Introducción: Hilando al norte

July 28, 2017 | Autor: A. Gutiérrez Del ... | Categoría: Textiles, Mesoamerican Archaeology, Etnologia, Antropología
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Introducción

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Arturo Gutiérrez del Ángel

El 22 de abril de 1519 arribaron a las arenas de Chalchicueyacan 600 españoles, en lo que hoy es el estado de Veracruz. Después de celebrar una misa y fundar la Villa Rica, Hernán Cortés regaló a los indígenas principales finos textiles, entre los que se encontraban un par de camisas, unos calzones anchos forrados de pliegues, un jubón de raso y terciopelo y dos gorras de grana. Posteriormente los principales condujeron a Cortés ante su tlatúan, quien viendo los presentes no dudó en recibirlo. Por su parte, Cortés demostró su respeto regalándole un sayón de terciopelo, una cinta de oro y una camisa de Holanda. Las noticias de estos bellos objetos llegaron a oídos del huey tlatoani de México, Moctezuma, quien supo de la rareza y maravilla de estos extraños vestidos (Valero 2010: 24). Sin dilatar, Moctezuma le hizo saber a Cortés de la exquisitez de sus bordados, de su arte plumario, de la grandeza de sus textiles, al regalarle joyas y mantas de algodón. Entre ellas se incluían piezas tejidas “de labores” en blanco y negro o con aplicaciones de plumas; otras tenían ruedas negras de plumas que al parecer representaban ojos; otras más se adornaban con “presecillas”; un “sayo de hombre de la tierra de una pieza blanca decorada con una rueda grande de plumas blancas en el centro y de tiras, más aderezadas con plumas y guascasa pardilla y leonada, es decir, con cuero y plumas entretejidas” (2010: 24-25). Si los indígenas quedaron sorprendidos ante los obsequios de los españoles, los españoles no daban crédito del arte textil con el que habían sido agasajados. Tres meses después de este encuentro Cortés entró en Tenochtitlán y observó la grandeza de este pueblo y de los talleres en los que se llevaba a cabo el arte que tanto placer le produjo. La sorpresa de Cortés aumentó aún más al ser nuevamente agasajado con otras ropas, pero en esta ocasión de mayor calidad, a lo cual comentó que “su fuerza superaba a la seda” (2010: 24-25). 11

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Iniciamos la introducción con este corolario histórico para fijar la atención en el valor que el vestido, los textiles, diseños y técnicas tienen como actos comunicativos. El encuentro entre dos mundos, distintos en el espacio, en sangre, en las lenguas, hizo que de una u otra manera estos “otros” se midieran por medio de los colores y materiales presentes en aquellas telas de algodón, de seda, de plumas, de cuero. Este irremediable encuentro sellado por la densidad de significados que media a las partes por el intercambio de textiles, tan condensados en su información como la misma escritura, marcó de cierta manera un “conflicto de dobles” (Guidieri 1987: 42), es decir, la necesidad de reconocer al otro en el misterio e interrogante de quién es aquel que viste y porta tan distintamente, conflicto que acompañaría durante siglos la relación entre europeos y los primeros pobladores del continente americano. Sorprendidos los españoles por las revelaciones de este mundo, Cortés no pudo sino acariciar esos nuevos materiales, diseños y filamentos que eran síntesis del propio universo que lo maravillaba. ¿Ante qué lenguaje simbólico se encontraba? Nada de lo visto le era común. Nada, como lo dice el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo, “podía aprenderse en Salamanca, ni en Boloña ni en París” (Mayor 1996: 9). Debemos aclarar que este libro no es sobre las emociones de Cortés ante las artes mexicanas. Más bien queremos reconocer la importancia que los textiles y sus diseños guardan con la capacidad de mirar al otro mediante sus objetos. Pero este libro tampoco versa exclusivamente sobre los tejidos, sus técnicas y representaciones, sino sobre las implicaciones que en culturas del norte mexicano tiene el hecho del tejer, bordar, hilar y conformar iconografías en una escala social. Información etnográfica generada en estos últimos años ha permitido a los integrantes de este volumen centrarse en un hecho que, de una u otra manera, vuelve común a la mayoría de los casos: los hilos. Si bien la temática no se aborda de manera homogénea por todos los investigadores, pues no todas las culturas conciben igual este hecho, cada trabajo se enfrenta con datos etnográficos relacionados con la existencia humana. De ahí han surgido preguntas, en el nivel tanto emic como etic, sobre lo que significa ser humano en una cultura determinada. Así el hilo, la vestimenta (como lo demuestra Domenici en su texto), los textiles, la iconografía son, de cierta manera, mediadores de relaciones sociales; relaciones que a veces son causales, y entonces los autores lo estudian en procesos 12

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socioambientales o socioeconómicos, en donde la correlación de fuerzas institucionales cohesiona el hecho del tejer en un cauce político, de género, de jerarquías. Otros investigadores se enfocan en los procesos sistémicos presentes en esta trama: textiles que ora dialogan con la organización del cuerpo, ora con la topografía, ora con la cosmogonía. Así, los hilos son estudiados no solo como materia tangible, sino también como factor conceptual que expresa un conjunto de metáforas que tienen como función principal tejer al universo, es decir, crearlo con todos los seres que habitan en él, inseparable de esas otras operaciones metonímicas profundamente integradas en la vida social. Es decir, los hilos, el hecho de tejerlos y el producto obtenido, los textiles y sus diseños, anudan relaciones en la red social mediante procesos claramente mnemotécnicos. De esto dan cuenta los artículos de Davide Domenici, Margarita Valdovinos o Isabel Martínez. Al desplazarse sobre esta temática, varios autores notan que el textil es un encuentro entre las tejedoras y su bagaje cultural o, como dicen los wixaritari, su corazón o conciencia; un encuentro perceptible para el etnógrafo por la relación subjetiva entre las artistas y su producto. De esta relación, que no dudaríamos en calificar de filosófica, tal como lo hacen ver Frances M. Slaney, Érica Merino y Sara Ruth Rosas Mérida, surgen para las artistas –y los etnógrafos las hacen suyas– varias preguntas sobre la propia cotidianidad o los orígenes de la existencia. Sin duda las interrogantes más recurrentes son las que relacionan a estas creadoras en cuanto dadoras de vida con el origen del universo.1 En casi todos los estudios de caso se hace visible la dependencia entre los antepasados, primeros seres de origen no humano, y sus derivados, los que fueron tejidos, es decir, los humanos, quienes aprenden este oficio para continuar el gran textil: el universo como entidad perceptible. En este sentido la operación de tejer es la acción fertilizante; comienza cuando la urdimbre es atravesada perpendicularmente por una lanzadera que desliza hilos en su interior para crear diseños específicos; acción que mueve los hilos para entrelazar los opuestos y crear la esencia misma del universo: la vida. Puede decirse que al hilar un textil se está tejiendo al Debe indicarse que entre los tarahumaras y grupos del suroeste de Estados Unidos existen también tejedores hombres. No obstante, la mayoría de los documentos hacen referencia a tejedoras, por lo que preferimos dejarlo como tal. Es importante tomar en cuenta que este cambio de género en el hecho del tejer seguramente tiene repercusiones importantes en el conjunto de las acciones sociales. 1

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universo primario que descansa a manera de síntesis en una nueva vida, como lo anota Stacy Schaefer en su artículo. Los diseños y temas de la iconografía forman parte de la existencia de este universo, de ahí que, como lo hace ver Aguilera (2011), los significados del cuerpo, del cosmos y de los textiles mantengan una relación de transformación paradigmática; es decir, la comparación de estas ideas puede transparentar la estructura que les da forma. Por ello la iconografía textil, encauce del arduo entrecruce de los hilos, produce un conjunto de relaciones con múltiples interpretaciones que, de una u otra manera, dan forma al contenido de esta obra. Aunque de antemano sabemos que muchos temas aguardan en el tintero, cuatro han operado como epicentros capitulares de este libro: 1. El tejido entre el presente y el pasado: trabajos comparativos; 2. Los hilos como acción ritual; 3. La fuerza de los hilos: el vestido; y 4. La retícula social, sus hilos, sus nudos y redes. Hay que aclarar que los hilos, los textiles y su rica iconografía son clases de objetos comunicativos que exigen ser considerados como tal. Su estudio es competencia de dos campos: la concepción y la conceptualización (Gruzinski 2007: 22). Por ello, este conjunto de clases son la combinación de las formas, los colores, los materiales y superficies que organizan su espacio y la relación con otras figuras y su trasfondo a través de sus contrastes de sombras, luces y tonalidades; se manifiestan mediante sus leyes geométricas elegidas por la cultura a la que pertenecen, al movimiento de la lectura y la densidad de sus mensajes. Como lo hace ver Sabina Aguilera en su artículo, “estas clases de objetos están diseñados para comunicar; su fin es la interacción entre conceptos e ideas con patrones de número, de espacio, de formas de la naturaleza”. Esto implica la solidaridad entre categorías retraídas del entorno; es decir, la iconografía textil y lo que implica su materialización son ordenadores que armonizan la relación entre el hombre y su ecología. Así, este libro centra su atención en la interacción comunicativa entre emisores de ciertos mensajes producidos mediante los hilos y los receptores, diálogo que se establece, por un lado, en un eje vertical entre los humanos y sus ancestros (Ana Paula Pintado, Abel Rodríguez, Héctor Medina); y otro horizontal entre aquellos actores que conforman, regulan y dan forma al gran plexus social (Davide Domenici, Margarita Valdovinos, Frances M. Slaney, Érica Merino, Isabel Martínez), procesos que pueden denominarse como una “filosofía de la praxis” (Descola 2007: 136). 14

