(Im)posibilidad y (sin)razón

August 28, 2017 | Autor: Martin Grassi | Categoría: Metaphysics, Ethics, Epistemology, Philosophy Of Religion, Education, Politics
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Descripción

Colección FILOSOFÍA Y PSICOANÁLISIS Dirigida por Agustín Kripper y Luciano Lutereau

Martín Grassi

(IM)POSIBILIDAD Y (SIN)RAZÓN LA FILOSOFÍA, O HABITAR LA PARADOJA

Grassi, Martín (Im)posibilidad y (sin)razón : La filosofía, o habitar la paradoja – 1a ed. – Buenos Aires : Letra Viva, 2014. 123 p.; 23 x 16 cm. ISBN 978-950-649-485-8 1. Psicoanálisis. I. Título CDD 150.195

© 2014, Letra Viva, Librería y Editorial Av. Coronel Díaz 1837, (1425) C. A. de Buenos Aires, Argentina e-mail: [email protected] / web page: www.imagoagenda.com © 2014, Martín Grassi e-mail: [email protected]

Primera edición: Octubre de 2014 Impreso en Argentina – Printed in Argentina Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos la reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito de los titulares del copyright.

Índice

Prólogo de Martín Buceta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 La jaula de la filosofía: (Des)encuentros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Libertad, alteridad, nostridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 El llegar a ser sí mismo. Ensayo sobre el Libro Rojo de Jung . . . . . . . . . . . . 25 Hermenéutica y metafísica del testimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 El juez y el testigo: figuras de la subjetividad. Aportes para el diálogo entre ciencia y religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 • • • •

El objeto científico y la figura del juez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El objeto religioso y la figura del testigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La dialéctica de las figuras y la concreción de la subjetividad . . . . . . . Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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El Dios que espera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 Las (sin)razones del justo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 • • • • • • •

I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . V . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La palabra “justa”. La exigencia silenciosa de la justicia . . . . . . . . . . . . . . . 79 La autoridad docente. Educar en el poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 • • • • •

Razonamiento y ceguera: la “conducción” docente . . . . . . . . . . . . . Transgresión sumisa a los límites . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lenguaje, invisibilidad y sustancialidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La educación impertinente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La (im)posible filosofía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 • • •

El imposible pensar: la radicalidad del preguntar . . . . . . . . . . . . .101 Pensar lo imposible: la paradoja como objeto de la filosofía . . . . . . .104 El imposible lugar del filósofo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106

La Filosofía, ese envío… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .113 Epílogo, de Mauricio Beuchot . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .119 Procedencia de los textos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

“Creo en tí, alma mía” (Walt Whitman)

A mi madre, a mi padre. A mi esposa, Jimena. Al tercero que viene… A mis hermanos, a mis amigos. A mis maestros, a mis alumnos. A todos los silencios. a todas las palabras: las escritas y las que vuelan aún por los aires. A todo aquello que misteriosamente se hace presente en el nacimiento de un texto, y cuya ausencia no es del todo olvido.

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Prólogo

Prologar un libro es crear la antesala en la que el espectáculo ha de desarrollarse. He aquí la antesala, el sujeto que nos señala lo que puede uno encontrar al correr la cortina y presenciar la representación. En un punto todo prólogo es traición si lo que intenta es decir lo que ya está dicho por el autor, es un modo de tergiversar, es iniciar una tarea que ha fracasado desde el comienzo. Sin embargo, existe otra posibilidad, la de crear un espacio que instale al lector lentamente en aquello que le será planteado cuando se sumerja en las aguas del escrito. Suavizar el chapuzón, prepararlo. No decir lo que el autor dirá, sino decir al autor, mostrar lo que allí sucede sin repetir lo que se leyó. Lo que Martín Grassi nos presenta en este libro es, muy probablemente, su propia situación. La reflexión en torno al hombre no es otra cosa que su propia reflexión sobre sí mismo. Grassi está buscando su nombre, ha emprendido la tarea de recorrer el camino hacia sí mismo y de responder a la pregunta que él mismo plantea: “¿Cuándo escucharemos una palabra que se haga carne, una reflexión que sangre?”. Ni siquiera creo que haya escrito estos ensayos para que sean leídos por otro que no sea él mismo. Pero he aquí que nos encontramos en un camino donde no hay yo sin otro, y él, para ser él, debe ser nosotros. Es por ello que Grassi pretende dar testimonio de aquella verdad que se manifiesta de modo paradojal en su existencia y que debe ser declarada simbólicamente, testimonio en el que se juega su propia dignidad y la de aquello que testimonia. En el centro de la reflexión del autor se encuentra la noción de paradoja, entendida por el autor como “una afirmación que alberga a su contraria sin destruirse”. El discurrir del texto nos centra en la paradoja más esencial de todas: ex-sistir. Grassi afirma que “al entrar en el dominio de la existencia (dominio al cual debiera atender especialmente la filosofía), es la paradoja y no el principio de no-contradicción el que debe animar la reflexión”. Un rasgo central de las paradojas trabajadas por el autor reside en que estas siempre se manifiestan como la tensión entre dos polos: 9

Martín Grassi

Ego y alter, razón y sin razón, cielo e infierno, finito e infinito, antiguo y nuevo, etc. Su lenguaje, el símbolo. La posibilidad de un decir ambiguo y, justamente por ello, verdadero. Su arma fundamental, la filosofía. Estrategia que se ve materializada en la articulación de todas las paradojas que aparecen a partir de las experiencias concretas de la existencia. La construcción filosófica de los temas que trata el autor se estructura en los diversos ensayos que propone su pluma. Los ensayos aparecen como el modo más exacto para explorar los tópicos que el autor quiere hacer aparecer. Quienes hemos leído su primer libro: Ignorare aude! La existencia ensayada (Buenos Aires: Instituto Acton Argentina, 2012), sabemos que este género le sienta bien. El ensayo permite soportar la tensión inaugurada por los polos en conflicto, que no buscan ser resueltos en un término superador, sino que su objetivo es decir desde su contraposición, expresar lo paradójico. Los problemas que plantea la reflexión de Grassi son diversos, pero todos responden siempre a la relación que establece la persona con los otros, con el Ser, consigo mismo, y con el mundo. La propuesta de los textos va desde la búsqueda del propio nombre hasta una invitación a una alienación positiva, pasando por temas como el lenguaje, la presencia/ausencia de Dios, la moral, la justicia, la educación, el poder, la filosofía, la teología natural, la ciencia y la religión. Los ensayos nos proponen entonces reflexionar en torno a los diversos temas, no con una mirada de sobrevuelo, la mirada de un sujeto sin sujeciones, sino, más bien, con una mirada descentrada. Esta perspectiva que se manifiesta en el modo de encarar los problemas, busca realizar un abordaje que intente correrse del centro en que se encuentra el sujeto que reflexiona. Obviamente que esta tarea es imposible: jamás se podrá pensar desde una situación que no es la propia, pero lo propio de esta mirada es que toma su circunstancia como el suelo desde el que saltará para lograr su descentramiento. Esta actividad propiamente filosófica significa ya un gran paso, una filosofía que implica des-ubicarse para involucrar en la reflexión, no sólo aquello que quiere ser pensado, sino el lugar desde el que se lo piensa. De este modo va construyendo el autor sus reflexiones, reflexiones en las que nos vemos implicados, reflexiones que siempre sostienen la tensión, que manifiestan la esencial paradoja del existente, textos que no persiguen una conclusión como cerramiento del problema sino que, al contrario, invitan al lector a abrir(se). Dichos textos nunca son construidos por un “operario del paradigma” –como el mismo Grassi llama a los “pensadores” que no cuestionan su propia situación y más que creadores son realizadores de un pensamiento– sino que siempre son fruto de un hombre que se ha propuesto hacer “ciencia (de lo) imposible”, es decir, filosofía. Dominado por un “espíritu de las profundidades” el autor hace frente al “espíritu del tiempo”, avanza el filósofo, avanzamos nosotros ya confundidos en su texto, venciendo las falsas imágenes de héroes y dioses creados, con el ansia de responder 10

Prólogo

a ese Otro que me/nos interpela, con el deseo insatisfecho de encontrar nuestro nombre. El tiempo se acaba y el telón se ha levantado, la propuesta del autor de sostener la (im)posibilidad y la (sin)razón de filosofar hoy ya ha comenzado. Martín Buceta

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Introducción La jaula de la filosofía: (Des)encuentros

Partamos de la base de que todos los hombres somos filósofos; claro que para acordar en ese tipo de juicio, antes debemos consensuar el significado de la palabra “filosofía”. Sin ponernos demasiado meticulosos y sin ser escolares, podríamos estar de acuerdo en decir que la filosofía es el modo reflexivo que tenemos de comprender la propia vida, en el sentido más total del término, es decir, sin dejar de lado ninguna de sus manifestaciones. De ser así, la filosofía es la manera en que la vida se expresa a sí misma con el arsenal conceptual y simbólico que está a nuestra disposición como hombres de una época y de una cultura. La vida, pues, se revela a sí misma en nuestra cotidianeidad y solicita ser comprendida, aún cuando tengamos la conciencia clara de que la vida es inefable en su acontecer: la reflexión y la palabra llegan siempre demasiado tarde a la epifanía del acontecimiento. Pero las cenizas del fuego aún están prendidas, las huellas del paso firme de la vida aún impresas… y no podemos quedarnos en la duda de quién haya sido el que avivo las brasas, o el que caminó mis caminos. La pregunta por el sentido de la vida aparece sin más, sin pedir permiso, sin desempolvarse las sandalias frente a la entrada; no espera nuestra venia, irrumpe. En nuestros corazones brama el torrente de la significancia, en todo hombre que se digne de ser tal corre la sangre del sentido. Y en ese cauce orillamos, tendemos nuestras carpas a la espera de una visita definitiva e insospechada. Cruzamos miradas y aguzamos el oído, mi vecino es parte de mi búsqueda, y nos sentamos a compartir un mate. Cada palabra se gusta como se gusta la yerba de la infusión, y en el reconocimiento de una duda y una consigna comunes, nos encontramos en la travesía que no conoce distancias, sino tan sólo abismos y alturas. Las inquietudes se hacen mundo en el habla que nos comunica; la ansiedad y la angustia, la tristeza y la alegría, la esperanza y la desesperación, la vida pasa de mano en mano, de boca en boca, como el pan que compartiera alguna vez un Cristo. Bebemos la sangre ajena, comemos la carne extraña, y las sabemos propias. Comulgamos. Somos uno y distintos a la vez, 13

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y el tiempo se nos regala sin miramientos. Todo (nos) es dado… y no hesitamos en acoger el presente generosamente prodigado. Extraña-mente: estoy llamado a suscitar aquello que no puede ser jamás suscitado; estoy destinado a promocionar aquello que jamás podrá ser promocionado. Soy filósofo. Mi palabra debe despertar el encuentro… encuentro que sólo puede despertar el silencio. Estoy condenado a hablar, a preguntar, a cuestionar, a encerrar en un espacio a mis congéneres para compartir la misma sangre, como hermanos, como compañeros de un viaje interminable. Estoy condenado a hacerme hombre en un sitio donde aún no nos sabemos humanos, ni yo ni los otros. Expulsados de la humanidad, exiliados de nuestra existencia, nos sentamos en un aula para volver del destierro… sin ser llamados, golpeamos la puerta para pedir que nos dejen volver a nuestra patria. ¡Qué paradoja la de llamar sin llamada! Adentro del Castillo –el aula, el taller, la conferencia, el libro–, nos es imposible atravesar la puerta de salida: estamos dentro, exiliados. Sentenciados por la palabra, el silencio se retrasa y rehúye el encierro. No me puedo abrir porque no tengo las llaves de mi existencia, esas llaves que siempre me alcanzará un otro… ese otro que no dejo que se revele, a quien desestimo su expresión callada, a quien hablo y no paro de hablar, a quien pregunto y cuestiono, a quien estorbo como el tábano. Mi profesión es un castigo: mi pena es la cicuta de la palabra, ese veneno que es salud si se disuelve en el silencio. ¿Cómo comunicar la filosofía en el silencio? ¿Cómo armar la tienda a la orilla de un parquímetro? Tengo una hora y media para encontrarnos en la vida que se esconde… ¡qué terrible desencuentro! Detrás de las rejas de esta jaula duerme la filosofía… y el domesticador del ave es, a un tiempo, quien quiere dejarla en libertad. Hablo conmigo mismo –escribo a mí mismo–, y el otro (me) sigue esperando. La filosofía es encuentro, y por ello es milagro… ¡Maldito apóstata el mago de este ardid, quien con ilusiones vanas prestidigita lo asombroso! Mi única esperanza, el sentido último de mi vocación como profesor y escritor de filosofía, es silenciar mi canto, y dejar aparecer el coro de mis hermanos; es quebrar la vara del guía y ser tomado de la mano para caminar en compañía. ¡Qué gran comedia la de quien toma a su cargo la consigna de propiciar un encuentro! El encuentro que por ser tal es filosofía, y que sucede, sin técnicas ni previsiones. El encuentro que es diálogo por ser fluido, por no depender de nadie y ser de todos. Y, sin embargo, aquí estoy, escribiendo, hablando, mientras que tú lees y callas, lector –o al menos no podré jamás escuchar lo que me dices (pero, ¿podrías hablar si no te hablaran primero?)… Finalmente aquí estamos nosotros, (des)encontrándonos…

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Libertad, alteridad, nostridad

Homo homini quaestio est: el hombre es una cuestión para el hombre. La pregunta por uno mismo, por nuestro ser de hombre –pero aún más por nuestro ser este hombre–, urge tanto como un amanecer en una noche inhóspita. Como un náufrago sin orilla, como un hijo sin padre, como un músico sin oído, el hombre existe sin nombre, y, sin embargo, no lo anima otro anhelo que el de comprenderse a sí mismo, que el de nombrarse definitivamente. La filosofía, entendida como amor a la sabiduría, no es más que la tarea siempre incumplida de celebrar el propio bautismo: “quien recibe un nombre, recibe un destino” (dice el verso de Leopoldo Marechal), pero así estamos nosotros, sin nombre y sin destino. Aunque sería más apropiado decir que en nosotros se da el extraño caso de haber recibido un destino antes que un nombre: el destino de nombrarse. ¿O será que recibir el nombre hombre es recibir el destino de nombrarse? Sucumbir a la noche del anonimato es la primera gran tentación –¿o quizá la única?– a la cual debe hacer frente el hombre. Las posibilidades de dormir una vida son muchas y muy variadas. El hombre fue perfeccionando a la largo de la historia los métodos y las técnicas para lograr una verdadera dis-tracción, para mejorar la sutilísima capacidad de resbalar sobre la superficie de todo lo que aparece, y evitar así el necesario arraigo en aquello que importa y que sólo puede realizarse en la fidelidad renovada a su presencia siempre novedosa. La multiplicación de los cauces para distribuir el torrente desbordante de la vida humana no alcanza, sin embargo, para disimular la necesaria a-tracción que nos genera aquello que amamos: por ello necesitamos seguir creando nuevos instrumentos para la fragmentación de sí (¡no vaya a ser que perdamos nuestra única vida en una única apuesta!). Al menos podemos quedarnos tranquilos con que hemos ensayado miles de nombres –tantos como actividades, trabajos, viajes, hobbies, canales de televisión y páginas de internet, novias e hijos nos permitan. Nadie podrá decir que hemos puesto el corazón en un solo 15

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lugar. Y, sin embargo, permanecemos tanto más anónimos cuanto más prodigamos nombres propios. Como un actor sin rostro, nos lanzamos a un escenario distinto para interpretar, cada vez, un nuevo personaje… y somos todos los hombres sin ser ninguno. Nadie, empero, podría decir que el hombre no debe ensayar su nombre una y otra vez: no es hombre quien no se aventure por caminos vírgenes. ¿Cómo, pues, articular a la vez el ansia de unidad con la afirmación insoslayable de lo múltiple? ¿Cómo ser uno mismo a lo largo de todos mis actos? ¿Cómo reconocerse en el actuar y cómo actuar en el reconocimiento de sí?… Pretender una solución al enigma de sí no es sino separarse de la propia vida y pretender abordarla desde un panóptico sin tiempo ni lugar. ¿Podríamos al menos conocer nuestro nombre una vez muertos, analizados todos nuestros actos, transitados todos los caminos que hemos podido emprender, como quien comienza a resolver el recorrido del laberinto desde su centro? Vana hipótesis: primero, porque no sabemos si en la muerte seguirá existiendo algo así como una conciencia personal; segundo, porque aun cuando recoja en una narración mi pasado, ésta no sería más que una entre infinitas narraciones de mi propia vida: en efecto, ¿cuál de los caminos recorridos ha sido el auténtico, cuál aquél que permite comprender todos los otros, y a partir del cual se articula la narración? Trágicamente, hemos olvidado aferrarnos al hilo de Ariadna en el momento en que hemos traspasado las puertas del laberinto… y la vida parece ser, a la vez, un proyecto sin origen ni final, un proyecto abortado desde un comienzo, un proyecto ya comenzado y, necesariamente, inacabado por la muerte, que impide ser comprendida cabalmente como un todo definido. Hay, entonces, en el corazón mismo del hombre una paradoja que lo define inexorablemente, una paradoja que lo acompaña en cada uno de sus pasos, y sin la cual no podríamos hablar ni de pasos ni de camino: yo no soy lo que soy y soy lo que no soy, tal la paradoja existencial.1 A cada momento que nos detengamos a examinarnos como seres personales y únicos, como personas indivisas y diferenciadas, nos encontraremos con un alguien que no reconocemos. No estamos nunca seguros de quién sea quien está viviendo nuestra vida. Nos esforzamos, sin embargo, en lograr una conversión, una conquista definitiva de nuestra vida por uno mismo, como si quisiéramos desalojar a ese constante otro de nuestra morada interior. Y lo primero que nos proponemos es vivir nuestra vida, con la libertad de quien es in-dependiente (¿acaso la experiencia cotidiana no es la de la dependencia?), de quien no tiene lazos ni obligaciones, como una isla autárquica (autos-arché, que se explica/dirige/sostiene a sí misma desde sí misma). Sí, como sujetos sin sujeciones, podremos vivir la vida, y no ser vividos por otro. Sin embargo, apenas intentamos dar un paso hacia nuestra absoluta indepen1. A esta paradoja hemos dedicado varias páginas de nuestro primer libro: Ignorare Aude! La existencia ensayada. Buenos Aires: Ediciones Cooperativas (Instituto Acton Argentina), 2012.

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Libertad, alteridad, nostridad

dencia, chocamos con la falta de ese otro lugar adonde nos dirigimos, pues ¿acaso yo mismo no me presento como un otro lugar para mí mismo? Apenas atendemos a la exigencia de nombrarnos, nos encontramos con que el origen de dicha exigencia no se reduce a uno mismo. De ser así, la exigencia no sería sino identidad, y la identidad es, justamente, la que falta, y a la cual queremos llegar. Apenas nos afirmamos como sujetos de nuestra vida, comprendemos que la vida misma no es nuestra: la vida no tiene raíz en nosotros mismos, sino que, desde su expresión mínima, precisa de otros que la engendren. Apenas queramos erigirnos como sujetos de nuestros actos intelectivos, aparecen los fenómenos que nos enfrentan como lo que suscitan las propias ideas, siendo lo otro de la inteligencia lo que la fecunda. Apenas queramos afirmarnos como seres volitivos, libres, nos encontramos que sólo gracias a un rostro que nos interpela es que la voluntad despierta de su sueño de inocencia. Pero, además de todo esto, al afirmarnos como sujetos que se deben a sí mismos su propio ser, caemos en la terrible cuenta de que el Ser ya me ha precedido en la forma de una exigencia a ser uno mismo. Paradójicamente –y siempre se trata, en última instancia, de habitar (en) la paradoja–, la única forma de afirmarse como sujetos libres es saliéndose del círculo egoísta de un sujeto que se satisface a sí mismo: si no hay un otro que yo, el yo no es libre de librarse de sí mismo, es decir, no es capaz de salirse de la identidad lógica y sin vida del “yo soy yo”. Debemos apuntar aquí una primera consideración respecto a la alteridad fundante de la ipseidad: afirmar la necesidad de un otro para librarse de la totalidad-mismidad, no es introducir la negación como momento dialéctico. Tanto el mundo en el que habito, como la vida que vivo, como los fenómenos que articulo con sentido, como los rostros que me interpelan, como el Ser que me empuja a realizarme, no pueden ser la mera negación de mí mismo desde el momento en que yo soy mundo, soy viviente, soy pensado, soy amante, y, simplemente, soy. La alteridad no es lo no-yo, pues no puedo pensar el yo separadamente de la alteridad, ni pensar lo otro sin uno mismo. (Como la idea celular de una sinfonía, la paradoja vuelve a irrumpir en la partitura). La dialéctica negativa no puede establecerse sin optar por uno de los polos de la paradoja existencial, es decir, sin destruir la paradoja misma (en) que habito. Aún más, como toda dialéctica, la afirmación de un polo termina con la afirmación del otro polo en el modo de una subsunción: se tratará, pues, o de la conquista de la alteridad por la mismidad, o de la mismidad por la alteridad. Pero, si hay una victoria definitiva de cualquiera de los dos polos, ¿cómo podríamos dejar subsistir la polaridad? La paradoja, pues, impugna a la vez tanto una síntesis como una identidad entre los polos en tensión. Pero, entonces, ¿yo no soy lo que soy, y soy lo que no soy? Tal es la única alternativa para comprender la existencia. Soy mundano sin ser el mundo, soy vivo sin ser la Vida, soy amante sin ser el amado, soy sin Ser. La alteridad me realiza como siendo lo propio, y lo propio es ser otro que sí. Es preciso entender, pues, que la mismidad 17

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y la alteridad, sin encontrar una síntesis que los sobrepase ni una identidad que los neutralice, se (des)encuentran en su comunión. Habitar (en) la paradoja es habitar (en) la comunidad. Y la comunidad es tal en tanto que la pensemos como comunión, y no como un tercer polo que sirve de cópula o síntesis de los otros dos polos. No podemos pensar la comunidad porque no podemos pensar la paradoja; el yo y lo otro no pueden pensarse sin lo impensado de la comunión que los manifiesta. ¿Es que podemos, entonces, afirmar la irreductibilidad de la comunidad? ¿No es acaso la comunidad reductible o bien a lo propio, o bien a lo otro? De ser así, deberemos olvidarnos de la paradoja, o mejor, de la indubitabilidad de una existencia que se presenta siempre como siendo una y otra a la vez. Mantenerse en la paradoja –por difícil y arduo que sea– es, a su vez, entrar en el tiempo, o mejor habitar (en) la temporalidad. En efecto, suponiendo que se trate de un sujeto sin sujeciones, autárquico, el tiempo o la temporalidad misma del existente resulta inexistente o vana. Si el existente ya es uno consigo mismo, con una identidad lógica que lo cierra a cualquier variación, entonces: o bien el tiempo discurre –ese chronos que avanza como un tren al compás único de los latidos del segundero–, pero no deja al existente ningún tipo de comercio con él –¿le importa saber al tren adónde nos bajamos?–, o bien el tiempo no existe en absoluto –¿para qué hablar de tiempo allí donde falte la experiencia del cambio?–. Pero, ¿acaso tiene sentido hablar de un tiempo ajeno al existente? Decir que la temporalidad es vana por la inmovilidad o inmutabilidad o in-discontinuidad de una subjetividad definida, ¿no es lisa y llanamente perder el tiempo mismo? Pero, ¿acaso la definición en la existencia tiene lugar tan solo en el polo del mismo? Como ya hemos señalado, también el polo alter puede constituirse como elemento cerrado, como el amo que me apresa y que ordena, como quien no necesita de mí porque yo mismo me reduzco a su llamado. El tiempo, o la temporalidad del existente, implica una in-definición, una dis-ponibilidad, que ponga en jaque la autarquía de la libertad personal, así como la autarquía de un otro que me interpela. Ya sea el uno, ya sea el otro, el fantasma de un motor inmóvil, de una subjetividad que mueve sin moverse, nos asalta sin cesar con los embates de la definición y de la lógica predicamental. El tiempo exige la mismidad, así como exige la alteridad, pero lejos estamos de respetar la temporalidad si nos quedamos o bien con lo uno, o bien con lo otro. Por el contrario, la temporalidad es siempre el estar uno con el otro en una realización común de uno y del otro. Solo hay un tiempo: el del nosotros. La temporalidad del nosotros es la temporalidad de la libertad en el mundo, de la libertad en la vida, de la libertad en el amor, de la libertad en la esperanza. Mundo, vida, amado, Ser, Dios (para la conciencia religiosa): la libertad se realiza en la comunión con todos ellos, y fuera de la comunidad mundanal-vital-intersubjetiva-ontológica-religiosa, no hay ni yo ni mundo, ni yo ni vida, ni yo ni alter ego, ni yo ni Ser, ni yo ni Dios. Habitar (en) la temporalidad es realizarse en la comunidad. Y la comunidad es com-pro18

