Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos

September 3, 2017 | Autor: Iñigo Galzacorta | Categoría: Filosofía de la tecnología, Modernidad
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Galzacorta, I. (2015): “Inmanencia y transcendencia en la producción de artificios tecnológicos” en Insausti, X. (ed.), Filosofía e inmanencia. Plaza y Valdés, Madrid, pp. 189-234.

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Inmanencia y trascendencia en la producción de artificios tecnológicos Iñigo Galzacorta Universidad del País Vasco UPV/EHU [email protected] * 1. Inmanencia y trascendencia como categorías articuladoras de la filosofía contemporánea Parece ampliamente aceptada la tesis según la cual un rasgo constitutivo de la modernidad radica en que en ella, por decirlo con palabras de Hans Blumenberg, «la trascendencia se debilita mientras la inmanencia se fortalece» (Blumenberg, 1986: 245). El tiempo nuevo que llega con la modernidad se caracterizaría así por cierto rechazo o negación de la trascendencia, de lo trascendente, y, por lo tanto, por una consecuente afirmación del polo opuesto, de la inmanencia, de lo inmanente 1. Si épocas pasadas se habían caracterizado por la postulación de un «más allá» como garante y sostén del sentido y la inteligibilidad de la existencia, los tiempos modernos se distinguen por un creciente rechazo de entidades o metas trascendentes, por la progresiva asunción de un «marco inmanente» como horizonte de vida y de conocimiento (Taylor, 2007: 539 y ss.). En este sentido, por ejemplo, en el mundo moderno la vida social y cultural no se constituyen ya, como lo hacían en épocas pasadas, en una «fundación trascendente», esto es, en constante referencia a y dependencia de un acontecimiento situado en un «más allá» espacial o temporal (Taylor, 2006: 214 y s.), sino en un plano puramente secular, inmanente, en el que son los propios agentes humanos quienes establecen, por sí mismos y conforme a su propio interés, su propia constitución (Taylor, 2006: 15 y ss.). De manera similar, en este nuevo «marco inmanente» moderno, el «yo poroso» (porous self) característico de tiempos antiguos, dependiente de y subordinado a fuerzas externas y ajenas, sean éstas divinas o demoníacas, da lugar a un «yo amurallado» (buffered self), un sujeto «independiente» y «auto-responsable», «capaz de controlar sus propios procesos de pensamiento» y de «rechazar las fáciles comodidades de la autoridad, de los consuelos del mundo encantado» (Taylor, 2007: 559). El hombre moderno «se mueve en un espacio socialmente construido», un marco que «se constituye en un orden “natural” que debe contrastarse con uno “sobrenatural”, un mundo “inmanente”, frente a un posible “trascendente”» (Taylor, 2007: 542).

* Este trabajo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación “El inmanentismo como categoría filosófica articuladora de la filosofía actual” (EHU12/23). 1 Al respecto, cfr., por ejemplo, además del ya citado Blumenberg, 1986, Blumenberg, 1962 y Taylor, 2006.

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Pero el rechazo de la «trascendencia» y la consecuente afirmación de la «inmanencia» no sólo juegan un papel central en el desarrollo social y cultural moderno. También en la filosofía moderna y contemporánea la noción de inmanencia ha devenido un concepto central. Por lo menos desde que Kant distinguiera entre un uso «inmanente» y «trascendente» de los principios, esto eso, entre un uso de éstos que se mantiene dentro de los límites de la experiencia posible y un uso que trasciende, que va más allá de estos límites (Kant, KrV, A 295 y s., B 352), la noción de «trascendencia» ha sido en buena medida asociada a los atavismos metafísicos que la crítica filosófica debía tratar de dejar atrás y la «inmanencia», por tanto, ha pasado a ser una noción filosófica acorde a los nuevos tiempos 2. Por ello, no es de extrañar que algunos de los autores más relevantes de la filosofía de las últimas décadas, como Gilles Deleuze, Michel Foucault o Giorgio Agamben, hayan tratado de desarrollar una filosofía acorde con esta exigencia de «no trascendencia», acorde con esta exigencia de permanencia en y fidelidad a un «plano de inmanencia» 3. Por eso, en este contexto, no deja de resultar significativo que algunos de los más importantes pensadores de los últimos tiempos, como por ejemplo Heidegger, Derrida o Levinas, hayan reivindicado la noción de «trascendencia» como categoría central en sus respectivos proyectos filosóficos 4. Y esto, ciertamente, no para retornar a posiciones metafísicas anteriores o para reivindicar un nuevo «más allá» que volviera a funcionar como garante de sentido o fundamento de inteligibilidad. Por el contrario, una característica común al planteamiento todos estos autores es que a través de la noción de «trascendencia» han buscado señalar la importancia de cierta dimensión de «exterioridad» o «alteridad», de cierto «fuera de sí» constitutivo y constituyente de la experiencia misma, pero que, según la reivindicación de estos autores, ha resultado sistemáticamente negada por algunas de las posiciones filosóficas ligadas a la hegemonía moderna del horizonte de la inmanencia. Ciertamente, tal y como ha señalado Daniel W. Smith en un análisis sobre la confrontación entre Deleuze y Derrida en relación a los diferentes usos de estas nociones como categorías articuladoras de sus respectivas concepciones de la labor filosófica contemporánea (Smith, 2007), estas formas en ocasiones contrapuestas de abordar y utilizar las categorías de inmanencia y trascendencia en la filosofía contemporánea dependen, en buena medida, de la pluralidad de usos y significados, en ocasiones no exentos de cierta ambigüedad, que estos conceptos han tenido a lo 2 Sobre la historia de la noción de «inmanencia» como concepto filosófico cfr. Oeing-Hanhoff, 1976. Sobre el uso kantiano de la noción de «inmanencia» y su importancia en la filosofía posterior, cfr. Rölli, 2004. 3 Sobre la importancia de la noción de inmanencia en la filosofía de las últimas décadas cfr. Agamben, 2008. 4 Sobre la existencia en la filosofía contemporánea de dos grandes líneas de pensamiento separadas por el papel que las categorías de «inmanencia» y «trascendencia» juegan en sus respectivos proyectos, cfr. Agamben, 2008.

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largo de la historia de la filosofía 5. Sin embargo, estas formas divergentes de valorar y utilizar estas categorías como elementos claves y articuladores de propuestas filosóficas que, por otro lado, quizás no difieren tanto entre sí, no se debe tan sólo a que en ellas resuenan diferentes modos de usar y entender dichos conceptos. Además de esto, encontramos dificultades que tienen que ver con la cosa misma que requiere ser pensada. Esta disputa soterrada entre defensores de la «inmanencia» y defensores de la «trascendencia» quizás no sea sino un indicio de la dificultad de superar algunas de las dicotomías procedentes de la tradición metafísica occidental mediante una mera inversión, mediante una mera la negación de uno de sus elementos y la afirmación de su contrario. Ciertamente, una noción de trascendencia como la que se ha manejado a lo largo de la tradición metafísica ya no es reivindicable. Ya no hay entidad trascendente alguna que pueda servir como garante del sentido de la existencia y fundamento de inteligibilidad del mundo. Estamos condenados a pensar y a vivir en este mundo y por nosotros mismos, y debemos rechazar cualquier intento de mitigar esta situación mediante la postulación de entidades trascendentes que prometan unas garantías y un sentido que ya no es posible, quizás ni siquiera deseable. Pero al mismo tiempo, tenemos que reconocer que la experiencia humana no es inmanente a sí misma, que estamos atravesados por una alteridad, un más allá de nosotros que, sin embargo, es constitutivo de nuestra propia experiencia y de nuestra forma de estar en el mundo. Por eso, en este contexto, no resulta sorprendente que algunos pensadores contemporáneos, como por ejemplo Jean-Luc Nancy, tratando de hacer frente a este estado de cosas hayan esbozado categorías como la de «trasinmanencia» (Nancy, 1994: 62) en un «intento de inscribir la trascendencia … en la misma inmanencia» (Nancy, 2003: 89). Las páginas que siguen pretenden inscribirse en esta línea de trabajo. Asumimos la inmanencia como único punto de partida, y también de llegada, desde el que es posible pensar. La filosofía no puede ya pretender recurrir a ningún tipo de entidad o facultad trascedente que sirva para dotar a la existencia de una seguridad y una consistencia que ya no es posible, y acaso tampoco deseable. Sin embargo, esa inmanencia está constantemente expuesta a un «fuera de sí», a una «alteridad» que la trasciende y que resulta como tal constitutiva y constituyente de esa experiencia

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Así, por ejemplo, como muestra Smith, en el trasfondo de tanto el recurso deleuziano a la inmanencia como del derridiano a la trascendencia encontramos el intento de desarrollar un pensamiento que supere la metafísica de la «subjetividad». En el caso de Derrida, la trascendencia señala a un «más allá» o «fuera de» una subjetividad que se ha sido concebida como inmanente a sí misma. En el caso de Deleuze, la inmanencia señala a una inmediatez inmanente del flujo de la experiencia ajena a un yo trascendental que se concibe a sí mismo como trascendente al pura flujo de la experiencia. En este sentido, señala Smith, «se puede decir que hay dos formas a través de las cuales uno puede poner en cuestión el estatus del sujeto trascendental …: recurriendo tanto a la trascendencia de lo otro como a la inmanencia del flujo de la experiencia» (Smith, 2007: 47)

