación de dominación y subordinación estructural la que debe ser mistificadoramente transformada y especulativamente transubstanciada, en un montaje ideal de «realidad racional», que se pretende está correcta y verdaderamente «mediada» incluso en las mayores de todas las concepciones teóricas burguesas, como lo vemos en Hegel. De manera que la realidad de las incurables mediaciones antagónicas del sistema del capital —cuyas reflexiones categoriales las hemos visto en las páginas de la sección anterior— aparecería tanto orgánicamente interrelacionada y perfectamente mediada como plenamente equilibrada aun en sus detalles conflictivos menores, eliminando así, en la construcción teórica, los signos de las deficiencias y contradicciones estructurales cada vez más profundos del orden socioeconómico y político definitivamente explosivo, en el interés de hacer valer su racionalidad eternizable y su permanencia material como el insuperable sistema de «justicia y libertad perfectas». En consecuencia, lo que tiene que desaparecer sin dejar rastros a través de esa transformación teórica mistificadora y esa seudomediación especulativa contradictoria en sí misma, es el hecho desilusionador de que «los extremos reales no se pueden mediar entre sí precisamente porque son verdaderos extremos». El antagonismo estructural objetivo entre el capital y el trabajo, como alternativas sistémicas el uno respecto al otro, constituye el ejemplo más obvio y el más apremiante de ese hecho desengañador. No puede haber mediación conciliadora entre el capital y el trabajo, puesto que ellos constituyen, de una manera potencialmente muy inestable —tan sólo por un período histórico determinado—, verdaderos extremos combinados. El capital es una fuerza material fetichista que sólo puede dominar al 409

trabajo imponiendo implacablemente —con todos los medios a su disposición, incluida su maquinaria de Estado— los imperativos objetivos de su tendencia a la autoexpansión. Si no logra hacerlo, el sistema del capital se derrumba. Por consiguiente las preocupaciones humanas racionalmente reguladoras y los valores correspondientes tienen que ser excluidos a priori de los cálculos autoexpansionistas del capital, excluyendo así la posibilidad de cualquier concesión mediadora al trabajo para compartir el rol del control, que es lo que se plantea grotescamente en todo mito mediador. Al mismo tiempo, en el polo opuesto del metabolismo social hoy mediado antagónicamente e impuesto materialmente —y en consecuencia totalmente insustentable a largo plazo— el trabajo, como la alternativa histórica a la ciega reproducción social autoexpansionista del capital, no puede ni siquiera comenzar a instituir su modo cualitativamente diferente de manejar la requerida relación racional con la naturaleza y entre los propios individuos. Tratar de hacerlo —es decir, tratar de incorporar, en nombre de la estipulada «mediación» y amoldamiento, la irracionalidad fetichista del capital al modo de reproducción metabólica social planificada a conciencia del trabajo, orientada por una previsión globalizadora— no puede resultar más que otra versión de la absurdidad que deplora Marx respecto a Hegel. No basta con subrayarlo: los extremos reales no pueden ser mediados, precisamente porque son extremos reales. Por eso la única solución factible es el cambio estructural radical del orden establecido, en términos de sus determinaciones objetivas más profundas, guiado por el objetivo omniabarcante de instituir un modo de reproducción metabólica social cualitativamente diferente, caracterizado por la mediación no antagónica entre la humanidad y la naturaleza y entre los propios individuos sociales en libre cooperación. Y eso sólo se puede lograr superando irreversiblemente las mediaciones de segundo orden cada vez más destructivas del capital, y no gracias a un ilusorio trabajo de latonería conciliadora con los constituyentes del orden dominante, un intento que ya hemos visto fracasar innumerables veces en el pasado, independientemente de lo destacados que puedan haber sido los pensadores que en su tiempo lo propugnaban, como Hegel.

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LA incompatibilidad estructural entre la «forma histórica nueva» y el orden establecido del capital —una incompatibilidad que necesariamente excluye la posibilidad de mediar y combinar a ambos de manera orgánica— presenta un desafío fundamental en todos los campos, desde las relaciones materiales más elementales y directas hasta los intercambios políticos y culturales más mediados y abarcantes del cuerpo social. Eso significa que hay que hallar una vía desde la ciega determinación del sistema regulador del capital, al servicio de sí mismo —en el que hasta las «personificaciones del capital» no pueden más que obedecer los imperativos materiales objetivos de su modo de reproducción expandida, aunque ellas idealicen esa determinación estructural inconciente como la fuerza guía superior de la «mano invisible» y el definitivo principio ordenador del universo mismo descrito como la «astucia de la razón»—, hasta una modalidad futura de racionalidad productiva abarcante. Así, el significado de la necesaria mediación en nuestra época de transición no es nada misterioso, a diferencia de la nebulosa transubstanciación especulativa de los dictados materiales estructuralmente impuestos del capital (que en la realidad equivalen a la absurda prevalencia de la mediación antagónica), en un «consensual» amoldamiento equilibrador universalmente al servicio de sí mismo. En otras palabras, en una época de transición sólo se puede concebir la mediación como la elaboración coherente y la institución práctica de los principios operativos del intercambio social, mediante los cuales la alternativa hegemónica del trabajo al orden antagónico del capital —es decir, la alternativa hegemónica llamada «la forma histórica nueva», con su racionalidad comprehensiva que surge de las determinaciones conscientes de sus miembros individuales— pueda sostenerse como un modo de control metabólico social viable. La única mediación viable e indefinidamente sustentable entre la humanidad y la naturaleza y entre los propios individuos sociales, como la característica definitoria de la forma histórica nueva, es inconcebible sin un sujeto social activo que pueda intervenir autónomamente en el proceso social en marcha. En ese sentido, la mediación en cuestión puede adquirir su significado apropiado sólo si se trata de una automediación de los individuos sociales que ejercen su control genuino sobre el proceso de reproducción social como sujetos reales libremente asociados de su acción 411

abarcantemente planificada, junto con los detalles prácticos de su implementación. Es decir, los conceptos de autocontrol, automediación y autonomía genuina de los sujetos históricos reales actuantes a conciencia, deben marchar todos juntos si queremos conferirle un significado tangible y viable a la idea de mediación, en lugar de los postulados especulativos que acabamos de ver, que apenas sirven para oscurecer e idealizar las relaciones de poder afianzadas jerárquicamente de la mediación antagónica, que rigen el orden actualmente establecido. Es precisamente ese conjunto de requerimientos estrechamente entrelazados de una acción concientemente autoafianzada, que represente el genuino control reproductivo ejercido por los sujetos sociales racionalmente automediadores, lo que le falta —y tiene que faltarle— al orden social del capital. Es por eso que no puede ser cuestión de hallarle una solución a los apremiantes problemas de nuestra crisis sistémica a través de una imaginaria «mediación conciliadora» del modo de reproducción metabólica social establecido con la forma histórica nueva. La creciente destructividad del orden existente es inseparable de la cuantificación fetichista del capital: la única modalidad concebible de las prácticas reproductivas del sistema del capital. Sin embargo, no es posible pensar en cambiar a una modalidad de reproducción social orientada cualitativamente, a fin de vencer las contradicciones de la producción cada vez más destructiva del capital, sin determinar las metas y las formas de la actividad productiva sobre la base de las necesidades reales evaluadas y legitimadas a conciencia de los sujetos humanos productivamente activos. Un modo de funcionamiento orientado cualitativamente es factible sólo en términos de una contabilidad socialista genuina, hecha posible gracias a la distribución de su tiempo disponible por parte de los productores libremente asociados, al contrario de los apetitos artificiales desperdiciadores que hay que imponerle a la sociedad en su conjunto y a los individuos particulares, porque dichos apetitos surgen más o menos automáticamente de los imperativos autoexpansionistas cosificados del sistema, en conjunción con la explotación anacrónica pero rentable del tiempo de trabajo necesario, cualesquiera puedan ser las consecuencias humanas y ecológicas. El problema insuperable para el orden establecido es que tan sólo un sujeto humano real, con sus necesidades genuinas y los valores corres412

pondientes, puede ofrecer una alternativa históricamente viable para la manera fetichista y destructiva que tiene el capital de regular el proceso de reproducción social. Sin embargo, el capital como la fuerza al mando del intercambio reproductivo no puede calificar jamás para otra cosa que como sujeto usurpador, independientemente de cuánto domine al proceso metabólico social a través de sus imperativos estructurales objetivamente prevalecientes. Inevitablemente resulta ser el parásito del trabajo, que es, y tiene que seguir siéndolo, el sujeto productivo real. Naturalmente, no se trata de una relación simétrica, puesto que el propio trabajo no depende en lo absoluto del capital para su existencia misma, aunque bajo determinadas circunstancias históricas el caso parecería ser ése, como lo aseveran vehementemente (pero falsamente) los ideólogos del sistema del capital. Por igual razón, la inevitable falsa conciencia del capital mismo, con todas sus consecuencias negativas potenciales y reales, está construida sobre la base de expropiar para sí el papel de sujeto —que es capaz de hacerlo sólo en un sentido extremadamente restringido, dentro de la camisa de fuerza constreñidora del fetichismo de la mercancía— y por consiguiente su visión estratégica, en cuanto que lo que podría o no ser sustentable en el futuro queda confinado necesariamente a lo que podrían dictaminar los intereses y los imperativos autoexpansionistas de la sociedad mercantil. Y si bien ese tipo de determinación estructural tan profunda resulta totalmente compatible con un gran dinamismo productivo (y reproductivo) por un largo período histórico, también trae consigo el peligro de consecuencias catastróficas, toda vez que las condiciones objetivas del desarrollo histórico exigen la revaloración consciente y radical del camino a seguir. Especialmente cuando lo que está en juego es nada menos que la supervivencia misma de la especie humana. Así, la incompatibilidad radical de la forma histórica nueva con las mediaciones antagónicas del sistema del capital deja bien en claro que estamos ante dos concepciones históricas cualitativamente diferentes. La objetividad fetichista de la perspectiva del capital excluye la posibilidad de asir las palancas de un movimiento histórico real y abierto, porque la realidad alienada de la jerarquía estructural de dominación y subordinación establecida, a expensas del trabajo como sujeto productivo real, no puede ser desafiada desde la perspectiva del capital. Por consiguiente, en 413

las imágenes teóricas que describen el mundo desde el punto de vista del capital el sistema de alienación establecido históricamente tiene que ser transformado en una condición permanente de la existencia humana misma. En las racionalizaciones ideológicas esto se cumple por lo común mediante la falsa identificación de la objetividad en general con la especificidad histórica de la alienación. Y, por supuesto, ello congela al mismo tiempo las mediaciones antagónicas del capital como ontológicamente insuperables, anulando así la posibilidad de instituir un orden alternativo históricamente viable de mediaciones emancipadoras no antagónicas. Podemos ver un claro ejemplo de ese enfoque en la mistificadora caracterización que hace Heidegger de la concepción marxiana de la historia, presentándola como lo que parece ser una réplica positiva y una aprobación incondicional. En verdad, sin embargo, las «alabanzas» en falso de Heidegger despojan de su sustancia crítica a las opiniones de Marx. Heidegger describe así la importancia de Marx: «Puesto que Marx, a través de su experiencia de la alienación del hombre moderno, está consciente de una dimensión fundamental de la historia, la visión marxista de la historia resulta superior a todas las demás visiones»137. Naturalmente, en Marx no hay la experiencia de la alienación como la «alienación del hombre moderno», sino como la alienación del hombre bajo el dominio del capital. Ni tampoco veía el la alienación como una «dimensión fundamental de la historia», sino como un aspecto vital de una fase dada de la historia. Pero al exponer la concepción histórica de Marx del modo como la encontramos transfigurada en la cita, la mistificación de Heidegger elimina precisamente la sustancia del enfoque marxiano. Porque al identificar la alienación del trabajo, con todos sus corolarios, como el factor estratégicamente vital de una fase determinada y superable del desarrollo histórico, que se hará valer hasta tanto pueda prevalecer el dominio del capital, el fundador del socialismo científico pone el acento sobre la necesidad de recuperar el control sobre el proceso histórico, insistiendo al mismo tiempo en que eso se debe y se puede hacer restituyéndole el poder de control al sujeto histórico real, el trabajo. Es eso lo que se hace desaparecer mediante la identificación que hace Heidegger de la especificidad histórica capitalista (de la que tan sólo la palabra «moderno», empleada vacíamente, se mantiene en su planteamiento de las cosas) con la «alie-

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nación como una dimensión fundamental de la historia», concebida como una objetividad cosificada y ontológicamente inflada. En la misma vena de Heidegger, también en la concepción de Jean Hyppolite la especificidad histórica de la alienación resulta transformada mistificadoramente en un absoluto ontológico, que se decreta inseparable de la existencia humana misma y de la conciencia de sí como tal. Escribe, con referencia directa a la crítica de Marx a la identidad que establece Hegel entre alienación y objetización, que El autor de Fenomenología del espíritu, Enciclopedia de las ciencias filosóficas y Filosofía de la historia no confundió la alienación del espíritu humano en la historia con la objetización sin alguna razón válida. (…) El hecho de que el hombre, al objetizarse en la cultura, en el Estado, en el trabajo humano en general, al mismo tiempo se aliena, se hace otro, y descubre en esa objetización una insuperable otredad, ésta es una tensión inseparable de la existencia misma (…) y de la conciencia de sí humana138.

De esa manera, tanto en Heidegger como en Hyppolite se le cierra el camino a cualquier intento que se pudiese concebir como una participación en alguna intervención emancipadora en el proceso histórico en marcha. Se dice que este proceso está regido por la «alienación del hombre moderno» como la «dimensión fundamental» de la historia misma. Se postula arbitrariamente a la «existencia» como un absoluto ontológico inalterable, y por consiguiente sus manifestaciones alienadas/alienantes pueden ser absueltas de cualquier posible culpa como las determinaciones «objetizadas pero insuperables» de una historia congelada para siempre. Las mediaciones antagónicas del sistema de alienaciones (pretendidamente «ontológicas») deben igualmente prevalecer para siempre. En consecuencia, no puede ser cosa de un orden de mediaciones no antagónicas como alternativa histórica viable. En otras palabras, hay que aceptar para siempre a las mediaciones de segundo orden alienadas y cosificadas del capital como la «dimensión fundamental de la historia» absolutamente insuperable, dentro de la cual la «existencia» como tal deberá quedar encerrada bajo llave hasta el final de los tiempos. A pesar de su pretenciosa presentación de «existencialismo profundo», nada podría reproducir más descaradamente la brutal consigna de «no hay ninguna alternativa» que su pretendida identidad con esa «dimensión fundamental de la historia» especulativa y apologéticamente postulada. 415

SIN embargo, si no se traza una firme línea de demarcación entre la alienación y la objetización —no negando románticamente que la alineación constituye una forma de objetización sino identificando claramente la especificidad social e histórica de su carácter— no es posible plantearse siquiera la cuestión de restituirle el poder de tomar decisiones al sujeto productor real, y concebir así el control consciente del proceso histórico, y mucho menos convertirlo en realidad. Porque el trazado de esa línea de demarcación no es una mera idea entre otras, sino una idea absolutamente fundamental. Esto lo ilustra muy bien la relación que hizo Lukács, en 1967, del gran efecto liberador que se produjo en su desarrollo intelectual cuando tuvo la oportunidad de leer en 1930, todavía en manuscrito, los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, recién transcritos en aquellos días, en los que apareció por primera vez esa idea: Todavía hoy puedo recordar el abrumador efecto que produjo en mí la afirmación de Marx de que la objetividad era el atributo material primordial de todas las cosas y todas las relaciones. (…) la objetización es un medio natural gracias al cual el hombre domina al mundo, y como tal puede ser un hecho positivo o negativo. Por el contrario, la alienación es una variante especial de esa actividad que se vuelve operativa en condiciones sociales definidas. Eso hizo añicos los fundamentos teóricos de lo que había sido el logro particular de Historia y conciencia de clases. El libro era tan desconocido como mis escritos anteriores que databan de 1918-1919. De pronto se me hizo claro que si yo quería darles cuerpo a esas nuevas percepciones teóricas tendría que comenzar de nuevo desde cero139.