Libertad, alteridad, nostridad

miso, es decir, un estar-arrojados-hacia-adelante-conjuntamente. El esse mundano, viviente, intersubjetivo, ontológico y religioso, es co-esse, y el co-esse no es ni una propiedad accidental o contingente, ni un tertium quid, es decir, una instancia de síntesis (aunque podríamos utilizar el término sin-thesis si lo entendemos en su sentido etimológico). La comunidad no es sino la condición de posibilidad de la simbiosis: la vida (bios, en el sentido amplio de existencia) es vida en comunión. Toda pro-mesa, todo estar arrojado en la existencia al modo de proyecto libre, es compromiso: la libertad se realiza en comunidad. Tomemos la experiencia de la promesa en su forma más cotidiana: la de la palabra dada a un otro. Uno mismo se arroja hacia adelante en el modo de un proyecto que implica la participación de un otro. Ahora bien, nos encontramos con una aporía: al prometer, o bien uno mismo reconoce a un tú, o bien un tú suscita la respuesta de un yo. En cualquiera de los dos casos, tanto el uno como el otro aparecen, se manifiestan, se hacen presentes, antes de la promesa misma, pues de lo contrario la promesa sería impersonal y, por tanto, infructuosa. Ni mi promesa hace aparecer al otro, ni el otro que me solicita hace aparecer al yo que promete. Por el contrario, es la comunión del uno y del otro lo que hace posible la promesa, es decir, la comunidad misma es el horizonte de manifestación del uno y del otro que se eleva a una revelación superior en la pro-fesión de la pro-mesa. En otras palabras, la promesa es compromiso porque no surge ni de uno ni del otro, sino que surge de la misma comunidad que hace presentes al uno y al otro. Ya desde siempre y para siempre, el uno y el otro, el yo y el tú, se encuentran juntos en el estar arrojados hacia adelante en el modo de un proyecto común. Introduciendo palabras inexistentes, podríamos afirmar, así, que todo pro-yecto es com-pro-yectivo. Llamaremos, pues, nostridad a la fuente misma de la cual surge el yo y el tú. Pero volvamos a insistir en que esta nostridad no puede considerarse ni como un tertium quid, ni como una instancia de superación y de síntesis. La nostridad es la palabra que designa a la paradoja del existente, por lo cual no podemos definirla ni pensarla, sino tan solo atestarla, dar testimonio de ella. Quizá el tesoro más rico que puede brindarnos la religión es esta conciencia de la re-ligación del existente libre con el mundo que habita, con la vida que vive, con el otro que es mi hermano, con el Ser en el que adquiero consistencia, con el Dios con quien me alío. No hay persona sin religación, no hay libertad sin comunión, no hay realización sin participación. Aún más, no es tanto en la experiencia de la promesa efectivamente realizada y lograda, sino en la experiencia de la traición donde podemos buscar un acceso más rotundo a la nostridad. En efecto, la traición supone el quiebre de la comunidad en la que el yo y el tú se realizaban y, por tanto, supone que ni el yo ni el tú podrán realizarse a ellos mismos en el proyecto conjunto en el que se habían embarcado. Por un lado, el nosotros realizado por la promesa se destruye en la traición, sin embargo, por otro lado, la nostridad permanece aún en la traición, dado que la traición se reco19

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noce como tal por la persistencia indestructible de la comunidad herida. En otras palabras, solo puede haber traición donde hay promesa, y solo hay promesa en el compromiso, por lo cual la traición supone como su condición misma de posibilidad la nostridad. Hasta tal punto la traición supone la comunidad, que el acontecimiento del perdón sólo puede irrumpir desde la comunidad: perdonar significa sanar la herida del nosotros abierta por la traición, es decir, volver a comprometerse. Pero poder volver al compromiso supone que el yo y el otro siguen apareciendo en el horizonte de su fenomenicidad dada por la nostridad. Si la traición supusiera una destrucción de la nostridad, entonces no cabría la posibilidad del perdón, puesto que desaparecería a la vez quien perdona y quien es perdonado. La traición, empero, no se presenta tan solo como un acto aislado por el cual una de las partes involucradas en un proyecto común se retira dejando la comunidad misma en la que habitaba. La experiencia de la traición, por el contrario, es un modo de involucrarse aún más en la comunidad, en tanto que la traición suscita y despierta en su lucidez la experiencia de “estar en falta”. Esta experiencia que aqueja a todo hombre que se digne de llamarse tal, es una de las experiencias filosófico-metafísicas más contundentes que podemos detectar en lo humano. Cada uno de nosotros siente a cada momento que su deuda es infinita, es decir, que se encuentra arrojado en la existencia al modo de un moroso incapaz de saldar su deuda, y que a cada instante incrementa su mora en cada acción que realiza. En efecto, nunca amamos todo lo que podemos amar, nunca atendemos todo lo que podemos atender, nunca pensamos lo que podemos pensar, ni sentimos lo que podríamos sentir. La noción misma de pro-yecto implica, ya, lo que podríamos llamar, no sin cierta ironía, una “financiación ontológica”. Si la libertad fuera autosuficiente o autárquica, y respondiera tan solo a sus propias demandas, entonces, como ya hemos señalado, no habría experiencia del tiempo, ni tampoco, entonces, experiencia de “estar en falta”, pues ¿respecto a quién sino a la Alteridad que nos llama y nos interpela –en todos los niveles de la existencia– podríamos considerarnos en deuda? La tragedia del existente se encuentra justamente en que ninguno de sus actos libres puede realizar o responder definitivamente a los llamados de lo Otro, por lo cual ser libre significa “estar en falta”. Pero subrayemos, aún, que este estar en falta no es solo respecto a un Otro, sino, como se desprende de lo que ya hemos propuesto, respecto al Otro con quien comulgamos. Es decir, estar en falta es estar en deuda con el Otro y con uno mismo al mismo tiempo o, en otras palabras, afirmar la gestación perpetua de una comunidad nunca totalizada. De allí que la experiencia de la deuda no sea privativa de uno mismo, sino que es, también, propia de la experiencia del Otro. En la deuda infinita que implica ser libre, quienes comulgan se sienten recíprocamente deudores, por lo cual se reconocen esencialmente impotentes para sostener debidamente la comunidad que realizan. Pasamos, así, al reconocimiento de la más profunda impotencia en el seno de la 20

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potencia humana llamada libertad: ser libre significa estar en falta, es decir, el “yo puedo” no se separa de un radical “yo no puedo”: ¡ecce incapax homo! La ilusión de una libertad autárquica esconde como su secreto más íntimo y mejor guardado la impotencia esencial que la define: actuar libremente no es tanto responder a la llamada, como quedar siempre en falta respecto a ella, y reconocer la deuda. De aquí que el reconocimiento ontológico más contundente que pueda realizar el hombre sea el reconocimiento de su propia impotencia como lo definitorio de sí. Y aquí es preciso hacer una observación: solo puede considerarse impotente quien se considere potente, es decir, solo puede acceder a la impotencia quien es poderoso. Por ello, la libertad como la mayor de las potencias que podamos conocer o imaginar, reconoce la mayor de las impotencias posibles: la de no ser libre. No soy libre de responder cabalmente a las llamadas que provienen de lo Otro y que sostienen y posibilitan mi libertad. Mi libertad se estrella contra la esclavitud de su propia finitud. De aquí que el estar en falta, como la experiencia que denuncia la radical impotencia de la libertad humana, sea aquella que nos pone frente a nosotros mismos y frente a la comunidad en la que participamos. ¿Cómo podríamos, en efecto, reconocer la impotencia si no es reconociendo una comunidad en perpetuo e incesante tránsito de realización? La impotencia, pues, es el síntoma de la nostridad, síntoma que la potencia ilusoria de la libertad autosuficiente anestesiaba y ocultaba. Ser libre es ser impotente, es estar en deuda infinita con el Otro y conmigo mismo en el seno de la comunidad que nos deja ser uno y otro. No podría haber experiencia de la impotencia y de la falta sin que hubiera experiencia primaria de la comunidad que nos realiza como existentes libres. Por esta razón, también, es en la experiencia de la impotencia donde los hombres se hermanan más estrechamente, pues en el reconocimiento de la infinita deuda en la que todos nosotros nos encontramos, no cabe ningún tipo de privilegio, superioridad, preeminencia, etc. No hay riqueza material ni espiritual que baste para saldar la deuda que todos hemos contraído por ser libres respecto a la nostridad, es decir, por estar comprometidos. En la impotencia todos somos iguales, y solo el reconocimiento de la impotencia radical de la libertad nos abre, por una parte, a la afirmación del otro como mi igual, como mi hermano, y a la solicitud del otro como mi acompañante, como mi socio y colaborador. En otras palabras, la fraternidad entre los hombres supone la comunidad que los aúna, y la comunidad del nosotros que los hace ser hermanos solo puede afirmarse en la conciencia de nuestra impotencia radical. La fraternidad humana se sostiene sobre la sim-patía, es decir, sobre la pasión conjunta de libertades movidas desde algo otro e incapaces de responder efectivamente a los llamados que la despiertan. La fraternidad no está basada sobre la actividad común, sino sobre la pasión común, pues ¿cómo podríamos fundarla sobre la actividad común, si la experiencia de la falta no hace más que denunciar la supuesta efectividad de la actividad libre? En rigor, la libertad como actividad y 21

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efectuación solo puede comprenderse y afirmarse desde la pasividad radical de la misma libertad, por lo cual los hombres se reconocen hermanos por comulgar todos en esta misma pasividad que es siempre un hospedaje a la Alteridad en lo Común. Claro que, en este sentido de hospitalidad u hospedaje de lo Otro en lo Común, habría ya actividad, y eso muestra que tanto la categoría de pasividad como la de actividad son absolutamente insuficientes para comprender la existencia. Sin embargo, lo que quiere subrayarse cuando hablamos de pasividad radical de la libertad es su carácter de ser-llamada o interpelada, es decir, su carácter segundo respecto a un primer movimiento que la suscita. Brevemente, la pasividad radical señala hacia una libertad responsiva, una libertad entendida como respuesta a otro, para impugnar la noción de una libertad autárquica o positiva (en tanto que pone las realidades desde sí misma y por sí misma). Entendido de este modo, el hombre adquiere una dignidad irrecusable no desde la auto-afirmación de sí gracias a determinados actos racionales o volitivos, sino que la dignidad del hombre no es más que su ser afirmado por un otro con quien comulga, desde la pasividad radical de sus libertades, desde sus miserias solicitantes, desde sus poderes responsivos y colaborativos. El otro hombre es un ser que tiene una dignidad inviolable, que no puede ser utilizado instrumentalmente, porque en rigor no hay hombre que pudiera utilizar a otro como instrumento. En efecto, instaurarse como instrumentador del otro es querer afirmarse desde una libertad autárquica: se entiende que mi libertad tiene necesidad del otro como si este otro fuera una mera prolongación de mis poderes de afirmación (que es lo propio de un instrumento). Por el contrario, la necesidad del otro es del orden de la creatividad, es decir, una necesidad que se afirma no desde la insuficiencia de un acto ya constituido, sino desde la generación del acto mismo, pues ¿qué es mi acto libre sino una respuesta a otro? De no haber otro, de no haber más que un otro instrumental, no habría acto libre. La dignidad personal se reconoce en esta constante llamada que proviene del otro y que no puedo desoír más que quebrando la comunidad que nos lleva a la luz de la revelación mutua. La dignidad personal no es más que el signo de pertenencia de uno y de otro en la nostridad, por lo cual no hay una conciencia afirmante de la dignidad de una otra conciencia, sino que se trata de una comunidad originaria y simpática a partir de la cual puede realizarse toda conciencia en la reciprocidad. La fraternidad es el suelo mismo del reconocimiento de la dignidad personal, es decir, el suelo a partir del cual un ser puede afirmarse a sí mismo como ser libre. Pero es necesario señalar, aún, otro elemento: toda fraternidad implica una paternidad. ¿Cómo podríamos afirmar una igualdad entre los hombres a partir de su pasividad radical sin una Alteridad radical que las despierta desde lo más profundo de ellos mismos? Debemos ser cuidadosos, de todos modos, de no extrapolarnos a discursos religiosos, pues si lo hiciéramos, estaríamos reduciendo tanto la religión a la ética, como la ética a la religión. Sin embargo, podemos entender mejor el símbolo de un 22

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Dios Padre a partir de la comunidad humana, y liberar su riqueza significativa. Lo que aquí interesa subrayar es que la nostridad, entendida como la comunidad en la cual un yo y un tú llegan a ser un yo y un tú, supone la pasividad radical tanto de uno como del otro. Esta pasividad radical, pues, no tiene un solo sentido, una sola intencionalidad ética hacia mi hermano, sino que, al ser radical, supone una intencionalidad de la persona como totalidad. Como ya habíamos dicho al comienzo del ensayo, la persona comulga no solo con los otros hombres, sino también con el mundo, con la vida y con el Ser. En última instancia, es esta comunión con un Absoluto, con un Infinito, lo que caracteriza a la pasividad como radical. Si no dependiéramos en nuestro propio ser de un Ser-Otro con quien comulgo, entonces esta pasividad sería segunda, puesto que ya habría una primera afirmación del ser de sí y de su libertad a partir de la cual, luego, se tornaría pasiva respecto a alteridades secundarias. ¿No sería otra forma de afirmarse como potencia instrumentalizadora? La única manera de impugnar tanto una libertad como una racionalidad instrumental es la de afirmarse como seres finitos, como seres creados, en tanto que dependientes hasta la médula de una Alteridad Infinita que es la primera afirmación de sí. Empero, esta Alteridad Infinita es, desde que me despierta, una Alteridad Dialogante, una Alteridad con la que comulgo, por lo cual habría un nivel de nostridad con respecto al Ser. Pero de ser así, las nociones mismas de Absoluto y de Infinito también se encontrarían modificadas, puesto que, si pudiera hablarse de un Dios personal –este Otro que me llama– es en tanto que Él mismo se encuentra solicitado por el hombre, es decir, en tanto que su misma Libertad es también Respuesta. ¿Hay lugar, entonces, aquí, para un Dios omnisciente, omnipotente, eterno? Pareciera que, si queremos seguir comprendiendo la libertad como respuesta y participación, deberíamos afirmar también una Pasividad Radical del Ser y de Dios, lo cual parece lanzarnos a una reconsideración profunda de la ontología y de la religión desde el horizonte de la nostridad. Una reflexión obligada debiera hacerse respecto al lenguaje simbólico como el lenguaje apropiado para reconocer la nostridad y, por tanto, para afirmar la propiedad y la alteridad recíprocamente. El sím-bolo, como significación lanzada conjuntamente, es el reflejo mismo de la paradoja existencial: el símbolo está a mi disposición y no lo está a un tiempo, razón por la cual éste revela al ocultar, y oculta al revelar y, por lo cual, al decir de Paul Ricoeur, “el símbolo da que pensar”. Por otro lado, en el símbolo nos comunicamos comunitariamente, pues el símbolo no es una significación unívoca teorética, sino más bien una significación práctica y vital. Vivimos (en) el símbolo, habitamos (en) el símbolo, en tanto que nos brinda el suelo mismo de toda práctica libre. En efecto, el símbolo, a diferencia del concepto, es correlato de la pasividad radical de la libertad, pues no surge de una actividad abstractiva, sino que siempre se encuentra más allá, en exceso, respecto a toda significación efectiva que podamos darle (razón por la cual el símbolo nunca está a nuestra disposición, 23

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tal como muestra la imposibilidad de una definición del símbolo). Jung ha visto muy bien esta pasividad respecto al símbolo, y la relación dialéctica y creativa que el hombre tiene con el tesoro simbólico. En un mundo constituido desde las significaciones unívocas conceptuales, la libertad no sería posible, y al claudicar al símbolo estaríamos retornando a una subjetividad instrumentalizadora, que afirma lo real desde sí misma. En el símbolo, la Alteridad se hace presente y me llama e interpela, me despierta y me revela, porque el símbolo es comunidad con el sentido, y no mera producción de sentido. Por ello, en el bagaje simbólico, encontramos la articulación misma de la comunidad, por lo cual entendemos por qué el ser comunal de una determinada comunidad se encuentra en jaque cuando se la priva de sus símbolos (como sucede, por ejemplo, con las comunidades indígenas sudamericanas). Allí donde falte lo simbólico, abundará la alienación. Somos conscientes de que un ensayo de esta envergadura no puede ser más que programático, proponiendo líneas y horizontes de reflexión. En última instancia, este ensayo y su propuesta esencial encuentran su justificación en el reconocimiento de la paradoja existencial misma, por la cual soy lo que no soy, y no soy lo que soy. La persona no es más que la expresión de la paradoja misma, paradoja que se da en todos los niveles de la existencia, y que la engloba en su totalidad como intencionalidad paradójica. La paradoja solo podrá subsistir como paradoja en tanto que una definición de sí mismo por sí mismo y desde sí mismo sea impugnada. La nostridad, entonces, es la clave hermenéutica para habitar (en) la paradoja. La tarea de nombrarse, pues, no podrá ser separada de la posibilidad de ser nombrados, o aún más de nombrarnos en el seno de la comunidad. Nunca la existencia podrá recibir un nombre definitivo, porque la comunidad misma en la que se realiza se encuentra en constante realización. Será tarea de la filosofía articular la paradoja a partir de las experiencias concretas de la existencia, y devolver el sentido de lo humano adonde pertenece: lo otro con qu(i)e(n) el hombre comulga.

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El llegar a ser sí mismo Ensayo sobre el Libro Rojo de Jung

Ciertamente, el camino más arduo es el camino que lleva a uno mismo. Pocos libros hay que reflejen el drama de asumirse como existentes libres, personales y únicos, como/* el Libro Rojo de Jung: en él encontramos –de modo asaz patético y poético– el camino mismo del gran pensador suizo, como si se tratara, a la vez, de un diario íntimo y de un Evangelio. Todos los caracteres, todas las ilustraciones, su misma encuadernación, son testimonio de un tesoro intransferible que guarda a la vez la clave de la esencia individual del protagonista, y la puerta misma a Aquello en donde dicha esencia puede ser realizada. Pero, a la vez, el mismo hecho de que su drama se haya materializado en un libro de esas características, es un manifiesto de que nada referente a lo humano le es ajeno. Paradójicamente, en lo más íntimo se encuentra el único puente que nos lleva hacia nuestros hermanos. Aún más, ya la utilización de imágenes y de palabras para descubrir lo propio y lo allende, es también un indicio del carácter común de la búsqueda y del destino humano. No es que se trate, por ello, de un “manual de la existencia” (¡qué horrenda profanación!), como si todos debiéramos encontrar en la huella de Jung el camino a seguir, sino que, por el contrario, su poder de inspiración se encuentra en la singularidad de la búsqueda misma, o mejor, en la exhortación a emprender el camino original que nos es propio. He dicho antes que el Libro Rojo es, a la vez, un diario personal y un Evangelio: creo que, en rigor, Jung nos ha querido mostrar que ambos formatos no son sino uno solo. ¿De qué camino hablamos cuando hablamos del camino a uno mismo? A mi parecer, tal es la cuestión central del Libro Rojo de Jung. A través de todas sus páginas, podemos ver cómo este camino no está de ninguna manera determinado de una vez para siempre, ni tampoco recorrido en su totalidad. No es ni un camino trazado dentro de uno mismo, ni uno hollado fuera, sino que se trata de la síntesis de lo 25

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uno y de lo otro. Algo, al menos, es claro: el camino a uno mismo solo puede ser el propio camino, y sólo cuando transitemos el camino apropiado podrá advenir lo que tanto ansiamos: nuestro nombre. El camino a uno mismo es horroroso y terrorífico justamente por esta falta absoluta de criterio, de ejemplo o de vía obligada, puesto que lo terrorífico es pisar el verde virgen de los caminos no hollados. El camino está dentro nuestro, y solo nuestro andar es hacedor del camino propio. Por ello, Jung ya nos advierte al principio del libro que él no viene a enseñar nada: “El camino está dentro nuestro, no en los Dioses, ni en las enseñanzas, ni en las leyes. Dentro nuestro está el camino, la verdad, la vida”.2 Sin embargo, el camino propio no se revela a una intimidad cerrada sobre sí misma (la de un egoísmo individualista e inconsistente), sino en la intimidad más profunda donde albergamos un Otro, en un “interior intimo meo” (al decir de San Agustín) en el que una voz, a la vez extraña y propia, nos habla. Este Otro en nosotros no puede ser determinado en ningún sentido, pues en cuanto tal escapa al poder de las palabras y del entendimiento, sin embargo, este Otro nos acompaña y guía a través de los símbolos y de las imágenes, a través de los muertos y de los dioses, de los mitos y de las fábulas. Este intimísimo Otro nos habla en el silencio sugerente de los Arquetipos, del lenguaje misterioso, poético y numinoso de la memoria primordial de los hombres, guardada como su joya más preciada, y que recolecta la escucha de lo divino de los primeros hombres. Solo en la mediación de los símbolos podemos llegar al encuentro con lo Inmediato del sí mismo, que es a la vez lo propio y lo ajeno, puesto que –como enseña Filemón en su sermón a los muertos– lo uno y lo otro viven en el Pleroma, en el todo del cual todas las cosas participan.3 El camino a uno mismo es el camino menos transitado, y aquél que genera el horror más acuciante. Empero, aunque dicho camino haya sido desde siempre el más evitado por el paso del hombre, el “espíritu del tiempo”, del nuestro ante todo, nos invita especialmente a no emprenderlo, aconsejándonos siempre a reposar en el orden y el sentido del mundo y de uno mismo, construidos sobre las bases del valor, del uso y del significado. Su arma más poderosa es la palabra, que define los objetos y permite manipularlos. Nada cae en lo azaroso ni en lo oscuro, sino que, en la era de la técnica, todo nos es transparente, claro y, por ello, a disposición de nuestros caprichos. Pensar lo impensable, el sin-sentido, el caos, lo posible, no entra en la consideración del “espíritu del tiempo”. Pero lo que la palabra cierra, lo abre el símbolo: “No hay demasiadas verdades, sino solo unas pocas. Su significado es demasiado profundo como para asirlo excepto en símbolos”.4 Justamente, es el “espí2. Jung, Carl Gustav. The Red Book. Liber Novus. New York-London: W. W. Norton & Company, Philemon Series, 2009, Liber Primus, p. 231. En adelante, citaremos LR seguido de la página correspondiente a la edición citada. Las traducciones son nuestras. 3. Cf. LR, Scrutinies, {6}. 4. LR, Liber Secundus, cap. Xiii, p. 291.

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ritu de las profundidades” aquél que lleva hacia las cosas últimas y más simples, y que ha puesto a Jung al servicio de lo inexplicable y de lo paradójico. Esto no significa, sin embargo, dejar de lado un espíritu por el otro, sino situarlos a ambos en el único camino que lleva hacia uno mismo y que abre el horizonte para que aparezca Aquello que deba advenir. Sin que podamos renunciar al sentido ni al sin-sentido, debemos emprender el camino de lo que acontece. Mientras que el sentido y el orden se encuentran en lo que ya ha venido, sin estar adviniendo más, el sin-sentido y el caos no permiten tampoco ningún acontecer, pues falta el horizonte mismo que haga posible su advenir. El supremo sentido, pues, se encuentra en el maridaje del orden y del caos, que nos lleva más allá de la división entre sentido y sin-sentido. No se trata nunca de negar los polos opuestos y en tensión, sino que se trata de vivir la tensión misma y reposar en la paradoja: no se trata de síntesis superadoras, sino de la pasión de la contrariedad, que nos cuelga entre el cielo y el infierno en el árbol de la vida.5 Pero el “espíritu del tiempo” no nos tienta tanto con la posibilidad de dominar el mundo de afuera –sean cosas u hombres–, como con la posibilidad de dominarse a uno mismo. Es decir, la tentación de no andar el camino a lo propio no se encuentra tanto –aunque tenga un peso particular– en la alienación de sí en las técnicas de manipulación de lo externo, sino en la alienación de uno mismo en sí mismo, a partir de las técnicas de manipulación de lo interno. El Liber Primus va a enfrentar justamente esta primera cruzada contra el héroe en nosotros, es decir, contra la imagen moral de uno mismo, producto de las prácticas de las virtudes, que oculta la totalidad de lo personal, encubriendo la maldad bajo el maquillaje de la bondad. No reconociéndose viles, los hombres proyectan su alienación en sus hermanos, y el héroe mata al minotauro, que no era otro que él mismo. En orden a emprender el camino a uno mismo, es necesario abrazar la totalidad de la experiencia existencial del hombre, en su grandeza y en su miseria, puesto que ambos contrarios son en realidad uno, el árbol mismo de la vida, que hunde sus raíces en los suelos del Infierno y busca en las alturas las moradas del Cielo. Debemos por ello saber, no la diferencia entre el bien y el mal, sino tan sólo el sentido del camino de la vida, que es un camino ascendente desde lo Bajo hacia lo Alto.6 El primer libro del Libro Rojo busca la desapropiación de la imagen del héroe como imagen de la realización de sí mismo, puesto que el héroe no asume la totalidad de la existencia, sino que la mutila en pos de una bondad vacía y hueca (pues le falta la consistencia que le brinda su contrario), generando así la violencia del hombre contra el hombre: la falta de reconocimiento de nuestra profunda maldad traslada lo monstruoso hacia lo otro. Se insinúa aquí un tópico de la sinfonía junguiana: hay que abrazar todo lo humano para comulgar con todos los hombres. Para destronar al héroe en nosotros, Jung tomará a su Alma –un Arquetipo de 5. Cf. LR, Liber Secundus, cap. xxi. 6. Cf. LR, Liber Secundus, cap. xvi.

