INTERPRETANDO LA CORRUPCIÓN: UN ENSAYO SOBRE LAS CAUSAS MORALES DE LOS ACTOS CORRUPTOS Y SOBRE ALGUNAS CONSECUENCIAS. Por Jose Maria CANTOS

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Revista de estudios sobre Justicia, Derecho y Economía (RJDE). No.2 Enero-Junio 2015. Visítanos en facebook o en nuestro blog.

INTERPRETANDO LA CORRUPCIÓN: UN ENSAYO SOBRE LAS CAUSAS MORALES DE LOS ACTOS CORRUPTOS Y SOBRE ALGUNAS CONSECUENCIAS

JOSÉ Mª CANTOS Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Castilla-La Mancha (España)

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SUMARIO: 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Nociones previas Algunas aproximaciones metodológicas en Economía El plano jurídico-institucional de la corrupción La moralidad en algunas corrientes de pensamiento Moral y corrupción: una propuesta de estudio El problema moral en la sociedad actual Bibliografía utilizada -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

Resumen: Este trabajo ofrece un repaso a varios puntos de vista sobre la corrupción, con un especial detenimiento en el plano moral. A partir de una serie de conjeturas morales sobre los actos humanos y sobre las reglas que los delimitan, se propone una metodología para aproximar perfiles de conductas corruptas. Finalmente, partiendo de la idea-fuerza de que la corrupción es el reverso de la moralidad, se incide sobre el déficit moral en que están incursas las sociedades occidentales y los problemas a que se enfrentan como consecuencia de ello, poniendo especial énfasis en la pérdida de la libertad individual efectiva como consecuencia de la estrategia emprendida por los poderes públicos e institucionales.

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INTERPRETANDO LA CORRUPCIÓN UN ENSAYO SOBRE LAS CAUSAS MORALES DE LOS ACTOS CORRUPTOS Y SOBRE ALGUNAS CONSECUENCIAS "Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un auto-sacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada" [Ayn Rand; Atlas Shrugged (La rebelión de Atlas), 1957]

1. Nociones previas Dado lo llamativo del término, por malsonante, no es de extrañar que las primeras líneas de los trabajos que pueden verse en la literatura sobre este particular estén referidas a su semántica. Aludiendo a uno de los autores más representativos desde la óptica económica, Rose-Ackerman afirmaba no hace muchos años que la corrupción es una categoría moral que significa putrefacción y podredumbre, un término muy usado en nuestra época para describir aspectos repugnantes1. Sin embargo, bajo una interpretación amplia, la corrupción no implica necesariamente un quid pro quo monetario, sino que también alude a la posibilidad de que un grupo humano vulnerable o una institución querida, caigan en desgracia como consecuencia de estar expuestos a determinadas influencias del entorno que se consideran perniciosas. En palabras de Tanzi (1998), la corrupción ha sido definida de muchas maneras diferentes, pero todas ellas resultan incompletas en algún aspecto. “Corrumpere” es un término del latín clásico que ha sido tomado por los investigadores sin apenas controversia para definir este tipo de prácticas peyorativas por su significado marcadamente intuitivo, si bien, algunos posicionamientos iniciales por parte de analistas económicos pusieron en duda este distintivo nuclear de lo corrupto. Hoy, aunque infrecuente y casi nunca deseable en la Ciencia, puede decirse que en este campo del conocimiento existe plena convicción sobre el carácter socialmente perverso de las prácticas corruptas, sin perjuicio de los efectos positivos que puedan apreciarse bajo ciertos marcos analíticos de equilibrio parcial. Pero hay que recordar que la más temprana

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Véase Rose-Ackerman (2006).

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investigación económica de la corrupción estuvo centrada en aquellos comportamientos donde, incluso, los sobornos podrían ser interpretados como algo no necesariamente dañino2. Este podría ser el caso en el que los sobornos hubieran sido dirigidos a los funcionarios públicos para que eximieran de la obligación de aplicar costosos o inconvenientes trámites que estorbaban el desarrollo del mercado privado, haciendo total abstracción de las implicaciones morales que acarrean estas conductas3. De este modo, el impacto de la corrupción sobre el funcionamiento del sistema de precios y la asignación de recursos ocupaba el quehacer principal de los economistas. En la actualidad, está generalmente admitido en la literatura económica que los pagos por acciones de corrupción, en la inmensa mayoría de los casos, no solo no mejoran la eficiencia del sistema económico, sino que impiden la consecución de otros objetivos públicos. En este sentido se pronunciaron, también de forma temprana, Gould y Amaro-Reyes (1983), las Naciones Unidas (United Nations, 1989) y Klitgaard (1991), entre otros. Esta primera nota característica de naturaleza económica tiene unas irrefutables connotaciones morales sin duda importantes para construir un concepto contemporáneo de corrupción, pero insuficientes para lograr que sea comprehensivo de las múltiples facetas que concurren en un acto corrupto. Este trabajo tiene la pretensión de abordar también algunos aspectos institucionales y, sobre todo, de adentrase en el plano moral, el más importante para poder disponer de un conocimiento exhaustivo de los comportamientos corruptos y, a la vez, el menos frecuente en la literatura sobre corrupción. Además, se abordan algunos puntos de encuentro y de transición entre las 2

Quizás sea excesiva la visión de Rose-Ackerman (2006:2) de que, al principio “los economistas vieron sobornos que cambian de manos, y su primer instinto fue a aplaudir en vez de condenar”. 3 Como se advierte en Fernández Díaz et all. (1999), una buena parte de estos enfoques teóricos se basan en situaciones de second-best. Por un lado, suele argumentarse que una regulación económica altamente distorsionadora alienta la corrupción con el fin de sortear muchas de las rigideces creadas, engrasando la “rueda administrativa” y mejorando la eficiencia del sistema económico –Leff (1964) y Huntington (1968) –. Por otro lado, en la medida en que ciertas prácticas de corrupción administrativa consisten en pujar por el soborno al funcionario público o al político, las empresas y personas oferentes compiten entre sí y, bajo ciertas condiciones, podrían conducir a un resultado eficiente –Beck y Maher (1986); Lien (1986)–. Finalmente, en la teoría de colas formulada por Lui (1985), se sostiene que el pago de un soborno para acelerar licencias o permisos puede llegar a mejorar la eficiencia teniendo en cuenta el diferente valor del tiempo para las personas. Sin embargo, estos tres argumentos pueden ser fácilmente rebatidos y están lejos de poder ser verificados: en el caso de existir reglamentación distorsionadora, ésta puede ser corregida aplicando soluciones de primer óptimo (por ejemplo, cambiando la legislación distorsionante); nada garantiza, por otra parte, que la empresa ganadora en la competencia por un soborno sea la más eficiente; y, finalmente, como ya se indicó en Myrdal (1968), tampoco queda garantizado que el soborno para “saltarse” la cola reduzca siempre el tiempo de espera, puesto que el funcionario corrupto acabará alargando deliberadamente los trámites administrativos para garantizar la continuidad del negocio.

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perspectivas económica, jurídico-institucional y moral de la corrupción, con el fin de entender mejor las perspectivas desde las que se puede tratar el problema, y de comprender los límites de cada una ellas. A pesar de que en el apartado siguiente figura una introducción económica a la corrupción, este trabajo no está enfocado hacia un estudio económico de este fenómeno social. El contenido del apartado dos se centra en ofrecer una serie de razones que entendemos han justificado el interés de los economistas por los temas de corrupción, envueltas en ese halo de vocación transversal que la disciplina económica viene manifestando desde la mitad del siglo XX, e incidiendo en la evolución doctrinal y en las incursiones en otros campos del saber, como la antropología, la sociología o el derecho. El estudio del plano jurídico-institucional de la corrupción es el objetivo del apartado tres, lugar reservado para repasar las interacciones entre derecho y moral, y para desarrollar la primera proposición importante sobre la insuficiencia del plano jurídico para combatir los fenómenos corruptos, amén de enunciar uno de los escollos más importantes que las sociedades modernas encuentran en el proceso de rearme moral y sobre el que volveremos, aunque de puntillas, al final de este estudio: la multiculturalidad. Un repaso selectivo a las principales corrientes de la filosofía que han mostrado una mayor incidencia en la axiología y en otras cuestiones morales, es el objetivo del apartado cuatro, donde ocupan un lugar destacado las aportaciones de los moralistas escoceses. A partir de lo visto en los apartados anteriores, el apartado cinco aporta elementos de reflexión para encajar el comportamiento corrupto como un mal moral, para lo que se esboza un método que permite trasladar distintas tipologías de actos humanos y distintas concepciones de la regla moral, a un esquema que integra una valoración de todos estos elementos en términos de su tendencia objetiva a incurrir en actos corruptos, tipificando después algunos perfiles del comportamiento humano con arreglo a su propensión a incurrir en estas conductas. El trabajo termina con un apartado seis dedicado a sostener la tesis de que el déficit moral constituye un problema de primer orden en las sociedades occidentales, acrecentado con motivo de los profundos cambios operados por la globalización de los intercambios de personas, y muy mediatizado por el drástico cambio en el acceso a la comunicación y la información a nivel mundial, donde la corrupción aparece como un efecto colateral determinado dentro del propio sistema institucional, y donde el principal perjudicado es la libertad individual efectiva.

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2. Algunas aproximaciones metodológicas en Economía En las últimas décadas, los economistas han sido muy dados a entrar en el análisis de multitud de cuestiones sociales, en un principio no cercanas, utilizando las herramientas propias de su disciplina científica. La defensa, la burocracia, la educación, las cuestiones de riesgo moral (moral hazard), la delincuencia, la justicia, la política o la corrupción, entre muchos otros temas de interés, han ocupado innumerables páginas en las revistas de investigación económica. Esta invasión de campos del saber, amparada en la naturaleza ampliamente transversal de esta disciplina entre las sociales, no siempre ha sido bien vista por científicos de otros ámbitos, y no digamos ya por personas más profanas del método científico; sin embargo, resulta curioso observar que los reparos advertidos por los primeros suelen deberse más al recelo ante un cambio en la demarcación de los respectivos campos de estudio que al celo por mejorarlos. Probablemente, este tipo de comportamientos no se encuentren tan arraigados entre los actores de una disciplina tan cainita como la que comparten los economistas, pero tampoco puede decirse que sean ajenos. Lo cierto es que la especial complejidad de los problemas sociales requiere de enfoques muy multidisciplinares para realizar diagnósticos y afrontar soluciones, lo que tampoco debe ocultar la dispar eficacia que tienen dichos enfoques para tratar depende de qué tipo de problemas. En este orden de cosas, es sabido que los economistas no se encuentran cómodos exteriorizando juicios de valor, algo que irremediablemente forma parte de cualquier proposición e, incluso, de cualquier análisis de un problema social, por muy aséptico que se pretenda ser. Lo habitual en esta profesión es estudiar el intercambio en los mercados sin prestar demasiada atención a las motivaciones morales que subyacen en las preferencias que manifiestan los agentes económicos, y de cómo éstas evolucionan en el tiempo. La gran pregunta, por tanto, es si a pesar de estas pautas de conducta que acompañan a los economistas como científicos sociales, es posible conciliar el análisis económico con la corrupción como campo de estudio, sobre todo ante la renuencia a posicionarse sobre lo adecuado o lo inadecuado de ciertas conductas sociales desde una perspectiva diferente a la que proporciona el análisis económico. Precisamente, el aspecto del acotamiento metodológico, tan interesante epistemológicamente, no ha tenido, ni de lejos, el reconocimiento que merece, a pesar de que a cada disciplina le confiere

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automáticamente un límite a su eficacia, dependiendo de la naturaleza del problema analizado. Una consecuencia inmediata de la limitación fáctica de la metodología económica para tratar sobre corrupción, es que su incursión lo ha sido mayoritariamente en el campo de las consecuencias, y no en el de las causas y, dentro de aquéllas, se ha centrado en los casos donde ha sido posible una valoración de los intercambios. Cuando se ha ocupado de las causas, se ha centrado en aspectos de cercanía y de fallos institucionales muy encorsetados por modelos teóricos pensados para otro tipo de problemas4. Aun así, es comprensible que, dentro de los aportes científicos sobre la corrupción, los postulados por los economistas hayan sido mayoritarios. No en vano los beneficios esperados para el corruptor y el corrompido consisten principalmente en la obtención de un mayor bienestar material, a costa de que alguien se sienta perjudicado en los mismos términos. Puesto que la Economía hace presa de las cuestiones materiales que afectan a los individuos y a las sociedades en las que conviven, el interés científico de los economistas parece innegable5. Una corriente de economistas utiliza el comportamiento racional del “homo oeconomicus” para elaborar una teoría sobre la conducta de los agentes corruptos basada en que los vendedores y compradores de actos corruptos tienen el propósito de maximizar los beneficios y de minimizar los costes, incluyendo entre tales costes también los de ser perseguido por la justicia y detenido, y el coste de la pérdida de la reputación6. Este planteamiento metodológico hace que la cantidad de corrupción prevalente quede determinada como resultado de un cálculo de coste-beneficio interpretado en términos de oportunidades y riesgos, y suele circunscribir su análisis al ámbito de la interacción entre agentes públicos y privados 7. El cálculo individual de 4

Podríamos aludir al modelo de contrato de agencia, al del comportamiento del delincuente, al modelo de colas, a la teoría de la burocracia o algunos modelos en el ámbito de la teoría de juegos, como el dilema del prisionero. 5 Aquí radica una segunda nota característica de nuestro concepto en construcción. Es cierto, como veremos después, que el móvil de los agentes activos de un acto corrupto no se agota en la obtención de una mejora personal y directa en su bienestar material, sino que ésta puede extenderse a personas de su entorno, y que dichos agentes pueden esperar que se produzca en el futuro, más que en el presente. Además, cabría contemplar casos donde el principal beneficio esperado fuera el logro de un reconocimiento social (por supuesto, no vinculado públicamente a los actos corruptos), o incluso un bienestar espiritual como consecuencia de vincular los actos corruptos, por ejemplo, a actos de venganza. Pero es poco probable que este tipo de actos no se acompañen de mejoras materiales para los actores, en el presente o en el futuro. 6 Una perspectiva de criminología y economía puede verse en las aportaciones de Savona y Mezzanotte (1998) y Savona (2001). 7 Las primeras aportaciones económicas fueron en esta dirección. Véanse, entre otros, Nye (1967); Becker (1968); Banfield (1975); Johnson (1975); Lui (1985); Shleifer y Vishny (1993). En Alonso (1995), se

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costes y beneficios determina, finalmente, la aceptación o no de un acto corrupto, dada una estructura institucional y otras variables ambientales. Por ejemplo, en Rose-Ackerman (1975) se ponía el punto de mira en el mercado de compraventa de servicios por parte de la administración pública al sector privado, y ya se señalaba que los pagos realizados de forma ilícita no son unas simples transferencias monetarias, en la medida en que afectan al comportamiento de las partes y, por tanto, al ceteris paribus que presuponen los economistas en el análisis a corto plazo8. Por su parte, Donatella della Porta fundamenta su argumentario sobre la corrupción en lo que se ha dado en denominar “el político de negocios”, un escenario donde la corrupción se incentiva al interactuar los aspectos microeconómicos con los macroeconómicos que son estructurales, de manera que cuando el sistema está contaminado las funciones y las motivaciones de los agentes se transforman, apareciendo un tipo especial de alto empleado público (el político de negocios) capaz de combinar la mediación con los negocios legales o ilegales, y la realización de actividades privadas con actividades públicas derivadas de su cargo9. El enfoque institucional de la corrupción tuvo sus mayores éxitos en los países menos desarrollados y en los países que procedían del bloque soviético. La falta de instituciones (o la debilidad de las mismas) que acompañó a la progresiva implantación de regímenes democráticos ha sido considerada como la principal causa de la aparición y desarrollo de

construye un modelo basado en el contrato de agencia, donde la corrupción aparece como una violación de dicho contrato en la medida en el que agente corrupto ocasiona un perjuicio a su principal y un beneficio a un tercero (el corruptor), a cambio de recibir de éste una recompensa. En este modelo la corrupción no se vincula necesariamente el sector público. Por otro lado, en Fernández Díaz et all. (1999) se recurre a un modelo de conducta del delincuente racional anclado en los postulados generales de la Teoría de la Justicia, donde la corrupción sí aparece vinculada al sector público. 8 En Rose-Ackerman (1975) se pone el acento en dos de las tendencias corruptas inherentes a las relaciones comerciales entre administración pública y empresas privadas. Por un lado, los sobornos para obtener contratos, concesiones o adjudicaciones en los procesos de privatización, con el fin de preservar la posición dominante de las grandes empresas y la de los altos funcionarios públicos. Por otro lado, la compra de influencia política suele refugiarse en la financiación legal de campañas políticas a cambio de una posterior recompensa, aunque ésta no caiga en actos típicamente ilegales pero cuya generalización termina por socavar a largo plazo los principios de una democracia. 9 Véase Della Porta (2001). Como es frecuente en los enfoques económicos, su campo se traslada más al estudio de las circunstancias en que se difunde la corrupción y al estudio de las consecuencias, dejando a un lado, por ejemplo, por qué y cómo el sistema empieza a contaminarse. Este tipo de planteamientos corren el riesgo de caer en el costumbrismo y dificultan su generalización. La idea del político de negocios es retomada en Pizzorno (1992), a partir de la idea seminal de Weber (1919) de los políticos de profesión que viven de la política y ven en ella un medio para subir en la escala social, en relación a aquellos otros que viven para la política.

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la corrupción en esas sociedades modernas, toda vez que en este tipo de planteamientos las instituciones constituyen las reglas que guían el comportamiento social, y su debilidad proporciona incentivos para que se den comportamientos corruptos. Mientras tanto, otro enfoque de la corrupción, el funcionalista, considera que ésta hunde su raíz en el propio sistema, manifestándose cíclicamente en función del grado de desarrollo político o económico (véase Dougherty y Pfaltzgraff, 1971:113), sosteniendo que la corrupción es una “disfunción funcional”, donde se reemplazan unas normas viejas y obsoletas por otras nuevas que se adaptan a los cambios que se producen en otros subsistemas: una vez cumplidas sus funciones políticas y económicas, la corrupción desaparecería. Aunque, como señala Huntington (1988), la corrupción es un fenómeno más predominante en algunas culturas que en otras, su dominio es mayor durante las fases más intensas de la modernización, puesto que convierte a las instituciones políticas en más débiles. El cambio social derivado de la modernización supone alteraciones en los valores básicos de la sociedad, resultado del enfrentamiento de normas tradicionales con otras nuevas, y la corrupción suele anidar en las nuevas prácticas que se apartan de las pautas de conducta establecidas. Cuando pone su punto de atención en la actividad política, la investigación económica tiende a aislar los efectos económicos de los acuerdos entre agentes, y a sugerir las reformas legales e institucionales que mejoren la eficiencia y la equidad, centrando el debate en torno a algunos efectos contradictorios. Por ejemplo, una de las regularidades empíricas más observadas en muchos países es la asociación entre altas tasas de corrupción percibida y bajas tasas de crecimiento económico (Mauro, 1995), donde un punto de controversia es la dirección de la causalidad, incluida su retroalimentación. Esta controversia, unido al hecho de que también hay casos observados de países con alta tasa de corrupción percibida que no presentan problemas de crecimiento, pone en cuestión una idea no solo tentadora para los economistas, sino también para una buena parte de los políticos: que el principal remedio para la corrupción es el crecimiento económico 10. 10

Esta forma de razonar constituye, con frecuencia, un buen escape para economistas y políticos, y se basa en la confusión entre los diferentes conceptos de causalidad estadística y económica, por un lado, y los también dispares significados del concepto de causalidad en otras disciplinas sociales. Si situamos la controversia en la España de 2014 ‒un buen labora torio para estudiar la corrupción en un país avanzado‒, podría constatarse fácilmente cómo entre la mayoría parlamentaria y entre el primer partido de la oposición (responsable del Gobierno hasta 2011), ha existido y existe el convencimiento de que el crecimiento económico no solo hará remitir los graves problemas que están atravesando varios centenares de miles de familias, sino que también lo hará con la tasa de corrupción percibida por los ciudadanos. En el que fue, probablemente, el primer estudio empírico de sección cruzada entre muchos países, Mauro (1995) aborda

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Desde un punto de vista social, resulta desilusionante el hecho de que los responsables del devenir colectivo de muchos países se encuentren instalados en la idea del remedio económico para la enfermedad de la corrupción, como si la cirugía al extirpar un tumor desconociera que las causas biológicas tenderán a reproducirlo, con mayor o menor éxito. No se conoce ninguna teoría quirúrgica sobre la génesis de las afecciones tumorales…. pero tampoco se conoce una sola teoría económica sobre las causas últimas de la corrupción. Muy a pesar de lo que generalmente se percibe, la corrupción forma parte de la sintomatología de unas deficientes relaciones sociales, eso sí, focalizadas principalmente en la relación sociedad-Estado, si bien, el ámbito de conflicto abarca al conjunto de las instituciones sociales, incluidas las de una sociedad civil que, de forma egoísta, no quiere verse como parte de la solución y prefiere canalizar su descontento en la evidencia del derroche y la mala gestión de los recursos públicos. Precisamente, junto a la percepción del crecimiento económico como solución a la corrupción, la otra baza que suele ser apelada también con insolente reclamo es el “aplíquese la Ley”, haciendo recaer una buena parte de la responsabilidad en un deficiente funcionamiento de las fuerzas de orden público y de la judicatura. Finalmente, solo a veces y de manera muy informal, se reflexiona sobre los comportamientos de la sociedad civil frente a los compromisos públicos y sobre los valores morales subyacentes a dichos comportamientos. Dos aspectos diferentes de los puramente económicos se han citado en el párrafo precedente, si bien, uno relacionado con las causas últimas y otro con el pragmatismo a la hora de atajar el problema: la moral social y el principio de legalidad, respectivamente, y solo nos interesan en estos momentos por su aportación a la delimitación del concepto de corrupción. En relación al primero, la ética social, nos invita a pensar que la corrupción en que se ven envueltas las personas no es una cuestión de países, de clases sociales, de niveles de renta o de niveles de educación, sino que forma parte de la condición humana al tomar decisiones y, posteriormente, juzgarlas a partir de reglas no siempre escritas que

la relación entre crecimiento económico, inversión y corrupción, en un entorno donde incorpora otras variables relevantes, concluyendo que la corrupción se asocia con una menor inversión y un menor crecimiento económico (aunque no analiza la dirección de la causalidad). Lo más novedoso del estudio es que diseña una variable instrumental que denomina “Índice de fraccionamiento etnolingüístico” para controlar la endogeneidad de las variables representativas de la corrupción, dando por resultado un aumento de los parámetros obtenidos. Una idea parecida que relaciona positivamente corrupción con fraccionamiento se refiere a la división territorial de un país cuando las agencias públicas territoriales actúan mediante colusión pensando en sus respectivos intereses (véase Shleifer y Vihsny, 1993).