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Sea en una u otra vertiente, el tejido es un puente comunicativo con sus propias reglas de interacción que integra la función, el estilo y la técnica textiles (Sabina Aguilera en esta obra) a un sistema cosmogónico mayor que descansa en procesos simbólicos que dialogan con otros procesos económicos, sociales, de parentesco (Bonfiglioli, Gutiérrez del Ángel, Olavarría 2006: 19). De este entrecruce surgen los textiles a manera de una acción comunicativa que expresa, a una escala cognitiva, el conocimiento que un grupo tiene de su existencia y de los demás, es decir, se constituyen como verdaderos modelos reducidos de su universo (Lévi-Strauss 1988). Y estos lazos, sin duda, tienen una profundidad histórica, tal como lo demuestra Jerome M. Levi en su artículo. Sin duda, una de las vertientes más importantes de los textiles es integrar la interacción de estos ejes mediante la acción ritual. Para ello, como bien lo hacen notar en este volumen Stacy Schaefer, Denis Lemaistre, Héctor M. Medina Miranda o Arturo Gutiérrez del Ángel, los textiles fungen como códigos comunicativos que formulan mensajes y posibilitan una relación entre los seres humanos, y de los humanos con seres no humanos. Este hecho es posible en virtud de una disposición paradigmática: el orden del ritual se estructura como el orden de los textiles. Peregrinar y tejer, en una combinación y reducción de significados, se organizan de manera similar, nos dicen Stacy Schaefer y Arturo Gutiérrez del Ángel. Esto queda claro en todos los capítulos de la segunda parte. Así, los diseños textiles remiten a las coreografías, que incluyen en su parafernalia los instrumentos del tejido; los hilos son el camino por el que los peregrinos caminan transformándose en escaleras que dan acceso a los opuestos, tal como las tejedoras lo hacen para diseñar un textil. Mediante la estructura textil apreciamos una acción comunicativa que Houseman denomina “ritual condensation”, definido como “simultaneous existence, within a single sequence of actions, of opposing modes of relationships” (Houseman y Severi 1998: 40). No obstante, como bien lo anotó Beatson: “The evolution of any living system is determined by the type of communication on which it depends” (Houseman y Severi 1998: 40). Es decir, la comunicación mediada por esta estructura depende de un tipo determinado de lenguaje que no puede desprenderse del proceso por el cual llega a convertirse en esto, que sería el capital conceptual que le da forma: las relaciones sociales, la mitología, los ciclos ceremoniales, la salud-enfermedad, los diseños. El telar, los estambres y su hilado, el tejer, bordar y conformar textiles son, por un lado y en el 15

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momento de su creación, receptáculos de ciertas demandas de un individuo con un conocimiento determinado, o una sociedad, con códigos bien establecidos; por otro, son “herramientas votivas” de transmisión entre los creadores de estos mensajes y sus destinatarios, las deidades (eje vertical). Se establece así un nexo entre una iconografía a priori que busca dotar de sentido a las contingencias de la existencia: la vida, la muerte, la lluvia, la salud (eje horizontal), con un marco comunicativo ritual. El hecho de estudiar los hilos y los textiles junto con su rica iconografía ha permitido que los investigadores que participan en este libro incursionen en esta gran área multicultural a la que arbitrariamente denominaremos como Gran Norte. ¿Por qué utilizar este término? ¿Acaso se trata de una gran área cultural o una pluralidad de culturas que no tienen entre sí nada que ver? ¿Desde qué teorías y bajo qué óptica entender esta pluralidad de culturas? En el siguiente apartado ofreceremos un panorama de lo que significa para nosotros este Gran Norte y por qué desarrollar ahí el conjunto de investigaciones de la presente obra.

Este norte deshilado El Gran Norte, término que utilizamos para designar nuestra zona de estudio, no indica necesariamente que se trate de una gran “área cultural”; por el contrario, y como veremos, la pluralidad de culturas y sistemas que se han desenvuelto ahí supera cualquier definición que busque establecer fronteras.2 En el texto “Mitología y ritualidad: un acercamiento comparativo entre los sistemas religiosos de los hopi, los huicholes y los cora” (Gutiérrez del Ángel 2006), nos preguntábamos qué sucedió con los esfuerzos que Walter Fewkes (1893) y Eduard Seler (1901) hicieron a principios del siglo pasado, cuando establecieron relaciones entre el suroeste de Estados Unidos y grupos tanto del occidente mexicano como mexicas. Hemos decidido no incluir un mapa en esta introducción por varias razones. Primero, porque cada mapa, según quien lo elabore, marca un norte distinto dependiendo de la corriente teórica a la que se adscriba y el término clasificatorio a que someta dicho macroespacio. Luego, porque la idea de nuestro norte no necesariamente comulga con un espacio, sino que, como ya lo resaltamos, este norte carece de fronteras políticas precisas. Lo que descubrimos son aquellas ideas que viajan y que entre una cultura y otra se imbrican, reproducen y transforman. 2

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Concluimos que no continuaron con esa tarea más que nada por falta de información etnográfica. No obstante, durante casi todo el siglo pasado los esfuerzos comparativistas quedaron truncados o en manos de arqueólogos como Charles Kelley (1966, 1960), Emille Haury (1938, 1945), Isabel Kelly (1948, 1945) y Beatriz Braniff (1977, 1976, 1975, 1974), quienes sin duda contribuyeron a la comprensión del norte pero que, por esta misma falta de información, no llevaron a cabo estudios integrales e interdisciplinarios. La etnología, por su parte, careció de un discurso propio sobre el norte; quedó aprisionada en una diamantina división de fronteras. Si el norte mexicano no era Mesoamérica sino Oasisamérica y Aridoamérica, como lo definió Paul Kirchhoff, entonces no habría posibilidad de discusión. Pero, entonces, ¿qué hacer con todas aquellas ideas expresadas tanto en los rituales como en las mitologías, que, de una u otra manera, atraviesan desde la Mesoamérica clásica al occidente para alojarse en las culturas del suroeste de Estados Unidos? Y no solo eso, ¿qué hacer con los casos que además establecen relaciones entre sí a manera de verdaderos sistemas que de una cultura a otra se van transformando? Más allá de lo estructuralista que pueda sonar esta afirmación, paradójicamente el mismo Kirchhoff ofreció la respuesta en un artículo de 1954, cuando indicó que las ideas disponen de una libertad que les permite trascender las constricciones de un ambiente específico o de una determinada organización social, a lo cual Kroeber, en su artículo “Comments”, no dudó en darle la razón. En efecto, Fewkes (1893), al estudiar ciertos diseños iconográficos de los grupos pueblos, algunos de ellos relacionados con la lluvia y Tláloc, quiso mostrar una relación de ideas propias de culturas distintas; o bien cuando Seler (1901) estudió el nierika huichol y lo asoció con una máscara hopi y el instrumento para ver Itlachiaya del dios Tezcatlipoca, se refirió, más que a la morfología de los instrumentos, a las concepciones intrínsecas que les sustentan. ¿Qué hacer con estos estudios que por el tiempo en que se hicieron no pudieron más que ser propositivos, pero que durante mucho tiempo a nadie le importó concluir? Pues el norte, para ser sinceros, nunca fue un lugar de estudio “chic”.3

3 Debe indicarse que existen trabajos aislados sobre el norte en universidades y centros de investigación. No obstante, es poco el impacto que ha hecho en la antropología. Falta una evaluación a fondo sobre toda esta bibliografía.

