Interpelaciones desde la condición posmoderna a la disciplina histórica Darío I Restrepo, 30 de noviembre de 2009 Trabajo dedicado a mis estimados profesores

June 13, 2017 | Autor: Darío Restrepo | Categoría: History, Social Sciences, Political Science, Postmodernism
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Interpelaciones desde la condición posmoderna a la disciplina histórica Darío I Restrepo, 30 de noviembre de 2009

Trabajo dedicado a mis estimados profesores Oscar Rodríguez, Oscar Fresneda, Desci Arevalo, Mario Hernández, Félix Martínez y Mauricio Archila … todos tan modernos

1.

Ni Apocalípticos ni integrados

Todo ensayo tiene una intención y dialoga dentro de una comunidad de referencia real o imaginada. Esta nota es una invitación cursada a una generación de académicos que asumieron un compromiso con el conocimiento al servicio de la emancipación social y la radicalización de la democracia. Muchos de ellos tienen sólo palabras desconsideradas hacia lo que se ha convenido en llamar la posmodernidad. La acusación más popular es que los posmodernos predican un relativismo moral y cognitivo. La pretensión de conocer la verdad es abandonada por un reconocimiento de múltiples subjetividad y vivencias, intereses y emociones, complejos culturales y dispositivos lingüísticos desde los cuales se expresan verdades relativas. Pero si no existe una verdad, o al menos unas más verdaderas que otras ¿cómo valorar la acción más justa, cómo definir la mejor política, cómo distinguir el bien del mal? La mayor descalificación a los posmodernos es un supuesto relativismo moral desde el cual todo vale y nada se sostiene (Lipovetzky, 1983). En contra de la disolución de la verdad y la moral los críticos defienden el conocimiento que se coteja ante la realidad y reiteran un compromiso político con los oprimidos, explotados y discriminados, apuesta que funda un valor moral positivo, al menos en el terreno de la política. Una crítica más erudita rastrea en el pasado buena parte de lo que hoy pregonan los posmodernos como si fuera una gran innovación en la historia occidental: el retorno a la naturaleza en contra de las devastaciones de la sociedad industrial; la defensa de la subjetividad opuesta al imperio de la racionalidad instrumental; el reclamo de las raíces culturales, territoriales y étnicas como valores que se levantan en contra del culto a la novedad; la reivindicación de la tradición como fuente de verdad en vez del saludo al progreso en tanto sinónimo de mejoría de la condición humana; el gusto por las prácticas y las concepciones esotéricas en contra de la frialdad de las demostraciones pretendidas científicas. La posmodernidad es un deja vu, una

reacción romántica y reaccionaria en contra de la modernidad. (Habermas, 1985). Algunos consideran la posmodernidad como una moda intelectual y ya se conoce el carácter necesariamente efímero del acontecimiento, por lo que sin duda las posiciones posmodernas estarían prematuramente transitando hacia los anaqueles de curiosidades carentes de sentido. Finalmente, otros están dispuestos a consentir la existencia de la posmodernidad en tanto emoción, un estado del alma, una expresión del nihilismo que abunda en las sociedades del capitalismo tardío occidental (Callinicos, 1993). El tercer mundo estaría exento de tal contagio porque aun aspira a la modernidad cultural, política y subjetiva, ya que solo tiene algunos visos de modernización tecno científica sectorial (Corredor, 1992), o se encuentra batiéndose en medio de las promesas modernas (Niethammer, 1992). Aquí consideramos que la posmodernidad no es una opción individual libremente asumida o rechazada, ni una moda, ni la enfermedad moral de las sociedades desarrolladas del nor-occidente del planeta; para nosotros la posmodernidad es una condición histórica, en tanto conjunto de transformaciones objetivas y subjetivas que interpelan las maneras de ser, pensar y actuar en la historia. ¿Pero, es buena o mala la posmodernidad, sirve a intereses progresistas o reaccionarios, es la expresión cultural adecuada y servil del capitalismo contemporáneo (Jamesson, 1992) o, por el contrario, el caballo de Troya, detonadora de todo lo que hay de subalterno, alternativo, contestatario y subversivo del orden político y económico materialista imperante? Apremia superar la reiterada dicotomía entre aquellos que desconfían, maldicen, desprecian y temen la interpelación posmoderna, versus aquellos que hacen de ella el paroxismo en el cual la explosión de todas las potencialidades culturales son al fin posibles. Ni Apocalípticos ni Integrados (Hopenhayn, 1994), en la condición posmoderna se reconfiguran los sujetos sociales, los objetivos de la acción colectiva, las estrategias y los escenarios públicos; así como los valores que se invocan y portan las diferentes expresiones de la subjetividad posmoderna. 2. De lo estructural a las particularidades Una de las características más entrañables de la sensibilidad posmoderna es la desconfianza en lo estructural y la valorización de lo particular, o en términos más adecuados, de las particularidades. Al menos en cinco grandes dimensiones es observable el declive de lo estructural. En primer término, en tanto conjunto de macro determinantes de la explicación del orden social y del devenir histórico. Las relaciones de producción económicas, los sistemas y luchas político institucionales y hasta los determinantes culturales darían cuenta de las razones, los tiempos y las etapas de los cambios, de unas maneras que opacan las particularidades del devenir histórico. Lo que está en discusión no es únicamente reclamar el universo de modos distintos mediante los cuales se expresa lo general y estructural, tampoco las variaciones y especificidades de particularidades en los márgenes de lo genérico. El cúmulo de reparos a lo estructural conduce a algo más radical. Se trata del reconocimiento del azar, es