Esta relación resulta más importante aún porque muchos intelectuales, incluido Merleau-Ponty140, trataron de utilizar al autor de Historia y conciencia de clase —en un intento de descalificar la concepción de la historia marxiana— en contra de los importantes logros positivos de los libros de Lukács posteriores a 1930, impensables sin el viraje radical en su orientación filosófica, en el espíritu de la necesaria valoración crítica de la relación entre alienación y objetización, tal y como se la describe en la cita anterior. Da la medida de Lukács, como hombre y como pensador, el hecho de que en 1930, ya con algunos libros de fama mundial en su haber, como El alma y la forma, La teoría de la novela e incluso Historia 416

y conciencia de clase, él pueda realmente «comenzar desde cero» y llevar su proyecto hasta una fructífera conclusión bajo circunstancias históricas muy difíciles, en las que a menudo tuvo que escribir «en un lenguaje esópico», como dijo más tarde. Al igual que da la medida de la crisis del sistema del capital en desarrollo el que muchos intelectuales importantes —incluido Maurice Merleau-Ponty141— no vacilen en emprender la retirada de su posición alguna vez progresista y moverse en la dirección opuesta, contradiciendo directamente incluso su posición anterior cada vez que sea necesario. El punto de los intentos mistificadores a menudo retorcidos con la intención de descalificar la concepción de la historia marxiana es que si se hace desaparecer la necesaria línea de demarcación entre alienación y objetización, habría que proclamar que las mediaciones de segundo orden alienadas y cosificadas del capital constituyen el horizonte eternizado de toda la vida social. De esa manera, al glorificar al mismo tiempo al sujeto usurpador, el capital —independientemente de que eso se haga de manera explícita o por implicación—, como único controlador concebible de la reproducción social bajo las condiciones apropiadas al «hombre moderno», debemos aceptar también la fatal insuperabilidad del sistema del capital como tal, puesto que se dice que la alienación le confiere nada menos que el peso de la «dimensión fundamental de la historia». La concepción marxiana de la historia, que anticipa una necesaria transición a un sistema radicalmente diferente de mediaciones —no antagónicas— proyecta el perfil de un orden metabólico social muy diferente, en el cual la objetización humanamente satisfactoria es arrancada de su cobertura alienada y cosificada, gracias a las abarcantes previsión y acción concientes del real sujeto histórico de la producción, el trabajo, orientado por la calidad basada en la necesidad humana, en contraste con la cuantificación fetichista insuperable bajo el dominio del capital. Marx describe elocuentemente la objetividad cosificada que domina ciegamente el orden metabólico social del capital en relación con el todopoderoso papel del dinero. Si el dinero es el vínculo que me ata a la vida humana, que me ata a la sociedad, que me ata a mí a la naturaleza y al hombre, ¿no es el dinero el vínculo de todos los vínculos? ¿No puede deshacer y atar todos lo lazos? Él es el verdadero agente de divorcio y también el verdadero agente vinculador: 417

el poder galvanoquímico universal de la sociedad. (…) [D]esde la imaginación hasta la vida, desde el ser imaginado hasta el ser real. Al efectuar esa mediación, el dinero (como el oro y la plata) se constituye en el poder verdaderamente creador. (…) El dinero, entonces, se presenta como ese poder trastrocador, tanto sobre el individuo como sobre los vínculos de la sociedad (…) Puesto que el dinero, como el concepto de valor existente y activo, confunde y cambia todas las cosas, es el confundidor y el mezclador general de todas las cosas —el mundo puesto de cabeza—, el confundidor y mezclador de todas las cualidades naturales y humanas142.

Si hay quien piense que esa caracterización del papel alienante del dinero representa «las opiniones inmaduras del joven Marx», debería pensarlo de nuevo. Porque se puede encontrar el mismo enfoque en El capital, donde él escribe: Con la posibilidad de guardar y almacenar el valor de cambio en forma de una mercancía en particular, surge también la avidez de oro. Junto con la extensión de la circulación, crece el poder del dinero, esa forma absolutamente social de riqueza siempre lista para ser utilizada. «¡El oro es una cosa maravillosa! Quien lo posea será dueño de todo cuanto desee. Gracias al oro hasta podemos enviar almas al Paraíso»143. (…) Todo se vuelve vendible y comprable. La circulación se convierte en la gran retorta social en la que todo se arroja, para volver a salir como cristal de oro. Ni siquiera los huesos de los santos, y menos aún las más delicadas res sacrosanctae, extra commercium hominum pueden resistir esa alquimia. Tal cual toda diferencia cualitativa resulta eliminada en el dinero, por su lado, como el nivelador radical que es, suprime todas las distinciones. Pero el dinero mismo es una mercancía, un objeto externo, capaz de convertirse en la propiedad privada de cualquier individuo. Así, el poder social se convierte en poder privado de personas privadas. Por eso los antiguos denunciaron al dinero como subvertidor del orden de cosas económico y moral. La sociedad moderna (…) saluda al oro como su Santo Grial, como la reluciente encarnación del principio mismo de su propia vida144.

Ciertamente, en una extensa nota al pie de página a las palabras «todas las distinciones» recién citadas, Marx incorpora en El capital incluso los versos de Timón de Atenas, de Shakespeare, que él citó en las páginas 137138 de sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. 418

Puesto que el orden metabólico social establecido del capital, con su sistema fetichista de mediaciones de segundo orden cada vez más destructivas, no es sustentable, el desafío ineludible es instituir en su lugar una alternativa cualitativamente diferente e históricamente viable. El dinero como el «Santo Grial» y el «principio vital» del intercambio reproductivo social, que hace valer su poder antagónicamente mediador como el «poder galvanoquímico universal de la sociedad» —y que de esa manera es impuesto en todas partes como el poder social expropiado a los productores reales al ser convertido en «el poder privado de personas privadas»— queda vaciado de toda consideración humana y sólo puede conducir al desastre universal a través de la afirmación de su alquimia perversa bajo las condiciones de la crisis estructural del sistema del capital que se profundiza. La práctica reproductiva social del almacenamiento del valor de cambio en forma de moneda —insensiblemente idealizada y eternizada ya en la filosofía de John Locke— es almacenar para el futuro los antagonismos potencialmente más explosivos. Como la modalidad par excellence de la cuantificación fetichista, el dinero es la representación tangible del sistema del capital universalmente alienante. Él hace que la alienación resulte inseparable de la objetización cosificada al «eliminar cualquier diferencia cualitativa». Y, como nos lo ha hecho saber demasiado bien la dolorosa experiencia histórica, eso favorece la tendencia autoexpansionista del capital por un largo período histórico. Es decir, hasta que la reproducción metabólica social del sistema del capital colida con sus propios límites estructurales insuperables, como resultado de su destructiva invasión de la naturaleza, socavando así las condiciones elementales de la propia existencia humana. Esa es la cruda realidad de la existencia histórica real de la humanidad, hoy en peligro, un concepto extrañamente faltante en el existencialismo «ontológico profundo». Porque ese tipo de existencialismo —que se niega a afrontar los peligros de la existencia humana real, incluso cuando esos peligros se han vuelto cada vez más obvios en nuestro tiempo— característicamente prefiere remachar a la objetividad y la alienación, al servicio de una justificación seudoteórica de su propia defensa fetichista del capital como la «dimensión fundamental» —y permanente— «de la historia».

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Sólo la articulación viable plenamente coherente e históricamente viable de un sistema de mediaciones no antagónicas orientadas hacia lo cualitativo, basado en las necesidades humanas obligatoriamente represadas con suma brutalidad por el capital en crisis estructural, puede ofrecer una salida de esas contradicciones.

CONSTITUYE uno de los aspectos más problemáticos de los desarrollos en filosofía y teoría social en el siglo XXI que los asuntos sustantivos, junto con sus determinaciones de valor subyacentes, tienden a ser transpuestos a lo que se supone sea el único nivel metateórico apropiado. Se propugna ese tipo de viraje, muy arbitrariamente, en nombre de la «objetividad rigurosa» y la «neutralidad del valor» (Wertfreiheit). Se tiende a idealizar la producción de «modelos» fácilmente formalizables, la elaboración de consignas repetitivas y puestas en boga acerca de los «cambios paradigmáticos» que no conducen a ninguna parte y el seguimiento de un procedimiento metodológico autorreferencial y evasivamente autorrefrenado. Al mismo tiempo, se rechaza sin razonamiento alguno el involucramiento de los intelectuales en problemas que acarrean implicaciones prácticas claramente identificables, aplicándoles a esos intentos la etiqueta de «emotivismo», que se quiere resulte automáticamente descalificadora. Queda decretado que este último sea incompatible, por definición, con los requerimientos del discurso filosófico racional. De una u otra forma todo eso resulta ser la manifestación de la trampa positivista, con dañinas implicaciones y consecuencias negativas ostensibles para la necesaria participación emancipadora de los intelectuales en el proceso histórico que se desenvuelve conflictualmente. La adopción autoderrotista del mito institucionalmente bien apuntalado de la «neutralidad de valor» que se corresponde con la perspectiva afianzada estructuralmente (pero de ninguna manera con «valor neutro») del orden dominante del capital, es autoderrotista porque resulta imposible realizar ese mito en el mundo realmente existente, que es profundamente antagónico. En realidad significa dar por sentado, en nombre de las declaraciones «supraideológicas», la conformidad con la cuantificación y cosificación fetichistas del orden de reproducción metabólica social establecido, como

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la medida con «valor neutro» y el horizonte práctico de la «objetividad rigurosa», a pesar del hecho de que el orden dominante del capital es incapaz de separar el contravalor deshumanizador de la alienación de su único tipo de objetización posible. Y todo eso está ocurriendo en un tiempo en el que la necesaria institución de un futuro humanamente sustentable depende de un viraje radical hacia un modo de reproducción social cualitativamente diferente —orientado hacia la calidad—, empeñado conscientemente en superar el despilfarro catastrófico que acompaña a la producción destructiva cada vez más prominente característica del sistema del capital en su fase histórica de crisis estructural cada vez más profunda. La aceptación, consciente o no, de ese horizonte, sólo puede traer consigo postulados metodológicos persistentemente evasivos y más o menos efímeros, como modo de solucionar con ilusoria «finalidad» los viejos problemas filosóficos empecinadamente recurrentes, caracterizándolos frecuentemente como «confusiones metafísicas», «conceptuales» o «lingüísticas». Las representaciones de esos postulados metodológicos van desde la fenomenología y el estructuralismo hasta el «analítico tal» y el «analítico cual» (es decir, no sólo hasta el «análisis filosófico-lingüístico» que pretendió, en algún punto en el tiempo que expiró rápidamente, haber realizado «la revolución en la filosofía», sino hasta el «marxismo analítico» ridículamente contemplador de ombligos que se derrumbó más rápidamente aún), y también las etiquetas de «post-» generadas monótonamente, desde el «postestructuralismo» y el «posmodernismo» hasta el «posmarxismo» totalmente vacío. Como es comprensible, la evasión farisaica de los asuntos sustantivos que exigen compromiso y de los valores que se corresponden con éstos conduce al seguimiento de una «metateoría» de orientación «metaética». De igual modo, y de nuevo nada sorprendentemente, la ilusoria participación «supraideológica» —o «postideológica— en el análisis por el análisis mismo culmina en la práctica de la metodología por la metodología misma. De esa manera una de las figuras más importantes del análisis filosófico lingüístico, el pensador inglés con sede en Oxford, J.L. Austin, propugna la panacea metodológica universalmente válida para la producción de un acuerdo filosófico general —más allá de todas las «confusiones metafísicas», «conceptuales» y «lingüísticas» conocidas y posibles— el 421

confinamiento de la discusión por parte de todos los involucrados a lo que se podría responder «racionalmente» en términos de la pregunta: «¿Qué diría uno cuando…?». Él recomienda ese principio metodológico de orientación lingüística en el interés de suprimir aspectos abarcantes sustantivos, de modo que no se nos exija que proporcionemos alguna «inferencia conclusiva». Austin argumenta así su posición: «Cuando discutimos las afirmaciones nos dejamos obsesionar con la “verdad”, al igual que cuando discutimos la conducta nos dejamos obsesionar con la “libertad”». Así, propone abandonar la discusión de problemas como «la libertad» y «la verdad» para concentrarnos, en su lugar, en adverbios como «accidentalmente», «renuentemente», «inadvertidamente», porque de esa manera «no se requiere de ninguna inferencia conclusiva». Sin embargo, para mayor curiosidad, en la siguiente frase Austin nos dice: «Como la libertad, la verdad no es sino un simple mínimo o una idea ilusoria»145. Y nada podría tener mayor carácter de aseveración conclusiva que esa frase, aunque en el estudio de Austin acerca de «la verdad» que recién citamos falta por completo cualquier base que nos permita considerarla una «inferencia conclusiva». Lejos de constituir una inferencia, es quizá la confesión «involuntaria» de una posición escéptica al extremo, a lo mejor hasta honestamente pesimista, sostenida por el filósofo de Oxford. Así, paradójicamente, la panacea metodológica de Austin no puede más que hacerlo caer en su propia trampa, para cerrar con una afirmación dogmática del tipo de proposición sustantiva que él prescribe firmemente evitar —y se proclama también que es completamente evitable—, con la ayuda de su método de filosofía analítica lingüística centrada en el adverbio. En lo tocante a la dimensión sustantiva de la posición de Austin, revelada inadvertidamente pero sin duda genuina, el autor invita a sus lectores «racionales» a estar contentos (si no felices) con el «simple mínimo» y abandonar el «ideal ilusorio». Sin embargo, el problema en este respecto es que el consejo que da Austin no puede ser adoptado como una regla general en tiempos de una profunda crisis histórica; hay que afrontar de alguna manera el serio desafío de nuestro tiempo, y para hacerlo se necesita de una intervención práctica en los desarrollos sociohistóricos en desenvolvimiento, sobre la base de alguna concepción o ideal estratégico apropiado para la situación. Ni tampoco habría que suponer de manera

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gratuita que todas esas concepciones o ideales no son más que «ideales ilusorios». Me resulta difícil creer que el propio Austin, a pesar de su declarado escepticismo, sea capaz de llegar tan lejos como para predicar la inevitabilidad (y absurdidad) de ese tipo de irrevocable «aseveración conclusiva». No obstante, no es posible ignorar las implicaciones pesimistas de su solución metodológica, precisamente porque en el enfoque del filósofo de Oxford falta irremisiblemente el necesario llamado a la participación práctica de los intelectuales. A la metodología estructuralista por la metodología misma no le va nada mejor en este respecto que al autorreferencialmente cerrado análisis filosófico lingüístico por el análisis mismo. Ambos comparten también el distanciamiento autoderrotista de sus concepciones para la comprensión de la necesidad de una intervención socialmente tangible de los intelectuales en las transformaciones sociohistóricas requeridas. Si en el caso del análisis lingüístico de Austin las connotaciones pesimistas aparecen sólo de manera indirecta, en la concepción del pensador estructuralista más famoso, el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, se nos ofrece explícitamente la forma más sombría de pesimismo. Nos pinta un cuadro sumamente desolado de las expectativas de desarrollo de la humanidad para el futuro cuando declara que Hoy el gran peligro para la humanidad no viene de las actividades de un régimen, un partido, un grupo o una clase. Viene de la humanidad misma en su totalidad; una humanidad que se revela como su propio peor enemigo y, ¡qué lástima!, al mismo tiempo también como el peor enemigo del resto de la creación. Es de esa verdad de la que hay que convencerla, si es que va a existir alguna esperanza de que es posible salvarla146.