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La respuesta debe buscarse sin duda en la creciente colaboración interdisciplinaria que tuvo su punto de inflexión en 1995 en el Coloquio de la Universidad de Juárez del Estado de Durango, y que derivó en una publicación que homenajeaba a la Dra. Beatriz Braniff, Nómadas y sedentarios en el norte de México (Hers, Mirafuentes, Soto, Vallebueno 2000). El epicentro de la obra es, precisamente, la inconformidad que varios investigadores tenían por el reduccionismo de las áreas culturales norteñas. Para estos investigadores “los límites cronológicos atribuidos tradicionalmente a las diferentes disciplinas de la historia no resultaban pertinentes para abordar el tema de las relaciones entre nómadas y sedentarios en el norte” (Hers, Mirafuentes, Soto, Vallebueno 2000: 16); los autores sugirieron que la cronología norteña debía incluir una “arqueología colonial” en la que se destacaran los impactos de presidios, misiones, reales de minas, zonas de refugio, lugares de constante e intensa interacción entre nómadas y sedentarios, por lo que “las posibilidades de un trabajo interdisciplinario fecundo entre arqueólogos, historiadores y antropólogos son ampliamente prometedoras” (Hers, Mirafuentes, Soto, Vallebueno 2000: 16). Ahora bien, como se sabe, Kirchhoff caracterizó al noroeste y noreste de México como Oasisamérica y Aridoamérica, respectivamente; esta división obedeció al razonamiento de que en Oasisamerica privaron los sedentarios agricultores; mientras que en Aridoamérica, los cazadoresrecolectores. El problema sustancial de esta división es que nadie supuso que entre unos y otros pudieron existir relaciones en niveles diferenciados: “Ni los cazadores-recolectores son necesariamente nómadas ni todos los agricultores son totalmente sedentarios, y entre los extremos ha existido una rica diversidad generalmente relegada” (Hers, Mirafuentes, Soto, Vallebueno 2000: 16). Desde nuestro punto de vista, esta división sin matices posibles produjo estudios daltónicos utilizados más que para determinar las propiedades objetivas de las culturas norteñas, para sostener un discurso que, a la luz de estudios nuevos e interdisciplinarios, no soporta el peso reduccionista. Si algo debe señalarse del norte es que existe una diversidad cultural mal comprendida que durante mucho tiempo no fue prioridad de la antropología, como sin duda lo fueron las culturas del centro y sur mexicano. El norte, insistimos, ha sido desde siempre pobremente comprendido, reclamo que incluye las clasificaciones de intelectuales como Manuel Gamio, José Vasconcelos o Alfonso Reyes. Vasconcelos aseguró sobre el norte que 18

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A cualquiera de estos caseríos sin pavimento ni tradición municipal se llama entre nosotros ciudad. No llegan, es claro, a la importancia ni a la categoría cultural de una aldea española, y eso que Lampazos es célebre por el cabrito asado, versión norteña del cordero de Castilla, y por su población de raza española pura que ha dado guerrilleros y generales a docenas, rudos y primitivos como su territorio, pero no faltos de bondad natural y de castizo arrojo. Son españoles y no lo saben, y aun se dicen indios, porque estando cerca de la influencia texana protestante, todo lo español parece tabú, signo de oscurantismo y retroceso y mala recomendación para obtener empleos de gobiernos mediatizados por el yanqui (1982: 559).

Por su parte, Gamio consideró que ese norte, desde cualquier momento histórico, ha sido retrasado en comparación con el Anáhuac mexicano. Lo que hoy prevalece en ese norte, continúa el antropólogo, es la “ayankización” (1992). Alfonso Reyes comentaba en una cita que “el norte estaba lleno solo de bestias feroces”. Ahora bien, Vasconcelos concluye en su célebre Ulises criollo que “entre la ciudad de México y la ciudad de Nueva York existe la nada, el no man’s espiritual, el desierto de las almas, la vida carrancla de los bárbaros norteños” (1982: 559). Sin duda estos comentarios se deben a la leyenda que significó el norte indómito y salvaje, herencia de las milicias españolas, primero, y luego mexicanas. Hoy en día estas opiniones quedaron escritas en varios acantilados, abrigos rocosos, caras de precipicios y peñascos en que soldados y exploradores labraron sus opiniones; en esos anuncios rupestres se lee que esos indios, por sus costumbres y religiones, son salvajes, bárbaros y gandules (Turpin 2010). En este mito segregacionista que proviene desde fray Bernardino de Sahagún, quien se expresaba sobre el norte como “región de rocas secas”,4 hasta Kirchhoff al referirse a las culturas del norte, prevaleció una visión pobre que demuestra lo poco conocido de estas culturas norteñas.

Debemos recalcar que este fraile consideraba que sus habitantes eran salvajes e incultos, y de ellos continuaron expresándose de manera parecida los españoles durante tres siglos, quienes aseguraban que el norte era un “lugar de espinas y abrojos, lleno de animales venenosos y gentes bárbaras, escribió un jesuita” (Valdés 2011), opinión que continuó después de la Independencia. 4

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El brío de Nómadas y sedentarios sentó las bases para abordar al norte de forma integral. El llamado lo retomó a partir del 2001 un conjunto de investigadores dedicados a las culturas norteñas;5 en esta ocasión la propuesta vino desde la etnología para conjuntar esfuerzos interdisciplinarios, propuesta que se vio vigorizada en un seminario permanente denominado Las vías del noroeste, coordinado por el Dr. Carlo Bonfiglioli, el Dr. Arturo Gutiérrez del Ángel, la Dra. María Eugenia Olavarría y la Dra. Marie-Areti Hers. El proyecto tenía varios fines pero todos con la franca determinación de buscar los matices y riquezas culturales de aquel deshilachado y mal comprendido norte mexicano; de aquel Gran Suroeste o Gran Chichimeca;6 aquella Oasisamérica y Aridoamérica pensada con fronteras rígidas y difusionistas que para la realidad de muchos pueblos vivos queda, en términos analíticos, corta. En los años que duró Las vías del noroeste, se generó información desde dos perspectivas complementarias: una sistémica y otra interdisciplinaria. La primera tomó en cuenta las interdependencias e interacciones de las culturas norteñas, cada una como parte de un todo en interacción. De estas relaciones surgieron temas originales abordados de manera comparativa. En los trabajos no se buscó priorizar las analogías entre casos sino, y sobre todo, las diferencias transformadas de una cultura a otra. Esta manera de enfocar el norte permitió comprender la dinámica de los procesos culturales desde un punto de vista tanto diacrónico como sincrónico. El seminario produjo cuantiosa información etnográfica, difícil de analizar en el corto plazo. No obstante, se optó por sacrificar la cantidad de datos por el modelo, es decir, se priorizó aquella información que permitía formular modelos operativos (Bonfiglioli, 5 Debe decirse que existen trabajos independientes sobre el norte y desde la etnología, principalmente los de Miguel Olmos. Para saber más sobre este autor, se recomiendan sus libros: 2011, 2005, 2002, 1998. 6 Existe también un seminario llamado “Seminario permanente de estudios de la Gran Chichimeca”, que se reúne anualmente con el fin de discutir los últimos avances en estudios sobre el norte mexicano. El seminario está dirigido por el Dr. Andrés Fábregas y lleva sesionando alrededor de diez años. Para saber más sobre el tema, recomendamos consultar algunos de los textos derivados de estos encuentros como Continuidad y fragmentación de la Gran Chichimeca. Seminario permanente de estudios de la Gran Chichimeca (2008); Regiones y esencias. Estudios sobre la Gran Chichimeca. Seminario permanente de estudios de la Gran Chichimeca (2008).

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Gutiérrez del Ángel, Olavarría: 2006). Se propuso que las culturas del norte debían estudiarse en su conjunto, ya que “cada mito, danza, rito, práctica terapéutica y otros objetos analizados son, en algún nivel de la interpretación, la transformación paradigmática de otros mitos, danzas, ritos, vecinos o lejanos, pasados o presentes, actuales o virtuales” (Bonfiglioli, Gutiérrez del Ángel, Olavarría: 2006: 17). La perspectiva interdisciplinaria complementó el enfoque sistémico al trabajar al alimón entre etnólogos, historiadores y arqueólogos, ofreciendo un panorama integral del norte. Estudiar procesos históricos de larga duración echó luces en el acontecer etnográfico. Los modelos sincrónicos, por su parte, se vieron fortalecidos al extender sus hipótesis a un tiempo histórico de forma regresiva, tal como Wachtel (1976) o Zuidema (1964) lo utilizaron en otras regiones. Se comprobó, únicamente por referir un ejemplo, que tradiciones muy antiguas como la tepima formaban parte de redes de interacción del noroeste que se extendía hasta la Sierra Madre Occidental (Berrojálbiz, Bonfiglioli, Gutiérrez del Ángel, Hers, Levin 2011). Los resultados de los proyectos se presentaron en varios congresos internacionales, de los cuales resultaron tres publicaciones: Las vías del noroeste i: Una macrorregión indígena americana (2006); Las vías del noroeste ii: Propuesta para una perspectiva sistémica e interdisciplinaria (2008); y Las vías del noroeste iii: Genealogías y transversalidades (2011). Aparte, resultaron alrededor de 21 tesis de varios niveles académicos; algunas ya libros. El encuentro sistémico e interdisciplinario ha sido en los estudios del norte un parteaguas. Ante las miradas anquilosadas que perduraron hasta nuestros días, se definió un norte que no se sospechaba, inmerso en una complejidad cultural e histórica con procesos de larguísima duración que permitió a los investigadores encontrar un orden estructural subyacente en la extrema variedad de los estudios de caso. Se concluyó que no se podía delimitar el norte como áreas culturales; la propuesta era definirlo –más que por las oposiciones simplistas salvaje-civilizado, agricultor-cazador-recolector, pirámides-no pirámides– con base en casos e ideas que viajaran libremente entre culturas, ideas que son mitos, ritos, danzas, tecnología, arte; y considerando que los significados que en una cultura son pálidos, pueden encontrarse impulsados y transformados en otras sociedades, ya sea en el espacio o en el tiempo. 21

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El proyecto concluyó agotando los objetivos primarios que le dieron forma a Las vías del noroeste. Muchos temas quedaron pendientes pero, como si se tratara de una espiral periploidal, los temas se rehacen a sí mismos y son imposibles de agotar. No obstante, existen algunos que por su naturaleza resultan fundamentales, entre ellos el de los hilos y los textiles. He aquí que esta obra se engancha y se debe a ese seminario que otrora dejó en el tintero temas como el aquí tratado. Si bien ese Gran Norte al que nos referimos se constituye mediante ideas que dan formas particulares a relaciones, un tema que se ha encontrado en varios de estos grupos norteños, que incluye sin duda a las culturas del suroeste de Estados Unidos, es la mujer araña creadora del universo. Ella es una fuerza –como lo ha resaltado en su ensayo Manuela Loi– que ata lo disperso y que le da forma a lo inexistente para conjuntarlo. Veamos por qué una araña.