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especial importancia– como la guía hacia sí mismo, en un camino que lleva a la soledad, al sacrificio y al desierto. El Alma, que nos habla en sueños,7 nos muestra el camino a la verdadera soledad, que es el desierto de uno mismo, para que vivamos como Cristo en un camino de vaciamiento y anonadamiento en promesa de lo venidero, de la trascendencia divina.8 Y para ello, debemos abandonar primeramente las intenciones, los para qué y los por qué, puesto que la intencionalidad implica delimitar un horizonte para trazar un mapa de acción, una pre-tensión hecha pronóstico y pre-dicción de lo que sucederá, que no deja el espacio para que la verdad irrumpa.9 El héroe como ideal de vida nos ciega y no permite en su idealidad manifestar la vida misma, la vida que es a la vez bien y mal, luz y oscuridad, abismo y altura. La vida es fluyente y recorre las zonas ensombrecidas y las luminosas con un mismo andar: el sentido y el absurdo son tan solo momentos de un mismo fluir.10 Cuando una instancia del movimiento se congela, entonces el estadio mismo se torna cadáver, y entonces la vida se detiene. El movimiento implica un morir y un renacer necesario. Por ello hay que asesinar al héroe en nosotros, y dar a luz a un nuevo Dios, que nazca de las profundidades y se eleve a las alturas, sin claudicar jamás a la tarea de ser sí mismo: “Vivir uno mismo significa: ser la propia tarea. Nunca digas que es un placer vivir uno mismo. No será una alegría, sino un largo sufrimiento, puesto que debes convertirte en tu propio creador”.11 Pero ser el propio creador implica no detenerse jamás en el movimiento que lleva siempre al sí mismo, siendo el símbolo la ocasión para que uno se transforme en un otro que sí mismo, un otro que ya era pero que no quería enfrentar. Sólo el símbolo abre las puertas a uno mismo, a la propia interioridad, y abre la puerta como quien abre un horizonte infinito a transitar. Podríamos decir que el símbolo –esta riqueza de la humanidad– es un fenómeno saturado (al decir de Jean-Luc Marion) en tanto que quiebra toda posibilidad de categorización o de univocidad en la interpretación: aún más, quiebra los mismos horizontes desde los cuales abordamos un fenómeno, llevándonos a un lugar novedoso en que el sentido anterior pierde vigencia y nos hundimos en un sin-sentido que, sin embargo, será el trampolín mismo de una nueva instancia de significación.12 De allí el terror y la fascinación ante el encuentro con los símbolos: 7. Cf. LR, p. 233. 8. “You should be himself [Christ], not christians but Christ, otherwise you will be of no use to the coming God” (LR, p. 234). 9. “Do you still not know that the way to truth stands open only to those without intentions? (…) We tie ourselves up with intentions, not mindful of the fact that intention is the limitation, yes, the exclusion of life. We believe that we can illuminate the darkness with an intention, and in that way aim past the light. How can we presume to want to know in advance, from where the light will come to us?” (LR, Liber Primus, pp. 236-237) 10. Cf. LR, Liber Primus, cap. Vii. 11. LR, Liber Primus, cap. X, p. 249. 12. “El proceso simbólico es un vivenciar en imagen y de la imagen. Su desarrollo muestra por lo

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al modo de lo numinoso (en el sentido de Rudolf Otto), el símbolo –ciertamente sagrado– aparece a la vez como mysterium tremendum et fascinans; de allí el horror y la consternación, la maravilla y el vértigo, que despierta el diálogo de Jung con los símbolos de los sueños y visiones. La muerte del héroe, primer tramo del camino hacia sí mismo, culmina en la aceptación de la integralidad del hombre en su aspecto racional y pasional. Elías y Salomé –sus símbolos respectivos en Jung– no son sino partes de uno mismo, partes indiscernibles de la totalidad personal. Sacrificar una por la otra no es sino anularse a uno mismo en cuanto tal. Solo en la aceptación de esta tensión puede revelarse la divinidad, a la cual el hombre aspira incesantemente. Pero la divinidad que surge de estas profundidades, que es hija de la cópula entre pasión y razón, entre amor y conocimiento, nos invita, no a redimirnos en el héroe como ideal a seguir, sino a volvernos un Cristo, un ungido por el Dios, que debe atravesar los tormentos de la cruz para llegar a ser sí mismo. Nada ni nadie puede excusarnos de nosotros mismos y del peso de nuestra individualidad. Y pasar por el camino de la cruz es querer ser el otro de uno mismo: “porque quiero ser también mi otro, debo convertirme en Cristo. Soy hecho en Cristo, y debo sufrirlo”.13 Sin embargo, el camino no culmina en la impugnación del héroe, sino que debe continuar en el proceso del nacimiento y de la muerte del Dios. El Liber Secundus recorre este segundo trecho hacia el sí mismo. No sólo debemos olvidarnos del héroe como el ideal que debemos imitar para llegar a ser nosotros mismos, sino que también, en la fuerza misma de nuestra libertad que da vida a Dios a través de la imagen y del símbolo, debemos hacer posible el amanecer de lo divino para obligar luego su ocaso. En efecto, tampoco el Dios puede ser Aquél que toma nuestra vida en sus manos para redimirla, sino que debemos permitir que el Dios se aleje de nosotros mismos, tome distancia, para que lleguemos a ser hombres. Cristo deja lugar, entonces, a Filemón: ya no se trata de un Dios que se hace hombre y carga con la humanidad, con el tormento y la cruz, para exceptuarnos del sufrimiento y abrirnos los Cielos, sino que se trata del mago que nos obliga a tomar el propio camino, a abrazar la propia cruz y abrazar nuestro propio tormento y sufrimiento. Dios ya no es respuesta, sino pregunta Infinita; es Aquél que nos hacer ser cuestión para nosotros mismos. Sólo quien nos abandona a nosotros mismos es profeta y mensajero del verdadero Dios, íntimamente distante y lejanamente íntimo. regular una estructura enantiodrómica como el texto del I Ging y presenta por lo tanto un ritmo de negación y posición, de pérdida y ganancia, de claridad y oscuridad. Su comienzo se caracteriza casi siempre por un callejón sin salida u otra situación imposible; su meta es, expresada en general, el esclarecimiento o una más elevada conciencialidad, con lo cual la situación de partida se supera en un nivel más alto” (Jung, Carl Gustav. “Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo”, en: Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós, 1984, p. 45) 13. LR, Liber Primus, cap. Xi, p. 254.

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El camino hacia uno mismo es siempre hacia adelante: uno avanza, y debe dejar atrás todos los posibles resabios de anteriores templos, sin mirar hacia atrás ni anticipar lo que el cielo celeste podrá brindar. Así, el camino apunta hacia el Este, hacia donde el sol aparece, puesto que ser hombre es conectarse con lo solar: “Quiero existir desde mi propia fuerza, como el sol, que da luz y no que la toma. Eso pertenece a la tierra. Vuelvo a llamar a mi naturaleza solar y quisiera apresurarme a mi amanecer”.14 Sin embargo, el hombre no es el Sol, ni puede alcanzar el Este: el encuentro con Izdubar, el ciudadano de la luz, es el regalo mismo de lo divino, en tanto que asegura la presencia dialógica de Dios y el hombre. A diferencia del profeta nietzscheano, el camino hacia uno mismo no supone la muerte de Dios como aniquilación de lo divino para exaltar la libertad humana, sino que el auténtico existir respeta lo divino mismo como un reino original e independiente, del cual tomamos vida y fuerza. El hombre vive en el Oeste –¡qué dolor para quien quiere ser luz!–, pero anhela el Este, y solo en este camino medio puede existir de modo auténtico.15 De allí la necesidad de cuidar a Dios del veneno occidental del pensamiento objetivo y técnico propio de las ciencias, las cuales olvidan lo sagrado y la vida para morir en el dominio de toda alteridad y en la seguridad de lo anónimo. Pero debemos temer y cuidarnos del Dios que renace y se cura gracias a nuestro cuidado: la formación del Dios puede encadenarnos como lo hacía la imagen del héroe, y podemos caer en la tentación de elevarnos junto al Dios resucitado a unas alturas que no nos pertenecen, y que encubren la maldad y la oscuridad que en nuestro seno yacen. El camino obligado es aceptar nuestro vacío y nuestra falta, dejando ir al Dios: cualquier cadena que nos ligue a aquello a lo que hemos dado vida, nos aliena en lo externo de sí.16 La aceptación de sí mismo es la aceptación de la propia paradoja, de quien es a la vez nombrado e innombrado, a la vez luz y tinieblas, que es y no es al mismo tiempo. Y tal paradoja es la vida misma en su fluir y fuerza. Cualquier definición es ya una muerte. La alienación no es sino este definirse en otro, dejando de lado la alteridad en uno mismo. No sólo el ideal moral del héroe, ni la imagen del Dios, sino también los arquetipos mismos pueden absorbernos en su idealidad: tal es lo que Jung llama el fenómeno de la posesión.17 Esta paradoja se revela, a su vez, en que el Dios distante habla con el lenguaje de los muertos, y es con los muertos con quienes ahora debemos encontrarnos para encontrarnos a nosotros mismos. Y los 14. LR, Liber Secundus, cap. vii, p. 277. 15. “You need to undertake only half the way, he will undertake the other half. If you go beyond him, blindness will befall you. If he goes beyond you, paralysis will befall him. Therefore, and in so far as it is the manner of the Gods to go beyond mortals, they become paralyzed, and become as helpless as children. Divinity and humanity should remain preserved, if man should remain before the God, and the God remain before man. The high-blazing flame is the middle way, whose luminous course runs between the human and the divine” (LR, Liber Secundus, cap. ix, p. 281). 16. Cf. LR, Liber Secundus, cap. xi-xii. 17. Cf. Jung, Carl Gustav. “Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo”, pp. 45-46.

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muertos son el símbolo de la sabiduría de la humanidad en su historia global, los mensajeros mismos de los símbolos. Pero, de nuevo, no se trata de repetir el camino de los antiguos, sino de recrear la riqueza que nos proporcionan. De allí que “dar vida a lo antiguo en un nuevo tiempo es creación”.18 Y el nuevo tiempo siempre es el tiempo personal de uno mismo, y la situación única del existente único e irrepetible que es cada quien. Vivir en la escucha dudosa y en la espera ciega, en esta tensión misma en que ni la voluntad ni la inteligencia pueden avanzar, tal es el origen del camino hacia sí, puesto que la resolución de ser uno mismo nace de esta tensión y aparece siempre en donde uno menos lo esperaba.19 Y aquí, entonces, la importancia capital del Arquetipo de Filemón, el anfitrión de los dioses junto a su mujer Baucis: la magia que hace posible el camino hacia uno mismo no puede ser enseñada ni tampoco comprendida, pero es necesaria para abrazar lo comprensible y lo incomprensible, la razón y la sin-razón: “la práctica de la magia consiste en hacer lo incomprendido comprensible de un modo incomprensible”.20 La magia, pues, es un modo de vida, y acontece cuando en el intento de tomar las riendas de la propia vida se es consciente que un otro está de hecho tomándolas: a diferencia de Cristo, el viaje a los Infiernos no es distinto del viaje al Cielo, sino que uno y otro se reclaman entre sí, y tal es lo mágico. Se trata entonces de amar la propia alma y a sí mismo para emprender solos el camino hacia sí. El encuentro con Filemón es el más tranquilo en su escenario, pero el más terrible en su mensaje: “Tus palabras me dejaron abandonado a mí mismo y a mis dudas. Y entonces yo me comí a mí mismo. Y por ello, Oh Filemón, no eres un cristiano, puesto que te nutres de ti mismo y fuerzas a los hombres a hacer lo mismo. Esto les molesta por sobre todas las cosas, puesto que nada le disgusta más al animal humano que sí mismo”.21 A diferencia de Cristo, que pastorea a los hombres cual rebaño, Filemón se ama a sí mismo, y en este amarse a sí mismo invita a que los hombres se amen a ellos mismos, respetándolos como hombres y ansiando su humanidad. Así, el amarse a sí mismo es el amor más grande que uno pudiera tener por los demás hombres, pues ¿cómo podríamos amar a los otros cuando no nos amamos a nosotros mismos?22 Es necesario vivir con uno mismo, con el propio Yo, y aceptarlo para poder purificarlo, para poder liberarlo de todas sus ataduras, y para ello es necesario estar solo consigo mismo, morir a toda vanidad y a toda necesidad de acomodar la propia 18. LR, Liber Secundus, cap. xx, p. 310. 19. Cf. LR, Liber Secundus, cap. xx. 20. LR, Liber Secundus, cap. xxi, p. 314. 21. LR, Liber Secundus, cap. xxi, pp. 315-316. 22. Creemos que esta interpretación de la figura de Cristo es injusta con el verdadero cristianismo, que no niega a la libertad de los hombres en la figura redentora de Cristo, sino que la afirma en la afirmación del amor de Cristo. No es el lugar, sin embargo, para detenernos en este punto. Señalemos, nomás, la ambivalencia misma de la figura de Cristo en las reflexiones de Jung, en las que por momentos aparece como un hombre que vive su drama, y por momentos como subyugador de los hombres.

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existencia a las exigencias de un sistema de evaluación ajeno. Tal es la finalidad del último libro, “Escrutinios”, en el que el camino hacia uno mismo precisa de una liberación completa de todo aquello que aliena al yo, de todo su orgullo, para que aparezca, así, en su desnudez radical. “Tú [le habla al Yo] debes ser un vaso de la vida: mata, entonces, a tus ídolos”.23 Debemos alcanzar nuestro propio sí mismo (self), y uniéndonos con él alcanzamos al Dios, no aquél que vive en uno (pues esto implicaría la introyección de la alteridad y la alienación de sí), sino aquél en donde uno mismo vive (como horizonte siempre abierto, y como posibilidad misma de la posibilidad, como el Todo del cual somos parte). El servicio que uno brinda a sí mismo es, entonces, un servicio divino y un servicio a la humanidad, pues no carga a Dios ni a los demás de sus propias faltas, ni se transforma en lo que no es (ambos movimientos de dominación y de subordinación son, en rigor, dos vertientes del mismo movimiento de alienación de sí). Toda la tarea del existente es reconocerse como parte del Pleroma, que todo lo vivifica, para llegar a realizar nuestra esencia creatural a través del proceso de individuación. No podemos detenernos en lo que representa la parte más metafísica –si cabe llamarla así- del Libro Rojo, en la que se intenta, por boca de Filemón, dar una cosmovisión y una ontología de fuertes raíces orientales. Pero cabe destacar el final del libro: Filemón recibe a una sombra en su jardín, que es el mismo Cristo. Cuando lo recibe le anuncia: “los hombres han cambiado. Ya no son los esclavos ni los estafadores de los dioses, y ya no se lamentan en tu nombre, sino que ofrecen hospitalidad a los dioses”. Tal es la transformación que ha inspirado la sabiduría de Filemón. Pero hay algo que ha traído como regalo el Cristo, y que aún faltaba en el atormentado camino a sí mismo: la belleza del sufrimiento.24 Y este regalo acompañará en adelante al interminable viaje del hombre que busca –Odiseo exiliado– volver a su Hogar, a su propio centro, en la belleza de su singular tragicomedia. La voz de Jung nos llega hoy con una especial fuerza: la exhortación a ser uno mismo –la celebérrima tarea socrática– adquiere en el encuentro con los símbolos una consistencia abrumadora. El imperativo de la individuación se realiza al tiempo que uno se reconoce a sí mismo como racional e irracional, diabólico y divino, antiguo y actual, muerto y vivo. Sólo en el reconocimiento de la totalidad de la existencia, y de la experiencia de sí, podremos alcanzarnos y realizarnos como personalidades libres. En este sentido, el despertar de los nuevos movimientos filosófico-religiosos traídos de algún modo de Oriente son indicios de una necesidad de renovación del hombre occidental, pero llevan en sí el peligro de la evasión: las artes marciales, el yoga, las medicinas alternativas, la filosofía de Oriente, son muchas veces vaciadas de su contenido propiamente religioso para transformarse en técnicas de un “arte 23. LR, Scrutinies, {1}, p. 334. 24. Cf. LR, Scrutinies, {15}.

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de vivir”. Nuevamente el hombre busca librarse de ciertos ídolos para encadenarse a otros, por la sorpresa que despierta lo nuevo. Pero he aquí la gran enseñanza de Jung: lo que vendrá no puede anticiparse ni forzarse, lo que vendrá, los nuevos dioses y los nuevos hombres, no podrán jamás ser planeados ni formados al modo técnicoindustrial, sino que acontecerán como lo inesperado y lo inexplicable. Será cuestión que recorramos hoy el abismo del propio ser en la distancia misma del Todo que nos funda, y en este recorrido será necesario, no un punto de partida absoluto (esa ilusión de una libertad autárquica y solipsista, sin tradición ni trascendencia), sino la recreación de los símbolos legados por los antiguos –tanto orientales como occidentales–, que quiebran las barreras y limitaciones que levantamos en nuestra vida cotidiana para poder enfrentarnos a lo propio. Sin hacer de las mediaciones –cualquiera ellas sean– un fin en sí mismas, posemos nuestro primer paso en la senda angustiante pero extremadamente bella que lleva y espera nuestro nombre, y solo el nuestro.

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Hace ya tiempo que mis inquietudes se mueven en torno a la posibilidad de un acceso genuino a lo metafísico, que atienda tanto a la manifestación de lo divino como a la realidad de Dios. ¡Pequeña cuestión la que me provoca! La especie de antinomia que se presenta cuando hablamos de Dios puede llegar a expresarse de la siguiente manera: no es de Dios de quien hablamos cuando hablamos de Dios, pues Dios es absolutamente Otro, trascendente e inefable; o bien, de Dios hablamos siempre al modo simbólico, retrayéndolo a las manifestaciones históricas y culturales de las diversas religiones. Así, nos encontramos con una disyuntiva, que debe apostar o bien por la inmediación de lo divino, o bien por sus mediaciones simbólicas: en el primer caso, se trata de la univocidad de la palabra Dios que marca su absoluta trascendencia, mientras que en el segundo caso se trata de la equivocidad de la palabra Dios según los modos históricos en que se simbolice. Pero un segundo examen podría mostrar que, en rigor, la univocidad del primero se transforma en pura equivocidad, pues si Dios es absolutamente Otro, entonces no puede haber un concepto común que convoque a los plurales fenómenos religiosos; a su vez, la equivocidad del segundo se transforma en univocidad, puesto que todos los símbolos divinos convergen en un único concepto de Dios al cual todos se dirigen (¿cómo podríamos, si no, detectar un símbolo como “divino”?). Estamos presos, pues, en la encrucijada: o un puro inmediato, o una pura mediación. Claro que la encrucijada no es caprichosa, sino que se desprende del encuentro entre lo finito y lo infinito, encuentro arcano al que acudimos como invitados de honor en el universo, y al que, como filósofos, estamos llamados a rendir homenaje y a tributarle un titánico trabajo reflexivo. La cuestión, entonces, será la de pensar una “hermenéutica de la encrucijada”,25 una hermenéutica que intente evitar tanto el univocismo como el equivocismo, y que tenga como pivote la noción de analogía. 25. Cf. Beuchot, Mauricio; Arenas-Dolz, Francisco. Hermenéutica de la encrucijada: Analogía, retórica y filosofía. Barcelona: Anthropos Editorial, 2008.

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El problema que hemos señalado ha ocupado un lugar privilegiado en el siglo pasado. Por un lado, había quienes abogaban por una trascendencia absoluta de Dios que lo separe tajantemente de cualquier tipo de discurso que lo tome como sujeto, como es el caso, entre otros, de Karl Barth y su teología dialéctica, o de Gabriel Marcel y su teología de la invocación. De algún modo, esta postura llevaba a separar el cristianismo de las religiones, queriendo relegar a un segundo lugar las mediaciones religiosas que darían acceso a lo divino. Por otro lado, había una serie de pensadores que reconducían la cuestión de lo divino al terreno de lo sagrado, reduciendo a Dios a sus manifestaciones históricas, tal como parece suceder con grandes filósofos e historiadores de la religión como Mircea Eliade. Como ya había señalado, ambas posiciones se encuentran en un punto: de Dios no se puede hablar, y todos sabemos desde Wittgenstein que de lo que no se puede hablar mejor es callar. Así, se trataba o bien de un silencio místico, o bien de un silencio escéptico. Y aquí mi preocupación se encarna, pues la metafísica –de ser posible– debe constituirse más allá de esta disyuntiva entre el misticismo y el escepticismo (por otro lado, habría que evitar también cualquier racionalismo deísta, enemigo que nuestra era filosófica ha dejado fuera de juego ya). Pero, ¿de qué modo puede pensarse una metafísica? Ya en la misma época de esta controversia, podemos detectar la obra de un teólogo que intenta una vía media: la Analogia entis, de Erich Przywara. Mi intención no es, de todos modos, detenerme en esta polémica histórica, sino tan solo señalarla como una estación históricamente cercana del problema que me convoca. Si no estoy del todo equivocado, creo que esta polémica ha vuelto a aparecer en la filosofía continental, sobre todo en el ámbito de la fenomenología. La filosofía de Heidegger ha asestado un golpe mortal a una metafísica onto-teo-lógica, y la figura de Levinas ha terminado de imponer la consigna de pensar lo Otro en tanto que Otro, la Alteridad absoluta. Así, en nuestros días, Jean-Luc Marion representa el esfuerzo más marcado por pensar a un Dios post-metafísico, a un Dios sin el Ser. Por otro lado, el injerto hermenéutico de la fenomenología, inaugurado por Heidegger, ha intentado reivindicar las mediaciones en el orden ontológico, tal como sucede con Gadamer y Ricoeur, y, en nuestros días, con Phillipe Capelle-Dumont. La controversia, pues, gira en torno a las posibilidades hermenéuticas frente a la alteridad. En efecto, o bien la irrupción de la alteridad quiebra cualquier tipo de horizonte de sentido en una intuición pura, o bien la alteridad puede ser reconocida como tal gracias a los horizontes de interpretación y las mediaciones simbólicas. El dilema es terrible: ¿puede haber un otro sin que lo reconduzcamos a nuestro modo de aprehenderlo? En los términos que he usado antes: ¿podemos enfrentarnos a lo infinito desde la finitud de nuestros horizontes de interpretación? Lejos de mí está la pretensión de zanjar esta cuestión –¿puede zanjarse, por otro lado (la zanja supone siempre el otro lado en cuestión)?–, sino que intentaré reflexionar en torno a la noción de testimonio para repensar la relación analógica 36

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entre lo divino y lo sagrado. Es de notar que la cuestión del testimonio no ha sido ignorada en la filosofía del siglo XX,26 y asistimos hoy al rescate de la obra de un pensador que le ha dedicado esfuerzos especiales: me refiero a Jean Nabert (por otra parte, uno de los maestros de Paul Ricoeur). Creo que la importancia del testimonio se encuentra, por un lado, en su estilo único de mediador, y, por otro lado, en la transfiguración del sujeto a partir de la figura del testigo. Intentaré, entonces, desarrollar esta característica doble para luego proponer al testimonio como el lugar central en el que la analogía metafísica debe enraizarse. Detengámonos, primero, en el estilo de mediación propio del testimonio. Cuando alguien da un testimonio, ese alguien se presenta él mismo como garante de la verdad que proclama y, por otro lado, presenta un acontecimiento que vale la pena que sea declarado, o mejor aún, que debe ser declarado. El testimonio pone en juego la dignidad de quien lo da y la dignidad del acontecimiento en cuestión. Habría que preguntarse hasta qué punto ambas dignidades pueden ser disociadas: en efecto, quien es llamado a dar testimonio de algo valioso es, por ello mismo, enaltecido y jerarquizado, y, a la vez, aquello por lo cual uno da testimonio, poniendo la valía de sí en juego, adquiere por ello un valor insospechado. Testimonio y valor, pues, son indisociables. Pero si es el valor de quien testimonia y del acontecimiento testimoniado lo que está en juego, entonces se intentará por todos los medios –o mediaciones– comunicar la verdad testimoniada cuan fielmente sea posible. Las palabras aparecen cada vez más inapropiadas a medida que el acontecimiento testimoniado es más denso en su significación existencial, por lo cual, ante situaciones límites en las que quien da testimonio se encuentra comprometido en el testimonio mismo –razón por la cual podríamos decir que no es distinto el testimonio de lo otro y el testimonio de sí–, el lenguaje da lugar al sacrificio. En efecto, es en el sacrificio donde mi propia vida se per-dona a sí misma, y se libera de su ser vida, para saltar a aquello mismo que la justifica, adquiriendo así su verdadero y auténtico valor. Ya en su tiempo, Gabriel Marcel subrayaba la infinita distancia que hay entre el sacrificio y el suicidio. En el sacrificio (sacrum-facere), mi vida se sacraliza haciéndose ella misma testimonio de lo sagrado, transformándose ella misma en icono de la trascendencia testimoniada. Se trata, como se adivinará, del caso límite de la santidad. En el límite de la santidad, entonces, el signo y el significado tienden a confundirse, hasta tal punto que el significado solo puede ser comprendido desde el signo de la vida santa, así como la vida santa solo puede ser reconocida por el significado que la anima. No hay aquí, por cierto, una cuestión de causalidad o de orden de prioridad entre la inteligencia y la voluntad: el santo no es santo porque practica lo que entiende, ni porque entiende lo que practica, sino que el santo se mueve en el plano 26. Cf. Castelli, Enrico (dir.). Le Témoignage. Paris: Aubier, 1972.

