Introducción. “El país donde la vergüenza no existe”: el anteparaíso utópico-erótico de Alberto Insúa en \"El barco embrujado\"

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INTRODUCCIÓN «El país donde la vergüenza no existe»: El anteparaíso utópico-erótico de Alberto Insúa en El barco embrujado

L

a producción narrativa española de la llamada Edad de Plata, esto es, anterior a la Guerra Civil y prolongada después, en el exilio o dentro del país, por escritores consagrados antes de la contienda, es tan rica y de una calidad media tan alta que no extrañará que el principal problema del historiador literario sea el de elegir su objeto de estudio entre tal plétora de obras bien escritas y obedientes a concepciones estéticas y genéricas bastante diversas. Fuera de los novelistas cuya categoría casi nadie discute, entre otras cosas por su dimensión renovadora a escala de la literatura universal moderna, tales como Miguel de Unamuno y Ramón María del Valle-Inclán (o Pío Baroja como maestro lejano del neorrealismo), la atención crítica se ha ido dirigiendo a tipos de narrativa determinados, dejando en la sombra otros cuyo interés también convendría señalar. Así, la crítica se ha ocupado con justicia de la novela lírica de Azorín o Gabriel Miró, de la novela deshumanizada y vanguardista promovida por José Ortega y Gasset desde Revista de Occidente, así como de la novela humorística, que no es sino una rama de éxito popular de esta narrativa innovadora, sin olvidar las ficciones 13

intelectuales de Ramón Pérez de Ayala o Benjamín Jarnés, entre otros novecentistas a los que se ha atendido (aún) menos. Todos estos autores se distinguen por una concepción narrativa opuesta a la tradición hegemónica realista y naturalista, por lo que constituyeron la aportación española al experimentalismo común al Movimiento Moderno en literatura, cuyo elitismo relativo lo hacía simpático a una crítica culta que solía desconfiar, por principio, de todo tipo de arte comercial, acusado de formalmente adocenado, no siempre con justicia. En cambio, la narrativa de éxito masivo en esta época dorada de la lectura ha tendido a clasificarse en cajones de sastre que no suelen tener en cuenta la variedad intrínseca en un corpus tan amplio y producido por autores cuyas inquietudes estéticas iban a veces más allá de la búsqueda del éxito. Aunque la mayoría de esta narrativa más comercial responde al tipo de escritura mimética heredada del naturalismo costumbrista (el primer Vicente Blasco Ibáñez) o erótico (Felipe Trigo), que preferían los lectores a juzgar por las tiradas de estas novelas (Barrère 1983), se suele olvidar que varios de los mismos autores famosos por sus obras de tipo realista se arriesgaron a experimentar con formas narrativas ajenas a la tradición en que se les sitúa rutinariamente. Hubo escritores de amplia aceptación entre el público que no dudaron en proponer formas de ficción tales como la especulativa o la fantástica, haciéndolo con un ánimo de modernización cosmopolita, lo que ni se entendió demasiado entonces, ni ha merecido demasiada consideración luego por parte de la crítica académica hegemónica hasta hace poco, con el efecto consiguiente de exclusión del canon y desconocimiento general. Por ejemplo, la continuación feminista de los viajes de Gulliver titulada El paraíso de las mujeres (1922 en volumen), de Blasco Ibáñez, chocó con la incomprensión 14

de la crítica coetánea, para quien rompía todos los esquemas preconcebidos a partir sobre todo de la obra regionalista del autor, en un momento en que los equivalentes españoles del scientific romance británico y la novela antirrealista en general no se habían ganado el respeto que merecieron a lo largo de la década de 1920, y un espeso silencio ha cubierto esta interesantísima novela con posterioridad (Martín Rodríguez 2014). Una situación parecida ha sufrido otro novelista de gran éxito comercial en la época, Alberto Insúa, el cual presenta bastantes puntos en común con el maestro valenciano, como la convivencia de un realismo exigente con incursiones en el mundo de la fantasía realizadas con el mismo oficio narrativo que sus demás novelas, esto es, con una capacidad similar de conferir vida a espacios y personajes mediante el arte de la descripción verosímil. Y ambos comparten asimismo la escasa fortuna, en cuanto a la recepción académica, de esas incursiones suyas en lo imaginario. Alberto Insúa es recordado sobre todo como cultivador de la novela galante, que le aseguró triunfos tales como los cosechados por novelas como El negro que tenía el alma blanca (1922) o La mujer, el torero y el toro (1926), cuyos títulos pueden resultar problemáticos para la sensibilidad común de hoy o, por lo menos, connotan una literatura que bordearía peligrosamente el tópico, especialmente la segunda1. Los títulos de otras novelas suyas de su copiosa producción también pueden orientar la lectura hacia la clase de ficción sentimental de entretenimiento (sentimentale Unterhaltungsliteratur, según Scheerer, 1983) que se leía con fruición en la primera mitad del siglo pasado: La mujer fácil (1909), La mujer desconocida (1911), Las flechas del amor (1912) o Un corazón burlado (1921), por no citar más que algunas de las que se reeditaron en numerosas ocasiones según una bibliografía del autor (Hemingway 1994). 15

Su éxito se debía a su conexión con un público medio, en una época en que las relaciones de pareja, vistas desde una perspectiva que abarcaba desde lo puramente sentimental hasta lo directamente erótico, constituían un tema de preocupación común, según la mujer se iba liberando, al igual que la práctica del sexo en España. El país se debatía entonces entre la pervivencia de una idea tradicional del erotismo como actividad puramente procreativa y la creciente secularización, que hacía ya hincapié en el placer y la realización del individuo según sus tendencias propias, de acuerdo con la naturaleza, y esto no solo en los medios libertarios (Cleminson 2008), sino también en la sociedad más amplia (Aresti 2001). La novela galante literaturizaba esta tensión entre «Konvention und Rebellion» [convención y rebelión], como ha estudiado rigurosamente Scheerer (1983: 87-158), pero de tal forma que quedara garantizada en lo posible la identificación del público al que se dirigía el escritor, incluido el que nos ocupa (Fortuño Lloréns 1998: 19): La narrativa de Alberto Insúa acaparó el interés del público popular porque, arraigada en la realidad y en la vida, reflejaba sueños e ilusiones de la clase media, a la vez que colaboró, en no poca medida, en el éxito de este tipo de literatura folletinesca que contenía los ingredientes que demandaba el público: pasión, desengaño, poder, desilusión, dinero, infelicidad…

En este marco indudablemente tópico, Insúa introdujo cualidades de escritura que lo convierten en el principal cultivador de este subgénero en España también desde un punto de vista estético, gracias a lo cual no ha caído completamente en el olvido. De hecho, ha merecido incluso reediciones críticas de dos de sus 16

novelas más estimadas, ambas de asunto cubano, la mencionada El negro que tenía el alma blanca y otra de 1928 titulada Humor, dolor y placer, en cuyo prólogo Fortuño Lloréns define como características de la narrativa de Insúa «la descripción de ámbitos contemporáneos […] y el sutil análisis de las almas de sus personajes» (1999: 9), mientras que Nora habla de su «carácter de crónicas brillantes, maliciosas, ligeramente satíricas, superficiales y amenas, de un medio social determinado (la burguesía ciudadana media y alta, casi siempre), lo que constituye el aspecto más estimable y literariamente válido de casi todas las novelas de Insúa» (1963: 411). Pero estos juicios y caracterizaciones, aunque justificables y seguramente atinados, dejan en la sombra todo un sector de su narrativa que difícilmente encaja en su figura, ya estereotipada. Una vez alcanzada la cumbre de su trayectoria profesional como novelista, Insúa demostró ser capaz de modernizar su técnica literaria, renovando al mismo tiempo de forma profunda y original el concepto de novela erótica, en su díptico El barco embrujado (1929) y El amante invisible (1930). Las dos novelas no son continuación una de otra, ni sus intrigas tienen gran cosa que ver. Sin embargo, tanto Insúa como la crítica coetánea aludieron a ambas como una serie aparte de novelas, con estética y ambiciones comunes tendentes a una mayor modernidad2. Se trata en ambos casos de novelas de magia, en las que lo sobrenatural configura un universo ficticio en que la fantasía sirve de trampolín para crear una parábola de la realidad, juzgada esta desde una perspectiva externa mediante un proceso de extrañamiento no muy disímil al practicado en el viejo cuento filosófico o en la más reciente novela utópica o ficción científica. No se trata, como en la mayoría de sus novelas, de que los lectores se identifiquen con 17