La mujer araña y su hilado: del anudado al tejido Llama la atención que sea en San Pedro de las Colonias, en la cueva de la Candelaria, Coahuila, corazón del considerado norte bárbaro e inhóspito, en donde se hayan encontrado los textiles más antiguos de América (Johnson 1977). Cuando uno los observa, sus diseños resaltan por el contraste de sus figuras y el repertorio de formas que decoran los trazos textiles. A estas alturas valdría la pena preguntar ¿qué es un textil? Un conjunto de hilos entrelazados estratégicamente en una combinación que como resultado da un objeto con múltiples fines. La base de este quehacer comprende categorías sensibles que tienen que ver con la misma percepción del cuerpo, del tiempo, del espacio. Tejer implica una relación importante entre el espacio que conforma un telar, enzarzado con el cuerpo del ejecutante; si es de cintura, el telar debe tensar la urdimbre con el peso del cuerpo, amarrado este a la cintura; si es horizontal, el cuerpo mantendrá una relación de equilibrio con los marcos del telar para que funcione como se espera. El tejer relaciona un movimiento horizontal (la trama) con otro vertical (la urdimbre): de esta forma los hilos de la trama atraviesan la urdimbre para confeccionar diseños específicos. Una explicación sencilla como esta conlleva a una compleja abstracción de categorías que proporcionan significados en un orden cosmogónico: abajo, arriba, adentro, afuera, sur, norte, 22

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etcétera; movimientos que al entrecruzar estambres o hilos proporcionan un orden. Sin duda esta categorización ha producido, más allá de los propios diseños textiles, cavilaciones existenciales en las culturas donde la tarea del tejer resulta fundamental: ¿quién teje?, ¿quiénes fueron los primeros tejedores?, ¿qué tejen? Las respuestas deben buscarse en los mitos, las danzas, los rituales, el poder, el parentesco; en fin, en el vestido, tal como lo demuestran los artículos que integran este libro. Ahora bien, en varias de las cosmogonías de las culturas norteñas, e incluso allende a ellas, existe una figura que por sus propiedades concentra este conjunto de procesos: la madre-abuela araña. No es raro encontrar entre los huicholes mitos en los que, por medio de un hilo de la telaraña, los humanos surgieran de la parte baja del universo hacia arriba. Esto fue posible gracias a la mujer más antigua, Takutsi Nakawe, la madre tejedora y madre que da la vida, quien aprendió de una araña “que carga su hilo en la espalda y teje frente al sol”, la tarea de hacer a los humanos (Schaefer, en este libro). Este hilo representa su memoria y la manera en que diseñó al universo. Además, enseñó a sus hijas, las otras diosas, el arte de tejer, particularmente a ‘Utu+anaka, diosa de la tierra (Schaefer, en este libro). En algunos mitos se dice que Nakawe confeccionó con su tela un camino que mostró a Kauyumari, héroe cultural de los mitos huicholes, para llevar a los primeros seres a conocer la luz. Kauyumari llamó a este camino wawavi (Gutiérrez del Ángel 2010a: 107), que significa cordón umbilical (Rossi 1997: 77) y que tiene una forma espiroidal. Así, el camino de hilo que confecciona Takutsi Nakawe es un cordón umbilical que ayuda a los seres humanos a nacer; camino que además queda representado en un diseño particular confeccionado por este grupo al que denominan nana (Liffman 2011), el cual aparece también en una diversidad importante de diseños textiles. Además, este episodio mítico encuentra eco en las coreografías rituales, particularmente en las de tatei neixa, la danza de los primeros frutos (Gutiérrez del Ángel, en este libro). El escenario está diseñado para vehiculizar la transición de un estado a otro (nana’ iyari), que incluye a los cantadores, los niños, los primeros frutos y los jicareros, todos asociados por la marca facial de hollín extraído del tambor (tepu). El viaje es a Wirikuta y la ruta está marcada por las cintas wawavi, con la función de conectar los tres pisos del universo: abajo, en medio y arriba. 23

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A su vez, concentra tres estados de la existencia: infancia, crecimiento y muerte. Ritualmente las cintas vinculan el poniente, en donde se coloca el cantador, con el oriente, presente mediante el conjunto de ofrendas, primeros frutos y niños. Este lugar remite, además, al Cerro Quemado, en Wirikuta, conocido también como el Cerro del Amanecer, en donde está la cueva de Paritek+a o Pariakate. El canto hace referencia a este viaje que va de Haramara, lugar de los venados negros, de lo oscuro, de la noche, hacia la vida, al amanecer, el lugar en donde se pueden comer frutos. Un señor comenta que ahí donde están los venados negros, vivió una arañita roja con una jícara, “de ahí nos hicimos”. Vemos, pues, que un hilo –el de la araña– es un disparador cosmogónico que organiza y le da lógica al universo, que es un tejido en el que existen los humanos. Esta idea se encuentra presente en varias culturas del norte. A los tarahumaras, nos dice Sabina Aguilera, una araña gris llamada ro’oká les enseñó a tejer, lo cual sugiere que se trata de una figura de la tejedora por excelencia. Por su parte, los grupos pueblo consideran que la araña es la madre de la creación y primera tejedora. La mujer araña creó los mundos a partir de un poco de tierra mezclada con su saliva. Como bien lo señala Aguilera, en el proceso mismo del tejer se observa una transformación de elementos líquidos a sólidos. Esta hipótesis es clara entre los hopis, pues la mujer araña crea tanto su hilo como a los seres humanos (sólido) por medio de su saliva (líquido). Pero también los huicholes salen del mar, Haramara, para pasar del estado líquido al sólido. Así, el hilo que teje los diferentes niveles es la vía que posibilita esta gesta. Esta misma idea está presente entre los hopis, pues la mujer araña les indica a los primeros clanes que a través de un hilo-planta deben subir a la tierra. Por lo tanto, la mujer araña se convierte en intermediaria entre esas potestades oscuras y húmedas, y la parte de arriba, en donde está la luz, el cielo, lo sólido. Por otro lado, en un mito pima que refiere Manuela Loi (en su trabajo en este volumen) se considera que la telaraña consolida la unión del cielo y la tierra, lo que significa la creación, idea que vemos claramente también en los huicholes. Esto se hizo con un puñado de barro marino lanzado a lo alto. Un brujo ahí comenzó a cantar y el barro se extendió, cubriendo todo. La araña zurció las orillas redondas de la tierra y el mundo quedó hecho. En otro mito se dice que el mundo 24

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quedó construido como la tela de una araña. Así, hechos aparentemente distintos quedan unidos en términos de sus significados, en virtud de que el hilo de una araña tiene la capacidad de conjuntar lo opuesto, dígase líquido a sólido, de oscuro a solar, tal como lo hace ver Aguilera en su artículo. Por otro lado, esta idea queda ilustrada en un poema titulado “Grandmother”, escrito por Paula Gunn Allen, una mujer pueblo de la comunidad Laguna (Fisher 1980: 126) de Nuevo México, pues describe cómo de su cuerpo la araña sacó su hilo plateado y voló con él en la oscuridad donde nada se movía aún. Con su brillante filamento creó la luz y se le encargó la tarea de tejer la creación con sus propios hilos para luego desaparecer. Fue después de esto que las mujeres y los hombres comenzaron a tejer cobijas que narran historias sobre la vida, el recuerdo de la luz y las escaleras, así como infinidades de ojos (posiblemente las estrellas) y la lluvia.7 En varias culturas estos ojos se convierten en objetos rituales y míticos que operan una relación que invita a pensar el mismo devenir humano. Aguilera hace notar que en la mitología este artefacto es el encargado de sostener al sol sobre el océano primordial (véase Sabina Aguilera en este volumen); Gutiérrez del Ángel (en este volumen) nota cómo tras el ciclo ritual los huicholes realizan una coreografía denominada tzikuri u ojo de dios, el cual comprende al universo mismo (Faba 2001: 35). En una de sus transformaciones, se dice que el artefacto fue utilizado para descender de manera espiroidal a la tierra o ascender del océano primordial. La idea de ascender-descender se encuentra igualmente en un mito de creación de los cherokees, el cual indica que los primeros seres decían que algo les hacía falta, a lo que responde la mujer araña: “Les hace falta luz”. “Varios vieron que había luz arriba, en el otro mundo, pero nadie podía cazarlo […] ‘Grandmother Spider’ confeccionó un objeto circular, a manera de olla, para atrapar al sol y así llevarlo a esos seres primordiales” (Erdoes y Ortiz 1984: 154-155). Esta misma figura circular o espiroidal se encuentra una vez más presente en los huicholes, pues un mito cuenta que el héroe cultural Kauyumari, aleccionado por la abuela araña, pudo construir un nierika, objeto ceremonial de forma circular, que le sirvió para conocer la oscuridad y el mundo de abajo, e iluminarlo. Al igual que entre los 7