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del misterio y de la paradoja, en la que cualquier intento de justificación queda inhabilitado o suspendido. Sin embargo, la santidad como testimonio fiel de lo absoluto no puede ser sino un testimonio sopesado críticamente. La exigencia de santidad es, a la vez, mística y reflexiva: más allá de la justificación, queda sin embargo más acá de lo absurdo. El santo no es inocente –salvo el único propiamente Santo–, y esta conciencia de su distancia infinita entre su ser signo y su ser significado es lo que despierta la necesidad de una hermenéutica del testimonio.27 Pero es preciso subrayar que la distancia entre el santo y lo divino es heterogénea a la distancia entre el texto y el autor, puesto que en esta última no se da la identificación paradojal del signo y la significación. En rigor, el testimonio se mueve en el registro de la praxis, mientras que el concepto y el símbolo están relegados al registro de la theoría, y pareciera que solo en el ámbito práctico puede tener el significado una efectiva realización en el signo. Hasta tal punto es así, que la santidad solo puede ser salvada como tal en tanto que la separemos de la ejemplaridad –como en el caso del héroe–, pues el ejemplo es aún un modelo teorético de una praxis sugerida, mientras que la santidad rompe, por definición, todo modelo. Si se me permite la distinción, diría que la santidad habita el terreno ético, mientras que la ejemplaridad respira en la atmósfera de lo moral (entendida como reino de las costumbres y del orden social). El testimonio, entonces, solo puede ser leído hermenéuticamente desde una perspectiva ética. La misma palabra testimoniar adquiere todo su sentido desde el binomio atestar-detestar. En efecto, estamos en el ámbito de la presencia (ámbito que contraponemos al de la objetividad), y ante la presencia no cabe ningún tipo de juicio lógico, sino tan solo la disponibilidad a su manifestación en el rostro, o su activa negación en el homicidio. La atestación no es separable, por ello, de la creación, mientras que la detestación no lo es de la aniquilación: ante la presencia, la libertad es suscitada como responsabilidad, y se realiza en su aceptación creativa o se traiciona en su rechazo infértil.28 Quien da testi27. Paul Ricoeur ha dedicado un artículo especialmente a la hermenéutica del testimonio, y ha pensado en particular la cuestión de una hermenéutica de los textos bíblicos y una teoría general de la hermenéutica. Pueden verse los siguientes trabajos: Ricouer, Paul. “La hermenéutica del testimonio”, en: Fe y Filosofía: Problemas del lenguaje religioso. Buenos Aires: Prometeo-UCA, 2008, pp. 109-136. Ricouer, Paul. “Hermenéutica de la idea de revelación”, en: Fe y Filosofía: Problemas del lenguaje religioso. Buenos Aires: Prometeo-UCA, 2008, pp. 137-170. Capelle-Dumont, Philippe. “Ethique et religion. Ricoeur heritier de Nabert [en línea]”. Simposio Paul Ricoeur, 11-12 agosto 2011, Universidad Católica Argentina, Facultad de Filosofía y Letras. Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino. Universidad Católica de Santa Fé. Buenos Aires. Consultar versión digital en: http:// bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/ponencias/ethique-religion-rocoeur-heritier-nabert.pdf. Lewis, Jeff. “Attestation and Testimony: Paul Ricouer’s Hermeneutic of the Self and Jean Nabert’s Hermeneutics of Testimony”, en: Vue de Belgique, Vol. III, n°1 (Spring 1991), pp. 20-28. 28. Gabriel Marcel ha subrayado en especial esta relación entre el testimonio y la atestación creadora (Cf. “Note sur l’attestation créatrice dans mon oeuvre”, en: Castelli, Enrico (dir.). Le Témoignage. Paris: Aubier, 1972 )

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monio, por ello, se realiza a sí mismo en dicho acto, así como quien se niega a testimoniar se aniquila a sí mismo como libertad. De aquí, también, que el dar testimonio esté siempre acompañado de una sensación de liberación, mientras que el no darlo siempre se encuentra acompañado de una crispación y tensión, síntoma de una cierta esclavitud. Pero lo desafiante de este carácter esencialmente ético del testimonio para una filosofía hermenéutica es el carácter extra-teórico de su mediación. El absoluto se mediatiza históricamente en los testimonios de lo absoluto –es decir, en los santos–, pero dichas mediaciones no son reductibles a la lógica ni al lenguaje: no podemos asimilar el santo al concepto ni a la metáfora ni al símbolo ni a la metonimia. En la lógica hay una distancia entre signo y significado que es distinta a la de la praxis ética, como ya sugerimos. Y mientras que signo y significado se mueven en el plano lógico a partir de la noción de objeto, en el plano ético se configuran a partir de la noción de la presencia. La reflexión filosófica debe atender a esta diferencia radical. Pero, entonces, ¿puede haber hermenéutica del testimonio? ¿Hay necesidad de una interpretación allí donde signo y significado parecen maridarse definitivamente? Volvamos a afirmar que la distancia entre lo santo y lo divino sigue siendo irreductible, por lo cual hay una urgencia por mantener dicho abismo como, a la vez, distante y comunicante: es decir, la distancia del santo respecto a lo divino no puede reducirse hacia lo divino, sin traicionar la humildad esencial de la santidad, ni tampoco reducirse hacia lo santo, sin perder lo absoluto de la divinidad. La hermenéutica, entonces, es reclamada para discernir entre un testimonio fiel o icónico, o un testimonio falso o idolátrico. La dualidad icono-ídolo (que ha trabajado con inteligencia Jean-Luc Marion)29 se encuentra en el corazón mismo de nuestra experiencia de lo absoluto, y es preciso emprender siempre de nuevo una crítica de nuestras referencias a lo divino, de nuestras mediaciones sagradas: una mediación idolátrica es una mediación que no conduce más que a sí misma, mientras que el icono es una mediación que nos lleva siempre más allá de sí, hacia una distancia irreductible. La santidad, como la sacralidad, vive en el conflicto mismo de esta dualidad y ambigüedad, y su testimonio revela, esencialmente, la paradoja viviente del hombre de fe (aquél hombre paradójico que describía Kierkegaard cuando se refería a Abraham). Sin embargo, la crítica de lo santo no es para nada sencilla, pues si bien el testimonio implica una convivencia del signo y del significado en una praxis ética que efectúa sin cesar dicha síntesis, no debemos pasar por alto que la praxis implica necesariamente una alienación de sí. Como bien ha visto Sartre, por una parte, dejamos de reconocer nuestro acto apenas se encuentra realizado (esa herida que hay entre lo hecho y el hacer, el acto y el actuar), y, por otra parte, la esencia del lenguaje – 29. Cf. El ídolo y la distancia. Salamanca: Sígueme, 1999.

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entendido de manera amplia como comunicación de sí a un otro– es la de librarse de la intención subjetiva del hablante para ofrecerse como un objeto del mundo a la recepción del oyente. En otras palabras, la praxis no se comprende sino como praxis de un ser-en-el-mundo, que se objetiva y se hace accesible a la recepción de los otros. Sin concluir como Sartre en el necesario conflicto entre las conciencias, no deja de ser cierto que nuestras intenciones y motivaciones son inaprensibles, no solo para los otros, sino también para uno mismo, puesto que no puedo reconocerme plenamente en los actos que he realizado. ¿Acaso no sucede lo mismo en el registro del testimonio? ¿Acaso quien da testimonio puede dar cuenta cabal de su fidelidad en su testimoniar? Si dar testimonio –en el caso límite del santo– es dar testimonio de sí, es encarnar lo otro de sí que me justifica, podemos afirmar que dicha expresión de lo otro en mi vida no es inequívoca. El testimonio de un santo, por definición, es escandaloso para muchos y revelador para pocos; a su vez, el santo mismo no deja de implorar sabiduría para separar lo que hay en él de divino y lo que hay en él de mezquino. Si la lectura del testimonio no fuera problemática, entonces no encontraríamos ninguna de las dos dificultades: el santo sería reconocido unánimemente por la totalidad de los hombres, y él mismo no tendría dudas sobre su santidad. Pero descubrimos que esta ambigüedad del testimonio define esencialmente a la autenticidad de lo santo, pues en él debe mantenerse siempre abierto el abismo infinito entre el testimonio de lo divino y lo divino mismo. Lo santo, pues, sería el paradigma mismo de lo sagrado, en tanto que el estilo único del testimonio como mediación es el único que puede funcionar verdaderamente como icono de lo divino (no es de extrañar que Marion lleve la noción de icono al fenómeno saturado de la revelación ética del rostro en obras posteriores a El ídolo y la distancia, mientras que reserva la palabra ídolo para los fenómenos de tipo estético-artístico). El testimonio de lo santo exige ser interpretado, y aún más, exige que sea interpretable por esencia, si no quiere caer en la idolatría y la profanación. En otras palabras, el testimonio del santo no puede ser sino analógico y anagógico: de ser unívoco, lo santo se confundiría con lo divino, y de ser equívoco, no habría posibilidades de ver en el santo un testimonio de lo divino, es decir lo santo escaparía a su ámbito propio de lo sagrado. Llegamos así a una primera conclusión: lo sagrado, como región óntica, es esencialmente analógico. La cuestión está ahora en la dimensión intersubjetiva y comunitaria de lo sagrado mismo, pues no es nunca un individuo quien reconoce lo santo, ni tampoco es el santo mismo quien se reconoce como tal. Y aquí es donde debemos detenernos en la figura de testigo que suscita una hermenéutica del testimonio. Mientras que en el ámbito jurídico entendemos por testigo a un individuo que ha visto un determinado acontecimiento y lo relata a un jurado, en el ámbito sagrado se hace patente que el ser testigo no es una característica privativa, sino comunitaria. No hay ni puede haber un acontecimiento sagrado que ocurra fuera de 40

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la institución religiosa, sea cual fuere.30 Somos conscientes de lo problemático que pueda resultar esta afirmación para oídos posmodernos, para los cuales la noción misma de institución carece de sentido. Como indica el sociólogo alemán Ulrich Beck, la religión posmoderna es una religión privada, y Dios mismo se desembaraza de su horizonte comunitario para habitar en la soledad misma del cada quien.31 Pero se trata aquí de una de las exigencias mismas de la filosofía hermenéutica: no hay sentido sin tradición, ni acontecimiento sin institución, ni fenómeno sin lenguaje, lo cual equivale a decir que no hay ninguna vivencia subjetiva que se efectúe fuera de un horizonte intersubjetiva e históricamente calificado. De aquí que, en rigor, el testigo del ámbito jurídico tampoco pueda comprenderse de manera solipsista. Ya el hecho de que un determinado acontecimiento se juzgue como digno de ser relatado frente a un tribunal, muestra que el testigo se sostiene en una valoración de los hechos que no le es privativa, sino recibida. La figura del testigo, pues, adquiere una dimensión eclesial (en su sentido amplio), por lo cual el testigo de lo divino por antonomasia no es el santo en su ser personal, sino la Iglesia misma que reconoce en el santo la huella de lo divino, y por mediación de la cual el santo mismo se reconoce en su santidad. El sujeto interpretante, entonces, no puede ser un sujeto individual, ni tampoco puede ser un sujeto trascendental –que por definición no conoce la historia-, sino que es un sujeto comunitario, o digamos mejor, un nosotros. Lo divino no establece una alianza con un individuo, sino con un Pueblo. Pero lo interesante aquí es que el Pueblo mismo, la Iglesia como comunidad sagrada, es el testigo hecho testimonio: como testigo de la presencia de Dios en su carácter santo, la Iglesia (recordemos aquí que decimos Iglesia en sentido amplio, y no exclusivo de alguna religión particular) es testimonio vivo de dicha presencia. En otras palabras, el testigo deja de ser exterior al acontecimiento para identificarse con el acontecimiento mismo, deja de ser un observador para ser un participante. Sólo así puede el testigo llamarse santo, puesto que en él –y solo en él– lo acontecido y lo testimoniado se hacen uno. Pero, insistamos, el testigo no es nunca un individuo, sino que es la comunidad misma que se reconoce elegida y llamada. El carácter comunitario del testigo santo nos abre, a su vez, a la dimensión esencialmente dialógica y hermenéutica de lo sagrado, que no se separa de una razón pública y comunicativa. En efecto, en la necesidad de discernimiento de lo sagrado y lo profano, la Iglesia es, a la vez, testigo y juez del proceso. Y esta situación paradojal es propia de la institución como tal, puesto que no hay nada fuera de la institución o de la tradi30. El filósofo francés Henry Duméry ha sido quizá el que más ha insistido en el carácter instituido de toda religión. Cf. Phénoménologie et religion. Paris: PUF, 1962. Critique et religion: Problèmes de méthode en philosophie de la religion. Paris: SEDES, 1957. Philosophie de la religion: Essai sur la signification du christianisme. Paris: PUF, 1957, 2 vols. 31. Cf. Un Dios personal: La individualización de la religión y el “espíritu” del cosmopolitismo. Madrid: Paidós, 2009.

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ción que pueda justificar o criticar la institución misma. La crítica de la institución sagrada –que es el caso que estamos observando– no proviene de lo divino, sino que se opera dentro de lo sagrado mismo. Pero una crítica de lo sagrado por lo sagrado solo puede ser posible desde una exigencia de lo divino que no puede nunca materializarse o efectuarse cabalmente en ninguna de sus mediaciones. El “deseo absoluto de lo absoluto”, al decir de Nabert, opera siempre la distancia infinita entre lo sagrado y lo divino, distancia que no es nunca separación ni tampoco confusión, que no se mueve ni en la univocidad ni en la equivocidad del sentido de lo sagrado. Lo sagrado solo es sagrado si es analógico, y esta analogía se da primeramente en el testimonio de lo santo, antes que en las mediaciones lógicas del símbolo, del concepto o de la metáfora (y quizá cabría como hipótesis que es el testimonio quien genera símbolos y lenguajes). Esta analogía-anagógica es primeramente ética o práctica, y la exigencia absoluta de absoluto se reconoce y realiza, en primer lugar, por y para la libertad. Así, la crítica de lo divino y la hermenéutica de lo sagrado tienen un origen esencialmente ético, antes que teorético, pues es la misma Alteridad (ese Otro del que habla Levinas) la que opera toda crítica y juicio. Las consecuencias del planteo no tardan en aparecer. En primer lugar, no puede separarse de ninguna manera la Teología Filosófica (o Teodicea) de la Filosofía de la Religión, pues lo divino se revela en lo sagrado, especialmente en lo santo, y no puede haber discurso sobre Dios que no se sostenga sobre el testimonio mismo de lo divino. En segundo lugar, accedemos a lo metafísico gracias a la analogía que opera siempre desde la Alteridad, y ésta, a su vez, solo puede revelarse en el ámbito ético, por lo cual el discurso analógico-anagógico es principalmente ético, separando así netamente lo trascendental de lo predicamental.32 En tercer lugar, el Otro de la metafísica se revela desde la noción de presencia, y no desde la del objeto, por lo cual el Ser mismo –aun cuando no pueda identificarse sin más con Dios– debe ser pensado desde categorías y nociones decantadas de la experiencia práxica y no gramática. En cuarto lugar, no puede haber revelación de un Otro sin una mediación u horizonte de sentido, por lo cual acudíamos al testimonio del santo como el mediador entre lo humano y lo divino. Por último, la figura misma de testigo re-significa y transfigura a la subjetividad, por lo cual el sujeto de la fe y de la metafísica no puede ser un sujeto individual ni trascendental, sino un sujeto en primera persona del plural, es decir, un nosotros. El desafío, pues, sigue en pie, y si los presentes análisis son válidos, aparece la tarea a encarar: ¿cómo podemos pensar y estructurar una hermenéutica analógica del testimonio, que parece ser la más apropiada para abrir el pensamiento metafísico, que se sostiene por definición en la distancia infinita entre el Ser y sus manifestaciones, y el religioso, que se sostiene en la distancia infinita entre lo divino y lo sagrado? 32. “¿No sería propio de la esencia de lo ontológico el poder ser solamente atestiguado?” (Marcel, Gabriel. Ser y Tener. Madrid: Caparrós, 2003, p. 92).

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El juez y el testigo: figuras de la subjetividad Aportes para el diálogo entre ciencia y religión

El hombre, esencialmente, se encuentra situado en la frontera que separa la necesidad de la libertad, la materia del espíritu, el tiempo de la eternidad. En rigor, empero, habitar el horizonte es impugnar la contradicción que se establece entre un plano y el otro. La paradoja del hombre no es sino esta incapacidad de volverse a ninguno de estos planos como si fueran los definitivos: cada uno de nosotros somos espíritus encarnados, libertades en necesidad, temporalmente eternos. Si acaso podíamos tener alguna claridad respecto a las nociones de espíritu o a la noción de materia, dicha claridad desaparece cuando las examinamos en la concreción del hombre. Sin embargo, el hombre es un todo que, misteriosamente, realiza lo diverso en su unidad. El problema es que asir tal totalidad y unidad es un trabajo que escapa siempre a nuestras posibilidades de resolución, puesto que para resolver una cuestión es preciso definir, es decir, salirse de las paradojas, separando lo diverso y uniendo lo semejante. La historia de la filosofía nos muestra esta dificultad, presentándonos paradigmas dualistas o abstractos que terminan siempre acentuando una dimensión del hombre sobre la otra, y esto no puede ser de otra manera: el pensamiento está condenado a la paradoja como su fuente y, por ello, condenado al fracaso. En su labor por asir lo real, el pensamiento está llamado a caminar siempre, sin detenerse, sin fijarse a sí mismo en ninguna de sus conquistas. La paradoja es, a la vez, condición de posibilidad del pensamiento y su objeto último. Uno de los paradigmas dualistas que más atentan contra la paradoja del hombre es el que se ha establecido –tiempo ha– entre la ciencia y la religión. Tanto una como la otra expresan una capacidad propia del hombre como ser-en-el-mundo, puesto que la ciencia y la religión representan dos modos diversos de dirigirse al mundo y al hombre, y a Dios como la exigencia de su consistencia. La ciencia y la religión no son sino dos modos de habitar el mundo del mismo hombre. La contraposición entre ellas no podría dar por resultado sino una contraposición, en el hombre 43

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mismo, de sus dimensiones propias. Por esta razón, la polémica entre ciencia y religión no podrá siquiera plantearse adecuadamente si no volvemos al ser humano como el sujeto unitario de ambas formas de vida, como siendo a la vez un ser científico y un ser religioso. En tanto que nos obstinemos en plantear la polémica en lo abstracto de las nociones y de las actividades definidas desde sí mismas, seguiremos contraponiendo infructuosamente la ciencia y la religión. Para escapar a este desierto, deberemos, pues, ir en busca de la subjetividad viviente –que es el hombre en su concreción– como fuente de ambas actividades. Esta vuelta al sujeto unitario y pluriforme es posible solo si atendemos a los objetos que se constituyen gracias a él, ya sean al modo del objeto religioso, ya sean al modo del objeto científico, siendo la filosofía la responsable de esta búsqueda de la subjetividad a partir del hilo conductor ofrecido por sus objetos. Así, me parece conveniente reflexionar en torno a las figuras que adopta la subjetividad ante estos distintos objetos, con el fin de alcanzar una oportuna diferenciación entre los ámbitos en que dicha subjetividad se conquista como tal para poder, de este modo, referir las figuras a la unidad misma que les da vida. Claro que esa unidad última de la subjetividad, realizada en su concreción, es tan imposible como el pensamiento que quisiera reflejarla. Por ello, la búsqueda fenomenológica de la subjetividad constituyente y que es fuente de todas sus actividades, reveladas en sus objetos, está sentenciada también al fracaso. Y es que el fracaso –como bien lo viera Karl Jaspers– es la cifra más reveladora de la existencia: el hombre se busca a sí mismo sin poder jamás encontrarse definitivamente, por lo cual una reflexión sobre una experiencia trunca no puede ser sino una reflexión en sí misma trunca. De todos modos, esperamos que la reflexión en torno a las figuras de la subjetividad pueda acercarnos a revalidar la unidad que está detrás de ellas, recordando que la figura no es sino un modo particular de realización de una misma y sola subjetividad concreta que se realiza en una vida pluridimensional.