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condicionan, a su vez, futuras decisiones. En este contexto, el armazón moral de las personas acota la naturaleza de sus actos, pero también va moldeando las propias reglas de dicho armazón, de manera que bien podría afirmarse que la rápida transformación de las sociedades en los últimos dos siglos (desde la difusión de la industrialización en Occidente) ha cambiado radicalmente las reglas morales, lo que podría haberse materializado en la creación de un caldo de cultivo para el mal social de la corrupción. Desde el lado de la oferta, la creciente concentración de la población en torno a zonas industriales/comerciales ha llevado aparejada una tupida red de instituciones sociales que han vertebrado a las nuevas sociedades, pero a cambio de crear nuevos campos de disfunción como consecuencia de que la organización social se ha vuelto más orgánica y menos directa, dando lugar a nuevos intereses creados que van difuminando los fines últimos de las personas que, ahora, lejos de necesitar asociarse para resolver problemas, necesitan defenderse de unas instituciones sociales que han adquirido una dinámica propia que favorece la proliferación de agentes públicos corrompidos. Como síntesis de dichos cambios, el armazón moral de las personas se ha visto invadido por la noción de derechos sociales, en detrimento del tradicional bagaje que ha representado la responsabilidad individual o el deber moral. Mientras, por el lado de la demanda, algunos agentes corruptores han podido encontrar en la complejidad institucional su verdadero paraíso, puesto que la actividad de “buscador de rentas” es muy tentadora cuando uno se dedica a los negocios, mientras que, para otros, la corrupción puede llegar a ser un mecanismo de supervivencia11. En el camino hacia estos dos comportamientos podríamos encontrar un nexo común. Las importancia de las unidades primarias de convivencia (familia, tribu, vecindario…) han sido sustituidas por otras unidades orgánicas de mayor dimensión que han asumido, más de facto que de iure, funciones antes atribuidas a las unidades primarias, como la educación en el sentido más amplio del término, donde se incluyen las reglas de conducta. A nadie se le oculta que durante siglos ha sido la familia la que transmitía a sus miembros jóvenes esas centenarias reglas de conducta esenciales sobre lo bueno y lo malo. En las 11

Aquí tienen un amplio campo de aplicación, tanto la teoría institucionalista como la funcionalista, la teoría de la elección pública, la teoría de la burocracia o la del ciclo electoral. En todos los casos se modela un comportamiento socialmente inadecuado que siempre se focaliza más en el ámbito de lo público, dado que es donde el guardián suele presentar un menor celo en defender la propiedad ante los buscadores de rentas o ante los de supervivencia. Precisamente, el concepto de rent-seeking (buscadores de rentas) acuñado en la teoría de la elección pública consiste en extraer valor de una situación sometida a regulación pública, sin que medie retribución alguna y sin contribuir a la productividad.

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últimas décadas, sin embargo, la renuncia de la familia a impartir estas nociones no solo se ha debido (como frecuentemente se insiste) al menor tiempo de convivencia de sus miembros en el hogar por cuestiones laborales de los progenitores, sino también a que han sido las tradicionales reglas de conducta las que se han difuminado entre los propios progenitores, motivado por la transformación que han sufrido las propias reglas y por el desplazamiento hacia las instituciones sociales de la responsabilidad de impartirlas. Esta transformación que han experimentado las reglas de conducta se habría debido a la creciente importancia de lo colectivo-institucional en relación a lo individual o grupal, mucho más espontáneo, de manera que las viejas reglas consuetudinarias y aceptadas como parte del derecho natural, habrían caído en desuso, siendo sustituidas por normas del derecho positivo, con frecuencia, faltas de sedimento histórico, de estabilidad y de aceptación general. Probablemente, aquí se encuentre la diferencia entre la tradicional actitud ciudadana ante lo común (“common”) y la moderna actitud que observamos sobre lo público12. Por otro lado y como hemos visto anteriormente, se habría producido un desplazamiento de la responsabilidad en la transmisión de las reglas básicas de conducta social desde la familia y otras instituciones primarias, hacia las instituciones públicas. Las instituciones públicas habrían avocado para sí esta función, uniéndola al viejo concepto de “instrucción pública” para conformar el moderno concepto de educación, asumido como función básica de cualquier Estado moderno y extendida esta función, en algunos casos, a todos los niveles del sistema educativo.

3. El plano jurídico-institucional de la corrupción Un estudio sistemático de la corrupción debe distinguir claramente entre sus manifestaciones, sus causas y sus consecuencias, y solo de este modo pueden abordarse estrategias de solución. Este mal público suele manifestarse en las relaciones sociedadEstado cuando personas o empresas realizan pagos o favores a empleados públicos a

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La arrolladora presencia del Estado moderno ha ido expulsando poco a poco la tradicional forma organizacional asociativa de las colectividades que, probablemente, ninguna otra cultura como la anglosajona mejor ha sabido poner en valor: el común (“common”). No es preciso abrazar ideas marxistas, como hace el filósofo Michael Hardt, para distinguir conceptualmente la noción de “común”, y la de “público” o “colectivo”. Lo común es lo compartido, un espacio, un bien o un servicio al que voluntariamente se suman las personas y del que son propietarias directas. Lo público o colectivo, en la medida en que se rige por el principio de coacción (potestas, que no auctoritas, en el sentido seminal del derecho romano), ni es plena y voluntariamente participativo, ni confiere a las personas propiedad alguna.

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cambio de obtener beneficios, teniendo en cuenta que se produce un incremento en la capacidad económica privada del empleado público (o de sus allegados) y un perjuicio económico para su agente último representado: los contribuyentes y los ciudadanos en general13. Nótese, además, que las manifestaciones de la corrupción no solamente han de reflejarse en actos ilegales, sino que deben serlo en la más amplia categoría de actos ilícitos (aquéllos que no son admitidos desde un punto de vista social o moral), con el fin de no limitar la identificación de los actos de corrupción y, por tanto, la forma de abordar el problema14. Realmente, la dirección en la que opere el soborno en una acción corrupta (desde un agente privado a un agente público, o viceversa) es una característica menor, aunque también cabría incluir como actos de corrupción los sobornos realizados entre dos agentes privados cuando el resultado necesariamente deba derivar en un perjuicio público15. De hecho, esta última modalidad de actos ilícitos está adquiriendo mucha importancia conforme se generaliza el desdoblamiento de las actividades de provisión (de responsabilidad pública) y de producción (de responsabilidad privada) de servicios públicos, algo que no debería prejuzgar el interés general que podría desprenderse de 13

Hay que advertir que ésta es la más conocida manifestación de la corrupción, pero no la única. Con frecuencia, los propios individuos olvidan que un comportamiento corrupto entre particulares no difiere de otro en el que hay implicados agentes públicos sino en la dificultad de su perpetración (mayor en los primeros) y en su correspondiente sentimiento inmediato de indefensión, sentimiento que solo se comparte en el caso de la corrupción pública cuando los ciudadanos no pueden resarcirse del daño sufrido. 14 El afloramiento del vasto arsenal de casos de corrupción que vivimos ahora en España y hace unos años en Italia, constituye un magnífico laboratorio que brinda una inmejorable oportunidad para comprobar que el endurecimiento de la Ley no es instrumento suficiente para atajar el problema, en la medida en que sólo incide en las conductas por ella tipificadas, esto es, lo hace solo en una parte de las manifestaciones de la conducta corrupta, y tan solo en aquéllas que han podido ser probadas. 15 Este tipo de conductas implican una colusión de intereses económicos entre el agente corruptor y el corrompido cuyo resultado, dado un diseño institucional determinado, supone irremediablemente un perjuicio económico para el erario público. Un ejemplo podría ilustrar el caso: supóngase que un ejecutivo de una caja de ahorros de fundación pública (la inmensa mayoría de las que existían en España hasta hace 5 años) concede una operación crediticia a un cliente del sector privado en contra radicalmente de las prácticas bancarias al uso en el mercado del crédito, mediando un soborno. A este respecto, téngase en cuenta que todas las cajas de ahorro, con independencia de su naturaleza fundacional, eran consideradas como empresas privadas sujetas, en su operatoria, a la legislación mercantil. Aunque se trata de dos agentes privados que realizan un acto de comercio, lo cierto es que la caja de ahorros se debe a sus fines fundacionales (públicos, en este caso) consistentes en destinar una parte de los resultados obtenidos a realizar actos benéficos, culturales, sociales y, en general, sin ánimo de lucro que benefician a toda la población de su entorno. De resultar fallida la operación de crédito realizada bajo soborno, se estaría ocasionado un perjuicio público por doble motivo: de iure, puesto que la fundación es de naturaleza pública; y de facto, puesto que la desatención de los fines sociales derivada del resultado económico cesante, puede conllevar un incremento de fondos públicos para paliarlo. Falta por contemplar el pago (soborno), pero el hecho de que éste no pueda ser demostrado jurídicamente no altera la verdadera naturaleza corrupta de la operación. Incluso bastaría con aplicar la regularidad “jurídica” utilizada por la normativa fiscal en algunos países (incluido España) consistente en presumir retribuida cualquier transacción.

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dicho desdoblamiento cuando se lleva a cabo a partir de rigurosos estudios de costes y de beneficios sociales. Precisamente, una de las principales controversias en el estudio de la corrupción es la puramente conceptual: ¿qué debe entenderse por corrupción? En el párrafo anterior nos hemos decantado por utilizar una definición amplia al optar por incluir el conjunto de actos ilícitos, frente a la otra posibilidad, la de considerar solo los actos ilegales. De hecho, la definición alternativa de considerar corrupto estrictamente a lo ilegal, plantearía el problema metodológico de qué hacer con el resto de manifestaciones ilícitas: a) trasladarlas al campo de las causas de la corrupción, quedando incluidas dentro del heterogéneo espacio que se disputan los comportamientos morales, los fundamentos religiosos o la calidad de las instituciones sociales y económicas; b) trasladarlas al campo de las consecuencias de la corrupción, como si de una externalidad más se tratara; c) o mantenerlas en el campo de las manifestaciones de la corrupción, opción que creemos la más razonable16. En este punto hemos llegado a uno de los aspectos clave en el estudio de la corrupción como problema: el cómo combatirla. La respuesta, una vez más, pasa por la decisión de dónde fijar el punto de mira: en las causas, en las manifestaciones de la misma, en sus consecuencias o en todas ellas, argumento que permite intuir con facilidad que el casi exclusivo enfoque legalista del problema que se viene dando lo haya convertido en una mera construcción del derecho centrado en las manifestaciones ilegales, generando, junto a algunas ventajas como el carácter ejemplificante del castigo infligido al infractor, otros inconvenientes derivados de empujar hacia el secreto y la clandestinidad a este tipo de conductas. Como ya se indicaba en Shleifer y Vishny (1993:599), la tipificación de la

16

Utilicemos el ejemplo de un individuo que solicita una subvención pública municipal para poder pagar el comedor escolar de sus hijos, alegando una renta insuficiente. Esta insuficiencia está acreditada por los servicios sociales del municipio después de realizar un estudio sobre los ingresos conocidos del solicitante y de sus cargas familiares. Sin embargo, existe una asignación dineraria que, con incierta periodicidad, procede de su cónyuge separado, obtenida al margen de los cauces oficiales y/o conocidos y que, unida al resto de rentas, permitirían una holgada situación económica del solicitante. En este caso no estamos en presencia de una manifestación ilegal (siempre se puede alegar que la renta irregular recibida es incierta) pero sí ilícita, de manera que su inclusión como causa de corrupción no resulta fácil, aunque el efecto imitación que produce podría dar pie a su consideración como causa de futuras conductas corruptas. Como esta conducta tampoco reúne requisitos para ser considerada una consecuencia de un acto corrupto, probablemente lo más razonable sería mantenerla como una manifestación más de corrupción, aunque jurídicamente no punible.

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corrupción

como

actividad

ilegal

conlleva su secreto y, precisamente, esta circunstancia es lo que la hace “mucho más distorsionante y costosa en relación a una actividad hermana: la fiscalidad”. Pero en esta disyuntiva hay un aspecto que frecuentemente se pasa por alto, cual es el supuesto de que lo ilegal es un subconjunto de lo ilegítimo, y lo ilegítimo, a su vez, un subconjunto de lo ilícito, de manera que estas categorías podrían separarse de una forma nítida, al menos en el plano de lo formal. Sin embargo, este supuesto no siempre se da. Es más, podría decirse que raramente se da en la realidad de los Estados. Como tendremos la ocasión de desarrollar mediante el gráfico adjunto, las consecuencias de que lo ilegal no sea estrictamente un subconjunto de lo ilegítimo y de lo ilícito socava los cimientos en que se asienta la idea de equiparar acto corrupto con acto ilegal, algo que no debe sorprender demasiado a aquéllos observadores minuciosos de los comportamientos corruptos, puesto que los criterios de demarcación conceptual son diferentes en ambos casos. Nótese que este problema de demarcación conceptual afecta de una manera capital a la idea de corrupción que deseamos manejar, con implicaciones trascendentes a la hora de acotar las causas, de establecer los indicadores de medida de sus manifestaciones y de poner en marcha las medidas correctoras17. Podrían encontrarse 17

Sin duda, es grande la tentación para equiparar la asociación de la corrupción con determinadas circunstancias económicas y sociales, y la causalidad que podría derivarse de dicha asociación. Pero desde el punto de vista de la acción política para corregirla, es todavía más tentador asociar la corrupción con lo ilegal, algo que podría justificar el gran porcentaje de fracaso cosechado por la mayoría de las políticas aplicadas. Una adecuada y comprensible tipificación de una conducta como legal o como lícita requiere necesariamente una incursión en el derecho natural. Mientras que lo legal atañe a una construcción del derecho positivo al promulgar una norma (no importa el rango) con el fin de ordenar determinadas conductas de los ciudadanos tipificándolas en sentido negativo, el “illicῐtus” (lo ilícito) presupone, bien un quebrantamiento de dicha norma, bien una falta ética; esto es, incorpora fundamentos morales que también deben ser observados en la aplicación de la norma. Generalmente, el acto de promulgación de una norma suele ser lícito, aunque no siempre, por ejemplo, en caso de que se acceda y/o se ejerza el poder de forma ilegítima. En todo caso, la presencia de ilicitud, que suele darse con mayor frecuencia a la hora de aplicar la norma en su momento lícitamente creada, distingue por un lado lo que se conoce como “acto ilícito” o acto contrario a derecho, que afecta a la administración y a los administrados y, por otro lado, la “causa ilícita” desde el punto de vista del administrado, cuando ésta se opone a la norma o a la moral. En definitiva, parece que la incorporación o no de los aspectos morales en la calificación del acto ilícito solo sirve para graduar el tamaño de la sanción ante un incumplimiento del administrado, lo que no deja de incorporar un

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multitud de ejemplos donde ciertas normas legales son rechazadas y violadas por una buena parte de la población, y no es preciso circunscribir los ejemplos a los Estados que no cuentan con tradición democrática. Cuando aumenta la frecuencia de casos donde las normas (o su aplicación) tienen un importante rechazo en determinadas capas de la población (y no necesariamente en las más desfavorecidas), se ponen en marcha mecanismos de defensa de los ciudadanos frente al Estado, algunos de los cuales podrían caer en la ilegalidad, pero no en la ilicitud18. La anterior argumentación es deudora de una manera convencionalmente pragmática de abordar la corrupción, combatiéndola en el momento en que se manifiesta. Siguiendo el ejemplo relatado en la anterior nota al pie, el “buenismo” del inspector nos induce a pensar que no se trata de un acto ilícito, a pesar de todo (a pesar de que es ilegal), y nos situaría en el punto A de la zona más oscura que podríamos denominar “anómala”, según vemos en la parte inferior del gráfico 1, caracterizada por no ser ilícita pero sí ilegal. Claro que esta apreciación cambia radicalmente si, de repente, se descubre que el empresario ha sobornado al inspector, en cuyo caso estaríamos considerando una situación como la del

componente de discrecionalidad que siempre es objeto de crítica [probablemente no podría realizarse un mejor resumen de las similitudes y diferencias entre lo moral y lo legal que el que lleva a cabo Domingo Martínez (2012) en una página y media]. 18 Dos ejemplos pueden ilustrar sendos casos polares. Por un lado, podemos imaginar cómo afecta una situación económica adversa a una familia de clase baja en la que sus miembros en edad de trabajar han perdido el empleo, a la vez que ciertas ayudas económicas procedentes de las administraciones públicas (también motivado por la situación económica). Ante lo prolongado de la situación, uno de los cónyuges decide aceptar una oferta de empleo a tiempo parcial en el campo de la economía sumergida, sin contrato de trabajo, sin registro en el sistema de seguridad social y cobrando en efectivo una renta que no se declara al fisco. El inspector de trabajo encargado de la zona intuye lo que está ocurriendo con esta persona, al igual que intuye también lo que está ocurriendo con otras muchas, pero prefiere no actuar hasta que las circunstancias deriven en una situación insostenible (por ejemplo, un accidente laboral). Por otro lado, contémplese al empresario que ha contratado al anterior trabajador de forma ilegal, dado que la crisis económica ha producido un colapso en la financiación de su empresa y, en consecuencia, en los pagos que ésta debe realizar. El saldo que representaba la morosidad en su empresa le obligó a despedir masivamente a sus antiguos trabajadores para reducir unos costes laborales que no podía pagar, y para reducir la cantidad de IVA a ingresar a la Administración, puesto que una buena parte se correspondía con ventas no cobradas y, por tanto, había un impuesto injustamente exigido. El empresario decide retomar una parte de la actividad a la que renunció, pero haciéndolo de forma ilegal con el fin de no cerrar la empresa, lo que supondría el despido del resto de empleados legales y la pérdida de rentas para él y su familia. En ambos casos, que representan las dos caras de la misma moneda, el inspector (que es un empleado público) se debate entre aplicar la ley de forma inmediata e implacable al descubrir el fraude legal, o hacerlo solo cuando las circunstancias le permitan contemplar la situación como injusta. Ante estos ejemplos cabría preguntarse cuál es el daño neto para el erario público, y si son ilícitos los comportamientos del trabajador, del empresario y del inspector.

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punto B en dicho gráfico: el resultado es un cambio en la tipificación moral del acto que deja de ser anómalo para pasar claramente a ser, no solamente ilegal, sino también ilícito. Un repaso más riguroso de todos estos conceptos requiere dedicar el breve tiempo necesario para evitar confusiones terminológicas. La distinción entre los calificativos legal, lícito y legítimo no siempre resulta fácil, debido a que, por un lado, todos ellos son construcciones del derecho positivo y, por ello, moldeables a lo largo de las líneas del espacio y del tiempo; pero, por otro lado, estos conceptos también forman parte del acervo consuetudinario de las sociedades y sus acepciones son mucho más prevalentes en el tiempo. Precisamente, el ceramista encargado de dar forma a dichas figuras es la moral, un conjunto no inmutable y no perenne (pero sí estable) de valores, creencias y pautas de conducta que vehiculiza los comportamientos de los individuos en sociedad. En el plano jurídico, lo legal o ilegal es una construcción del derecho de fácil acotamiento, por cuanto no requiere de interpretación moral alguna en su tipificación, al contrario de lo que ocurre con los otros dos conceptos. Así, lo legal puede aludir al ámbito material de aplicación de las leyes (al campo jurídico -a legal problem-), o a un aspecto formal relativo a un documento o a un instrumento en la medida en que se encuentre redactado conforme a las leyes a las que se refiere (en legal forma). En el ámbito material de aplicación de las leyes, cuando se alude a la licitud (lawful), sin embargo, ya estamos incorporando un cierto ingrediente moral, puesto que queremos transmitir que la aplicación de la ley no implica un ilícito que transgreda la moral. Finalmente, lo legítimo es el concepto jurídico de los tres señalados que más recurre a la carga moral para afianzar el derecho que asiste al reclamante con arreglo a la ley positiva. No es sencillo, pedagógicamente hablando, discernir entre lo legítimo y lo lícito con arreglo al papel que juega la carga moral, si bien podría decirse que mientras lo lícito alude a la observancia moral en la confección de las leyes, en su aplicación y en la tipificación de las conductas, como principio general, el ingrediente moral en lo legítimo responde a la tipificación de las conductas en el ámbito de una disputa sobre un derecho. De acuerdo con lo anterior, ante la necesidad de tipificar las prácticas corruptas en sentido amplio, todo parece indicar que el concepto de ilicitud refleja mejor el grado de reprobación moral que puedan incorporar. Cuando, en nuestro ejemplo gráfico, se descubre el soborno, ¿qué es lo que ha cambiado a efectos de su percepción por parte de la moral social mayoritaria? El cambio en la percepción es radical, puesto que se trata de una trasgresión de los fines que mueven la

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actuación del inspector: lucro frente a altruismo19. Nótese que esta actitud social frente al acto enjuiciado se produce al margen de la consideración legal o no del mismo, esto es, al margen de la tipificación jurídica de los conceptos de lo legal y lo lícito. De hecho, si en nuestro anterior ejemplo se hubiera producido un soborno pero éste hubiera prescrito en el tiempo, podríamos situarlo en el punto C de la parte inferior del gráfico, y solo añadiría una mayor frustración a la sociedad por la debilidad del sistema institucional de convivencia al no poder ser penalizado el acto. ¿Y qué es lo que ha cambiado a efectos de la consideración jurídica del acto en A o en B? Casi nada, puesto que en ambos casos se trata de un acto ilegal, pero al descubrirse el soborno se agrava la responsabilidad del inspector. Una primera lección a tomar de este ejemplo es que la prevalencia socialmente percibida de manifestaciones de actos corruptos depende, mayoritariamente, de la percepción moral que subyace a un entramado social y, en menor medida, de su tipificación en el derecho positivo. Sin embargo, en una sociedad organizada en torno a un estado de derecho es preciso fijar reglas ciertas para declarar punitivo un acto. Por tanto, la conciliación de ambas reglas (la del derecho positivo y la de la moral) solo es posible en la medida en que lo ilegal se encuentre completamente circunscrito al campo de lo ilícito o, dicho en forma gráfica, que ambas reglas se estructuren de la manera en que aparecen en la parte superior del gráfico 1. Las consecuencias prácticas de esta lección apuntan nítidamente al hecho de que configurar la corrupción como una construcción del derecho positivo es insuficiente. La visión jurídico-institucional no permite, por sí sola, ni siquiera acotar el concepto de corrupción en torno a lo ilícito, puesto que no es capaz de armonizar este continente con el de lo ilegal, aunque es indudable que proporciona importantes argumentos para estudiar cómo se relacionan los comportamientos de distintas sociedades frente a la corrupción percibida, lo que permitiría indagar en sus causas últimas. Continuando con esta argumentación, el gráfico 1 aporta una sugerencia obligada en la senda de aproximación al concepto de corrupción: ¿qué impide a un entorno socio-institucional tener una estructura como la de la parte superior del gráfico, donde lo ilegal es un subconjunto de 19

“En la naturaleza beneficiosa o dañina de los efectos que la acción persigue o tiende a producir, consiste el mérito o demérito de la acción, y las cualidades por las que es acreedora de galardón o merecedora de castigo.” [Smith, 1759: 51]. Las acciones, los objetivos y los fines son tres manifestaciones del quehacer humano que incorporan, progresivamente y por este orden, una mayor carga moral, cuyo incumplimiento debe ser objeto de una reprobación igualmente proporcional.