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inmanente. Ésa es la situación ante la que se encuentra hoy en día el hombre moderno: arrojado a sí, pero al mismo tiempo expuesto a y atravesado por un fuera de sí; responsable de sus actos, pero al mismo tiempo abrumado por la carga del exceso que atraviesa esos actos; creador de orden social y de cultura, pero al mismo tiempo impotente ante el curso de unas creaciones que en ocasiones se sorprende en llamar suyas. Para rastrear el modo en que esta singular forma de trascendencia atraviesa nuestra inmanencia recurriremos al análisis de la producción de artificios tecnológicos. Será en el análisis del modo en que el ser humano se relaciona con sus propios artificios e invenciones donde buscaremos precisar algunos de estos elementos que parecen cuestionar y trascender el horizonte de la inmanencia, sin que, sin embargo, esa trascendencia nos lleve u otro lugar que a la inmanencia de la que no podemos ni queremos huir. Pero para ello primero debemos precisar cómo entendemos ese marco inmanentista que se extiende con la modernidad y que con nuestras reflexiones sobre la producción de artificios tecnológicos queremos contribuir a cuestionar. 2. Inmanencia y producción del hombre por sí mismo En un breve texto titulado La comunidad desobrada Jean-Luc Nancy sostiene que lo que allí él denomina «inmanentismo» constituye el «horizonte general de nuestro tiempo» (Nancy, 2001: 16). O, seamos algo más precisos, que ese «horizonte general de nuestro tiempo» está constituido por cierta forma de «totalitarismo» que, en la medida que con ello se trata de aludir a un fenómeno más amplio y fundamental que «el tipo de sociedades o de regímenes» que habitualmente se agrupan bajo este término, «tal vez sería mejor denominar “inmanentismo”». En este sentido, según los análisis de Nancy, tanto estas sociedades o regímenes políticos que habitualmente calificamos como totalitarios, como «también las democracias y sus frágiles parapetos jurídicos» participarían de este horizonte común de «inmanentismo» (Nancy, 2001: 16). El «inmanentismo» constituye de este modo, en tanto que «horizonte general de nuestro tiempo», la forma en que un amplio espectro de movimientos sociales, culturales y políticos contemporáneos concibe sus aspiraciones y sus posibilidades, sus ideales y sus metas, la forma en que – avancemos una cuestión sobre la que en seguida volveremos – el hombre moderno se relaciona consigo mismo Según Nancy el elemento fundamental de ese «inmanentismo» que constituye el horizonte general de nuestro tiempo radica en el hecho de que en él el ser humano se concibe a sí mismo como un ser «que produce por esencia su propia esencia como obra» (Nancy, 2001: 15). En este sentido, observa Nancy, vivimos en una época conformada por el horizonte que surge de «una inmanencia absoluta del hombre al hombre – un humanismo» (Nancy, 2001: 15), una época en la que a la

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pregunta «¿qué puede ser modelado por los hombres?» inmediata y espontáneamente respondemos, con Herder, «[t]odo. La naturaleza, la sociedad humana, la humanidad» (citado en Nancy, 2001: 16). El inmanentismo se presenta así como índice para apuntar a un humanismo según el cual el ser humano se concibe a sí mismo como producto de su propio producir, un humanismo según el cual el ser humano se comprende a sí mismo al mismo tiempo productor y producto de sí mismo. Conforme a este horizonte de inmanentismo, la vida en sociedad o en comunidad, las formas culturales o vitales, los valores e ideales que constituyen nuestra humanidad son concebidos como resultados de un proceso de producción en el que el ser humano es al mismo tiempo productor y producto, agente y resultado, principio y fin de su hacer. Si, como algunos han señalado, «vivimos en la era de las cosas fabricables» o, más aún, en una era en la que «no existe nada que no sea fabricable» (Marquard, 2000: 75), conforme a este horizonte de «inmanentismo» la propia humanidad, esto es, su historia, su vida en sociedad o en comunidad, sus valores y concepciones del mundo, incluso su propia naturaleza, se convierten en algo fabricable, producible por aquel mismo agente que es el resultado de ese mismo producir 6. Pero, ¿en qué sentido cabe llamar «inmanentismo» a este régimen de sentido, a este horizonte «humanista» según el cual el ser humano es producto y productor de sí mismo? O, digámoslo de otro modo, ¿a qué apunta la noción de «inmanencia» en este contexto? ¿Cuál es el significado de este término y qué puede aportar con vistas a comprender aquello a lo que Nancy alude cuando hace referencia a este horizonte de sentido? Como ya hemos apuntado, el sentido de la «inmanencia» como categoría filosófica no es unívoco. La historia de los usos filosóficos del término es ya larga y compleja 7. Pero como veremos, algunos de estos usos pueden ayudar a arrojar cierta luz sobre el uso que Nancy hace de él para caracterizar este modo en que el ser humano concibe su relación consigo mismo y sobre aquello que se pone en juego con la asunción de este horizonte de sentido. Parece haber acuerdo en que la historia del término «inmanencia» tiene su origen en el pensamiento escolástico. Es allí donde se elabora y utiliza la distinción entre una ‘acción inmanente’ 6 La consideración de que el horizonte moderno de «productibilidad tecnológica de todas las cosas» abarca también, de forma esencial, a la historia, la cultura y, por tanto, a la propia humanidad, constituye un elemento fundamental del análisis de la técnica de Heidegger (cfr., p.ej., Heidegger, 1997: 181 y ss.). De forma más o menos directamente influidas por los análisis de Heidegger, Reinhart Koselleck y Hannah Arendt han dedicado brillantes páginas a analizar la importancia en la constitución de la época moderna de ideas como la de la «factibilidad (Machbarkeit) de la historia» (Koselleck, 1993: 253 y ss.) o la de que las «cuestiones humanas» pueden ser dirimidas y controladas conforme al modelo de la «fabricación» (Arendt, 2005: 242 y ss.). También Marquard ha visto en este intento de dominar, producir y fabricar la historicidad humana un rasgo característico de nuestro tiempo (Marquard, 2000: 75 y ss.). 7 Como señala Oeing-Hanhoff en su entrada «Immanent, Immanenz» en el Historisches Wörterbuch der Philosophie, «la historia conceptual, ramificada en diversos significados, de ‘inmanente’ e ‘inmanencia’ todavía no ha sido suficientemente investigada» (Oeing-Hanhoff, 1976: 221).

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y una ‘acción transitiva’, entre una ‘actio immanens’ y una ‘actio transiens’. En este contexto, si la segunda se caracteriza por ser una acción que tiene su fin en un objeto o producto exterior a la propia acción, al propio agente de la acción, la primera se caracteriza por constituir una acción que tiene su fin en sí misma, esto es, por constituir una acción cuyo efecto u obra permanece en el propio sujeto de la acción o en la acción misma como sujeto (Meyer, 1970: 76; Oeing-Hanhoff, 1976: 221) 8. Como es sabido, esta distinción será utilizada, en el contexto del pensamiento escolástico, para tratar de caracterizar y precisar la relación entre Dios y sus propias creaciones 9. Sin embargo, más interesante en nuestro contexto resulta que, como bien señalan los artículos pertinentes del Historisches Wörterbuch der Philosophie, con esta distinción los autores escolásticos no pretendían sino retomar y desarrollar, bien es cierto que en un contexto teológico ajeno al originario, una distinción tematizada en un locus clásico por Aristóteles: la distinción entre praxis y poiesis, entre «acción práctica» y «producción» o «fabricación» (Meyer, 1970: 76; Oeing-Hanhoff, 1976: 221). Pues en efecto, de forma similar a lo que hemos visto en relación a la actio immanens y la actio transiens, si la poiesis es una actividad cuyo fin es un objeto, un producto exterior a la propia acción y al propio agente de la acción, la praxis es una actividad cuyo fin reside en la propia acción 10. Si en la poiesis el fin del agente radica en la producción de un objeto exterior, en la praxis el agente tiene como fin su propia acción o, digámoslo también de otra manera, se realiza a sí mismo mediante la realización de su acción. Y como hemos visto, es justamente éste unos de los significados que parece tener la noción de «inmanencia» tal y como la aplica Nancy en la caracterización del régimen de sentido propio de nuestro tiempo: en el horizonte inmanentista el ser humano se ve a sí mismo al mismo tiempo productor y producto de sí mismo. En este sentido, en la constante búsqueda de convertirse a sí mismo en un producto de su propio hacer, el ser humano se entrega a una acción inmanente: él mismo se convierte en un producto inmanente de su propio producir. Como veremos, esta clara distinción y las posibles relaciones que se establecen entre poiesis y praxis, entre una actio transiens que tiene su fin en la producción de un objeto exterior y una actio inmanens que se tiene en el agente el fin y la culminación de la acción, jugará un papel importante en nuestra discusión acerca de los límites de este horizonte inmanentista. Sin embargo, para comprender aquello que está en

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Y este es justamente el sentido etimológico del término: in-manere es tanto como «permanecer dentro de». Será también este el sentido en el que todavía utilice Spinoza el término «inmanencia»: frente a un Dios trascendente que produce un mundo exterior a él, el Dios de Spinoza es causa inmanente del mundo en la medida en que él y su creación son una y la misma cosa: Deus sive Natura (Cfr. Oeing-Hanhoff, 1976: 223). 10 Al respecto, cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VI, 4, 1140a 1-17; VI, 5, 1140b 6 y ss. 9