El objeto científico y la figura del juez Investiguemos en este primer tramo el modo en que se presenta un objeto científico, en orden a comprender la figura que toma la subjetividad para constituirlo como tal. Una primera consideración parece salirnos al paso: el objeto científico implica una experiencia de segundo grado, es decir, reclama una experiencia que le sirva de base y que encontramos en la experiencia cotidiana de la vida. Sin embargo, aún hay que precisar que la experiencia de primer grado –que es la nuestra en tanto vivientes racionales que nos movemos en el mundo– no carece de crítica y de criterios racionales. En rigor, la experiencia –en todos sus grados– es siempre una experiencia crítica (aun cuando podamos establecer graduaciones), lo cual permite 44

El juez y el testigo: figuras de la subjetividad

comprender a la actividad científica como una cierta prolongación o profundización de la experiencia cotidiana. Yendo a lo concreto, podemos detectar, ya en las actividades más básicas del hombre, operaciones complejas –propias de la actividad científica– como son la inducción, la predicción, el pronóstico, la deducción, etc. Sin embargo, aun considerando la dimensión de continuidad entre experiencia cotidiana y experiencia científica, hay una ruptura que eleva a la ciencia a un nivel que la independiza de algún modo del suelo del cual ha surgido: el conocimiento ganado por la actividad científica tiene un valor muy distinto al alcanzado por la experiencia cotidiana. Esta ruptura está signada, ante todo, por la centralidad del método, es decir, del control programado y programático de las actividades cognoscitivas llevadas a cabo en orden a establecer juicios de carácter universal y necesario que expliquen un determinado fenómeno. La necesidad de un método en el quehacer científico será la clave para comprender el modo en que se constituye el objeto científico, puesto que es por el método que un objeto científico se distingue de un objeto de la experiencia cotidiana. En efecto, en orden a constituir un objeto científico, el sabio debe realizar una primera acción que –análoga en esto a la filosofía- arranque el fenómeno que quiere ser estudiado del marco regular de la experiencia cotidiana. En otras palabras, el sabio comienza su labor científica desde el momento en que se separa de la experiencia cotidiana y del modo en que los objetos aparecen en ella, para colocarse en un nuevo plano de experiencia, en el cual se espera un nuevo modo de aparecer del fenómeno. Esto es lo que suele denominarse como experimento. Sin embargo, el experimento es ya una segunda actividad propia de la ciencia, y de ningún modo es la que la funda. Por el contrario, el experimento se construye sobre otra actividad: el tomar distancia del fenómeno para interrogarlo mediante un método. En efecto, el tomar distancia respecto de un fenómeno es predisponerse a juzgar sobre él, lo cual es propio también de nuestra actividad cotidiana; pero el tomar distancia sistemática y metódicamente es lo que define, por un lado, la actividad científica, y lo que posibilita, por otro lado, el diseño de un experimento. El tomar distancia metódicamente no es más que prevenir(se) (ante) la aparición del fenómeno, es decir, el disponerse de un modo tal que el fenómeno aparezca según ciertas necesidades y ciertas características establecidas desde un sistema conformado histórica e intersubjetivamente (de allí la importancia de la comunidad científica en el quehacer del científico tomado individualmente), pero con la peculiaridad de que dichas exigencias participen de un sistema, es decir, de un conjunto ya establecido de juicios que se articulan entre sí para una comprensión cabal del mundo mismo al que pertenece un fenómeno en tanto que… Esta última consideración en torno al en tanto que… es capital, puesto que esta aclaración señala el objeto formal de nuestra actividad, es decir, la perspectiva singular desde la cual el fenómeno es abordado y definido (no es lo mismo una estrella para un astrónomo que una estrella para un astrólogo, ni para un poeta, ni 45

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para un navegante). Si bien la inclusión de los juicios en un sistema está ya presente en la experiencia cotidiana (de lo contrario, carecería de unidad y de continuidad), lo propio del sistema científico es la conciencia de su sistematicidad y, por tanto, la conciencia de la necesidad de una crítica continua al sistema mismo. El objeto científico, entonces, se constituye a partir de una actividad metódica que delimita el modo en que un fenómeno debe aparecer en el marco de un sistema pretendidamente transparente a sí mismo (lo cual distingue a la ciencia de la experiencia cotidiana). El sabio se enfrenta al fenómeno para interrogarlo según el modo en que dicho fenómeno se articula con un sistema ya establecido y puesto a prueba también por el interrogatorio mismo. Esta doble implicancia del fenómeno y del sistema al cual pertenece es algo propio de toda experiencia –como hemos dicho–, pero en la ciencia adquiere un tinte singular: tanto el fenómeno como el sistema se encuentran en proceso de examinación recíproca: el fenómeno pone en cuestión al sistema, y el sistema al fenómeno. Claro que en la experiencia cotidiana se da esta misma dialéctica, como puede verse en la transformación de ciertas concepciones vitales a partir de un fenómeno vivido, o la comprensión de un fenómeno determinado desde una concepción vital vigente en el sujeto. Lo distintivo es que en la ciencia este doble examen no se da accidentalmente (es decir, por irrupción de una experiencia desequilibrante), sino esencial y metódicamente, en tanto que la ciencia se define por esta tarea misma. De aquí que se comprenda a la ciencia como una actividad histórica cuya tarea sea la de verificar sus proposiciones, y aun también sus sistemas –o paradigmas– a partir de experiencias de discontinuidad, que no aparecerán ya de modo accidental (aunque una reflexión epistemológica deba también considerar seriamente los descubrimientos “accidentales” y su importancia insoslayable), sino que serán buscadas deliberadamente (como bien viera Popper). Como ya había pensado Kant, la figura propia de la subjetividad en su actividad científica es, entonces, la de juez: el sabio se enfrenta a los fenómenos y los interroga según un sistema ya adoptado, según premisas y prejuicios no cuestionados en el momento de la interrogación, y busca extraer del fenómeno aquello mismo que redunde en el sistema del cual ha partido su interrogación. El objeto científico es un objeto que da lo que se le pide, y en el caso extraordinario de que dé más, el sistema mismo se pone en cuestión (de aquí la importancia del “accidente”). El objeto científico, entonces, es un cierto empobrecimiento del fenómeno en pos de un sistema explicativo. Sin embargo, el objeto científico guarda el tesoro fenomenológico en el modo de un exceso en olvido, que permite y posibilita la transformación misma de un sistema en orden a respetar dicha riqueza. De todas formas, aún en dichos casos, los objetos científicos son siempre una reducción al sistema que priva al fenómeno de todo su potencial fenomenológico, por lo cual no es posible un sistema científico tal que responda cabalmente a la riqueza del fenómeno. Y ello por una simple razón: como sistema científico, el sistema está llamado a enfrentar al fenómeno 46

El juez y el testigo: figuras de la subjetividad

metódicamente y, por tanto, condenado a perder al fenómeno en algún grado para constituirlo en objeto científico. La subjetividad en su figura de juez, entonces, no espera del fenómeno más que aquello que espera. En otras palabras, ya sabe del fenómeno lo que el fenómeno le va a brindar: las respuestas a sus preguntas. Así, la figura del juez se constituye como el polo interrogante, como el polo que interroga y cuestiona al polo fenoménico, al objeto que estudia. El juez determina el campo de aparición del objeto y define de antemano la fenomenicidad del fenómeno en su actividad cuestionadora. De aquí la importancia de las hipótesis en la actividad científica: la hipó-tesis es una posición provisional que delimita el modo en que un fenómeno debe aparecer, así como el juez establece en su procedimiento el modo en que el juzgado debe comparecer. De esto se sigue una grave constatación: la actividad científica no puede definirse como actividad fundante de la experiencia humana desde el momento en que los límites en que aparecen los fenómenos son límites arbitrarios y tomados con antelación al fenómeno mismo, por lo cual la excedencia misma del fenómeno respecto a su reducción al objeto científico es el índice mismo de la trascendencia del fenómeno respecto al objeto de la ciencia. Así como el juez, el sabio debe responder a una determinada jurisprudencia, y abandonar los delirios de una pretendida capacidad de alcanzar en su actividad todos los órdenes y dimensiones del fenómeno abordado.

El objeto religioso y la figura del testigo Frente a la constitución del objeto científico, el objeto religioso presenta características peculiares. Pero antes de abordar lo que distingue al objeto religioso del objeto científico, es necesario subrayar el hecho de que en el ámbito religioso también se trata de una objetividad. Todo aquello que pueda delimitar el hombre y reconocerlo como un fenómeno determinado, es un objeto de conciencia (y aquí conciencia debe entenderse en su sentido más amplio, en tanto que abarca todas las dimensiones del hombre, desde la conciencia corporal hasta la conciencia intelectual, pasando por la conciencia volitiva o práxica). Así, lo religioso también se constituye objetivamente, en tanto que el hombre religioso se dirige siempre a un determinado fenómeno considerado como sagrado. Supuesto esto, deberemos examinar qué figura adopta la subjetividad frente al objeto religioso, tal como hicimos en el caso del objeto científico. Lo primero que debemos anotar respecto al objeto religioso es que, así como en el caso del objeto científico, siempre se constituye en un sistema más amplio –llamado religión– signado intersubjetivamente, por lo cual solo puede constituirse un objeto religioso en el marco de una institución religiosa, es decir, en el marco de un sistema histórico y positivo constituido por una comunidad de personas que reconocen unánimemente un fenómeno como sagrado (podríamos llamar a esta institución, en 47

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sentido amplio, iglesia, en su sentido etimológico griego de “asamblea convocada”). La iglesia es la encargada del trabajo metódico y sistemático por el cual se define a un determinado fenómeno como fenómeno religioso: desde el reconocimiento de una persona santa hasta el establecimiento de los textos sagrados, es la comunidad de creyentes la que confiere validez al objeto religioso. El trabajo de discernimiento, en este sentido, es semejante y análogo al trabajo científico: un fenómeno determinado es abordado desde un sistema de creencias ya adoptado, con hipótesis que deben verificarse, con criterios para posibilitar dicha verificación, etc., gracias a lo cual el fenómeno pasa o no el examen eclesial. La Iglesia es, de este modo, juez que dictamina la pertinencia o no pertinencia de un determinado objeto al ámbito de lo religioso, por lo cual la conciencia religiosa adoptaría –como la conciencia científica– la figura judicial. Sin embargo, existe una diferencia esencial entre el objeto científico y el objeto religioso, que exige pensar en una figura de la subjetividad radicalmente diferente a la de juez. En efecto, hemos dicho que el quehacer científico se define por separar de la experiencia cotidiana un determinado fenómeno para llevarlo a un nivel superior de experiencia –y en esto tenía cierta familiaridad con la filosofía. Así, la actividad científica parte de una decisión por la cual el científico arranca del mundo de la vida, de la experiencia cotidiana, un determinado fenómeno para abordarlo metódica y sistemáticamente, situando en el banquillo de los acusados a dicho fenómeno para constituirlo, finalmente, como objeto científico. Por el contrario, la experiencia religiosa nunca surge de una decisión personal por la cual se aísla un determinado fenómeno para constituirlo en objeto religioso, sino que el fenómeno religioso se encuentra ya constituido como objeto religioso y me arranca a mí mismo de la experiencia cotidiana para elevarme a la experiencia de segundo grado que es, también, la experiencia religiosa. En otras palabras, el objeto religioso no se me presenta como un fenómeno al que debo cuestionar para que pruebe su pertinencia a un sistema, sino que se me presenta como cuestionador de mi propia subjetividad. Mientras que el objeto científico se constituye como el acusado frente a la subjetividad-juez, el objeto religioso se constituye como el cuestionador frente a la subjetividad-testigo. Frente al objeto religioso, no me queda otra posibilidad existencial que la atestación o la de-testación, que el dar testimonio o rehuir a darlo; pero dar testimonio significa abandonar la primacía de la subjetividad frente a su objeto (como en el caso de la ciencia) para humillarse y abandonarse a la irreductible e infinita riqueza fenomenológica que se me hace presente en el fenómeno religioso (así como a Paulo en el camino de Damasco, la subjetividad es arrojada al piso por el poder de la luz del Dios que se revela). Y aún en el caso existencial del rechazo, la subjetividad se niega en su ser testigo, lo cual lo sigue ubicando dentro de dicha figura. La subjetividad frente al objeto religioso, entonces, toma la figura de testigo, debiendo ella misma responder a la llamada cuestionadora de lo numinoso, de 48

El juez y el testigo: figuras de la subjetividad

aquello que lleva la marca de lo divino. Mientras que la actividad científica se define por su labor de verificación de sus hipó-tesis, encontrando soluciones a los diversos problemas que se plantean en su quehacer, la actividad religiosa se define por la ausencia de hipó-tesis a verificar, pues su punto de partida es una híper-tesis, es decir, una afirmación del fenómeno por sí mismo frente al cual no queda otra posibilidad que la atestación, la aceptación humilde de lo que se me revela. Subrayemos esta característica de híper en la afirmación o tesis del orden religioso: no se trata de una mera posición o afirmación, que delimita y define un determinado objeto, sino que se trata de una posición o afirmación que trasciende infinitamente las posibilidades mismas de toda predicación y definición, y que, por el contrario, re(con)duce la subjetividad al objeto religioso, y no el objeto religioso a la subjetividad. En otras palabras, mientras que en el orden científico el objeto se re(con)duce a la subjetividad cuestionadora, en el orden religioso es la subjetividad la que se encuentra re(con)ducida a la riqueza fenomenológica del objeto religioso, por lo cual se habla de conversión de la persona que se abandona a lo divino que la cuestiona. De este modo, a su vez, mientras que en la ciencia puede hablarse de soluciones a determinados problemas, en la religión debe hablarse de respuestas a los misterios divinos; mientras que el problema cuestiona al objeto para buscar atarlo a las exigencias de un sistema (solución), el misterio cuestiona al sujeto y le deja la posibilidad libre de responder amorosamente a dicho llamado, desatándolo y liberándolo de sí mismo para llegar a ser sí mismo en el campo de la infinitud y trascendencia de Dios. En este sentido, no es posible un sistema de lo religioso, en tanto que el sistema se inclina siempre a un cierre (dada la primacía de la afirmación predicamental), mientras que la religión busca una continua apertura a lo Infinito (dada la primacía de la negación predicamental, que anima toda actividad piadosa y que denuncia cualquier intento de mundanización de lo Trascendente). El objeto religioso arroja a la subjetividad fuera de sí misma, y la convierte en testigo de su acontecer. Sin embargo, como hemos señalado al principio, el objeto religioso se constituye gracias a una Iglesia que lo reconoce como tal, en tanto que un fenómeno responde a las exigencias de un sistema religioso determinado. ¿Cómo entender, entonces, esta paradoja de un objeto que es a la vez atestiguado y cuestionado? Una primera consideración, empero, nos guarda de identificar el orden religioso con el científico: la Iglesia misma, como sistema, ha nacido de una primera Revelación que ella ha recibido al modo de testigo, y se ha constituido como tal en esta misma atestación. El sistema científico, por el contrario, se ha constituido por la decisión de juzgar los fenómenos de la experiencia cotidiana desde sus principios metódicos y sistemáticos, por lo cual se ha constituido como tal en este mismo juzgar y cuestionar. Las figuras de juez y testigo, entonces, parecen conservar su legitimidad para comprender los órdenes científico y religioso en lo que tienen de peculiar. Sin embargo, es necesario poner en diálogo, de modo dialéctico, a las figuras mismas de 49

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juez y testigo para alcanzar la subjetividad concreta en su experiencia integralmente considerada. Solo así podremos comprender, por un lado, la necesidad de una atestación en el orden científico ante la manifestación en excedencia de los fenómenos estudiados, y, por otro lado, la necesidad de una crítica metódica y sistemática de los objetos religiosos en el seno de una Iglesia.

La dialéctica de las figuras y la concreción de la subjetividad La subjetividad solo puede ser comprendida a partir de la reflexión sobre sus diversos objetos: no hay ni puede haber una captación in-mediata de la subjetividad como tal, sino que es preciso tomar el camino que va desde los objetos constituidos hasta la actividad constituyente, para captar finalmente la subjetividad en su integralidad. Sería un error, por ello, pensar en las figuras de la subjetividad como entidades, es decir, como si fuesen ellas mismas la subjetividad. Por el contrario, las figuras representan modos diversos por los que la subjetividad actúa y vive, siendo siempre una y la misma la subjetividad constituyente. Por ello, es necesario, para alcanzar la concreción de la subjetividad misma y comprender integralmente la experiencia humana, poner en relación dialéctica a las diversas figuras, en este caso del juez y del testigo. En efecto, como intentaremos mostrar, no puede haber juez que no sea testigo, ni testigo que no sea juez. A partir de esta dialéctica, a su vez, intentaremos comprender mejor la relación que se establece entre la ciencia y la religión, y la teleología misma que las anima y que las distingue. La principal paradoja que debemos atender en la dialéctica entre las figuras de juez y de testigo es que, en rigor, dichas figuras no son sino abstracciones en su forma pura, es decir, que las figuras en su pureza no existen. Las figuras tienen, tan solo, un valor hermenéutico, en tanto que nos permiten comprender a la subjetividad en la diversidad de sus actividades y modos de realización. Entramos aquí al estrecho camino entre Escila y Caribdis en el orden del conocimiento: aquél que intenta comprender a la subjetividad entre la inmediación y las mediaciones. En otras palabras, se trata de comprender a la experiencia en lo que tiene de inmediato y en lo que tiene de mediación. Es claro que la experiencia cuenta con ambas dimensiones, pero es prácticamente imposible discernir qué lugar ocupa cada una de ellas. En efecto –y retomando ahora las figuras de la subjetividad–, hablar de las mediaciones en la experiencia es señalar que la subjetividad se enfrenta a los fenómenos desde un marco de referencias ya adquirido y a partir del cual el fenómeno es comprendido. La importancia de las tradiciones simbólicas, lingüísticas, corporales, afectan a la percepción sensible y a la intelectual hasta el punto de posibilitarlas como tales, es decir, en tanto que re(con)ducen el fenómeno a la estructura de la subjetividad. De esta forma, se entiende que la figura del juez responda a esta dimensión 50

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de la mediación, en tanto que, por un lado, el juicio lógico es ya una mediación, y en tanto que, por otro lado, el juez actúa desde y en las mediaciones adquiridas, puesto que se encuentra en el seno de un sistema ya adoptado para enfrentar al fenómeno. Por su lado, hablar de una inmediación en la experiencia es apuntar a la manifestación de un fenómeno que se me revela en una originalidad y alteridad tales que la subjetividad se encuentra re(con)ducida a dicho fenómeno para constituirse a partir de él. La inmediación en la experiencia supone un punto de irrupción, un acontecimiento que re-con-figura a la subjetividad y a sus modos de actuar y de realizarse: la subjetividad no tiene medios para encarar dicha experiencia por su radical novedad. Así, puede suponerse con razón que la figura del testigo responda a esta dimensión de la inmediación en la experiencia, en tanto que el testigo se encuentra cuestionado por el fenómeno, es decir, en tanto que el fenómeno, dado su riqueza fenomenológica, lo des-arma de todo su arsenal lingüístico, simbólico y tradicional. Ahora bien, el problema es acuciante porque esta esquematización de la mediación y lo inmediato, de la figura del juez y la del testigo, es absolutamente insuficiente para comprender la experiencia en su ser de experiencia, es decir, en su integridad. En efecto, por un lado, afirmar una pura mediación en la experiencia sería caer en una concepción cerrada de la experiencia que aniquilaría cualquier dimensión temporal e histórica, pues nada nuevo podría suceder jamás: extrañamente, toda experiencia ya estaría realizada de antemano, como si se tratara de una interpretación burda y tosca de la reminiscencia platónica. Por otro lado, afirmar una pura inmediación en la experiencia llevaría a una disgregación total de la experiencia misma, por la cual cada experiencia sería un comienzo absoluto, sin pasado ni futuro, lo cual atenta de igual modo a la dimensión histórica de la experiencia misma: de modo absurdo, toda experiencia sería un punto abstracto y aislado, como si se tratara de los puntos de la línea imposible de Zenón de Elea. Pero abordemos esta insuficiencia del esquema inmediación-mediación desde otro horizonte: ¿podría haber experiencia de lo absolutamente mismo, o experiencia de lo absolutamente otro? Si la experiencia fuera meramente experiencia de mediaciones, la cadena de mediaciones se prolongaría a un imposible infinito, en tanto que una mediación se articula con otra y ésta a su vez con otra, etc. Todas las mediaciones no serían sino una sola, en última instancia, sin llegar jamás al fenómeno tomado en su independencia, originalidad y unicidad. Un fenómeno absolutamente re(con)ducido a la subjetividad (en su aparato de mediaciones) dejaría de ser fenómeno, o implicaría una fenomenalización pura y transparente de la subjetividad misma, lo cual contradice la necesidad de la reflexión de la subjetividad sobre sí misma a partir de sus objetos. Por otro lado, si la experiencia fuera meramente experiencia de lo inmediato, no habría posibilidad de comprender lo inmediato mismo, pues lo absolutamente otro sería invisible a la subjetividad, es decir, no habría forma de con-prenderlo de ninguna manera. En la experiencia, la subjetividad y el fenómeno se encuentran indi51

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solublemente ligados entre sí, y la pura inmediación de un fenómeno no sería sino la aniquilación de la subjetividad, y la incapacidad misma de abordar el fenómeno. En efecto, un fenómeno aparece tan solo en un horizonte que pertenece a la subjetividad como el campo mismo de fenomenalización de los fenómenos, y afirmar lo absolutamente novedoso o lo radicalmente otro no es sino contradecir la realidad misma de la constitución por parte de la subjetividad. Una subjetividad completamente desarmada no podría enfrentar de ninguna manera al fenómeno que le viene al encuentro, por lo cual una re(con)ducción absoluta de la subjetividad al fenómeno no sería más que la aniquilación misma de la subjetividad. ¿Cómo eludir esta paradoja de una experiencia que es, a la vez, inmediata y mediada? Creo que, en orden a respetar la experiencia, no podemos salirnos de la paradoja, siendo la paradoja misma la definición de la experiencia como tal. Si la subjetividad se con-figurara a partir de la sola figura del juez, la experiencia no tendría un polo objetivo; si se con-figurara solo desde la figura del testigo, la experiencia carecería de su polo subjetivo. La experiencia, en todos sus órdenes, implica, a la vez, tanto la mediación como la inmediación, y por tanto, tanto la figura de juez como la figura de testigo. El camino de la paradoja nos lleva, pues, a la subjetividad en su concreción, en tanto que se refleja ella misma en la experiencia tomada en su integralidad. Quizá podamos acercarnos a esta doble exigencia de mediación y de inmediación desde la experiencia de la vista: cuando abrimos los ojos, los fenómenos que se nos presentan del mundo nos invaden y nos sobrepasan; sin embargo, nuestra mirada necesita fijarse en algún objeto –puesto ahora en primer plano–, y abordarlo desde una determinada intención; el problema es que lo que se me había presentado de modo inmediato en un primer momento, pierde parte de su riqueza fenomenológica en el momento en que fijo la vista; pensemos en casos más extremos, como puede ser el de estar buscando algo con la mirada, donde todos los fenómenos se re(con)ducen a la pregunta “¿eres esto que estoy buscando?”. Lo que puede inferirse de esta analogía –por impropia o insuficiente que sea–, es que lo inmediato como tal no puede percibirse, pues es preciso fijar la vista para empezar a percibir, y que las mediaciones parten necesariamente de lo inmediato que se me había presentado. De algún modo, podríamos decir que lo inmediato genera las mediaciones, y que las mediaciones permiten identificar lo inmediato. Pero llevemos esta paradoja, ahora, a la actividad científica y a la religiosa, tema central del presente ensayo. En el quehacer científico, habíamos dicho, la subjetividad toma la figura de juez al enfrentarse a los fenómenos, cuestionándolos según su pertinencia o no al sistema ya establecido. Sin embargo, según hemos marcado, hay ocasiones en que un fenómeno se presenta al científico con una fuerza fenomenológica tal que obliga a éste a quebrar en algún grado el sistema mismo, y reacomodarlo a la nueva manifestación (o, dicho en palabras de Kuhn, a cambiar de paradigma). Las mediaciones científicas, pues, surgen de lo inmediato y dependen de él, hasta 52

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tal punto que los sistemas mismos –expresiones últimas de las posibilidades de la mediación- se quiebran y nacen a partir del fenómeno que se afirma a sí mismo y desde sí mismo, cuestionando al científico, a su método y a su sistema. Claro que, una vez quebrado el sistema ante estos fenómenos desequilibrantes, el científico debe dar lugar a un nuevo sistema o modificar parte de algún sistema sin transformarlo completamente, para poder identificar dicho fenómeno, hacerlo inteligible a la ciencia, comenzando nuevamente el trabajo judicial que le compete. Pero lo importante es subrayar que aquí es lo inmediato lo que ha dado lugar a la mediación, o el fenómeno el que ha dado lugar a la ciencia. Ya Edmund Husserl denunciaba la substrucción del plano del mundo de la vida por el del mundo de la ciencia o mundo objetivo: es preciso comprender que la ciencia nace de la experiencia vital, y no viceversa. Pero hay aquí otra cuestión de suma importancia, que concierne a la definición misma de la ciencia: el quehacer científico, aun cuando no pueda reducir la subjetividad a la sola figura de juez por la irreductible riqueza de los fenómenos, busca, sin embargo, cumpliendo su destino propio, subordinar la figura de testigo a la figura de juez. En efecto, a la ciencia le ha sido encomendada la tarea de cuestionar los fenómenos para comprenderlos sistemáticamente, y no abandonarse en el asombro que suscita su riqueza. La ciencia está llamada, esencialmente, a la palabra y al juicio, y, así, a la identificación y definición de los fenómenos a través de las diversas mediaciones. De allí que la ciencia se mueva siempre en el ámbito de lo problemático, de aquello a lo cual se busca solución interrogando sus posibilidades de inscripción en un sistema metódico. Esta finalidad de la ciencia se despliega temporalmente, y se realiza a sí misma como historia de la verificación, donde el fenómeno es cuestionado y verificado –hecho verdad– según las exigencias de la subjetividad-juez. Por su lado, la religión se instituye a partir de un acontecimiento que irrumpe en la vida de los hombres para cambiarlos definitivamente: a diferencia de la ciencia, la religión implica el nacimiento de un hombre nuevo. Como ya habíamos señalado, la riqueza fenomenológica del objeto religioso es tal que re(con)duce la subjetividad a las exigencias que el fenómeno plantea desde sí mismo y por sí mismo. Es claro que ante esta riqueza, el hombre no puede abandonarse completamente, así como ninguno puede tener la vista perdida, sin enfoque, durante mucho tiempo. De allí que la Iglesia, como comunidad de los creyentes, busque los juicios y mediaciones más adecuadas para intentar comprender el hecho religioso. Sería un error –y podemos pensar aquí en teologías como la de Karl Barth– desligar la Revelación de Dios de una religión, es decir, de un sistema de creencias que intenten captar de algún modo –siempre humano, demasiado humano– lo divino. La importancia de la simbólica religiosa –tan presente en las investigaciones de Mircea Eliade– reside en esta necesidad de humanizar lo Divino, de definir lo Infinito, para poder realmente establecer un nexo entre Dios y el hombre. También las religiones históricas (contrapuestas a las religiones cosmológicas) precisan de la palabra humana como medio de expresión del 53

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Logos divino. Lo importante aquí es señalar la increíble profusión de mediaciones a partir de lo inmediato en orden a comprender este inmediato mismo. Sin embargo, así como en el caso de la ciencia, el destino propio de la religión está en subordinar la figura del juez a la figura del testigo. El fenómeno religioso ya no se presenta más a disposición de los cuestionamientos de la subjetividad, sino que la subjetividad se encuentra cuestionada por el fenómeno mismo. De allí que la religión se desarrolle históricamente como una historia de la salvación, es decir, una historia en que la subjetividad es salvada por el fenómeno revelador (quizá, como lo viera Jean-Luc Marion, fenómeno se dice, de modo eminente, revelación). Así, el polo inalcanzable en esta vida al que tiende la religión esencialmente es el de constituir a la subjetividad como el testimonio de un Dios que se revela para elevarnos a Él. El silencio y la plegaria son el destino de la religión, por lo cual decimos que la religión habita en el plano de lo misterioso, en tanto que la subjetividad está en cuestión respecto a su propia realización por parte de las exigencias apelativas del fenómeno religioso.