Agradecemos a Sabina Aguilera, quien en comunicación personal nos transmitió esta cita. 25

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otros grupos, la forma del nierika remite a las potestades solares, pues quien lo posee puede iluminar. Vemos, pues, que la araña tiene una connotación de deidad creadora, transformadora, que unifica los opuestos y que se vuelve el primer ser en confeccionar la humanidad. En las cavilaciones cosmogónicas de los pueblos presentes y pasados, este arácnido ha sido relevante. Según los arqueólogos Karl Taube y Mary Miller (1993), la araña en Teotihuacán era una diosa que representaba las potestades terrestres: diosa de la tierra caracterizada con grandes colmillos.8 En las culturas actuales encontramos reproducciones de la huella creativa de la madre arácnida, como lo explica un cora de Dolores: las estrellas, las líneas celestes, las estrellas fugaces, la Vía Láctea “son lo que ponemos en los morrales”. Un huichol confirma: “La araña hace lo que nosotros en nuestros morrales”. Por ello vale la pena conocer también la relación de este universo con los diferentes diseños que acompañan a los textiles.

Las iconografías en movimiento Si la araña es la mujer más vieja que concibe al universo mediante su telaraña, los hilos son la sustancia que lo confeccionan para expresar los diseños textiles, que además tienen eco en coreografías, ofrendas votivas, cantos, mitos: síntesis que del plano de la expresión se desliza al de la estructura. En el primer caso es la gesta del universo que emerge ora en un mito a manera de remolinos que emulan la salida del inframundo, ora en la lluvia al caer formando líneas específicas, ora en las coreografías que emulan al venado. En el segundo plano los diseños se transforman 8 En relación con el significado que Karl Taube le atribuye a la diosa teotihuacana como “La mujer araña”, Zoltán Paulini tiene sus dudas (2007: 244), pues asegura que “esta deidad en realidad no existe, sino que corresponde con una creación artificial llevada a cabo al tomar como base diferentes imágenes y conjuntos iconográficos que en su mayoría difieren radicalmente entre sí”. En cambio, Paulini propone que es una diosa acuática, relacionada estrechamente con el dios de la lluvia (2007: 299). Aunque este no es el espacio para discutir si la diosa puede o no considerarse un arácnido, nos parece que, más allá de su morfología, lo importante radica en su relación con el dios de la lluvia. En los casos mencionados aquí, la araña aparece al lado de un dios que por lo general es solar. Como lo hemos dejado en claro en otros artículos, una de las funciones de este dios es precisamente traer las lluvias (Gutiérrez del Ángel 2010a y 2010b).

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en mensajes que tienen como fin transmitir saberes relacionados con valores sociales; es un lenguaje no verbal que ordena, clasifica, resguarda y transmite información de la experiencia. Como síntesis, estos diseños no reproducen un modelo natural. Más bien se confeccionan a escala aislando significados de esa naturaleza que les son útiles para transmitir los mensajes necesarios. De ahí que los diseños básicos textiles remitan a figuras relacionadas con el agua, las escaleras, las espirales, etcétera. Los textos que componen la presente obra dan cuenta de que la iconografía está cargada de una semántica compartida sin duda por grupos que habitan el Gran Norte, semántica descubierta en los entresijos de sus cosmogonías, tierra fértil para el estudio de los textiles. Son varios los diseños compartidos en el norte, no obstante, aquella pluralidad iconográfica puede reducirse a elementos específicos que ayudan a comprender esa complejidad, tal como aconseja Aguilera para su estudio (2011), y Mendiola (2002) para la lectura del arte rupestre. Se trata de siete unidades básicas: 1. Espiral; 2. Círculo; 3. El medio círculo cortado; 4. La S o “curva de la belleza”, o xonecuilli; 5. Línea ondulada; 6. Línea en zig-zag; y 7. Línea recta. Estas formas combinadas crean diseños contrastantes de contenidos específicos. Se relacionan con el sol, la luna, los cometas, las estrellas, mutando en clases de ideas o cosas con contenidos específicos como: a) antropomorfos, que expresan el sexo masculino, femenino o indeterminado, a los cazadores, a los dioses; b) los zoomorfos, que manifiestan mamíferos, cuadrúpedos, coyotes, venados, borregos cimarrones, animales sagrados; c) litomorfos, que dejan ver fanerógamas, criptógamas, xerófitas, maíz, peyote, psicotrópicos, medicina, fertilidad; d) astromorfos, que comprenden al sol, las estrellas, la luna, los cometas, la Vía Láctea (Mendiola 2002). En algunos de los capítulos de este libro se documenta que estas formas básicas se adhieren a clases específicas que conforman campos semánticos compartidos. Son varios los autores que han estudiado esto, aunque sus conclusiones dependen no tanto de la forma pura, como ya se dijo arriba, sino de su relación con otros campos de la cultura. Es de llamar la atención que desde aquellos primeros textiles encontrados en la cueva de la Candelaria de San Pedro de las Colonias, pasando por Teotihuacán, los mexicas, los mayas y varias culturas más, estos diseños textiles se siguen reproduciendo con mensajes que constituyen significados al parecer similares. Es también de llamar la atención que hoy en día conformen redes de significados que los herederos de todas 27

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aquellas tradiciones no olvidan. Hoy sabemos que esta iconografía remite, de una u otra manera, a los primeros seres que habitaron las oscuras aguas primordiales que, por efecto de la saliva y barro de la mujer araña, pudieron conocer la luz, la superficie terráquea y ver el cielo. Ellos fueron llamados a trascender su condición de incompletud y salir a la luz a través de un orificio denominado por los hopis sipapuni y por los huicholes tepari. Los primeros lo hicieron mediante una liana que funcionaba como escalera, pero no recta sino en espiral, figura sobresaliente tanto en la mitología como en sus coreografías rituales. Por su parte, los ancestros huicholes emergieron de la oscuridad mediante un hilo-escalera-árbol que les permitió el don de ver; mientras que los tarahumaras aseguran que las escaleras que aparecen como diseños en sus fajas representan los caminos recorridos por sus deidades, la luna y el sol, y que luego siguieron los humanos (Aguilera 2011: 92). Esta escalera se vincula conceptualmente con los cerros y el mundo, idea que resulta interesante, pues el término que designa a uno de los textiles que más se utilizaron, la cobija, es el mismo que matriz y que remite a las montañas o el mundo (2011: 92). Aunque entre los yaquis la noción de una ascendencia al parecer no se encuentra, existe la representación del mundo de abajo y arriba mediada por un árbol parlante (Olavarría 2003: 231) que a veces es una vara que opera como un axis (Olmos 2005: 209). En ocasiones esta vara es sembrada por la mujer más vieja del universo, la abuela. A través de su floración el mundo se crea en sus cuatro direcciones, arriba y abajo (2005: 211). Pero también los yaquis tienen la idea, al igual que los guarijós, de que el inicio de su existencia se dio en aguas marinas de donde los primeros seres tuvieron que migrar. Con estos ejemplos queda clara la concepción que tienen los grupos de su gesta: por medio de filamentos que conectan dos partes en oposición, dispositivo que opera como el hilo de la araña, el árbol parlante, las escaleras o las lianas, se crea su universo. La emergencia es un movimiento de abajo hacia arriba y queda plasmada en diferentes figuras ceremoniales, entre las que destacan los tepari huicholes, que yacen cubriendo un orificio dentro de sus centros ceremoniales tukipa, considerado como el ombligo del universo; o el sipapuni hopi. En otras culturas el orificio no está presente o se complementa con montañas, como en el caso tarahumara. Olmos reporta un mito tarahumara a partir del cual la gente brotaba de la tierra y fue llevada por Tata Dios a aquella montaña que está en medio del mundo (2005: 251). Por su parte, los huicholes y coras veneran también varios 28