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lo ilícito? Como puede intuirse, la respuesta es de una enorme complejidad en la práctica, a la vez que sencilla en el plano teórico. Si el modelo de Tiebout y el Teorema de la Descentralización, basados en un esquema de preferencias por los bienes públicos y en la plena movilidad geográfica de las personas, respectivamente, pudieran ser generalizados siquiera a los principales campos del comportamiento de una sociedad, entonces se lograría nuestro objetivo sin demasiados problemas20. Pero, en la práctica, las cosas no son tan sencillas por, al menos, dos razones. En primer lugar, no es probable que los individuos de una colectividad se distribuyan geográficamente entre un conjunto de jurisdicciones mediante el “voto con los pies”, buscando el mejor encaje para vivir, puesto que hay multitud de factores en la vida real que impiden adoptar una decisión así, y eso también en el poco probable caso de que hubiera una oferta de jurisdicciones lo suficientemente completa como para recoger las aspiraciones de todo el mundo. Vínculos afectivos, incertidumbre, oportunidades de empleo, costes de transacción y cientos de supuestos adicionales retendrían a las personas en su lugar actual de residencia, no obstante sus mayores preferencias por otra jurisdicción con arreglo a las cinco categorías de comportamiento citadas en el ejemplo de la última nota al pie. Todo este conjunto de restricciones a la movilidad impedirían el logro de jurisdicciones más homogéneas en pautas de conducta de sus habitantes. En segundo lugar, y no menos importante, la dificultad de encajar geográficamente colectivos de personas con arreglo a sus preferencias, choca con la dinámica de las sociedades históricamente demostrada, en la medida en que el cambio social, lejos de representar un fenómeno indeseable en el acervo de los individuos, forma parte intrínseca del propio ser social. La convivencia, a veces difícil pero reiteradamente observada de razas y culturas como motor del cambio social, es un argumento difícilmente atacable que

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Véase Tiebout (1957) y Oates (1972). Supongamos que existen cinco categorías de comportamiento en una sociedad que determinan al menos el 95% de las características conductuales de sus miembros (libertad, orientación espiritual, capacidad económica, clima y forma organizacional). Asumamos también que es posible establecer un número de jurisdicciones territoriales suficiente para satisfacer las características conductuales de todos los miembros de esa sociedad, de manera que podríamos establecer en 50 el número de jurisdicciones a partir de una combinación de las 5 categorías de comportamiento enunciadas. Mediante la regla del “voto con los pies” (desplazamiento hacia la jurisdicción preferida), es sencillo asignar a cada uno de los miembros de esa sociedad a cada una de las 50 jurisdicciones prefijadas. Al crearse en cada jurisdicción sus propias reglas de conducta y sus propias instituciones, a buen seguro que el subconjunto de actos ilegales en cada una de ellas siempre pertenecerá al conjunto de los actos ilícitos.

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invalida aquéllos planteamientos anclados en la placidez natural de las sociedades conformistas con lo que les proporciona el presente. Pero las implicaciones de concebir en un conglomerado social una diversidad tal de categorías de conducta de los individuos que suponga la presencia de dos o más sistemas morales, complica enormemente nuestro objetivo de conseguir que lo ilegal sea un subconjunto de lo ilícito, acrecentando la presencia de contradicciones entre moral y derecho positivo, como bien se señala en Domingo Martínez (2012). Descartado el idílico escenario del voto con los pies, y asumida una amplia heterogeneidad conductual (y de reglas morales) en una sociedad moderna, la cuestión a dilucidar es si se puede esperar que dicha heterogeneidad tenga necesariamente su reflejo en la toma de decisiones colectivas, esto es, si el régimen de representación política vigente consigue que la estructura de poder político refleje la estructura social por grandes categorías de conducta. Si la legitimidad del régimen político debe asentarse sobre una adecuada representación proporcional de los individuos en atención a lo que hemos considerado un catálogo de grandes categorías de comportamiento, entonces no cabe duda de que conseguir que lo ilegal sea un subconjunto de lo ilícito pasa necesariamente por una adecuada representación proporcional de dichas categorías. Sin embargo, hay varias razones por las que no puede esperarse una pronta presencia de esa proporcionalidad: -

Retardos en la adaptación de la estructura de poder a la estructura social. Durante dilatados períodos de tiempo la oferta de opciones políticas con posibilidades de ganar no necesariamente respondería a la estructura social por grandes categorías de comportamiento presentes en un momento determinado, puesto que la estructura de representación (y de poder) siempre respondería a reglas del juego establecidas por los grupos sociales de mayor antigüedad, reglas que cambiarán más lentamente que la propia estructura social, provocando déficits de representación en los grupos de implantación más reciente.

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Asimetría del mercado político. Tal y como ocurre en muchos mercados imperfectos, el mercado político funciona con asimetrías de información, donde el elector carece de una parte de la información relevante para tomar decisiones de voto, mientras que el aparato de las formaciones políticas con posibilidades de gobierno tiene una mayor información de los electores para saber lo que debe prometer y lo que no debe cumplir, creando brechas entre las preferencias de los electores y la praxis política.

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El recurso al voto útil. Una escasa probabilidad de éxito de su formación política preferida puede distorsionar considerablemente la decisión a adoptar por muchos electores, llegando finalmente a descartarla en favor de otra opción considerada como más probable (se recurre a un “segundo óptimo”).

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Rechazo del sistema y refugio en la marginalidad. Algunas manifestaciones de la multiculturalidad que acarrean valores y reglas conductuales muy diferentes de las mayoritarias, pueden optar por quedar al margen del sistema de representación política ante la expectativa de que su especificidad no sea reconocida. De persistir esta situación en el largo plazo, no cabe duda de que sería una gran fuente de problemas para la convivencia.

Esta muestra de razones por las que lo ilegal no siempre forma parte de lo ilícito no es exhaustiva, pero sí apunta, especialmente la última de las señaladas, en una dirección que consideramos clave para explicar muchos de los conflictos identitarios observados en el mundo actual. El propio proceso de aceleración de la multiculturalidad que se ha producido como consecuencia del impulso que ha tomado la globalización a partir de los pasados años noventa, ha agudizado los problemas de identidad social en muchos países receptores netos de flujos migratorios. No obstante, habría que ser cauteloso a la hora de utilizar este argumento en la construcción de un modelo donde la multiculturalidad constituya una variable explicativa de los cambios en los sistemas de moralidad que conviven en un Estado y, a su vez, que estos cambios contribuyan decisivamente a explicar el déficit de representatividad del poder político como causa de corrupción21. La cautela a la que nos referimos es deudora de un argumento simple: si bien es cierto que el impulso globalizador de las últimas décadas ha conllevado, no solo un significativo aumento de la movilidad de bienes y de capitales, sino también de personas (aumentando potencialmente el conflicto entre los sistemas de valores), no es menos cierto que la construcción de dichos sistemas, aunque más lenta en el tiempo, también evoluciona, pudiendo ver mitigadas en el largo plazo algunas de sus manifestaciones antaño irreconciliables.

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En efecto, hay casos en que los flujos migratorios fomentan la pluralidad social pero se integran en el sistema moral preexistente, esto es, se circunscriben al marco de unas pautas de conducta básicas propias de la sociedad preexistente en un territorio (prima el efecto atracción del modo de vida). Mientras, en otros casos dicha pluralidad viene acompañada de nuevas pautas de conducta básicas muy diferenciadas de las preexistente, que conforman otros sistemas morales y que, por tanto, tienden a fragmentar la sociedad (prima la importación de hábitos y valores propios de cada cultura recién llegada).

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En todo caso, la lentitud del cambio en los sistemas de valores inherentes a los grupos sociales impone una franja temporal de conflicto entre sistemas que podría durar más de una generación, en el sentido de Karl Mannheim. El conjunto de argumentos antes esgrimidos impide que el régimen político sea capaz de recoger de una forma adecuada la estructura de las preferencias sociales y, de ser así, entonces la probabilidad de que lo ilegal sea un subconjunto de lo ilícito en un momento determinado, es baja y difícilmente se daría la opción A del gráfico 1. Es más, la inercia que se desprende de dichos argumentos conduce a una brecha de dimensión variable entre las preferencias de las distintas categorías de la sociedad y la estructura del poder político, produciendo crisis de identidad cíclicas en las formaciones políticas y, en determinados supuestos, cuando la crisis se produce simultáneamente en las formaciones políticas mayoritarias, tienen lugar cambios institucionales de mayor calado que se pueden saldar de forma convulsa o, incluso, violenta. Lógicamente, el proceso de separación entre preferencias y poder político también aumenta la brecha entre lo ilícito (determinado por las reglas morales de la sociedad) y lo ilegal (determinado por el poder político). La visión de la corrupción que acabamos de desarrollar es deudora de un innegable componente institucional, entendiendo por tal el entramado de instituciones públicas, incluidas las políticas y las jurídicas. El argumento subyacente es que los patrones conductuales de la sociedad se mueven de forma desacompasada con los patrones que rigen el poder político, brechas que, por un lado, se generan por el desplazamiento del patrón social motivado por los cambios en la composición de la sociedad en un territorio determinado y la consiguiente reacción defensiva, mientras que por otro lado se generan por la desviación de poder que se produce como consecuencia del propio déficit de representatividad de quienes ejercen el poder político. El desapego de la sociedad sobre su clase dirigente provoca una reacción en cadena donde, primero, ésta última crearía barreras de impunidad frente a la sociedad para cometer actos corruptos, mientras que la propia sociedad reaccionaría en legítima defensa económica y moral corrompiéndose también en la medida de las posibilidades de cada cual22. Este proceso de acción-reacción

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Somos conscientes de la dificultad que entraña incluir el concepto de legítima defensa como justificación del modus operandi de determinados agentes corruptos. Aunque utilizamos el concepto en los planos económico y moral, interesa aquí resaltar algunas cuestiones relacionadas con la teoría de la antijuricidad (análisis de los requisitos y condiciones bajo las cuales una conducta típica resulta contraria al orden jurídico), para poner de manifiesto que no es posible contemplar este concepto de legítima defensa en el plano jurídico. Como se afirma en Bellatti (2003), la tipificación de una conducta en un código podría dar lugar a presumir un ilícito penal, pero ello no implica todavía la presencia de un injusto, porque dicha

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perdura hasta que la situación se vuelve insostenible desde el punto de vista económico, que es el relevante en este caso para determinar dónde se encuentra el punto y final del ciclo corrupto, puesto que los límites morales, ab initio, se sitúan deliberadamente en un segundo plano, mientras que los legales se relajan también de forma deliberada. El estallido de manifestaciones corruptas se visualiza con cierto retardo, una vez que previamente el condicionante económico ha puesto freno a algunas de estas prácticas. Sin embargo, esta visión institucionalista de la corrupción es incompleta, puesto que no es capaz de explicar las diferencias en los niveles de corrupción percibida entre las distintas sociedades y Estados, ni cómo han evolucionado estos niveles. Una teoría explicativa de la corrupción debería profundizar también en el estudio de los comportamientos de los individuos, de sus reglas conductuales y de cómo éstas se forman, algo que en las páginas anteriores hemos considerado como dado. Es preciso, por tanto,

presunción de ilicitud se desvanece ante una norma que permita la comisión de un hecho típico (el que está fuera del orden social), esto es, ante la presencia de una causa de justificación. Estos permisos o autorizaciones que concede el ordenamiento jurídico para realizar una conducta prohibida constituyen la base sobre la que se asientan las llamadas causas de justificación. En este sentido, no sería antijurídica la acción que constituye un medio adecuado para alcanzar el fin de la convivencia que el Estado regula, teniendo en cuenta que la justificación a considerar debe ser la penal propiamente dicha, más que una justificación general, y debe caracterizarse por incorporar el principio de proporcionalidad. En el caso de la legítima defensa, asentada sobre la protección del individuo y sobre la necesidad de que prevalezca el orden jurídico, Jiménez de Asúa (1958: vol.3) ya la consideraba como “repulsa de la agresión ilegítima, actual o inminente, por el atacado o tercera persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de la defensa y dentro de la racional proporción de los medios empleados para impedirla o repelerla”. Ya en su concepción actual, el fundamento individual consiste en la necesidad de protección de los bienes jurídicos objeto de una agresión ilegítima, mientras que el fundamento supraindividual (social) consiste en la necesidad de defender el orden jurídico general conculcado por la agresión, dentro de unos límites razonables fijados por la ley. En cuanto a su carácter, para que una acción objetiva elimine la antijuricidad, la causa que la excluye ha de ser también objetiva (p.e. no cabe legítima defensa contra legítima defensa), pero, además, tiene un carácter subsidiario limitado de la acción del poder público (STS 29.09.1994), en la medida en que éste no pueda ejercerse en ese momento concreto. En cuanto al ámbito, aunque doctrinalmente se acepta la referencia a cualquier clase de derecho conculcado, la jurisprudencia se muestra más restrictiva, admitiendo solo los ataques contra la vida e integridad de las personas, contra la libertad sexual, contra la propiedad (si concurre acometimiento personal o violación de domicilio), y contra agresiones al honor o la integridad moral. En cuanto a los requisitos para que se declare una eximente, debe concurrir agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para repeler la agresión (incluye la proporcionalidad del medio utilizado), y falta de provocación suficiente por parte del defensor (la conducta del agresor no puede estar motivada en una previa agresión del agredido)[véase Muñoz Conde (2007)]. A partir de la tipificación jurídica que acabamos de ver, ya sea en los planos doctrinal o jurisprudencial, podemos fácilmente concluir que en ningún caso cabría entre las denominadas causas de justificación, conductas corruptas de legítima defensa, ni siquiera en el plano doctrinal, puesto que la causa de exclusión no sería objetiva, carece de carácter subsidiario limitado, no se encentra dentro del ámbito jurisprudencialmente aceptado ni se daría el requisito de falta de provocación suficiente, entre otros. En definitiva, en ningún caso sería aplicable el argumento jurídico de legítima defensa como eximente.

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entrar en cuestiones de filosofía moral, aunque más que centrarse en consideraciones sobre la naturaleza de la virtud, sería necesario abundar en los criterios que rigen el denominado principio de aprobación, lo que permitirá analizar el feed-back que se produce entre los procesos de formación de las reglas morales, y la configuración y funcionamiento de las instituciones sociales. Más allá de las manifestaciones que adopta la corrupción en cada época y lugar, es preciso aproximarse a las razones que empujan al corruptor y al corrompido a romper la regla moral23.

4. La moralidad en algunas corrientes de pensamiento Los actos corruptos, en la medida en que presuponen un vacío de valores morales en quien los realiza, son manifestaciones inmorales del comportamiento del hombre en sociedad, y como tales deben ser objeto de juicio moral, un juicio que se emite a partir de ciertas reglas que no son universales pero que vienen mutando con más lentitud de lo que pudiera parecer a primera vista. En este sentido, corrupción y moralidad son términos estrictamente contrapuestos y como tales serán considerados a lo largo de este trabajo. Conviene recordar que el juicio moral pretende diferenciar el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, con arreglo a unos valores, costumbres, creencias y normas de conducta admitidas por un grupo social, pero se realiza a partir del sentido moral de cada persona, sentido que se adquiere con la experiencia, como tendremos ocasión de ver más adelante, aunque como en tantas cuestiones de filosofía, no hay unanimidad. Ante un conjunto de acciones o acontecimientos de una determinada afinidad, una persona puede aceptarlo, rechazarlo o ignorarlo, pero la experiencia puede hacerle cambiar de opinión24. 23

En lo sucesivo entenderemos por moral (del latín morales) el conjunto de reglas que se aplican en la vida cotidiana y que todos las personas de un grupo social determinado las utilizan continuamente. Son las normas (incluida la costumbre) que guían a cada individuo, orientando sus acciones y sus juicios sobre lo que es adecuado o inadecuado, en el sentido de correcto o incorrecto, de bueno o malo. Mientras, la ética (del griego ethos) sería un conjunto de conocimientos derivados de la investigación de la conducta humana al tratar de explicar las reglas morales de manera racional, fundamentada, científica y teóricamente. Es una reflexión sobre la moral. 24 En psicología se reconocen diversos estadios del juicio moral dentro del ciclo vital, como la moralidad heterónoma (opuesta a autónoma, que no es cuestionada por los niños cuando procede de un adulto), el individualismo, las expectativas interpersonales, el sistema social o la conciencia [entre otras referencias, es especialmente interesante la seminal aportación de Piaget (1932). Por su parte, Kohlberg (1963:19) parte de dos supuestos para estudiar el desarrollo de la moral a lo largo del ciclo vital de las personas: I) Las ideas morales no se construyen sólo mediante la imposición de las normas por parte del adulto, ni son el resultado del conflicto entre los intereses del niño y los requerimientos de la sociedad. Las nociones morales se construyen en sentido positivo, a partir de la interacción con los adultos y con los iguales, cuando los niños

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A pesar de que, hasta ahora, apenas nos hemos adentrado en cuestiones de filosofía moral, nótese cuán lejos de la actual noción de responsabilidad social ante la corrupción se encuentran los supuestos teóricos que rodean los comportamientos morales y, sobre todo, el concepto de juicio moral. A este respecto, por el momento solo proponemos esta pregunta: ¿cómo se puede dar consistencia al hecho constatado en muchas sociedades de una generalización de los actos corruptos, en paralelo con la ausencia de contrición y arrepentimiento que emiten, de forma individualizada, la inmensa mayoría de sus individuos? Descifrar esta y otras claves impone indagar en algunas aportaciones del pensamiento filosófico, casi todas ellas centradas en la moralidad de los comportamientos humanos, con un especial detenimiento en el término especialmente querido por los moralistas escoceses, conocido como principio aprobatorio, una facultad de la mente que discrimina entre los caracteres que resultan agradables o desagradables, aceptados o rechazados por el individuo. Para comprender adecuadamente esta facultad de la mente, hay que enmarcarla en la noción de juicio moral, un acto mental que afirma o niega el valor moral ante una situación determinada o un comportamiento del que somos testigos. Por tanto, el juicio moral se pronunciará específicamente sobre la presencia o ausencia de ética en un hecho o actitud, y esto es posible gracias al sentido moral que cada persona posee, el cual es el resultado de los esquemas, normas y reglas que hemos ido adquiriendo y aprendiendo a lo largo de nuestra vida. A través del juicio moral se puede establecer si una acción carece de principios éticos o los contraviene. Podría decirse que el principio aprobatorio constituye el elemento funcional del juicio moral, puesto que incorpora los fundamentos a los que éste debe sujetarse. Una primera advertencia a realizar sobre el procedimiento que implica el juicio moral, según se ha visto, es que el sentido moral se construye con el tiempo, lo que tiene una doble consecuencia: por un lado, y con independencia del ritmo de construcción en que se vea sumido, el sentido moral evoluciona con el ciclo vital de

son capaces de tener en cuenta la perspectiva de los otros; II) Los conceptos morales no se adquieren sólo para evitar emociones negativas como ansiedad o culpa. Los niños construyen las nociones morales a partir de las interacciones sociales, y van elaborando conceptos como justicia, igualdad o derechos. A partir de la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget, en Kohlberg (1963) se identifica seis estadios (criterios para aplicar el juicio moral), clasificados en tres niveles (perspectivas del individuo frente a las normas), donde priman una serie de características. El nivel pre-convencional (niños) incluye los estadios: 1) la orientación hacia la obediencia y el castigo; 2) el individualismo y el intercambio. El nivel convencional (adolescentes y adultos) incluye los estadios: 3) expectativas interpersonales; 4) normas sociales establecidas. El nivel post-convencional (accesible a pocas personas) incluye: 5) derechos prioritarios y contrato social; 6) principios éticos universales.