decir, la confluencia de una cantidad de circunstancias en momentos dados genera las interrelaciones particulares en las que se propulsan los acontecimientos. Después, cuando las cosas pasan, se fabrican lecturas sobre la necesidad y sentidos de los cambios, pero estos eran impredecibles ya que resultan de intersecciones de trayectos imposibles de anticipar. La historia, vista desde atrás hasta el presente es siempre susceptible de ser reducida a una línea de sentido, pero la historia desde el presente es apertura de intersecciones y, por lo tanto, campo abierto de múltiples posibilidades de definición. Lo que concreta el futuro es el entramado de soluciones que se tensan en el presente y no “la lógica” de cómo se resolvieron los acontecimientos en el pasado. La incapacidad de predicción no se origina en una falta de información, sino en la indefinición de las trayectorias a través de las cuales lo estructurante evoluciona en las coyunturas; el problema no es de método, o de incapacidad de tener suficiente información para la anticipación de lo inevitable, sino característica misma del devenir, siempre abierto e impredecible. Asumir la incertidumbre no significa rechazar el materialismo ni siquiera una cierta determinación. Azar, incertidumbre y apertura a múltiples derivaciones hacen parte de una postura materialista radical que asume al presente con todo su legado como entramado de condiciones a partir de las cuales se generan los acontecimientos novedosos, no en una sola dirección preestablecida a partir del pasado fenomenológico, sino como trayectoria específica a partir de un campo abierto de posibilidades. (Idéntica postura enseña la física cuántica, ver Hawking, 2010) Una segunda dimensión de la crisis de lo estructural refiere a la desconfianza en las macroestructuras y organizaciones que han sido construidas para la administración del orden social y político: El Estado, los partidos políticos, los sindicatos y gremios del capital (Restrepo a-). Al Estado como referente principal del orden social se le disputa su monopolio desde el mercado y la sociedad civil (Lechner, 1998). No se trata del desplazamiento de un centro estructural, el Estado, hacia otros centros, sino a categorías que por definición son descentradas, los agentes del mercado y los diferentes sectores de la sociedad civil. Es decir que el orden social, deseado o de hecho, no se deposita ahora exclusivamente en un ente racionalizador e integrador de la dispersión de intereses y territorios, sino en una miríada de procesos y organizaciones particulares. Los partidos políticos como mecanismos adecuados de representación e intermediación entre el Estado y los ciudadanos expresan el desprendimiento con lo macro organizacional. Los partidos no están en vías de extinción, -unos mueren y otros nacen- y continúan siendo un trampolín para ganar elecciones y administrar las transacciones políticas. Su crisis se produce porque lo político ha dejado de tener como referencia única al Estado y se ha desplazado a la colonización de ámbitos como las relaciones de género, los derechos de las generaciones, la vida privada, la cultura, los territorios, el medio ambiente, la paz, la sexualidad y lo subjetivo (Tourraine, 1987). Temas que por su amplitud y diversidad difícilmente pueden ser contenidos en una única plataforma programática partidista, por lo que más bien, aun cuando acogidos algunos de ellos por un partido u otro, tienen, cada uno de ellos múltiples organizaciones y mecanismos particulares de representación y gestión de intereses. La otra cara

de la crisis de los partidos políticos, compartida con los sindicatos, gremios y otras entidades administrativas, interpela la práctica misma de la delegación de la representación en las estructuras. Las burocracias, que administran las macro organizaciones de intermediación entre los particulares, el Estado y el mercado, -de cualquier tinte político-, habrían expropiado la soberanía del asociado y del representado. Es un signo de la época el reclamo de prácticas participativas, es decir, de ejercicios mediante los cuales los ciudadanos y comunidades participan directamente en cualquier momento del ciclo de una política pública, privada, social o empresarial; bien sea, en la prelación del quehacer, en la administración y ejecución de lo decidido, o en el control o evaluación posterior. Una advertencia, aunque tales demandas son conocidas bajo el calificativo de “democracia participativa” en símil con la “democracia representativa”, aquí preferimos llamarlas prácticas participativas y representativas. Estas no deben asociarse necesariamente con contenidos democráticos, ya que hacen parte del universo de estrategias tecnocráticas, clientelistas y autoritarias, así como también libertarias, anarquistas y democráticas (Múnera, 1999, Restrepo b-). En todo caso, la acción valida no sería obtenida mediante la construcción de grandes estructuras portadoras de la responsabilidad de la representación, sino que lo justo mismo, para serlo, debe valorar lo particular en un doble sentido. Por una parte, mediante la participación de los sujetos particulares en las políticas, instancias y mecanismos de las estructuras y, por la otra, por la capacidad de sacar de las estructuras mismas las decisiones de las políticas para hacer de éstas la gestión directa de los grupos particulares interesados. Desde el punto de vista político esta condición posmoderna se debate entre la privatización y la socialización de lo colectivo, entre el neoliberalismo y el comunitarismo (Restrepo b-). La tercera dimensión de la crisis de lo estructural se expresa en lo que se entiende por democracia. La tradición política liberal hace énfasis en la democracia como conjunto de normas y procedimientos, es decir, en aspectos formales (Bobbio, 1992). Tanto la tradición socialista y confesional se precian de ejercer una democracia sustantiva, definida a partir de los intereses sociales mayoritarios, la primera, y de los designios divinos sobre la tierra, la segunda. Entre las formas y los contenidos y entre las estructuras y los resultados se cuela una nueva apreciación democrática: aquella que valora la calidad de los procesos (Restrepo c-). ¿De que valen elecciones, presidentes, partidos y congresos si la política está tomada por la corrupción e intereses privados que expulsan la incidencia del común en la política y si no se logra afectar la distribución de la riqueza? ¿Cómo apreciar sin reparos las democracias sustantivas si son reacias a la expresión de las oposiciones y terminan atrapadas por burocracias autoritarias que se otorgan la vocería de los intereses del pueblo o de Dios? La calidad de la democracia refiere a la transparencia en las decisiones públicas, a la lucha contra la corrupción y el clientelismo, a la superación del formalismo en la toma de decisiones a cambio de una exposición deliberativa de los mandatarios, políticos y funcionarios de cara a la opinión pública y a la población interpelada directamente por las decisiones. Desde el campo popular esta subjetividad prolonga el anterior control social a las empresas y al Estado, pero también hace parte del arsenal del ajuste