los personajes. Al contrario, el protagonismo de una figura dotada de poderes sobrehumanos, frente a la cual los demás se presentan con las pequeñeces y mezquindades de la humanidad al uso, invita a adoptar una postura de objetividad y de análisis intelectual frente al proceder corriente, hasta llegar a sus móviles esenciales. Estos suelen resultar disimulados en la narrativa mimética por el detallismo descriptivo y, especialmente, por el carácter intrínsecamente individual y, por ende, no representativo de los seres que actúan en la ficción realista, a no ser que se les aplique una lectura alegórica, rara vez justificada. En cambio, y como señaló Valentín de Pedro (1930) en una entrevista hecha a Insúa con ocasión de la publicación de El amante invisible, «lo fantástico en esta novela de magia es como una niebla rasgada aquí y allá para mostrarnos claramente la realidad», extremo que confirmó el autor al decir que, igual que en El barco embrujado, se había servido «de lo fantástico para hablar de algunas realidades» (ibidem). En El amante invisible, el personaje que mueve y comenta la acción al mismo tiempo es Pandoro, un joven de clase alta en un país imaginario, aunque voluntariamente parecido a la España en aquel trance de crisis terminal del reinado de Alfonso XIII3. Pandoro firma un pacto con el diablo para hacerse invisible y conseguir de esta guisa convertirse en el amante de Octavia, la mujer más codiciada del reino, antes de involucrarse en política, proclamar la república y caer vencido por la traición de la mujer, que propicia una restauración monárquica, absoluta y clerical, mientras que el joven amante despechado invoca de nuevo a Satán para pedirle la muerte. El diablo solo le concede que adquiera la insensibilidad de un árbol, en lo que se convierte Pandoro a la manera de metamorfosis ovidiana. La conclusión es fabulosa, pero singularmente adecuada a la filosofía 18

pesimista que baña la novela, en la que el don de la invisibilidad permite al protagonista asistir como testigo ilimitado a los vicios y torpezas de la humanidad y, sobre todo, a convencerse en su propia piel invisible de la falacia del impulso sentimental cuando la mentira impera en toda la sociedad evocada. Lo que pierde a Pandoro no es su alma, sino sus ilusiones, en especial las sentimentales. Desde este punto de vista, El amante invisible prolonga la vía abierta por El barco embrujado, aunque el riesgo asumido por Insúa en El amante invisible sea más pequeño, y no solo por su menor audacia formal4. Al fin y al cabo, el cronotopo del pacto diabólico, aun actualizado, gozaba de amplio conocimiento público, y las peripecias narradas en la novela se mantienen en los límites de la verosimilitud, a excepción de la invisibilidad del protagonista-testigo, la cual contaba asimismo con un precedente tan célebre como The Invisible Man (1897), de H. G. Wells (traducido al español ya en 1904 con el título de El hombre invisible), siendo de suponer que el gran público estuviera familiarizado con esa posibilidad ficcional. De hecho, una reseña de El amante invisible gira en torno a la diferencia entre estas dos novelas de Insúa con el modelo de Verne y Wells, en cuyas obras «lo maravilloso de sus personajes se explica por una mayor extensión a aplicaciones prácticas de lo que ya son axiomas científicos, ocupándose así, más que de lo sobrenatural, de las posibilidades de lo natural», mientras que Insúa «se ha lanzado directamente a la conquista del más allá sin tercería de ciencia alguna» (Canalejas 1930). No obstante, si pareció hacer falta especificar esta distinción, sería porque los mundos imaginarios de Insúa y Wells se podían entender como cercanos, cosa que no ocurriría con seguridad con narraciones maravillosas o puramente fantásticas en el sentido de ficciones en que un hecho sobrenatural 19

irrumpe en la realidad ­empírica y la cuestiona con un efecto de terror. En los relatos no realistas de ambos autores, los elementos fantásticos pretenden más hacer pensar que inducir el temblor ante lo insólito. Desde este punto de vista, estas dos novelas de Insúa no son estrictamente fantásticas, sino más bien especulativas, si atendemos a su desarrollo perfectamente racional, una vez aceptadas las premisas sobrenaturales del asunto. De hecho, se podrían clasificar dentro de un género temático muy amplio, el de la fantasía teológica5. Este subgénero, constituido por las ficciones en que elementos del saber teológico funcionan de manera similar a como lo hacen los tecnocientíficos en la literatura prospectiva, se puede jactar de otros ejemplos de alto valor en ese período en España, tales como Las siete columnas (1926), de Wenceslao Fernández Flórez, o La tournée de Dios (1932), de Enrique Jardiel Poncela, en todos los cuales se combina una dimensión filosófica, de indagación desengañada de la naturaleza de los hombres, con la dimensión social que se desprende de la contemplación de las consecuencias colectivas del ejercicio de esa naturaleza, tal como señaló acertadamente el propio Insúa al afirmar lo siguiente: «De mí sé decir que mis dos últimos libros, El barco embrujado y El amante invisible, son dos novelas de tipo filosófico-social. En la primera de estas obras estudio, con vena humorística, la posibilidad de un mundo absolutamente libre, sin más leyes que las del instinto, y en El amante invisible he reflejado, con algo de caricatura, la situación política de la España borbónica» (Insúa 1931). Por entonces, el modelo wellsiano ya se había convertido en la encarnación hegemónica del cuento filosófico moderno en Europa, sin exceptuar España, de manera que resulta comprensible que 20

Insúa quisiera posicionar la novedad de sus experimentos también respecto a la contribución del prestigioso escritor inglés. En una entrevista concedida poco después de aparecer El barco embrujado, en cuyo texto mismo se alude polémicamente a lo maravilloso científico6, Insúa declaró haber recurrido a la teoría freudiana, pero «sin seriosidades a lo Wells» (Mayral 1929), lo que sugiere de forma indirecta hasta qué punto lo tenía presente. De este modo, parece haber querido indicar una vía de renovación de la novela paralela en su ambición crítica e intelectual a la del scientific romance, ya bastante aclimatado en España a esas alturas de la década de 1920 (Martín Rodríguez 2011), pero distinta y arraigada más bien en la tradición mítico-fantástica, como la reescritura fáustica en El amante invisible, o la combinación original, como veremos, del motivo robinsoniano con el paradisíaco y pastoril, como en El barco embrujado. Esa vía pasaba también, por supuesto, por una ruptura con el naturalismo hegemónico. En la entrevista antes citada, un pasaje es meridianamente claro al respecto: La novela se titula El barco embrujado. Al hacerla, intenté evadirme del natural, aunque usted sabe que yo procedo del naturalismo o realismo. En este caso he hecho ciertas escapadas de lirismo y he buscado también la introspección.