Al leer, no sin algo de asombro, estas líneas uno no puede evitar formularse las interrogantes: Pero, ¿y quién va a realizar el convencimiento y la salvación de la humanidad? ¿Qué perspectiva podríamos adoptar para mantenernos por fuera de la humanidad y castigarla como a nuestro peor enemigo, exonerando al mismo tiempo de su responsabilidad a los regímenes sociopolíticos, los partidos, los grupos y las clases? Después de todo, cuando los profetas del Viejo Testamento tronaban en contra de la humanidad pecadora pretendían

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que era Dios quien les había ordenado directamente hacer eso. ¿Pero hoy dónde hallaríamos la agencia social equivalente para la tarea propugnada? ¿Cómo podríamos intervenir en el proceso de transformación real a fin de contrarrestar las tendencias de desarrollo lúgubremente denunciadas, con la esperanza de realizar los objetivos deseados? En la entrevista a LéviStrauss no existía ni un leve indicio de cómo responder esas preguntas147.

Así, en lugar de un diagnóstico apropiado de las fuerzas sociales e históricas en acción en la deplorada situación, junto con alguna indicación de lo que se debería y podría hacer a fin de contrarrestar los catastróficos peligros, lo único que podemos recibir de la figura más destacada del estructuralismo es una jeremiada que ha sido vaciada de todo marco de referencia real. Pero tampoco es que semejante resultado deba sernos demasiado sorprendente. Porque habiendo roto programáticamente la interrelación dialéctica entre la estructura y la historia, al poner a un lado las cuestiones de la dinámica histórica a fin de postular la viabilidad de un método estructuralista autocontenido, los sujetos históricos realmente existentes —mediados antagónicamente bajo el dominio del capital— pierden su realidad, y también la factibilidad de superar sus antagonismos de una manera histórica sustentable. Resulta totalmente ocioso decretar, como lo hace Lévi-Strauss, que la grave crisis estructural de nuestro tiempo no tiene nada que ver con «un régimen, un partido, un grupo o una clase». Pero evadir los asuntos sustanciales de nuestro tiempo en su especificidad sociohistórica y su dinamismo, junto con sus determinaciones de valor subyacentes —en aras de un «equidistanciamiento» de sí mismos ficticio, por parte de los pensadores en cuestión, respecto a las fuerzas rivales, capaces de decidir de una u otra manera el resultado de las confrontaciones en marcha, como alternativas hegemónicas la una ante la otra—, no puede sino producir jeremiadas que no conducen a ninguna parte, incluso en el caso de un pensador notable como Claude Lévi-Strauss. Lamentablemente, también cuando leemos el diagnóstico ofrecido por un pensador postestructuralista de envergadura, Michel Foucault, el cuadro no resulta en modo alguno más tranquilizador, quien escribe en las páginas conclusivas de uno de sus libros más importantes las líneas finales que citamos de seguidas:

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En nuestros días el hecho de que la filosofía esté todavía —y de nuevo— en el proceso de llegar a un final, y el hecho de que quizás en ella, aunque más aún desde afuera y en su contra, tanto en la literatura como en la reflexión formal, se haya planteado la cuestión del lenguaje, demuestra sin duda que el hombre está en proceso de desaparición148. Como lo demuestra fácilmente la arqueología de nuestro pensamiento, el hombre es una invención de reciente data. Y una invención que quizá se esté acercando a su fin. Si esos dispositivos desapareciesen como aparecieron (…) entonces ciertamente se podría apostar a que el hombre será borrado como un rostro trazado en la arena a la orilla del mar149.

Todo esto puede sonar (para algunos) bastante poético, ¿pero sobre qué base se supone que lo vamos a tomar en serio? Tan sólo un discurso encerrado en sí mismo sobre la filosofía y el lenguaje, con una declaración categórica de que las aseveraciones del autor acerca de los elementos —altamente debatibles— de ese discurso «demuestran sin duda que el hombre está en proceso de desaparición», aunque ellos no demuestren nada de eso. Pero aun si en aras de la argumentación concordamos con Foucault acerca de ese peligro, ¿qué se supone que haríamos al respecto? ¿Es éste —o acaso existe— un campo de acción abierto por el método de generalización postestructuralista, como para poder intervenir prácticamente en el pretendido proceso y contrarrestar las fuerzas destructivas, al menos en algún grado? ¿Y cuál es el punto en el desolado cuadro de Foucault si la respuesta a nuestra pregunta es un «no» preconcebido? ¿Cómo podríamos proceder significativamente con el mandato de la filosofía como contribución activa para un futuro mejor, a través de la investigación directa de los valores larga y apasionadamente debatidos en los campos del conocimiento, la religión, la política y la estética, o bien en el terreno, más mediado, de la metodología? Incluso respecto a esta última, la investigación del método crítica, desde Descartes, ha estado siempre profundamente preocupada por el mejoramiento de las posibilidades de una fructífera intervención de la gente involucrada en el proceso de reproducción social en marcha, basándose en una relación sostenible con la naturaleza. Por consiguiente, nada podría distar más del horizonte del gran filósofo francés involucrado en esa investigación que la metodología por la metodología misma. Porque Descartes insistía en que el punto central

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de la duda metodológica era obtener una certeza evidente en sí misma, y señaló sin el menor asomo de ambigüedad: «No es que en esa [duda] yo imitase a los escépticos, que dudan hasta de que puedan dudar y nada buscan más allá de la incertidumbre misma, sino, por el contrario, mi intención era nada más encontrar una base para la certidumbre, y apartar la tierra floja y la arena para poder llegar hasta la roca o la arcilla»150. Y, como ya hemos visto, cuando buscaba la certidumbre filosófica Descartes subrayaba con energía la importancia de hacer que el conocimiento fuese práctico y útil en la gran empresa del previsto control humano sobre la naturaleza, poniendo de relieve que Yo percibía que era posible llegar hasta el conocimiento altamente útil en la vida, y en el espacio de la filosofía especulativa que se enseñaba por lo general en las escuelas descubrir una [filosofía] práctica mediante la cual (…) pudiésemos también aplicarlos a todos los usos a los que ellos se adaptan, y así convertirnos en los amos y señores de la naturaleza151.

Esa tradición es abandonada por completo, inclusive cuando todavía se hace referencia a ella de manera metodológicamente transfigurada, como en los escritos de Husserl. Porque en el crucial aspecto de la intervención práctica de la filosofía hallamos, en él, la oposición más rígida entre «la actitud teórica» y la «práctica». Como, por ejemplo, cuando afirma que La actitud teórica, aunque también constituye una actitud profesional, resulta completamente impráctica. Por ende está basada en una epoché deliberada de todos los intereses prácticos, y en consecuencia hasta de aquellos pertenecientes a un nivel superior, que sirven a los intereses naturales dentro del marco de una ocupación de vida gobernada por esos intereses prácticos152.

Eso podría resultar trágicamente autoderrotista, como vimos en el caso de la barbarie nazi —a la cual, debido no simplemente a la consideración de algún peligro político sino, y más importante aún, a su misma proclamada metodología de una «epoché deliberada de todos los intereses prácticos», no podía mencionar por su propio nombre— con el postulado genérico, en verdad muy impráctico, del «heroísmo de la Razón». Nadie debería simplemente echarles la culpa a los intelectuales que se dejaron atrapar en el enredijo de esos desarrollos, para ofrecernos un discurso metodológico más o menos autorrefrenado, con mensajes o sugeren426

cias pesimistas, en oposición a la necesaria participación práctica en los grandes asuntos sustantivos de nuestro tiempo. Porque el programa cartesiano de «convertirnos en los amos y señores de la naturaleza» ha terminado por verse realizado en una forma extremadamente peligrosa —en verdad potencialmente catastrófica— en el transcurso del desarrollo histórico real. Sin duda que la filosofía sólo contribuyó a eso, conscientemente o no —si bien más problemáticamente aun en la fase descendente del desenvolvimiento global del sistema del capital—, pero, por supuesto, no fue en modo alguno el «primer motor» en las raíces de esos desarrollos. El hecho inevitable en ese respecto es que el modo de reproducción metabólica social del capital es en sí mismo estructuralmente incapaz de establecer y mantener una relación de los seres humanos con la naturaleza históricamente sustentable. Porque en su único modo factible de objetización fetichista el capital es estructuralmente —y totalmente— incapaz de superar la alienación en cada una de sus múltiples dimensiones, desde la implacable expropiación/alienación de la actividad productiva y la concomitante negación despiadada de la necesidad humana genuina, hasta la negación usurpadora del poder de tomar decisiones, no sólo en economía y en política sino también en el campo de la cultura, a los individuos que constituyen el sujeto histórico real, el trabajo, como el poseedor y potencial realizador de la energía humana creadora. Bajo todas las circunstancias, el capital tiene que hacer valer e imponerle ciegamente a la sociedad —y también, irremediablemente, a la naturaleza— los imperativos de su tendencia autoexpansionista, sin importar cuán destructivas puedan resultar las consecuencias. Es por eso que llegado el momento actual el programa cartesiano de «convertirnos en amos y señores de la naturaleza», una vez promisorio, o al menos esperanzador, en la realidad tenía que verse traducido en una forma demasiado obviamente destructiva, generando así el espectro y la real posibilidad de la aniquilación total de la humanidad. Pero tan sólo su posibilidad. Nada garantiza la aseveración categórica de que hoy día «el hombre está en proceso de desaparición», ni ciertamente tampoco la floritura retórica igualmente pesimista y «equidistante» de Lévi-Strauss de que «Hoy día el mayor peligro para la humanidad no viene de las actividades de un régimen, un partido, un grupo o una clase. Viene de la humanidad misma en su totalidad, una humanidad

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que se revela como su propio peor enemigo y, ¡qué lástima!, al mismo tiempo también como el peor enemigo del resto de la creación». El peligro de la destrucción de las condiciones de la existencia humana sobre este planeta es indudablemente muy grande. Sin embargo, no lo causa una humanidad abstracta sino una fuerza social tangible —e históricamente vencible— que en el presente controla nuestro modo de reproducción social. Ello realza aún más la importancia de subrayar la necesidad de una intervención práctica renovada y de intenso compromiso en el proceso histórico en marcha. La fuerza empeñada en la destrucción de las condiciones elementales de la existencia humana no es la «humanidad» misteriosa que Lévi-Strauss opone gratuitamente a su lista de agentes sociales activos. Porque la humanidad real está constituida por los «regímenes, partidos, grupos y clases», así como también por los individuos realmente existentes —incluidos los intelectuales fenomenologistas, estructuralistas, postestructuralistas, posmodernistas, etc.— que no se pueden autodistanciar de los peligros identificados sin abdicar de su responsabilidad. El culpable real es el controlador abarcante de nuestro modo de reproducción metabólica social, el capital, con su manera fetichista y cosificada de someter todas las dimensiones de la vida humana a sus ciegas determinaciones internas y sus dictados hacia el exterior. El capital ejerce su control transformando absurdamente «al productor en la propiedad del producto» y asegurando estructuralmente su modalidad omniabarcante de tendencia autoexpansionista irracional, mediante su sistema de mediaciones antagónicas afianzadas jerárquicamente. Cada aspecto de su fuerza históricamente productiva —y en nuestro tiempo crecientemente destructiva— es claramente identificable, incluido el carácter abarcante y la dominación del sistema de mediaciones antagónicas establecido, y requiere de una estrategia y una fuerza abarcantes apropiadas para superarlo como la alternativa hegemónica históricamente viable al dominio del capita. La denuncia posmodernista de los «macrorrelatos» a favor de sus propios petits récits, por definición arbitrarios y autojustificadores, es entonces, por naturaleza propia, autoderrotista y mistificadora de principio a fin, porque niega con su apriorismo perverso la idea misma de cualquier estrategia abarcante significativa, cuando no podía ser mayor la necesidad de tener una. Pero a pesar de todas esas artimañas y evasiones 428

metodológicas, la elaboración y realización prácticas consistentes de un sistema de mediaciones no antagónicas alternativo continúa siendo un requerimiento absolutamente necesario para un futuro históricamente viable.