tecnocrático que intenta reducir la política a la gestión empresarial; además, es complemento sustantivo de las medidas que ambicionan superar el reino de la política para ser substituido por el del mercado, la moral y las buenas costumbres (Restrepo d-). La cuarta dimensión crítica de las estructuras hace ya tradición con los estudios sobre la vida cotidiana, la historia del presente, el enfoque de género, el recurso a la técnica oral y la microhistoria (Aróstegui 2004, Ramos 1992, Joutard 1986, Serna y Pons 2000). A una historia que resalta la vida, protagonismo y decisiones de los grandes hombres, se le antepone la vida de personas especiales pero olvidadas o marginadas, o incluso la manera como una familia cualquiera, un sector social específico, un tipo de persona vivió o vive la historia. Se hace así evidente que la historia como singularidad no tiene el mismo sentido para todo el mundo, sino que coexiste una infinidad de sentidos e historias particulares según una serie de especificidades de los individuos y grupos en un momento dado. También, hace parte de esta dimensión otra cara del cuestionamiento a las explicaciones estructurales del devenir histórico: la expulsión del protagonismo histórico de las personas de carne y hueso y de los héroes o víctimas individuales o colectivas marginadas de las explicaciones estructurales. Sin embargo, en nuestro parecer, valorar las vidas, intereses, e historias de grupos e individuos particulares, que concurren en los acontecimientos dramáticos o cotidianos, abre una ruptura más radical con el enfoque estructuralista: El miramiento del torbellino de historias, interrelacionadas sin duda, que conviven en un momento histórico, las cuales se afectan las unas a las otras, pero mantienen cursos específicos que trazan continuidades y rupturas, en diferentes planos y con diferentes temporalidades. En una frase, se transita de la historia a las historias, de un tiempo cronológico a las temporalidades múltiples, de un sentido general de la historia a una multiplicidad de sentidos. En resumen, en la condición posmoderna se controvierten varias dimensiones de lo estructural a nombre de lo particular. Hemos tratado aquí el altercado contra las condiciones estructurales como factores explicativos del devenir histórico, los ataques al monopolio de lo estatal en el orden social, la crítica a las macro organizaciones que administran las intermediaciones entre la sociedad, el Estado y el mercado, la insuficiencia de la democracia en tanto estructuras y resultados y, finalmente, el florecimiento de la visibilidad de las vidas cotidianas, las historias concretas de muchos, hasta la emergencia de muchas historias. En todos los casos nos encontramos ante una cierta fascinación con lo particular, o más bien con las particularidades. Lo particular enriquece las construcciones estructurales, aunque también se tensa como alternativa, es decir que aparece como una substitución valorativa. ¿Qué tanto hay de lo uno o de lo otro, y que tan estable es esta situación?, son dos preguntas que aquí no se resuelven. 3.

De la singularidad a las pluralidades

Un segundo par de conceptos permite una aproximación a las interpelaciones posmodernas, la recurrencia a lo singular es enfrentada por un alegato a favor

de lo plural. Aquellos que consideran la posmodernidad como un estado anímico pueden decir, con razón, que mientras en la modernidad se pretendió reducir la complejidad de la vida y del conocimiento ideando categorías analíticas generales, la posmodernidad se alimenta de la desconfianza respecto de lo que juzga un reduccionismo arbitrario, frente al cual levanta un culto a la pluralidad. Las singularidades más afamadas en la cultura Noroccidental, de notoria hegemonía desde el siglo xix, pero con antecedentes desde la Grecia Antigua, han sido la razón, el espíritu y la conciencia. Ellas crean la razón instrumental, las ciencias y la experimentación, todas las cuales permiten conocer las reglas de funcionamiento de la naturaleza, la sociedad y la psique; de tal suerte que, conocidas las leyes fundamentales de los fenómenos, la humanidad puede intervenirlas a su favor y crear un orden administrado desprovisto de incertidumbre (Restrepo e-). Varias entidades han disputado el papel protagónico de animar y encarnar las singularidades redentoras; una vez superados Dios, los Ancestros y la Tradición, el papel ha recaído en los Filósofos, el Estado, el Proletariado, los Empresarios, los Científicos y la Burocracia. Aunque no se excluyen vanguardias menores como ordenes, cofradías y sectas. Las singularidades son el carbón que alimenta la caldera del acontecer y la historia misma, es decir, el elemento activo que permite el paso de un estado de existencia a otro, de tal manera que la historia es aquella de su propio devenir. De la naturaleza al espíritu, de la necesidad a la libertad, de la barbarie y del Estado de naturaleza a la civilización, de la inconciencia a la conciencia, del esclavismo, al feudalismo, al capitalismo y al comunismo, del subdesarrollo al desarrollo. Nace así una conciencia histórica, o más bien, una creencia en la existencia de la historia. Esta manera de pensar hace primordial dotarse de una teoría de la evolución natural, social y de la conciencia, mediante la cual se ordenan diferentes etapas. Se arraigó así un profundo convencimiento y fe en el progreso evolutivo (Tilly, 1991). ¿Cuáles son entonces las leyes que explican la necesidad de la evolución de las cosas? ¿Acaso cada entidad posee sus propias leyes, la naturaleza unas, la sociedad otras y la psique unas distintas. O, la vida natural, social y subjetiva tienen las mismas leyes? Una efervescente discusión que no ha cesado ha dado lugar a múltiples respuestas; aquí se asocian con posturas modernas aquellas que entienden la evolución como pasos hacia una cada vez mayor complejidad. La adaptación al medio y los desequilibrios mismos de la vida, hacen que cada entidad esté constituida por tensiones y contradicciones y nunca se encuentre en reposo, ni a salvo de su propia destrucción. De tal manera, o el sistema de la vida se degrada y colapsa, o evoluciona hacia una estructura superior en complejidad y adaptación. Por lo que, para algunos máximos exponentes de la modernidad, el final de la historia es un estado sin contradicción, la plenitud de un sistema que todo lo integra, La Razón y El Espíritu (Hegel), el Comunismo (Marx) o el Nirvana (Freud). Nótese que en los tres casos se trata de un estado superior del Conocimiento al que se llega mediante la plenitud de La Conciencia. La vida tendría un origen mediante un acontecimiento singular y plagado de sentido, desde entonces nace la ruptura y la contradicción interna que hace de fuerza motriz que la anima y determina la orientación de su