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cerros, y entre ellos, el Cerro Quemado (Gutiérrez del Ángel 2010a: 211), pues ahí ubican la epopeya de su existencia, margen entre las aguas subterráneas primarias, la tierra y cielo. Para los sias, los zunis y los hopis esta idea cobra fuerza al indicar que emergieron del inframundo mediante una cueva que yace en la montaña de San Francisco, en Flagstaff, Arizona, y que igualmente rebosa de aguas primordiales, lugar de los antepasados y de sus grupos rituales kachinas. Se aprecia así que entre los orificios terráqueos, las cuevas y montañas existe una transformación por analogía: los orificios permiten la emergencia, razón por la cual se asocian con matrices. La trascendencia de los primeros seres de un estado a otro es, entonces, por medio de una figura circular que remite, dependiendo del contexto, a matrices acuáticas, montañas o cobijas. Esta emergencia, proponen Faba (2001) para el caso huichol, Aguilera (2011) para el tarahumara y Wade y Evans (1973) para el hopi, se relaciona con un movimiento ascendente mediante una escalera que produce una figura espiroidal coligada con el hilo de la abuela araña. Faba comenta que las espirales labradas en los teparis huicholes encarnan el lugar y el recorrido de los ancestros por el inframundo, asociado con el útero de la tierra (ipa+) y con el viaje al lugar de los antepasados (2001: 62). Por su parte, Aguilera sugiere que para los tarahumaras esto se manifiesta en ciertos diseños que remiten a las escaleras y antepasados, lo cual por lo general se asocia con una espiral, elemento que además lleva la idea de agua y “aliento divino”. Así, las escaleras y las espirales son una transformación gráfica de una misma idea (Aguilera en este libro). Por ello la espiral queda contenida en el círculo, como lo demuestran huicholes y coras, quienes indican que su universo tiene una forma circular. Proponen que la tierra flota en una circunferencia de aguas marinas que al emerger lo hacen en forma espiroidal, como los remolinos. Esto dota de sentido a varias figuras rituales, como al instrumento “para ver” de los huicholes denominado nierika, o a las jícaras insignias de los peregrinos que van en busca del peyote. Kindl (2003: 232) ha descubierto que esta jícara es un axis mundi; y entre su simbolismo principal se encuentra ser la matriz del universo. Por su parte, los coras tienen una jícara, nombrada yáwime, que Preuss consideró como imagen del mundo (1912: lxxxii); en tanto que Valdovinos (2007: 57) propone que la iconografía de esta jícara ofrece “la estructura del mundo” tal como la conciben los coras. Ahora bien, para los hopis, tarahumaras, 29

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coras y huicholes, sin duda, la figura circular hace alusión a un esquema del mundo que va transformándose en espiral. El conjunto del círculo, la escalera y su movimiento ascendente-descendente, que es la espiral, produce una figura que con frecuencia aparece en los textiles: la xicalcoliuhqui o greca escalonada. Esta se reconoce por ciertos escalones que terminan en espiral. Sabina Aguilera, siguiendo a Braniff, ha propuesto que esta iconografía “evidencia la relación entre el noroeste mexicano y Mesoamérica a partir de este diseño en su calidad de símbolo ideológico” (2011: 101). Observando la iconografía pueblo, la greca escalonada se percibe tanto en cerámicas como en las fajas ceremoniales de los personajes kachinas. Al estudiarlas, Wade y Evans (1973) argumentan que la greca se relaciona con significados ligados a las nubes, la tormenta, la lluvia, denominándole “cloud-pyramid” (Wade y Evans 1973: 9), que es la imagen del mundo. Valdovinos (en este volumen) observa que parte de la simbología circular del objeto ceremonial tejido cháanaka (motivo de su artículo), que literalmente significa mundo, encuentra una relación con el agua, las nubes y la tierra. El simbolismo circular, dice Preuss (1912: lxxxix), para los coras, y refiriéndose más que a este instrumento a la jícara, mantiene una misma estructura espacial con los patios ceremoniales. Vale la pena retomar una relación visible en las fajas tejidas por los hopis: dicen que estas son cloud-pyramid, consideradas además como “escaleras de nubes”. Así, las fajas conjuntan lo que Preuss ve entre los coras: una relación paradigmática en su significado con los centros ceremoniales. Las fajas son una expresión reducida de las funciones de una pirámide que opera como el conector, por medio de las escaleras, entre los elementos bajos y altos del universo. Este principio cosmogónico se observa en la disposición arquitectónica de las kivas pueblos, pues existe una escalera que conecta el mundo subterráneo, representado por la parte enterrada de la kiva, y la parte alta. Esta disposición arquitectónica de los hopis tiene eco con la disposición espacial de los templos ceremoniales huicholes, mayos y en los patios ceremoniales coras, tepehuanes del sur y tarahumaras (Gutiérrez del Ángel 2011). Cada uno, a su manera, remite a esas escaleras que conectan los diferentes planos. En el caso de los tres primeros grupos, la construcción de sus templos incluye un desnivel subterráneo asociado con las aguas primordiales, y uno superior asociado con dioses solares; entre uno y otro existen conexiones por medio de escaleras, físicas o no, dispuestas con el fin de conectar los niveles por 30

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donde transitan los antepasados incorporados por grupos rituales. Esta distribución sin duda conduce a la idea de aquella madre araña que con su hilo une los planos del universo. Si recordamos el apartado pasado, se vio cómo los mitos narran la ascensión de los primeros seres mediante un hilo que representa una escalera. Los tarahumaras y huicholes indican que esta escalera es “su camino”, el cual cobra forma en las grandes peregrinaciones que los huicholes llevan a cabo. Se trata, dicen, de seguir su camino, es decir, de cumplir con lo que implica “el costumbre”. En su artículo, Gutiérrez del Ángel hace notar cómo las coreografías rituales de los peregrinos se replican en la iconografía textil. Estas danzas se inician en sus centros ceremoniales y concluyen con las grandes peregrinaciones. El autor argumenta que el trazo es la estructura del mundo que tiene forma de una línea que se va complejizando hacia un círculo, para transformarse en espiral, adquirir forma de greca escalonada y concluir en una figura rómbica, a la cual los huicholes denominan tzikuri u “ojo de dios”, presente también entre los hopis, los tarahumaras, los coras y los yaquis. El diseño rómbico para los hopis se puede observar tanto en los textiles como en las danzas denominadas Túwanasavi (Fergusson 1966: 148; Waters 1996: 52). En el caso de los tarahumaras y los coras, se nota principalmente en los textiles y ofrendas votivas. Lo que vemos hasta aquí es un ejemplo de cómo los grupos estudiados piensan su iconografía: nunca aislada de un contexto mayor que articula su ecología, en el sentido de categorías sensibles, a sus procesos sociales, dígase coreografías, mitología, estética, ritualidad. Esta articulación produce una perspectiva de movimiento propia de estos diseños. Queda clara esta afirmación por un comentario que en una ocasión un cora de Rosarito, a propósito de un hermoso morral de lana que intentaba vender, comentó: “Estos sí valían [los morrales] porque en sus países todo lo hacían con máquinas, los dibujos no se mueven”.9 En Al interrogar al artista sobre cómo se traducía movimiento en cora, comentó que esta palabra no existía, pero sí el verbo worushantu, que hace referencia a la acción de mover o desplazar algo en el espacio. Se infiere por lo tanto que los diseños tienen la capacidad de desplazamiento en el espacio tejido. Sin duda es algo hermético a la mirada ajena, pues dicho movimiento se da en función no a la visión del diseño sino en su articulación entre el cuerpo y las categorías que se relacionan con el entorno sensible, de donde se desprende la noción de movimiento, es decir, lo que sube, lo que baja, lo que se mueve al sur, al norte; lo que muere y renace. Los diseños, pues, quedan inmersos en esa gran cosmogonía que les dota de movimiento y que desde nuestra mirada es difícil percibir. Lo que podemos hacer, acaso, es deducirlo y postularlo. 9

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efecto, para la mirada creadora de los grupos que confeccionan estos diseños, el movimiento representa algo indispensable. Desde nuestro punto de vista, al mirar los diseños no existe tal conmoción, los observamos estáticos y en algunos casos desprovistos de contenido. Para ellos el movimiento de su iconografía no está en la pura visualización del objeto, sino en el postulado. Lo expresado en los textiles –danzas, mitos u otros diseños de esta clase– es, como se dijo con antelación, síntesis de un pensamiento mucho más complejo que relaciona la acción con el modelo. De esta forma el movimiento se desprende en la réplica de sus diseños al ser danzados, pues utilizan la forma como contexto; al ser narrados, pues los antepasados ascienden o descienden por aquellas escaleras que les permiten el traspaso; al ser invocados a manera de círculos, de ojos de dios, de grecas, de espirales o líneas. Después de muchos años percibimos que esos diseños corresponden a etnocategorías que están en el mismo movimiento del cuerpo al entrar o salir del centro ceremonial (Gutiérrez del Ángel 2010a: 121, 149); al mirar hacia arriba o hacia abajo es el mismo cuerpo en acción que desdobla los significados desde el pensamiento (modelo mitológico) hacia los diseños y el escenario ritual (la acción); es la relación de este cuerpo integrado en el mismo telar: el cuerpo en movimiento es para el universo lo que el hilo para el textil. Vimos, pues, la importancia que el hilo tiene para la vida de estos pueblos: posibilita una síntesis de significados que proyecta la imagen tal como la conciben. Su iconografía evidencia, desde nuestra percepción, un intríngulis existencial que sin duda revela en parte los ensayos de este libro. En síntesis, su universo es la materialización de un mundo abisal, líquido, oscuro, que deviene luz a través de filamentos que afianzan los planos del universo y conectan mediante rutas todo a un único centro. Eso, verbigracia, son los hilos que hacen textiles, que expresan vida y que retornan a su principio en un periplo interminable.