Más adelante, niega que se trate de una rectificación total: «Se ve siempre en mí el escritor que parte de la realidad. Pero en este caso, yo, ¿cómo le diría?, descanso de mí mismo». La realidad es, en efecto, solo un punto de partida, porque «la novela es una cosa falsa. Entendámonos: imaginaria». La fantasía es, pues, la clave de su modernización novelesca, una modernización que acabará siendo 21

un mero paréntesis, un «descanso», quizá por no haber cosechado con ella un éxito comparable al de su fórmula habitual. Cuando Valentín de Pedro le preguntó si seguiría haciendo «este tipo de novela de magia, iniciado con El barco embrujado», Insúa contestó con una negativa, pudiéndose distinguir cierta decepción: «El amante invisible es la segunda y será la última de este género. Son el producto de mi inquietud actual, de mi ansia de renovación, pero no un largo camino que se empieza a recorrer…» (Pedro 1930). El motivo de esta renuncia parece haber sido económico. Insúa era, con todo, un novelista atento a mantener sus ventas y su breve etapa fantástica debió de ser un fracaso desde este punto de vista, a juzgar por unas declaraciones suyas posteriores (Milla 1933): […] yo de mí sé decirle que cuando he intentado apartarme de ese género [la novela galante], el público no me ha seguido con la fidelidad de siempre. Recuerde usted El barco embrujado y El amante invisible. El primero, representaba un mundo caótico, anárquico, sin ley; el segundo era una sátira de la Dictadura y una profecía de la República. Contraste con las tiradas de estos dos libros la de cualquiera de mis otras novelas.

Estas palabras tienen interés como testimonio de la escasa disposición del público español a apreciar la literatura de la imaginación, especialmente si es de carácter intelectual, lo que podría explicar que tantos escritores hayan probado esta vía en el país, pero sin perseverar en la misma. La renuncia a este tipo de ficción por parte de Insúa, como novelista profesional, se explica así sin dificultades. Aunque El barco embrujado se había vendido bastante, parecía claro que el público exigía de él más de lo mismo, de lo que 22

llevaba ­escribiendo desde hacía décadas. Y como no era un autor para minorías, tuvo que atenerse al veredicto de la masa lectora. Así se perdió la posibilidad de un corpus novelesco fantástico que prometía ser eminentemente personal y coherente, toda vez que contaba con el apoyo de la crítica, la cual recibió muy positivamente, en general7, la tentativa de renovación del célebre novelista galante, su intención de «conducirnos por otras nuevas rutas emocionales» (Láinez Alcalá 1929), tan pronto como dio «el salto prodigioso hasta El barco embrujado» (Santiago de la Cruz 1929). Tal libro representaba para este último crítico a la vez un atrevimiento y una promesa, que le habría de servir «de ejemplo y estímulo para seguir por este camino, que es el verdadero». Era un libro de estilo nuevo, que demostraba sus dotes de «novelista moderno y profundo, ágil y completo». El columnista anónimo que comentó la obra en ABC (1929) abundó en esas mismas ideas, de modo que quedan explícitas las razones que habían llevado a Santiago de la Cruz a atribuir al autor profundidad y modernidad, junto con un carácter ágil: El barco embrujado tiene, sobre los libros anteriores de Alberto Insúa, una noble preocupación intelectual, Es un libro moderno. La fantasía trascendental y su sentido simbólico se unen a la amenidad ingrávida y ligera de la forma. […] Ha llegado a tal dominio del arte de novelar que, siendo cada nuevo libro suyo distinto de concepción y de realización, todos tienen, como denominador común, una fluidez y una frescura extraordinarias. El barco embrujado, que es obra de más empeño, conserva –sin embargo de su preocupación intelectual–, la misma gracia espontánea, el mismo brío juvenil y la misma amenidad que han hecho tan justamente famoso a su ilustre autor. 23

Así pues, Insúa había conseguido conservar las cualidades de entretenimiento típicas de su novelística anterior, pero infundiéndole un «mayor empeño», enraizado en su contenido intelectual. Este despojaba de cualquier riesgo de arbitrariedad a una fantasía que, en cambio, alcanzaba trascendencia gracias a su espíritu analítico de la naturaleza humana, dejada ahí al desnudo. Insúa, además, no se paraba en barras. En vez de limitar sus audacias a lo que pudiese tolerar el lector medio, como hacía en sus novelas galantes, las había llevado mucho más lejos, hasta el punto de coincidir con las ideas más avanzadas de algunos anarquistas, desde la exaltación del nudismo hasta la aceptación de todas las variantes del amor. De ahí que se pudiera escribir que rozaba con frecuencia «lo escabroso» (ABC 1930). Esta osadía era tanto mayor por cuanto no se trataba de una novela pornográfica en absoluto, ya que en ella faltan casi completamente las descripciones de retozos carnales que abundaban en las numerosas novelas eróticas españolas coetáneas8. El erotismo de El barco embrujado no persigue excitar, sino denunciar la imposibilidad de la utopía con el material humano presente, ni aun contando con una ayuda sobrenatural. De esta manera, el sentimentalismo frívolo de la literatura galante, incluida la del propio Insúa, se torna en cuestionamiento ético y antropológico radical, tal como señaló José Díaz Fernández, novelista y teórico del Nuevo Romanticismo como literatura comprometida, en su brillante reseña de la novela. Dadas las preferencias literarias de Díaz Fernández por una narrativa eminentemente social, podríamos creer que el tema erótico fundamental en El barco embrujado pudiera parecerle una muestra más de indiferencia frente a lo colectivo, e incluso de escapismo. De hecho, recuerda que se le reprochaba a Insúa «su excesiva 24

­ referencia por los temas de amor» (1929). Sin embargo, este crítico p izquierdista defiende la opción del autor al afirmar que «es precisamente en el amor donde la sociedad contemporánea nota que los problemas coexisten en trágica perdurabilidad». Las relaciones humanas tienen mucho de «insoluble y atroz» y, como tales, siguen actuando en la existencia y en la sociedad con la intensidad de siempre, coincidiendo con la agitación contemporánea, a la que las mutaciones del concepto y funcionamiento de la pareja no eran tampoco ajenas. Esos cambios corrían paralelos a la Historia y, por lo tanto, el novelista actual debía afrontarlos de manera distinta a la decimonónica, reflejando el dinamismo y la mezcla de alegría física y de ansias espirituales, pese al escepticismo ambiente, con el sueño como catalizador según el modelo freudiano. El barco embrujado es, en efecto, un «sueño colectivo» cuya trama evita un psicologismo de cortos vuelos en favor de una construcción simbólica a la vez más íntimamente reveladora y más universal. Aunque se eludan las abstracciones alegóricas («sin recurrir al fácil resorte de los símbolos, son simbólicos los personajes de Insúa por su propia idiosincrasia», escribe el crítico), los viajeros del transatlántico «constituyen la síntesis de un mundo sabio, brillante y fatigado» en el que se introduce un taumaturgo (como lo llama el autor en la novela) que parece más bien «un dios que se hizo hombre y hombre de nuestro siglo». Su intervención impulsa la acción hacia lo maravilloso, hacia un paraíso de libertad y armonía, libre de la vergüenza y del dolor, pero que acabará abruptamente debido a la incapacidad de la mayoría de los hombres de soportar una felicidad eterna, sin angustia ni riesgo. La beatitud no es de este mundo y la inmortalidad prometida supone un «horrendo vacío». Esta calificación sugiere que Díaz Fernández simpatizaba en el fondo con la incomprensión de la trascendencia 25

por parte de los personajes. Estos terminan regresando al mundo real. Tras el rodeo utópico, «el hombre de Insúa da una vuelta sobre sí mismo para encontrarse otra vez con su prístina imperfección», en un desengañado final que Díaz Fernández entiende como opuesto a la perspectiva futura de las «novelas de anticipaciones» de Wells, mencionado aquí otra vez como referente imprescindible. No obstante, quedaba un aspecto de vacilación final que correspondía a la combinación de elementos reales e imaginarios a la que Insúa había procedido «con excelente éxito». El mensaje último de la novela permanecía en suspenso entre una apología de la fantasía, por la que cabía concebir un estado sobrenaturalmente perfecto, y una reafirmación de lo real y de sus deficiencias inevitables: «Y no se sabe si el novelista ha querido justificar el sueño o afirmar la vida con toda su inconsistencia y su miseria», tal como declara Díaz Fernández como remate de su inteligente análisis. Este indica las líneas de fuerza de la narración de Insúa y el juego de contrastes que la articula y la convierte en un artefacto literario complejo en su estructura y en su sentido, más allá de la nitidez con que se presentan aparentemente los distintos elementos que la conforman, así como la intención del escritor al crearla, según se desprende de la amplia presentación que hizo de ella en una de las entrevistas citadas (Mayral 1929). Las palabras de Insúa merecen citarse por extenso al aportar la visión del autor de los hechos narrados (y deténgase aquí el lector si no se desea conocer por adelantado el argumento de la obra): La novela, en sí, carece de precisiones cronológicas y geográficas. El barco embrujado, el «Anfitrite», salió del puerto de una gran metrópoli americana en la que se había celebrado una ­fastuosa 26