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cada persona, y aunque también impone una evolución para el conjunto de la sociedad consecuencia de la retroalimentación sociedad-individuo, la relación entre ambas evoluciones no está especificada. Por otro lado, también hay que hacer notar que ese conjunto de esquemas, normas y reglas que se van adquiriendo y aprendiendo se refieren a una sociedad concreta acotada por vínculos de proximidad geográfica, religiosa e ideológica. En ambos casos, se está prescindiendo de cualquier enfoque apriorístico, heterónomo y universal, carencias que no siempre han sido compartidas por la axiología, como tendremos ocasión de comprobar. Finalmente, otra consecuencia práctica del proceso de depuración de la noción de juicio moral durante los últimos dos siglos ha sido su traslación hacia la nueva ciencia de la psicología y, en concreto, de la psicología evolutiva, lo cual no siempre proporciona elementos de juicio aprovechables para otras disciplinas. La tradición de la filosofía moral, o axiología, es una teoría de los valores que se remonta a Sócrates (470-399 a.C.), que creía en la superioridad de la discusión sobre la escritura, hasta el punto de que ni escribió libro alguno ni fundó ninguna escuela regular de filosofía. La contribución de Sócrates a la filosofía tuvo un importante componente ético, y creía en una comprensión objetiva de los conceptos de justicia, amor y virtud, y en el conocimiento de uno mismo. Aunque el vicio (lo contrario de la virtud) es el resultado de la ignorancia, ninguna persona desea el mal. La virtud sería conocimiento, y aquellos que conocen el bien actuarán de manera justa. Su lógica hizo hincapié en la discusión racional y en la búsqueda de definiciones generales, como queda claro en los escritos de su joven discípulo, Platón, y del alumno de éste, Aristóteles25. Aunque quizás sean el estudio de la

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Aristóteles asimila la virtud a la excelencia, pero interpretada como una acción de acuerdo con los principios de la física y de la metafísica, y no como una pasión. Es la acción más apropiada a la naturaleza de cada ser; el acto más conforme con su esencia. En su Ética a Nicómaco (especialmente, libros II y VI), considera que al estar el alma dividida en dos partes, cada una de ellas se corresponderá, respectivamente, con las virtudes éticas (un hábito que se corresponde con la parte irracional del alma) y con las virtudes dianoéticas (prudencia y sabiduría, que se corresponden con la parte racional del alma y que deben guiar a la parte irracional). En el libro X, Aristóteles se refiere a la felicidad como la aspiración más elevada del hombre, a la que solo se puede llegar por el intelecto, participando de lo divino en una actividad contemplativa que constituye un fin en sí mismo. Esta idea se retomó siglos después por el neoplatonismo (básicamente, en la Roma del Siglo III d.C.) y el misticismo hasta el Siglo XVI. Ya en la actualidad, por virtud (areté, -gr-, virtus –lat-) se entiende fuerza de carácter, propensión, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien. Un hábito (un buen hábito, frente a un vicio) que capacita a la persona para actuar de acuerdo a la razón recta; un calificativo que informa las buenas acciones humanas y que para su existencia solo requiere de la razón y del esfuerzo personal, aunque la fe religiosa permite perfeccionarla mediante la gracia divina. El sistema moral judeo-cristiano considera que en el ser humano las virtudes son adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados y una perseverancia,

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naturaleza de la virtud y el principio aprobatorio las dos preocupaciones más importantes de la filosofía moral, en este documento nos atrae más la segunda de ellas, por proximidad temática y por economía de medios26. La ética ya era objeto de estudio en los orígenes de la Antigua Grecia. Como rama de la filosofía, su contenido ha girado sobre el estudio racional de la moral, la virtud, el deber, la felicidad e, incluso, en palabras de Singer, del buen vivir27. Siendo su origen inmediato el término latino ethῐcus , como ciencia normativa se ocupa de lo que es o no moral y de la justificación racional de un sistema moral. En el campo positivo, constituye una guía de aplicación a nivel individual y social del hecho moral. Podría decirse que se ocupa de la definición y aplicación de las reglas de moralidad a partir de una interpretación racional. A pesar de que la evolución en occidente impuso derroteros diferentes a los conceptos de ética (vinculados a lo correcto o incorrecto, de acuerdo con la religión) y de moral (vinculados a los valores y aspectos consuetudinarios que dependen de la experiencia y lugar), lo cierto es que ambos conceptos y sus derivados están confluyendo de nuevo merced a la interculturalidad de las sociedades modernas, y ese criterio es el que adoptaremos, aunque no escondemos nuestra predilección por el empleo del término moral. Al contrario de lo que se desprende de la doctrina socrática, San Agustín de Hipona (354430) no buscaba una comprensión objetiva de nociones como la justicia o la virtud. Por el contrario, la existencia del mal y de la libertad humana son los principales problemas que debe afrontar la ética cristiana, teniendo en cuenta que la voluntad está por encima del entendimiento (en contra del intelectualismo moral socrático), afirmando que el mantenidas siempre en el esfuerzo. Es importante discernir que la virtud como fuerza interior, principio, purificación, sabiduría y valor, nace por la consciencia y por las obras adecuadas; por tanto, no es posible apreciarla ante la inacción de las personas. Hoy, las virtudes aluden a valores humanos, y ambos pueden ser considerados como sinónimos. 26 La complejidad que supone para el propósito de este estudio un acercamiento minucioso a las cuestiones relacionadas con la naturaleza de la virtud, aconseja ladear este asunto. Como botón de muestra, puede advertirse que la ética de la virtud es una corriente dentro de la filosofía moral que postula que la propia moral surge del interior de la persona, esto es, de las virtudes (Elizabeth Anscombe [1919-2001], Philippa Foot [1920-2010] y Alasdair MacIntyre [1929-], visión que se contrapone a la corriente deontológica (la moral surge de las reglas –E. Kant–), y también se opone al consecuencialismo (la moral depende del resultado de los actos –M. Weber–). Pero, en realidad, las diferencias entre estas tres aproximaciones a la fuente de la moral afectan más a la forma de abordar los dilemas morales que al hecho en sí de alcanzar o no una conclusión moral. 27 Australiano de origen judío, Peter Singer (1946-?) es un filósofo utilitarista vinculado a la Universidad de Oxford y especializado en las lecturas de Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Entre su amplio currículo bibliográfico destacan Practical Ethics (1979) y Ethics (1994).

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hombre es bueno pero no por conocer el bien, sino por la libre voluntad de realizarlo. De este modo, el mal moral es un producto de la voluntad humana28. Una lección de actualidad de la moral agustiniana es que el hombre dispone de libre arbitrio para elegir entre el bien y el mal, pero también tiene la capacidad moral de decidir en un escenario de posibilidades que no es dicótomo, sino que permite el ejercicio de la libertad para realizar una elección responsable. Las leyes que rigen la felicidad. Los grandes temas agustinianos –conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría–, así como la visión pesimista del hombre, dominaron toda la teología cristiana hasta la escolástica tomista. La teoría teocéntrica de Santo Tomás de Aquino (1225-1274) sitúa a la felicidad como el bien supremo del hombre, siguiendo la idea aristotélica. El hombre cuenta para lograr este fin con los actos humanos (como medios externos), mientras que como medios internos cuenta con la ley natural (guía de conducta) y con la voluntad del hombre (con la que adquiere hábitos y virtudes). En tercer lugar, el hombre cuenta con medios sobrenaturales, como la “gracia divina”, mediante la cual Dios le ayuda a conseguir sus fines 29. Entre las leyes que rigen la conducta humana en Santo Tomás, se encuentran la Ley Eterna (consistente en el orden que Dios establece en la Creación, de cumplimiento voluntario para el hombre y no así para el resto de los seres), la Ley Natural (un reflejo de la Ley Eterna en la razón humana, donde la conciencia es la encargada de interpretarla y aplicarla a los casos particulares – “ha de hacerse el bien y evitarse el mal”–), y la Ley Positiva (conjunto de normas creadas por el hombre para regular la convivencia que deben ser justas cuando se fundamentan en la naturaleza humana). En cuanto al orden de aplicación de estas leyes, la ley política (positiva) debe subordinarse a la ley moral (natural), y ésta a la ley divina (eterna), de modo que la ley positiva, para ser legítima, debe respetar la ley natural, pues en caso contrario sería injusta e ilegítima, y estaría permitido no obedecerla. Por tanto, la ley positiva sería un precepto de la razón promulgado por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad con el fin de lograr el bien común.

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Si la voluntad tiende necesariamente al bien, ¿cómo se explica que elija mal? San Agustín responde que, aunque la voluntad debe tender, por su naturaleza, al bien, no se enfrenta a un bien único, pues además del supremo bien, que es Dios, hay toda una serie de bienes finitos ante los cuales la voluntad está indeterminada y, por lo tanto, es libre de elegirlos. Dicha elección debe realizarse en relación con un orden jerárquico, de tal manera que el mal moral y su consecuencia, el pecado, consiste en que la voluntad elige un bien inferior y por él rechaza uno superior. Por lo tanto, el mal moral es una privación o falta de un uso correcto de la libertad del hombre. 29 Véase Zeferino González (1979).

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Probablemente, la parte más “trasladable” de este pensamiento a nuestro problema actual sea el orden de aplicación de las leyes que rigen la conducta humana. Al margen de la Ley Eterna, inmutable e inspiradora de los comportamientos humanos, es la Ley Natural la que deja a la conciencia individual la responsabilidad de cómo debe hacerse el bien y evitarse el mal, debiendo prevalecer sobre los preceptos de la Ley Positiva, que es la que regula las relaciones sociales. La moral tomista impone una necesaria adecuación a la Ley Natural para que las normas positivas sean justas y legítimas, cuya ausencia legitimaría su incumplimiento. He aquí una posible causa de algunos comportamientos corruptos. La Escuela de Salamanca como rama de la escolástica. El precursor de este movimiento intelectual ibérico y, sobre todo, teológico, fue Francisco de Vitoria (14861546), dominico, humanista, jurista y teólogo, aunque profesó también la economía. El grueso de su actividad se centró en estudiar los problemas morales y la dignidad de la condición humana, generando numerosos discípulos, directos o advenidos, al calor de su obra30. Al ocupar la cátedra de teología de la, por entonces, muy influyente Universidad de Salamanca, a él correspondió introducir el tomismo como libro de texto básico en teología, siendo imitado por numerosas universidades europeas. En Los justos títulos, Vitoria admite la legitimidad de algunos títulos para hacer la guerra y sujetar a los indios en determinados casos, pero al propio tiempo rechaza gran parte de los títulos que solían alegarse, como los motivados en religión; por ejemplo, la legitimidad del título fundado en la concesión y potestad del Papa o la del título relativo al descubrimiento, al entender que los indios tenían verdadero dominio en sus tierras y cosas, y que los descubridores, por el hecho sólo del descubrimiento, no tenían mayor derecho para apoderarse de los indios que el que éstos habrían tenido si hubieran descubierto a los españoles: “si bien es cierto que los indios estaban obligados a recibir y profesar la fe cristiana desde el momento o en la hipótesis que se les hubiera anunciado de la manera conveniente, no por eso habría derecho para hacerles la guerra ni quitarles sus bienes, en el caso de que se negaran a recibir y profesar esta fe” (Z. González, libro III, citando de De Indis, 1532). El derecho de propiedad. Como precursor del derecho a la propiedad privada, entendía Vitoria que la forma habitual de las posesiones no debería ser el común, porque serían

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A esta escuela pertenecen Domingo de Soto, Melchor Cano, Francisco Suárez y Domingo Báñez, entre otros.

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“los hombres malvados e incluso los avaros y ladrones quienes más se beneficiarían”. De la misma manera, el afán de lucro de los comerciantes y su supuesta incompatibilidad con los postulados católicos, lo resolvió afirmando que el orden natural se basa en la libertad de circulación de personas, bienes e ideas, lo que además aumenta los sentimientos de hermandad, no siendo moralmente reprobables sus conductas como tales, sino que contribuyen al bien común . A esta corriente de pensamiento escolástico correspondió el mérito de adelantarse a los tiempos del cameralismo alemán, de la fisiocracia francesa y del clasicismo británico, cuando de manera temprana afronta los problemas morales de la economía, entre los que se cuentan, además del ya aludido a la propiedad, la cuestión de la determinación del precio justo e, incluso, la explicación de la elevada inflación del Siglo XVI a partir de postulados que luego se consolidaron en la teoría cuantitativa del dinero 31. El Mecanicismo y la teoría del contrato social. Con la toma de Constantinopla a manos de los turcos, en 1453, podría considerarse que comienza un nuevo ciclo en la Historia Universal, donde también concurren sucesivamente acontecimientos como la invención de la imprenta, el surgimiento de las teorías humanistas y renacentistas, la vuelta a los clásicos griegos y, poco después, el descubrimiento de América en 1492. Esta “Edad

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La importancia de las aportaciones de Vitoria sobre la comprensión del problema económico básico, de la propiedad, de las cuestiones macroeconómicas de la época o el problema de la formación de los precios, se encuentra en la trascendencia posterior que han tenido. Manifestaciones tan precisas como la realizada a propósito de su análisis de los contratos: “el valor de los bienes no descansa en su naturaleza, sino en la estimación en que los tengan los hombres”, ilustran sobre las reglas morales a las que se debe la economía. La nítida distinción que lleva a cabo entre valor y precio dio lugar en los siglos XVIII y XIX a tórridas discusiones cuando algunas teorías (la marxista incluida) abrazan la idea del valor-trabajo (valor intrínseco) frente al criterio de necesidad social (utilidad) objetivamente determinada (“a como vale en la plaza”). Su aportación (“el precio de una cosa no depende tanto de sus cualidades reales propias cuanto de su valor según la necesidad que se tiene de ella y la utilidad que reporta”) pone de manifiesto que el sistema moral de la época todavía incluía la idea del precio justo como una tradición del derecho romano basada en el mercado, aunque también pudiera incorporar elementos de costes. En efecto, el precio justo en Vitoria se determina de dos modos: cuando ya está establecido por una legislación, ley o norma civil, especialmente de aquéllas cosas que pudieran ser de primera necesidad, y cuando está establecido por costumbre, por el uso común, o incluso cuando queda fijado por el libre juego de la oferta y la demanda en unas condiciones favorables. Además, como precursores de la teoría cuantitativa del dinero, Vitoria y sus discípulos ya debatían sobre el problema candente que representaba el impacto sobre los precios del comercio con América, especialmente en la obra de Domingo de Soto De iustitia et iure (1553) y que Azpilcueta retratara magníficamente en su Manual de confesores y penitentes de 1552: "por la experiencia se ve que en Francia, do hay menos dinero que en España, valen mucho menos el pan, vino, paños, manos y trabajos de los hombres; y aún en España, el tiempo que había menos dinero, por mucho menos se daban las cosas vendibles, las manos y trabajos de los hombres que después, que las Indias descubiertas la cubrieron de oro y plata" (Gómez Rivas, 2011).

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Moderna” tuvo entre sus ideas impulsoras el imperio de la razón como principio del conocimiento conceptual que va más allá de la experiencia para formar parte del alma humana, y como forma organizacional de la sociedad, el Estado moderno, dotado de un gobierno común y con un substrato de identidad cultural y nacional de sus habitantes. El proceso de formación del nuevo concepto de Estado arranca en el Siglo XV, transformando progresivamente la relación feudal de la nobleza con el monarca, basada en la lealtad, en otra basada en la obediencia, como corresponde a un estado absoluto que alcanza su punto álgido en la Europa del Siglo XVII. En paralelo con el nuevo Estado, la filosofía encuentra una nueva forma de expresión, donde Thomas Hobbes (1588-1679), hijo de clérigo, rompe con la metafísica y con la concepción tradicional del hombre en la filosofía mediante una trilogía literaria que comienza con De Cive (1642), alcanza el cénit con Leviatán (1651), y culmina con la publicación en dos partes de sus Elementos de Filosofía (1655 y 1658), tres textos que conforman la parte central de su obra. Probablemente sea la primera vez en siglos que la filosofía se ocupa prioritariamente del comportamiento del hombre en sociedad, con la pretensión de trasladar las leyes del mecanicismo al terreno de la moral y de la política pero, eso sí, de una forma peculiar, pues para Hobbes las leyes que mueven el comportamiento humano son las mismas que las que mueven el universo, es decir, leyes de origen divino32. El estado natural del hombre es el de un ser antisocial que solo se mueve por la pasión del deseo y por la emoción del temor y del miedo que, a su vez, se deriva de una aversión natural al riesgo o a cualquier amenaza. De ahí que la primera ley de la naturaleza que formula Hobbes sea la de la autoconservación del hombre (búsqueda y seguimiento de la paz, mientras pueda obtenerse), que lo induce a imponerse sobre los demás mediante una permanente “guerra de todos contra todos”, comportamiento carente de toda consideración moral, lo que impide juzgar esas pasiones y emociones como buenas o malas. Por eso, pese a la frecuente interpretación de que en Hobbes el hombre es malo por naturaleza y de que las pasiones constituyen un elemento negativo en la naturaleza

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Al abrazar el mecanicismo de Galileo, Huygens y Boyle, entre otros, Hobbes se suma a la idea de que la única forma de causalidad es la influencia física entre las entidades que forman el mundo material, lo cual supone negar la espiritualidad de estas entidades. Como implicaciones inmediatas de esta visión de las cosas, se encuentran necesariamente el materialismo y el determinismo como nociones interpretativas de los acontecimientos, donde la materia determina la conciencia [véase Mario Bunge (2002): Crisis y reconstrucción de la filosofía; Gedisa, Barcelona].

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humana, el propio autor parece desmentirlo: "Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden de estas pasiones, hasta que conocen una ley que las prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede hacerse ley alguna hasta que hayan acordado la persona que lo hará" (Leviatán, XIII). Puesto que hay pasiones que también inclinan al hombre hacia la paz (el temor a la muerte, las cosas que hacen la vida confortable y la esperanza de obtenerlas), se presume que hay aspectos de la naturaleza humana que posibilitan un acuerdo entre los hombres para conseguirla. Aunque las pasiones están reguladas por las leyes de la naturaleza, éstas pueden ser descubiertas por la razón para proporcionar al ser humano un conjunto de normas de egoísta prudencia que hacen posible su conservación y seguridad, aunque estas normas no son ni morales ni metafísicas33. La segunda ley de la naturaleza resalta la capacidad del hombre para renunciar a sus propios derechos, abriendo la posibilidad de establecer un contrato con otros seres humanos: “que un hombre esté dispuesto, cuando otros también lo están tanto como él, a renunciar a su derecho a toda cosa en pro de la paz y defensa propia que considere necesaria, y se contente con tanta libertad contra otros hombres como consentiría a otros hombres contra el mismo" (Leviatán, XV). El cumplimiento de los pactos y la aceptación de las consecuencias que de ellos se siguen, constituye el contenido material de la tercera ley natural, algo que solo será posible cuando se haya constituido la sociedad civil. De este modo, la razón permitiría cumplir estas leyes, aunque en el estado natural del hombre no podrían ser cumplidas por falta de un poder coercitivo que obligue a los hombres. Entiende Hobbes que como las leyes de la naturaleza se oponen a nuestros deseos y pasiones, es poco probable que se cumplan en el estado natural del hombre, por lo que se precisa un pacto que generaría, simultáneamente, la sociedad civil y un poder común capaz de obligar a todos al cumplimiento del compromiso suscrito. Así, quedaría constituida la sociedad civil o civitas (ciudadanía), entendiendo por tal “la multitud así

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"Una ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o regla general encontrada por la razón, por la cual se le prohíbe al hombre hacer aquello que sea destructivo para su vida, o que le arrebate los medios de preservar la misma, y omitir aquello con lo que cree puede mejor preservarla, pues aunque los que hablan de este tema confunden a menudo ius y lex, derecho y ley, éstos debieran, sin embargo, distinguirse, porque el derecho consiste en la libertad de hacer o no hacer, mientras que la ley determina y ata a uno de los dos, con lo que la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que en una y la misma materia son incompatibles” (Leviatán, XIV).