NO pueden existir compromisos acomodaticios entre el orden dominante del capital y la alternativa de control metabólico social cualitativamente diferente, sólo factible mediante el establecimiento y consolidación de la «forma histórica nueva». El orden reproductivo social del capital, prevaleciente desde hace tanto tiempo, constituye un sistema orgánico amplio, independientemente de sus antagonismos destructivos, que al principio son sólo parciales o latentes pero terminan por abarcarlo todo, manejado en el transcurso del desarrollo histórico real en forma de mediaciones antagónicas. Como consecuencia, en ambos respectos —o sea, tanto en lo que atañe a su campo de acción amplio, omniabarcante, como en el carácter orgánico (es decir, en sus partes constituyentes que se apoyan y refuerzan recíprocamente) de su modo de reproducción metabólica social— al sistema del capital tan sólo lo puede reemplazar una alternativa hegemónica no menos amplia y orgánica. En el transcurso de este estudio hemos visto que todas las premisas prácticas vitales —que se corresponden con las determinaciones estructurales fundamentales— del sistema del capital tenían que ser interiorizadas, como en realidad lo han sido, con innegable consistencia tanto en términos ideológicos como metodológicos, inclusive por los más grandes pensadores de la burguesía. Porque en verdad, no se podía pensar en sostener el sistema durante cualquier extensión de tiempo si faltaba siquiera una de ellas. Los grandes pensadores de la burguesía dieron por sentadas las premisas prácticas fundamentales de su sistema en su totalidad combinada, como un conjunto de determinaciones profundamente interconectadas. Para nombrar solamente las más importantes, esas premisas prácticas —que tienen que mantenerse en vigor durante todo el tiempo que se le permita prevalecer a la lógica del capital— son: 1. el divorcio radical entre los medios y el material de producción y el trabajo viviente;

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2. la asignación de todas las funciones de dirección y toma de decisiones importantes en el orden productivo y reproductivo establecido a las personificaciones del capital; 3. la regulación del intercambio metabólico social entre los seres humanos y la naturaleza y entre los propios individuos, sobre la base de las mediaciones de segundo orden del capital; y 4. la determinación y el manejo de la estructura de mando política omniabarcante de la sociedad, en forma del Estado capitalista, bajo la primacía mistificadora de la base material. Naturalmente, en vista del hecho de que esas premisas prácticas fundamentales del sistema del capital constituyen un conjunto de determinaciones estrechamente entrelazadas, no pueden ser abandonadas selectivamente. Ni tampoco pueden ser superadas parcialmente por una fuerza rival. El total fracaso de todos los intentos reformistas en el siglo XX, y el abandono humillante de cualquier idea de reforma significativa por parte de los partidos políticos que originalmente se autodefinían —como su raison d’être— en términos de esas reformas, que, según ellos proclamaban, a su debido tiempo conducirían, gracias a la estrategia política del «socialismo evolucionista» y su ficticia «tributación progresiva», al tipo de sociedad radicalmente diferente anunciado de manera programática, ha proporcionado amplia prueba de la total futilidad y la definitiva mala fe de todos esos intentos. La razón principal por la que todas esas «reformas» tenían que fracasar era su confinamiento dentro del marco estructuralmente prejuzgado de las premisas prácticas e inalterables al servicio del propio capital. Así, las reformas anunciadas nada tenían de reformas, en el sentido de apuntar siquiera mínimamente en dirección a un orden social diferente. Eran, por el contrario, los necesarios mecanismos correctivos coyunturales y parciales —e incluso así «a su debido tiempo» desmontables a conveniencia— instituidos para la perpetuación del orden socioeconómico y político del capital. En ese sentido el «New Deal» de Roosevelt no fue sino la respuesta coyunturalmente requerida —estrictamente parcial y temporal— de un capitalista más lúcido a la secuela dañina de la «crisis económica mundial de 1929-1933» del capital. De igual modo, la institución del

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«Estado de Bienestar» en un grupo pequeño de países capitalistamente más privilegiados, luego de la Segunda Guerra Mundial, y esa vez en forma más mistificadora aún por parte de algunos partidos laboristas, fue estrictamente coyuntural, a pesar de toda la mitología socialdemócrata que pretende lo contrario. No sólo porque esa reforma tenía que estar confinada desde el comienzo (y resultó ser que también hasta el final) a un número extremadamente limitado de países en el orden jerárquico del capital global, sino además porque también la panacea reformista del «Estado de Bienestar» como tal, en lugar de propagarse por doquiera, como prometía nada ingenuamente la propaganda inicial, tuvo que ser abandonada humillantemente —paralelo a la crisis estructural del capital que se desenvolvía a todo lo ancho del mundo— incluso en aquellos contados países donde fue instituida durante algún tiempo. En lo tocante a las necesarias premisas prácticas de funcionamiento del capital, nada sucedió para rectificar el «divorcio radical entre los medios y materiales de producción y el trabajo viviente». Las «nacionalizaciones» posteriores a la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra, por ejemplo, no pudieron ir más allá de la transferencia, calificada engañosamente de «socialista», de algunos sectores clave capitalistamente en bancarrota, desde la explotación del carbón y el gas y la producción de electricidad, pasando por los servicios de transporte vitales, hasta la tributación general, para reprivatizarlas fraudulentamente más tarde, una vez que volvieron a ser rentables gracias a la inyección de inmensos fondos públicos. Al mismo tiempo, la falsa conciencia con que se le presentó al público la liberación de su compromiso con el capital en bancarrota, como la «conquista del control sobre los puestos de mando de la economía» —en palabras del primer ministro Harold Wilson— no hizo otra cosa que demostrar el total fracaso del «brazo político» del movimiento laboral alguna vez prometedor. El hecho de que el presente gobierno del «nuevo laborismo» sea sumamente tímido en cuanto al empleo del término «nacionalización» cuando le brinda respaldo financiero, con fondos públicos masivos, a la compañía de banca hipotecaria totalmente en quiebra que resulta llamarse, con ironía involuntaria, «The Northern Rock» [La Roca Norteña], no debería engañar a nadie acerca del carácter real de la operación en cuestión; 431

es decir, la operación de rescate más o menos fraudulenta de una importante firma capitalista, con el interés de ocultar que debajo de la punta del iceberg acecha la amenazadora masa de hielo de la empresa bancaria en general. Ni tampoco debería imaginar nadie que ese tipo de operación se realiza porque el gobierno inglés está administrado por un partido que a veces, cuando considera que es conveniente hacerlo, se autodenomina «socialista». Porque el mismo tipo de rescate está teniendo lugar —en mucha mayor escala y con icebergs incomparablemente más voluminosos bajo la superficie del agua— en los propios Estados Unidos de Norteamérica de George W. Bush, a quien ni con el mayor esfuerzo de la imaginación lo llamarían «socialista» los apologistas del sistema del capital global más extremadamente «neoliberales/neoconservadores». Lo que queda absolutamente excluido es que el capital pueda abdicar al poder que sigue conquistando al mantener el «divorcio radical entre los medios y materiales de producción y el trabajo viviente» como una de las premisas prácticas cardinales de su control del orden metabólico social establecido. Abdicar de esa manera significaría consentir en la significativa socialización de los medios y materiales de producción, en lugar de su inoperante y reversible «nacionalización». Y eso es inconcebible. Porque la socialización no podría cumplirse como una medida parcial, en vista de sus necesarias interconexiones estructurales. Sólo podría ser emprendida como un proyecto radical de transformación sistémica fundamental, con sus ramificaciones abarcantes definidas cualitativamente en todos los campos de la actividad humana. El modo como se maneja el capital, que está lejos de verse agotado aun en el tipo de crisis presente, con icebergs gigantes multiplicándose a todo lo ancho del mar, ofrece la estrategia practicable del Estado capitalista mismo «nacionalizando» el sub-prime y otras instituciones hipotecarias totalmente en bancarrota, y rearrendándoles las casas a los individuos a los que se les concede la nueva propiedad, en aras de salvar, hasta donde siga siendo factible por esa vía, a los propios bancos quebrados. Porque, obviamente, a los bancos y las compañías hipotecarias no les resulta rentable ocupar el vasto número de casas implacablemente confiscadas en la práctica en una escala peligrosamente creciente. Y así, cuando en el caso de una extensión todavía mayor de esta crisis el Estado podría convertirse en la compañía hipotecaria final, sin abandonar la modalidad

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fundamental de la extracción regulada económicamente de plustrabajo como plusvalor —una clara posibilidad bajo las condiciones de incumplimiento capitalista privado masivo; y por supuesto, ello puede convertirse en el futuro en un tipo de intervención estatal potencial que en modo alguno tendría que estar limitada al campo de las viviendas—, entonces darle realmente un significado tangible al término tan a menudo mal empleado de «capitalismo de Estado». Pero ni siquiera eso podría sacar al sistema del capital de su crisis estructural cada vez más profunda. Las otras tres premisas prácticas insuperables del sistema del capital ya mencionadas les son impuestas a la inmensa mayoría de los seres humanos no menos forzosamente que la primera. Así, el imperativo práctico que dictamina, con categórica exclusividad, la asignación de todas las funciones de dirección y de toma de decisiones a las personificaciones del capital en el orden productivo y reproductivo establecido, tienen que prevalecer incluso bajo algunas circunstancias históricas sorpresivamente modificadas. De eso hemos tenido que ser testigos en el sistema poscapitalista del capital, luego del cerco y aislamiento de la Revolución Rusa de 1917 por parte del capitalismo occidental, y la subsiguiente estabilización del orden reproductivo de tipo soviético bajo Stalin. Naturalmente, Marx no hubiese podido soñar siquiera la asombrosa nueva variedad de personificaciones del capital que lograron imponerse como controladores generales altamente burocratizados del sistema soviético posrevolucionario, durante siete décadas de emergencia real o supuesta. En verdad, aun hoy resultaría extremadamente prematuro y temerario concluir que las personificaciones del capital de tipo soviético constituían la última variedad posible de la manera antagónica de controlar el metabolismo social heredado del sistema reproductivo del capital, establecido durante tan largo tiempo, aun en el caso de algunas circunstancias significativamente cambiantes. Todo depende de la profundidad de la crisis en desenvolvimiento y de la naturaleza —sea ésta omniabarcante o parcial— de las estrategias seguidas para superar históricamente el orden metabólico social establecido, en el que el capital ejerce sus funciones de control a través de sus personificaciones necesarias, como un sujeto usurpador. Lo mismo vale para la regulación del intercambio metabólico social entre los seres humanos y la naturaleza y entre los propios individuos 433

sobre la base de las mediaciones de segundo orden antagónicas y alienantes del capital. Éstas constituyen un sistema perversamente entrabador de cosificaciones materiales e institucionales —la incontrolable conversión de las relaciones sociales en cosas y de las cosas mismas alienadas/objetizadas en relaciones sociales veladamente opresivas— que en sus implicaciones últimas presagian la destrucción de la naturaleza (y por supuesto de los seres humanos dentro de ella) al servicio de la dominación fetichista de la cantidad autoexpansionista sobre la calidad que pudiese surgir de la necesidad humana genuina. Ya vimos en el Capítulo 4 que hasta la mayor síntesis de la filosofía burguesa, el sistema hegeliano, no pudo escapársele a la fuerza de gravedad de esas determinaciones fetichistas. Al contrario, Hegel terminó glorificando la objetización y la cuantificación que todo lo penetra en su concepción de la «magnitud» como una «convención» inexplicada, surgida misteriosamente de la conflictividad estrictamente individual y apologéticamente indesafiable —que estaba destinada a prevalecer con universalidad libre de problemas en el orden establecido—. Reveladoramente, esa opinión sólo podía ser complementada en la visión hegeliana por la función conciliadora de su principio de la «negatividad como contradicción que se supera a sí misma», que el filósofo alemán postuló para preservar eternamente el orden dominante en su pretendida «realidad racional». Así podían continuar imponiéndose mediante sus determinaciones autopropulsadas y sus imperativos por sobre las mediaciones primarias entre los seres humanos y la naturaleza, que deben tener lugar en la actividad productiva esencial. Naturalmente, cuando en el transcurso del desarrollo esa manera fetichista de regular el proceso de reproducción social se vuelve históricamente anacrónica, debido al peligroso avance de la producción destructiva en lugar de la «destrucción productiva», la única respuesta «correctiva» compatible con las determinaciones sistémicas y las premisas práctica inalterables del capital es la intensificación de sus prácticas autoexpansionistas alienantes y, por consiguiente, la aceleración de la destrucción. El conjunto entrabador de las mediaciones de segundo orden antagónicas —que deben prevalecer a toda costa, como la base estructural jerárquicamente afianzada y salvaguardada de todo el sistema— no ofrece verdaderamente ninguna alternativa a las personificaciones del capital.

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En lo que atañe a la determinación y manejo de la estructura de mando política omniabarcante de la sociedad, en forma del Estado capitalista, bajo la mistificadora primacía de la base material, su importancia es enorme. Y lo es a pesar de las concreciones erróneas formuladas sobre la base de motivaciones muy diferentes. Éstas van desde la tan ingenua sugerencia de Adam Smith de una participación mínima por parte del Estado, en una época de expansión colonial agresiva, hasta la idea cínica e hipócritamente neoliberal de «retroceder las fronteras del Estado». Y esto último se inventa, por supuesto, contra el telón de fondo del mayor apoyo estatal al capitalismo privado jamás visto, no sólo en forma de toda clase de subsidios materiales, incluidos fondos masivos para la investigación y flagrantes operaciones de rescate que benefician directamente a algunas empresas enormes en bancarrota en el mundo de las finanzas y la industria, sino también las sumas fraudulentas cuasiastronómicas transferidas al complejo militar-industrial de manera continua, para fines de sus operaciones económicamente destructivas y hasta de sus guerras genocidas a gran escala. Además, la primacía mistificadora de la base material en el orden reproductivo del capital sobre sus formaciones de Estado creadas históricamente dificulta en extremo la adecuada valoración —en términos de las visiones sintetizadoras de los pensadores particulares, concebidas por lo general en una forma grandemente exagerada y hasta idealizada— que el Estado, como la estructura de mando política abarcante es capaz de realizar o no, según el caso. Ello es así incluso en las teorías de los más grandes filósofos burgueses, como Hegel. No existe mejor ilustración de eso que su crítica del Estado liberal, que irremisiblemente falla su blanco, como hemos visto. Porque Hegel no podía someter a la formación del Estado liberal al examen crítico requerido, por la simple razón de que su propia concepción compartía la misma base sustantiva con el enfoque liberal. En cuanto al explotador beneficiario del orden estructuralmente antagónico del capital, el liberalismo absolutamente nada tenía que ver con los requerimientos sustantivos («empíricos») de hacer prevalecer efectivamente a la voluntad general en todos los campos de la vida social. Y eso era cierto también respecto al papel que el propio Hegel le asignaba al Estado, como hasta indirectamente lo admitía. En lo referente al «dominio de los muchos» en el liberalismo, contra el que se quejaba Hegel,

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las diferencias eran secundarias y más bien superficiales. Porque lo que en realidad perpetraba la formación del Estado liberal, como lo demostraron claramente nuestras crónicas históricas, era tan sólo el dominio permanente de la pluralidad de capitales —cambiando intermitentemente de algunas de sus personificaciones estrictamente encomendadas a otras— en contra de la clase del trabajo estructuralmente subordinada. No era concebible que el liberalismo pudiese alguna vez querer darle cuerpo en la práctica a los principios ideales de la Voluntad General de Rousseau en su marco legislativo estatal. Su recurrir a la idea de gobernar en forma de los «muchos» servía a propósitos electorales muy limitados. Nunca tuvieron la orientación, ni siquiera en teoría y mucho menos en la práctica política del liberalismo, de estar dirigidos hacia la alteración en cualquier manera tangible del Estado liberal, incluso en sus versiones socialdemócratas. Si bien hablaban de «pluralismo», sólo consiguieron privar totalmente de sus derechos efectivos a las clases trabajadoras, gracias a su cambio consensual engañadoramente rutinario de una seudoalternativa a otra153. Otro aspecto, mucho más importante en sus implicaciones positivas, de la primacía mistificadora de la base material sobre la dimensión política del dominio del capital en la sociedad —directamente relevante para la formulación de estrategias socialistas viables— es que no debemos esperar demasiado de lo que incluso la intervención política más radical, en forma de revolución política y no la revolución social multidimensional propugnada por Marx, pueda lograr por sí misma dentro del campo de las prácticas legislativas del Estado. El control del campo jurídico constituye, por supuesto, el necesario primer paso en el camino a una transformación social cualitativa de largo alcance. Pero no habría que permitir que se convierta, como conviene a las personificaciones, heredadas y nuevas, del capital154, en una nueva variante de la ilusión jurídica adoptada voluntariamente. También en este respecto resultaría trágico no poder aprender de la dolorosa experiencia del pasado. Evidentemente, el carácter de todas las premisas prácticas fundamentales que hemos revisado aquí es a la vez sustantivo y abarcante, tanto tomadas una por una en sí mismas como en su totalidad combinada de determinaciones del sistema orgánico del capital que se apoyan y refuerzan recíprocamente. En consecuencia deben ser contrarrestadas por un