Conclusión La ciencia y la religión, como hemos intentado mostrar, no son sino dos modos en que el hombre se dirige al mundo (en lo que presenta de sagrado y de profano), ilustrados desde las figuras del juez y del testigo. Estas figuras se encuentran completamente entrelazadas en la experiencia, y no puede pensarse una subjetividad desde tan solo una de ellas. Sin embargo, el rodeo por las figuras nos ha permitido esclarecer un tanto de qué modo se constituye la experiencia científica y la experiencia religiosa para, entonces, posibilitar un diálogo entre estos dos modos diversos de experiencia y, así, acercar cada vez más la subjetividad a una concreción siempre anhelada. En este camino de diálogo entre la ciencia y la religión cumple una función destacada la filosofía. En efecto, la filosofía tiene un doble destino que la emparenta con una y con la otra: es sabiduría y es ciencia, es decir, tiene como finalidad propia realizar igualmente la figura de juez y la de testigo sin preeminencia de ninguna de ellas. Se comprende por qué la filosofía se haya encontrado tironeada a lo largo de toda su historia entre lo místico y lo científico, entre ser una teología o una epistemología. Creo que tan sólo una aceptación sin reservas de su doble destino y naturaleza podrá, a la vez, realizar a la filosofía como tal, y constituirla como mediadora necesaria para un trabajo conjunto entre la ciencia y la religión. Como horizonte de un cielo y una tierra, la filosofía debe distinguir y unir a un tiempo la ciencia y la religión, y posibilitar entonces una realización plena del existente humano. Ahora bien, el diálogo que se establecerá por mediación de la filosofía –y este ensayo no es sino un primer intento de mediación filosófica– deberá tener en cuenta, ante todo, dos cuestiones principales: como institución humana e histórica, la religión 54

El juez y el testigo: figuras de la subjetividad

debe aprender y adoptar los diversos métodos que le aporten las más diversas ciencias en orden a mantener en una permanente crítica al objeto religioso, purificándolo de todos los elementos que lo falseen, así como evitando que un objeto no-religioso se tome o considere como sagrado (y aquí podemos ver la importancia que tiene en la Iglesia las investigaciones en torno a los milagros o a las posesiones demoníacas o a las apariciones particulares, por nombrar tan sólo los casos más públicos). Por otro lado, como institución histórica y humana, la ciencia debe aceptar con humildad la infinita distancia que separa a su método y a su sistema de las posibilidades fenomenológicas de los fenómenos –sin por ello renunciar a su constante cuestionar–, reconociendo también su definitiva incompetencia en presencia de fenómenos que no pueden ser reducidos a sus explicaciones sistemáticas más que perdiéndolos como tales. De la religión, pues, la ciencia deberá aprender la disposición a abrirse ante lo misterioso, no en cuanto que un fenómeno carezca de inteligibilidad, sino, por el contrario, en tanto que la riqueza de un fenómeno puede ser tal que el conocimiento judicativo del hombre no tenga otra opción que recurrir al silencio y a la plegaria como las formas más adecuadas para reconocer lo que se me manifiesta. Como hemos afirmado al comienzo del presente ensayo, estamos llamados a respetar la paradoja misma en la que el hombre se sitúa en orden a no violentar en paradigmas dualistas la experiencia en su unidad y concreción. Claro que el pensamiento que reflexiona sobre esta unidad está condenado al fracaso, pero es nuestra responsabilidad y obligación la de enmendar cada paso o conquista reflexiva para volver a traerla a su suelo nutricio, a la riqueza de la experiencia que debe explicitar y traer a la claridad. Sólo una dialéctica inclusiva podrá expresar la complejidad misma de la paradoja, sin optar exclusivamente por alguno de sus términos. El caso del diálogo entre ciencia y religión no escapa a esta consideración: no tiene sentido – si es que queremos responder a lo real– contraponer la ciencia con la religión, puesto que ambas son modos de vida de una única subjetividad viviente. Sin embargo, para evitar también un monismo totalizante y reductivo, es preciso contraponer las figuras que toma la subjetividad ante el objeto científico y el religioso, contraposición que destruiría la unidad experiencial, a no ser que la pongamos en movimiento, es decir, en la medida en que entendamos que la contraposición tiene un sentido heurístico y no dogmático.

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El Dios que espera

¿Hablamos de Dios cuando de Dios hablamos? Esta pregunta no resulta nimia si atendemos al sujeto mismo del discurso teológico-natural, puesto que no podemos pasar por alto que decir Dios es, en última instancia, no decir nada. Entiéndase bien: cuando digo “Dios” me encuentro en la paradójica situación de quien ni se refiere a un objeto ni se refiere a un concepto vacío. Cuando ya San Anselmo pensaba en el argumento ontológico, apuntaba justamente a esta paradoja: “Dios es aquello mayor de lo cual nada puede ser pensado”, es decir, es aquello que propiamente no puede ser pensado ni como algo de-finido, ni como algo vacuo. En efecto, Dios representa el límite mismo del pensamiento, en tanto que nada más allá de Él puede ser mentado ni tematizado. Pero si Dios es el límite del pensamiento, entonces también es lo impensable, puesto que para pensar un objeto preciso definirlo, es decir, referir su género y su diferencia específica, y Dios no tiene sobre sí ningún género que lo contenga ni ninguna especie que no se identifique en última instancia con Él mismo, y, por lo tanto, ninguna propiedad que lo diferencie. Faltan palabras para dirigirse a Dios y la falta de lenguaje no es más que un síntoma de la falta de objeto: Dios no puede ser ob-jeto porque no puede distinguirse de los demás entes objetivados y pensados y, por lo tanto, no puedo traerlo delante de mí, puesto que para ello precisaría separarlo respecto de los otros objetos. Dios está íntimamente presente en toda objetivación, como horizonte último fundamental de todo ente y, a la vez, íntimamente ausente de todo ente objetivado, en el modo del Fundamento respecto a lo fundamentado. La noción problemática de participación intenta subsanar esta doble exigencia de presencia y ausencia divina respecto a todo ente. Cuando Moisés preguntó por el Nombre de quien lo enviaba a salvar el pueblo de Israel de las cadenas egipcias, la zarza ardiente responde categóricamente: “Yo soy el que soy” (Éxodo, 3, 14). Todos sabemos la importancia filosófica de este versículo de las Sagradas Escrituras. Muchos han detectado en esta Revelación del Nombre Divino 57

Martín Grassi

la absoluta identidad de Dios con el Ser, por lo cual se ha dado en llamar a Dios el ipsum esse subsistens, o el ens realissimum, etc. A su vez, la teología natural de corte aristotélico-tomista ha sabido contrarrestar los peligros de identificar al Ser con el ente mediante el juicio negativo propio de la metafísica, la separatio, que no es sino el acto reapropiado y elevado a una segunda potencia de la teología negativa y la clave misma de la analogia entis. El problema, sin embargo, subsiste, puesto que la falta de palabra respecto a la realidad divina, sigue a la posición de una palabra primordial entendida como analogante, y dicha palabra es Ser. Pero todos sabemos que si el Ser se dice de muchas maneras, entonces habrá que buscar un sentido primordial del Ser que haga las veces de analogante respecto a sus otros sentidos, y es aquí donde el problema estalla. En efecto, la imposibilidad de nombrar y objetivar a Dios no es sino la imposibilidad de nombrar y objetivar al Ser y, sin embargo, pretendemos nombrar el Ser (y, por ende, a Dios) de algún modo. El presente ensayo no tiene otra finalidad que despertar la pregunta respecto al modo en que Dios puede pensarse y señalar algún posible camino a recorrer. Lo primero que habría que preguntarse es de qué modo se presenta Dios a la reflexión, de qué modo se descubre. En esta primera etapa, es necesario señalar que el fenómeno Dios se presenta al hombre desde la doble dimensión humana de la potencia y de la falibilidad, es decir, en el hombre se abre al abismo de un Otro que lo fundamenta a partir de la atestación de su propio ser libre que es, a la vez, incondicionalmente apelado por una exigencia que es imposible de tematizar. Análogo al connatus spinoziano, hay en el hombre a la vez una dimensión actuante y efectuante de sí y una carencia o falta que intentamos constantemente superar, aún siendo conscientes de la imposibilidad de dicha tarea irrealizable. Así, el fenómeno Dios sólo es posible por la revelación de la presencia de un Ser en nosotros que es, a la vez, Fuente creadora de nuestra capacidad, y Fin Último de todo nuestro obrar. Adviértase que no nos encontramos aún, propiamente hablando, en el discurso teológico-natural, sino en el metafísico-antropológico. En efecto, no nos es dado en esta primera instancia identificar el Ser con Dios. Sin embargo, sin esta atestación primordial no hay posible paso a la revelación de lo divino. Quizá alguno pueda ver en esta especie de condición de posibilidad del fenómeno divino ya una manifestación de Dios, con lo cual concuerdo, siempre y cuando se trate tan sólo de un primer movimiento de Dios hacia nosotros al modo de Fundamento. ¿Podemos saltar al plano propiamente religioso, hablando ahora de Dios, tal como lo entiende una conciencia creyente? Creo que este salto sólo es posible gracias a la fe como virtud sobrenatural, es decir, gracias a una Revelación Positiva de Dios que se manifiesta en el medio simbólico, y no ya en el medio de lo fundante. Es importante no perder de vista esta aclaración, puesto que no podemos identificar a Dios con el Ser como Fundamento desde el momento en que hay variedad y pluralidad de religiones, que manifiestan un modo propio del Ser divino, y que, sin embargo, 58

El Dios que espera

mantienen todas como suelo esta primera revelación de Dios como Ser fundante. Sería insensato pretender que de la atestación del abismo entre el Ser y el Ente podamos nombrar de algún modo a Dios, puesto que el Ser, como hemos dicho, se presenta, a la vez, como horizonte último de toda tematización y como su suelo mismo. Como la Luz, el Ser ilumina sin poder ser ella misma iluminada, o mejor, la luz colorea toda superficie sin ser ella misma coloreada: entendemos y tematizamos todo ente gracias a la Luz del Ser, mientras que no tenemos forma de tematizar u objetivar aquella Luz que es condición de posibilidad de toda objetivación. De aquí que el movimiento fundamental de la vida religiosa sea el del fracaso, en tanto que el existente se encuentra constantemente con la absoluta distancia entre el ente con el que se encuentra y el Ser que acompaña como alpha y omega a dicho movimiento. En suma, la conciencia religiosa no se reduce a la conciencia metafísica, aunque la suponga, sino que recibe de Dios un nuevo don que se da en el orden de la comunicación mediante símbolos, revelándonos su verdadero nombre. Por esta razón, en lo que sigue, hablaré como filósofo cristiano, es decir, como filósofo que cuenta con la Revelación consumada en el misterio del Cristo. Quizá la verdad definitoria de la religión judeo-cristiana sea la de que Dios es nuestro Padre y que nos ama, que Dios es el Camino, la Verdad y la Vida, y que en Él vivimos, estamos y nos movemos. Hay aquí, a mi parecer, una doble consideración: Dios como Ser Fundante y Dios como Persona. Ahora bien, esta doble consideración no es en absoluto dicotómica, sino que encuentra su unidad en la afirmación última de que el Ser mismo es Persona, algo que no puede concluirse del primer orden metafísico. Alguien notará, con razón, que, de ser así, la misma noción de teología natural, entendida como discurso filosófico de Dios, corre peligro… y eso es, ciertamente, así. Hay aquí dos posibilidades: o bien la teología natural se desarrolla en el ámbito de la metafísica, y entonces no puede hablar propiamente de Dios, sino que debe hablar del Ser (quizá en esta consideración se entienda mejor la profundidad con que Santo Tomás señalaba al final de cada una de las vías hacia la existencia de Dios que el término del camino recorrido se refería a lo que llamamos Dios), o bien la teología natural se sostiene en la afirmación metafísica del Ser pero precisa sí o sí de la experiencia religiosa concreta, con lo cual no habría una teología natural, sino tantas como conciencias religiosas puedan haber. De no ser así, habría un solo Dios verdadero, filosóficamente hablando, y ello supondría una absoluta violencia a las conciencias religiosas que se encuentran fuera del judeocristianismo. De este modo, la teología natural parece desenvolverse en una delgada línea que atraviesa, sin habitar completamente en ninguna de ellas, las dos costas de lo natural y de lo sobrenatural: la consigna de la fides quaerem intellectum parece revelar aquí toda su importancia, y la dicotomía pascaliana entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abrahám muestra su inexactitud, puesto que el puro filósofo –abstracción inaudita– no habla de Dios 59

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cuando de Él habla. En este sentido, me parece problemática el lugar epistémico de la teología natural, puesto que pareciera ser el enclave entre una filosofía de la religión, una metafísica y una teología. El problema, para nosotros, filósofos judeo-cristianos, es entender a Dios tal como se nos ha revelado, desde una reflexión filosófica. La cuestión será, entonces, comprender filosóficamente que Dios es Nuestro Padre (Cristo nos ha enseñado una sola oración, no nos olvidemos de ello). Todo estriba en cómo entendemos la Infinitud y Alteridad propia del Ser como Fundamento a partir de la revelación positiva del mismo Ser como Dios Padre. Y es aquí donde me parece insoslayable retomar la tradición aristotélico-tomista para señalar sus límites. En efecto, la clave de la cuestión que hemos planteado se encuentra en la noción misma de Vida. Para Aristóteles, la vida se define como el ser de los vivientes (afirmación capital), y se caracteriza por la espontaneidad y la inmanencia: el ser viviente se revela porque sus actos surgen de sí mismo, y no de otro, y vuelven a sí mismo, sin perderse en la transferencia a un otro que él. De este modo, es claro que para Aristóteles la vida suprema se encuentre en la vida del pensamiento, donde ambas características encuentran su más plena realización. Dios mismo, para Aristóteles, es pensamiento de pensamiento, y goza de una vida perfecta e inmutable, que mueve a sí mismo a todas las cosas, como Causa Final de todo ente. Tanto es así, que Dios mismo no tiene comercio alguno con el mundo, puesto que no puede pensar(se) sino a sí mismo como único objeto que satisface su actividad intelectual. El hombre mismo no puede, por dicha razón, tener tampoco con Dios ningún tipo de amistad. Si Dios es la sustancia perfecta, el Acto puro, no carente de nada, entonces Dios mora en una Eternidad inaccesible para el hombre y que presenta el rasgo de ser absolutamente Otro que nosotros mismos. Aún cuando toda la naturaleza anhele la actualidad como realización de una potencia o posibilidad propia de ser, la actualidad divina es tal que permanece inalcanzable para el ente e imperturbable en sí misma. ¿Pero es de ese Ser del cual hablamos cuando hablamos de Dios? Lo primero que podemos señalar es la insuficiencia de la caracterización de la vida hecha por Aristóteles, puesto que deja a un lado una dimensión fundamental, y quizá definitoria, de la vida misma: la pasividad como pathos. Es claro que el Estagirita hace un tratamiento de la pasividad del viviente, pero en tanto que la subsume a la categoría de potencialidad, quitándole el valor propiamente ontológico que tiene y dejándola del lado de la carencia y la falta. En una filosofía de la actualidad en el paradigma de la sustancia, como la de Aristóteles, todo aquello que esté del lado de la pasividad será visto como un momento de tránsito hacia la actualidad anhelada. De allí que no haya problema en decir al mismo tiempo que Dios es un ser perfecto y, a la vez, un ser viviente. No hay en Aristóteles, una consideración de la alteridad como tal, puesto que en el desenvolvimiento de la actualidad de la sustancia, lo que importa es la actualización de ella misma y en sí misma. Al tomar a la sustancia 60

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como analogante del ser, el ser se define por la unidad y, en última instancia, por la autarquía e independencia respecto a todo ser (de allí que sustancia se diga de aquello que tiene el ser en sí, mientras que se diga de los accidentes que tienen el ser en otro: en este sentido, no parece del todo ilógico la afirmación spinoziana de que la única sustancia es Dios mismo). Sin embargo, podemos ver que en la vida, la dimensión de la alteridad es definitoria de sí misma en tanto que la vida es intencional, es siempre apertura a un otro que sí. Y esta apertura primordial no se define por la falta y la carencia, sino, por el contrario, por la riqueza misma de lo viviente, que va en busca de lo otro y junto con él realiza lo común (y no sólo lo propio). La pasividad de la vida poco tiene que ver con la potencia como poder-ser, sino más bien con el pathos o la pasión, que es el estado de abierto del viviente respecto a lo otro que lo hace ser viviente. Desde estas coordenadas debiéramos comprender el ser de lo personal, puesto que, si bien la persona es aquello más incomunicable en el orden del ser por la intimidad y perfección de su esencia (tal como subrayaba Tomás de Aquino), la proposición contraria es igualmente verdadera: la persona es aquello más comunicable en el orden del ser. No puedo hacer aquí una fenomenología de los vivientes para corroborar esta idea en el orden científico-biológico, pero tomando una propuesta de Michel Henry, somos nosotros mismos como vivientes donde la Vida se manifiesta plenamente. Debemos dejar de lado, para ello, el monismo fenomenológico que ha caracterizado la filosofía (incluida la fenomenología misma de Husserl y Heidegger), y que ha querido ir a las cosas mismas desde el paradigma del afuera (del ek-stasis), para abrir el camino de la investigación por la revelación del ser y de los entes que proviene de la vía de la intimidad, y tal es la fenomenología de la Vida. Más allá de mis diferencias con el filósofo francés, creo muy válida la propuesta que nos ofrece: ¿por qué no hablar de la vida que uno mismo realiza como persona para dejar manifestarse al Ser mismo que nos anima? Y siguiendo esta propuesta, ¿acaso no es claro que la pasividad de la vida, lejos de ser un momento a superar, es un momento de realización tomada en sí misma? La pasividad hace lugar a un otro, a la alteridad, y gracias a la pasividad –que no se asimila al recibir un sello por parte de la cera, como quisiera Aristóteles al contraponer la actualidad de la forma a la pasividad de la materia, sino que debe ser pensado, como propone Marcel, desde el paradigma de la hospitalidad– es posible la comunión. El Dios de Aristóteles es inepto para la comunión y es, sin embargo, la Vida suprema: ¿no es ello una contradicción? Veamos nuestra propia vida, que es aquello que se nos presenta de un modo más inmediato y con la claridad –no de la lógica– sino de la fenomenalidad: ¿acaso mi realización como ser viviente y libre no tiene como horizonte siempre a un otro que me apela y a quien debo responder, o mejor aún, no tiene como suelo esta apertura al otro gracias al cual puedo aprehenderme como viviente y como libre? En el amor se encuentra la clave de la vida personal –dejo de lado por el momento 61

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la vida no espiritual por sernos inaccesible en su aparecer como tal–, y el amor mismo es albergar al otro en la propia intimidad en tanto que es inaprensible. La doble exigencia de cercanía y de lejanía (de comunicabilidad e incomunicabilidad) no pueden desatenderse en el acto amoroso sin traicionarlo. Claro que la lógica se lamentará de este recurso a la paradoja como inteligibilidad propia de la vida, pero ¿acaso importa? ¿No debiera la lógica responder a la vida, y no viceversa? Creo firmemente que, al entrar en el dominio de la existencia (dominio al cual debiera atender especialmente la filosofía), es la paradoja y no el principio de no-contradicción el que debe animar la reflexión. En todo caso, si el amor es lo más propio del ser viviente, y el amor es paradojal en tanto que se mueve a un tiempo en la paradoja misma de lo uno y lo otro realizada en lo común (puesto que si sacamos a lo común, o bien quedamos del lado del otro, o bien del lado del uno), ¿no es necesario, como insistiría Rosenzweig, tomarse en serio también al tiempo? Si la pasividad de la vida es la pasividad del amor como un albergar en lo propio lo extraño, y ser albergado lo propio en lo extraño, entonces es necesario que haya una revelación conjunta de lo uno y de lo otro en el seno de la comunión que hace posible la mutua revelación. De ser así, es necesario que ninguno de los dos polos de la paradoja pese sobre el otro y, así, es necesario desechar el conocimiento cabal y completo del uno por el otro o del otro por lo uno. El amor es, en este sentido, la negación de la ciencia como potencia, es decir, del conocimiento como pretensión y predicción. Pero, entonces, ¿tendrá algún sentido afanarnos en definir a Dios como el Ser Eterno que tiene en sí la realización plena de su propia vida? ¿Acaso no volvemos a considerar a Dios como lo autárquico, como lo Uno que se piensa a sí mismo y se basta en su pensarse? No nos sirve decir, siguiendo el adagio latino, que el bien es difusivo de sí mismo, si seguimos entendiendo esta difusividad como algo accidental y exterior al bien mismo (el sol, sol sigue siendo a pesar de aquellos que gozan de su luz). Como cristianos, creemos que el Ser se identifica con Dios Padre, y nuestro deber como filósofos y metafísicos es no desoír esta revelación de Dios, sino tomárnosla en serio. En vano seguir pensando la paternidad divina desde el paradigma sustancialista: la sustancia y la vida aristotélica no comprenden la alteridad. No es mi intención desprestigiar ni a la tradición aristotélica (que ciertamente no comienza con Aristóteles), ni pretender afirmar que ningún filósofo perteneciente a esta tradición haya desconocido la paternidad divina. Lo que sí me parece claro es que la definición de Dios como Ser Inmutable, Eterno, Perfecto, está presente en la base de todas las teologías racionales a partir de la filosofía griega, y es ello lo que aquí pretendo poner en cuestión. Pensemos mejor en las implicancias y exigencias ontológicas de la paternidad: ¿acaso vamos a decir que un padre se define porque no necesita del hijo? Absurdo. Pero, ¿cómo? ¿Entonces vos, Martín, decís que Dios necesita de nosotros? Absolutamente. Si Dios es nuestro Padre, Dios es Providente, y si es Pro-vidente, es que mira hacia adelante, espera en nosotros, espera en la revelación de nuestra 62

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propia originalidad en la respuesta que le damos y en los llamados que le dirigimos, así como cualquier padre. ¿No es acaso esto un antropomorfismo? Sí, sin duda, pero no veo porqué sea preferible realizar la analogía del Ser a partir de la sustancia en vez de realizarla a partir de la persona, y la persona entendida desde sí misma, y no bajo el paradigma sustancial. ¿Cómo? Repito: dejando de lado la hegemonía fenomenológica del afuera para dar lugar a una fenomenología de la intimidad y de la vida y la existencia tal como tiene lugar y se manifiesta en nosotros mismos. Pero, entonces, ¿Dios no es perfecto porque necesita de nosotros? ¿Dios no es Eterno porque ama y el amar se realiza en la temporalidad? Todo depende de cómo definamos perfección y eternidad, pero en principio, el padre perfecto –según nuestra propio modo de ser– o se encuentra en el padre que ya lo sabe todo y que no espera nada de nosotros, que es una especie de Solución apriorística de las necesidades del hijo, o es aquél que se mantiene siempre en lo abierto de la revelación del hijo y de sus necesidades, así como también se encuentra abierto al enriquecimiento que el hijo le prodiga. Es que el núcleo del amor no está en el uno o en el otro, sino en lo común. Pero, ¿qué es lo común? ¿Acaso debamos volver a una metafísica de la relación, dejando de lado una metafísica de la sustancia? ¿No volvemos así a un idealismo historicista de tipo hegeliano? No lo sé, pero el camino parece ser el del desvelamiento de la vida personal en su verdad propia, y ello nos impide permanecer en ninguno de los dos polos del uno y del otro. Un gran filósofo judío y hebraista reconocido, Martin Buber, ha traducido también el versículo del Éxodo, 3, 14, pero no ya como “yo soy el que soy”, sino como “allí estaré”. En esta traducción se deja de lado la necesidad de la identidad lógica de Dios consigo mismo y la consiguiente negación de la alteridad y la comunidad, para abrirnos al Ser de Dios como persona, es decir, al Ser de Dios como promesa (aquí quizá sea interesante recurrir a la dimensión de la ipseidad, que señala Ricoeur, en contraposición con la dimensión de la mismidad). Pero la promesa precisa del tiempo y del otro (ese binomio indestructible). Y la promesa no es el fatum griego, ni la predestinación, ni la omnisciencia: la promesa supone un estar disponible al otro, y una espera efectiva en que el otro se me revelará en su inaprensibilidad, gracias a lo cual, al fin, será posible una efectiva comunión. El Dios de la filosofía no será más un Dios inalterable e imperturbable, que habita en lo lejano, sino que el Dios de la filosofía será el Dios que espera y que, en su espera, se conmueve, es decir, se mueve con nosotros. Esperemos nosotros esperar en Él como Él mismo espera en nosotros, y esa espera auténtica tiene una auténtica manifestación en una reflexión filosófica que la haga manifiesta como tal, en su verdad propia, y no en la reducción a un horizonte de verdad distinto de ella misma, como sucede en el paradigma de la sustancia. ¿Podemos, de este modo, comprender mejor la realidad divina y el modo de ser propio de Dios? ¿Habrá algún discurso que escape a la blasfemia, que se perdone la interdicción de nombrar a Dios? ¿Habrá un Dios que espera ser pensado? 63