evolución, y la cual la conduce hacia un fin trascendente, inevitable o deseado, o los dos: he aquí una idea típicamente moderna (Foucault, 1991). Idea mítica y pre moderna sin duda, que nos advierte la falsedad de la imaginería moderna según la cual la aventura del conocimiento habría atravesado etapas, las cuales se iniciaron con el mundo mítico y encantado, transitaron por una larga hegemonía de la teología religiosa, hasta que la modernidad quebrantó el cerrojo que depositaba la verdad por fuera del hombre y su capacidad creativa; el pensamiento científico y una moral humanista serían el culmen de la civilización. La ciencia y sus doctores creyeron reemplazar a la religión y sus pastores, pero lo que hicieron fue ocupar su lugar. En la modernidad no muere ni el pensamiento mítico ni las funciones religiosas del poder; más aun, se podría decir que la modernidad es un relato mítico (May, 1992). Todo este artefacto mental es puesto bajo sospecha en lo que aquí llamamos la condición posmoderna, en particular mediante una disolución de las singularidades. Para empezar, el concepto de Estado como singularidad y teniendo una función trascendental, o bien de civilizar, garantizar la paz y el orden racional (Hegel), o bien el de ser la máquina de la dictadura de una clase social (Marx, Lenin). El Estado es reconocido como una constelación de instituciones, empresas, reglamentaciones y niveles (Jessop, 1993). Tal es la pluralidad material y funcional de Estado que es difícil atribuirle un patrón único de relaciones con sectores y clases sociales, así como con la función de integrar o reprimir, persuadir o coercionar, ya que hace todas las funciones al tiempo. Pero además, el Estado no sería tan importante. El poder, o mejor los poderes, en la sociedad no se materializan todos en leyes, normas, instituciones y reglamentaciones estatales, de tal manera que mutando las concreciones formales y normativas se estuvieran creando nuevas realidades (Holloway). El poder es tanto formal como informal, existe una enorme pluralidad de relaciones e instancias privadas, sociales, comunitarias, públicas y micro estatales a través de las cuales se generan y reconfiguran las relaciones de poder. No basta tomarse el Estado para cambiar una multitud de realidades, las cuales se juegan en el terreno de la cultura, la educación, los medios de comunicación, las costumbres y las redes sociales. La critica va entonces más allá de aceptar una autonomía relativa del Estado y de la política respecto de las clases dominantes, ya que se convierte en un reproche al fetichismo institucional y normativo estatal como estandarte del poder, para llamar la atención sobre los mecanismos micro sociales y macro culturales de los poderes. Sin embargo, el Estado es el Estado, es decir, la atracción que genera se mantiene irresistible, tanto como núcleo del poder político, como también como el gran repartidor, la expresión y el garante de las relaciones de poder en el mercado y la sociedad. A pesar de un par de décadas de hegemonía de una doctrina que aboga por la desregulación y el retiro del Estado, éste sigue reproduciéndose como una máquina de intervención en la vida cotidiana del común, además de ser invocado persistentemente como explicación de las realidades extra estatales, por acción u omisión. El Estado es un coloso que resiste en derrumbarse. Más vulnerada ha sido la singularidad del concepto de clase social, así como el protagonismo redentor que se le atribuyó a la clase proletaria. Al trabajador del sector manufacturero se le llamó proletario y se le

invistió de la función de redimir la humanidad de la explotación existente desde el origen de las clases sociales. La vanguardia obrera tuvo, en efecto, mucho poder político durante el tiempo en que el capitalismo productivo fue la fracción central del capital. Sin embargo, en las últimas décadas la centralidad del obrero manufacturero ha sido pulverizada. El capital financiero, que integra las diferentes fracciones del capital productivo, comercial y bancario, despliega una lógica de acumulación flexible, desde el punto de vista territorial y sectorial (De Mattos, 1980). Además, los procesos de privatización de empresas estatales, la flexibilidad de los contratos laborales, la informalización del trabajo, las nuevas tecnologías de la informática y la robótica, la subcontratación de las empresas con talleres pequeños y cooperativas de trabajo, la lógica de ensamblar procesos que se despliegan de manera descentrada, las leyes restrictivas de los derechos de protesta, las decisiones trasnacionales de inversión y relocalización de empresas, los llamados procesos de globalización productiva, comercial, administrativa y financiera y el peso cuantitativo y cualitativo creciente de los trabajos del sector servicios concurren en desactivar el poder obrero (Rojas 1987, Harneker 1999). Las luchas sociales no han terminado, se han trasladado a una multiplicidad de temas, actores y escenarios. De la clase obrera a los movimientos sociales, de lo singular a lo plural, en la condición posmoderna se plantean tres cambios importantes en la manera de practicar y pensar la democracia: el pluralismo valorativo, la democracia como relación y la emergencia de las subjetividades. La capacidad de realizar el cambio de la etapa capitalista a la socialista fue depositada en los obreros, en el campesinado o en una unión obrero campesina. En todos los casos, el resto de conflictos, sectores sociales y reivindicaciones económicas, culturales, étnicas, de género, sexuales, generacionales, medio ambientales, religiosas, nacionales o de cualquier otro tipo eran secundarias respecto de la contradicción principal entre el capitalismo y la(s) vanguardia(s) de clase. Nada más extraño a la condición posmoderna en la que no se acepta ni la centralidad de una vanguardia general, ni la jerarquía valorativa precedente. Es decir que cada sector social considera que su lucha posee un valor absoluto por sí mismo, por lo que es irreductible a una vanguardia o sector social diferente al que promociona el valor específico. Por ejemplo, las reivindicaciones étnicas no se subsumen en una contradicción principal que las subordine a las reivindicaciones obreras. La luchas de las mujeres tampoco admiten que sus propuestas deban someterse a las prioridades de los sindicatos de trabajadores, ni a los reclamos de mayor autonomía de los poblados locales. Y así sucesivamente. Cada sector, sensibilidad y demanda, puede relacionarse con toda otra, pero no se ordena en una jerarquía valorativa de mayor a menor importancia y relevancia. Menos aun es concebido un sector social único que represente ontológicamente (consustancial a su naturaleza) todas las demandas y sea reconocido como aglutinador y vocero potencial de un orden alternativo general. Este pluralismo valorativo y social va más allá de perfeccionar y completar la democracia integrando nuevos sectores sociales y temas al reconocimiento de derechos. Es el concepto mismo de democracia (capitalista y socialista) que muta de la igualdad a la diferencia, de lo singular a lo plural. Es decir, de la democracia basada en la igualdad, según la cual las personas deben