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conjunto de principios operativos y determinaciones no menos sustantivo y abarcante, pero esta vez en la única forma viable de deliberaciones autónomas y conscientes, críticas y autocríticas, de los individuos, con el objetivo de la elaboración estratégica de las requeridas mediaciones no antagónicas de la forma histórica nueva. Es ésa la única vía factible de reemplazar sobre una base permanente el orden metabólico social del capital, cada vez más destructivo, por la alternativa hegemónica positivamente sustentable del sistema orgánico socialista. Porque sólo afirmando exitosamente sus principios como una reproducción social en autorrenovación constante puede adquirir —y mantener— su profunda legitimidad histórica la alternativa hegemónica socialista. LA cuestión de la transición históricamente sustentable a una forma de control social radicalmente diferente no constituye un postulado teórico abstracto. Por el contrario, está determinada muy históricamente, y exige la elaboración y la institución en la práctica de un sistema de mediaciones no antagónicas viable. En verdad, la cuestión de las mediaciones no antagónicas surge del contexto internacional global realmente existente y apremiante por primera vez en la historia de forma que ya no puede seguir siendo posponible, bajo el peso de las contradicciones del orden reproductivo dominante. En este respecto baste con pensar en el irremediable círculo vicioso del capital entre el despilfarro y la escasez —es decir: la reproducción constante de la escasez en escala creciente gracias a la multiplicación del despilfarro, mientras se les niega la satisfacción de las más elementales necesidades humanas a billones de personas— como nuestro punto de partida obvio. Concebir la superación de ese círculo vicioso en el futuro previsible no constituye un postulado iluso sino una necesidad vital. Sin embargo, resulta absolutamente imposible introducir los cambios requeridos para ese efecto dentro de las obligadas constricciones del orden establecido. Porque el sistema del capital —debido a la inseparabilidad de su modo de objetización del imperativo alienante de su autoexpansión cancerosamente impuesta a la sociedad a través de la multiplicación cosificada del valor de cambio, a expensas del valor de uso humanamente significativo— es estructuralmente incapaz de economizar sobre la base de

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consideraciones cualitativas arraigadas en la necesidad humana. Pero sólo estas últimas permitirían la expansión de los poderes productivos de la sociedad simultáneamente con el control racional del despilfarro, y remitir así al pasado nuestra reproducción fetichista de la escasez. En consecuencia, sólo un modo de producción economizador coherentemente planificado y seguido puede ser considerado viable en el futuro: una condición imposible de realizar mientras las mediaciones de segundo orden antagónicas del sistema del capital continúen regulando nuestro modo de reproducción metabólica social. Cuando comparamos las características definitorias del orden histórico establecido con la «forma histórica nueva» prevista, nos vemos enfrentados a las insuperables incompatibilidades radicales entre los dos. Negar esas incompatibilidades —en aras del amoldamiento reformista carente de principios— no puede resultar sino en autoderrota, como lo aprendimos en el pasado. El reconocimiento de la necesidad vital de crear un sistema de mediaciones no antagónicas no debería significar en modo alguno el suavizamiento del concepto de mediación en el acostumbrado sentido de «equilibrio». Porque, en el caso de que se intentase el previsto equilibrio conciliador entre los dos, éste tendría que darse entre dos órdenes sociales e históricos radicalmente diferentes: una flagrante incongruencia. Así, nuestro punto de partida vitalmente necesario no puede ser otro que la negación radical principista del orden reproductivo social destructivo del capital. Pero, precisamente porque nos importa una negación principista de las características definitorias de la ya existente, la forma histórica nueva no puede darse por satisfecha solamente con la «negación de la negación». Su legitimación histórica depende de la institución exitosa de una alternativa reproductiva social a largo plazo en sus propios términos positivos sustantivos, en lugar de la modalidad hoy prevaleciente de mediaciones de segundo orden antagónicas. Sin duda, resulta políticamente mucho más fácil proceder para que se siga «la línea de menor resistencia», en aras de esperada ganancias, que la requerida alternativa radical bajo la relación de fuerzas que, en términos organizacionales, continúa estando abrumadoramente a favor del capital, especialmente a la luz del descorazonador fracaso de la experiencia histórica poscapitalista del tipo soviético. Sin embargo, las ganancias obteni438

bles son por ahora, en el mejor de los casos, parciales y temporales, si no completamente ilusorias, en vista de la crisis estructural del sistema cada vez más profunda. Eso ha quedado demostrado no sólo con el surgimiento de una seria turbulencia industrial y financiera, y gracias a las condiciones ecológicas de nuestro planeta en grave deterioro, sino incluso mediante el involucramiento constante en aventuras militares grotescamente racionalizadas, por parte del imperialismo hegemónico global de Estados Unidos y sus aliados serviles. En consecuencia, no podrá existir ninguna mejora sustancial de la suerte del movimiento socialista hasta tanto no adopte conscientemente, en una escala apropiada, la necesidad de participar en una negación sustantivamente principista del sistema del capital, como modo de control metabólico social que todo lo abarca, como la estrategia necesaria para el futuro. En este respecto la negación principista del sistema del capital trae consigo también el rechazo de la descarriladora concepción errada de que la elaboración del modo de mediación no antagónico significa una mediación entre el sistema reproductivo social todavía dominante, a pesar de sus antagonismos destructivos, y la forma histórica nueva que se propugna. Ello no podría más que conducir a un callejón sin salida. La mediación real en cuestión no es la que sería factible entre los dos órdenes históricos opuestos cualitativamente, sino dentro de la esfera de la necesaria alternativa hegemónica a la dominación del capital, ya históricamente insostenible sobre la relación de la humanidad con la naturaleza y sobre los propios individuos sociales particulares. Y ese tipo de mediación de crucial importancia nada tiene que ver con un futuro visualizado más o menos remotamente, sino con el proceso histórico hoy en marcha. Resulta directamente relevante, para la constitución práctica de las modalidades y prerrequisitos organizacionales de la acción en la que las condiciones objetivas y subjetivas para la realización de los necesarios valores sustantivos, así como las correspondientes formas de intercambios reproductivos históricamente sustentables entre los seres humanos, pueda ser instituida como la alternativa hegemónica históricamente viable a las mediaciones de segundo orden antagónicas del capital. En otras palabras, tiene que ver con la articulación consciente de los intercambios reproductivos no antagónicos de un orden social cualitativamente diferente tanto 439

en el objetivo o la meta por alcanzar, claramente identificados, como en la brújula del viaje emancipador emprendido ya, en y a través del proceso histórico hoy en marcha. En ese sentido, la tarea radical principista seguida a conciencia para superar los antagonismos del orden existente resulta inseparablemente negativa y positiva al mismo tiempo. Es ése el único significado apropiado que podemos darle al término radical, que no puede permitirse el permanecer atado a una postura puramente negativa en definitiva insostenible. Especialmente cuando lo que está sobre el tapete es la cuestión de una alternativa hegemónica viable. Por consiguiente no tiene nada de sorprendente que Marx definiera al socialismo como «la conciencia de sí positiva del hombre»155. En las relaciones interpersonales de los individuos sociales la mediación no antagónica significa la participación cooperativa genuina en la actividad, con el propósito escogido a conciencia de solucionar algunos problemas, o de resolver en verdad algunas disputas que puedan surgir en sus relaciones. Lo que hace muy claro el contraste entre este tipo de intercambio regulado conscientemente en comparación con la modalidad de mediaciones antagónicas hoy dominante, es que a la proyectada solución de los problemas mismos que hay que afrontar dentro del marco de un sistema de mediaciones no antagónicas no se le puede permitir que se consolide y se perpetúe como intereses creados afianzados estructuralmente. En el transcurso histórico en marcha de la constitución de la nueva modalidad de mediaciones no antagónicas, los intereses creados heredados tienen que ser superados a través de la acción cooperativa sostenida, asegurando al mismo tiempo las condiciones objetivas y subjetivas para impedir su reconstitución. La prevalencia de los intereses creados resulta ser la modalidad dominante de nuestras relaciones de reproducción social existentes bajo el dominio del capital. Los intereses y determinaciones de clase jerárquicamente asegurados y salvaguardados prejuzgan obligatoriamente esos asuntos —de manera inevitable a favor del bando más fuerte— mucho antes de que pueda surgir siquiera la cuestión de la «mediación» o el «equilibrio», muchas veces convirtiendo en total caricatura (o en ritual vacuo) el procedimiento de «solución de problemas» seguido. En lo tocante a la totalidad de los aspectos de importancia verdaderamente determinante 440

desde la perspectiva del orden metabólico social hoy dominante, concernientes al imperativo estructural de reafirmar las relaciones de poder dadas sobre las cuales se basa el proceso de reproducción social establecido, todo se reduce al fortalecimiento, por cualesquiera medios, de las relaciones de poder objetivas requeridas por el funcionamiento permanente del sistema. Es decir, fortalecerlas con la ayuda de mecanismos culturales/ideológicos, a condición de que operen bajo las circunstancias prevalecientes en sintonía con los requerimientos sistémicos de mayor importancia, a través del ejercicio de la fuerza desnuda (e incluso la imposición de la violencia represiva extrema), cuando lo exijan las condiciones. Esto último varía desde la necesidad de decretar en el interior de algún país en particular estados de emergencia más o menos prolongados, hasta librar incluso guerras mundiales de dimensión genocida en contra de otros estados. Es por eso que la normalidad del sistema del capital es inconcebible sin sus conjuntos de mediaciones de segundo orden antagónicas, que varían en lo formal pero en términos sustantivos siempre impuestas forzosamente. Aquí podemos ver también que la cuestión de la mediación no es asunto de postulados filosóficos o proyecciones especulativas. Está en profunda conexión con las determinaciones objetivas y las correspondientes fuerzas y agencias de la acción reproductiva social. Es ése el caso, sea que tengamos en mente las mediaciones antagónicas involucradas en los procedimientos metabólico sociales del capital, o bien las de su alternativa hegemónica en el proceso de su articulación principista a través del proceso histórico en desenvolvimiento. La cuestión crucial respecto a la institución de un orden metabólico social históricamente viable es el reemplazo de las mediaciones de segundo orden antagónicas del capital entre la humanidad y la naturaleza y entre los propios individuos por una alternativa cualitativamente diferente, desde las relaciones de intercambio fetichistamente cuantificadoras de la sociedad de la mercancía hasta el poder quintaesencialmente alienado de tomar decisiones por parte del Estado. Ello es posible tan sólo redefiniendo estratégicamente y reconstituyendo en la práctica —en concordancia con las condiciones históricas más desarrolladas y los logros productivos real o potencialmente a la disposición de la gente involucrada— las modalidades primarias del intercambio creativo entre la humanidad y la naturaleza: eliminando del cuerpo social las capas de

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mediaciones de segundo orden incrustadas y antagónicamente perpetuadas sobre las necesarias mediaciones primarias del sistema del capital. Naturalmente, eso requiere también el retorno del sujeto real de la historia a su legítimo puesto de control del proceso de reproducción social en lugar del sujeto usurpador. Pues ya que el modo de control metabólico social hoy establecido es inconcebible sin los intereses creados ya mencionados y sin el sujeto usurpador de la historia: la «personificación del capital» en cualquiera de sus variedades factibles —no simplemente como el beneficiario consciente de esos intereses creados sino, sobre todo, como el controlador privilegiado de los medios y materiales de producción y el impositor interesado del imperativo objetivo de la acumulación autoexpansionista y la autoexpansión acumuladora—, tan sólo el sujeto real de la historia puede llevar adelante sus funciones productivas y creativas sin apropiarse de los intereses creados estructuralmente prevalecientes y abiertamente discriminatorios, que conocemos demasiado bien. Ciertamente, sólo un sujeto social constituido sobre la base de la igualdad sustantiva definida a conciencia y articulada coherentemente, así como mantenida siempre en esa forma, tan sólo ese tipo de sujeto resulta capaz de hacer valer su mandato histórico instituyendo las formas alternativas requeridas de mediación social no antagónica. Como lo habíamos mencionado antes156, la mediación históricamente sustentable es factible sólo como la automediación de un sujeto social activo, un sujeto capaz de intervenir activamente en el proceso de transformación en marcha de acuerdo con su propio plan coherente. Por eso se subrayaba que los conceptos de importancia fundamental de autocontrol, automediación y genuina autonomía del sujeto histórico real actuante deben marchar juntos a fin de poder darle un significado tangible a la idea de la mediación sustentable a largo plazo requerida en nuestra comprometida situación histórica. A lo largo del presente estudio se ha venido haciendo destacar también que no sólo la igualdad, sino además todos los valores requeridos para sustentar esa concepción, tenían que ser definidos en términos sustantivos. Eso tiene que hacerse en nítido contraste con la reorientación característica del sistema del capital en su fase descendente de desarrollo. Porque esa reorientación regresiva del sistema del capital vació por completo de todos los valores positivos —desde 442

«libertad» y «fraternidad» hasta «democracia» e «igualdad»— de su contenido alguna vez promulgado, en el interés de hacer prevalecer efectivamente al contravalor, como ya hemos tenido oportunidad de ver antes. Al mismo tiempo, la ideología dominante predicaba lo contrario de lo que practicaba (y continúa practicando), idealizando sin ninguna ingenuidad al orden dominante a cuenta de las inoperantes virtudes institucionales de la «universalidad formal», mientras impone engañosamente de todas las maneras posibles la destructiva parcialidad autoexpansionista de las mediaciones de segundo orden antagónicas del capital.