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juego en la caracterización por parte de Nancy del horizonte de nuestro tiempo como «inmanentismo» aún debemos tomar en consideración otro uso filosófico del término «inmanencia». No en vano, resulta significativo comprobar que Nancy relaciona en su texto este horizonte inmanentista con la metafísica de la subjetividad o del «para-sí absoluto» (Nancy, 2001: 17), con la idea un sujeto «autárquico» que no sólo se quiere producir a sí mismo, sino que al mismo tiempo se concibe como dueño y señor, garante y fundamento de ese proceso de producción del que él es al mismo tiempo principio y fin. Con ello, Nancy parece poner en conexión la noción de «inmanencia» con otro de los momentos decisivos en la historia de este concepto: su adopción en el idealismo alemán como uno de los principios en que se sostiene la metafísica del sujeto absoluto. En efecto, si el uso del término inmanencia aparece marcado en los primeros siglos de su historia por esta distinción entre una acción inmanente y una acción transitiva, el uso filosófico de la palabra experimenta un cambio de la mano de la filosofía de Kant (Oeing-Hanhoff, 1976: 224). En el contexto de su filosofía transcendental, el término «inmanente» se refiere a aquel uso de la razón que «se mantiene dentro de los límites la experiencia posible» (Kant, KrV, A 295 y s. B 352). Por el contrario, «trascendente» es aquel uso de los conceptos y de la razón que se aventura más allá de estos límites, que los trasciende para ir más allá de los límites establecidos por las condiciones de posibilidad de la experiencia. Será a partir de este significado que Fichte dará una nueva vuelta de tuerca al uso filosófico de esta noción de inmanencia. Su sistema, dirá Fichte, es un «criticismo inmanente». Y es «inmanente», precisará, «porque pone todo en el yo». Por el contrario, añade, aquella filosofía que «va más allá del yo», aquella filosofía que «pone enfrente y equipara algo (por principio incognoscible) al yo en sí», no puede ser calificada sino como un dogmatismo «trascendente» (Fichte, Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre; cfr. Oeing-Hanhoff, 1976: 224). De este modo, el denominado «principio de inmanencia» se constituye como uno de los principios de la metafísica moderna de la subjetividad: en tanto que el ser humano, o mejor dicho, la autoconciencia del ser humano se concibe como el sub-iectum, en tanto que no puedo dejar de pensar todo aquello que es como mi representación, la realidad debe ser concebida como inmanente a un pensamiento que se reconoce y se quiere a sí mismo como el sujeto 11. En este sentido, en esa concepción del ser humano como producto de su propio producir que según Nancy configura el horizonte general de nuestro tiempo, no sólo resuena la vieja distinción 11 También la denominada «filosofía de la inmanencia», de corte positivista, defendida por autores como Kauffmann y Schuppe en su Zeitschrift für immanente Philosophie convertirán en principio de su filosofía la identificación entre «ser real» y «ser consciente» (cfr. Oeing-Hanhoff, 1976: 228).

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entre una acción transitiva y una acción inmanente, sino también esa moderna metafísica inmanentista de la subjetividad que concibe al yo o a la conciencia como «subiectum», como aquello que subyace a toda representación y a toda acción y por tanto es determinante de la forma de la realidad. De la misma manera que el principio de inmanencia «pone todo en el yo», esto es, coloca al yo, a la conciencia, al pensamiento, como principio y fundamento de todo ser, el inmanentismo al que Nancy alude como horizonte de nuestro tiempo coloca al ser humano en tanto que agente consciente como principio y fundamento del proceso de producción de su propio ser. En este sentido, el ser humano no sólo es concebido como producto y productor de sí mismo, sino que, además, ese producir es concebido como algo inmanente y autárquico. Ese proceso es puesto por él y gobernado por él de forma consciente. Es la conciencia humana, el ser humano en tanto que subiectum de su propio hacer, quien subyace a y pone en marcha, quien rige y gobierna esa producción de su propia esencia, esa producción y realización de sí mismo. Así, es esta singular acción inmanente gobernada por el principio de inmanencia, esta singular producción de sí mismo en la que el sujeto y objeto se identifican, en la que el sujeto no sólo se produce a sí mismo sino que gobierna desde sí y por sí el proceso de autoproducción, lo que, según Nancy configura el horizonte de nuestro tiempo, el horizonte que sostiene, sin que seamos siempre totalmente conscientes de él, una amplia diversidad de proyectos políticos, sociales y culturales modernos. En su trabajo, Nancy desarrolla la noción de «comunidad desobrada» para tratar de señalar cierta dimensión constitutiva de nuestra existencia y que, en tanto que excede los límites de ese horizonte inmanentista, exige de algún modo el cuestionamiento y la revisión de ese marco. Nuestro propósito aquí también radica en tratar de cuestionar ese horizonte inmanentista, en tratar de mostrar una dimensión que, como veremos, resulta esencial dentro de ese marco pero que, sin embargo, lo excede – lo «trasciende» –situándonos ante sus límites. Pero para hacerlo recorreremos otro camino. Como hemos señalado, un rasgo fundamental de ese horizonte general de nuestro tiempo radica en que en él el ser humano se concibe a sí mismo como producto y productor de sí mismo, como un ser «que produce por esencia su propia esencia como obra» (Nancy, 2001: 16; el subrayado es mío), que la propia «humanidad», la propia «sociedad humana» es concebida como algo «moldeable» y por tanto fabricable. Así, si, como hemos visto, la poiesis, la producción o fabricación de objetos u obras, se concebía en su origen en oposición a la acción inmanente, a la acción cuyo fin no es un objeto externo, sino la propia acción en la que el agente queda definido, resulta cuando menos significativo comprobar que un rasgo característico de nuestro tiempo radica en la utilización de una

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serie de términos procedentes de la fabricación, de la producción de artificios, de la acción técnica, para conceptualizar y apropiarse de la esfera de la praxis, de la acción en la que los seres humanos nos convertimos aquello que en cada caso somos. Si creemos a quienes, como Hannah Arendt, han llamado la atención sobre este trasvase de categorías e intuiciones tomadas de la esfera de la fabricación y producción de artificios a la esfera de la acción y los asuntos humanos, detrás de este movimiento encontramos el intento de dotar a estos asuntos humanos, constitutivamente atravesados por la fragilidad, imprevisibilidad e incontrolabilidad, algunas propiedades características de la técnica y de la producción. Como señala Arendt, el resultado de la fabricación de un objeto técnico «es un producto tanglible» y, por lo tanto, «su proceso tiene un fin claramente reconocible» (Arendt, 2001: 222). Por el contrario, la praxis, la acción en la que los seres humanos nos revelamos como aquello que en cada caso somos, se caracteriza por poner en marcha toda una serie de procesos de los que uno puede conocer el inicio, pero nunca el fin; toda una serie de tramas e historias que nos constituyen, pero que están radicalmente atravesados por la fragilidad, imprevisibilidad e ingobernabilidad; una serie de procesos, tramas e historias en los que «como máximo podemos aislar al agente que puso todo el proceso en movimiento», pero en los que «aunque este agente sigue siendo con frecuencia el protagonista … nunca nos es posible señalarlo de manera inequívoca como el autor del resultado final de la historia», una serie de historias en las que quedamos constituidos como aquello que somos, pero que «no son productos, propiamente hablando» (Arendt, 2001: 213). De ahí la tentación, presente según Arendt en el pensamiento político occidental por lo menos desde Platón, pero que alcanza su máxima expresión en la modernidad, de «introducir en la trama de las relaciones humanas las categorías, mucho más cálidas y dignas de confianza, inherentes a las actividades en las que nos enfrentamos a la naturaleza y construimos el mundo del artificio humano» (Arendt, 2001: 250) 12. En las páginas que siguen trataremos de mostrar la futilidad de este intento de domeñar el carácter constitutivamente abierto, imprevisible e incontrolable de la acción humana, de los procesos y las historias por las que éste deviene aquello que es; y, por tanto, la imposibilidad de «fabricar» o «producir» sociedades, formas culturales o valores, de que el ser humano «produzca» su propia humanidad como «obra». Y lo haremos examinando cómo algunas de las reflexiones filosóficas contemporáneas acerca de la fabricación de artificios, de la producción de objetos tecnológicos, han

12 Sobre el papel que categorías tomadas de la esfera de la «producción» y «fabricación» tienen en cuestiones relacionadas con la esfera de la política, la cultura o la historia, se puede leer también Koselleck, 1993 y Marquard, 2000.