ser tratadas como iguales a pesar de todas las diferencias existentes entre ellas, se pasa a una práctica en la que se valora el reconocimiento de las diferencias y en la que cada uno tiene el derecho a ser distinguido y tratado en su especificidad. La población indígena no es ya un lastre del mundo pre-moderno que debe convertirse en ciudadanos indiferenciados, sino una comunidad con derechos comunitarios específicos. De la democracia del ciudadano a una democracia de estamentos. Este reclamo evoca los tiempos premodernos por lo que los críticos advierten, con razón, el riesgo de un apartheid cultural, en el que cada cual vive sus especificidad (étnica, religiosa, sexual y de clase) aparte de los otros, sin contaminación, ni restricción, en la plenitud de su libertad. La versión entusiasta saluda la llegada de una aldea global con cultura cosmopolita que se cimienta en la mezcla de todas las diferencias en un ambiente de tolerancia y convivencia (Ianni, 1996). En la concepción moderna la historia pasa por unas etapas mediante las cuales el hombre progresa y en particular la democracia se extiende. La fase capitalista sería superada por un Estado comunista en el cual se levanta la tapia que reprimía la resolución de todas las otras reivindicaciones secundarias, subordinadas o derivadas de la contradicción principal. Sin embargo, nada de esto ocurrió en el socialismo real. El Estado comunista dominante practicó el imperialismo con su periferia, continuaron los problemas nacionales sin resolver, -los cuales estallaron al derrumbe del cerrojo comunista-, la mujer no se vio favorecida con la igualdad de género, las etnias siguieron padeciendo la discriminación, los gitanos y judíos la persecución, el medio ambiente fue particularmente maltratado y, no sobra señalar, la clase obrera no se liberó de la opresión. Si cada uno de estos asuntos tiene en la sociedad capitalista relación íntima con la lógica de la acumulación de capital, el final de la propiedad privada no trajo aparejada una modificación connatural de ninguno de ellos. Cada asunto parece tener una sólida independencia, una testaruda persistencia, una trayectoria propia, aunque siempre relacionada con el conjunto de las relaciones de poder en cada época. Ya lo habíamos advertido, cada asunto merece un tratamiento particular. Pero una vez más en la condición posmoderna los bordes son movidos y las consecuencias rebasan comprensiones modernas pasadas, en este caso la confianza en que cada etapa histórica fuera superior a la anterior. ¿Superior en qué y para quién? Más aun, la concepción misma de etapa es cuestionada, no porque no hayan momentos históricos con características distintivas, sino porque dichos estadios se leyeron como lugares a los que se llegaba, estaban dotados de atributos distintivos y tenían un carácter irreversible. La democracia como el desarrollo se trataron como estandartes a los que se ascendía cumpliendo unos requisitos y siguiendo unos pasos. Ahora, la democracia se concibe como un conjunto de procesos que portan sobre asuntos distintos con grados diferentes de democracia, autoritarismo, participación o coerción. La democracia no es un lugar, es un conjunto de relaciones actualizadas, plurales y reversibles. Todo fuera más fácil en la condición posmoderna si cada persona tuviera una subjetividad particular, lo mismo que cada grupo un conjunto valorativo, más o menos estable. Si esto fuera así el escenario de la democracia que se

consolidaría es aquel en que las personas transan sus intereses y principios según correlaciones de fuerza y alianzas circunstanciales o estructurales. La idealización de democracia que resulta es aquella en que se construyen espacios de reconocimiento y realización de todos los intereses y valores emergentes. En el vértice, tal idealización parece prefigurarse, lo cual contradice, como ya se advirtió, la democracia liberal en la medida en que no se idealiza la igualdad sino la especificidad. Pero la situación es más complicada porque cada persona y grupo social no participa de un solo valor sino de múltiples, de tal suerte que la estabilización y adscripción valorativa por personas y grupos es inestable. Por ejemplo, una mujer puede ser asalariada, negra, pobladora urbana, de gran sensibilidad ambiental, joven y en estado de discapacidad motriz. Cada una de estas características demanda espacios de realización diferentes y, con seguridad, requiere gestiones y organizaciones específicas de representación. Pero aun más, en situaciones concretas la realización de una de las identidades sociales de dicha mujer puede entrar en contradicción con otra de sus convicciones e intereses. Mantener el empleo puede hacerse a costa de un impacto ambiental negativo, por ejemplo. Lo cierto para una persona lo es también para los grupos o sectores sociales. Conocido son los sindicatos, exitosos en la defensa de los intereses de sus asociados, que desconocen la igualdad de género, o desprecian los impactos ambientales de su empresa polucionante porque así se conserva la estabilidad laboral. De la misma manera, pueblos indígenas que luchan por la conservación de su espacio natural vital han entrado en contradicción con los derechos laborales de los trabajadores de empresas madereras y con las decisiones autónomas de gobiernos locales electos, por lo demás populares y con aplaudida sensibilidad por la mejoría de su sistema educativo. Sindicatos y pueblos indígenas todavía tienen una fuerte identidad de estamento (asalariado, etnia) respecto de su entorno y el resto de la sociedad. Sin embargo, si uno considera movimientos tales como el de jóvenes, medio ambientales, culturales, de derechos humanos, de salud o aquellos que reivindican mayor autonomía, recursos y facultades para los gobiernos locales, entonces salta a la vista la gran heterogeneidad social interna a dichas expresiones sociales, al punto que deben ser tratados como sistemas de relaciones sociales con pluralidad de clases, actores, sensibilidades, procesos, demandas y subjetividades (Melucci, 1999). De tal suerte que un movimiento social es un cúmulo de movimientos, organizaciones y redes (Tarrow, 1997). En la situación posmoderna el sujeto individual y los colectivos no ejercen una sola subjetividad, sino que reclaman diversas y cambiantes (Laclau y Mouffe, 1987). Una vez más, la explosión de las múltiples subjetividades plantea una paradoja: la adscripción a valores plurales enriquece exponencialmente la realización de las libertades, sin embargo, al tiempo, dificulta la estabilidad de alianzas programáticas estratégicas entre movimientos y grupos sociales, por lo que se valoran las campañas y alianzas circunstanciales, pero son esquivas las coordenadas teóricas y prácticas de la unidad de la acción social (Houtard, 2002)… a menos que tal reclamo no sea sino un remanente moderno fuera de época, un anacronismo. En todo caso, la condición posmoderna invita a un cambio, pensar en plural donde se vio lo singular, no reducir la complejidad, sino asumirla (Morin, 1995).