UN ejemplo paradigmático de esa mistificación lo constituye el funcionamiento del Estado liberal —por nombrar nada más la variedad más progresista del control político general factible bajo el dominio del capital—. El requerimiento sistémico en este respecto es la exclusión radical de las masas del proceso de toma de decisiones sustantivo. En las actividades de reproducción material directa eso lo logra a la perfección la compulsión económica a la que se ve sometido el pueblo trabajador, aunada a la propiedad exclusiva legalmente salvaguardada de los medios y los materiales de producción, por parte de las personificaciones del capital, que les permite ejercer el «autoritarismo de la fábrica» de acuerdo con sus intereses creados. En el campo político, sin embargo, no existe tal equivalente forzosamente preestablecido —y ciertamente instituido del modo más brutal por el vil proceso histórico de la «acumulación primitiva»— de las relaciones de poder jerárquicas, estructuralmente aseguradas, de la permanente dominación y subordinación de clases mediante la cual el sistema del capital, en su modalidad productiva primordialmente económica, se define a sí mismo. Por el contrario, el mito de la «democracia» y la «libertad» deliberadamente cultivado, junto con el mecanismo fácilmente manipulable de las «elecciones libres», parecería apuntar en la dirección opuesta, y estipula «el dominio de los muchos» que pudo engañar tan patéticamente incluso a un genio de la filosofía como Hegel, aunque en modo alguno independientemente de sus propios intereses ideológicos, como ya vimos. Naturalmente, el Estado absolutista feudal tenía que ser remitido al pasado a lo largo de la fase ascendente del desarrollo del capital. Porque

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resultaba claramente incompatible con las nuevas relaciones de dominación y subordinación de clase aunque, significativamente, el capital había retenido las formas más extremas de poder autoritario y dictatorial para sus estados de emergencia intermitentes. Pero independientemente de eso, hasta las variedades normales de las formaciones de Estado del capital siguieron siendo siempre sumamente problemáticas, respecto a la alienación —estructuralmente arraigada— a la inmensa mayoría del pueblo del poder de tomar decisiones sustantivas. Las grandes masas del pueblo recibían tan sólo derechos formales (como el de depositar un trozo de papel en la urna electoral una vez cada cuatro o cinco años), cuyo anhelado impacto podía ser anulado sin ninguna dificultad por el funcionamiento real del Estado, incluso sin la institución de sus estados de emergencia. Así, cuando el Estado liberal restringe el proceso de la toma de decisiones políticas a los pocos escogidos, a pesar de llamarlos los muchos (en interés de la mistificación), en realidad excluye a las masas, por definición, del proceso de toma de decisiones efectivo. Al mismo tiempo, convierte en virtud el procedimiento adoptado de la exclusión institucionalizada al conferirle el título de noble sonido pero totalmente dudoso de «gobierno representativo» —que se supone se ajusta a la perfección a los pretendidos ideales de «libertad» y «democracia»— a la determinación real subyacente de la toma de decisiones. Naturalmente, la verdad desnuda del asunto es que quienes determinan el resultado general de la toma de decisiones no son ni los muchos ni los obedientes pocos, sino los imperativos estructurales del capital. Porque el capital, como la fuerza extraparlamentaria por excelencia, domina totalmente tanto desde afuera —y en consecuencia (gracias al reconocimiento «realista» de las obligantes premisas prácticas del propio sistema del capital por parte de los bandos que participan consensualmente atemorizados por el poder social del capital, encarnado directamente en las incontables unidades reproductivas materiales del metabolismo social)— como desde dentro la toma de decisiones política, estrechamente institucionalizada y casi siempre formal/maquinal, también en su variedad liberal parlamentaria, incluidos, por supuesto, los estados socialdemócratas. Por eso el cambio intermitente de democracia liberal a formas autoritarias de dominio político no le representa ningún problema real a las per-

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sonificaciones del capital. Max Weber, que (gracias a su mito espurio de la «neutralidad del valor», Wertfreiheit) es un ídolo del liberalismo y de su «democracia» al servicio de sí misma, constituye un buen caso pertinente. Lukács nos recordaba el hecho de que Al igual que los ingleses o los franceses, pensaba Weber, los alemanes podrían convertirse en una «raza dominadora» sólo en una democracia. Por ende, en aras de lograr los objetivos imperiales de Alemania, debía darse internamente una democratización que fuese todo lo lejos que resultase necesario para la realización de esos objetivos157.

En cuanto a lo que Max Weber quería dar a entender realmente como «democratización interna», en sintonía total con sus credenciales liberales al servicio de los intereses de una «raza dominante» alemana imperialista, Lukács citó también una conversación que tuvo lugar después de la Primera Guerra Mundial entre Weber y la figura de ala derecha radical, el general Ludendorff, jefe de Estado Mayor de Hindenburg y uno de los primeros paladines de Hitler. Estas fueron las palabras de Weber, como lo reporta no algún crítico hostil sino su viuda Marianne Weber: En democracia el pueblo elige como su líder a un hombre en el que confía. Entonces el elegido dice «¡Ahora a callar y obedecer!». Ni el pueblo ni los partidos pueden contradecirlo (…) Después le toca al pueblo juzgar: si el líder ha errado, entonces a la picota con él158.

Y Lukács agregó acertadamente: «No nos sorprende que Ludendorff dijese ante eso: “¡Me gusta como suena esa democracia!”. Así, la idea de democracia de Weber caía en un cesarismo bonapartista»159. No se trata de aberraciones corregibles, para enmendar mediante la argumentación razonada —es decir, mediante la «política del entendimiento» que Merleau-Ponty oponía míticamente en su Aventuras de la dialéctica a Marx y al marxismo en nombre del «liberalismo heroico» de Max Weber—. En este respecto los correctivos sólo pueden atenerse a consideraciones parciales, atadas a las circunstancias, y no a los intereses y las orientaciones claves de la formación del Estado liberal. En este sentido parcial la propugnación de Weber de una «democracia interna» como la senda para el esperado éxito de la competidora «raza dominante» imperialista alemana, sobre el modelo de los imperialismos inglés y francés 445

en ese entonces altamente exitosos160, no hacía más que señalar las diferencias en las circunstancias históricas cuya «rectificación» intentada más tarde por Hitler —admirado pionera y reveladoramente por Ludendorff— tomó la forma de la Segunda Guerra Mundial y no la de «la política del entendimiento». El punto importante es que la exclusión radical de las masas del poder de tomar decisiones sustantivas —para ser ejercido, de ser posible, sin generar demasiado conflicto— constituye un requerimiento absoluto del sistema del capital. Es instituida de la mejor manera practicable precisamente por la formación del Estado liberal, que reserva sus formas mucho más inestables de su dominio político autoritario directo —una expectativa siempre presente en su horizonte final— para sus estados de emergencia más o menos duraderos, pero en principio transitorios. Ese requerimiento absoluto de exclusión radical tenía que ser mantenido siempre en todos los niveles del sistema jerárquico de toma de decisiones afianzado estructuralmente del capital, desde las unidades reproductivas materiales directas hasta los niveles más altos de la legislatura estatal, porque a las mediaciones de segundo orden antagónicas del capital no les sería posible prevalecer sin él. La idea de manejar las unidades reproductivas materiales del sistema sobre la base del «autoritarismo de la fábrica», como debe hacerlo siempre el modo de control metabólico social establecido del capital, y al mismo tiempo dirigiendo la estructura de mando general de la toma de decisiones políticas en el contraste más abierto posible con él, en pleno acuerdo con los principios sustantivos de la democracia genuina «por y para el pueblo», no podía ser considerada más que como un absurdo flagrante.

EL gran desafío para el futuro es corregir todo eso en el interés de realizar el único modo históricamente viable de toma de decisiones sustantivas por parte del cuerpo social en su conjunto. Porque, obviamente, la institución de un modo de mediación no antagónico resulta inconcebible, por cuanto las grandes masas del pueblo se ven excluidas radicalmente de toda toma de decisión significativa (que en este contexto equivale a sustantiva). La práctica de la participación estrictamente formal del pueblo en los rituales electorales —no hay que olvidar el hecho de que también ese

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tipo de participación le es negada categóricamente durante los siguientes cuatro o cinco años, si bien no con el abierto cinismo del «¡ahora a callar y obedecer!» de Max Weber— constituye un sustituto muy pobre de los requerimientos de la toma de decisiones sustantivas. Sin duda, la «forma histórica nueva» es inconcebible sin el ejercicio de la toma de decisiones sustantivas por parte de los productores libremente asociados como un cuerpo social verdaderamente cooperativo. Resulta igualmente inconcebible, al contrario de lo que afirman las fantasías reformistas, que las grandes masas del pueblo obtengan ese poder de toma de decisiones sustantivas como una concesión que les confieran onerosamente las interesadas personificaciones del capital. Tienen que conquistarlo «por y para sí mismos», con la ayuda del desarrollo de las formas organizacionales necesarias mediante las cuales se torna posible la intervención más radical en el proceso histórico en desenvolvimiento. Por eso Marx insistía desde un comienzo en que sin el desarrollo de la «conciencia de masa comunista» no será posible afrontar el gran desafío histórico que afecta directamente las expectativas de supervivencia de la humanidad161.Y juzgaba así la importancia de la conciencia comunista en escala de masas: El comunismo no es para nosotros un estado de cosas que se deba establecer, un ideal al que la realidad tendrá que ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento real que abolirá el presente estado de cosas162.

Tanto para la producción de esa conciencia comunista en una escala de masas como para el éxito de la causa misma, se hace necesario el cambio de los hombres en escala de masas, un cambio que sólo puede darse en un movimiento práctico, una revolución: la revolución es necesaria, entonces, no sólo porque la clase dominante no puede ser derrocada de ninguna otra manera, sino además porque la clase que la derroque sólo en una revolución podrá tener éxito en sacarse de encima toda la inmundicia acumulada durante siglos y volverse apta para fundar una sociedad nueva163. Como sabemos, debido a las circunstancias históricas del régimen autoritario al extremo que gobernaba en la Rusia zarista en tiempos de Lenin antes de la revolución de octubre de 1917, tuvo que constituir a un partido como una organización política de tipo vanguardista, capaz de

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sobrevivir y extender la influencia bajo las condiciones de clandestinidad más severas. Y también más tarde, como lo explicó Gramsci en su obra sobre «el príncipe moderno», escrita en una cárcel de Mussolini, la relación de fuerzas prevaleciente en la Italia fascista —y luego también en la Alemania nazi— de nuevo hizo extremadamente difícil concebir la formación de una organización política revolucionaria orientada hacia la visión estratégica marxiana del desarrollo de una «conciencia de masas comunista». Más aún, si pensamos en lo que ocurrió realmente en el pasado más reciente tanto en el partido leninista en Rusia como en el partido de Gramsci en Italia, es difícil rehuir la conclusión de que el programa marxiano «para la producción en una escala de masas de una conciencia comunista» sigue siendo un gran desafío para el futuro. Ciertamente, para hacer aún peores las cosas en ese respecto, entre varios de los pequeños grupos radicales que tratan de permanecer fieles a la idea de la transformación revolucionaria, a pesar de las amargas decepciones del pasado, existe la tendencia a descartar, con sectaria cerrazón, el programa de constituir un movimiento socialista de masas como «populismo» y «espontaneísmo» inaceptables. Así, también a ese respecto queda mucho por clarificar y corregir. Porque resultaría muy ingenuo imaginar que el sistema de mediaciones no antagónicas requerido pueda ser instituido y mantenido exitosamente como la alternativa hegemónica de la forma histórica nueva a la destructividad del orden establecido, sin la participación más activa de las grandes masas del pueblo. Habría que tener en mente de manera constante que «La interrelación universal moderna no puede ser controlada por los individuos, a menos que la controlen todos ellos»164. El punto final por establecer es que cuando pensamos en los valores sustantivos vitales requeridos por el sistema cualitativamente diferente de mediaciones no antagónicas, en conjunción con la igualdad real, inevitablemente pasa a primer plano la importancia de la solidaridad, en vista de los agudos peligros de nuestras condiciones presentes, ésta tiene que asumir la forma de una solidaridad internacional, como el necesario principio orientador y marco operativo para el intercambio positivo por parte de los individuos sociales libremente asociados entre ellos mismos, en un orden reproductivo globalmente entrelazado. Los Estados naciones fueron siempre una parte integral del sistema de mediaciones antagónicas

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del capital, chocando regularmente entre sí del modo más destructivo, con particular gravedad en las dos guerras mundiales del siglo XX. Constituye uno de los grandes fracasos históricos del capital como sistema de control metabólico social que —en contradicción directa con su inexorable tendencia a la integración económica global— en el plano político no se haya podido originar el Estado del sistema del capital como totalidad. Sólo pudo ofrecer un implacable sustituto de él en forma de la supremacía imperialista moderna a partir del último tercio del siglo XIX. Y ello tenía que resultar en la dominación más inestable, siempre a costa de una devastación monumental que presagia, en la eventualidad de una nueva conflagración global, la destrucción total de la humanidad. El tan propagandizado proceso de «globalización» en nuestro tiempo no resolvió —y no podía hacerlo ninguno de los fatídicos antagonismos subyacentes del inicuo sistema de los Estados naciones establecido desde hace mucho tiempo. La globalización capitalista hoy agresivamente promocionadas bajo la hegemonía de Estados Unidos constituye otro intento definitivamente condenado al fracaso de imponerle el «estado del sistema del capital como tal» al resto del mundo165, sin hacer ningún esfuerzo por resolver las graves iniquidades y penurias nacionales históricamente creadas y persistentes. Sólo la institución exitosa del sistema de mediaciones no antagónicas, como la alternativa hegemónica de la nueva forma histórica del orden del capital hoy dominante, puede mostrar el camino de salida de esos peligrosos antagonismos. Porque ellos no pueden ser superados sin una interrelación plenamente equitativa de solidaridad sustantiva entre los individuos sociales libremente asociados, y entre sus países, en forma de su solidaridad internacional genuina, capaz de enfrentarse positivamente a los fracasos del pasado. Es ésa la única expectativa históricamente sustentable para el futuro.

NOTAS

1. Carlos Marx, A Contribution to the Critique of Political Economy, Lawrence & Wishart, Londres, 1971, p. 21. 449

2. Marx habla al respecto acerca de «una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella la privación, la carencia, simplemente se generalizará, y con la carencia se reiniciará la lucha por las necesidades, y obligatoriamente se restaurará el viejo negocio asqueroso». C. Marx y F. Engels, Collected Works [MECW], International Publishers, Nueva York, vol. 5, 1976, p. 49. 3. C. Marx, A Contribution to the Critique…, ob. cit., p. 21. 4. C. Marx, «Tesis sobre Fuerbach», Nº 3. 5. MECW, vol. 5, p. 52. 6. Ibíd. 7. Ibíd. p. 87. 8. Ver mi libro Marx’s Theory of Alienation, publicado por primera vez por The Merlin Press, Londres, 1970. 9. Para una consideración más en detalle de esos problemas, ver el Capítulo 4 de mi libro Más allá del capital, especialmente las páginas 123-135 y 151-161. 10. C. Marx, A Contribution to the Critique…, p. 20. 11. Ibíd., p. 21. 12. Adam Smith, The Wealth of Nations, Adam y Charles Black, Edinburgo, 1863, p. 273. 13. G.W.F. Hegel, Philosophy of Right, p. 222. Hay hasta un toque de cinismo respecto a las funciones destructivas reales del «Estado ético», incluida la idealización de sus guerras cuando —mofándose de la ilusa proyección de Kant de una «paz eterna»— concluye que «la corrupción de las naciones sería el producto de la paz prolongada, y mucho más si “perpetua”». Ibíd., p. 210. 14. John Stuart Mill, Principles of Political Economy, pp. 199-200. 15. C. Marx, Grundrisse, pp. 832-833. 16. Conclusión de Marx a su 11ª tesis sobre Feuerbach. 17. C. Marx, Grundrisse, p. 172. 18. Ibíd., pp. 171-172. 19. Es aquí donde podemos ver la relevancia de la crítica abierta que le hace Marx a la antidialéctica oposición entre ambas. 20. Ibíd., pp. 83-84. 21. Marx describe el proceso de centralización del capital como la expropiación de la mayoría de los capitalistas por una minoría, subrayando al mismo tiempo también las implicaciones de largo alcance de ese proceso para la socialización de la producción en una escala global. Lo plantea así: «Esa expropiación es cumplida gracias a la acción de las leyes inmanentes de la propia producción capitalista, gracias a la centralización del capital. Un capitalista matará siempre a muchos. De la mano de esa centralización, o de esa expropiación de los muchos capitalistas por unos pocos, se desarrolla en una escala cada vez más amplia la forma cooperativa del proceso del trabajo, la aplicación técnica consciente de la ciencia, el cultivo metódico del suelo, la transforma-

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22. 23.