Exposición, a la que acudió el mundo entero. El buque trae rumbo a Europa; no se sabe adónde va. Lleva a bordo personajes de todas las razas y nacionalidades. No se justifica nada acerca de ellos, que constituyen un mosaico humano. Abundan, desde luego, las mujeres con alma. El héroe de la novela es un personaje misterioso que realiza extraños milagros, cosas taumatúrgicas; que enardece y encanta a todo el pasaje. […] Él vulnera todas las leyes naturales: está también frente a la psiquiatría. Es perseguido, encarcelado y… no sufre prisión. En cierto modo es superior a Cristo, puesto que aquel padeció y este no se resigna humildemente. La nave sufre al final de la primera parte una sensacional metamorfosis por la voluntad y el poder del taumaturgo. […] El taumaturgo ha llevado a todos los pasajeros del «Anfitrite» a un extraño país, donde la vergüenza no existe… Me explicaré: donde el pudor ni la vergüenza ni otros sentimientos análogos no se conciben ni se necesitan. Allí es la vida natural; el trabajo supone un castigo, y el parto de la mujer, otro. La Naturaleza lo da todo. La especie se multiplica por el sueño… […] En el país imaginario de que hablaba hay unos singulares elefantes bifrontes y unas tortugas rápidas como automóviles, y los hombres y las mujeres van desnudos9, y no se siente la lujuria ni existe, por tanto, la noción del pudor. El taumaturgo llevó a los pasajeros hacia un país de tránsito, desde el que se divisan las montañas lejanas que ocultan el Paraíso, donde está el Edén. Allí, en el país de tránsito, les da libertad, porque quiere probarlos; allí están las dos falanges; casos de Freud y de Marañón. Unos con unas y otras con otros, formando la zona inmensa, vacilante, de neutros. La intersexualidad de la especie humana. […] Cada persona elige según su voluntad. […] El polígamo elige varias hembras, la poliándrica varios varones… Eligen también el homosexualista, la lesbiana, el incestuoso, el que siente el verdadero amor de marido por su esposa. Todas las clases de amor… […] 27

Y hay, naturalmente, la pareja de Platón… Y Don Juan y Cleopatra quieren ensayar el amor puro, reformándose en una virginidad moral. La más pura mujer, la más mujer que iba en el «Anfitrite» se dirige hacia el más sano, sencillo y humilde, y ante la limpieza física y moral de ambos el taumaturgo sonríe porque encontró la pareja ideal… […] Los hombres vuelven a inventarlo todo. Los vicios, las pasiones, los odios. Como la muerte está prohibida, ocurren cosas monstruosas. Llegan a hacer el Infierno. Y solo se salva la pareja citada. Otra vez Sodoma y Gomorra: diluvios, sangre, llantos, guerra. Y en ese momento las montañas se abren, aparece el Edén y la pareja platónica desaparece por una ruta luminosa, y todos los restantes quedan en un valle de lágrimas. […] me callo el desenlace. El símbolo de la novela es que la Idea no muere. El final del libro tiene una cierta originalidad. Lea usted El barco embrujado y podrá apreciarlo.

Tampoco desvelaremos completamente el misterio ahora, aunque indicaremos que, en el breve epílogo final dialogado10, los pasajeros creen que se ha tratado de una alucinación colectiva, pese a la desaparición no solo del taumaturgo, sino también de la pareja autorizada a acceder al paraíso verdadero. De hecho, solo el escritor Arcadio, figura contrapuesta simbólicamente a la del médico alienista Demetrius, cree en la realidad de la experiencia, una experiencia calificada por ese médico de locura tranquila. De esta manera, se introduce una vacilación final entre hipótesis explicativas que orienta la recepción en el sentido de la ambigüedad del género fantástico, entre la puesta en duda positivista de la historia increíble y la aceptación de la parábola como un mundo ficcional alternativo, con su propia consistencia literaria y ética. Esta ­ambigüedad 28

r­ epresenta, no obstante, una pirueta final, más sorpresiva que original pese a la intención declarada del autor. Hasta llegar al país libre de vergüenza, la intriga se desarrolla en el típico transatlántico de lujo frecuente en la literatura y arte mundanos de los años locos y la representación de este microcosmos de la buena sociedad de la época, con alguna breve excursión al espacio más bajo social y localmente de los fondos del buque, se hace con los medios tradicionales de un realismo estilizado, ciertamente más dinámico que el decimonónico, pero obediente aún a los límites de lo convencionalmente verosímil. El erotismo que baña toda esta primera parte («El barco embrujado») a través de la descripción de los flirteos de todo tipo en este mundillo y, especialmente, de los comentarios de la gente masculina sobre las pasajeras más destacadas por su físico y capacidad de seducción, frente a las cuales los varones adoptan una actitud inequívocamente venatoria, tienden a crear una atmósfera de sensualismo cargado que no desentonaría en las novelas galantes entonces tan populares. Sin embargo, ya se anuncia la irrupción de lo sobrenatural que rompe aquellos moldes mediante su combinación inusitada con los registros fantástico y utópico. Un pasajero que se hace llamar Ángel Strong fascina a todos gracias a su físico llamativo, de una palidez intensa y de una elegancia corporal misteriosa de tan extrema, y, sobre todo, a sus palabras y comportamiento poco habituales por su sinceridad y carácter inesperado. Además, demuestra unos poderes sobrenaturales, que los humanos protagonistas atribuyen unos a una capacidad extraordinaria, aunque explicable, de sugestión propia de un ilusionista o hipnotizador fuera de serie, mientras que otros dudan cada vez menos de su categoría de ser sobrenatural, de dios o demonio o, quizá, de ángel, como sugiere su nombre de pila. Él 29

mismo declara: «Yo pertenezco a una raza luminosa y lo sé todo». Este carácter no se confirma expresamente en ningún sitio, de forma que Insúa sortea el peligro de una interpretación estrechamente religiosa de la fábula, además de alejarse de las figuras blandamente angélicas de mucha literatura anterior, pero no deja de haber indicios que apuntan a una modernización laica de ese ente teológico. Tras metamorfosear milagrosamente el buque en una isla, «aparece ÉL», palabra que Insúa escribe en mayúsculas en la frase final de la primera parte, como para indicar no solo la categoría sobrehumana de Strong, sino también el cambio de dimensión, de lo natural a lo sobrenatural en la segunda parte, «El país donde la vergüenza no existe». Aquí se presenta como una figura de una condición no solo distinta («Tened presente que mi condición no es la vuestra», dice a los pasajeros), sino también superior y hasta ominosa, en el marco de la mitología judeocristiana, como sugieren sus palabras: «yo asistí al incendio de Sodoma y Gomorra, del lado de los incendiarios». En efecto, los viajeros se encuentran inopinadamente en medio de una disposición que tiene visos claros de ser una especie de juicio universal, con Ángel Strong como juez. Insúa rompe ahí las expectativas de una larga tradición artística y religiosa. La división ya no es entre justos y pecadores, sino la biológica entre hombres y mujeres, y tampoco obedece a terrorismo teológico-moral alguno. Al contrario, ellas y ellos no se ven empujados por el poder divino a un destino eterno, sino que se les brinda la posibilidad de un nuevo comienzo sin los condicionamientos de la civilización, tras quedar la Historia utópicamente borrada. De hecho, en el país fabuloso todas sus necesidades están cubiertas por ese poder sobrenatural y su única obligación es desprenderse de todo su bagaje, empezando por su indumentaria, y 30