Las (sin)razones del justo33

I Nadie puede ignorar la situación de marginalidad que viven innumerables personas a nuestro alrededor, a pocos metros de donde nos encontramos. Esta marginalidad no se reduce a la pobreza, sino que se extiende a todos aquellos que, por una u otra razón, han sido “dejados a un lado” de la sociedad en la que vivimos. Todos nosotros, sea cual sea nuestra reacción, sea lo que sea lo que digamos, nos encontramos desplazados de nuestro lugar de comodidad en cuanto aparece –irrumpe– una persona marginal. Es cierto que a veces logramos armarnos de una coraza que nos protege de cualquier conmoción, y simplemente seguimos caminando pensando en nuestras tan importantes ocupaciones. La fórmula de la an-estesia es la de desviar la mirada: “ojos que no ven, corazón que no siente”. Basta con que ese objeto que se traslada en la vereda, mendigando de hombre a hombre, me dirija su mirada y la encuentre para que sienta en mi corazón un desgarro, un golpe de maza que lo detiene por un instante. De repente: des-plazado, llevado junto a este hombre que es mi semejante hacia el mismo lugar donde se encuentra: fuera de la plaza, fuera del lugar que le corresponde y en donde debiera estar. El encuentro de miradas es empático, me arrastra a sentir lo que siente el otro, me ofrece la mágica posibilidad de vivir lo que vive este extraño. La magia, sin embargo, es siempre tan súbita como pasajera: rápidamente, me vuelvo a em-plazar, a tomar distancia de ese no-lugar en el que se encuentra el marginado y volver al centro en donde plácidamente vivía. Ya sea volviendo mi mirada a otro lugar, ignorando –con el corazón ya marcadosu petición, ya sea sacando de mi bolsillo algo que pudiera aliviar su/mi pena, en ambos casos me separo del pathos de la marginalidad –del patetismo del marginado. En el primer caso, es claro. En el segundo, aunque no sea tan claro, no es menos 33. Agradezco infinitamente la ayuda que me han brindado para corregir y reescribir este ensayo a: Ángel Castagna, Ana María Princivalle, Nelly Ruzzo, Beatriz Sirvent, Ana María Ottaviani, Roberto Vollenweider y María Hebe Marchesano.

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cierto: cuando me dispongo a dar, tomo en seguida mi plaza central, la de ser un ciudadano que está en condiciones de vivir por su cuenta, dentro de los estamentos societarios y que tiene, además, la capacidad de compartir algo de su posición con otro. Este acto de donación crea inmediatamente una distancia infranqueable entre uno mismo y quien me ha pedido auxilio; aún más, desde el momento mismo en que se acerca quien necesita algo de mí, se dispone un juego social que asigna los roles de persona necesaria y persona necesitada. Creo que la empatía de las miradas rompe por un instante ese juego de roles, pues en la mirada nos encontramos ante todo a un semejante, a un hermano. Sin embargo, los roles ya estaban dispuestos desde el primer momento y, pasada la maravilla del encuentro, vuelven a instalarse en la dinámica social. Esta dinámica, por otra parte, no se reduce sólo al ámbito de la ayuda económica, sino que se extiende a todos los ámbitos de lo humano. El responder al marginado es, en efecto, un acto eminentemente simbólico, y la ayuda puede tomar la figura económica, así como la figura cultural, religiosa, judicial, política y antropológica: el otro no se me presenta tan solo como el pobre, sino también como el in-culto, el in-crédulo, el criminal, el que representa una minoría política, y el loco, el enfermo, el discapacitado. En todos estos casos, respondemos a su marginalidad desde el lugar del centro, como seres necesarios en orden a alcanzar al menos una posibilidad ínfima de acercarse a la plaza que ocupamos: lo educamos, lo evangelizamos, lo reformamos, le otorgamos un derecho, lo curamos y lo asistimos. El marginado deja su estatuto ontológico de persona, de semejante, de hermano, para adquirir el estatuto óntico de elemento del mundo social que se ubica en la periferia de la comunidad política; y el emplazado, a su vez, abandona también su carácter de persona para identificarse con la función que le es propia, y que es la de ocupar el centro de la plaza pública. El (des)encuentro personal es siempre recíproco y bilateral: mirar al otro como representando una función o situación política me lleva a constituirme yo mismo como aquél que mira desde un determinado lugar; la mirada que encuentra a un hermano, es siempre una mirada que no conoce parcialidades ni perspectivas, sino que es una mirada total, una entrega absoluta de lo propio a lo extraño para recibir completamente al extranjero en lo propio (el misterio mismo de la virtud de la hospitalidad, que en las religiones tiene siempre un sentido eminentemente sagrado, apunta a esta paradoja de des-centrarse como anfitrión para hacer sentir al otro “como en su casa”). De allí que el encuentro no admita análisis, se da y no puede descomponerse en elementos sin perderse como tal. Dada la situación de disimetría entre quien ayuda y quien es ayudado, entre la persona necesaria y la persona necesitada, se genera justamente la dinámica centromargen. Paradójicamente, mi ayuda al otro lo condena a su marginalidad, el auxilio que le brindo al marginado lo mantiene, por razón de dicho acto, fuera-del-centro. Mi donación no es más que un acto de sometimiento del otro, en tanto que el otro 66

Las (sin)razones del justo

debe jugar el juego que yo le propongo como representante del centro de poder y responder necesariamente a mis acciones, quitándole cualquier tipo de autonomía o autodeterminación; en otras palabras, el marginado se hace deudor de mi ayuda, y su deuda se presenta como insaldable, en tanto que –simbólicamente– se encuentra fuera de toda posibilidad de devolverme el don prodigado; el otro es condenado al lugar de asistido, lugar del que no puede salir jamás por su incapacidad de responder al don recibido. Claro que, cuando ayudamos, no vemos estos mecanismos de poder y de sometimiento, justamente porque es condición de nuestra ayuda que esta verdad fundamental permanezca invisible –de lo contrario, no lo llamaríamos siquiera “ayuda”, ni nos comportaríamos como lo hacemos. Y es que esta misma invisibilidad es la que subyace a todas nuestras relaciones con lo marginal: no me puedo ver a mí mismo en el centro, sino que veo las márgenes a partir de mi centro. Ahora bien, ¿qué sucedería si, por un esfuerzo ciertamente hercúleo, nos viéramos ocupando el lugar de centro?

II El acto filosófico es esencialmente esta des-territorialización de sí, es decir, este ubicarse en un no-lugar, en el que nos perdemos como seres concretos (es decir, emplazados o marginados) en orden a re-visar-nos. En otras palabras, la filosofía es la posibilidad de una crítica de sí mismo, crítica que supone distancia y alejamiento. Claro que nunca podemos alcanzar un absoluto no-lugar, puesto que esta u-topía no es sino una utopía, referida y construida siempre desde la plaza misma de la cual partimos. De allí que la crítica nunca sea exhaustiva ni total, sino que siempre se mantenga presa del suelo desde el que tomamos impulso para saltar. No obstante lo cual, el acto filosófico es absolutamente necesario. Ya lo decía Aristóteles: queramos o no, debemos filosofar. No es posible, en efecto, para el hombre, ni hundirse definitivamente en el barro, ni habitar el cielo que permanece siempre inasequible. Digo, no es posible para el hombre. Si no sabes qué es el cielo, ni qué es la tierra, entonces no te creo mi semejante. Claro que la crítica de sí no sólo no es cabal, sino que tampoco está destinada a mantenerse en la lejanía: la crítica es un salto, es decir, alcanza la altura para volver a la base. El panorama que nos ofrece dicha elevación es –como cuando saltamos– fugaz, difusa y siempre limitada. Pero dicha elevación es suficiente para ofrecernos el tesoro del cuestionamiento. Vista desde otro lugar, mi vida no es lo que imagino que es cotidianamente. Pero es preciso hacer una aclaración: la crítica de sí no nace espontáneamente de mí, como si de repente se me ocurriera filosofar y me fuera a sentar con mi pipa y mi pluma a escribir mis reflexiones. Ciertamente, eso pasa… si no, no estarían degustando estas palabras. Pero esto no es más que una consecuencia, 67

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no es sino la expresión meditada y regulada de una experiencia en sí misma muda e inarticulada –aunque no por ello, carente de sentido. Es el silencio de la vivencia el que desborda en palabras, y dicha experiencia vivida es siempre una experiencia no-intencionada: no he buscado vivir lo que he vivido; me aconteció esto que viví. Por ello, los acontecimientos de la vida siempre toman la forma de la sorpresa, en tanto me encuentro sor-prendido, tomado desde arriba y elevado, llevado sin que lo decida a ese lugar que no es el mío. Es lo otro de mí lo que me sorprende, lo que me toma y me alza. La perspectiva nueva, ganada en la altura de la sorpresa, es la que luego me invita a la reflexión y a la crítica. En suma, la crítica nace de otro lugar que no es el propio. El suelo jamás podrá ser el iniciador de ninguna crítica, porque nada se critica a sí mismo desde sí mismo: es siempre lo otro lo que critica a lo mismo. El principio de identidad es inexorable, y rehúye siempre cualquier invasión; sólo la alteridad cuestiona la mismidad, tal como ha visto tan radicalmente Emmanuel Levinas. Si una crítica de sí mismo es posible, es porque el sí mismo ha devenido otro de sí. Sólo a condición de la alienación de sí es que podemos recuperarnos a nosotros mismos desde otro lugar, sin por eso volver a ser los mismos. La alienación, pues, adquiere un sentido positivo en tanto que quiebra la identidad de uno mismo consigo y posibilita la toma de conciencia de la tarea impostergable de ser hombre. La alienación en sentido negativo –tal como proponía Marx- sería, en rigor, la imposibilidad de toda alienación, la recusación de la posibilidad esencial a la persona de hacerse otro de sí, de dejarse arrebatar por el acontecimiento. Ahora bien, intentemos este distanciamiento de sí, que es el núcleo de la filosofía: ¿qué lugar ocupo cuando me encuentro con la persona marginal? Ya habíamos constatado antes que la magia del encuentro, dada a través de la mirada, desaparecía tan súbitamente como había aparecido, y que la relación entre ambos ya ha fijado los roles de “persona necesaria”, por un parte, y “persona necesitada”, por otra. Lejos de dinamitar las bases, el hecho de que responda afirmativamente al pedido de quien se acerca refuerza los fundamentos que sostienen dicha asignación. El supuesto favor que le hago, el don prodigado, no es en realidad más que la reafirmación de la disimetría entre él y yo, no es sino la puesta en escena de mi superioridad de donante. Así, el “desfavorecido” recibe un favor que, en realidad, le pertenecería “por derecho”; en otras palabras, el favor que le hago lo mantiene en su marginalidad, pues la presencia del favor es tan contingente como su falta, obedeciendo a los caprichos de mi arbitrio, por lo cual el otro se mantiene en esta posición ambigua de (des)favorecido. No en vano una rama del marxismo rechazaba por manipuladora los intentos capitalistas de favorecer al trabajador (a través de mejores salarios, de recesos más extensos, de regulación de la jornada laboral, etc.): establecida la relación sobre el favor, se entabla entre el favorecido y el favorecedor una dinámica económica de poder, pues el (des)favorecido se mantiene en dependencia de su benefactor. La donación, por otra parte, no hace más que posicionarme en el lugar central de poder, puesto que, 68

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en efecto, cuando doy al necesitado no me estoy dando, no ab-an-dono el rol de persona necesaria. Una donación auténtica –de ser posible, de ser humana– implicaría un despojo tanto de mi condición donante como de la condición de favorecido del otro, es decir, una donación auténtica implicaría una pura comunión, desentendida de la mismidad y de la alteridad. En tanto que la donación se apoye sobre la disimetría, estamos en presencia de una sutilísima forma de poder y manipulación. Experimentalmente, podríamos preguntarnos si estamos dispuestos, no a dar todo, puesto que estamos allí aún en el orden de las posesiones, sino a darme todo. Ese rebajamiento –kénosis propiamente divina– que destruiría cualquier rasgo de disimetría entre necesario-necesitado, entre centro-margen, para ubicarme fuera de mi lugar, ya no en el lugar del otro, me situaría en un no-lugar. Claro que este experimento es paradójico, puesto que el hombre es un ser ubicuo, y no puede sino ocupar un lugar (entiéndase lugar en un sentido amplio, que incluya también la noción de rol o de posición político-económico-social-cultural). No es superfluo remarcar la raíz bélica de la palabra posición, asociada inmediatamente con la de estrategia: el otro se me presenta frente, detrás, debajo, sobre, a mi costado… y no hay modo de que el otro no se ubique respecto a este espacio cuyo centro de coordenadas soy yo mismo. Así, pues, la ubicuidad es esencial a mi experiencia y a mi ser, y por ello no puedo desprenderme jamás del todo de mi belicosidad respecto al otro. Es imposible que abandone mi posición, si no es que quiero perderme a mí mismo: en la raíz de la con-stitución de sí, que acompaña siempre al connatus (el deseo metafísico) de ser uno mismo, se encuentra el miedo igualmente radical a la des-titución de sí. Y sin embargo, la donación pura implicaría esta des-ubicación, este deponer las armas y mi posición para quedar absolutamente ex-puesto al otro. Y sólo el estar puesto fuera de mí podría posibilitar la paz anhelada. Quizá la mística universal sea ex-tática por esta razón: sólo puedo encontrarme con lo Otro en la medida en que me doy, en tanto que ya no ocupo lugar alguno, en tanto que dejo de ser un “yo”. La donación es, pues, utópica. Me relaciono con los otros en el marco del sistema que formo conmigo mismo, sistema que, a su vez, está enmarcado en un sistema de significaciones más amplio, que es el de lo político. El marginado se encuentra él mismo definido en este sistema que me es tan propio como ajeno: ajeno en tanto que no elegido, en tanto que recibido; propio en tanto que me define como sujeto. Así, las posiciones se refuerzan en el supuesto encuentro marcado por una ilusa donación. Detrás del escenario de la gratuidad de quien ayuda, se esconden tras sus telones los mecanismos de poder que sostienen la desigualdad. Ni siquiera el anonimato podría subsanar esta situación: si bien, en tanto que me doy, abandono el lugar de poder inscripto ya en mi nombre como centro egoico, es decir, como centro desde el cual actúo y me impongo, el recurso a lo anónimo es, muchas veces, una forma del orgullo, que me afirma como potencia hasta el punto de hacer invisible mi poder – sin por ello desactivarlo. No obstante, por otra parte, no estamos en condiciones de 69

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que la vida transcurra fuera de este teatro (humano, demasiado humano)… ¡hasta las didascalias están fijadas de antemano en nuestro encuentro con el otro! Justamente, lo imposible es “lo que no puede ser puesto”… es abandonar toda posición. Estamos, pues, ante la tarea de lo imposible.

III El problema de la marginación quizá no es el problema más fundamental de la ética, aunque quizá sí lo sea de lo moral. Aquí entiendo a la moral como la sustancia de las costumbres que delimitan las acciones legítimas de las personas en tanto que pertenecientes a una sociedad, mientras que ética indica la responsabilidad de reafirmarme como hermano en el seno de la comunión con el otro. Ahora bien, el hombre es un ser-en-el-mundo, en el sentido fuerte en que lo ha visto Martin Heidegger, y el mundo es un sistema de sentidos ya-siempre-allí, a nuestra disposición (así como nosotros estamos, de igual modo, a disposición de él). Por esta razón, el hombre nunca se encuentra con hechos brutos, no interpretados, sino que nos encontramos con fenómenos ya significados, es decir, con fenómenos significativos. Pero como ha visto Ludwig Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, el sentido se juega en la praxis (lo que llamaríamos la dimensión pragmática del lenguaje): todo sentido es un modo en que el hombre dispone de lo significado. Pero si llevamos hasta su última consecuencia esta consideración, entonces nos encontramos que el mundo está esencialmente definido por los modos en que nos comportamos en él, y la delimitación de mi comportamiento –ya sea frente a los otros, frente a Dios o frente al mundo– es lo que podemos llamar moral. La moral, pues, sería el juego fundacional de los infinitos juegos que practicamos cotidianamente: es como si las “instrucciones” de los diversos juegos del lenguaje (y toda actividad humana se encuentra ya atravesada por el habla), debieran responder a las “instrucciones básicas y elementales” de la moralidad (¿acaso los juegos de mesa mismos, los deportes, no están también sujetos a la moral?, ¿acaso no se traslucen códigos morales en la institución de dichas prácticas?). Así, si el mundo es esencialmente moral, entonces la delimitación entre lo legítimo y lo ilegítimo se encuentra en el corazón mismo de lo mundano, como el centro que dibuja los contornos de su vida con sus latidos. La marginación es tan sólo el momento negativo de la inclusividad, ya que el mundo como moral no admite lo amorfo o lo extraño como tal: todo elemento es subsumido en su sistema, y la categoría de “marginal” no es sino otro modo de nombrar esta labor de sumisión por parte del mundo. Claro que este momento negativo de la marginación suscita inquietud y malestar en el mundo, que no puede establecer su paz en tanto que el marginal se posicione como tal. De allí que el problema fundamental de la moral –como sistema de lo justo– sea el de la marginación: lo in-justo es la posición, afir70

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mativa en su negación, de lo marginal. Por ello, el tema de la alienación es correlativo al de la marginalidad, pues las identidades de cada quien –construidas moralmente– precisan de la inclusión en los marcos del reconocimiento del mundo. La marginación es factor de guerra. El mundo como moral se desestabiliza ante la nueva voz que reclama ser reconocida como elemento central del mundo. El paso del margen al centro no puede darse sin violencia. De allí la ambigua actitud del mundo y la consiguiente ambivalencia de lo marginal: por una parte, el mundo resiente el cambio, y por otra se mueve por el deseo de la inclusión de lo extraño. Esta ambigüedad revela de todos modos la relación alérgica que el mundo mantiene con lo extraño como tal. Pero aparece en esta dialéctica entre el margen y el centro una ambigüedad por parte del marginado: por un lado, reconoce la injusticia esencial del mundo –que detenta el poder y la autoridad para discriminar lo legítimo de lo ilegítimo–, y por otro, ansía ser subsumido por ese mismo orden que denuncia. El mundo se aquieta en la legislación inclusiva, y el marginado depone las armas, depositándolas frente a la puerta de entrada al mundo. La paz lograda es, así, la expresión máxima de la violencia, puesto que implica la victoria incuestionable del mundo, de la totalidad sistemática y omnipresente de la justicia. No por nada Marx apostaba a una revolución de la estructura –“mundo como moral” desde la perspectiva de las relaciones económicas– antes que a una modificación de la legislación para el reconocimiento de los “derechos” del trabajador (correlativos a los “deberes” que éste rinde al sistema).34 El problema, que quizá Marx no vislumbró del todo, estriba en que no hay posibilidad de que no haya mundo –el hombre es un ser en el mundo–, así como tampoco es posible que haya mundo sin violencia. El mundo es violento por ser moral y es moral por ser violento. Lo que Max Weber atribuía como propiedad al Estado –el uso legítimo del poder– es extensible al mundo como moral: el mundo es poder de legitimación. Ante la imposibilidad tanto de lo a-sistemático como del sistema perfecto, la moral encuentra su justificación más radical: nada puede obligarla a abandonar su pedestal, ni nadie puede in-criminarla. A la moral sólo le cabe ser calibrada o corregida: en su inocencia primordial y esencial, la moral se encuentra más allá de toda crítica. La crítica misma supone como su suelo la moral. La misma posibilidad de inclusión del marginado se encuentra en la definición de lo moral, en tanto que lo moral juega su juego en la historia y en la dialecticidad marginación-inclusión. De aquí que, como bien plantea Amartya Sen en La idea de justicia, lo justo no señala un sistema perfecto, sino que aparece de modo contingente como un remedio a un desarreglo, como una respuesta a una situación considerada como injusta. En este sentido, y retomando las ideas de posición, ubicación y utopía, la justicia no se encuentra en un topos uranós, en un lugar celestial o ideal, como planteara Platón y 34. No modifica el presente planteo el poder pensar a la obligación o al deber como fundamento del derecho, tal como propone Simone Weil.

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la filosofía occidental deudora de esta intuición, sino que la exigencia de la justicia vendría de un no-lugar (u-topos), no de un otro-lugar: por esta razón, no se trata de encontrar un sistema de lo justo, sino por el contrario, se trata de dejar aparecer lo no-sistemático de la justicia como tarea im-posible, es decir, como exigencia infinita incapaz de realizarse en el mundo. El mundo como moral, como sistema siempre cerrado en su apertura –pues se mueve en la dialéctica margen y centro–, define los contornos de lo posible; define lo posible como tal. Como si se tratara de un carácter trascendental, el mundo hace posible lo visible, lo audible, lo reconocible. La marginación es un modo de reconocimiento –definido en su negatividad–, por lo cual es un modo de aparecer al mundo. Hasta tal punto es así, que las márgenes miran al centro como el centro a las márgenes: sus miradas no se cruzan, sino que se implican. La mirada del centro se dirige a las márgenes como a sus fronteras, como a los horizontes desde los cuales puede irrumpir lo extraño. Por su lado, la mirada del margen se dirige al centro como si se tratara de su lugar natural –aunque denegado de hecho. Así, las miradas se definen recíprocamente, dialécticamente, en su mutua pertenencia: no hay una sin la otra, y en su ambivalencia se desean. Se trata de la supervivencia del mundo –y, por tanto, del hombre. Pero el problema fundamental de la ética no es el marginado, sino el Otro. La ética per-dona al mundo y abraza la alteridad como tal, más allá de la justicia, más allá de la dialéctica inclusión-marginación. La ética abre el espacio de lo extra-mundano, de lo meta-físico. Lo moral se define como territorial, mientras que la ética indica la utopía. Más allá –o más acá- del juego cerrado de la moral, la ética descubre y libera la fraternidad: somos en la comunión y sólo en ella. El Otro no se revela primeramente como necesitado (marginado), ni como necesario (legislador): el otro se me revela como hermano. La escritura de la moral se encuentra vivificada por el espíritu de la ética, que es Amor y comunión. Anterior al derecho y a la obligación, el hermano –ese prójimo apátrida– comulga en la misericordia, en la aceptación y en la consagración de la mutua dependencia, de la común miseria y finitud. Atrapados en el lenguaje cotidiano motivado por la búsqueda de la supervivencia –que es siempre binario, en tanto que funciona desde las coordenadas de la oposición para definir los actos precisos para la subsistencia–, es insuficiente decir tanto que todos somos necesarios como que todos somos necesitados. Quizá las palabras del evangelista Lucas sean más apropiadas: “somos hijos de la promesa”. La ética es el motor y el espíritu de todo com-pro-miso, es decir, del hecho de estar ab-an-donados al acogimiento de sí en un nosotros siempre vivo. Claro que dicho nosotros se expresa en una comunidad, por lo cual entra necesariamente en la territorialidad de la moral. Pero el lugar (topos) aparece como el templo de la u-topía.