24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46.

ción de los instrumentos de trabajo en instrumentos de trabajo que sólo pueden ser utilizados en común, la economización de todos los medios de producción al utilizarlos como medios de producción del trabajo socializado, combinado; la captura de todos los pueblos en la red del mercado mundial, y con eso el carácter internacional del régimen capitalista». C. Marx, Capital, vol. 1, p. 763. C. Marx, Grundrisse, p. 108. Como lo expuso Marx en los Grundrisse: «El carácter comunal de la producción convertiría de partida al producto en un producto general, comunal. El intercambio que originalmente tiene lugar en la producción —que no sería un intercambio de valores de cambio sino de actividades determinadas por las necesidades y los propósitos comunales— incluiría de partida la participación de los individuos en el mundo comunal de los productos». C. Marx, Economic and Philosophical Manuscripts of 1844, Lawrene and Wishart, Londres, 1959, pp. 162-163. Las cursivas son de Marx. Ibíd., pp. 152-153. Las cursivas son de Marx. Ibíd., pp. 149-150. Las cursivas son de Marx. C. Marx, «Segunda tesis sobre Feuerbach». Las cursivas son de Marx. G.W.F. Hegel, The Science of Logic, George Allen & Unwin, Londres, 1929, vol. 1, p. 40. C. Marx, Carta a Engels, 25 de marzo de 1868. G.W.F. Hegel, Logic: Part One of the Encyclopaedia of the Philosophic Sciences (de aquí en adelante abreviado como Hegel, Logic), Clarendon Press, Oxford, 1975, p. 8. Ibíd., p. 10. Ibíd., p. 20. G.W.F. Hegel, Philosophy of History, p. 43. Ibíd., p. 44. Ibíd. Hegel, Logic, p. 275. Ibíd., pp. 276-277. C. Marx, A Contribution to the Critique of Political Economy, ob. cit., p. 21. G.W.F. Hegel, The Phenomenology of Mind, George Allen & Unwin, Londres, 1949, p. 129. G.W.F. Hegel, Philosophy of History, p. 103. G.W.F. Hegel, ibíd., p. 457. G.W.F. Hegel, Logic, pp. 272-3. MECW, vol. 5, p. 48. Ibíd., pp. 47-48. Ibíd., p. 43. Las cursivas son de Marx. Ibíd., p. 42.

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47. Ibíd., p. 28. Las cursivas son de Marx. 48. MECW, vol. 5, p. 92. 49. C. Marx, Economic and Philosophical Manuscripts…, pp. 110-111. Las cursivas son de Marx. 50. MECW, vol. 5, p. 35. 51. Ibíd., p. 41. 52. Georg Lukács, History and Class Consciousness, The Merlin Press, Londres, 1971, p. 217. 53. Él resumió sus críticas en el extenso «Prefacio» que escribió en 1967 para la nueva edición de Historia y conciencia de clase. 54. Publicada por primera vez en 1955 por Gallimard. 55. G. Lukács, History and Class Consciousness, p. 199. 56. El lector interesado puede hallar un estudio detallado de Historia y conciencia de clase de Lukács en mi libro Más allá del capital. 57. C. Marx, Pre-capitalist Economic Formations, Lawrence and Wishart, Londres, 1964, pp. 85-87. En la edición Penguin de los Grundrisse, pp. 488-490. 58. G.W.F. Hegel, The Phenomenology of Mind, ob. cit., p. 145. 59. Ibíd., pp. 142-145. 60. Marx, Capital, vol. 1, p. 72. 61. Ibíd., p. 73. 62. Ibíd., p. 75. 63. Ibíd., p. 80. 64. C. Marx, A Contribution to the Critique of Political Economy, p. 20. 65. C. Marx, Capital, vol. 1, p. 81. 66. Baste recordar a este respecto la utilización reaccionaria que le da Hayek a la obra de Adam Smith en sus escritos adoctrinadores, como El camino a la servidumbre. 67. C. Marx, Capital, vol. 1, pp. 80-81. 68. Ibíd., p. 92. 69. Ibíd., pp. 92-93. 70. Ver la Introducción de C. Marx a los Grundrisse. 71. C. Marx, Capital, vol. 1., p. 86. 72. Ibíd., pp. 87-88. 73. C. Marx, Grundrisse, pp. 277-278. 74. Ibíd., p. 277. 75. Ibíd., p. 278. 76. Ibíd. Edward Gibbon Wakefield (1796-1862) es autor de Una visión del arte de la colonización, con referencia en el presente al Imperio Británico, Londres, 1849. Proponía que el gobierno debía reservarse para sí tierras en las colonias, y fijarles un precio más elevado que el prevaleciente en el mercado abierto.

452

77. C. Marx, Economic Works: 1861-1864, en MECW, vol. 34, p 109. Las cursivas son de Marx. 78. Ibíd., p. 429. 79. Adam Smith, The Wealth of Nations…, p. 273. 80. C. Marx, Economic and Philosophical Manuscripts of 1844, p. 152. Las cursivas son de Marx. 81. C. Marx, Capital, vol. 1, p. 81. 82. C. Marx, Grundrisse, pp. 105-106. 83. Henry Home (Lord Kames), Loose Hints upon Education, chiefly concerning the Culture of the Heart, Edimburgo y Londres, (s. ed.), 1781, p. 284. 84. Ibíd., p. 257. 85. En este respecto Marx destacaba que «Fue un inmenso paso adelante para Adam Smith rechazar toda especificación limitante de la actividad de crear riqueza: no solamente el trabajo fabril, o comercial, o agrícola, sino todos ellos, el trabajo en general. (…) Por lo común, las abstracciones más generales surgen tan sólo en medio del desarrollo concreto más rico posible, en el que una cosa aparece como común a muchas, a todas. Entonces ya no puede concebírsela en forma nada más particular. (…) La indiferencia para con los trabajos específicos se corresponde con una forma de sociedad en la que los individuos pueden cambiarse de un trabajo a otro con facilidad, y en la que el tipo específico resulta para ellos cosa de la oportunidad, algo que les es indiferente. No solamente el trabajo como categoría, sino el trabajo como realidad, se ha convertido aquí en el medio de crear riqueza en general, y ha dejado de estar vinculado orgánicamente con los individuos particulares en cualquier forma específica». C. Marx, Grundrisse, p. 104. 86. MECW, Vol. 11, pp. 106-107. 87. Como lo reportaba recientemente en Monthly Review un artículo sobre una conferencia en Beijing, algunos participantes chinos argumentaban que «Cuando una empresa de propiedad estatal se convierte en corporación de capitales con muchos accionistas, representa la socialización de la propiedad como la describieron Marx y Engels, puesto que la propiedad pasa de un solo propietario a un gran número de ellos [entre otros, tal cosa la afirmaba alguien perteneciente a la Escuela Central del Partido]. Si las empresas de propiedad estatal son convertidas en corporaciones de capitales y a los empleados se les otorgan algunas acciones, entonces eso equivaldría al “objetivo de la propiedad privada de Marx”. Cuando nos ocupemos de las empresas de propiedad estatal deberemos seguir las “normas internacionales” y establecer un “sistema de derechos de propiedad moderno”. [Como en la Unión Soviética y la Europa Oriental a finales de los 80, los términos que vemos en las citas eran meros eufemismos para las normas y derechos de la sociedad capitalista.] Las empresas pueden ser eficientes en nuestra economía de mercado socialista sólo si son de propiedad privada. [Esta

453

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afirmación, coreada por varios, proviene directamente de la teoría económica “neoclásica” occidental]». David Kotz, «The State of Oficial Marxism in China Today», Monthly Review, vol. 59, Nº 4, septiembre de 2007, pp. 60-61. C. Marx, Grundrisse, p. 512. Ibíd., p. 303. Las cursivas son de Marx. Los escritos socialistas a los que se refiere Marx son John Gray, The Social System, p. 36, y J.F. Bray, Labour’s Wrongs, pp. 157-176. Marx, Economic Works: 1861-64, en MECW, vol. 34, p. 422. Las cursivas son de Marx. Ver en particular las secciones 17.2 (»El socialismo en un solo país»), 17.3 («El fracaso de la desestalinización y el colapso del socialismo realmente existente»), y 17.4 («El intentado viraje de la extracción política a la extracción económica del plustrabajo: glasnost y perestroika sin el pueblo») de Más allá del capital, pp. 718-774. Ver, por ejemplo, los escritos de Ricardo Antunes —incluido Adeus ao trabalho? (Cortez, São Paulo, 1995) y Os sentidos do trabalho (Boitempo, Sao Paulo, 1999)— sobre el particular. Vadim Medvedev, «The Ideology of Perestroika», en Perestroika Annual, vol. 2, editado por Abel Aganbegyan, Futura/Macdonald, Londres, 1989, p. 32. C. Marx, Grundrisse, p. 172. Ibíd., p. 105. Para un estudio y valoración amplios del utilitarismo, ver Catherine Audard (editor), Anthologie historique et critique de l’utilitarisme, Presses Universitaires de France, París, 1999, vol. 1: Jeremy Bentham et ses précurseurs, 1711-1832, 340 páginas; vol. 2: L’utilitarisme victorien, John Stuart Mill, Henry Sidgwick et G.E. Moore, 278 páginas; vol. 3: Thèmes et débats de l’utilitarisme contemporaine, 371 páginas. Las promesas posteriores a la Segunda Guerra Mundial de mejorar definitivamente las condiciones dolorosamente inicuas de la existencia para la inmensa mayoría del pueblo, incluso en el puñado de países capitalistamente más privilegiados, gracias a las beneficiosas políticas redistribucionistas tan cacareadas pero nunca seriamente implementadas del «Estado de Bienestar», resultaron ser totalmente vacías. Para citar las palabras de crítica de un antiguo dirigente del Nuevo Partido Demócrata del Canadá: «En un momento en el que el ingreso familiar promedio [en Canadá] ha descendido realmente a unos 4.000 dólares (entre 1989 y 1996 para familias con hijos por encima de los dieciocho años), y el del 10% de los más ricos ha escalado hasta llegar a equivaler a 314 veces el del 10% de los más pobres, se da el discurso de Alicia en el País de las Maravillas de la cohesión social. (…) Hay hoy mucha gente en los países angloamericanos que emplean los términos “comunidad” y “cohesión” de la manera como los neoconservadores se apropiaron una vez de “valores de la familia”: expresiones refinadas que pueden disfrazar o encubrir la desigualdad brutal». Edward Broadbent, «Ten Propositions about Equality and Democracy», en Democratic Equality: What Went Wrong?, editado por Edward Broadbent, University of Toronto Press, Toronto,

2001, pp. 10-11. 98. Immanuel Kant, «Theory and Practice: Concerning the Common Saying: This May Be True in Theory But Does Not Apply to Practice», en Carl J. Friedrich (ed.), Immanuel Kant’s Moral and Political Writings, Random House, Nueva York, 1949, pp. 417-418. 99. Ver su libro Full Employment in a Free Society, 2º edición, Londres, 1960. 100. Las dos últimas citas fueron extraídas de C. Marx y F. Engels, Manifesto of the Communist Party, en Carlos Marx y Federico Engels, Selected Works, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1958, vol. 1, p. 37. 101. Ibíd., p. 39. 102. C. Marx, Grundrisse, pp. 92-94. 103. Ibíd., p. 270. 104. Para una consideración detallada de esos problemas ver «La activación de los límites absolutos del capital», Capítulo 5 de mi libro Más allá del capital, pp. 163-289. 105. El «Memorando sobre la reforma de la ley de los pobres», ya estudiado en el Capítulo 6, a pesar de su extremada brutalidad y crueldad representaba una etapa más avanzada del desarrollo del capital, en la que —gracias a la expansión colonial y a la manufactura en expansión— había una demanda potencial considerablemente mayor de «pobres trabajadores» para ser absorbidos productivamente, y con vida, que en la época de Enrique VIII. Por ello la medida de «exterminio/ejecución» pudo ser aplicada rara vez, aunque las alternativas recomendadas por Locke —meter a los niños mayores de tres años en escuelas-talleres obligatorias, y convertir en esclavos a los «mendigos» trasgresores, habiéndoles desorejado previamente y con una marca sobre la frente, así como trasladarlos a las colonias, etcétera— no eran en modo alguno recursos liberales muy joviales. 106. Como insistía Hegel, «con leyes firmemente establecidas, y una estable organización del Estado, lo que le queda al único arbitrio del monarca no es gran cosa en lo sustancial. Resulta con certeza una circunstancia muy afortunada para la nación cuando le toca en suerte un soberano de noble carácter; mas en el caso de un gran Estado incluso eso no constituye nada memorable, puesto que su fortaleza reside en la Razón que se ha incorporado». G.W.F. Hegel, Philosophy of History, p. 456. 107. Ver al respecto los libros ya clásicos de Harry Magdoff: The Age of Imperialism: The Economics of U.S. Foreign Policy, Nueva York, 1969, e Imperialism: From the Colonial Age to the Present, Nueva York, 1978, y también un libro igualmente iluminador, en coautoría con Paul Baran y P.M. Sweezy: Monopoly Capital, Nueva York, 1966. 108. Como el de que Saddam Hussein tenía «armas de destrucción en masa ya listas para ser lanzadas contra Occidente en cuarenta y cinco minutos», tal cual lo debatió y lo aceptó (con ambos ojos cerrados) el parlamento inglés de Tony Blair.