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cuestionado algunas de las categorías que tradicionalmente se han atribuido a estos procesos de producción tecnológica. Como veremos, los resultados de estas reflexiones acerca del modo en que el ser humano se relaciona con sus propios productos tecnológicos nos van a servir para cuestionar los elementos con los que hemos caracterizado ese horizonte «inmanentista» al que Nancy señala como distintivo de nuestro tiempo. Si se ha tratado de aplicar el modelo de la poesis, de la fabricación técnica, por su firmeza y seguridad, por constituir un proceso con un claro final, un objeto exterior y tangible, veremos cómo la distinción entre la fabricación de objetos exteriores y la acción por la que el ser humano se convierte en aquello que él es queda cuestionada. En la producción de objetos técnicos nos producimos a nosotros mismos (la poesis es una actio inmanens) y, por lo tanto, el propio «producir» técnico pone en marcha todos esos procesos e historias de los que decíamos que, propiamente hablando, ni ningún humano puede considerarse su «autor» y, por lo tanto, tampoco pueden considerarse nuestros «productos». La producción de artificios tecnológicos introduce así constantemente un elemento de trascendencia, de alteridad o de exterioridad, en la constitución de nosotros mismos. Un elemento que muestra que el ser humano nunca puede ser el subiectum de un proceso de autoconstitución que se concibe como inmanente a sí mismo. No cabe, por tanto, seguir pensando desde «una inmanencia absoluta del hombre al hombre», no cabe seguir pensando desde un «humanismo». Pero para ello primero debemos examinar cuál ha sido la concepción tradicional desde la que se ha conceptualizado la producción de artificios tecnológicos. Pues, como veremos, será el cuestionamiento de cierta visión hegemónica y «cuasi-natural» de las relaciones entre el ser humano y sus productos tecnológicos lo que nos va a permitir ir desarrollando los elementos necesarios para cuestionar ese horizonte de «inmanentismo». 3. Producción tecnológica y dominio del mundo: la concepción antropológicoinstrumental de la técnica Suele haber acuerdo entre quienes se dedican a la reflexión filosófica sobre la tecnología en que nuestra visión de la tecnología y de nuestra relación con nuestros productos tecnológicos está marcada por cierta concepción heredada y hegemónica que el hombre moderno, desde el ciudadano de a pie hasta el ingeniero o político encargado de dirigir el proceso de desarrollo tecnológico, asume por lo general de una forma espontánea como lo más obvio y natural (Feenberg, 2003; Latour, 2001; Winner, 1979; Heidegger, 2002). Siguiendo a Heidegger, denominaremos este horizonte habitual de

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comprensión de la relación entre el ser humano y sus creaciones y artificios, la concepción «antropológico-instrumental» de la técnica (Heidegger, 2002, 6). Hay también acuerdo entre los autores que hemos citado en que esta visión de la tecnología y de la producción de artificios tecnológicos que asumimos de forma espontánea se sostiene en dos premisas fundamentales. En primer lugar, la premisa de la «neutralidad» axiológica de la tecnología. En segundo lugar, la premisa de la «gobernabilidad» de la técnica (Feenberg 2003; Latour 2001; Winner 1979; Heidegger 2002). Según la primera de estas premisas, la tecnología, los artificios tecnológicos, constituyen objetos axiológicamente neutrales. Ciertamente, se acepta que la tecnología, los productos y artificios tecnológicos, plantean problemas morales, pero conforme a esta visión de «sentido común» se considera que lo que plantea estos problemas no es tanto la tecnología en sí cuanto el uso que nosotros, los seres humanos, hacemos de ella. El uso que nosotros, los humanos, decidimos hacer de ella. Como se suele repetir para ilustrar esta tesis, «las pistolas no matan, matan las personas» (Latour, 2001: 211). Los artificios tecnológicos son objetos, y como tales no tienen «fines». Por supuesto éstos pueden ser instrumentalmente utilizados por los humanos como «medios» para alcanzar sus fines de manera más efectiva, más eficaz. Pero, en cualquier caso, los fines son propios, de los humanos, no de los objetos. En este sentido, podemos usar un arma para matar, pero también para cazar o para defendernos; y ella no tiene ningún tipo de preferencia moral a la hora de servir a un fin u otro. Podemos utilizar las tecnologías de la información con fines represivos, pero también con fines libertarios; y es un problema estrictamente humano cómo sean utilizados estos objetos que como tales son «neutrales», no tienen ningún tipo de preferencia moral. Los artificios tecnológicos que el ser humano produce pueden ser utilizados como «medios», como «instrumentos» para alcanzar sus «fines», pero, como hemos dicho, estos fines son propios de los humanos, no de los objetos. Éstos, en tanto que simples medios o instrumentos, no añaden ni restan nada a estos fines, son moralmente neutrales, están «libre de valores». En este sentido, el objeto, en tanto que instrumento para la consecución de algún propósito humano, constituye «un transmisor neutral de la voluntad que no añade nada a la acción y que desempeña únicamente el papel de vía de conducción pasiva, una vía por la que, con idéntica facilidad, puede fluir tanto el bien como el mal» (Latour, 2001: 211). Los artificios tecnológicos pertenecen a la esfera de los objetos, exteriores, que esperan dócilmente a ser utilizados conforme a nuestros propios fines. Por el contrario, los fines alcanzados mediante estos artificios pertenecen al ámbito de lo humano, de lo cultural o de lo social, en

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cualquier caso no a la de lo objetual. Los fines son establecidos por individuos, sociedades o culturas, en cualquier caso por nosotros, los humanos, no por los objetos. Aquello que se haga con estos productos tecnológicos depende de fines, propósitos y valores establecidos en otros ámbitos ajenos a la propia producción y fabricación de objetos tecnológicos (Feenberg, 1991: 5). Pero como hemos señalado esta concepción antropológico-instrumental de la tecnología se sostiene sobre otra premisa: la consideración de que el ser humano, en tanto que es quien diseña y produce los artificios tecnológicos, domina y controla el desarrollo tecnológico, que la innovación tecnológica, por lo tanto, es gobernada y dirigida por el hombre. La naturalidad con la que aceptamos esta idea no debería sorprendernos en exceso. Al fin y al cabo, si, desde sus orígenes mismos, el desarrollo de artificios tecnológicos a tenido una finalidad, ésta ha consistido en la realización de nuestro deseo de ampliar y expandir nuestro dominio sobre el mundo. Y, en efecto, gracias al desarrollo de la tecnología el ser humano ha logrado incrementar su capacidad para intervenir eficazmente en el mundo y disponer a su voluntad de él hasta límites insospechados. Y si la tecnología nos ayuda a dominar el mundo, resulta palmario que, por supuesto, somos nosotros quien dominamos ese proceso de creciente dominio. Como es evidente, detrás de todos los procesos de diseño, producción e implementación de artificios tecnológicos siempre encontramos una serie de agentes humanos que toman decisiones conscientes, generalmente en base a minuciosas planificaciones y cálculos, acerca de los efectos de estos nuevos artificios y del curso a seguir en el desarrollo de nuevas tecnologías. Se puede discutir acerca de quiénes son realmente los agentes que controlan esos procesos y de a qué tipo de intereses y finalidades políticas o económicas responden. Puede ser que estos procesos estén en manos de unas élites que buscan la satisfacción de sus propios intereses. En consecuencia,

este desarrollo puede aparecer como una imposición, como una

dinámica que nosotros no dominamos, pero no por principio, sino por el simple hecho de que aún no se han desarrollado los mecanismos democráticos y participativos necesarios para que el proceso de innovación tecnológica realmente esté bajo control, en nuestras manos. En cualquier caso, lo que queda fuera de toda duda es la obviedad de que, más allá de quiénes sean en concreto los agentes que efectivamente controlan ese proceso, el desarrollo de la tecnología está siempre bajo el control de los seres humanos. Por supuesto, se acepta que en muchas ocasiones los efectos de los artificios desarrollados pueden ir más allá de los inicialmente calculados y que, por lo tanto, una innovación tecnológica puede producir consecuencias no previstas ni deseadas por los agentes que los diseñaron. Pero esto no deja de ser, según esta concepción antropológico-instrumental de la técnica, un simple

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fallo técnico, es decir, un error subsanable mediante una mejora en los cálculos necesarios para que los efectos de nuestras tecnologías queden realmente bajo nuestro control. Los artificios técnicos son meros medios, meros instrumentos para alcanzar de forma más eficaz nuestros fines. Y como medios o instrumentos, en la medida en que estén bien diseñados, ellos están a nuestro servicio y, por lo tanto, bajo nuestro control. En este sentido, la producción de artificios tecnológicos puede tener efectos positivos o negativos, agradables o desagradables, pero en cualquier caso los responsables de esos efectos son los humanos y, por lo tanto, la posibilidad de una alternativa también estará siempre en sus manos 13. Sin embargo, pese a la naturalidad con la que aceptamos esta visión antropológicoinstrumental de la producción de artificios tecnológicos, en la reflexión filosófica contemporánea acerca de la tecnología estas dos premisas han sido ampliamente cuestionadas. Tanto la concepción de una tecnología axiológicamente neutral – y la distinción entre «medios» y «fines» en que ésta se sostiene – como la asunción de que el ser humano gobierna el desarrollo tecnológico y las transformaciones que éste pone en marcha se han vuelto problemáticas. Como hemos avanzado, el cuestionamiento de estas dos premisas nos servirá para problematizar algunos de los elementos fundamentales de ese inmanentismo al que Nancy apuntaba como horizonte general de nuestro tiempo. 4. ¿Son los objetos tecnológicos «neutrales»? Cuestionamiento de la distinción mediosfines, o la producción del hombre mediante la producción de objetos. Como ha señalado Andrew Feenberg, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX toda una serie de reflexiones filosóficas acerca del poder y el impacto de la tecnología en nuestra cultura han puesto en cuestión la idea de sentido común según la cual los objetos tecnológicos constituyen meros medios axiológica y culturalmente neutrales. Todas estas concepciones de la tecnología, que Feenberg agrupa bajo el rótulo de concepciones «substantivas» de la tecnología (Feenberg, 1991 y 2003), han incidido en que la nítida distinción entre medios y fines en que se sostiene visión

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En su monografía sobre la Tecnología autónoma (Winner, 1979) Winner recopila algunas sentencias de tecnólogos de los años 70 que expresan con claridad la natural asunción de esta obviedad. Así, por ejemplo, Peter Druker afirma que «la única posible alternativa a ser destruidos por la tecnología consiste en hacer a la tecnología trabajar como nuestra sirviente. En un análisis final, esto significa seguramente dominio del hombre sobre sí mismo, pues si a alguien hay que culpar no es a la herramienta, sino al productor y usuario humano» (Druker, 1967: 32). Por su parte, Samuel Florman señala que «por mucho que deploremos nuestra cultura del automóvil, es claro que ha sido creada por gente tomando decisiones, no por una tecnología fuera de control» (Florman, 1975: 60).