elegir ­libremente el tipo de vida amorosa que prefieran. Se trata de un país de Jauja en que al cumplimiento de los sueños alimenticios de una siempre hambrienta población medieval sustituye el de los eróticos de una sociedad todavía a medio liberar en la materia. Ángel Strong no guía la «elección amorosa» que fundamenta el orden del espacio imaginario, sino que se limita a mostrar mayor o menor satisfacción por la índole de dicha elección, de la que no se excluye la orientación homosexual. Insúa se siente obligado a justificar su amplitud de miras a este respecto, aunque tal justificación denota el carácter problemático de manifestar cierta tolerancia frente a los prejuicios mayoritarios y, de todos modos, los homosexuales quedan relegados a zonas aparte, aunque se entiende que el destino final de sus habitantes no será distinto al de los heterosexuales. De todas las parejas, la preferida por el taumaturgo es la formada por el sólido obrero anarquista Rogelio con la «robusta virgen» Elsa, «un hombre y mujer absolutos», siendo él todo «brío y fortaleza» y ella, «robustez y gracia». Ambos se bastan, de manera que cumplen el designio de amarse como única actividad necesaria en este universo edénico, mientras que los demás, con elecciones eróticas menos acertadas por su naturaleza individual también menos perfecta, por menos natural que la de esa pareja, acabarán transformando la estabilidad feliz de la «república venturosa» en una distopía que refleja los males de la civilización dejada atrás, aunque no olvidada. Este espacio sobrenatural responde a los sueños utópicos más tradicionales. «Nada costaba nada. Todo era de todos. ¿Jauja? ¿Arcadia? ¿El Paraíso?». La vuelta a la naturaleza y el hincapié en las relaciones amorosas parecen remitir incluso a una recuperación de la pastoral. Sin embargo, Insúa también moderniza este viejo ­género mediante 31

una imaginación creadora de seres de aire vanguardista como, por ejemplo, «elefantes que tenían dos trompas, antílopes con pieles de pantera; unos caballitos negros, con dos jorobas que formaban una silla, y los cascos de nácar; unos tigres blancos, y –lo más asombroso– una serie de simios con facciones humanas», a lo que se suman otros animales extravagantes y mansos, como las tortugas que sirven de medios de transporte. De hecho, los pasajeros no deben renunciar a las comodidades modernas, pues no se trata de una arcadia regresiva, sino de otra en que la naturaleza misma cubre necesidades y placeres, sin excluir los del tabaco («ya torcido, lo producían unas plantas»). Hasta la arquitectura respondía a la última moda funcional, con casas «de una materia vítrea y translúcida», de colores distintos y con biombos y tabiques movibles, como si fuera «en acción, el sueño de Le Corbusier». Sin embargo, en esta pastoral moderna, el hombre contemporáneo no sabe ya vivir. Como corresponde a unos náufragos ficticios posteriores a la novela capital de Daniel Defoe, no podía faltar la tentación de reconstruir la civilización y, en consecuencia, la dominante genérica del texto pasa a ser otra emparentada con la utópica, pero opuesta potencialmente a la misma, la robinsonada. Los antiguos viajeros, aburridos, recuperan gradualmente el impulso de fabricar objetos, de identificarse en ellos y mediante ellos, empezando por la indumentaria, que sustituye a la desnudez original. Así pues, «resurgían, robinsonianamente11, todas las industrias» y, desde la creación de cosas materiales se pasa rápidamente a la recreación de las instituciones, incluida la monarquía. Hasta Arcadio, cuyo nombre simbólico connota su adecuación al nuevo espacio, acaba transgrediendo las «leyes naturales de la república venturosa» al ponerse de nuevo a escribir, antes de encabezar la resistencia contra la resurrección de las jerarquías de poder. 32

Su derrota en combate singular con el príncipe Emilio y su muerte a manos del aristócrata, que es la primera que se produce en la isla, donde la enfermedad era tan desconocida como el parto con dolor y en la que la inmortalidad era la regla, transforman la utopía en distopía, la descripción del edén en narración del proceso social, que se presenta como intrínsecamente destructivo. Incluso los animales imaginarios participan en una guerra de cuyas masacres se congratulan casi todos con entusiasmo. Solo Rogelio y Elsa se oponen inútilmente, hasta su prendimiento. Su ejecución la interrumpe el regreso del taumaturgo, en lo que será el segundo juicio, esta vez conforme al ejemplo cristiano. Los escogidos solo son dos, aquella pareja resistente, a la que se le permite atravesar las montañas que limitaban la isla, ahora transparentes para dejar divisar una tierra de hermosura infinita, donde se barrunta una vida libre de dolores, temores y defectos, perfecta en definitiva y no solo como prueba, como lo había sido en el país imaginario. Solo ellos consiguen adentrarse en el espacio luminoso, mientras que el «rebaño de réprobos» tan solo puede lamentar lo perdido a causa de su atavismo de civilizados. El arrepentimiento llega tarde; solo les queda llorar, un llanto que Insúa describe en términos apocalípticos mediante una prosa que no rehúye la hiperbolización poética, en una visión alucinante: Brotaba el llanto continuo, incoercible: cada ojo una fuente de lágrimas. Corriendo por las mejillas, filtrándose por las vestiduras, empapaba la piel, penetraba en sus repliegues y se precipitaba por el pecho y los muslos. Hacíanse charcos en tierra, los arroyos de lágrimas formaron una turbia laguna donde los cuerpos oscilaban y los brazos y piernas se distendían, de súbito, con violencia, en un afán angustiado de salvación. 33

Pero la turbia laguna se convertía en un mar de aguas cenagosas y densas. Altas olas envolvían los cuerpos, los arrojaban unos contra otros; hacíanlos girar como estatuas de piedra, y luego flotar, saltar sobre la espuma, ingrávidos, vacíos, con sólo vida en los ojos para absorber el espectáculo horrendo. Un Diluvio sin arca. Una Estigia sin barca.

En medio de las aguas surge lentamente un bulto, que no es otro sino el buque en que viajaban. Tras el paroxismo de placer, primero, y de dolor, al final, el experimento erótico se revela como un paréntesis fabuloso, fantaseado quizás, en la vida lujosa de un transatlántico moderno. El episodio central sobrenatural queda así ceñido por el marco realista, el cual pone de relieve, por contraste, su significación moral y, en especial, la virtualidad estética del juego de la libérrima imaginación desplegada en la parábola del país sin vergüenza. Para pergeñarla, Insúa recurrió tanto al mito como a las sugestiones de géneros muy en boga entonces, como la (anti)utopía y la robinsonada, para rivalizar con la novela filosófica e intelectual de sus coetáneos novecentistas, sin conformarse ortodoxamente a ningún patrón en concreto. El autor puso al servicio de su mensaje en favor de la naturalidad amorosa los instrumentos ficticios que la Modernidad ponía en sus manos, a los que él añadió el uso innovador del acervo teológico en un contexto contemporáneo, con todo el atractivo emocional de lo fantástico, pero sin renunciar a un tratamiento serio y especulativo de lo sobrenatural, no reñido con una fina ironía, por otra parte. La diversidad de los ingredientes conllevaba el riesgo de crear una especie de monstruo narrativo, pero la pericia de Insúa, perfeccionada mediante sus ejercicios realistas, debió de facilitarle que la obra en su conjunto ofreciera, 34