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unida en una persona… cuyos actos ha asumido como autora una gran multitud, por pactos mutuos de unos con otros, a los fines de que pueda usar la fuerza y los medios de todos ellos, y según considere oportuno, para su paz y defensa común. Y el que carga con esta persona se denomina soberano y se dice que posee poder soberano; cualquier otro es su súbdito" (Leviatán, XVII). El pacto suscrito por parte de cada hombre con cada hombre excluye al soberano, constituyendo un contrato entre iguales para que aquél actúe respecto a los súbditos sin limitaciones, al no ser parte en dicho contrato. Este contrato social posee dos implicaciones: por un lado, reniega del carácter divino de los reyes y, por otro, abre la posibilidad de que el poder pueda ser ejercido alternativamente por una asamblea, debiendo ser, en todo caso, un poder absoluto. Hay que notar que en Hobbes ya se aprecia de forma clara que las ideas de bien y mal son relativas y se encuentran asociadas a placer y dolor, a lo agradable y desagradable que resulten a los sentidos. Ni la ontología como ciencia de nociones metafísicas ni la psicología como ciencia del espíritu, pertenecen a la filosofía, cuyo contenido consiste en conocer las causas por los efectos y los efectos por las causas, a través de la experiencia y la observación de los hechos. Todo este cuerpo argumental refleja, por un lado, determinismo (falta de libertad) y, por otro, relativismo, puesto que es el interés particular la única norma ética que rige la percepción del bien y del mal en cada hombre, descartando la existencia de una moral absoluta, y mucho menos una justicia absoluta. La implicación más directa al propósito que nos anima en este trabajo la resume en magnífica forma Zeferino González (op. cit., tomo III) cuando afirma que en Hobbes “el derecho de propiedad trae su origen, su sanción y su legitimidad, de la ley civil, o, mejor dicho, de la voluntad arbitraria y despótica del supremo gobernante, fuente y origen de todo derecho, de toda justicia y de todo deber. En cambio, éste no está sujeto a las leyes civiles, y ninguno de sus súbditos puede tener derechos contra él”, invirtiéndose el orden de aplicación de las leyes que rigen la conducta humana en el tomismo, según se ha visto. Si hoy analizamos detenidamente los perfiles psicológicos de un corruptor y de un corrompido habituales, probablemente nos recuerde con facilidad todo lo que representa el hombre de Hobbes. Pero no adelantemos acontecimientos. Los ilustrados escoceses y el sentimiento. El gran avance de la filosofía moral en tiempos más recientes se produce de la mano de los denominados filósofos morales

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escoceses del dieciocho: Anthony Ashley Cooper III (Lord Shaftesbury, 1671-1713)34, Henry Homes (Lord Kames, 1696-1782)35, Francis Hutcheson (1694-1746)36, David

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Procedente de familia noble, y dotado de una endeble salud, comenzó a escribir en 1804 ya cuando su enfermedad le había dejado en situación delicada. Inquiry concerning Virtue (1683) y Characteristics of Men, Manners, Opinions, Times (1711), probablemente constituyan las mejores manifestaciones literarias de un pensamiento que confía en la naturaleza humana y en una idea de religión natural, con una ética basada en el sentimiento que guía al individuo hacia el bien común. Creía que el hombre dispone de un sentido moral, como cualidad innata, para calificar sus acciones vistas en el espejo de los demás. Shaftesbury fue el primero en rebatir la idea de Hobbes del egoísmo radical del hombre y de su primaria naturaleza bélica, al afirmar que existe en el hombre una inclinación natural a la sociedad. Aunque cada especie posee una inclinación por la cual es conducida a su mayor bien de una manera providencial, resultando de ello la armonía del orden universal, en el caso del hombre, esta tendencia natural a la sociedad se completa con el sentido moral, lo que da un verdadero contenido a su actuación, idea opuesta frontalmente al apriorismo ético de los racionalistas. El sentido moral es una cualidad innata y común, y en él se fundan nuestros juicios y valoraciones, y no en ninguna operación intelectual. Hay tres compilaciones de la obra se Shaftesbury que merecen atención, editadas por Benjamin Rand (Londres), Swan Sonnenschein (New York), The Macmillan, 1900. En primer lugar, The Life, unpublished letters, and philosophical Regimen of Anthony, Earl of Shaftesbury, Author of the “Char.”. En segundo lugar, The Life, unpublished letters, and philosophical Regimen of Anthony, Earl of Shaftesbury, Author of the “Char.”, con los los documentos inéditos, aunque incompletos, de Shaftesbury archivados en el Public Record Office de Londres. Y, en tercer lugar, Shaftesbury’s Second Characters, or the Language of Forms. Un interesante trabajo sobre la vida, obra, moral y estética de Lord Shaftesbury puede encontrarse en Rodríguez Martín, F. (2007): La estética de Shaftesbury; Universidad Autónoma de Madrid. 35 Además de abundar sobre cuestiones relacionadas con el origen de la política escocesa y la propiedad privada (Essay Upon Several Subjects Concerning British Antiquities), su mayor contribución se produce en el campo de la antropología social mediante sus obras Historical Law Tracts y, posteriormente, su Sketches on the History of Man. La sociedad habría atravesado sucesivamente cuatro estadios: el de los cazadores-recolectores (pequeños grupos humanos que no competían entre sí por los recursos escasos y solo precisaban de normas consuetudinarias), el de los pastores y ganaderos (grupos humanos mayores pero de poca complejidad, organizados en clanes), el de la agricultura (grupos asentados en un territorio donde surgen profesiones accesorias con el consiguiente aumento en la complejidad y la aparición de normas de organización complementarias a la costumbre), y el de las ciudades (que atraen población, se especializan los individuos y se precisa una regulación legal de actividades, a la vez que se reconocen derechos individuales y se establecen regímenes democráticos). Una recopilación de siete de sus obras puede encontrarse en Essays upon Several Subjects concerning British Antiquities, Essays on the Principles of Morality and Natural Religion, Introduction to the Art of Thinking, Elements of Criticism, Sketches of the History of Man, and Loose Hints on Education; Thoemmes Press, 1995. 36 Ministro de la Iglesia de Escocia y titular de la Cátedra de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, fue uno de los filósofos más influyentes en Smith, junto con Hume, su mentor. Retoma la noción de sentido moral, que ya utilizara Shaftesbury, y afirma que si se combina con el concepto de juicio moral, puede resultar admisible con facilidad, pero advierte que de considerarse por sí mismo, como valor absoluto, no solo podría conducir a una grave equivocación formal, sino que acarrearía también graves errores prácticos, algo que también advierte Smith en su Teoría de los Sentimientos Morales. Asimismo, Hutcheson fue el primero de los filósofos moralistas en demostrar que el principio de aprobación no está fundamentado en el amor a sí mismo, manifestando un rotundo rechazo a la idea de Thomas Hobbes (Thoughts on Laughter, 1725). Una visión más completa de su obra puede encontrarse en uno de sus últimos trabajos (1755, 1964): A System of Moral Philosophy.

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Hume (1711-1776), Adam Smith (1723-1790), Adam Ferguson (1723-1816)37 y John Millar (1735-1801)38, entre otros. Como nos recuerda Hayek, los ilustrados escoceses entendieron adecuadamente el problema central de la ciencia cuando intentaron encontrar los orígenes de la historia de la sociedad en elementos simples y universales, para demostrar que con poca planificación y sabiduría se podrían haber emulado con éxito los esquemas de política vigentes, más complicados y artificiales 39. Probablemente, la mayor contribución de este cuerpo de conocimiento escoces sea haber puesto las bases, por primera vez, para poder interpretar el funcionamiento de la sociedad de una forma no exclusivamente racional, sin tener por límite los grupos sociales más cercanos y, a su vez, habiéndose desprendido de la metafísica. Probablemente, también, Adam Smith sea el autor que más lejos llevó esta idea cuando formula su tesis de la división del trabajo y del gobierno de la mano invisible: hombres cuyos esfuerzos no estaban gobernados por necesidades concretas conocidas ni por las capacidades de los individuos que les eran más cercanos, sino por las señales más abstractas de la oferta y la demanda, y que estaban capacitados para participar en esa gran sociedad, que no puede ser vigilada por ninguna sabiduría ni conocimiento humanos (Hayek, 1978). Mientras tanto, David Hume ya había analizado la ética y la política a partir de la observación y la experiencia, eximiéndolas de cualquier fundamento metafísico. Como en el resto de autores moralistas, su emotivismo le lleva a rechazar que la razón pueda ser el fundamento de los juicios morales, puesto que ni determina el comportamiento ni lo impide. La asociación de ideas (campo de la matemática y la lógica) es útil, pero no puede impulsar la realización de acciones virtuosas y justas, como tampoco el conocimiento de los hechos puede determinar si éstos son buenos o malos. El fundamento de los juicios 37

Considerado como el padre de la sociología moderna, Ferguson fue un personaje polifacético que ejerció como soldado, como capellán militar, como literato, como bibliotecario (sucedió a Hume en la Facultad de Derecho de Edimburgo) y, finalmente, como profesor de filosofía natural y de filosofía moral. En sus Principles of Moral and Political Science, considera al hombre como un ser social y sitúa la razón de ser del principio aprobatorio en el logro de la perfección. Coincide con Hobbes y Hume en admitir el poder del egoísmo o utilidad, y lo incluye en la moral como un instinto de supervivencia. Además, utiliza la noción de benevolencia universal de Hutcheson y la de simpatía mutua de Smith, combinándolas en una ley social que, sin embargo, sería considerada más como un medio que como un fin del destino humano, esto es, subordinada al supremo fin de la perfección. 38 John Millar nace en Glasgow siendo su obra principal el Origen de la distinción de rangos (Origin of the Distinction of Ranks), publicada en 1778. En ella establece que el sistema económico determina todas las relaciones sociales, incluso aquellas que se dan entre los géneros, lo que se conoció después como el determinismo económico y que constituyó un importante baluarte para el marxismo. 39 En Hayek (1978), se abunda en esta idea citando a Francis Jeffrey, editor de la Edimburgh Review, en una de sus editoriales de 1803.

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morales estaría en el interior del hombre, en su corazón, de donde brotan los sentimientos de aprobación y desaprobación (en esto coincide con Rousseau), siendo el sentimiento de aprobación o desaprobación que experimentamos el que nos impulsa a obrar. En definitiva, la razón no es la maestra de las pasiones, sino su esclava (al contrario de lo que propugna el intelectualismo de Descartes), a pesar de que admite que la razón interviene como árbitro en las cuestiones propias de la vida moral. Sin embargo, es el sentimiento el que decide nuestras motivaciones. Este planteamiento le lleva a aceptar la existencia de normas morales y sociales porque hay una naturaleza humana común que hace posible ciertas regularidades en la conducta, idea compartida con otros filósofos moralistas como Shaftesbury y Hutcheson. En el hombre existe de manera natural un sentimiento hacia el bien propio y el de los demás, de tal manera que lo bueno es aquello que tiene utilidad para la vida social (idea que recoge Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales). Esta inclinación natural se refuerza con el hábito y la educación, que forjan en el individuo una conciencia social. La anterior muestra de pensamiento tan solo tiene la pretensión acercarnos a ver cómo se introduce la cuestión moral en los planteamientos filosóficos hasta el siglo XVIII. La razón, la divinidad y los sentimientos son los tres ejes donde se ha venido asentando, con diferenciado énfasis, la axiología desde la antigua Grecia, con el fin de interpretar el sentido de la vida del hombre y de establecer una guía vital para la sociedad. De una u otra manera, desde San Agustín se viene asumiendo que la voluntad no se rige necesariamente por la razón, aunque fue Santo Tomás quien, de una forma clara, establece una primacía fáctica de la ley natural sobre la ley positiva (única concesión a la razón), salvando por supuesto la prioridad de la ley eterna, fuente de inspiración y a la que todos los seres humanos deben tener como guía suprema en este enfoque metafísico. La obra de Hume ya se desprende del fundamento metafísico que durante siglos acompañó a la filosofía moral, pero lejos de dar preferencia a la razón, se refugia en los sentimientos como principal sostén de las acciones virtuosas y justas, relegando a la razón al papel de intérprete en las cuestiones cotidianas de la vida moral, aceptando incluso su participación en la creación de las reglas morales y políticas, fruto de las regularidades conductuales surgidas de la experiencia. La obra de Hume tuvo una gran trascendencia entre los denominados ilustrados escoceses del siglo XVIII, hasta el punto de que éstos formaron el grueso de lo que también se ha dado en denominar los filósofos moralistas. Siguiendo a Smith, Las personas disponen de

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una facultad mental que hace que ciertos caracteres les resulten agradables o desagradables (principio aprobatorio), lo que puede tener tres explicaciones: 1. Por un lado, puede entenderse que un individuo aprueba algo “por amor a sí mismo”. De una manera egoísta se ve impulsado a refugiarse en la sociedad, pero no por amor a sus semejantes, sino para servirse de ella, postura que encarna Hobbes cuando afirma que el hombre es un lobo para el hombre (“Homo hominis lupus”): todo aquello que fomenta el bienestar social no aviva su interés, pero todo aquello que lo perturba es considerado pernicioso y dañino para sí mismo. Bajo este principio aprobatorio de amor así mismo, al hombre no le interesa aquello que contribuya al bienestar social, sino que solo le interesa lo que pueda darle bienestar personal. El estado bélico en que se encuentra la naturaleza no permite que haya una vida social segura y pacífica, por lo que sería necesario que la sociedad delegue en un monarca con el suficiente poder de represión para que obligue a los hombres a vivir en paz. Solo mediante la fuerza el hombre aprendería a alabar la obediencia a la autoridad y a censurar toda rebeldía. 2. Por otro lado, un individuo puede aprobar o reprobar conductas mediante la razón, utilizando un procedimiento inductivo. En el racionalismo la mente está dotada de la facultad de distinguir entre determinados actos y efectos: en unos casos, las cualidades de lo bueno y lo virtuoso; y, en otros, lo malo, lo censurable y lo vicioso. La razón, por tanto, es la fuente de las reglas generales conductuales y de todos los juicios morales y, por ende, la razón es el principio de la aprobación o reprobación. Admite Smith que las sentencias morales estén basadas en la inducción y en la experiencia, y que la virtud consista en una conformidad con la razón. Pero aunque ésta sea la fuente de las reglas generales éticas y de los juicios morales, “…es completamente absurdo e ininteligible suponer que las percepciones primarias de lo bueno y lo malo procedan de la razón, hasta en aquéllos casos particulares de cuya experiencia se sacan las reglas generales”, sino que solo pueden ser objeto de un inmediato sentimiento y emoción: “nada puede ser agradable o desagradable por sí mismo, que no sea porque así nos lo presenta un inmediato sentido y sensación” (Smith, 1759: 148)40.

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Smith atribuye a su colega coetáneo Hutcheson (Illustrations upon the Moral Sense) el mérito de distinguir por primera vez hasta qué punto puede admitirse que los juicios morales proceden de la razón, y hasta qué punto se fundamentan en un sentimiento inmediato y en una emoción.

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3. En tercer lugar, para algunos filósofos el principio aprobatorio estaría basado en el sentimiento y, a su vez, cabe distinguir dos corrientes. Por un lado, el principio aprobatorio se fundamentaría en un sentimiento de naturaleza peculiar, “un poder especial de percepción que la mente ejerce en presencia de ciertos actos o efectos”, como ya adelantara Shaftesbury. Se trataría de un poder que la mente ejerce ante estos actos o efectos determinando su aprobación o desaprobación, en lo que se ha denominado sentido moral, de manera que cuando se concede una aprobación sobre un acto, los sentimientos que experimentamos pueden tener cuatro orígenes distintos: a) simpatizamos con los motivos del agente; b) compartimos la gratitud de quienes reciben el beneficio de sus actos; c) advertimos que su conducta ha sido conforme a las reglas generales por las que esas dos simpatías usualmente actúan; d) cuando consideramos que tales actos forman parte de un sistema de conducta que tiende a fomentar la felicidad del individuo o de la sociedad, parece que de esa utilidad derivan cierta belleza. Por otro lado, el principio aprobatorio estaría fundado en la simpatía, aunque Smith considera que es diferente a la que él defiende: que la virtud radique en la utilidad. De estas tres explicaciones del principio aprobatorio que nos señala Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales, la aprobación supervisada por la razón y fundamentada en el sentimiento, permitiría construir una vida virtuosa que refleje orden social, mientras que la basada en el amor a sí mismo contendría un germen de destrucción. Como nos recuerda Wences, el debate sobre la sociabilidad natural es común a los denominados “ilustrados escoceses”, pero será Smith el que utilizará la noción de simpatía (ya esbozada por Shaftesbury) como motor de la sociabilidad humana y su relación con el juicio moral: “la simpatía permite que los demás contemplen mis pasiones y acciones, y hace que yo considere las...de los otros; pero además me conduce a juzgar mis propias acciones [conformando un] principio aprobatorio que juzga tanto nuestra conducta como la de los demás” (Wences, 2007:29)41. El perfil del pensamiento moralista de Smith puede encontrarse ya en su primer párrafo (Smith, 1759), al afirmar que “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre,

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La noción del principio aprobatorio es utilizada por Cialdini (1994) para formular su conocida psicología social de la persuasión, cuando la fundamenta, entre otros cinco anclajes, en el principio de aprobación social, por el que las personas, por lo general, tienden a creer válido el comportamiento que están realizando un elevado número de personas (tendencia a imitar a los semejantes, o efecto manada).

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evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”42. Sin embargo, más adelante aclara que “Nuestra imaginación tan sólo reproduce las impresiones de nuestros propios sentidos, no las ajenas”. El principio aprobatorio estaría fundamentado en el sentimiento, en las emociones, a través de la cualidad de la simpatía, pero como este sentimiento tiene su origen en nuestros propios sentidos, podría pensarse que éste no deja de ser una manifestación de egoísmo y de autocomplacencia, puesto que poco importa el sentimiento de los demás43. Sin embargo, este egoísmo mal entendido en toda la obra de Smith, queda matizado cuando afirma que el mismo criterio es el aplicado para juzgar las conductas propias y ajenas44. Del mismo modo, a veces la reprobación de una conducta suele estar sometida a pasiones como la aversión y el odio, pero cuando la pasión es rotunda debido a que alguien nos ha infligido una daño cuantioso, lo que se experimenta es resentimiento, y “nos incitaría a desear, no sólo el castigo, sino que el castigo procediese de nosotros y a cuenta precisamente del agravio de que fuimos víctimas. El resentimiento no se satisface plenamente, a no ser que el ofensor no sólo padezca a su vez, sino que padezca a causa de ese específico agravio que por su culpa sufrimos nosotros. Es necesario que se arrepienta y lamente precisamente de ese acto, a fin de que otros, temerosos de hacerse acreedores a un castigo semejante, se aterroricen de incurrir en igual culpa. La natural satisfacción de esta pasión tiende por cuenta propia a producir las finalidades políticas del castigo: la regeneración del criminal y la ejemplaridad para el público” (Smith, 1759:77). Aun así, entiende Smith que esta perversa pasión puede ser superada por la venganza, la peor de ellas, por lo que lo relevante es determinar cuáles son los principios

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“Es un error que Adam Smith haya predicado el egoísmo [cuando a él] le preocupaba cómo facilitar a la gente contribuir al producto social en la forma más amplia posible y pensaba que esto requería que se pagara en lo que valían sus servicios para quienes los solicitaban” (Hayek, 1978:90). 43 “Simpatizamos hasta con los muertos, y haciendo caso omiso de lo que realmente es importante en su situación -ese temeroso porvenir que les espera-, principalmente nos afectan aquellas circunstancias que impresionan nuestros sentidos, pero que en nada pueden influir en su felicidad” [Smith, 1759:39). 44 “El principio por el cual aprobamos o reprobamos naturalmente nuestra propia conducta, parece ser en todo el mismo por el cual nos formamos parecidos juicios respecto de la conducta de las demás gentes. Aprobamos o reprobamos la conducta de otro según sintamos que, al hacer nuestro su caso, nos es posible o no simpatizar cabalmente con los sentimientos y motivos que la normaron. Y, del mismo modo, aprobamos o reprobamos nuestra propia conducta según sintamos que, al ponernos en el lugar de otro y como quien dice mirar con su ojos, y desde su punto de vista, nos es posible o no, simpatizar cabalmente con los sentimientos y motivos que la determinaron” [Smith, 1759: 99].

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por los que un ser tan débil e imperfecto como el hombre aprobaría el castigo de las malas acciones. Para Smith, el juicio sobre sí mismo carece de relevancia si no puede ser emitido a través del espejo que representa la sociedad en la que vive, lo que conduce irremediablemente a que los juicios morales solo tienen sentido cuando se insertan en la sociedad. Eso sí, cuando se experimentan pasiones, los juicios realizados suelen ser parciales, causando “más de la mitad de los desórdenes de la vida humana”. Pero, afortunadamente, la Naturaleza no deja al hombre abandonado a esta flaqueza ni “a los engaños del amor propio”, puesto que “la constante observación de la conducta ajena, insensiblemente nos lleva a la formación de ciertas reglas generales relativas a lo que es debido y conveniente ya sea hacer o evitar”45. Estas reglas nos permiten sentirnos satisfechos a la hora de realizar un juicio sobre una conducta ajena cuando advertimos que otras personas realizan el mismo juicio que nosotros. Cuando los actos merecen nuestra aprobación “surge en nosotros la ambición de emularlos, y así es como naturalmente sentamos una regla general distinta: que toda oportunidad de obrar de ese modo debe cuidadosamente buscarse”, idea utilizada por Cialdini en su Psicología social de la persuasión. Todo este proceso de formación de las reglas generales de la moralidad apela a que, en última instancia, es la experiencia acumulada de casos particulares lo que permite obtenerlas. Pero advierte Smith que, en un inicio, no se aprueba o reprueba un acto en particular comparándolo con alguna regla general, sino que ésta lo que permite es aprobar o reprobar conjuntamente todos los actos de determinada especie u observados bajo circunstancias similares. Previamente a apelar a una regla, aprobamos o reprobamos instantáneamente un acto en función de la simpatía o aborrecimiento que nos provoca y, posteriormente, comprobamos nuestra sintonía con lo que pensaría un observador independiente (la regla moral). Una vez que el cúmulo de vivencias similares ha formado una regla general, entonces se hace uso de ésta para determinar “el grado de encomio o de reproche que merecen ciertos actos complicados o dudosos”46.