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hegemónica de la tecnología es cuando menos problemática. Como estos autores han mostrado 14, los objetos tecnológicos, lejos de constituir instrumentos moral y culturalmente neutrales, dependientes por lo tanto de los fines y valores de propios de los individuos y las culturas que los empleen, poseen en sí mismos un fuerte contenido moral y cultural. Si nuestra concepción espontánea de los objetos tecnológicos nos hace ver en ellos simples «transmisores neutrales de la voluntad que no añaden nada a la acción», por tanto simples medios capaces de servir de forma aséptica y neutral a una pluralidad de fines o valores culturales independientes de los objetos, estos análisis filosóficos han defendido que la propia tecnología, los propios artificios tecnológicos, constituyen en sí mismos poderosos agentes de transformación moral, social y cultural capaces de alterar y reestructurar radicalmente las sociedades y culturas en que son insertados. Los objetos tecnológicos no constituyen simples medios apropiados para alcanzar con mayor eficacia algún tipo de fin previamente establecido y que permanece así inalterado por el uso de esos medios. Por el contrario, todos estos autores han defendido que cuando diseñamos, producimos y utilizamos un nuevo artificio tecnológico «también hacemos muchas elecciones culturales involuntarias» (Feenberg, 1991: 8) 15. Las tecnologías no constituyen simples medios neutrales frente a diferentes formas o concepciones de la vida, sino más bien marcos que condicionan e impulsan determinadas formas de vida. Las transformaciones y alteraciones que acontecen en la esfera de los objetos cuando se producen nuevos artificios tecnológicos no tienen lugar simplemente en una esfera exterior al ser humano. Antes bien, estas transformaciones y alteraciones en los objetos se convierten en transformaciones y alteraciones de la sociedad, de la cultura, de los valores, de nuestra conciencia e identidad como seres humanos (Winner, 1979: 16) 16. El poder de la tecnología como agente de transformación cultural es algo que resulta especialmente manifiesto a la luz del papel que ha jugado y juega la tecnología moderna en el mundo 14 Según Feenberg la concepción «substantiva» de la tecnología estaría inspirada, de manera más o menos directa, por los análisis de la tecnología de Heidegger y Ellul. Siempre según Feenberg, esta concepción «substantiva» de la tecnología se caracterizaría, además de por esta defensa de la «no neutralidad» de la tecnología, por otros rasgos como, por ejemplo, la asunción de cierto «determinismo» (Feenberg, 2003: 8). En este sentido, resulta quizás pertinente señalar que no sólo los autores que Feenberg agrupa bajo de la concepción «substantiva» defienden esta idea de no-neutralidad de la técnica. Tanto los análisis «constructivistas» de la tecnología como la propia «teoría crítica de la tecnología» que él pretende desarrollar han reivindicado esta dimensión de carga cultural y moral de los objetos tecnológicos (Feenberg, 2003: 9). 15 Ciertamente, cabe plantear la cuestión de hasta qué punto estas «elecciones», en la medida en que son «involuntarias», constituyen realmente «elecciones». Pero esto nos llevaría ya a la cuestión que discutiremos en el siguiente punto: ¿hasta qué punto controlamos los cambios tecnológicos? 16 Probablemente fue Marx uno de los primeros en señalar a la producción de artificios tecnológicos como algo constituyente de nuestras sociedades y nuestra identidad como seres humanos. Así, en La miseria de la filosofía no dudó en afirmar que «el molino a brazo os dará la sociedad con señor feudal; el molino a vapor la sociedad con capitalismo industrial» (Marx, 1979: 169).

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contemporáneo. Pues, en efecto, si la tecnología es «neutral», ésta debería ser en principio compatible con una pluralidad de «fines» que apenas quedarían alterados por las herramientas utilizadas para alcanzarlos. En este sentido, el desarrollo y la expansión de la tecnología moderna a lo largo del planeta deberían ser compatibles con la pluralidad política y cultural. Por el contrario, la clara relación entre la expansión de la tecnología y la homogeneización cultural del planeta parece cuestionar claramente esta noción de una tecnología culturalmente neutral y dar buenas razones para considerar que la tecnología como tal constituye, si no el factor decisivo, sí, por lo menos, un factor fundamental de cambio y transformación cultural, que la propia producción de artificios tecnológicos, lejos de proveer simplemente «medios» neutrales dispuestos a colaborar dócilmente a la consecución de diversos «fines», no es ajena a la transformación de los «fines» mismos y de los humanos que los detentan. Como señalan diversos estudiosos del impacto cultural de las nuevas tecnologías, éstas, lejos de constituir simples medios que utilizamos para alcanzar nuestros fines, se han convertido en una parte significante del universo humano 17. Hemos pasado a estar tan rodeados por todas partes, incluyendo también nuestro interior, de nuevas tecnologías, que estas han llegado a formar parte constitutiva de nuestras vidas, de nuestra identidad, de nuestros valores y horizontes culturales. Sin embargo, esto no es sólo cierto en lo que atañe a la técnica moderna. Como han señalado en las últimas décadas antropólogos, paleontólogos o historiadores de diversa índole, la tecnología y la humanidad han estado desde sus orígenes mismos entretejidas e implicadas en un proceso de mutuo condicionamiento tan decisivo en la constitución de nuestra propia identidad que resulta «más y más difícil trazar una separación entre el reino de lo humano y el de la tecnología», entre «el reino de los fines y el de los medios», entre «simples objetos y la dimensión propiamente humana» (Latour, 2002: 247 y s.). En este sentido, como ha defendido insistentemente gente como Bruno Latour, el análisis del papel que las tecnologías juegan en la constitución del universo de los humanos nos lleva a concluir que la distinción entre artificios tecnológicos (medios axiológicamente neutrales) y fines previamente dados (establecidos desde una dimensión puramente humana o, por volver a los términos de Nancy, desde una «inmanencia del hombre al hombre», desde un «humanismo») resulta cuando menos cuestionable. Esto no quiere decir que debemos atribuir a los artificios tecnológicos una finalidad o direccionalidad cultural inherente, que se imponga como tal a 17

Acerca del modo de cómo algunas tecnologías, en este caso las tecnologías de la información, son parte constitutiva y constituyente de nuestra actual identidad como seres humanos se pueden consultar, por ejemplo, análisis como los de M. McLuhan (McLuhan, 1964) o B. Stiegler (Stiegler, 2009).

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los seres humanos. Por el contrario, la cuestión radica en el modo en que en el encuentro entre seres humanos y sus propios artificios tecnológicos surge, en términos del propio Latour, un «actor híbrido compuesto», una «asociación de actantes» en las que tanto el ser humano como los propios objetos resultan transformados creando un agente nuevo (Latour, 2001: 214). En cualquier caso, los artificios tecnológicos producidos por el ser humano no deben ser considerados como simples medios neutrales y pasivos orientados a alcanzar obedientemente un propósito previamente dado, sino como elementos que introducen «alteridad» en la esfera, pretendidamente inmanente, de los humanos: no sólo nuestros fines y objetivos se transforman en la exploración de las nuevas posibilidades que cada artificio tecnológico nos ofrece, sino que nuestro propio ser, nuestra propia identidad se trasciende a sí misma y deviene «otra» a través de la técnica (Latour, 2001: 214 y ss.; Latour, 2002: 250). Los objetos tecnológicos no son tanto «medios» como «mediadores» que alteran y transforman al ser humano. O, por ser más precisos, y en la medida en que no podemos pensar en una humanidad anterior al uso de la técnica que pudiera ser luego transformada por ésta, que lo constituyen como tal, introduciendo constantemente alteraciones en su propio modo de ser. En la medida en que se diseñan y producen nuevos objetos tecnológicos, o en que constantemente son exploradas la infinidad de posibilidades latentes en cualquier artificio tecnológico ya disponible, el ser humano deviene otro. En este sentido, parece evidente que la vieja distinción entre fines humanos y medios técnicos para alcanzar estos fines ha quedado obsoleta. Las técnicas son medios que utilizamos para alcanzar fines, sí. Pero estos fines no están dados de antemano en un ámbito puramente humano o social, en una inmanencia del hombre al hombre. Lo humano, lo social, lo cultural está a su vez siempre mediado por los artificios que el ser humano produce y que lo transforman a él mismo tanto como él transforma el mundo de los objetos que lo rodean. Como bien ha señalado Feenberg, «lo que los seres humanos son o serán es decidido no menos por las formas de nuestras herramientas que por la acción de los hombres de estado y de los movimientos políticos». En este sentido, «las decisiones acerca de qué es lo que significa ser humano … se encuentran cada vez más mediadas por decisiones técnicas» (Feenberg, 1991: 3). La producción de objetos artificiales es poiesis, y como tal actio transiens, acción que tiene su fin en un objeto exterior al ser humano. Pero al mismo tiempo se revela como una de las formas más relevantes de esa praxis en la que el ser humano se revela como aquel que es y, por tanto, constituye una forma de actio inmanens. Si como señalaba Nancy una rasgo decisivo del horizonte general de nuestro tiempo radica en el hecho de que en él el ser humano se concibe y se quiere a sí mismo como productor de su propia esencia, como productor y hacedor de