dentro de la variedad, una unidad que garantizara su coherencia última, librándola al mismo tiempo de la posible impresión de convencionalismo de la mayoría de sus otras novelas. Hasta el estilo de El barco embrujado presenta a veces rasgos líricos inusitados en su producción, como en el pasaje citado del diluvio de lágrimas. Insúa parecía haber roto de este modo con la narrativa comercial para inclinarse por otra más exigente desde el punto de vista conceptual y literario, además de mucho más moderna, especialmente en lo relativo a su estructura y género (o falta de él). No es de extrañar que la crítica la acogiera tan favorablemente, porque ahí el autor había aspirado evidentemente a la gran literatura, y se puede defender que había alcanzado su propósito. Es de lamentar que el gran público no lo siguiera por esa vía, aunque resulta probablemente aún más triste que se siga desdeñando hoy una ficción tan lograda y sumamente original, también por su carga intelectual, dentro de la literatura erótica española. No en vano se trata, en opinión del único estudioso que, al parecer, se ha ocupado de la obra fantástica de Alberto Insúa12, de «su mejor novela» (Sánchez Insúa 2009: 97) y ya va siendo hora seguramente de que se reconozca su categoría literaria13 o, al menos, su enorme originalidad temática en el panorama de la literatura fantástica y especulativa moderna, modalidades ambas que el autor combina de forma magistral e inextricable en El barco embrujado. Su anteparaíso representa la creación de un nuevo espacio del más allá que, aun basándose en el modelo del edén cristiano, innova al rehusar la recreación del mito bíblico14, por una parte, y la compartimentación tradicional católica de las regiones de ultratumba en limbo, infierno, purgatorio y cielo o paraíso. Además, este anteparaíso adopta el aspecto de una utopía puramente erótica. 35

Esto tiene precedentes15, aunque casi ninguno con una dimensión sobrenatural, de ciudad de Dios en la que el amor en que tanto insiste el Cristianismo es el amor terrenal al que están (felizmente) sujetos casi todos los seres humanos. El hecho de que tales novedades aparentemente difíciles de casar lo hagan perfectamente en el marco de esta novela, cuyo experimentalismo moderno no está reñido con la amenidad, denota una maestría que permite considerarla una de las muestras más sorprendentes y logradas de lo que se podría considerar un art deco literario, el cual merece seguramente la misma revalorización que el artístico. Por lo demás, la literatura española no está tan sobrada de narraciones verdaderamente originales e intelectualmente pertinentes como para seguir desdeñando El barco embrujado, como tampoco lo está de obras verdaderamente cosmopolitas como lo es esta novela de personajes y circunstancias prácticamente mundiales (además de mundanos). Pocos rescates eran tan necesarios como este.

Apéndice sobre la fantasía teológica o teoficción

El uso literario del acervo de la Teología cristiana (cielo e infierno, ángeles y demonios, lo divino y su esencia, etc.) tiene una larga tradición en Occidente desde la Antigüedad hasta nuestros días. El universo de lo que podría denominarse fantasía teológica ha inspirado géneros literarios enteros, como las visiones del más allá, que culminaron en la divina Commedia de Dante Alighieri, tras precedentes clásicos como el mito platónico de Er. Estas descripciones de cielos, infiernos y purgatorios no se extinguieron tras la obra ­maestra del genio toscano, pese a lo que han afirmado 36

algunos16, y ahí está «El sueño del infierno» (Sueños y discursos, 1627), de Francisco de Quevedo, y sus adaptaciones europeas para demostrarlo. La visión teológica, consistente en la descripción de los espacios de ultratumba por un personaje que hace las veces de testigo, se ha cultivado, de hecho, hasta bien entrada la época contemporánea, como manifestación ficcional por parte de autores canónicos 17, y también como presunto informe factual con intenciones apologéticas para un público acrítico y entregado, que ha garantizado el éxito de títulos tales como A Travel Guide to Heaven (2003), de Anthony Destefano. Por su parte, la demonología no se ha quedado atrás en su función inspiradora y bastará recordar la leyenda de Fausto y las abundantísimas invenciones literarias de pactos diabólicos para hacerse una idea de su importancia en el imaginario occidental, como el mismo Insúa demuestra en El amante invisible. En tiempos más recientes, son los ángeles los que parecen haber ocupado el centro de la escena, al menos en la cultura popular actual, si hemos de juzgar por el éxito de series de best-sellers como la de The Fallen (2003-2004), de Thomas E. Sniegoski, aunque tampoco faltan los ejemplos de angeología en la literatura exigente moderna, como La Révolte des anges [La rebelión de los ángeles] (1914), de Anatole France. Además, la misma divinidad única del Cristianismo se ha convertido modernamente en personaje de ficción en libros como La tournée de Dios (1932), de Enrique Jardiel Poncela. En suma, la Teología sigue constituyendo un depósito de temas para los escritores interesados en crear mundos ficcionales no ilusoriamente realistas, de forma que incluso se podría considerar una de las grandes ramas de la ficción de lo imaginario, paralela a la maravillosa, la mitológica, la fantástica y la fictocientífica, que es quizá con la que tiene más 37

elementos en común, sobre todo por su carácter esencialmente racional y ­ontológicamente concreto. De hecho, lo sobrenatural teológico parece tener mucho menos que ver con la arbitrariedad de la magia de los cuentos de hadas y de la fantasy predominante en el mundo anglosajón y que ha marginado la tradición arqueoespeculativa latinoeuropea 18, ya que la reflexión teológica ha acotado el campo de la fantasía mediante las leyes deducidas racionalmente de las Escrituras sagradas hasta constituirse en la «science de la foi» [ciencia de la fe] (Geffré 1994: 488b-498a), expulsando así el pensamiento mágico en que se funda lo maravilloso de la Fantasy, de la que también se distingue por no remitir a un in illo tempore mítico. Los motivos de la fantasía teológica (o teoficción, si se acepta este cómodo neologismo) proceden de un fondo mitológico (el bíblico en el cristianismo, el hindú en el budismo, etc.), pero ya no se trata de volver a contar las viejas fábulas de forma más o menos original, sino que simplemente se aprovecha este fondo como una de las fuentes de la enciclopedia ficcional utilizada a efectos de nueva invención, en un contexto claramente situado en la Historia. El viaje sobrenatural de Dante ocurre en un momento muy determinado, no en la a-historia del mito. Lo teoficticio también se distingue claramente de lo fantástico. La irrupción de figuras teológicas (demonios, ángeles, etc.) en un mundo ficcional que se presenta como un reflejo del nuestro empírico no da lugar a un conflicto ontológico ni a la duda sobre cómo interpretar los hechos que es propia de la literatura fantástica, que se puede caracterizar como «la que presenta en forma de problemas hechos a-normales, a-naturales19 o irreales en contraste con hechos reales, normales o naturales» (Barrenechea 1978: 90). Los seres espirituales de la teoficción no solo se manifiestan de 38

manera perceptible ante los ojos del testigo narrador de los hechos, sino que su existencia se postula como no dudosa en el espacio de la ficción, al estar dotados de una materialidad no por paradójica menos perceptible. Esta concreción tiende a rebajar en la práctica la dimensión sobrenatural. Esta se manifiesta puntualmente (por ejemplo, el milagro ofrecido mediante el pacto diabólico), y no sistemáticamente como en la magia de la fantasy. Incluso se disimula al aparecer como perfectamente natural en las visiones teológicas, por ejemplo, en las que lo que es sobrenatural para el testigo aparece como perfectamente natural en ese espacio del más allá. Desde este punto de vista, podría defenderse su inclusión no solo en la ficción especulativa, entendida esta como el conjunto de géneros temáticos que respetan en apariencia las leyes de la razón en su desarrollo imaginativo, sino incluso en la ficción científica propiamente dicha. Esta ha sido definida como «[g]énero de ficción proyectiva basado en elementos no sobrenaturales» (Moreno 2010: 107). A este respecto, podríamos preguntarnos si las acciones divinas (incluidas las angélicas y diabólicas, por procuración) son sobrenaturales para la Naturaleza divina… Por otra parte, el elemento proyectivo remite a un proceso de extrapolación o analogía que genera un mundo ficcional acorde con el método científico, un método que no se limita al empirismo de las ciencias naturales, sino que es aplicado también por las ciencias humanas y divinas, y entre ellas la Teología, justamente. Desde este punto de vista, la teoficción podría ser también ciencia ficción. Con todo, sería seguramente abusivo desde un punto de vista histórico obviar las diferencias entre la ficción científica y la teológica. Aunque la pertenencia de la segunda a la primera sería defendible, lo cierto es que ambas siempre se han distinguido en el marco global de 39

la literatura especulativa (esto es, la literatura de la «imaginación razonada», según el feliz sintagma borgiano). La ciencia ficción es cosa de este mundo (o universo) material; la teoficción es de otro mundo, del ultramundo espiritual más allá de la esfera de las estrellas fijas. Aunque ambas cosas se aborden racionalmente en estas dos tradiciones literarias paralelas20, lo espiritual frente a lo material suele servir de rasgo distintivo esencial a efectos clasificatorios, lo que a su vez se traduce en su diferente distribución y recepción, en general diferenciadas. Mariano Martín Rodríguez