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Op. Cit. Pág. 108. Reprocha Smith a algunos autores que erijan “sus sistemas bajo el supuesto de que, originariamente, los juicios humanos respecto al bien y al mal, se formaran como las sentencias judiciales, es decir, considerando primero la regla general y después, en segundo lugar, si el acto particular que se examina queda dentro de su comprensión” (Smith, 1759: 111). 46

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Kant y el criticismo. Según hemos visto, los moralistas escoceses plantean una moral trasladada desde el campo de la teología o de la metafísica, hasta el campo de la sociología, fundamentando la moral en el sentimiento, en la benevolencia o la simpatía, y haciendo coincidir virtud con felicidad. Entre tanto, los moralistas franceses no siempre mantuvieron posturas próximas entre sí. Francois de La Rochefoucauld (Réflexions ou sentences et maximes morales, 1665), Jean de La Bruyère (Caractères ou les Mœurs de ce siècle, 1687) y Claude-Adrien Helvétius (De l’esprit, 1758), consideran el egoísmo como la pasión dominante del ser humano y defienden que el esfuerzo natural y el mandamiento natural a obedecer es la tendencia egoísta a satisfacer las propias necesidades y conseguir el mayor placer posible. En este planteamiento, la virtud es una manifestación de egoísmo, que es llamado virtud por la sociedad en la medida que es útil para la colectividad. Por su parte, Condillac (Traité des sensations, à Madame la comtesse de Vassé, 1754) representa el sensismo moral, cuya tesis central es que toda la actividad psíquica procede de la sensación y no es sino una “sensación modificada”47. Frente a toda la tradición moralista hasta entonces, Immanuel Kant (1724-1804) dará un giro importante al enfatizar un concreto uso práctico de la razón con el fin de determinar los principios de la acción para que ésta sea racional y libre, esto es, auténticamente moral. En concreto, esta razón práctica puede usarse en un sentido material (uso habitual entre los filósofos) o en un sentido formal, que él propone. Como precursora del idealismo alemán, la filosofía moral kantiana, frente a la de Descartes y Spinoza, constituye una reacción contra el intelectualismo racionalista que proclamaba que la felicidad está en el dominio de las pasiones, guiando nuestra voluntad y nuestros actos por el juicio firme de la razón, una vis suficiente para oponerse a aquéllas. En efecto, la moral práctica kantiana huye de las éticas materiales por heterónomas (la norma procede de fuera de la propia razón), puesto que sus preceptos son hipotéticos o condicionales, al carecer de validez absoluta, y aquéllas no son autónomas al no permitir al individuo darse la ley a sí mismo de acuerdo con la razón48. Para Kant, la misma tacha

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“Podemos estar convencidos de que bastaría aumentar o disminuir el número de sentidos para que formuláramos juicios enteramente diferentes de los que hoy nos parecen tan naturales; y nuestra estatua, limitada al olfato, nos permite formarnos una idea de la clase de seres cuyos conocimientos son los menos extensos de todos” [Condillac (1754, 1963:68)]. 48 El modo habitual en que se ha usado la razón práctica comienza por establecer un bien supremo (la felicidad, el placer, la utilidad...) para el ser humano, que hace de criterio de la bondad o de la maldad de sus actos: los actos son buenos si nos acercan a la consecución de tal bien y son malos cuando nos alejan de él. Además, la razón práctica propone las normas o preceptos que permiten alcanzarlos. Ambos

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de irracionalidad se manifiesta en la fe que en la razón racionalista o en la empirista, y se plantea, primero, establecer los principios y límites de un conocimiento científico de la realidad (¿qué puedo conocer?), segundo, fijar los principios de la acción racional y las condiciones de la libertad (¿qué debo hacer?, y tercero, determinar las líneas maestras del destino último del hombre y las condiciones y posibilidades de su realización (¿qué me cabe esperar?). A estas cuestiones se responde con la metafísica, con la moral y con la religión, respectivamente. A nuestros efectos, es la segunda de las cuestiones, la moral, la que nos interesa. Al explicar el qué debo hacer, Kant entiende que el hombre actúa de hecho a partir de deseos, sentimientos o inclinaciones, todos ellos motivos de carácter empírico o psicológico cuyo conocimiento depende de la razón teórica, base de la actividad científica. Pero añade que si el hombre quiere que su conducta sea auténticamente moral, es preciso conocer si existe una forma de actuar preferible a otra, para lo cual debe investigarse en los principios de la acción racional y en las condiciones de la libertad: en esto consiste, precisamente, la razón práctica. Mientras que la razón teórica formula juicios, la razón práctica formula imperativos o mandamientos. La auténtica acción moral (racional y libre) es la realizada a partir de una ética universal y racional apriorística (no extraída de la experiencia), construida a partir de imperativos absolutos o categóricos. El uso formal de la razón práctica debe dar lugar a una ética formal que no establezca ningún bien o fin a perseguir por el ser humano, y que no indique lo que éste debe hacer, sino cómo debe actuar y la forma que debe adoptar la acción. Esta ética formal sin normas erige un concepto del deber entendido como la necesidad de llevar a cabo una acción por respeto a la ley, y no por la utilidad o satisfacción que su cumplimiento pueda depararnos. De aquí surgen tres tipos de acciones: las realizadas por deber, las realizadas conforme al deber y las contrarias al deber, pero sólo las primeras tienen valor moral. A partir de esta distinción, el valor moral de una acción no se encuentra en el fin que se pretende alcanzar, sino en el móvil (o máxima) que determina

elementos (bienes y normas), constituyen el ‘contenido’ o ‘materia’ de la ética en cuestión, pero esta ética no es autónoma, puesto que los preceptos y normas proceden del exterior del propio sistema y no pueden orientar al hombre hacia una verdadera conducta moral. Kant afirma que las éticas materiales son a posteriori, puesto que extraen su contenido de la experiencia: ¿Cómo sabemos, por ejemplo, que el placer es el bien supremo para el hombre? El epicúreo responderá que la experiencia nos enseña que desde niño el hombre busca el placer y huye del dolor.

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su realización, cuando éste móvil es el deber49. La exigencia de obrar moralmente se expresa en un imperativo categórico (o principio aprobatorio) que, salvando las importantes cuestiones de fondo, funciona de manera similar a lo descrito por su coetáneo Adam Smith: obra de tal manera que tu acción pueda convertirse en la ley universal que obligue a todos a seguirla (lo que yo haga con los demás podré querer que los demás lo hagan conmigo). Auguste Comte y el positivismo. La reivindicación de la razón y la ciencia como únicas guías de la humanidad, constituye la vía capaz de instaurar el orden social sin apelar a lo que él consideraba “oscurantismos” teológicos o metafísicos. La postura de Comte (17981857), lógicamente, pronto queda enfrentada al utopismo revolucionario de Voltaire y Rouseau, incapaz, según él, de proponer un orden social y moral para la humanidad. Recurre a los viejos argumentos de Francis Bacon cuando argumenta que los problemas sociales y morales han de ser analizados desde una perspectiva científica positiva que se fundamente en la observación empírica de los fenómenos y que permita descubrir y explicar el comportamiento de las cosas en términos de leyes universales susceptibles de ser utilizadas en provecho de la humanidad. Lo positivo de la ciencia alude a las características de ser útil, cierto, preciso, constructivo y relativo (no relativista), no aceptando determinismos absolutos a priori. Del mismo modo, recurre al fenomenismo kantiano. En definitiva, lo que plantea es una teoría antifilosófica que, paradójicamente, fue la teoría dominante en el primer tercio de siglo XX. Su ley de los tres estadios es el núcleo de su aportación filosófica, donde se contiene una crítica a la religión y a la metafísica: «Esta ley consiste en que cada una de nuestras concepciones principales, cada rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico o ficticio; el estado metafísico o abstracto; el estado científico o positivo (…) De ahí resultan tres clases de filosofía o de sistemas generales de concepciones sobre el conjunto de los fenómenos, que se excluyen mutuamente: la primera es el punto de partida necesario de la inteligencia humana; la

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Un comerciante que no cobra precios abusivos a sus clientes, inicialmente cumple con el deber. Ahora bien, si no cobra precios abusivos para mantener su clientela, su acción es conforme al deber pero no por deber: la acción de no cobrar precios abusivos es un medio para conseguir un propósito distinto (mantener la clientela) del cumplir con su deber. Si, por el contrario, el comerciante no cobra precios abusivos porque considera que es su deber, la acción es en sí misma un fin, es lo que debe hacerse y no un medio para conseguir un fin ulterior [cita de La metafísica de las costumbres, 1797; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1937, pág. 67].

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tercera, su estado fijo y definitivo; la segunda sólo está destinada a servir de transición» [Curso de filosofía positiva (1973), lección 1]. Un planteamiento tan rupturista como el de Comte implica que la filosofía sobra y queda subsumida en el materialismo que postulaba su coetáneo Hegel, con quien disputaba muchas de las ideas, hasta el punto de que éste le acusó de plagio cuando publicó el Curso de filosofía positiva. La influencia que tuvo Comte en el siglo XX se tradujo en una reducción de la filosofía a un mero análisis sobre la construcción de las teorías científicas, renunciando a la misión que se le tenía reservada dentro de la actividad intelectual humana. Una de las consecuencias del positivismo es que corresponde a las ciencias contestar las ineludibles preguntas transcendentales de la filosofía, dividiendo potencialmente a la sociedad en expertos (los científicos) y el resto, los demás hombres que tienen que preguntar a los expertos lo que tienen que pensar. La filosofía moral pragmática de Comte se la asocia con la de John Stuart Mill a la hora de fundar lo que se ha dado en llamar el pragmatismo liberal, a partir del más primitivo y elemental pragmatismo de Betham, para el que la moral consiste en que el hombre ha de disfrutar de la vida y de los placeres, lejos de toda idea de ascesis, o de deber kantiano, y esa vida de bienestar es la que ha de intentar procurarle el Estado50. En el pensamiento de Comte se llega conciliar el liberalismo con la presencia de una intervención del Estado, cuyo papel sería compensar y evitar que la libertad de acción del hombre basada en las leyes del comportamiento social humano dé lugar a situaciones injustas que esclavicen a los trabajadores. Si bien, Mill era consciente de que este protagonismo cedido al Estado acabaría con lo más preciado del hombre, su libertad, de ahí que propusiera algo parecido a una especie de libertad controlada. Henri Bergson y la reacción al positivismo. A principios del siglo XX y, especialmente, después de la IGM, empieza a fraguarse una oposición filosófica al positivismo como ideología dominante extendida básicamente por Comte y Spencer. Croce en Italia y Bergson en Francia, inician una cruzada contra el viejo positivismo, y tuvo también seguidores en Alemania (donde la psicología desplazó al antiguo sensualismo), en España (Miguel de Unamuno) y en Inglaterra (Samuel Alexander y Whitehead, entre otros).

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El pragmatismo de Mill llega a asociar la idea de Bentham de placer y de felicidad como bien supremo, con el imperativo moral kantiano del cumplimiento del deber, pero este cumplimiento solo se justifica en la medida en que conduce al placer y la felicidad.

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Considerado como perteneciente a las corrientes del vitalismo y del espiritualismo, Bergson (1859-1941) afirma que existe en el hombre una división entre el espíritu y la materia, de manera que el espíritu no puede ser un fenómeno consecuencia de los procesos cerebrales, sino que tiene una existencia independiente: se trata de una reacción frente a la consideración positivista de los fenómenos psíquicos. En su opinión, estos no pueden ser estudiados como si se tratase de hechos exteriores, ya que no tienen carácter cuantitativo sino meramente cualitativo al no poder ser ordenados en una sucesión espacial, puesto que se funden en una continuidad inseparable. La duración de la vida interior no puede ser medida con un reloj como los fenómenos externos. Bergson se opondrá al determinismo físico y psicológico, haciendo de la libertad un tema central de su preocupación: para él no habrá determinismo causal, ni siquiera en el mundo físico. Estas ideas le llevaron a tener discusiones con Einstein (con motivo de la publicación de Durée et simultanéité, 1922) y a ejercer influencia sobre H. Poincaré. En su última obra, Les deux sources de la morale et de la religión (1932), Bergson aplica la noción de Élan vital (impulso creador) al ámbito de la moral y de la religión. Como ocurre con el resto de la naturaleza, la organización social humana es también fruto de la evolución. Pero, a diferencia de la organización social de muchos insectos u otros animales sociales, la sociedad humana no está totalmente determinada por el instinto, sino que depende de la libre elección, de donde surgen la religión y la moral como guías para la acción. Mientras que en las sociedades primarias la fuerza dominante es la de una religión dominadora que impone a los individuos férreas constricciones para garantizar la adquisición de hábitos morales fundamentales, con el desarrollo del cristianismo y de la ciencia se ha permitido la creación de sociedades más abiertas y no violentas, a pesar de que la industrialización también engendra una sociedad orientada hacia la satisfacción de meras necesidades materiales que engendra guerras e injusticias. Este proceso evolutivo mana de dos fuentes: la sociedad y el impulso amoroso. La primera da origen a la moral cerrada, la que impone el grupo social humano (presión social), y se manifiesta en las obligaciones y costumbres sociales y en las religiones constrictivas. En cambio, la moral abierta es la que se origina en la libertad y el amor, en el impulso amoroso (Élan d'amour), y es propia de la humanidad en general y no de un determinado grupo humano, y se manifiesta en aquellos valores humanos que han ensalzado los sabios de Grecia, los profetas bíblicos y las grandes figuras de las religiones. En el hombre

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coexisten las dos morales porque el individuo ha de participar de la moral del grupo, pero necesita también la moral superior de la libertad y el amor51.

5. Moral y corrupción: una propuesta de estudio En las páginas anteriores hemos llamado la atención en torno a una muestra de pensamiento filosófico relacionado con cuestiones morales, y hemos desplegado una, probablemente, desmedida capacidad de síntesis sobre las principales aportaciones de la filosofía moral en Europa a lo largo de más de dos milenios. Al margen de algún error cometido por la compresión de contenidos o por la ausencia de algunas matizaciones que podrían resultar importantes para algunos, quizás el principal reproche tenga que ver con el sesgo hacia ciertas cuestiones, con manifiesta desconsideración hacia otras. Con independencia de que hayamos incurrido en errores y omisiones a la hora de estructurar decididamente este sesgo, lo cierto es que nuestra pretensión ha sido abundar en los fundamentos de las actuaciones humanas, incluido el juicio moral; por tanto, abundar en una parcela de la filosofía moral. Otra cuestión que, sin duda, también puede suscitar controversia es cómo trasladamos este compendio de ideas para formular proposiciones sobre los fundamentos morales de los comportamientos corruptos. Desde nuestro punto de vista, hay dos aspectos especialmente interesantes en relación con el juicio moral: primero, cómo entendemos que funciona el principio aprobatorio que, por un lado, determina un asentimiento o un rechazo sobre una vivencia o un acto y, por otro, contribuye a sedimentar las reglas plasmadas en lo que se denomina sentido moral; segundo, nos interesa exponer cómo podrían tipificarse los actos humanos de acuerdo a diversos criterios que la doctrina moral ha venido enunciando sobre los mismos, y qué perfiles conductuales cabría esperar de la agrupación de dichos tipos 52. Finalmente, nos 51

“La tesis central de Bergson es que existe un salto evolutivo en la historia humana, el cual se dio a partir de un ímpetu vital, que es condición de la especie humana y de la propia vida en sí, revelándose como fuerza creadora. Acontece que por el propio desarrollo que dio a su teoría, se vio en la obligación de situar este “salto” en una dimensión ética del desarrollo humano, suponiendo que la apertura de un nuevo horizonte ético, marcado por el signo del cristianismo, significaría el quiebre de relaciones sociales hasta entonces marcadas por el signo de la obligación en el marco de la sociedad cerrada” [Javier Basualto, “Las dos fuentes de la moral y la religión” y “La evolución creadora”; tesis doctoral, Universidad de Chile, 2004 (Portal de tesis electrónicas)]. 52 Entendemos por conducta el modo en que una persona se comporta ante diversas facetas de la vida, y por comportamiento un conjunto de actos exhibidos por una persona y analizados desde una óptica concreta. Puesto que ambos términos representan patrones resultantes de un conjunto de actos humanos que se encuentran determinados por emociones (o sentimientos), por reglas morales (formadas a partir de valores

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interesa analizar de forma objetiva cómo encajarían los patrones conductuales obtenidos ante la eventualidad de incurrir en comportamientos corruptos. En cuanto al primero de los aspectos, siguiendo a Smith, es lógico pensar que los actos humanos se realizan a partir de un conjunto de referencias que van desde el instinto o los sentimientos, hasta los principios morales, pasando por los condicionantes vitales e institucionales del entorno, todo ello dependiendo de las circunstancias en las cuales se adoptan y de la carga racional que puedan incorporar. Los actos humanos, por tanto, son previos al juicio moral que sobre ellos cada persona hace después, sean actos propios o ajenos. En cuanto al juicio moral, aunque también se nutre de elementos institucionales, sus elementos básicos son las reglas morales interpretadas por cada persona, y son iguales para los actos propios o ajenos, teniendo en cuenta que es la acumulación de vivencias sobre actos similares que tiene una persona, y la suma transversal de vivencias obtenidas por las personas de un entorno relevante, transmitidas por empatía, lo que va creando la regla moral (no olvidemos que la regla moral es una regla social). Pero, a diferencia de los enfoques sicológicos de la evolución, que siguen la lógica del ciclo vital de una persona, la regla moral persigue la intemporalidad, lo que implica que, como toda variable stock, se forma por acumulación intertemporal de resultados aprobatorios o reprobatorios sobre un conjunto de actos de similar naturaleza. Centrando la cuestión en lo que podemos denominar actos corruptos, lo más trascendente del análisis no se encuentra tanto en averiguar los motivos inmediatos que se esconden detrás de la realización de tales actos, como en estudiar qué tipo de juicio moral merecen los que ya se han realizado, puesto que los resultados de estos juicios serán los que contribuyan a sedimentar la regla moral. Puesto que la norma positiva se dicta con la pretensión de regular el deber o el derecho de hacer o no hacer, cualquier programa orientado a combatir conductas corruptas que se quede tan solo en el ámbito regulatorio tendrá muy mermadas las posibilidades de éxito. En cuanto al segundo de los aspectos referidos dos párrafos atrás (la tipificación de los actos humanos), con toda la información obtenida de la muestra de pensamiento filosófico recogida en las páginas anteriores, una primera dirección sobre la que canalizar el esfuerzo de síntesis sería establecer unos patrones conductuales de las personas basados en la moral, para lo que podemos utilizar pautas obtenidas de las proposiciones contenidas en la literatura analizada. Por lo que se refiere a la agregación de los perfiles individuales y reglas éticas), por factores institucionales (cultura y ordenamiento jurídico) y por necesidades vitales, consideramos conducta y comportamiento como sinónimos a estos efectos.

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de conducta, en una primera aproximación podría utilizarse el perfil promedio, es decir, la media de las observaciones disponibles, lo que arrojaría el perfil de un grupo social. Para empezar, podrían distinguirse hasta siete criterios a la hora de clasificar los actos humanos en diferentes tipos, cada uno de los cuales dispondrá de una valoración con recorrido de 1 a 3, de acuerdo con la propensión estimada (de menor a mayor) hacia la realización de actos corruptos, obtenida mediante un razonamiento53. El conjunto de criterios recogidos en la tabla 1 permite obtener una tipología de actos y de reglas morales. Para poder relacionar objetivamente estos tipos con los que arrojarían un perfil de persona corrupta, es preciso definir también, previamente y de una forma objetiva, dicho perfil, considerando que la corrupción, como vicio moral, es una cualidad más de los actos humanos. Abordar la confección de un perfil de persona corrupta nos aboca a entrar en el terreno de lo positivo, de lo que es, pero no solo a estos efectos, sino también para insertar el perfil del corrupto dentro de los vicios de la conducta y dentro de las contravenciones de la ley positiva en cuanto al deber de hacer o no hacer. En el plano jurídico-institucional, un acto corrupto es un acto ilegal, si bien, este concepto carece de una tipificación como tal en la mayoría de los ordenamientos jurídicos.

TABLA 1: ALGUNOS CRITERIOS DE CLASIFICACIÓN DE LOS ACTOS HUMANOS Y DE LAS REGLAS MORALES A. Con arreglo al origen individual o social de los actos realizados: A1. Los que proceden total o mayoritariamente de la naturaleza interior del individuo (la conciencia en Sto. Tomás, el sentido moral en Shaftesbury, la libre elección en Bergson) A2. Los que, procediendo de la naturaleza interior, tienen en cuenta las reglas morales imperantes (el sentido moral y juicio moral en Hutcheson, Hume, Smith) A3. Los que proceden íntegramente de las reglas morales imperantes en la sociedad (Bentham) B. Con arreglo al fundamento racional o emotivo en que se basan dichos actos: B1. Los que se basan en un origen intelectual (socráticos) o racional (Hobbes, Kant, Comte) B2. Los que se basan en el sentimiento (moralistas escoceses) u otra cualidad emocional (sentido moral de Shaftesbury y de Hutcheson, la simpatía de Smith, el sensismo de Condillac)

53

El diseño del recorrido de esta variable discreta tiene vocación de ordenar los resultados, y nunca de obtener resultados mediante una valoración cardinal. Nótese que para obtener una valoración cardinal de resultados en la tabla 2, sería necesario, como mínimo, disponer de una ponderación de los distintos tipos de actos correspondientes a cada perfil de comportamiento de los definidos en dicha tabla. Es cierto que el criterio de valoración utilizado podría ser mejorado, pero por ahora solo se busca obtener una primera aproximación.

Revista de estudios sobre Justicia, Derecho y Economía (RJDE). No.2 Enero-Junio 2015. Visítanos en facebook o en nuestro blog. C. Con arreglo al móvil utilizado para actuar: C1. Actos basados en el egoísmo absoluto o dominante (Hobbes, moralistas franceses) C2. Actos basados en el egoísmo mediatizado por reglas naturales y positivas (Ferguson, Hume, Smith, Bergson, Shaftesbury) C3. Actos marcadamente altruistas D. Con arreglo a la naturaleza mecánica o volitiva de los actos: D1. Determinismo (Hobbes, el deber de Kant, Millar, Comte) D2. Indeterminismo (el libre arbitrio de San Agustín, Sto. Tomás, la libre elección de Bergson) E. Con arreglo al alcance espacial de las reglas morales: E1. Reglas universales (Millar, Smith, Kant) E2. Reglas adaptadas a ámbitos geográficos reducidos (Hutcheson) F.

Con arreglo al proceso de formación de las reglas morales: F1. Las que proceden de la observación y la experiencia, y se generalizan por empatía (Smith) F2. Las que son determinadas apriorísticamente, son heterónomas (Kant, Piaget)

G. Con arreglo al orden de aplicación de las reglas morales y de las positivas: G1. Ley divina, Ley natural y ley positiva (Santo Tomás) G2. Ley divina, ley positiva y ley natural (Hobbes) G3. Ley positiva (Comte) Fuente: Realización propia a partir de una muestra de la literatura sobre filosofía moral.