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sí mismo, esta producción tiene lugar de un modo destacado en el diseño y producción de artificios tecnológicos. Pero, como veremos, será la unión de esta cuestión con la segunda problematización de nuestra habitual visión de la producción tecnológica que vamos a examinar lo que definitivamente nos va a permitir poner en cuestión ese horizonte «inmanentista» que según Nancy caracteriza nuestro tiempo. 5. ¿Gobierna el ser humano el proceso de innovación y desarrollo tecnológico? Producción de artificios tecnológicos, sonambulismo e imprevisibilidad Ciertamente, ya algunas de las cuestiones que han ido apareciendo al hilo de la problematización de la neutralidad de los objetos tecnológicos y de la distinción medios-fines apuntaban a una cierta problematización de la segunda de las premisas que sostienen la concepción antropológico-instrumental de la técnica. No en vano, en la medida en que aceptamos que cuando diseñamos, implementamos o utilizamos artificios tecnológicos «hacemos muchas elecciones culturales involuntarias» (Feenberg, 1991: 8; el subrayado es mío), que los propios humanos nos convertimos en «otros» cuando nos relacionamos con los objetos que nosotros mismos hemos diseñado, parece difícil seguir creyendo que es el propio ser humano quien tiene las riendas y el control sobre ese proceso de innovación y transformación tecnológica. La idea de que son los propios artificios tecnológicos los que, de algún modo, nos dominan, deja de desparecer descabellada. Ya a comienzos del XIX fenómenos como el ludismo o el Frankenstein de Shelly testimonian la existencia de cierto temor a que nuestros propios artificios tecnológicos pueden adquirir vida propia y volverse contra nosotros, a que aquello que ha sido diseñado para servirnos puede convertirnos en sus esclavos. Sin embargo, será a partir de mediados del siglo XX cuando de forma cada vez más decidida diversas voces comiencen a advertir de que el hombre, efectivamente, ha devenido preso de sus propias producciones, que la tecnología se nos ha ido de las manos y sigue su propio proceso de desarrollo más allá del dominio y del control humano. Así, por ejemplo, si en un texto de 1955 Heidegger advertía de que «los poderes que en todo lugar y en todo momento reclaman, cautivan, arrastran y apremian al ser humano en cualquier forma de aparatos e instalaciones técnicas hace ya tiempo que han desbordado la voluntad y la capacidad de decisión del ser humano» (Heidegger, 2000: 19), en los años sesenta Ellul alertaba que «la tecnología ha devenido autónoma» (Ellul, 1964: 6) y Marshall McLuhan observaba que «nos hemos convertido en los órganos sexuales del mundo de las máquinas» (McLuhan, 1964: 46). Pero las voces que cuestionaban la idea de que el ser humano gobierna y domina el proceso de innovación y

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transformación tecnológica no sólo provenían de filósofos y críticos de la cultura en ocasiones poco entusiastas de las novedades del mundo moderno. También algunos de los científicos e ingenieros protagonistas de este proceso de desarrollo tecnológico expresaban sus dudas acerca del control que el ser humano ejercía en este proceso. Así, por ejemplo, Norbert Wiener, uno de los líderes de la revolución cibernética, ante la visión de algunas de las nefastas consecuencias de la tecnología, como Belsen o Hiroshima, reconocía que «ni siquiera tenemos la posibilidad de parar estos nuevos adelantos técnicos» (cfr. Winner, 1979: 75). Por su parte, el físico Werner Heisenberg consideraba que el desarrollo tecnológico y científico «tanto si se aprueba como si no, tanto si se llama progreso como peligro, ha ido mucho más allá de un control humano» (cfr. Winner, 1979: 75), y el economista John Kenneth Galbraith pretendía persuadirnos de que «nos estamos convirtiendo en los esclavos, tanto de pensamiento como de acción, de las máquinas que hemos creado para que nos sirvan» (cfr. Winner, 1979: 23). Desde entonces, toda una serie de voces, provenientes de diferentes campos teóricos y buscando diversos objetivos teóricos o prácticos, han señalado «que “eso” [la tecnología] aparece ante nosotros como una fuerza irresistible, un dinamismo alterador del mundo que transformará nuestros trabajos, revolucionará nuestras familias y educará a nuestros hijos. También cambiará la agricultura y la medicina de métodos tradicionales y modificará los genes de organismos vivos, quizá incluso el organismo humanos». Pero lo decisivo de esta posición es que todos ellos no sólo advierten que «eso» está transformando radicalmente nuestra vida y aquello que somos, sino que, además, «enfrentados con “eso”, no hay ninguna alternativa, no queda sino aceptar lo inevitable y celebrar su venida. De ahora en adelante “eso” determinará nuestro futuro» (Winner, 2001: 55). En este sentido, parece que justamente «eso» que debe servir para aumentar nuestra capacidad de dominio y control sobre todas las cosas parece haberse convertido en una instancia ajena a nuestro gobierno y que, sin embargo, tiene un carácter determinante sobre nuestra propia existencia. Todas estas concepciones de la tecnología que consideran a ésta un agente de transformación social y cultural guiado por una dinámica propia que se resiste al control y dominio humano han sido tradicionalmente agrupadas bajo la etiqueta de «determinismo tecnológico» (Winner, 1979: 81) 18 y gozaron de una amplia difusión entre estudiosos de las relaciones entre tecnología y sociedad a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, no se puede obviar que a lo largo de las últimas décadas se han multiplicado los estudios que, a través de exhaustivos estudios de casos 18

Para una clasificación de las diferentes formas de determinismo tecnológico y una discusión sobre los diferentes problemas que esta concepción plantea, cfr. Smith y Marx, 1996.

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concretos, han cuestionado buena parte de las ideas subyacentes a estas posiciones (Feenberg, 2000: 294) 19. Tratando de refutar la idea de que la tecnología constituye una fuerza autónoma que sigue una lógica propia que se impone a las decisiones de los agentes que intervienen en el diseño y producción de estos artificios, estos estudios sociales de la tecnología han centrado su atención en el estudio y la descripción de multitud de casos concretos en los que la lucha de diversos agentes sociales ha resultado decisiva tanto en el éxito como en el fracaso de diversas innovaciones, así como en la forma que éstas han adquirido en su desarrollo. Desde esta perspectiva, estos estudios han defendido, con un sólido sostén empírico, que los procesos de innovación tecnológica, lejos de seguir una lógica autónoma, están siempre configurados por fuerzas sociales de diverso orden. En todos los procesos de diseño, producción e implementación de artificios tecnológicos encontramos multitud de decisiones cruciales en el devenir de la tecnología y de su impacto social que no responden a criterios deterministas o puramente tecnológicos (basados, pongamos por caso, exclusivamente en una búsqueda de mayor eficacia técnica), sino que más bien dependen de intereses y luchas pertenecientes al ámbito de lo social y cultural, a la esfera de los conflictos de intereses, valores o modelos culturales. En este sentido, estos estudios han mostrado de forma convincente que el determinismo tecnológico en sus versiones más fuertes no se sostiene. En los procesos de diseño y producción tecnológica intervienen – o pueden intervenir – multitud de agentes con intereses diversos y encontrados. Siempre hay multitud de opciones abiertas a la elección, y estas elecciones no siempre se hacen en base a criterios exclusivamente técnicos o funcionales, sino también de índole político, social, cultural o moral. Son los agentes sociales y culturales, los seres humanos, quienes damos por tanto forma a esa tecnología que, en un proceso de compleja interrelación, al mismo tiempo configura nuestras sociedad, nuestra cultural, nuestra propia humanidad. Es preciso observar, sin embargo, que este debate parece a menudo plantearse en la forma de un falso dilema: o bien se presenta el desarrollo tecnológico como una fuerza autónoma que impone su propia dinámica a unos seres humanos convertidos en esclavos de sus propios productos o bien se considera que este proceso es – o por lo menos puede y debe ser – diseñado y controlado por los propios actores implicados en el proceso 20. Por el contrario, la visión de la relación entre los seres

19 Para una buena panorámica de esta perspectiva en los estudios sobre ciencia, tecnología y sociedad cfr. Bijker et. al., 1987. Sobre la contraposición entre estas dos visiones de las relaciones entre tecnología y sociedad, cfr. Winner, 2001 y Feenberg, 2000. 20 Este falso dilema es asumido de manera evidente, por ejemplo, por Feenberg (Feenberg 2000 y 2003). También Bruno Latour parece querer denunciar este falso dilema cuando denuncia la «cansina repetición del tema de la neutralidad de “tecnologías-que-no-son-ni-buenas-ni-malas-sino-aquello-que-el-ser-humano-hace-de-ellas” o el tema, idéntico en su