Campos temáticos I. El tejido entre el presente y el pasado: trabajos comparativos Como se mencionó desde el principio, el libro quedó dividido en cuatro campos temáticos. El primero de ellos consiste en trabajos comparativos que buscan la complicada relación entre esta gran área que es el 32

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suroeste de Estados Unidos y el norte mexicano. Como se vio, las ideas evidencian relaciones entre áreas distintas, que son imposibles de negar, aunque se hable de lugares geográficos distantes, historias no compartidas o lenguajes diferentes. De una u otra manera nos encontramos con una forma de pensar que se articula en cierto nivel. El ensayo “Tejiendo conocimiento y recreando el mundo. Un análisis comparativo de los textiles tarahumaras”, de Sabina Aguilera, profundiza sobre el significado que encierran los textiles tarahumaras, el cual va más allá de ser meras representaciones visuales u objetos utilitarios. Se refiere también al proceso mismo de producción de los textiles y sugiere que mediante la manipulación de los estambres, junto con los elementos gráficos que conforman el textil, se lleva a cabo una tarea que no expresa únicamente nociones cosmogónicas, sino que la misma actividad creativa remite a aquella realizada por las deidades creadoras que dieron forma al mundo. Una vez destacado esto, observa cómo nociones propias de los tarahumaras se comparten con otros grupos tanto del occidente mexicano como del sur de Estados Unidos. En “El tejido de la vida: rimuwaka y la creación de la humanidad”, de Ana Paula Pintado, se profundiza sobre los hilos que los ralámulis piensan tener en las extremidades del cuerpo y en la mollera, a los cuales se les denomina rimuwakas. La autora profundiza sobre la acción del tejer y estos hilos; asimismo, algunos de los símbolos que aparecen en los textiles tarahumaras, y ve cómo el espesor semántico de ellos es afín a otras culturas, tanto presentes como pasadas. En “Tejiendo la trama del cosmos. La tela de la araña en la mitología del noroeste de México y suroeste de Estados Unidos”, Manuela Loi estudia un conjunto de mitos que tratan sobre la araña y la mujer araña, diosa madre de los grupos pueblos del suroeste de Estados Unidos. Haciendo una comparación entre estos y algunos mitos pimas, pertenecientes al mismo complejo cultural, se vinculan algunos seres con la creación del cosmos y su mantenimiento por medio del acto de hilar. “El camino de la estrella. Tradición textil de oriente a occidente, los teenek y los wixaritari”, de Claudia Rocha, propone una mirada distinta no hacia el norte sino hacia la Huasteca potosina, con los teeneks. La autora analiza a estas dos culturas mediante su producción textil. Primeramente se describe la forma en que han confeccionado una de las prendas principales de la vestimenta tradicional femenina, llamada de forma genérica en lengua náhuatl quechquémitl. Se describe también 33

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una de las figuras predominantes en el bordado de la prenda en ambas culturas, la cual no solo resuelve morfológicamente de manera similar, sino que tiene además un lugar preponderante por su ubicación, su tamaño y su simbolismo. Esta figura es la estrella de ocho puntas a la cual alude el título mismo. En “Los hilos de la vida. Concepción espacio-temporal en rituales del norte de México”, Neyra Alvarado evidencia, a partir del análisis del sistema ritual mexicanero y de las peregrinaciones en el desierto mexicano, la importancia de los hilos que unen al ser humano con los muertos y con los ancestros. La relación entre los sujetos, en diferentes contextos y espacios, permite, mediante los rituales, conocer la dimensión espacio-temporal. Esta implica, desde el espacio, hablar del territorio y del área de expansión máxima; y, desde el tiempo, la anterioridad, el evento y la duración. Se pregunta: ¿cuáles son las formas que adquieren estos vínculos y sus dimensiones espacio-temporales en estos hilos de la vida? Y en “Chicomoztoc, cuevas, agricultura y el número siete: siguiendo un hilo cosmogónico desde Mesoamérica al suroeste de Estados Unidos, a través de la Sierra Tarahumara”, Jerome M. Levi muestra cómo el simbolismo religioso implícito en la leyenda de Chicomoztoc –un mito de origen íntimamente asociado con los pueblos indígenas de México central– constituye un hilo esencial de metáforas relacionadas mediante las cosmologías de numerosos pueblos indígenas en varias regiones contiguas a América del Norte, de los desiertos de Arizona hasta las selvas guatemaltecas. El hilo como metáfora ayuda, pues, a pensar estas relaciones. II. Los hilos como acción ritual Varios trabajos se adentran en la relación que, por un lado, guarda la noción de hilo con la ritualidad, vinculada con las técnicas del tejer y el simbolismo de sus diseños. Buscan los entramados compartidos entre el saber tecnológico y el saber ritual. Quizá para algunos resulten campos del saber humanos distintos, pero lo que deja en claro este conjunto de ensayos es que uno y otro guardan una estrecha relación. En el primer ensayo, “Los rimuká, ‘hilos de vida y muerte’, elemento cardinal en la etiología rarámuri”, Abel Rodríguez lleva a cabo un 34

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estudio con los tarahumaras del Alto Río Conchos, quienes conciben la enfermedad como una razón para buscar continuamente ser curados aun cuando no sufran padecimiento alguno. La práctica curativa lleva a las personas a buscar, además de las medicinas, debido al carácter profiláctico de estas, que sus rimuká continuamente sean cortados. Los rimuká son los ‘hilos’ que conectan el mundo de los vivos (humanos y no humanos) con el mundo no perceptible, y por ello son ‘hilos de vida y muerte’. El hecho de soñar con algún pariente ya fallecido, habitante de aquel mundo, podría provocar enfermedad e incluso la muerte. Una manera de evitar el sueño con las almas de los muertos (sombras) es precisamente “cortando” estos rimuká, elemento cardinal de la etiología rarámuri en tanto que ayuda a entender mejor nociones internas como son la enfermedad, la salud y los rituales curativos. El ensayo “El telar y el tiempo en el mundo huichol”, de Stacy Schaefer, propone una doble relación. Por un lado, cómo la labor de las tejedoras es equiparada en sus funciones simbólicas con la de los peregrinos, pues en última instancia se trata de recrear el mundo, darle continuidad: unos lo hacen bailando, y las otras lo llevan a cabo tejiendo. Por otro, la autora hace un importante recorrido por el simbolismo de las técnicas del tejer y las de danzar. Percibe cómo esta relación se mantiene tanto en el hecho de peregrinar como de tejer, pensando que las dos acciones son parte de un mismo hecho estructural. En “Ritos preventivos y metáforas en la Baja Tarahumara”, Juan Pablo Garrido examina las metáforas utilizadas en dos ritos preventivos de los rarámuris de la Baja Tarahumara: uno es en el que se hace la alusión al hilo conector, metáfora expresada y figurada en el rito dancístico pascol; y el otro, en el que se previene la caída del rayo. En ambos rituales el recurso lingüístico y el representativo se hallan en función del texto ritual, y en los enunciados emitidos por el grupo considerado dentro de un contexto determinado. El centro del análisis es la comprensión de la metáfora como un medio que sintetiza elementos estructurales que se aprecian en el sistema cosmológico local, y cuya transmisión comunicativa permite revalidar el sistema de creencias y, paralelamente, legitimar las normas y el comportamiento social de los rarámuris bajeños. En “El hilo-textil y el hilo sonoro: dos mundos que se entrelazan”, Denise Lemaistre analiza cómo la idea de hilo entre los huicholes es, puede decirse, muy “conductora”, dígase en las obras de sus artistas o como símbolo. Resulta el hilo una idea tan fuerte que se usa en todo el 35

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ciclo iniciático del peyote a manera de cuerda. Por otra parte, se hace una comparación con el aprendizaje de las tejedoras, con su práctica y con el pensamiento. Observa que estas tejedoras pueden, hasta cierto grado, compararse con los mara’akates, chamanes que tienen la tarea de cantar en los rituales y curar a la gente. Por otro lado, refuerza la relación poniendo en paralelo el hilo textil y el hilo sonoro del canto chamánico. La maquinaria del canto huichol teje su designio según la misma estructura básica que el telar, o sea que se entrelaza una “urdimbre”, sucesión de narraciones míticas más o menos codificadas, con una “trama” transversal que es el contexto terapéutico, ceremonial y político, al cual el canto tiene que contestar. Solamente en los puntos de cruce de ambas dimensiones, sugiere el autor, se dará el sentido concreto del canto. El ensayo “Desatando los caminos ancestrales. Notaciones con cuerdas y rutas de peregrinación huichola”, de Héctor M. Medina Miranda, observa que hace no más de doscientos años los huicholes hacían uso de un sistema de notaciones con nudos, el cual sirvió para realizar registros numéricos de diferentes tipos y agrupamientos de objetos. Actualmente, continúan usando estas cuerdas anudadas para dar cuenta de los caminos de peregrinación ritual y los pasajes de la mitología. Se trata de un sistema muy similar al que se ha observado en los quipus andinos, donde, al igual que entre los huicholes, remiten a rituales de propiciación de lluvias y a una organización particular del territorio sagrado. El autor busca en estos nudos las claves para la interpretación de dicho sistema de escritura. En “Caminos de colores. El hilo como itinerario visual en los cuadros de estambre (nierikate) huicholes”, de Olivia Kindl, se estudia –a partir de investigaciones previas acerca de las producciones plásticas de los huicholes desde el punto de vista de la antropología; o, mejor dicho, etnología del arte– uno de sus componentes clave, que es el hilo. Empieza por examinar los distintos materiales con los que están hechos, en particular el algodón, la lana, el estambre y el acrílico, desde el punto de vista de su integración dentro de los procesos técnicos de elaboración a lo largo del tiempo. Asimismo, analiza dichas texturas en función de los referentes simbólicos que se les atribuyen, considerando las motivaciones sensibles de su elección, en particular por los efectos que producen en la percepción visual. Estos elementos de reflexión servirán de base para poner a prueba la hipótesis según la cual los hilos son considerados 36