Pero, en todo caso, la mayoría de los especialistas convienen en que, para que sea tipificado un acto como de corrupción pública por incumplimiento de una obligación o de una prohibición, deben darse una serie de circunstancias: a) Que haya un agente público que, normalmente, es el corrompido; b) Que haya un agente corruptor, que normalmente será un agente privado; y c) que se cause un perjuicio público motivado por el lucro privado obtenido del acto corrupto. Esta tipificación convencional de un acto de corrupción pública viene a ser una aproximación estándar que puede admitir variantes, como que el lucro no lo obtenga directamente el corruptor o el corrompido (sino personas allegadas), o que los dos agentes sean públicos. También conviene advertir que un acto de corrupción pública, tal y como se ha definido, no deja de ser sino uno de los muchos tipos de actos corruptos que pueden venir tipificados en cualquier código civil y que son, por tanto, susceptibles de ser perseguidos por la ley. Pero, es más, estos actos también forman parte de un conjunto todavía más numeroso de actos de corrupción moral que pueden encontrarse en los códigos éticos de cualquier organización o en las reglas de moralidad de una sociedad. Con estas puntualizaciones solo se pretende llamar la atención de que los agentes

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implicados en un acto de corrupción pública no tienen móviles sustancialmente diferentes de los que puedan ser acreedores los agentes de cualquier otro acto corrupto, puesto que este adjetivo obedece al orden moral de lo que no se debe hacer, con independencia de la tipificación o no del acto corrupto en un código civil. Sin embargo, lo que sí puede ocurrir es que la valoración de los elementos que concurren en el juicio moral que cada persona hace sobre un conjunto afín de actos, como son los de corrupción pública, sea diferente a la valoración realizada en relación con otro conjunto afín de actos corruptos. Trasladado a la regla moral de una sociedad determinada, podríamos decir que la “permisividad” que ésta tenga para con la corrupción pública puede ser diferente de la que tenga ante otros actos de corrupción relacionados, por ejemplo, con la depravación moral de los proxenetas de mujeres emigrantes ilegales. Aceptando, entonces que, aunque la naturaleza de cualquier acto corrupto es similar, el juicio moral emitido en promedio por los componentes de una sociedad no reprueba con la misma contundencia todos los tipos de actos corruptos, es posible construir un perfil moral de una persona que podría erigirse en agente de un acto de corrupción pública. Para ello utilizamos los criterios de clasificación de los actos humanos en el orden moral y los correspondientes criterios de clasificación de las reglas morales, todos ellos resumidos en la tabla 1, y les aplicamos una valoración razonada por su propensión a producir actos corruptos: A. Origen individual o social de los actos. Los actos cuyo origen se encuentra en el interior de cada persona suelen ser más genuinos, aunque esta característica no garantiza que dichos actos sean más adecuados desde el punto de vista moral (social), puesto que hay conductas que no reproducen ningún patrón social, pero pueden llegar a ser antisociales. La única ventaja que, a nuestro juicio, otorga el origen interno de los actos es que la regla moral que siguen muta más lentamente que la regla utilizada por aquéllos actos basados en el reflejo de un entorno social, considerando que la velocidad de cambio de las normas morales opera como un acicate para la proliferación de conductas corruptas. En consecuencia, la valoración dada sería: A1=1, A2=2 y A3=3. B. Fundamento racional o emotivo de los actos. Seguimos aquí el criterio de Smith (ya visto y citado en su momento) cuando afirma que el origen de los actos solo puede encontrarse en el sentimiento o las emociones, mientras que la razón es un condimento posterior que los hace más o menos reflexivos. A pesar de este matiz,

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lo importante es contemplar qué carga de racionalidad y, por tanto de reflexión, incorpora un acto humano. En este sentido, los actos con una fuerte ponderación de sentimientos o emociones, incluidas las pasiones, son más espontáneos que aquéllos otros basados en el cálculo racional o intelectual, pero entendemos que una mayor carga de emotividad o de racionalidad no conlleva una ventaja o desventaja comparativa, entre sí, ante la hipótesis de que puedan derivar en actos corruptos. Un acto básicamente racional no garantiza que sea moralmente aceptable, del mismo modo que tampoco cabe esperar esto de un acto cargado de una pasión, como pueda ser el odio, el resentimiento o la venganza: B1=2, B2=2. C. Egoísmo frente a altruismo, como móviles de la actuación humana. Hobbes describió una conducta del hombre que, sin perjuicio de la aceptación o rechazo que pueda merecer para las distintas corrientes doctrinales, ha creado una controversia que llega hasta nuestros días, señal de que el egoísmo es una cualidad de la conducta que parece haber sobrevivido a todas las épocas. Lo que interesa de esta realidad es evaluar si las personas que puedan quedar adscritas a este patrón manifestarían una mayor tendencia a realizar actos corruptos. El egoísmo moral sitúa al propio interés como merecedor de una regla ética, aunque no excluye actos que ayuden a los demás, pero estos actos no podrían calificarse como altruistas porque su móvil es obtener un beneficio para el que los realiza. La diferencia entre un egoísta y un altruista se encuentra en el cálculo racional del propio interés o en la emotividad, respectivamente, que debe inspirar un acto para que sea moralmente aceptable, de manera que un egoísta conoce mejor cual es el perjuicio personal que le ocasiona un acto corrupto, así como el daño infligido a los demás, en el caso de que sea él quien lo realice. En un contexto determinado, ceteris paribus, el altruista manifestará una mayor tendencia a realizar actos corruptos debido a la irracionalidad de su conducta: C1=2; C2=1; C3=3. D. Naturaleza determinista o volitiva de los actos. El determinismo se asienta sobre la existencia de principios universales e inmutables que rigen el comportamiento de las cosas y de las personas y, por tanto, se encuentra muy asociado con el apriorismo. Por contra, el indeterminismo rechaza la causalidad inmediata, en el sentido de linealidad, como principio explicativo de los acontecimientos, y confía en el concepto de libertad (libre albedrío) como substrato de las acciones humanas. Visto que esta dicotomía hace del

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determinismo v. indeterminismo una cuestión ontológica más bien que axiológica, no es fácil trasladar sus implicaciones hacia el terreno de los valores morales. Solo cabe apelar, por aproximación al razonamiento realizado en el apartado A, al hecho de que una conducta basada en la presencia mayoritaria de actos deterministas crea reglas morales más permanentes, lo que favorecería la presencia de sociedades menos corruptas: D1=1; D2=3. E. Alcance espacial de las reglas morales. Todo apunta a que, como hemos visto, una sociedad donde primen reglas morales permanentes será acreedora de unas conductas morales de sus individuos más fortalecidas, con reducida presencia de actos corruptos. Pero no existen argumentos claros que permitan concluir que las reglas universales conduzcan a sociedades con reglas morales más sólidas que las reglas vigentes en entornos geográficos más reducidos. Esto es así, puesto que el argumento favorable a la mayor credibilidad que proporcionan las reglas universales estaría relacionado con unos pocos aspectos generales y básicos de la conducta (no matarás, no te apropiarás de las cosas ajenas, honrarás a tus padres, no mentirás…), se contrapone a la preferencia por las reglas morales de las sociedades y culturas más próximas para otros muchos aspectos de la moralidad (la propia noción de acto corrupto en la India es muy diferente a la que podría encontrarse en Europa). Por otro lado, es más difícil que concurran actos corruptos en presencia de lejanía entre agentes potenciales que cuando dichos agentes se encuentran más próximos (habría una mayor tentación), argumento que otorgaría un mayor rango moral a la toma de decisiones públicas de forma centralizada en grandes espacios. En todo caso, no hay argumentos demasiado contundentes en este sentido: E1=1; E2=2. F. Proceso de formación de las reglas morales. Aunque en muchas sociedades suelen convivir reglas morales basadas en la experiencia con otras determinadas de forma apriorística (el sentido del deber de Kant o el ‘no tomarás el nombre de Dios en vano’ de los cristianos), en las sociedades donde estas últimas se encuentran bien asentadas se espera que proliferen menos actos corruptos. Precisamente, el propio carácter de permanencia de las reglas ya les otorga un plus de aceptación del que carecen las reglas basadas en la experiencia, aunque se transmitan por empatía, puesto que éstas últimas disponen de menos tiempo para reafirmarse y son más susceptibles de manipulación: F1=3; F2=1.

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G. Orden de aplicación de las reglas morales y de las positivas. Una de las características básicas de las leyes de la naturaleza vistas por la especie humana ha sido la de su permanencia, lo que ha hecho que, junto a su vocación de universalidad y de linealidad, hayan sido consideradas como dadas en el largo plazo. Sin duda, esta concepción es determinista en mayor o menor grado, dependiendo precisamente de la linealidad que se les presuma, pero lo es más en la medida en que una sociedad esté muy influenciada por la ley divina. Dado que en la ley divina y en la ley natural subyace como objetivo la preservación de la especie humana, las reglas morales de ellas obtenidas siempre serán más poderosas que las obtenidas de la ley positiva, porque ésta regula aspectos menos profundos y amplios, porque se basa en una necesidad más inmediata y porque está sometida a continuos cambios no siempre compatibles con la regla moral: G1=1; G2=2; G3=3. La clasificación valorada de los actos humanos y de las reglas morales que se han visto anteriormente, puede ser encajada en algunos perfiles del comportamiento humano, sin pretender exhaustividad en el listado de tales perfiles (véase tabla 2). Conviene recordar lo ya indicado sobre las limitaciones inherentes a esta tipificación del comportamiento humano frente a la corrupción, relativas a su utilidad como mecanismo de ordenación y no de valoración cardinal. Abundando más sobre este particular, hay que señalar que el hecho de obtener un 2 como valor promedio máximo no implica que la tendencia a la corrupción en los seis perfiles seleccionados sea relativamente baja, sino que la única interpretación posible es que el método utilizado ordena los perfiles por su tendencia a caer en actos corruptos54. Que el perfil “Asertivo” o el “Aventurero” hayan obtenido la máxima valoración en promedio, es relevante, no porque ésta sea demasiado alta o baja, sino porque representarían los perfiles de comportamiento más propensos a incurrir en actos corruptos. En este orden de cosas, la conclusión más importante que puede obtenerse de este ejercicio es que es posible incorporar diversos rasgos característicos de los actos humanos y de las reglas de moralidad seguidas a la hora de tipificar las conductas observadas frente 54

Nótese, también, que de acuerdo con la puntuación previamente asignada a cada tipo de actos, es imposible que un perfil de comportamiento, de los ya definidos o de los que pudieran definirse, alcance el valor promedio 3, puesto que el valor máximo que podría alcanzar el numerador sería 19 y, por tanto, el valor promedio máximo sería 2,71 (19/7). Asimismo, el valor promedio mínimo que puede obtenerse es 1,14 (8/7).

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a la corrupción, lo que ayudará a conocer los fundamentos de los actos corruptos en cada tiempo y lugar y poder, así, establecer medidas a largo plazo que vayan más allá de las propias del derecho positivo. En concreto, los rasgos de los actos humanos aquí incorporados son los que se derivan de las emociones (sentimientos) y de la moralidad, pero también es posible establecer una metodología similar que incorpore rasgos del entorno institucional y del entorno económico-vital. Otra conclusión importante a extraer de este ejercicio tiene que ver con lo que el viejo refranero español espeta con la expresión “en el pecado lleva la penitencia”, en este caso referido a las reglas que rigen el comportamiento humano, y que merece ser objeto de mayor detención en las próximas líneas.

TABLA 2: TIPOS DE CONDUCTA MORAL Y SU ENCAJE CON EL PERFIL DEL CORRUPTO55 Tendencia a

Perfiles

Tipos

Definición

 El temeroso

A2, B2, C1, D1, E2, F2, G2

Observador de la conducta de los demás, aunque los actos se los dicta su conciencia, también se ciñen a las reglas morales al uso; con instinto de supervivencia determinista y muy marcado, interesadamente observa las reglas morales que le son más próximas y las más claras, como debidas, donde prima el respecto a la ley (positiva) por encima de otras opciones.

12/7=1,71

A3, B1, C2, D2, E2, F2, G2

El asertivo (afirmativo) es un personaje que se preocupa por sus derechos y por los de los demás, persigue con ahínco sus metas; es reflexivo, buen comunicador y abierto a la negociación y el compromiso con los demás; convencido de su buen hacer y cumplidor de sus promesas, no transmite pasiones sino más bien racionalidad; calculador y capaz de asumir riesgos, aprende de sus errores, transmite entusiasmo y está muy influenciado por el mundo que lo rodea.

14/7=2,00

A3, B2, C2, D1, E2, F2, G3

Personaje inseguro y con sentimiento de inferioridad, permite que cualquiera se aproveche de él; sus actos obedecen básicamente a los sentimientos y deben estar condicionados por reglas morales objetivas de su entorno social; tímido y reservado cuando está con los demás, es incapaz de aceptar cumplidos; es falto de coraje y de entusiasmo, con una actitud que irrita a los demás a los que

13/7=1,86

 El asertivo

 El pasivo

55

la Corrupción

En la relación de tipos incluimos los tres que la sicología tradicionalmente viene diferenciando con arreglo a la asertividad o acercamiento a una conducta asertiva (lograr nuestro interés al comunicarnos con los demás): tipo pasivo, tipo asertivo y tipo agresivo. El comportamiento asertivo se encuentra asociado a la madurez, e implica convencer a los demás pero sin imponerles nuestra opinión y sabiendo lo que hay que sacrificar en función de la relevancia que tenga cada cosa. Depende, por tanto, de las circunstancias y del momento, así como de factores emocionales e intrínsecos de la personalidad.

Revista de estudios sobre Justicia, Derecho y Economía (RJDE). No.2 Enero-Junio 2015. Visítanos en facebook o en nuestro blog. absorbe su energía; su visión determinista del mundo (ocurrirá lo que tenga que ocurrir) le lleva a intentar cumplir con la ley positiva.  El agresivo

 El primario

 El aventurero

A1, B2, C1, D2, E1, F2, G2

Antepone siempre la satisfacción de sus necesidades, le agrada el sentimiento de poder, convencido de que lleva razón pero transmite una sensación de inseguridad, solitario debido a que su conducta aleja a los demás, es enérgico pero a veces de forma destructiva, capaz de desmoralizar y humillar a los demás, de moral heterónoma y apriorística, sus actos proceden del interior, tienen una naturaleza emotiva y está convencido de que los adopta sin sujeción a reglas preestablecidas, pero con respeto a la ley.

A2, B2, C2, D1, E1, F2, G1

Muy observador de la conducta de los demás, sus actos obedecen básicamente a emociones con un fuerte sentimiento de auto-conservación. Es un determinista nato (ocurre lo que tiene que ocurrir), se rige por reglas que deberían ser universales porque existen desde siempre, basadas en Dios y en lo que debe ser, por naturaleza.

9/7=1,29

A1, B1, C1, D2, E2, F2, G3

Valora la libre acción del individuo orientada por el cálculo racional, anteponiendo claramente el propio interés y no sujetándose necesariamente a ideas preconcebidas. De moral heterónoma, las reglas a observar, en todo caso, serían las más próximas, aquéllas que se entienden al observar la realidad inmediata, básicamente, las leyes positivas.

14/7=2,00

12/7=1,71

Fuente: Realización propia. NOTA: La columna “Tipos” contempla los distintos tipos de actos, de los enunciados en las clasificaciones de los siete apartados A a G anteriores, que entendemos encajan con cada uno de los seis “Perfiles” de comportamiento, según la “Definición” proporcionada. La columna “Tendencia a la Corrupción” incluye el valor promedio resultante de sumar las puntuaciones de los distintos tipos de actos (A1, A2…G2, G3) que correspondan al perfil, dividido por las siete clasificaciones utilizadas de los actos humanos.

Como hemos visto páginas atrás, en contra del intelectualismo moral socrático, San Agustín de Hipona ya afirmaba que la voluntad está por encima del entendimiento, señalando que el hombre es bueno pero no por conocer el bien, sino por la libre voluntad de realizarlo, siendo, por tanto, el mal moral un producto de la voluntad humana. La cuestión de la libertad agustiniana enlaza con la polémica determinismo-indeterminismo, tan antigua como la propia existencia, no ya de la filosofía, sino del hombre mismo, y donde sus tenaces defensores no han hecho sino elevar a categoría absoluta los resultados de sus evidencias parciales. Que el libre albedrío, los actos de la voluntad o, simplemente, la libertad, conlleva una concepción indeterminista de la vida, es un axioma. Que estas notas características del hacer humano puedan derivar en actos moralmente reprobables (un mal moral), es una consecuencia evidente al observar la historia del hombre. Que dichos actos reprobables puedan deberse, en algunos casos, a la práctica de un relativismo moral que atente contra la propia existencia del hombre, sin duda. Ya en el lado contrario,

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suele admitirse que el determinismo no constituye el estado natural de la conducta humana, pero podría constituir una situación de “second best” o sub-óptima, que daría lugar a un orden social capaz de garantizar la supervivencia del hombre, argumento que se encuentra en el trasfondo del mecanicismo, en Hobbes, en el kantismo o en el positivismo, entre otras corrientes de pensamiento. En la cultura reinante en las sociedades occidentales, hace siglos que se ha producido una separación entre la religión y el gobierno de los hombres, entre las reglas del deber ser y las reglas que regulan lo que es, dando lugar a una moral parcialmente heterónoma que ha permitido el diálogo entre la fe y la razón, y bien podría decirse que hasta fechas recientes la penitencia por el ejercicio de la libertad ha sido una carga llevadera. El problema se ha suscitado en las últimas décadas cuando esa heteronomía parcialmente admitida se ha transformado, no en unas reglas tradicionales morales socialmente admitidas, esas que se transmiten por empatía entre personas y que forman parte de lo que se denomina “moral autónoma”, sino hacia otro tipo de heteronomía representada por normas consuetudinarias emanadas de la propia sociedad, pero huérfanas de valores, basadas en la dictadura de la moda o de la notoriedad, tendencias que son seguidas ciegamente por una mayoría de personas. Lo anómalo de estas reglas, además de carecer de valor moralizante, es que alteran un mecanismo básico del juicio moral consistente en que actos presentes se enjuician con valores intemporales, para convertirlo en otro donde dichos actos presentes son juzgados también a partir de elementos actuales, lo que hace del juicio moral un instrumento más subjetivo por doble razón: por obviar la sabiduría de la intemporalidad, y por hacerlo menos homologable mediante empatía, característica básica en la creación de las reglas morales denominadas “autónomas”. La penitencia por el ejercicio de este tipo de libertad puede resultar mucho más severa de llevar, pero no porque la sociedad incurra en demasiados agravantes y se haga merecedora de un castigo divino, sino porque este pecado no encontrará penitencia suficiente en la Tierra, dado que esta nueva moral prescinde, por innecesario, del principal fin: la preservación del hombre social, es decir, de la cultura que le rodea. Pero, a su vez, esta moral que no persigue fines, como la kantiana, tampoco se recrea en valores intemporales que impongan un imperativo categórico sobre el cómo obrar, sino que se abandona a un constructivismo sometido al imperio de la moda, en definitiva, a lo efímero del cambio, y manifestando lo que en Economía se denominaría una elevada tasa de preferencia

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temporal56. El ocaso de las civilizaciones probablemente deba algo a este mal moral pero, por ahora, podría ser suficiente con que esta nueva deriva de la moral heterónoma nos hiciera reflexionar sobre por qué los tipos de la tabla 2 definidos como Asertivo y Pasivo aparecen como destacados candidatos a la comisión de actos corruptos, a pesar de que responden a valoraciones contrapuestas desde la psicología social. Mientras el Asertivo representa el prototipo de persona al que toda empresa gustaría tener en su plantilla y todo padre en su familia, el Pasivo es la persona que toda administración pública preferiría y que toda madre sobreprotegería. Una sociedad que con un ojo manifiesta preferencia por ciertos perfiles de comportamiento humano mientras que con el otro condena otras tantas conductas moralmente corruptas, sin percibir que ambas se superponen, tiene un problema serio. No es de extrañar que en este tipo de sociedad el “efecto manada” de Cialdini (1994) disponga de un inmejorable escenario experimental. Una sociedad armada con una moral como la descrita no es, precisamente, el prototipo de sociedad innovadora, pujante, exitosa o pionera, por no añadir ya que tampoco daría el perfil de una sociedad justa bajo un amplísimo espectro de juicios. Pero tampoco representa necesariamente el perfil de una sociedad capitalista o de una sociedad liberal, y ni siquiera de una sociedad comunista henchida de una moral apriorística de tipo kantiano. Una sociedad con este tipo de moral relativista carece de patrones de comportamiento distintos a los que pueda imponer la ley positiva, de manera que, tal y como se ha demostrado en el apartado 3 de este trabajo, el ordenamiento jurídico será insuficiente para atajar cualquier mal moral, como la corrupción, precisamente porque nunca será posible que lo ilegal sea un subconjunto de lo ilícito. La carencia de valores intemporales conlleva, en sí misma, la usencia de fines. Y es la presencia de fines, junto al otro hecho diferencial, la inteligencia, lo que más separa a la sociedad humana de cualquier otra sociedad animal.

6. El problema moral en la sociedad actual Ya se ha visto que la toma de decisiones personales (los actos de la voluntad) se fundamenta en una suerte de elementos procedentes de los sentimientos, de las reglas

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Téngase en cuenta que la moral kantiana carece de fines que justifiquen los actos humanos, siendo lo importante el móvil que impulsa tales actos, siempre que éste sea el deber como imperativo categórico. La ausencia de fines y de móviles intemporales que rijan las acciones humanas, conduce irremediablemente hacia una sobrevaloración de lo actual y a la correspondiente infra-ponderación del futuro.