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humanos y sus productos tecnológicos que aquí queremos defender se sitúa en algún lugar fuera de esta oposición. Aceptamos que, como los estudios sociales de la tecnología han mostrado, en el diseño, producción e implementación de artificios técnicos intervienen toda una serie de factores sociales, políticos o culturales que intervienen en dirección que tomará la tecnología y el modo en que ésta afectara y configurará la sociedad. En este sentido, no cabe hablar de la tecnología como una fuerza autónoma, totalmente trascendente a nuestra voluntad, que impone su propia dinámica en la transformación de culturas y sociedades. Sin embargo, sí consideramos que en todos estos procesos de desarrollo tecnológico y consecuente transformación sociocultural intervienen toda una serie de dinámicas que exceden ampliamente el control y el gobierno humano. La tecnología como agente de transformación humana, social y cultural, no es una fuerza autónoma. Pero tampoco es algo que esté en nuestras manos y bajo nuestro control. Como ha señalado Langdon Winner, a la hora de caracterizar la forma en que el ser humano influye en la evolución de la tecnología y en el modo en que ésta afecta a su propia humanidad, más que de «tecnología autónoma» o de «determinismo tecnológico» deberíamos hablar de «sonambulismo tecnológico» (Winner, 1987: 25). Según el propio Winner, la extendida creencia, constitutiva de nuestras sociedades modernas, en el dominio humano sobre la producción de objetos tecnológicos se sustenta en dos premisas: en primer lugar, la creencia en que los seres humanos conocen bien aquello que ellos mismos han producido; en segundo lugar, la creencia en que las cosas que los seres humanos producen están bajo su firme control (Winner, 1979: 34). Y, sin embargo, como el mismo Winner señala, las propias condiciones de producción tecnológica características de las sociedades modernas sirven para poner en cuestión estas premisas que las sustentan. Esto, en primer lugar, porque la enorme complejidad de los artificios tecnológicos conlleva una creciente especialización de los expertos implicados en su diseño y realización. En este sentido, la producción de innovaciones tecnológicas habitualmente está en manos de una diversidad de agentes que tan sólo conocen aquello que cae bajo su ámbito de competencia, de suerte que un verdadero conocimiento de la totalidad de problemas implicados en la producción de una innovación tecnológica es cada vez más raro. Pero, más allá de esto, porque el proceso constante de innovación y la progresiva aceleración de este proceso implica, como una simple mirada al siglo XX permite comprobar, la proliferación de consecuencias imprevistas e

fundamento, de “tecnologías-que-se-han-vuelto-locas-porque-se-han-hecho-autónomas-y-ya-no-tienen-otro-fin-que-sudesarrollo-sin-fin” ».

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incontroladas de estas tecnologías tanto en la naturaleza como en la propia sociedad 21. Esto no quiere decir que la transformación tecnológica siga, tal y como las versiones más fuertes del determinismo sostienen, una lógica autónoma que nos empuje en una dirección predeterminada sobre la que no podemos intervenir. Como los enfoques constructivistas de los estudios sobre tecnología y sociedad han mostrado, los caminos que siguen las innovaciones tecnológicas y sus aplicaciones sociales están siempre abiertos, sujetos a cambios impulsados por una multitud de agentes implicados en estos procesos. Sin embargo, si algo parece mostrar la historia reciente es que los escenarios a los que las diferentes elecciones en el diseño de nuevos artificios tecnológicos nos llevan son crecientemente inciertos. Por más que parece estar firmemente arraigada en nosotros la creencia en que el desarrollo de nuevos ingenios tecnológicos sirve para extender nuestro dominio sobre el mundo que nos rodea, la historia del siglo XX parece empeñarse en mostrar que el desarrollo tecnológico nos empuja más bien «a la deriva en un vasto mar de “consecuencias involuntarias”» (Winner, 1979: 94). Ciertamente, los diversos artificios tecnológicos que de forma creciente configuran nuestra realidad son productos de nuestro diseño, de nuestras decisiones y elecciones. Pero no se puede obviar el hecho de que buena parte de las alteraciones que estos artificios introducen en los sistemas físico-naturales o en las relaciones sociales no sólo constituyen alteraciones imprevisibles por quienes participaron en su diseño o por quienes las utilizan, sino que además estos cambios, de forma especial en sociedades como la nuestra, caracterizada por la creciente velocidad de la innovación, se producen de tal modo que muchos de ellos resultan ya «irreversibles» cuando son percibidos y conocidos (Winner, 1979: 95). De la misma manera que la historia de la tecnología en el último siglo ha mostrado que muchas tecnologías producen en los sistemas físico-naturales una serie de efectos 21

Para ilustrar el modo en que nuestras intervenciones tecnológicas suelen tener consecuencias imprevistas – y, debido al carácter constitutivamente finito de nuestro conocimiento, imprevisibles –sobre los sistemas físico naturales puede ser interesante recordar la siguiente historia: En los años setenta se instalaron dispositivos contra la contaminación en las chimeneas de las fábricas con el objetivo de retener las partículas de carbón contenidas por el humo. Estos dispositivos fueron muy eficaces y pronto la atmósfera de las ciudades pasó a tener mucho menos CO2 que antaño. Sin embargo, al mismo tiempo que la atmósfera se limpió de CO2 su acidez creció de forma inaudita dejando en algunas partes del mundo industrializado una lluvia tan ácida como «jugo de limón puro», con los efectos graves que esto tuvo en el medio ambiente. Entonces se supo que el azufre contenido en el humo anteriormente era fijado por el carbono y, sin éste se desprendía con facilidad combinándose con el oxígeno y el hidrógeno de la atmósfera para formar ácidos. (Sobre esta historia, cfr. Castoriadis, 1979: 214). En lo que se refiere a las consecuencias involuntarias e imprevistas de los artificios tecnológicos sobre los sistemas sociales, Winner nos recuerda el caso, analizado por P.J.Pelto (The Snowmobile Revolution: Technology and Social Change in the Artic), de la introducción de vehículos motorizados en la comunidad lapona Skolt en Finlandia. Como señala Winner, en este caso se «refleja en miniatura toda la trayectoria de la revolución industrial» (Winner, 1979: 91). Esta comunidad eligió consciente y deliberadamente emplear estos vehículos en sustitución de los esquís y trineos tradicionales, pero nunca eligieron, ni pretendieron y previeron las consecuencias de aquel cambio que transformó radicalmente la totalidad de las relaciones ecológicas y sociales de las que dependía s cultura tradicional que, de este modo, quedó alterada para siempre.

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secundarios imprevistos – y, debido al estado del conocimiento en aquel momento, imprevisibles – en el momento de su desarrollo y probablemente irreversibles cuando han alcanzado la dimensión suficiente para ser percibidos, lo mismo ocurre en relación al impacto de las tecnologías en las relaciones sociales. Por más que se intenten analizar y estudiar de antemano las posibles alteraciones que una determinada innovación tecnológica puede introducir en una determinada sociedad, resulta imposible conocer de antemano cuáles serán las aplicaciones de esta tecnología en una sociedad que al mismo tiempo será alterada por esa misma tecnología. Como señala Winner, «una novedad técnica tiene vida propia cuando encuentra su aplicación en la compleja esfera de la práctica social» (Winner, 1979: 98). Y más si tenemos en cuenta que, por más que detrás de cada innovación tecnológica encontremos seres humanos haciendo elecciones en base a sus valores, deseos y formas de pensamiento, tal y como han argumentado autores como Ellul, Winner o Latour, estos mismos valores, deseos o formas de pensamientos resultan alterados en el propio proceso de adaptación de los humanos a las nuevas condiciones originadas por esos mismos artificios que hemos producido. En este sentido, deberíamos comenzar a reconocer que, como advierte Winner, cuando producimos un nuevo objeto tecnológico y lo introducimos en nuestra vida «nos involucramos en diversos contratos sociales, las condiciones de los cuales se revelan sólo después de haberlos firmado.» (Winner, 1987: 25). A partir de lo dicho hasta aquí se podría pensar que esta imagen del proceso de innovación y transformación tecnológica como un proceso imprevisible e ingobernable, esta imagen del ser humano como alguien incapaz de prever y dominar los procesos de transformación que él mismo ha puesto en marcha 22, es algo relativo a las condiciones bajo las cuales se ha desarrollado la tecnología en las sociedades modernas. Es la creciente velocidad de la innovación tecnológica, la ausencia de debates sobre la dirección del progreso científico que tomen en serio otros factores que la eficiencia y la rentabilidad económica, lo que habría empujado al hombre moderno a este océano de consecuencias involuntarias. Por lo tanto, un cambio en las condiciones de producción y de 22

En este contexto, resulta significativa la imagen con la que Marx y Engels caracterizan en el Manifiesto comunista la relación de la burguesía con sus propias innovaciones: se parecen al aprendiz de brujo impotente para dominar las fuerzas que él mismo conjuró (Marx y Engels, 2000). Sin embargo, lejos de asumir esta a nuestro juicio constitutiva incapacidad humana para dominar los procesos que él mismo pone en marcha, Marx y Engels, al menos en la época en la que escribieron la Ideología alemana, consideraban que sus análisis teóricos servirían para poner fin a esta situación y tomar el control del proceso de cambio histórico y los asuntos humanos que, ahora sí, verdaderamente se convertirán en producto del diseño y el hacer humano. No en vano, según escriben aquí, el objetivo de su praxis teórica no es otra que posibilitar «el control y la dominación consciente de esos poderes que, engendrados por el actuar de los seres humanos unos sobre otros, se han impuesto hasta ahora a ellos como poderes absolutamente ajenos y los han dominado» (Marx y Engels, 2005: 77).