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por los creadores wixaritari como itinerarios visuales, ya sea para guiar la imaginación del artista al crear su obra, la percepción de los diosesantepasados que reciben la ofrenda, o la mirada del espectador de la obra expuesta a un amplio público. III. La fuerza de los hilos: el vestido Como se vio desde el principio, el vestido, sus materiales, técnica e iconografía operan en la esfera social como reguladores de prestigio y jerarquía. Además, desde siempre las marcas, materiales y diseños que acompañan los vestidos fungen como marcadores de identidad, regulando en muchas ocasiones ciertos intercambios entre unidades de parentesco, entre enemigos o aliados. En “Dibujos de mantas, mantas de dibujos. Los dones de trajes en los primeros encuentros entre aztecas y españoles”, Davide Domenici se propone, a partir del análisis de los intercambios de dones entre los emisarios de Moctezuma y los conquistadores Grijalva y Cortés, una reflexión sobre los códigos y el simbolismo del vestuario entre los aztecas. La argumentación se lleva a cabo mediante la comparación entre las crónicas que describen los intercambios de dones y los diferentes códices, para estudiar algunas prácticas culturales relacionadas con los atuendos y su uso en contextos ceremoniales, y con el simbolismo de algunos tipos de mantas. Se llega a demostrar que, entre los aztecas, el vestuario constituía un código reconocido que permitía dotar de significado a los portadores de diferentes tipos de prendas. “Los hilos que tejen el vestido yaqui. Entre las fiestas patronales y la vida cotidiana”, de Érica Merino, estudia el llamado “vestido tradicional” entre los yaquis. Observa cómo ellos, al igual que varios pueblos indígenas, representan, mediante las formas, los estilos, los materiales y el simbolismo, diversos procesos rituales y cotidianos. Uno de los objetivos principales es comprender lo que ellos entienden por la metáfora de “tejer la flor” en la vestimenta por medio de su uso corporal, tanto en la vida cotidiana como ritual. En “Cosiendo ropa en Panalachi: el mundo florido de las mujeres tarahumaras”, de Frances M. Slaney, se discute cómo en los pueblos ubicados en la Sierra Tarahumara existen prácticas y estilos distintos de coser y llevar ropas “indígenas”. Son las mujeres quienes cosen esta 37

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ropa. Se trata de observar estas prácticas en la comunidad de Panalachi, donde las mujeres tarahumaras producen no solamente ropa hecha a mano para toda la familia, sino tagores y sábanas bordadas. Con dichos bordados, las féminas embellecen telas blancas o negras con motivos alusivos a la naturaleza, sobre todo con imágenes de flores. Además de ser expresiones individuales, estas realizaciones de flores, estrellas o pájaros se vinculan estrechamente con el ciclo anual y con el ciclo vital humano. En el contexto de estos ciclos, las flores significan el papel cosmogónico de las mujeres y el lugar que los muertos ocupan en el invierno. No obstante, la fabricación de ropa bordada a mano y su papel en la vida tarahumara toma lugar únicamente desde el principio del siglo xx. Y en “Del hilo de la vida a la creación del universo”, Rosario Ramírez observa cómo los hilos van más allá del puro hecho de tejer y cómo dialogan con los mitos, relacionándose por lo general con la creación. De esta forma, intentan unir diversos ámbitos de la vida cosmogónica. Habitualmente se encuentran asociados con la vida y el destino. En México se devanan infinitos ejemplos en entramados históricos, en un abanico con diferentes espacios y tiempos, por medio de los cuales se pueden seguir las primeras evidencias de grupos originarios que habitaron el noroeste, centro y sur. Siguiendo a los hilos por medio de estas historias, resaltan las evidencias materiales de la tradición de tejer. Así, el ensayo revisará dichas historias que dan cuenta de esta antigua tradición que es el tejer. IV. La retícula social: hilos, nudos, redes Este apartado da cuenta de aquellas redes sociales generadas por medio de la concepción del hilo, del tejer, del bordar. El hilo, aparte de crear textiles, crea y recrea relaciones, reticula géneros y personas ubicándolas en el plexo social al que corresponden; configura sistemas de parentesco e hila, a ellos, tradiciones que ora se actualizan, ora se conservan. La contribución de Arturo Gutiérrez del Ángel, “Los hilos de la serpiente nierika: de la endogamia a la danza y de retorno al mito”, reconstruye la relación que existe entre los diseños que aparecen en el tejido y los neixas o danzas. Nota el autor que las dos tareas tienen como base una misma estructura, no solamente la de recrear la gesta del universo sino, y sobre todo, la de reducir al universo en una expresión a escala capaz de ser atrapada mediante la iconografía textil y coreografía 38

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dancística. No obstante, estos textiles operan a su vez en el sistema de parentesco en el que se encuentra inmerso el grupo de los wixaritari. Se notará que peregrinar, danzar, recolectar hukuli y organizar el parentesco, aunque en registros distintos, operan como una unidad. En “Tohono o’otham jimitak: Tejiendo coritas, anudando historias”, de Miguel Ángel Paz Frayre, se estudia cómo en cada comunidad tohono o’otham o pápago, en el desierto sonorense, hubo quienes se dedicaron, y se dedican, a tejer coritas, cestas de diferentes tamaños y para diversos usos. Se explora la relación que se da entre el hacer coritas, con todo lo que ello implica, con sus formas concretas de vivir como pápago, como tohono o’otham, como gente del desierto. El hilar coritas es una actividad reservada para las mujeres; son ellas quienes en mayo recogen del desierto la palmilla, el torote y la uña de gato, los materiales que usan para la elaboración de las cestas, para confeccionarlas e imprimirles su sello. El autor profundiza sobre la tradición de tejer coritas, que se encuentra relacionada con su entorno y con lo que para ello significa el desierto. El material empleado para esto forma parte de los satisfactores que el desierto les ha brindado a los pápagos como grupo. El tejido de las coritas entre ellos es una expresión de su vida en este ecosistema, que se ve reflejado además en su historia. “Tejiendo como caminos la vida social: teoría rarámuri de la socialidad y la persona”, de Isabel Martínez, muestra por medio de la etnografía recopilada entre algunos rarámuris que actualmente habitan la Sierra Tarahumara, en el noroeste de México, que el concepto de persona es constitutivo al de la organización social de este grupo. La individualidad y los vínculos creados de persona a persona conforman parte de la socialidad rarámuri, en una suerte de sociología que bajo su propia definición de lo individual construye una estructura social con base en las particularidades humanas. Otro de los objetivos de este trabajo es exponer cómo la estructura base de la vida social son las redes que tienen como nodo a las personas. Así, la organización social rarámuri se compone de distintas redes que se vinculan y sobreponen, constituyéndose unas en otras en una urdimbre en constante movimiento y construcción que resulta ser la sociedad. El ensayo de Sara Ruth Rosas Mérida, “Llegar y permanecer: oodami, los hilos que atan a la vida”, tiene como objeto, en primer lugar, dar a conocer el ciclo de vida de los oodami que habitan el estado de Chihuahua al noroeste de México; y en segundo, resaltar las etapas del nacimiento y la muerte, como sucesos que expresan el modo en que el 39

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grupo comprende la vida y la muerte, a partir del uso y significado que le da a los hilos de color rojo y blanco. El aporte de Margarita Valdovinos, último de este libro, titulado “El arte de tejer el mundo. Espacio e interacción en la trama ritual de un textil cora”, propone que la rica iconografía de los textiles indígenas ha dado pie a una gran cantidad de estudios que se interesan en interpretar sus diseños. Desde una perspectiva centrada más bien en el análisis del contexto de creación y de uso, la autora analiza una pieza de tejido llamada cháanaka. Este objeto textil se elabora durante una de las ceremonias relacionadas con la entrega de los cargos cívico-religiosos del pueblo cora de Jesús María (Nayarit). Por medio del análisis de las acciones ejecutadas durante la elaboración y el uso del cháanaka, se muestra cómo se presentan ante el nuevo gobernador y sus compañeros el conjunto de relaciones sociales sobre las que ellos deberán apoyarse durante sus cargos. En efecto, la fabricación de esta pieza y su depósito ritual reflejan la lógica espacial que sirve de base para la organización de las relaciones sociales de toda la comunidad.

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