Notas 1.  Según Eugenio de Nora, se trata de «una muy poco convincente mezcla de folletón sentimental, divagación intrascendente y reportaje periodístico que no esquiva, sino que se complace en los lugares comunes» (1963: 412). En relación con El negro que tenía el alma blanca, el mismo crítico hace hincapié en «el inconsistente dramatismo sensiblero, obtenido mediante la falsa idealización de los caracteres, y especiado con algunos excitantes granos de pimienta erótica» (411). 2.  Por ejemplo, Rafael Marquina (1930) declaró al publicarse El amante invisible que «desde El barco embrujado, la labor novelística de Alberto Insúa ha emprendido un nuevo rumbo. Hallamos en ella un dinamismo nuevo, una inquietud moderna, una fiel palpitación de nuestro tiempo». Insúa cifró en una entrevista el parecido de ambas novelas «en dos cosas: en la intervención de lo sobrenatural y en el estilo» (Cacho y Zabalza 1930), entendiendo por este último seguramente la nueva técnica literaria utilizada. 3.  «En El amante invisible he reflejado, con algo de caricatura, la situación política de la España borbónica» (Insúa 1931). 4.  Según Roberto Castrovido (1930), «Alberto Insúa, que en El barco embrujado se puso a régimen de vanguardismo, aparece curado de esa debilidad en El amante invisible».

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5.  Remitimos al curioso lector al apéndice de la presente introducción para una caracterización taxonómica, siempre discutible, de este género de ficciones. 6.  Uno de los personajes se pregunta cómo ha podido desaparecer el taumaturgo protagonista y, ante la idea de que se haya hecho invisible, afirma que «es una hipótesis… literaria, infraliteraria. Porque para mí toda esa literatura de lo maravilloso, así la firmen Poe, Stevenson o Wells es perfectamente estúpida, estúpida». Hay que señalar, no obstante, que no son palabras del narrador, sino de uno de los personajes, el psiquiatra rabiosamente cientifista Demetrius. 7.  Insúa recordó al publicarse El amante invisible que el estudio de las similitudes entre ambas novelas había que dejarlo «para la crítica, que, por cierto, celebró mucho El barco embrujado» (Cacho y Zabalza 1930). Sin embargo, Roberto Castrovido, cuya disconformidad con el vanguardismo de la novela ya vimos, presagia en su breve comentario sobre El barco embrujado los prejuicios frente a la literatura especulativa que suelen aquejar aún a la crítica española supuestamente culta, prejuicios felizmente más bien raros en la Edad de Plata: «La segunda parte, que encierra el busilis, no me agrada tanto. Gusto muy poco de estas ciudades sacadas de la cabeza del novelista, nuevas Utopias, Jaujas, El Dorado, islas de San Balandrán» (1929). 8.  Pese a sus osadías, El barco embrujado no corresponde a la caracterización siguiente, que sí parece ser válida para la inmensa mayoría del subgénero erótico (o sicalíptico) de la novela galante: «La estructura de la obra depende de la trama erótica, que tiende a ser episódica. Sus diversas partes o capítulos se unen de forma suelta y suelen ser escenas eróticas minuciosamente descritas. La secuencia aún podría ser trastrocada o cambiada. El tema central nunca plantea cuestiones sociales fundamentales, ni problemas de índole psicológica, sentimental o moral» (Litvak 1993: 62). 9.  El nudismo es una opción vital defendida a menudo por los anarquistas en la Península Ibérica en esa época. Antes de Insúa, el portugués Ângelo Jorge publicó en 1912 una novela utópica titulada Irmânia, cuya idea fundamental es que los problemas sociales se resolverían si la gente se hiciera vegetariana y se paseara en pelota. Después de El barco embrujado, el ingeniero anarquista hizo propaganda del nudismo en Óbito (1936), tras haber presentado los Jardines del Amor como espacio erótico nudista en su novela más importante, El amor dentro de doscientos años (1932). 10.  Varios capítulos adoptan, como el epílogo, forma dramática, lo que se puede entender como una manifestación renovadora en el plano de la expresión. La mezcla de géneros y estilos era frecuente en la narrativa moderna, de la que El barco embrujado también adopta templadamente otros elementos, como el

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monólogo interior. Estas características reafirman su propósito experimental en la producción de Insúa y, de hecho, desaparecerán prácticamente en El amante invisible, mucho más tradicional en cuanto a estructura y estilo. 11.  La combinación de robinsonada y de utopía recuerda un modelo europeo prestigioso, el de la novela de Gerhart Hauptmann Die Insel der großen Mutter (1924), que Margarita Nelken había traducido al español con el título de La prodigiosa isla de las damas (1925) y que Díaz Fernández menciona en su reseña. Sin embargo, la invención común de una nueva organización de la vida comunitaria obedece a propósitos distintos, en pro de un erotismo natural en Insúa y en defensa del feminismo en el autor alemán, del que está ausente, además, toda la construcción sobrenatural y fantástica que subraya la originalidad del español. Otro precedente puede ser la novela corta Náufragos (1926), de otro autor hispano-cubano, el anarquista Adrián del Valle, cuyo modelo de sociedad creada desde abajo, nudista, igualitaria y con amor libre, anuncia, con mayor carga didáctica y sin elementos maravillosos, la del «país donde la vergüenza no existe». 12.  No obstante, se impone citar las breves, pero inteligentes líneas dedicadas al libro por Scheerer (1983: 227), aunque el mensaje de la novela es quizá menos utópico finalmente de lo que da a entender ese estudioso: «In El barco embrujado bedient Insúa sich nach dem indirektem eingestandenen Vorbild von H.-G. Wells einer “magischen” und utopischen Darstellungsweise, die die politische Allegorie zudem noch in den Realitätsvorbehalten einer psychologischen Grenzsituation gefangen hält: Die Passagiere eines Luxusdampfers erleben als “sueño colectivo” die Erlösung von jeglicher Unterdrückung. Ein mit magischen Kräften ausgestatteter Mitreisender befreit sie von staatlicher Herrschaft, von Kirche, von Moral, Traditionen wie von geistiger, seelischer oder materieller Not. Das Ergebnis dieser modernen Variante des Paradiestraums ist zwiespältig, denn einerseits wollen die Betroffenen am Ende alle jene Institutionen wieder einführen, von den sie befreit worden waren, andererseits bleiben Hoffnungen erhalten, denn der neue Staat soll ein besserer, die wiederhergestellte Kirche eine tolerante und die neue Moral eine freiere sein» [siguiendo el modelo reconocido indirectamente de H. G. Wells, Insúa emplea en El barco embrujado un modo de representación «mágico» y utópico que, además, mantiene la alegoría política acotada dentro de las reservas de realidad de una situación psicológica límite: los pasajeros de un crucero de lujo viven como un «sueño colectivo» la liberación de todas las formas de opresión. Un viajero dotado de poderes mágicos los libera de la autoridad del Estado, de la Iglesia, de la moral, de las tradiciones tanto como de las necesidades intelectuales, espirituales o materiales. El resultado de esta versión moderna del sueño paradisíaco es ambivalente porque, por una parte,