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innovación tecnológica podría permitir al ser humano recobrar el mando y el control sobre su propia existencia. Sin embargo, no es esta la tesis que queremos defender aquí. Antes bien, consideramos que la dimensión que ha alcanzado la innovación y la producción de artificios tecnológicos en la modernidad ha servido para poner de manifiesto algo constitutivo y constituyente de la relación entre el ser humano y sus propios productos tecnológicos. O lo que es lo mismo, algo constitutivo del propio ser humano, constituyente de la propia humanidad. Como ha insistentemente ha señalado Bruno Latour, cuando produzco o introduzco en mi vidas cualquier artificio tecnológico, por simple y sencillo que aparentemente éste sea, «paso a través de la alteridad», esto es, «me convierto literalmente en otro ser humano», en un «ser humano que se ha convertido en “otro”» (Latour, 2002: 250). Los objetos tecnológicos que diseñamos y fabricamos no pueden ser considerados meras «herramientas», meros medios neutrales dócilmente dispuestos a servir para un fin previamente dado. Por el contrario, cualquier artificio tecnológico que produzcamos alberga en sí, de forma insospechada, un «flujo de nuevas posibilidades», «un torbellino de nuevos mundos», de «universos heterogéneos que nada, hasta ese momento, podía haber previsto» (Latour, 2002: 250). Pero en ningún caso podemos pensar que el ser humano, por más que sea él quien diseñe y produzca el artificio en cuestión, sabe de antemano, decide y elige cuáles son esos nuevos mundos en los que en adelante transitará. En la medida en que no constituyen «medios», sino «mediadores» de la acción, el diseño y la producción de cualquier objeto tecnológico nos introduce en un «laberinto» que nos lleva a mundos y a formas de vida que no podemos sospechar, mucho menos configurar y dirigir. Por eso, advierte Latour, «nunca controlamos la tecnología». Y no porque ésta «haya devenido autónoma» y se desarrolle «conforme a sus propios impulsos», sino porque es en ella donde mejor experimentamos «aquello que debe ser denominado ser-como-otro» (Latour, 2002: 250). 5. Inmanencia y trascendencia en la producción de artificios tecnológicos Como hemos visto, un rasgo distintivo de ese horizonte inmanentista característico de nuestro tiempo a partir del cual el hombre moderno concibe su relación consigo mismo radica en el modo en que categorías y formas de pensamiento tomadas del ámbito de la producción de objetos técnicos se aplican en la esfera de los asuntos humanos, en el ámbito de la acción. Desde este horizonte, el ser humano se concibe a sí mismo como aquel ser que «produce por esencia su propia esencia como obra», como aquel ser capaz de «modelar» todo, incluido la «vida en sociedad» y su propia «humanidad» (Nancy, 2001: 16). De este modo, como hemos visto que observaba Hannah Arendt, el

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ser humano pretende conferir a la constitutivamente frágil, abierta e imprevisible exposición humana a su propio ser la firmeza, el dominio y la certeza propios de la esfera de la producción de objetos artificiales. Cuando producimos un artificio tecnológico lo hacemos conforme a un diseño previo de ese objeto, conforme a una idea puesta y determinada por nosotros mismos que regirá el propio proceso de producción que, de este modo, está en nuestras manos, permanece bajo nuestro control. Por ello, uno puede estar seguro de cómo va a acabar ese proceso que él mismo ha ideado, que él mismo ha diseñado y puesto en marcha conforme a su propio plan. La fabricación de objetos artificiales, observa Arendt, constituye un «proceso [que] tiene un fin claramente reconocible», un proceso que concluye en la creación de un «producto tangible» (Arendt, 2001: 222), un producto exterior a nosotros y bien determinado y fijado en su ser. No en vano, en el caso del diseño y producción de artificios técnicos el «fin» del proceso, en los dos sentidos de esta palabra, es puesto por el propio ser humano quien, de este modo, tiene el proceso en sus manos, bien asegurado, bajo control. Y así, desde el horizonte inmanentista el hombre moderno cree poder «diseñar» y «producir» su vida, su estructura social, sus formas culturales, sus valores e ideales, en definitiva su propia humanidad, como quien diseña y produce un objeto artificial. Sin embargo, la imagen del proceso de producción y fabricación de artificios tecnológicos que se deriva de lo dicho hasta aquí dista bastante de ajustarse a esta visión. Ciertamente, cuando se crea un artificio tecnológico su diseñador tiene una idea previa – establecida y conformada por él – del objeto en cuestión. Y, al menos si se posee la pericia adecuada, la producción de dicho objeto se llevará a cabo de manera que éste sea una realización de y, por tanto, concuerde con esa idea previa. Pero, como hemos tratado de defender, éste no es el «fin» de la historia, no es el «fin» del proceso. Los artificios tecnológicos, lejos de constituir simples medios neutrales que sirven dócilmente a nuestros propios fines, a los fines que nosotros mismos les hemos dado, constituyen un elemento que introduce «alteridad» en nuestra existencia, un elemento en cuyo contacto simple y llanamente nos convertimos en «otro». Estos objetos externos, en apariencia simples medios pasivos dispuestos conforme a nuestra voluntad, constituyen más bien «mediadores» que alteran y transforman al propio ser humano que se ha aventurado en su creación o en su simple utilización. En este sentido, el proceso de diseño y producción de artificios tecnológicos no tiene su «fin» en la creación de un producto tangible, de un simple medio eficaz para alcanzar eficazmente cualquiera que sea ese fin en vistas al cual ha sido creado. Antes bien, la producción de artificios pone en marcha toda una serie de procesos en los que uno nunca puede estar seguro de cuál – también aquí en el doble sentido de la

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palabra – será su «fin». La producción de un nuevo artificio inaugura una historia de la que no sólo no sabemos adónde nos llevará y cómo concluirá, sino, tampoco, quiénes seremos, cómo se habrán transformado nuestros fines, nuestra propia identidad, cuando salgamos de ella. Y esta historia, lejos de constituir un proceso establecido, diseñado y gobernado por el ser humano, constituye un proceso imprevisible, incalculable, ingobernable. Por más que calculemos, diseñemos y preveamos cuál va a ser el «fin» de cualquier artificio que produzcamos, no podemos obviar que esté abrirá ante nosotros «un torbellino de nuevos mundos» – de «nuevas humanidades», podríamos añadir –, de «universos heterogéneos que nada, hasta ese momento, podía haber previsto» (Latour, 2002: 250). En este sentido, si, como hemos visto, la cuestión de «qué es lo que significa ser humano» se juega de manera significativa en el diseño y la producción de artificios técnicos, si «lo que los seres humanos son y serán es decidido no menos por la forma de nuestras herramientas que por la acción de los hombres de estado y de los movimientos políticos» (Feenberg, 1991: 3), tenemos que reconocer que el ser humano está lejos de controlar y dirigir ese proceso por el que él deviene lo que en cada caso es. Así las cosas, ¿hasta qué punto podemos afirmar, o debemos negar, que el ser humano produce por sí mismo su propia humanidad? O dicho de otro modo, ¿hasta qué punto el proceso de creación de las formas sociales y culturales que constituyen nuestra humanidad es un proceso inmanente, un proceso en el que producto y productor coinciden, un proceso elaborado y diseñado por el ser humano que se revela así, al mismo tiempo, como sujeto y objeto de ese mismo proceso? Ciertamente, por todo lo visto hasta aquí debemos concluir que en el proceso de producción de artificios tecnológicos el ser humano produce, al menos en buena media, su propia humanidad. Sin embargo, lo hace de tal modo que la noción de «producción» tal y como tradicionalmente se ha venido entendiendo resulta inadecuada para conceptualizar eso que acontece allí. Si, conforme al modelo tradicional de la «producción», lo peculiar de este proceso es que en él es el ser humano el sujeto, aquel que establece y determina, por sí y desde sí, el comienzo y el fin de ese proceso, el tipo de proceso constituyente de nuestra humanidad que surge de aquí exige, por el contrario, aprender a pensar que, por más que quizás seamos nosotros quienes pongamos en marcha ese proceso, en ningún caso nos podemos considerar «autores» del resultado final. En este sentido, como señala Latour, debemos aceptar que la «la sociedad es algo construido», sí, «pero no “socialmente” construido» (Latour, 2001: 237). O, lo que es lo mismo, que la vida social y cultural es una producción, sí, pero no una producción «humana»; que el ser humano es un ser que se hace y modela

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a sí mismo, sí, pero que en ese proceso no podemos hablar, en ningún caso, de una «inmanencia absoluta del hombre al hombre». Y así, si después de la crítica moderna debemos aceptar que nuestra vida social y cultural no depende, en ningún caso, de ninguna «fundación trascendente» situada en un plano más allá, si después de la crítica moderna ya no podemos olvidar que nos movemos en un plano secular, y en este sentido inmanente, en el que somos nosotros quienes debemos esforzarnos por constituir nuestra propia vida social y cultural, no es menos cierto que, por todo lo visto hasta aquí, debemos aprender a conceptualizar el modo en que cierta forma de trascendencia, cierto alteridad o exterioridad constitutiva de nuestra propia humanidad, se inscribe sin cesar en ese marco de inmanencia. Y ésta, justamente, constituye a nuestro juicio una de las tareas a las que la filosofía contemporánea ha de hacer frente: aprender a inscribir esa incesante trascendencia constitutiva de nuestra experiencia en un plano de inmanencia del que no podemos ni debemos huir.

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