4. ¿Una epistemología del conocimiento? Lo hemos dicho varias veces, en la condición posmoderna valores y formas de pensar atribuidas a la modernidad caen bajo sospecha, descubren sus límites, son completadas por otras aristas; aunque, en la frontera, se tensan las concepciones y prácticas tanto que se insinúan novedosas formas de pensar y actuar. ¿Pero acaso tan febril efervescencia alcanza para afirmar que se está acometiendo un cambio paradigmático y una ruptura epistemológica? A nuestro juicio una respuesta debe contener dos partes, nada fáciles de separar por completo, una referida a los valores e ideas en juego y otra, a las maneras de pensar que suponen tales ideaciones. En términos clásicos, una trata de los contenidos pensados y otra de las reglas del pensamiento. La modernidad se fundó en la creencia en que la realidad era enteramente inteligible, estaba gobernada por leyes que se podían descubrir y lo único que impedía la traslucidez de la realidad eran los prejuicios morales, religiosos y tradicionales, así como la carencia de instrumentos objetivos y metodologías científicas. La distancia entre realidad y sujeto estaría entonces mediada por instrumentos objetivos perfectibles que se disputan la capacidad de reproducir de manera más adecuada, fiel y verdadera, aunque siempre aproximada, las realidades estudiadas. Pocas pretensiones modernas han sido tan controvertidas. Contra la ambición objetiva y univoca del conocimiento se opone una subjetiva y relativa. Para decirlo de alguna manera, la característica de una epistemología posmoderna es el conocimiento participativo, es decir, la negación de la relación de externalidad entre una realidad externa a conocer y un sujeto cognitivo. El sujeto y sus instrumentos cognitivos participan directamente de la realidad que conocen, por lo que no se trata de indagar por la distancia, reflejo o adecuación entre el saber y lo sabido, sino por las características de las relaciones entre el sujeto y el entorno que producen un sujeto cognitivo con capacidad de ejercer determinadas ideaciones, construcciones y afectaciones de la realidad. La imposible neutralidad del conocimiento respecto a la realidad se puede ilustrar desde cuatro aristas que van desde lo fisiológico hasta lo subjetivo, sin que con ello queramos establecer una gradiente de importancia o cronológica, solo un orden expositivo. La psicología evolutiva (Pinker, 2000) enseña como la organización fisiológica de los organismos vivientes resulta de una interacción con el medio. Nuestro cuerpo es el resultado de un muy largo proceso de evolución en el que ha aprendido a hacer ciertas cosas de determinada manera, diferente a otros organismos vivos. Pero además, lo que hoy somos no ha sido siempre así, es decir, las funciones cognitivas, emocionales y funcionales tienen historia. La percepción, conocimiento e interacción entre sujeto y entorno ha variado y es presumible que lo siga haciendo. Claro está que la velocidad de tales cambios ha sido imperceptible o al menos inapreciada por la ciencia contemporánea. De tal manera que si nuestra estructura orgánica cognitiva fuera la misma desde la aparición del homo sapiens sapiens el dato es poco relevante para comparar un conocimiento humano de otro miles de millones atrás o delante de hoy; aunque

útil para entender que la percepción, conocimiento e interacción con la realidad posee una determinación orgánico-histórica. Ya situados en el hombre en su estado actual se ha venido a reconocer que no posee una inteligencia, sino múltiples, cada una ejerce maneras diferentes de aprender la realidad e interactuar con ella (Gardner, 1994). Existirían varias decenas de inteligencias que pueden agruparse en seis grandes áreas, aunque cabe advertir que cada una de ellas pose importantes especificidades internas. La inteligencia lingüística, musical, lógico-matemática, espacial, cinestésicocorporal y las personales. Cada individuo posé menores dosis de unas y mayores de otras y, a partir de ellas no solo sabe hacer ciertas cosas mientras es torpe para otras, sino que aprende, percibe e interactúa con la realidad de manera diferente. Aquí se podrá decir que tales características individuales se enlazan en los grupos sociales y de conocimiento de tal manera que la conjugación y especialización de destrezas es lo que se puede llamar el conocimiento humano. Solo que los análisis comparados entre pueblos y culturas por una parte y, por otra, en momentos históricos diferentes demuestran que se han privilegiado unos tipos de saberes sobre otros. El que así sea tiene que ver con las interacciones que se construyen con la realidad, es decir, la realidad no sería una externalidad a conocer objetivamente, sino el resultado de prácticas inteligentes múltiples. En la modernidad, por ejemplo, se ha privilegiado la inteligencia analítica formal; mientras que ciertos pueblos africanos cultivan la inteligencia corporal y musical y otros, la inteligencia espiritual. Los modos de producción y las relaciones sociales cultivan, resultan y jerarquizan los saberes. La historia del conocimiento no es solo un debate entre ideas y teorías, un creciente descubrimiento de la realidad, o un despliegue de diversas áreas y temas conocibles, sino una producción de inteligencias, saberes y realidades distintas. Quizás el derrumbe sin reversa del conocimiento unívoco y objetivo de la realidad se deba a la antropología. La sociedad de los bárbaros no era salvaje en el sentido de estar desprovista de lógicas de funcionamiento, organización productiva, relaciones familiares, prácticas médicas, relaciones de poder, adaptación al entorno, desarrollo tecnológico y de destrezas, gustos estéticos, historia, códigos morales … y hasta sentido del humor (Clastre, 2009). Solo que sus lógicas de funcionamiento eran diferentes a la sociedad del antropólogo, es decir, a la Noroccidental. Las percepciones de la realidad, de la vida, la enfermedad y la muerte, de la felicidad, la sexualidad, el miedo, la angustia, la espiritualidad, la moral, lo permitido y lo prohibido, lo inhibido y lo estimulado, el sentido de la representación y la puesta en escena, el arte, la mediación, la ley, una certeza sobre el orden y un miedo al desorden, el aquí y el más allá, todo estaba allí en el mundo de los salvajes, pero con otros sentidos, organizado de manera similar, pero diferente. No se trata solo de admitir que existen otras sociedades y otras realidades, tan objetivas las unas como las otras y conocibles mediante artefactos conceptuales objetivos, sino que cada realidad está organizada según como se le percibe y al revés, quien la vive la percibe según las lógicas de cómo está organizada. Lo que una sociedad conoce de otra puede sencillamente ser la aplicación de su propia cosmología cultural (por ejemplo, la del conquistador español frente al indio americano), o puede tratar

de comprender las lógicas mismas del otro. Entonces entenderá que la realidad para el otro está totalmente imbricada a las maneras de cómo ésta es percibida, es decir, construida (Ortiz, 2003). El ciclo está cerrado, representación y realidad no están mediadas por un conocimiento objetivo, sino participativo. Esta perspectiva es diferente de aquella que alega que todo lo que se diga sobre una realidad se hace desde un discurso, es decir, desde un conjunto cultural de significados, y que por lo tanto, lo que se puede decir, debatir y cambiar no es la realidad, sino los discursos sobre la realidad. (Cabrera, 2001). Este argumento sitúa la realidad por fuera de la enunciación, lo que a nuestro juicio es, solo en apariencia, una posición creacionista muy fuerte a favor de una concepción subjetiva del conocimiento y en contra de la tradición objetivista. La postura que aquí se defiende es que los universos de significados no solo interpretan e interactúan con la realidad, sino que la crean en un sentido fuerte. Finalmente, una literatura contemporánea nos ilustra con suficiencia otra faz de la subjetividad del conocimiento, aquel que proviene de la posición social y cultural de las personas. No se refiere únicamente a como cada persona vive, siente y se sitúa en una realidad, sino a una supuesta especificidad del conocer que sería propia de las maneras del ser colectivo en el mundo, tales como la condición femenina, étnica, de minoría explotada o de las generaciones. 5. La condición posmoderna En este ensayo hemos optado por tratar la posmodernidad como una condición y no como una opción intelectual, estética o política determinada. Dicha condición aparece como un conjunto de transformaciones socio políticas en las que cambian actores, expectativas, prácticas y acepciones sobre la democracia, el Estado y la sociedad misma. También, nos hemos referido a la condición posmoderna como un alegato contra concepciones culturales y epistemológicas que, si bien ocurren en ambientes materiales propicios, tienen en los debates académicos y en el desarrollo disciplinar la sistematización de las críticas y la oferta de interpretaciones diferentes sobre el conocimiento y el devenir. No por ello pensamos que la posmodernidad sea un fenómeno circunscrito a los salones académicos de los países del capitalismo desarrollado y a las escasas elites intelectuales de los países dependientes. Es insostenible una determinación causal, unidireccional y univoca entre transformaciones sociales, políticas y económicas, con los paradigmas intelectuales y las subjetividades culturales. Lo que sabemos es que existen siempre relaciones que no se orientan en las mismas direcciones, con parecida intensidad y sentidos. Relaciones existen, determinaciones no. ¿Cuáles acontecimientos concurren en nutrir la condición posmoderna? Resaltamos aquí dos vertientes, una disciplinar y otra socio política. Los más excelsos pensadores y las teorías sociales y científicas modernas han socavado, desde adentro, aspectos centrales del núcleo conceptual primario. El estructuralismo se encargó de demostrar la fuerza apabullante de las grandes determinaciones económicas, sociales, políticas y culturales que limitan considerablemente la libertad de autodeterminación de la acción individual y colectiva (Marx, Weber, Levy Strauss). El sicoanálisis pone al descubierto la