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los interesados desean recrear al final todas las instituciones de las que se habían librado y, por otra, subsiste la esperanza, ya que el nuevo Estado será mejor, la Iglesia restaurada, tolerante y la nueva moral, más libre]. 13.  La presente introducción reproduce, con algunos cambios y un apéndice añadido, mi ensayo «“El país donde la vergüenza no existe”: el anteparaíso utópico-erótico de Alberto Insúa en El barco embrujado (1929)», publicado por Ángel Clemente Escobar y Javier Rivero Grandoso (eds.) en El erotismo en la modernidad, Madrid, CERSA-Publicaya, 2012, pp. 237-256. Conste nuestro agradecimiento a los editores por su amable autorización. 14.  El paraíso terrenal del Génesis bíblico inspiró varias obras importantes en la época de Insúa en España, tales como el cuento «El establo de Eva», luego titulado «Los cuatro hijos de Eva» (El amante invisible, 1896), de Vicente Blasco Ibáñez, y las obras en forma dramática «Eva y Adán» (Eva y Adán, 1926), y la primera versión de Allò que tal vegada s’esdevingué (1936), de Joan Oliver. 15.  El espacio utópico de El barco embrujado puede recordar lejanamente la abadía de Thelème imaginada por François Rabelais en el Renacimiento, aunque en esta la dimensión erótica parece secundaria. Modernamente, la utopía sobrenatural de Insúa parece ser una de las primeras de tipo fundamentalmente erótico. En cambio, el espacio isleño como lugar en que se desarrolla una distopía erótica ya había figurado en obras como Lettres de Malaisie (1898), de Paul Adam, o en la novela más bien homófoba L’isola dei baci (1918), de Filippo Tommaso Marinetti y Bruno Corra. No obstante, no se sabe si Insúa las conocía, como tampoco se sabe si se inspiró para el orden anarquista de «El país donde la vergüenza no existe» en robinsonadas colectivas anarquistas como Terre libre (1908), de Jean Grave, o Les Pacifiques (1914), de Han Ryner. 16.  Según afirma Eileen Gardener en su «Introduction» a Visions of Heaven & Hell before Dante, New York, NY, Italica Press, 1989, pp. XI-XXIX, «[t]he genre of medieval visions of heaven and hell culminates with Dante’s Divine Comedy. […] Dante was able to prepare a cohesive, imaginative, literary and brilliant summation of the subject. After him the topic, in effect, dies» [el género de la visiones medievales del cielo y el infierno culmina con La divina comedia de Dante. (…) Dante fue capaz de preparar un compendio coherente, imaginativo, literario y brillante del asunto. Después de él, el tema muere, de hecho] (pp. XXVI-XXVII). 17.  La lista de ficciones modernas ambientadas en el más allá teológico es muy amplia. Aun limitándose a los ejemplos de autores del canon de las literaturas anglosajonas y románicas, los títulos abundan: «In the Wrong Paradise» (1883; In the Wrong Paradise and Other Stories, 1886), de Andrew Lang; Captain Stormfield’s Visit to Heaven (1907/1908), de Mark Twain; «Aerial Football: A New Game» (1907;

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Short Stories, Scraps and Shavings, 1932/1934), de George Bernard Shaw; The Great Divorce: A Dream [El gran divorcio: un sueño] (1946), de C. S. Lewis; Parliamo tanto di me (1931), de Cesare Zavattini; «Oltretomba americano» (L’epidemia, 1944), de Alberto Moravia, «L’altro Empireo» [El otro Empíreo] (Diario minimo [Diario minimo], 1963/1975), de Umberto Eco, y un clásico romanche, «Correspondenza col purgatieri» (Il saltar dils morts, 1982), de Ursicin G. G. Derungs, entre muchas otras. En España, las ficciones de las regiones de ultratumba de tipo cristiano (aunque no necesariamente confesionales) han sido también relativamente abundantes en el período moderno. Se podrían mencionar, antes de 1936, «La justicia de Satán» (cuento escrito en 1894 y publicado solo en 1995), de Miguel de Unamuno; la sección que da título a la primera parte de En los profundos infiernos y nuevas cartas del Caballero de la Tenaza (1896), de José Nogales, la descripción muy católica y edificante de La visita al Paraíso (1909), de Mauricio López Roberts, y el incongruente e irreverente relato de Miguel Mihura titulado «El cielo» (1932). El género también se cultivó tras acabar la Guerra Civil, sea en el exilio, como atestiguan los relatos «El Angelito de los Cascabeles», «Naufragio en las playas del cielo» y «Los abismos» (Se abre una puerta…, 1953), de Álvaro Fernández Suárez; sea tras terminar el régimen clerical de Francisco Franco, con El hombre que volvió del paraíso (1979), de Ángel María de Lera, o «Un episodio celestial» (Secretos augurios, (1981), de Manuel Andújar, mientras que en la España sometida a la censura dictatorial, las visiones del más allá solían obedecer a la ortodoxia católica, como Aventura en el cielo de Marcelino Pan y Vino (1954), de José María Sánchez Silva. 18.  Aunque el triunfo mundial de la fantasía tolkieniana ha configurado el canon predominante de la fantasía heroica o fantasy, cuyo nombre anglosajón hasta se importa sin más, las ficciones que se desarrollan en países imaginarios de aspecto antiguo o protohistórico, cuyos habitantes tienen creencias y costumbres exóticamente imaginativas han tenido un gran cultivo en la Europa latina. Muchas de ellas prescinden por completo de la magia, insistiendo más bien en la componente de verosimilitud histórica y arqueológica dentro de lo imaginario y recurriendo a menudo a la retórica de las ciencias humanas. Entre los ejemplos señeros que podrían recordarse se cuentan obras como Il deserto dei tartari [El desierto de los tártaros] (1940), de Dino Buzzati; Le Rivage des Syrtes [El mar de las Sirtes] (1951), de Julien Gracq y la fictohistoria o historia imaginaria La Gloire de l’Empire [La gloria del imperio] (1971), de Jean d’Ormesson, mientras que en España no les quedan a la zaga obras como Escuela de mandarines (1974), de Miguel Espinosa, y El testimonio de Yarfoz (1986), de Rafael Sánchez Ferlosio. Fuera de Latinoeuropa, existen también ejemplos importantes de la modalidad, como Auf den Marmorklippen [Sobre

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los acantilados de mármol] (1936), de Ernst Jünger, y Kalpa imperial (1984), de la argentina Angélica Gorodischer. 19.  El uso de la expresion «a-natural» parece feliz, ya que así no se produce la confusión con lo sobre-natural de la religión. 20.  El hecho de que los críticos coetáneos aludieran a los scientific romances de Wells en su comentarios sobre las dos grandes novelas especulativas de Insúa sugiere que ya se había advertido por entonces la relación entre la ficción científica y la teológica.

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Criterios de edición

El texto que sigue reproduce fielmente, salvo la corrección de alguna errata y la armonización de la puntuación en el respeto de las preferencias de Insúa (por ejemplo, el uso expresivo de los dos puntos), el de la primera edición de El barco embrujado, novela publicada en Madrid por la editorial Rivadeneyra en 1929. Cuando falta evidentemente alguna palabra en la edición original, se añade 47

entre corchetes. No se han introducido notas explicativas. Aunque las expresiones extranjeras abundan en la novela, igual que las alusiones a figuras y costumbres contemporáneas que podrían ser oscuras para los lectores de hoy, su significado se puede deducir con relativa facilidad del contexto y contribuyen, además, a generar la atmósfera de cosmopolitismo que se antoja fundamental en el mundo imaginario de El barco embrujado.

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