455

109. C. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts…, ob. cit., p. 129. Las cursivas son de Marx. 110. Naturalmente, los capitalistas y los trabajadores interiorizan el imperativo autoexpansionista del orden establecido de maneras muy distintas. Si no lo hiciesen así no podrían ser portadores, en sus confrontaciones, de las alternativas hegemónicas opuestas pero en principio históricamente sustentables. Sin embargo, en esos conflictos existe también un rasgo común. Es la falsa apariencia de vicisitudes meramente individualistas contra la realidad de las determinaciones objetivas. Por parte del capital, en sintonía con el carácter centrífugo de los microscosmos del sistema, es la necesidad de conflictos llevados adelante entre capitalistas individuales con el propósito de ganar para sí ventaja relativa como capitalistas más viables que sus competidores del mismo bando. Porque ellos tienen que asegurar su posición en el orden reproductivo social general sobre una base cuya medición real es el éxito a largo plazo, como unidades productivas estructuralmente viables, en su confrontación antagónica fundamental con la clase alternativa hegemónica. En otras palabras, en el análisis final la lucha por la ventaja relativa entre los capitalistas particulares es llevada adelante con el propósito fundamental de asegurar y salvaguardar una ventaja absoluta y una dominación permanente de la clase capitalista sobre el trabajo. Es por eso que el postulado proyectado ideológicamente de la solidaridad de clase sin divisiones entre la totalidad de las personificaciones del capital pertenece al dominio de los cuentos de hadas, y allí deberá permanecer también en el futuro. Por otra parte, los conflictos entre los propios trabajadores son inherentes a las condiciones bajo las que ellos tienen que enfrentarse al poder organizado del capital y asegurarse el trabajo como individuos más o menos aislados. Marx reconocía eso cuando afirmaba que «La competencia separa a los individuos, no solamente a los burgueses sino más aún a los trabajadores, a pesar del hecho de que los reúne. (…) Por ello todo poder organizado que se sostenga en contra de esos individuos aislados, que viven en condiciones que reproducen a diario ese aislamiento, sólo puede ser derrocado luego de luchas prolongadas. Pretender lo contrario equivaldría a exigir que la competencia no existiese en esta época definida de la historia, o que los individuos borren de sus mentes las condiciones sobre las cuales, en su aislamiento, no tienen ningún control» (MECW, vol. 5, p. 75). Evidentemente, entonces, el éxito mezquinamente competitivo obtenido por los trabajadores individuales en contra de otros trabajadores debido a la interiorización, en un momento dado, de las condiciones de subordinación estructural al capital exitosamente productivo, nada tiene que ver con algún inextirpable egotismo determinado por su propia naturaleza, como lo sugieren las teorías de la «sociedad civil». Constituye una respuesta problemática pero entendible al poder del capital, que no puede ser derrocado sin la organización consciente de los trabajadores en procu-

456

ra, no de una ventaja competitiva menor sino de la institución de su propio orden reproductivo alternativo: un desafío fundamental. Así, lo que aparenta ser una característica inherentemente egoísta en la conducta de los trabajadores no constituye una determinación causal que se origine por sí misma. Por el contrario, es la consecuencia de su dominación impuesta estructuralmente por el sistema del capital, históricamente cambiable. 111. John Locke, Two Treatises of Civil Government, Libro I, parágrafo 45. 112. Argumentaba que «Si descubre algo que tenga el uso y el valor del dinero entre sus vecinos, veréis como ese mismo hombre empezará a incrementar sus posesiones». Ibíd., Libro I, parágrafo 49. 113. Ibíd., Libro I, parágrafo 50. 114. Ibíd., Libro II, parágrafo 119. 115. C. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts…, ob. cit., pp. 111-2. Las cursivas son de Marx. 116. Ibíd., p. 104. 117. Ibíd. Las cursivas son de Marx. 118. Ibíd., p. 104. las cursivas son de Marx. 119. Ibíd., p. 105. las cursivas son de Marx. 120. Ibíd., pp. 111-112. 121. MECW, vol. 5, p. 49. 122. Paracelso, Selected Writings, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1851, p. 176. 123. Paracelso, Leben un Lebensweisheit in Selbstzeugnissen, Reclam Verlag, Leipzig, 1956, p. 134. 124. C. Marx, Economic and Philosophical Manuscripts…, p. 99. 125. Ibíd. 126. Ibíd. Las cursivas son de Marx. 127. Ibíd., pp. 111-112. 128. He estudiado esos problemas en considerable detalle en mi libro El desafío y la carga del tiempo histórico, Vadell Hermanos Editores, Caracas, 2008. Ver en particular el Capítulo 6: «La teoría económica y la política: más allá del capital» (pp. 181206), y el Capítulo 9: «El socialismo en el siglo XXI» (pp. 249-354). 129. C. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts…, p. 114. Las cursivas son de Marx. 130. Ver Immanuel Kant, «Theory and Practica Concerning the Common Saying:…, ob. cit., pp. 417-418. Obviamente, el valor de la libertad requiere de tanta determinación sustantiva de su naturaleza plausible en el orden reproductivo socialista como el de la igualdad. 131. Ver el pasaje citado en la p. 456, Philosophy of History, de Hegel. 132. Ver un estudio en detalle de este problema en «La crisis estructural de la política», en el Capítulo 10 de mi libro El desafío y la carga del tiempo histórico, ob. cit.,

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133. 134. 135. 136. 137. 138. 139. 140. 141.

142. 143. 144. 145. 146. 147. 148. 149. 150. 151. 152. 153.

458

pp. 389-408. En inglés, The Challenge and Burden of Historical Time, Monthly Review Press, Nueva York, 2008. Ver también «Alternativa al parlamentarismo: la unificación de la reproducción material y la esfera política», Sección 7 del Capítulo 9 del mismo libro, pp. 308-328. C. Marx, Critique of Hegel’s Philosophy of Right, Cambridge University Press, 1970, p. 54. Ibíd., p. 96. Ibíd., p. 85. Ibíd., pp. 88-89. Ver Irving Fetscher, «Marxismusstudien», en Soviet Survey, Nº 33, julio-septiembre de 1960, p. 88. Jean Hyppolite, Études sur Marx et Hegel, Librairie Marcel Rivière & Cie, París, 1955, p. 101. Georg Lukács, History and Class Consciousness, ob. cit., p. XXXVI. Ver el muy celebrado libro de Maurice Merleau-Ponty, Les aventures de la dialectique, Gallimard, París, 1955. Ver una consideración plenamente documentada de su puesta en retirada en «Merleau-Ponty y la “Liga de la esperanza abandonada”», en las páginas 161-167 de mi libro The Power of Ideology. C. Marx, Economic and Philosophic Manuscripts…, pp. 139-141. Las cursivas son de Marx. Colón en su carta desde Jamaica, 1503. C. Marx, Capital, vol. 1, pp. 121-123. J.L. Austin, Philosophical Papers, Clarendon Press, Oxford, 1961, p. 98. «Plus loin avec Claude Lévi-Strauss», una extensa entrevista en L’Express, Nº 1027, 15-21 de marzo de 1971, p. 66. István Mészáros, The Power of Ideology, ob. cit., p. 54. Michel Foucault, The Order of Things, Tavistock Publications, Londres, 1970, p. 385. Ibíd., p. 387. René Descartes, A Discourse on Method, Everyman Edition, Dent and Sons, Londres, 1957, p. XVI. Ibíd., p. 49. «Philosophy and the Crisis of European Man», en Edmund Husserl, Phenomenology and the Crisis of Philosophy, Harper & Row, Nueva York, 1965, p. 168. Para consumar definitivamente la total privación de sus derechos a las clases trabajadoras, la lógica última del sistema parlamentario de los «dos partidos» (es decir, el hoy existente «un solo partido con dos alas derechas») es la formación de «gobiernos de unidad nacional» automáticamente autojustificadores del capital en caso de un estancamiento electoral de envergadura. Alemania ya produjo un buen ejemplo de

154.

155. 156. 157. 158. 159. 160.

ello luego de la derrota del canciller socialdemócrata Schroeder. La mayor profundización de la crisis sistémica del capital podría convertir a esa forma de «democracia parlamentaria» en la regla general coyunturalmente prevaleciente. Es importante recordar aquí que si bien en marzo y abril de 1917 Lenin todavía propugnaba «un Estado sin un ejército en pie, sin una política opuesta al pueblo, sin una oficialidad puesta por encima del pueblo» (Lenin, Collected Works, vol. 23, p. 326. Las cursivas son de Lenin) y proponía «organizar y armar a todos los pobres, los sectores explotados de la población, a fin de que ellos mismos constituyan esos órganos del poder del Estado» (Ibíd., vol. 24, p. 49. Las cursivas son de Lenin), más tarde, sin embargo, sus opiniones cambiaron significativamente bajo las condiciones de un grave estado de emergencia. Hasta qué grado estaba estructuralmente condicionado por el Estado viejo el Estado recién creado, lo reconoció Lenin en estas palabras: «Nos apoderamos de la vieja maquinaria del Estado, y esa fue nuestra desgracia. Muy a menudo esa maquinaria operó en contra nuestra. En 1917, después de que tomamos el poder, los funcionarios del gobierno nos sabotearon. Eso nos atemorizó mucho y les suplicamos: “Por favor, regresen”. Todos regresaron, pero esa fue nuestra desgracia. Ahora tenemos un enorme ejército de empleados gubernamentales, pero carecemos de fuerzas suficientemente educadas para ejercer un control real sobre ellos. En la práctica ocurre a menudo que en la cima, donde ejercemos el poder político, la maquinaria funciona de alguna manera, pero hacia abajo los empleados gubernamentales tienen un control arbitrario y muchas veces lo ejercen de un modo que contrarresta nuestras medidas. En la cima tenemos no sé cuántos, pero en todo caso, pienso, no más de unos pocos miles, y por fuera varias decenas de miles de nuestra propia gente. Abajo, sin embargo, hay cientos de miles de antiguos funcionarios que obtuvimos del Zar y de la sociedad burguesa y que, en parte deliberadamente y en parte inconscientemente, trabajan en contra nuestra» (Ibíd., vol. 23, pp. 428-429). Como sabemos, la situación empeoró con el paso del tiempo, paralelo a la extensión del control arbitrario también en la cima del Estado a través de la consolidación del poder de Stalin, un peligro que ya había percibido Lenin y hasta lo declaró claramente en su famoso «Testamento», pero en vano. C. Marx, Economic and Philisophic Manuscripts…, p. 114. Las cursivas son de Marx. Ver página 400 de este capítulo. Georg Lukács, The Destruction of Reason, Merlin Press, Londres, 1980, p. 609. Marianne Weber, Max Weber, ein Lebensbild, Tübingen, 1926, p. 665. Citado por Lukács en la página 610 de The Destruction of Reason, ya citada. Ibíd. Y hoy día, por supuesto, también el imperialismo norteamericano que conserva la «democracia interna» y la «libertad» como sus puntos de referencia ostensibles, a pesar de todas sus violaciones intentadas, pero hasta ahora parciales, mientras afuera practica sin vacilación principios muy diferentes.

459

161. Ver el pasaje citado en la Nota 7 de este capítulo, en el que Marx afirmaba que, en vista de la creciente destructividad del capital, lo que estaba en juego en la actualidad para los individuos era nada menos que «salvaguardar su vida misma». MECW, vol. 5, p. 87. 162. Ibíd., p. 49. Las cursivas son de Marx. 163. Ibíd., pp. 52-53. 164. Ibíd., p. 88. 165. No debemos olvidar nunca la aseveración del presidente demócrata Clinton ya citada, acerca de que «existe un solo país necesario, los Estados Unidos».

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

3

CAPÍTULO 1

LA ORIENTACIÓN PROGRAMÁTICA HACIA LA CIENCIA

19

«EL DOMINIO DEL HOMBRE SOBRE LA NATURALEZA»

19

BEHAVIORISTAS Y WEBERIANOS

22

LA “SOCIOLOGÍA CIENTÍFICA DE LA CULTURA” DE MANNHEIM

24

LAS VINCULACIONES ESTRUCTURALES DE LA IDEOLOGÍA…

26

CAPÍTULO 2

LA TENDENCIA GENERAL AL FORMALISMO FORMALISMO Y CONFLICTIVIDAD

29 29

LA AFINIDAD ESTRUCTURAL DE LAS INVERSIONES…

37

LA CONCILIACIÓN DE LAS FORMAS IRRACIONALES

40

HOMOGENEIZACIÓN FORMAL/REDUCTORA Y EQUIVALENCIA…

43

LA SUBSTANCIA SOCIAL DE LA RACIONALIDAD OPERACIONAL

46

EL CONCEPTO DE NATURALEZA COMO UNA ABSTRACCIÓN…

49

«RACIONALIDAD FORMAL» E IRRACIONALIDAD SUSTANTIVA

54

CAPÍTULO 3

EL PUNTO DE VISTA DE LA INDIVIDUALIDAD AISLADA CONCEPCIONES DE CONFLICTO Y NATURALEZA HUMANA…

61 61

LA ELEVACIÓN DE LA PARTICULARIDAD AL ESTATUS…

64

LA INVERSIÓN DE LAS RELACIONES ESTRUCTURALES OBJETIVAS

68

CAPÍTULO 4

LA DETERMINACIÓN NEGATIVA DE LA FILOSOFÍA Y LA TEORÍA SOCIAL

73

SUBSTANCIA, SUBJETIVIDAD Y LIBERTAD

73

EL ASPECTO POSITIVO DE LA NEGACIÓN CRÍTICA

75

LA CUANTIFICACIÓN DE LA CALIDAD Y LA LEY DE LA MEDIDA

77

LAS “MEDIACIONES DE LA MEDIACIÓN» DE SEGUNDO ORDEN…

82

FUNCIÓN CONCILIADORA DE «LA NEGATIVIDAD…

85

LA NEGATIVIDAD EN SARTRE Y MARCUSE…

90

CAPÍTULO 5

AUGE Y CAÍDA DE LA TEMPORALIDAD HISTÓRICA LA EXPLICACIÓN HISTÓRICA EN LA ANTIGUA GRECIA… LA “DIVINA PROVIDENCIA” EN LAS FILOSOFÍAS… LA CONCEPCIÓN DE SOCIEDAD CIVIL E HISTORIA DE VICO

97 97 99 104

LOS MODELOS ORGÁNICOS COMO SUSTITUTOS…

108

LAS VICISITUDES DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA EN EL SIGLO XX

111

«NO EXISTEN NI LA NECESIDAD NI LA SIGNIFICACIÓN»

115

«SI ES QUE EL SENTIDO EXISTE, ESCAPA A NUESTRA PERCEPCIÓN»…

127

ANTAGONISMO SOCIAL Y EXPLICACIÓN HISTÓRICA

131

CAPÍTULO 6

DUALISMO Y DICOTOMÍAS EN LA FILOSOFÍA Y EN LA TEORÍA SOCIAL

143

LAS PREMISAS OCULTAS DE LOS SISTEMAS DICOTÓMICOS

143

EL IMPERATIVO FUNCIONAL DE LA EXCLUSIVIDAD OPERACIONAL

145

VALORES DOMINANTES DISFRAZADOS DE COMPLEJOS…

150

LAS RAÍCES IDEOLÓGICAS DEL DUALISMO METODOLÓGICO

154

EL SUJETO INTROSPECTIVO DEL DISCURSO FILOSÓFICO

157

DEL «DUALISMO NO CONCILIADO» AL DUALISMO DE LA CONCILIACIÓN

160

EL APRIORISMO MORALIZANTE AL SERVICIO DEL «ESPÍRITU COMERCIAL»

165

EL PREDOMINIO DEL CONTRAVALOR EN LAS RELACIONES…

171

LA SUPERACIÓN DE LAS DICOTOMÍAS…

182

CAPÍTULO 7

LOS POSTULADOS DE «UNIDAD» Y «UNIVERSALIDAD»

199

LA CIRCULARIDAD INCORREGIBLE Y EL FRACASO DEFINITIVO…

199

«EL PROCESO DEL GÉNERO CON EL INDIVIDUO»…

211

FRAGMENTACIÓN Y «ANHELO DE UNIDAD»

228

«LA VOLUNTAD GENERAL IDEAL…

248

UNIFICACIÓN A TRAVÉS DEL PROCESO…

258

CAPÍTULO 8

EL MÉTODO EN UNA ÉPOCA DE TRANSICIÓN HISTÓRICA

275

LA REORIENTACIÓN MARXIANA DEL MÉTODO

275

DE LA «CIENCIA DE LA LÓGICA» DE HEGEL…

298

LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA

318

LA AUTOCRÍTICA COMO PRINCIPIO METODOLÓGICO

334

LAS REFLEXIONES CATEGORIALES DEL ANTAGONISMO SOCIAL…

357

LOS ASPECTOS METODOLÓGICOS DE LA MEDIACIÓN…

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Este libro se terminó de imprimir en febrero de 2011, en los talleres de la FUNDACIÓN IMPRENTA CULTURAL Caracas, Venezuela. Son 3.000 ejemplares, impresos en Saima Antique 90 gramos. La tipografía utilizada fue Times Ten 11 puntos sobre 14.4 de interlineado.

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