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morales, de las reglas institucionales y de los condicionantes económicos y vitales del entorno. En la moral conocida hasta hace poco, cada persona es autónoma por lo que se refiere a la formación y uso de los sentimientos, dispone de escasa autonomía a la hora de formar reglas morales, y le resultan completamente dadas las reglas institucionales y los condicionantes vitales, lo que opera como una verdadera restricción al uso de su libre albedrío. En cuanto al elemento autónomo, se admite que los sentimientos puedan ser influenciables por el entorno, pero su carácter irracional impide hacer conjeturas sobre su configuración. Lo que sí es más claramente influenciable es la ponderación que deba darse a las reglas morales en la comisión de los actos de la voluntad, puesto que el cambio de unas reglas por otras solo puede ser lento debido a que se produce, en buena parte, como consecuencia de sucesivos juicios morales realizados por muchos individuos que, por empatía, van forjando las propias reglas, constituyendo la permanencia la principal nota distintiva que pone en valor a la regla moral. Pero también existe otro modo de influenciar significativamente, tanto la ponderación de las reglas morales a la hora de realizar un acto, como el propio cambio en dichas reglas: la educación; no obstante, no son pocos los que entienden que entre moralidad y educación debe existir un proceso de retroalimentación57. A partir de las consideraciones aportadas en los párrafos anteriores, conviene reflexionar sobre algunos de los aspectos tratados. Las reglas positivas son instituciones sociales con vocación de regular lo que es, lo material, el presente, el comportamiento del hombre en sociedad, y deberían tener un carácter subsidiario respecto a las reglas morales, en el sentido de que el imperio de éstas últimas sea insuficiente para ordenar la convivencia en aspectos concretos. Las reglas morales, por su parte, han venido construyendo valores con vocación de ser absolutos, universales e intemporales, para trasladar a las personas esquemas conceptuales sobre lo que debe ser. Sin embargo, ya hemos visto que se ha 57

Aunque la interacción moralidad-educación tiene entidad suficiente como para ser merecedora de todo un tratado, excediendo las pretensiones del presente ensayo, conviene remarcar el ampliamente admitido feedback entre estos dos instrumentos de formación de la conducta. En Dewey (1925), ya se enfatizaba el papel que debería jugar la moralidad en la educación para que ésta resultara útil y eficaz desde un punto de vista social: “La responsabilidad moral de la escuela y de los que la conducen se contrae ante la sociedad. La escuela es, fundamentalmente, una institución, erigida por la sociedad, para ejercer una cierta labor específica, manteniendo la vida y haciendo avanzar el bienestar de la sociedad. El sistema educativo que no reconociese este hecho de la responsabilidad moral que le incumbe sería incompleto y caduco” [pág. 132]; y del papel que no debería jugar: “La mayor y más comúnmente lamentada separación en la escuela entre la educación moral y la intelectual, entre la información adquirida y el desenvolvimiento del carácter es, simplemente, una expresión del fracaso para concebir y construir la escuela como una institución social con una vida y un valor social en sí misma” [pág. 135].

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producido un giro en la moral hacia una heteronomía basada en principios del constructivismo epistemológico, una suerte de realidad inventada al gusto del observador que renuncia a la intemporalidad de los valores para abrazar lo que uno mismo construye, incurriendo en nuevos riesgos entre los que destaca el de la propia pérdida de la libertad. Dado que el presente es el momento con más fuerza en la vida de las personas (con diferencia, es el que más influye en sus actos y en el propio juicio moral), puede esperarse que el ejercicio del liderazgo de la estructura social en un momento determinado tienda a preservar este privilegio para el que lo posee. En consecuencia, es lógico que con frecuencia aparezca la tentación de imponer reglas positivas a partir de conductas actuales efímeras, lo que podría hacerse con dos propósitos: acelerar el lento proceso de cambio en las propias reglas morales o, simplemente y más probable, reducir su influencia en la toma de decisiones para favorecer a reglas o instituciones positivas. Sin embargo, puesto que el cambio de unas reglas morales por otras suele ser muy lento, la colisión de las reglas positivas con las morales suele perseguir más bien anular a estas últimas, crear un vacío moral y llenarlo de referencias positivas ante la decisión de acometer un acto: lo que se podría llamar heteronomía dinámica o evolutiva. Dado que el juicio moral se desarrolla con posterioridad y concluye con un asentimiento o una reprobación de un conjunto de actos afines, la reiteración de las colisiones de la norma positiva con la norma moral acabará alterando la composición de los elementos integrantes del propio juicio moral, dando cabida cada vez más a elementos institucionales. La nueva moral emergente en las sociedades occidentales tiene connotaciones de moral evolutiva, en el sentido que insinúan autores como Krebs (2005) o De Waal (2006), por asunción de la teoría darwinista, donde la conducta moral es considerada como una estrategia adaptativa. Pero también va más allá de la mera adaptabilidad, por mor de la supervivencia, para convertirse en una deudora del cambio en sí mismo, lo que la convertiría en una antimoral, por comparación con el papel que durante milenios ha venido representando. Es fácil colegir de lo anterior que estaríamos en presencia de una nueva moral pragmática y fácilmente manipulable, dado que sus referencias son contemporáneas con los actores del juicio moral, y no resulta descabellado imaginar apuestas estratégicas de las personas que lideran instituciones sociales para condicionar algunos actos individuales y, lo que es más trascendente, para hacer lo propio con los juicios morales. La búsqueda de influencia social por parte de líderes no es nada nuevo en la Historia de la humanidad, continuamente intentando modificar la toma de decisiones individuales, como tampoco constituye una

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novedad la presencia de corrupción en las sociedades como una manifestación del abuso o de la desviación de poder. Lo que sí aparecen como rasgos distintivos de la sociedad en las últimas tres décadas, son dos aspectos: la creciente presencia del poder público en la vida privada de las personas, y las mayores posibilidades de que éste dispone para influir en los actos individuales y en el juicio moral, merced al fenómeno de la globalización de la economía, de los intercambios de personas y de la comunicación. Estos aspectos novedosos han puesto al descubierto la velocidad del cambio como táctica utilizada por los líderes sociales e institucionales (incluidos los políticos), esto es, como vehículo para influir en el objetivo estratégico de condicionar los actos humanos, primero, y el juicio moral, después. Una nueva moral cimentada sobre derechos y no sobre deberes de la persona, que trastoca el orden lógico de la acción humana y que convierte las restricciones propias de la moralidad tradicional en un dócil terreno abonado de meritoriaje en busca del hombre egoísta de Hobbes, pero dulcificado por la fina ironía de Huxley58. Dentro de esta estrategia de perversión del orden moral secularmente asentado, podemos preguntarnos cómo evolucionaría la corrupción moral como exponente del conjunto de actos humanos indeseables, incluida la corrupción pública. Como en el “mundo feliz” de Huxley, bastaría con hacerla desaparecer, simplemente eliminándola del catálogo de males sociales o reduciéndola a su mínima expresión, algo que se logra mediante un cambio en la regla moral relevante, anulándola o haciéndola mutar hacia restricciones más permisivas. Pero en esta nueva sociedad de continua reivindicación de derechos y de deberes ausentes, un ensanchamiento del ámbito de lo lícito, en sí mismo, implica un mayor conflicto entre reglas morales y reglas positivas, germen inequívoco de inestabilidad social. Mientras no se encuentra un procedimiento definitivo, la solución pasa por una imprescindible relajación de la norma positiva que vehiculice el diferimiento del conflicto, y la corrupción aparece como una consecuencia nociva no deseada, un daño

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Es conocida la sagacidad de Aldous Huxley para arremeter contra el esnobismo y el cinismo de muchos intelectuales de su época, a los que retrató magníficamente en su primera novela (Chrome Yellow, 1921). Pero es en Brave New World (1932) donde se destapa su visión más pesimista de un mundo regido por normas inmutables en una sociedad distópica donde la felicidad alcanzada merced a la erradicación de la guerra y de la pobreza, ha tenido por contrapartida la necesidad de prescindir de instituciones como la familia, la ciencia, la literatura o la filosofía. Una sociedad manipulada, la libertad de expresión y la actividad intelectual reducidas y las emociones proscritas, deberían asegurar una felicidad continua y universal (aunque sin alma), pero pronto se percibe la inconsistencia de un mundo sin emociones y sin intelecto, con la propia felicidad.

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colateral que queda autorregulado por el propio sistema institucional 59. Cuando la relajación de la norma positiva permite una generalización de los actos corruptos y posteriormente se produce un frenazo o una inversión en el crecimiento de la economía que conlleva la restauración de la rigidez de la norma, entonces afloran multitud de casos de corrupción, sobre todo pública, y se produce el correspondiente escándalo social, dando lugar a lo que podríamos denominar “corrupción aparente”. Es cierto que esta proposición genera un cierto desasosiego, pero también lo es su carácter intemporal y que trasciende a los regímenes políticos, incluido los democráticos. No es en absoluto novedoso que los líderes de las instituciones sociales, en sentido amplio, hayan perseguido siempre la uniformidad de comportamientos en sus miembros como seña de identidad. Sin embargo, nunca como ahora el poder político ha tenido tanta influencia potencial en las decisiones privadas, bien por la creciente intromisión de la ley positiva en la vida privada (ampliando el ámbito regulatorio y la velocidad de los cambios normativos en respuesta a la creciente complejidad de las relaciones sociales), bien por la capacidad de persuasión a través de unas tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) capaces de llegar a todos los rincones del planeta en cuestión de segundos, siendo este último instrumento el más poderoso pero, a su vez, el que está resultando más adverso para sus propósitos. De hecho, puede verse hoy en muchos países donde la corrupción y otras formas de abuso de poder se encuentran más arraigados, que las TIC están siendo utilizadas como mecanismo de defensa de los grupos sociales más disconformes para organizar contrapoderes60. Pero tampoco es extraño a la Historia de las sociedades la presencia de tácticas defensivas de las personas frente al abuso de poder. La diferencia radica en que en épocas pasadas

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Del mismo modo, el problema del terrorismo en las grandes naciones sería un daño colateral derivado del objetivo estratégico de ampliar su influencia en el mundo, usando como táctica la aceleración del cambio en los procesos industriales, económicos, sociales e ideológicos. La aceleración del cambio es la táctica ideal para romper vínculos duraderos, a pesar de que también traigan corrupción o terrorismo. Como los responsables de los servicios secretos de las naciones más poderosas vienen diciendo desde hace muchas décadas, y lo dirigentes mundiales también han hecho suyo después a propósito de los actos terroristas acaecidos de trascendencia mundial, “todo sea por vivir en un mundo más seguro”. 60 La creciente influencia social que están teniendo en Europa partidos políticos nuevos o tradicionalmente minoritarios, es solo una manifestación del uso de las TIC como instrumento al servicio de los contrapoderes del Estado. El partido Syriza en Grecia, el Movimiento 5 Estrellas en Italia, el éxito reciente del partido ultraderechista francés de Marine Le Pen, los movimientos xenófobos, el partido La Izquierda y el Partido Pirata en Alemania, el recién creado partido político Juntos Podemos en Portugal, o el partido Podemos en España, son ejemplos de repulsa al abuso de poder, más bien que movimientos sociales de base ideológica.

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la sociedad no contaba en muchas ocasiones con instituciones civiles en grado suficiente para organizar la resistencia frente al abuso de poder y la corrupción, de manera que el sistema no podía resolver este desajuste de una manera no violenta, dando lugar a soluciones in extremis que han tomado la forma de motines, revueltas sangrientas, guerras civiles, etc. La nueva era de las comunicaciones permite una más sutil vertebración de la sociedad civil porque llega a prácticamente todas las capas de la población y de una manera casi instantánea, y porque, a diferencia de la etapa clásica de la radio y la televisión, permite a toda persona ser protagonista. Aunque también los líderes políticos pueden utilizar este mismo instrumento para sus propósitos, y de hecho lo hacen, su eficacia se ve muy reducida, puesto que las redes sociales son vehículos presididos por el intercambio voluntario, mientras que los responsables públicos son vistos, sobre todo, como mandatarios del poder. La soluciones aportadas ante la complejidad creciente de las relaciones sociales parecen ir encaminadas, además de hacia un vaciamiento de las reglas de comportamiento moral, hacia un arrinconamiento de lo individual, de la esfera de decisión privada y, por tanto, de la libertad. Pero no son solo los representantes de los poderes públicos los impulsores de esta estrategia; en general, son los líderes de las instituciones sociales, representantes de lo que se ha dado en llamar sociedad civil, los que también están interesados. Aunque en esta guerra no declarada, aparentemente son las instituciones de la sociedad civil las que se enfrentan al abuso de poder y a la ineficacia de las instituciones públicas en el nuevo campo de batalla de las redes de comunicación (con franca actitud populista), lo que subyace a la contienda es una lucha por el poder social a costa del individuo, un poder del que, si en ocasiones ya se discute su legitimidad cuando se despliega por el Estado, su ejercicio por representantes de la sociedad civil bien podría acrecentar este déficit y empeorar la posición de las personas. Esta es la gran encrucijada ante la complejidad creciente que vivimos: un gran hermano delegado del poder público que garantiza ciertas dosis de status quo, como alternativa a la incertidumbre por unas instituciones civiles que nos prometen un mundo feliz. Mientras tanto, los dos grupos de interés reman en la misma dirección: hacerse acreedores de referencias morales e institucionales ocupando el hueco que deja la pérdida progresiva de libertad individual efectiva. No obstante, es preciso formular una aclaración sobre esta última proposición. Si bien, como se ha visto, la mera aspiración de todo grupo organizado a ejercer y aumentar el poder justifica su toma de partido en cualquier contienda, el hecho de que el espacio de

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libertad individual se vea desplazado por el de las instituciones sociales, en sentido amplio, merece una consideración adicional. Una explicación sencilla, que podríamos tildar de argumentación liberal, consistiría en justificar tal desplazamiento a partir de prácticas coactivas por parte de la institución pública, en connivencia con algunas instituciones sociales, creando una situación donde los individuos se ven intimidados en su espacio de libertad y no pueden defenderse con éxito, argumento escasamente convincente dada la omnipresencia de regímenes democráticos en las sociedades occidentales. Una segunda explicación, que podríamos resumir como argumentación socialista, consistiría en enfatizar que la lucha entre poder público y poder civil en realidad es una cortina de humo para encubrir la aspiración de la oligarquía económica, enrolada en ambas instituciones, de hacerse con el control de cómo las personas deben gastar su renta, explicación que también presupone una incapacidad de los individuos para defenderse de estas prácticas y que prescribe, curiosamente, mayor intervención pública orientada a crear mayores espacios de libertad personal. Finalmente, una argumentación moral haría recaer la mayor responsabilidad en la propia persona, que toma decisiones a partir de un esquema distorsionado de referencias, sesgado hacia condicionantes institucionales y hacia referencias morales no suficientemente asentadas. Que este tercer argumento es nuestro preferido, seguro que no escapa al lector. La interminable discusión sobre la conveniencia de procurar mayor o menor presencia del poder público en la vida de las personas para garantizar su libertad, solo puede ser superada a partir de una decidida apuesta por el rearme moral, invirtiendo la tendencia observada en las sociedades occidentales durante las últimas décadas. Un rearme moral que pasa por abandonar cuanto antes la sobreponderación de referencias efímeras y actuales a la hora de acometer los actos humanos, y acoger con urgencia referencias estables compartidas por la cultura occidental. Es cierto que el final de este tránsito no podrá converger hacia una situación caracterizada por la misma ponderación de valores que la existente hace cincuenta años, puesto que la institución familiar como referencia moral ha cambiado significativamente durante este transcurso, como también lo ha hecho la institución religiosa de referencia, entre otras. Sin embargo, estos valores caracterizados por su intemporalidad no pueden ser infraponderados, sin más, o sustituidos por referencias actuales y efímeras, puesto que implica traspasar referencias desde el campo de los valores al de los condicionantes institucionales y vitales, caracterizados por carecer de perspectiva temporal y por su fácil manipulación.

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Sin duda que invertir este proceso de debilitamiento de las reglas morales impone reforzar el campo de los valores de cada persona, para que la pérdida de influencia de unos valores se vea compensada con la ganancia de otros. Sería preciso revisar el catálogo de valores en estas sociedades y, sobre todo, la vuelta a una moral con fines claros y explícitos que sirvan como guía espiritual. Del mismo modo, hay que hacer una revisión de valores arraigados como la familia, la patria, la pertenencia a un entorno sociocultural amplio, la tolerancia religiosa compatible o la solidaridad voluntaria, por hacer una enumeración no exhaustiva, y replantear la delegación de funciones otorgadas a los poderes públicos y el papel que deben representar otras instituciones sociales. Este rearme moral de la sociedad debe disponer reglas claras sobre lo que debe y no debe hacerse, reduciendo significativamente la permisividad actual ante actos moralmente corruptos, puesto que solo así se enviarán señales nítidas a los representantes de los poderes públicos para evitar caer en corruptelas y para que la ley positiva acote adecuadamente los deberes de hacer y de no hacer, sancione con rigor los incumplimientos, y haga ambas cosas con la mínima interferencia en las libertades individuales. Todo este proceso que ya se ha iniciado en algunas sociedades, será largo y no estará exento de dificultades. De pronto, parece que muchas sociedades occidentales empiezan a sentirse amenazadas, pero no por los motivos tradicionales relativos a disputas por el territorio, los recursos naturales o el bienestar económico, sino amenazadas como sociedades libres. Con retraso respecto a la mundialización de los intercambios de mercancías y de capitales, finalmente ha llegado, y con fuerza, el intercambio masivo de personas, creando una disfunción, no debidamente prevista y calibrada, en las sociedades tradicionalmente asentadas en un territorio. Ayudados por la creciente influencia de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, los intercambios de personas han sido asimétricos, como cabría esperar, dando lugar a la presencia de personas en un territorio procedentes de diferentes ámbitos culturales; una situación a la que se alude como de multiculturalidad. Como ya se puede intuir, este es uno de los principales escollos a los que se enfrentan hoy las sociedades ante su necesario rearme moral, especialmente, aquellas occidentales que son grandes receptoras netas de flujos de personas procedentes de otras partes del mundo. En modo alguno se pretende en este estudio hacer una incursión en la cuestión multicultural o intercultural como problema complejo ya candente en las sociedades occidentales y que pronto se hará visible en otras sociedades, pero sí poner de manifiesto

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que una perspectiva antropológica de la cultura la sumerge necesariamente en el conjunto de valores de una sociedad, afectando a los actos humanos, al juicio moral y a las reglas positivas que deban darse las personas que conviven en un espacio determinado61. Por lo que aquí atañe respecto al tratamiento moral de los actos corruptos, la fragmentación cultural de una sociedad implica mucho más que la resolución de un problema de intolerancia cultural, y supone una dificultad adicional para el rearme moral, puesto que reduce la posibilidad de encontrar reglas morales válidas, obstaculiza el objetivo de lograr que el plano de lo legal sea un subconjunto de lo ilícito y, en definitiva, porque complica cualquier estrategia para que el ejercicio del poder no siga arrinconando el espacio de libertad individual. En este sentido, de la misma manera que hemos visto algunas páginas atrás que forzando artificialmente una ampliación del espacio de lo lícito se aflora lo que hemos denominado una “corrupción aparente”, lo mismo ocurre cuando lo que se está ampliando de forma artificiosa es el espacio de lo legal, táctica utilizada de forma recurrente por el poder público para explotar la incertidumbre social creada ante un peligro inminente y reducir el espacio de libertad individual. Es en este sentido en el que

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Procedente del término latino cultus (cultivo, cultivado), participio de colere, etimológicamente a la cultura se le atribuyen los sentidos de habitar, residir o morar; cultivar o labrar; cuidar o tratar y, en el caso que puede ser más próximo, honrar, apreciar y respetar. Revitalizado el término por los historiadores alemanes de finales del dieciocho, kultur es utilizado para significar el esfuerzo humano para “cultivarse” y progresar hacia valores marcados por la excelencia (Del Arco, 1998), mientras que en Tylor (1871, 1977) ya se ofrecía una definición etnográfica de cultura como conjunto que comprende el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y todas las capacidades y hábitos adquiridos por parte del hombre como miembro de una sociedad; en Malinowsky (1972) la cultura, además de representar un comportamiento aprendido, se caracteriza por su valor social, y para Harris (1979, 1990) todas las culturas presentan un patrón similar que responde a una serie de aspectos agrupados en seis categorías: creatividad, ideología y valores (religiosos, éticos, morales, estéticos, actividades lúdicas, creativas..), aspectos intelectuales y mentales (aspectos cognitivos y afectivos, sistema educativo…), economías políticas (relaciones externas, distribución y acceso al poder territorial, militar, judicial…), economías domésticas (familia, relaciones intergeneracionales…), modo de reproducción (crecimiento, demográfico, técnicas de educación en familia y de crianza), y modo de producción (mínimo de subsistencia, artesanía, vivienda, alimentación, dieta, salud, recolección…). Algunos autores argumentan que lo multicultural se refiere solo a una yuxtaposición de culturas que comparten un espacio físico pero sin que implique un enriquecimiento derivado del intercambio entre ellas, mientras que cuando esto se produce cabe hablar de “interculturalidad” [véase Quintana (1992), Jordán (1996) o Del Arco (1998), entre otros]. Otra forma de ver la diferencia entre estos dos conceptos y su significado consistiría en superponer en el mismo plano dos concepciones contrapuestas que representarían, respectivamente, la ausencia total de intercambio cultural representada por el etnocentrismo (la cultura de origen en un territorio se considera como modelo de enjuiciamiento de todas las demás culturas que conviven), y el relativismo cultural (todas las creencias, actitudes y valores de todas las culturas tienen cabida en un territorio). Como puede intuirse, las soluciones integradoras de culturas muy diferentes que conviven en un territorio no pueden ser sencillas en la práctica.

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debemos entender que la corrupción en las sociedades actuales constituye un daño colateral que queda determinado dentro del propio sistema institucional. La corrupción moral constituye una conducta reprobable consistente en la pérdida de los principales valores morales de la persona y que se manifiesta en los actos que realiza. En la medida en que el acervo de reglas morales de una sociedad puede ser asumido voluntariamente por sus miembros, podríamos asemejarlo a una norma de soft law del derecho anglosajón. Sin embargo, a diferencia de tal figura jurídica, el compromiso que una persona adquiere con el acervo de reglas morales no puede ser denunciado, ni su incumplimiento sancionado, de forma ejemplificante en el plano moral. Solamente una traslación de estas normas morales al derecho positivo puede dar lugar a una exigencia personal de observancia, pero su infracción tendrá unas causas que mayoritariamente serán desconocidas para el Derecho. Una proliferación de rebeldías, sin duda, será un mal síntoma cívico, pero sobre todo será un mal augurio moral.

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