imposibilidad de la plena autoconciencia individual, así como la quimera de la acción plenamente entendida y autogobernada, debido a la existencia del inconciente y de las pulsiones (Freud), así como a formas de ser arquetípicas comunes en diferentes momentos históricos y culturas (Jung). La antropología, como ya señalamos, se encargó de ilustrar las lógicas culturales particulares que moldean y dan sentido al ser, el pensar y el actuar de individuos, grupos y de la sociedad en su conjunto. El hombre es ahora necesariamente pasional e interesado, no controla su propia vida porque se encuentra atrapado en estructuras materiales que coartan su accionar, además de estar preso de un universo de significación cultural que no maneja, que muta y que no es el único posible. El conocimiento es asumido en mayor grado como un conjunto de convenciones, enmarcadas en luchas por el poder, y dentro de universos de significación culturales contingentes. Se ha desvanecido la asociación entre conocimiento objetivo, auto conciencia y acción plenamente libre y desatada de condicionantes. La modernidad ha perdido su inocencia y en esta circunstancia se vuelve mucho más modesta. Reconoce, por ejemplo, que su acción sobre la naturaleza tiene una enorme capacidad de destrucción que compromete el equilibrio natural y pone en peligro la sostenibilidad de la vida humana. Gran paradoja, la humanidad reconoce que el despliegue de la potencia tecnológica no redime, sino que amenaza y destruye. Las consecuencias son profundas. Los derechos de los hombres tienen por límite las necesidades y lógicas del funcionamiento natural que no controla. ¿Es entonces la humanidad superior a la naturaleza y una civilización basada en la transformación tecnológica de la naturaleza más sabia que una cultura respetuosa de los equilibrios naturales? Cobran así valor ideologías naturalistas. ¿Pero es esta situación un signo de madurez en la que se mantienen las apuestas básicas ahora desprovistas de un ciego fervor y concientes de las enormes dificultades del camino? ¿O, asistimos a un abandono de los fundamentos básicos? ¿Por ejemplo, inhabilitan estas críticas el carácter objetivo del conocimiento? Parcialmente. No, en cuanto a los productos de la razón instrumental, la creación de utensilios, artefactos, y métodos tecno-científicos a partir de los cuales se organizan todas las construcciones humanas. La tecnología invade nuestras vidas al grado que el hombre parece ya tener nueva naturaleza, él y sus utensilios técnicos. Sí, en cuanto a una apresurada relación entre conocimiento, verdad, bondad y belleza. En este punto nos encontramos muy lejos de Platón. Los productos de la razón práctica se encuentran prisioneros de las luchas, usos y pasiones que se anidan en las formaciones económicas, sociales, políticas y culturales. Hasta aquí ninguna ruptura radical con la modernidad. Una buena ciencia con un mal uso. Unos saberes técnico neutros al servicio de quien los domine. Unas armas a favor de quien gane la guerra (Foucault). Pero, y si me pregunto ¿porqué la ciencia y porqué las armas?. A nuestro juicio, habría una verdadera ruptura con la modernidad si al interior mismo de los conflictos inmersos en las construcciones humanas se inocula la negación de las soluciones modernas. Por ejemplo, si en vez de cuestionar la concentración del desarrollo en unas clases contra otras y en unos países contra otros, o en lugar de denunciar las características indeseables del desarrollo contemporáneo, se cuestiona: ¿por qué es mejor y deseable el

desarrollo?. De tal manera se cambia el foco, desde la crítica a las características del desarrollo a la crítica a la necesidad misma del desarrollo. De igual manera, la inquietud no se formularía en contra del poder devastador que adquieren los productos tecnológicos, para oponerle una tecnología blanda, adaptada al medio, limpia, sostenible y a escala humana, sino una crítica al culto a la tecnología y un rechazo tecnológico. En salud, la ruptura no está en las parteras, la medicina homeopática, la acupuntura, la bioenergética, en la medicina neuronal, o en el sin fin de terapias experimentales en boga, sino en el uso generalizado de la brujería, los chamanes y el esoterismo. El rechazo al desarrollo, a la tecno-ciencia y a la razón, no han dejado de existir y no anuncian el fin de la modernidad. Indican dos cosas, que los valores modernos nunca han sido completamente dominantes y sin cuestionamiento y que, ante las promesas incumplidas de la razón instrumental en la superación de las penalidades humanas, se acrecienta el interés por las fuerzas irracionales; pero también, por las razones espirituales, naturalistas y emocionales que esperan domesticar, para algunos, suplantar para otros, la primacía del orden social al racionalismo materialista. Los grandes acontecimientos históricos tienen la facultad de trastocar las subjetividades políticas y culturales, al menos por un tiempo. Al derrumbe de los países del comunismo real se le asocian transformaciones de mucha monta que alimentarían la condición posmoderna. El mundo cesó de estar enfrentado entre dos macro proyectos estructurales alternativos y bipolares, el capitalismo y el socialismo. No es el fin de la historia vociferado por un propagandista del capitalismo victorioso (Fukuyama), sino la emergencia de un orden mundial descentrado, aunque dominado por el sistema capitalista. La sociedad no atraviesa etapas sucesivas de superación, al menos en la organización socio económica existe la reversibilidad. La lucha de clases en tanto centralidad explicativa del cambio histórico es difícil de sostener, pero más frágil es depositar en la racionalidad de una vanguardia, que se define por un antagonismo fracasado contra el capitalismo, el conjunto de las expectativas de democracia y bienestar de la sociedad. El colapso de la vanguardia obrera da un impulso inusitado a la legitimidad de múltiples movimientos y sensibilidades sociales. El comunismo ha sido, con el fascismo, en el siglo xx y xxi, los dos proyectos más ambiciosos de creación de un orden administrado de máxima regulación, control e intervención sobre la pluralidad de acontecimientos económicos, políticos, territoriales, culturales y sociales. Ambos defendieron conjuntos de racionalidades hegemónicas contra el pluralismo, por lo que hoy sirven de contraejemplo que alimentan una alergia a las ofertas de ordenes centrales que todo lo resolverían. La ideología capitalista se siente reconfortada porque considera que la historia refrenda los principios del libre mercado y de competencia política liberal (Fukuyama). El colapso del comunismo refuerza la arremetida ideológica, creciente desde la década del setenta, que intenta fundar el capitalismo en el orden natural y las teorías científicas más avanzadas, en la medida en que estaría gobernado por los mismos principios de la biología, la química, la astronomía y las matemáticas (Sorman). Y si el capitalismo es natural y expresión superior de la racionalidad, también lo son sus lógicas de funcionamiento, es decir, la competencia que genera desigualdad, la

explotación y la dominación por lo más fuertes y la división de la sociedad en clases. He aquí la fuente de la enorme desconfianza que tiene cierta izquierda con la condición y la subjetividad posmoderna: la asocia con el fracaso del comunismo, con el sucesivo envalentonamiento de la ideología neoliberal y sus consecuencias regresivas sobre la equidad, el bienestar y la democracia. Pero, así como el comunismo se vino abajo desde adentro y no por un sabotaje externo, de la misma manera, la condición posmoderna es precedente a la caída del bloque del Este, nace en el seno mismo de la sociedad contemporánea y es, en tanto subjetividad política y estética, la expresión cultural del capitalismo tardío (Jamesson). Solo que además de subjetividad es condición, por lo que es medio a través del cual se reestructuran las luchas, se exploran alternativas e, incluso se replantean las utopías. 6.

Algunas interpelaciones inevitables

Dos pares de conceptos nos han permitido organizar las características de lo que hemos llamado la condición posmoderna: lo particular y lo plural. En la condición moderna se privilegió el análisis de las grandes estructuras sociales, económicas y políticas, para lo cual se construyeron macro explicaciones ordenadas a partir de conceptos y análisis envolventes y generales, que condujeron a sustentar etapas del devenir natural, social e intelectual. Un fuerte sentido de evolución progresiva ordenó diferentes prácticas científicas tanto como canalizó la lucha entre corrientes ideológicas y políticas que se disputaron las mejores opciones para crear un orden administrado general de la economía, la política y la sociedad. En la condición posmoderna re-surge el azar, la incertidumbre y la reversibilidad como fuerzas actuantes en la naturaleza, las transformaciones sociales e incluso en la historia de las ideas. Lo desconocido no es ya la frontera que se estrecha ante el avance inexorable de la ciencia sino fuerza intrínseca de todo suceso. Una vez que se reconoce el peso de lo imprevisible re-aparece la fuerza de lo particular y la desconfianza con la ley universal que todo lo anticipa, lo organiza, lo pondera y lo cosifica en una estructura, tanto natural, social como mental. Si la ley no es más que una recurrencia sobresaliente en condiciones necesariamente cambiantes entonces la realidad en tanto estructura se resquebraja y los artefactos mentales cuestionan la estabilidad y acumulación progresiva de los saberes y las prácticas. El tránsito de lo estructural a la valoración de lo particular, o mejor de las particularidades, tiene muchas interpelaciones sobre la disciplina histórica. Una de ellas es que se aminora la atracción por los meta-relatos estructurales que explican las etapas progresivas de La historia. En cambio se invita a considerar la existencia de historias paralelas, relativas y recurrentes. El tiempo cronológico lineal que tanto aprecian los historiadores se complejiza cuando se reconocen temporalidades múltiples que concurren en cada suceso. En fin, la búsqueda de un sentido general de la historia es retado por el engolosinamiento con la multiplicidad de sentidos actuantes. El segundo concepto que permite una lectura trasversal de la condición posmoderna es el de pluralidad que se desprende de su contario, las grandes entidades singulares: Razón, Conciencia, Estado, Clase social. Muchos ensayos contemporáneos, no necesariamente dentro de las escuelas académicas que

pontifican sobre el método histórico lícito, abandonan interpretaciones que acuden a una razón en la historia a cambio de apreciar múltiples racionalidades. En vez de la conciencia por origen o trascendencia se resaltan sensibilidades y subjetividades plurales. Ya es difícil encontrar lecturas sobre el Estado en tanto entidad monolítica y sujeto con voluntad y racionalidad, más bien se privilegia el análisis de mezcladas relaciones entre las redes estatales, sociales y políticas, así como se estudian múltiples y contradictorias funciones estatales. Los análisis de la clase social ceden ante el atractivo por las diferentes posiciones del sujeto, los movimientos sociales e identidades plurales dentro de grupos y organizaciones. Las grandes singularidades han perdido su magnificencia y coherencia interna. Todo aparece ahora más incompleto, poroso, plural y difícil de reducir a la singularidad. ¿Pero, es la condición posmoderna un estado mental, la expresión -angustiada en unos y venturosa en otros- de la crisis de los conceptos y disciplinas académicas tradicionales incapaces de entender una realidad cambiante? Si así lo fuera la posmodernidad sería solo un problema creado por los académicos, porque al campesino solo le interesa si puede recoger una buena cosecha de papa. ¿O, es la condición posmoderna una realidad socio histórica en la que se afecta la organización productiva, la construcción institucional, los referentes mentales y la generación de subjetividades y prácticas sociales. Nosotros consideramos que la condición posmoderna es una situación nueva y una lente desde el cual se miran las cosas diferentemente. Como toda emergencia tiene del ropaje anterior casi todo, pero asoman la cabeza múltiples temas, métodos y preguntas nuevas que requieren otros principios epistemológicos. ¿Qué tan profundos y estables serán los cambios? A nuestro juicio una respuesta pertenece al campo adivinatorio o a lecturas trascendentes capaces de anticipar los acontecimientos futuros, a partir de tendencias presentes. Ambas destrezas nos son totalmente desconocidas.

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