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IV La enorme dificultad que presentan estas últimas reflexiones consiste en pensar la paradoja de lo ético que, por un lado, quiebra toda moral y la trasciende, y, por otro, precisa de la moral para aparecer. Quizá podamos traer a colación aquí las reflexiones en torno a la llamada y a la respuesta llevadas a cabo magistralmente por Emmanuel Levinas, Jean-Louis Chrétien y Jean-Luc Marion. Lo central en estos tres autores es considerar la aparición de la llamada en la respuesta, es decir, que no hay una llamada que primero oímos y a la que luego respondemos, sino que es en nuestro responder mismo que la llamada se revela como tal. La responsabilidad frente al prójimo –digamos– no es algo que ya conocemos y que luego actuamos, sino que nos sorprende actuando ya. La respuesta es esencialmente espontánea e ingenua: no necesita razones ni pre-meditación. Más bien al contrario, esquivamos nuestra responsabilidad cuando logramos encontrar razones que nos eximan de ella. La ética, pues, es originaria respecto a la moral. Pero la ética se revela ya en las normas morales, pues me reconozco responsable ante el otro de una determinada manera, es decir, según ciertas “obligaciones”. Dichas obligaciones son como cristalizaciones de un reconocimiento “previo” (no en sentido cronológico, sino ontológico), que es el reconocimiento de un prójimo. Pero, a la vez, el prójimo se me revela como tal en tanto que me encuentro obligado a él (ob-ligado, es decir atado a él que está en frente de mí). El llamado se me presenta como tal en la respuesta. Pero –y he aquí la piedra angular de estas reflexiones– el llamado se revela en la respuesta como lo in-conmensurable en esa misma respuesta, es decir, como lo que trasciende infinitamente los modos en que la respuesta la presenta. La respuesta es, a la vez, fidelidad y traición a la llamada. Así también la ética se manifiesta en la moral, pero se manifiesta como aquello que la sobrepasa infinitamente, por lo cual la ética es el principio creativo y vivificador de la moral. Digamos que la moral expresa lo ético como la poesía lo bello: el “resto maldito” del que hablan los poetas puede transportarse a los moralistas y juristas, en tanto que nunca una regla moral podrá hacer verdadera y definitiva justicia a la dignidad personal. Por ello, también, nuestra deuda con el prójimo es infinita, porque no hay modo en que podamos responder definitivamente a nuestro hermano. Hay que tener sumo cuidado, en este sentido, de postular un “progreso en la justicia”, puesto que puede ser una de las formas más sutiles y secretas de seguir afirmando un sistema de lo justo nefasto para el hombre, denunciando sólo defectos contingentes que pueden corregirse hasta llegar a la perfección de dicho sistema, en el cual se anularía la marginación. Se trata aquí de un falso utopismo, como lo llamaría Ortega y Gasset, que consistiría en pensar la Utopía como efectivamente realizable; la misma idea de per-fección indica este llevar a fondo la realización de un pro-yecto, lo cual significa que seguimos dentro de los marcos de un pro-grama, de un sistema, es decir, de una situación ideal y que implica la serie de definiciones 73

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y legislaciones que producen, justamente, lo marginal. Por ello, la fraternidad en el amor es una idea escatológica, imposible de realizar en esta vida: todo intento por realizar el cielo en la tierra está destinado al peor de los fracasos, justamente aquél que ignora el fracaso mismo de todo proyecto.35 ¡Cuántas han sido las dis-topías del siglo XX, caras reversas del anverso del falso utopismo! Quizá sea momento para explicitar el título del ensayo: “Las (sin)razones del justo”. Se trata de la esencial contradicción del hombre justo que, siendo tal, se enfrenta a la irreductible injusticia que comporta el sistema de lo justo como tal –cuyos elementos responsables son, a la vez, tan innumerables como los astros del universo, y por lo cual la responsabilidad por el marginado es, a un tiempo, de nadie y de todos.36 El hombre que asiste a la persona marginal seguirá en esta contradicción en tanto que la “solidaridad” –en cualquiera de sus formas– no elimina la injusticia, sino que se sostiene en ella. El hombre que intenta desde su labor –cualquiera sea– actuar con justicia sin producir marginación, también vivirá la contradicción de no poder revertir la situación de injusticia en la que –en última instancia– se mueve cómodamente. Las instituciones mismas albergan en su accionar la paradoja mencionada anteriormente de inclusión-marginación. Estas reflexiones no invitan a claudicar en la búsqueda de un mundo justo, pero sí obligan a dejar en un segundo plano las razones y cálculos propios de la moralidad –y, por ende, de la estructura económicojurídico-política– para poner ante todo el grito ahogado de la responsabilidad por mi hermano en el corazón mismo de una existencia que no llegará a ser nunca sí-misma sin la participación universal de sus congéneres. Uno de los grandes teólogos del medioevo, Orígenes, rechazaba la existencia del Infierno, arguyendo que, de existir, tampoco el Cielo existiría, puesto que no puede concebirse una Celebración Eterna sin la comunión de todos los hombres; análogamente, creo que ningún hombre puede vivir dignamente sin que todos sus hermanos participen de dicha dignidad. La dignidad del hombre no es una cuestión privada: o es universal, o no vale nada. ¿Utopía? Ciertamente, de esas que no se pueden jamás lograr, pero que animan a despertar lo humano en el hombre.

35. Para Karl Jaspers, el “fracaso” es la Cifra más importante de la Trascendencia, es decir, es el signo más elocuente de aquello que se mantiene siempre en el “más allá”, de aquello que es irreductible a cualquier práctica o definición humana. 36. Como en todo sistema, los elementos involucrados se reducen a la función que cumplen en él y la responsabilidad personal se diluye en acciones impersonales y mecánicas, por lo cual se da el fenómeno que Hannah Arendt describió como “la banalidad del mal”, es decir, el hecho de que el mal y la injusticia suceden sin que nadie lo quiera adrede, sino más bien por la negligencia de cada uno de los miembros de una sociedad que no consideran las consecuencias e impactos de sus actos sobre la condición humana.

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V Lo que resulta central en estos análisis es considerar ante todo a la persona concreta en situación: la justicia como tal no es más que un concepto abstracto que intenta definir una acción intersubjetiva. El drama de la justicia no existe, porque jamás un concepto sufrirá tensiones; existe el drama del justo. Y el drama del justo –que hemos esbozado hasta aquí- no puede reducirse al drama que describiría la sabiduría antigua, cuyo centro era la cuestión del equilibrio y cuya contraparte humana la encontramos en la virtud de la prudencia (phrónesis). El drama del justo es mucho más profundo y desgarrador: no se trata de un mero cálculo de la razón práctica que buscaría los medios más propicios para alcanzar el “justo medio”; se trata de dar por tierra cualquier “justo medio”, porque todo “justo medio”, todo equilibrio, es ya injusticia y violencia. El hombre justo es –esencialmente– un hombre injusto (¿acaso el testimonio de Cristo, como aquel que cumple la ley transgrediéndola, no es contundente al respecto?); el hombre verdaderamente justo es un hombre que deja atrás las normas morales –que definen el “justo medio”– para intentar alcanzar la justicia. Digamos que la única justicia auténtica es la “injusticia del amor”, es decir, que la des-mesura (esa hybris tan temida por los helenos) es la única regla o medida verdaderamente humana. Claro que nos quedaríamos cojos si tan sólo señaláramos unilateralmente esta dialéctica entre amor y justicia, porque no deja de ser igualmente cierto que una pura desmesura es imposible (hablar de des-mesura implica hablar ya de una regla transgredida). El amor hace pie en la justicia, aunque sea para tomar envión y lanzarse hacia arriba. Un puro amor es ininteligible e impracticable, puesto que amamos en las acciones concretas que ya están determinadas y definidas moralmente. Recordemos que el hombre es un ser-en-el-mundo y que el mundo es esencialmente moral. El amor es, ciertamente, revolucionario y transfigurador, pero puede ser tal en tanto que revoluciona y transfigura algo ya dado. Parafraseando a Kant: las normas sin amor están muertas/vacías; el amor sin normas es impracticable y ciego. Quizá si definiéramos al amor como una afirmación que se niega como proposición, podamos acercarnos mejor a esta dialéctica entre lo Dicho y el Decir – para utilizar la terminología de Levinas– que está presente en el corazón de toda relación personal. Esta afirmación que se niega como proposición apunta al misterio del ser personal, que escapa en tanto que se manifiesta, y que me afirma en tanto que lo afirmo, aunque dicha afirmación renuncie a cualquier caracterización, adjetivación, definición, etc. (es decir, lo propio de la proposición). ¿Puede hablarse de la razón práctica, entonces? Creo que estoy más cerca de Kant que de Aristóteles: las razones del justo son siempre paradojales, hasta el punto que razón y sin-razón se confunden. Mientras que la ética aristotélica tiene algo de discursividad, en tanto que busca el mejor modo de actuar respetando la naturaleza humana (y su equilibrio natural), la ética kantiana –tomando sobre todo la segunda 75

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formulación del imperativo categórico, es decir, la de tratar al otro siempre como un fin y nunca como un medio– tiene algo de intuitivo y absoluto. La atención al otro no es algo que pueda razonarse, es algo que acontece y me interpela; la responsabilidad por el otro (expresión tautológica) no es jamás el resultado de un silogismo, ni la conclusión de un debate. La responsabilidad no está al final del discurso ético, sino que se encuentra al principio y es su suelo y fundamento. Podríamos volver aquí sobre los pensadores del “sentimiento moral”, y reflexionar en torno al tono afectivo de esta “intuición”. No hay razones para el justo, o al menos las razones – que se mueven en el ámbito de la moral– quedan relegadas a un segundo plano. Pero tampoco es cierto que la ética sea irracional, o que el justo actúe sin razones: el amor (ética) y la justicia (moral) se implican mutuamente, lo cual significa que la intuición ética y la discursividad moral también se encuentran en una situación de interdependencia.37 De allí el título: “las (sin)razones del justo”.

VI Volvemos sobre la profunda injusticia que esconde todo sistema de justicia: ¿puede pensarse un sistema justo? Habría que pensar nuevamente el sentido de “sistema” (lo cual, por otra parte, ya ha sido examinado detenidamente por la filosofía del siglo XX). Lo que me importa subrayar es la ambivalencia del sistema: por un lado, implica la violencia que define esencialmente todo acto por el cual un elemento es subsumido como parte en un todo; por otro lado, implica la paz que traen las reglas y normas que ordenan las partes del todo. Esta ambivalencia es lo que hace del sistema –o de una voluntad sistemática, o voluntad de sistema– una paradoja insoluble. No podemos deshacernos del sistema –como quisieran los existencialistas–, así como tampoco podemos afirmarnos en el sistema sin más –como señalarían los estructuralistas. Se trata de habitar la paradoja, lo cual por definición es imposible, puesto que habitar implica apoyarse sobre un suelo firme, mientas que la paradoja señala la falta de un “sustrato”, o mejor, la esencial “liquidez” de toda “sustancia” (de lo que sub-yace). La condición humana es, por esto, nómade y sedentaria a un mismo tiempo: se mueve en tanto que resposa, y reposa en su moverse. La voluntad misma es voluntad de sistema porque nunca los actos libres pueden comprenderse si no es articulándolos de algún modo. Aún más, no sólo son incomprensibles, sino que son fácticamente imposibles en tanto que todos ellos se inscriben en un marco de sentido que posibilita la motivación y los articula en una historia de vida. Por un lado, pues, actuamos desde ciertas motivaciones; por otra parte, aún cuando respondemos a la solicitud de un otro –y sabemos que la libertad es esencialmente respuesta–, respondemos 37. Paul Ricoeur establece una distinción entre la “prosa de la justicia” y la “poética del amor”, que indica esta diferencia entre el amor y la justicia.

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Las (sin)razones del justo

desde y hacia un sistema de coordenadas morales. Si el encuentro ético es utópico no es porque ignore dichas coordenadas, sino porque las trasciende y, en su trascender, toma distancia del suelo moral-habitual y en su no-territorialidad irrumpe como crítica y transforma. Claro que, en dicha transformación, la libertad se sistematiza, pues no podemos actuar inarticuladamente, y así vuelve a “caer en tierra” y moverse en el suelo moral. La “voluntad de sentido” es “voluntad de sistema”, y nuestra libertad no puede des-entenderse de su vocación a la cohesión y a la unidad. El platonismo –y en esto Plotino es el que ha ido más lejos- tiene razón cuando afirma la Unidad como trascendental supremo. Claro que la caridad y el amor son afirmación de lo plural, transfigurador de toda unidad establecida, pero no por ello deja de buscar un nuevo orden. Cristo mismo vino a instaurar un reino, el “reino del Amor”. ¿Significa esto, entonces, que el Cristianismo sea violencia? En parte sí, en parte no: el Amor, aunque sea principio de transformación, no puede sino cristalizarse en un orden. Una pura pluralidad o alteridad es lo contrario del Amor, tanto como una pura unidad o identidad. El Amor es la pluralidad en la unidad, y de allí que siempre debamos repensar el nosotros como realidad última de todo lo humano –si bien debamos estar sumamente atentos a las ruinosas consecuencias de considerar este “nosotros” como un grupo particular que, por ello, se contrapone a otros, es decir, a un “ellos”. Tuve la oportunidad de conocer a un italiano, Tomasso, que trabaja para la ONG Médicos sin fronteras, y él mismo confesaba la paradoja que sentía desde su labor humanitaria, y que ya hemos señalado: ¿hasta qué punto el trabajo humanitario no es cómplice de la guerra y de la violencia que le ha dado origen? Creo que este dilema es un suelo muy fértil para pensar nuestra época y nuestro modo históricamente particular de ser hombres. El testimonio de Tomasso –que es también el de muchos– es central en tanto que el dilema no es abstracto ni teórico, sino vital y existencial; no se trata de la “justicia”, sino del “hombre justo”, aquel hombre concreto comprometido con la justicia en circunstancias igualmente concretas y singulares. No se trata, pues, de resolver una situación, como si la búsqueda de la justicia fuera un problema que pudiera solucionarse algebraicamente (he aquí el hechizo de un mundo tecno-crático); se trata de sangrar la herida sin querer suturarla ni abrirla hasta perder la vida.

VII “La esencia del mundo es la violencia”: tal es el motivo principal del ensayo. Debemos enfrentar el tema de la verdad como la imposición de un orden establecido, contenido y realizado por los dispositivos legales y judiciales, y fundamentados por la metafísica y la religión (lo que Marx llamaría “ideología”). La verdad del mundo 77

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es la exposición sublime del poder –y queda por pensar una verdad que trascienda el mundo (una verdad que, justamente, siempre queda por pensar). La cuestión será preguntarse por la “genealogía de la moral”, es decir, en última instancia, sobre el relato cosmogónico (el mundo es esencialmente moral, y por ello violento). No queremos, por esta razón, dar por tierra toda búsqueda de la verdad y de la justicia, sino, por el contrario, posibilitarla, es decir, manifestando su im-posibilidad más radical (puesto que siempre estamos sujetos a los mecanismos ocultos del poder), despertar nuestra reflexión, nuestra atención al peligro y al riesgo de la deshumanización, y lograr convencernos de que ésta es nuestra misión como hombres: la de guardar lo humano. El tema principal de la presente reflexión surge del lenguaje simbólico del Evangelio, en el cual se nos indica que no somos de este mundo, así como no es de este mundo el “Reino de Dios”. La consigna es, pues, pensar este “otro mundo”, este “más allá del mundo”, en el que la violencia no se apacigua (la paz y la calma representan la apoteosis de la violencia, es decir, la victoria del sistema), sino que se “perdona”, es decir, se la asume en un andar que no conoce tregua, en un camino que ignora un destino. ¿Cómo aparece en el horizonte del mundo esta promesa de liberación y reconciliación de lo humano en el hombre? Quizá nos sea imprescindible no sólo pensar en la genealogía de la moral, sino también en el acontecimiento de lo ético. Ni el pensar ni el actuar cesan…

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La palabra “justa” La exigencia silenciosa de la justicia38

“Justicia” ha sido una de las palabras clave de la tradición filosófica occidental. Ya heredada de las tradiciones religiosas, la justicia como Díke no se separa de la experiencia de una regularidad en el acontecer del mundo, y una necesaria circulación que se expresa en los ciclos estacionales, así como en las cadenas alimenticias, así como en la transformación de los elementos en sus diversos estados. La inevitable des-integración y la necesidad de una restitución constante constituyen los dos polos en tensión que marcan la cadencia de los fenómenos naturales que transcurren en el tiempo. Nadie escapa a la Díke entendida como Necesidad o como Destino inexorable, puesto que un Equilibrio siempre amenazado, siempre quebrantado, pero siempre también reconquistado, es la condición de posibilidad de todo aparecer, o mejor aún, de todo estar apareciendo, de toda fenomenalización: ¿habría acaso algo que apareciera en el caso de que la luz no dejara sombra, o en que la oscuridad fuera absoluta? ¿Habría escucha si no fuera por un vaivén entre el silencio y el sonido? No es azaroso que la Justicia se asocie directamente con el Logos y el Nomos, con la razón y la ley, en tanto que la noción de medida y de unidad le confieren su contenido. Aún más, hay una noción que no debe escapársenos a la hora de atender a la justicia, que es la de correspondencia: la justicia se establece como relación entre dos polos que se corresponden el uno al otro gracias a un tercer término que los aúna en el modo de la medida. No hay justicia allí donde entre dos polos la tensión desaparece en favor de uno solo de ellos, y la tensión obedece siempre a la necesidad de su maximum, es decir, la cuerda debe ser máximamente tensada –cuidando de que no se rompa- si es que queremos afinarla. Si la tensión se relajara, implicaría que un 38. Agradezco mucho los aportes a este ensayo de todos los participantes del II Coloquio de Hermenéutica Analógica (Buenos Aires, 2014), y a mi hermano, Adrián Patricio Grassi, quien desde su reflexión en torno a su práctica judicial me ha ayudado a pulir ciertas cuestiones.

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polo tira más que el otro, anulándolo al fin y al cabo. Heráclito afirmaba que Pólemos (la guerra, el conflicto, la tensión) es el padre de todas las cosas, razón por la cual es preciso que Díke sea también su contrapartida, en tanto que la beligerancia no termina en aniquilación: semánticamente, una no puede entenderse sin la otra.39 La búsqueda de un Logos por parte de la filosofía no se separa, pues, de la búsqueda de la Díke, que –más allá de su sentido cosmológico– ocupa un lugar especialmente importante en lo concerniente a las relaciones que el hombre mantiene con el mundo, con los otros hombres y con lo sagrado, relaciones que son, en última instancia, del orden político. He dicho de lo político y no de lo ético, por una razón fundamental: la correspondencia entre los dos polos (sea hombre-mundo, hombre-hombre, hombreDios) no se comprende sino a partir del tertium pars que es la ley (Nomos).40 La ley expresa la medida misma que determina el modo co-rrecto (right way)41 en que dichos polos interactúan. La clásica definición de la justicia como el dar a cada uno lo suyo según lo que co-rresponda,42 indica perfectamente la necesidad de ese tercer polo que sirve de unidad de medida. Es gracias a esta medida que el uno le debe al otro algo, y viceversa; es gracias a esta medida que puede hablarse de ob-ligación, entendida como el deber de responder lo uno a lo otro. Aún más, como señalaba con magistralidad Simone Weil, la obligación es la contracara del derecho: el derecho se afirma en el reconocimiento de una obligación (el derecho a la vida del otro indica primeramente mi obligación de respetar su vida).43 Se ve, entonces, que la relación del uno con el otro es recíproca, es decir, que ambos polos se co-rresponden. Aún más, esta correspondencia está marcada ante todo por el lenguaje, que es la forma primaria de la medida y de la ley. El nombre dado a cada polo en tensión determina el modo en que ambos se corresponden, en que ambos se enlazan, o en que cada 39. Heráclito escribe: “Conviene saber que la guerra (pólemos) es común (a todas las cosas) y que la justicia (díke) es discordia (éris) y que todas las cosas sobrevienen por la discordia (éris) y la necesidad (chreós)” (Fragmento 80). También: “La guerra (pólemos) es el padre (patér) y el rey (basileús) de todas las cosas (pánton); a unos los muestra como dioses y a otros como hombres, a unos los hace esclavos y a otros libres” (Fragmento 53). Cf. Kirk, G. S.; Raven, J. E.; Schofield, M. Los filósofos presocráticos: Historia crítica con selección de textos. Madrid: Gredos, 1987, p. 282. 40. Otro de los sentidos de la palabra griega díke es la de “costumbre, manera de ser”, por lo cual se acercaría más a la “moral”, en su sentido de mores que a la ética, si la comprendemos desde el imperativo que establece la responsabilidad por el otro. 41. La palabra co-rrección alude a la implicancia de dos polos en juegos regidos por una medida en común, lo recto (participio de regir). El inglés cuenta con una palabra que significa al mismo tiempo lo correcto y el derecho (implicancia que en la lengua romance está eclipsada, como señalamos). 42. Dicha descripción de la sabiduría popular es puesta como primera consideración de la justicia en boca de Céfalo en La República (L. I, 331c). 43. “La noción de obligación prima sobre la de derecho, que le es subordinada y relativa. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino únicamente por la obligación a que corresponde; el cumplimiento efectivo de un derecho proviene no de quien lo posee, sino de los otros hombres que se reconocen obligados hacia él” (Raíces del existir. Buenos Aires: Sudamericana, 1954, p. 19).

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uno debe com-portarse respecto al otro. Nombrar a un polo “padre” frente a un polo “hijo” supone instituir un modo en que un polo se relaciona al otro y viceversa, estableciendo así una a-si-metría en el seno de la tensión que, si quiere ser máximamente tensa, debiera ser si-métrica (es decir, medida conjuntamente). Paradojalmente, el modo en que la medida atañe a ambos sujetos, es decir, la con-mensurabilidad de ambos polos en tensión, se vuelve por el lenguaje una cuestión in-con-mensurable, puesto que la palabra acentuará de diverso modo el binomio según las exigencias de lo instituido. En el intento por medir con la misma vara el lugar de ambos polos, el lenguaje introduce una de-ficiencia. Si bien estas reflexiones parecen harto vagas y abstractas, podemos verlas realizadas en la historia misma del hombre. Por un lado, en la institución de lo jurídico se establece la demarcación entre lo legítimo y lo ilegítimo, que supone una delimitación de las márgenes y del centro. Esta delimitación se realiza siempre desde el centro mismo, es decir, desde quien se encuentra en la posibilidad de legislar. La legislación, pues, supone una interpretación del mundo por parte de un sector em-plazado que se refiere a aquellos sectores des-plazados desde el poder y el control. Los sistemas de justicia, por ello, encierran indefectiblemente en su seno la marca de la injusticia.44 Tal parece ser una de las críticas más agudas de Marx a la organización política, puesto que la legalidad representa una super-estructura tendiente a res-guardar una estructura económico-social instituida, con la violencia que ello supone. Por otro lado, la justicia supone la aplicación de conceptos generales a situaciones concretas, dada la mediación lingüística que supone toda legislación. Aquí la aplicación de la justicia encierra también su opuesto: no hay justicia posible en tanto que una generalidad juzgue sobre un individuo. Esta tensión entre lo general y lo particular es irresoluble, y solo puede ser resuelta arbitrariamente en la decisión del juez (quien siempre “falla”, necesariamente, en el momento de la sentencia). Pero hay una tercera cuestión que atañe al modo de legitimación de una ley, y es lo referente a la tensión entre tradición y novedad: una ley aparece en el mundo, irrumpe, buscando justificación (hacerse justa) en lo que la antecede, aunque dicha fundamentación sea solo parcial, puesto que en lo histórico no puede establecerse una sucesión necesaria, ni una conexión causal unívoca entre lo pasado y el futuro. El pasado y la tradición abren un horizonte finito en sus realizaciones, pero indeterminado, por lo cual una nueva ley se instaura o instituye en la arbitrariedad de quien la legisla.45 El problema, pues, puede formularse del siguiente modo: ¿cómo encontrar “la palabra justa”? ¿Cómo determinar semánticamente la palabra “justa”? Si la palabra justicia tiene un sentido unívoco, la práctica legisladora y judicial se encuentra con 44. Cf. Grassi, Martín. “Las (sin) razones del justo”, en: PERSONA. Revista Iberoamericana de Personalismo Comunitario, 23, IX, 2014 , pp. 13-18. Revista digital: http://www.personalismo.net/ persona/ . 45. Cf. Derrida, Jacques. Fuerza de ley: El fundamento místico de la autoridad. Madrid: Tecnos, 2012.

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la imposibilidad de considerar la situación siempre particular en la aplicación de una regla general (y, por otro lado, solo encontraríamos una tradición inmutable y estática). De tener un sentido equívoco, la regla general desaparece, dejando lugar a la máxima de las arbitrariedades en la aplicación de lo justo, puesto que no habría criterio alguno para determinar cuándo una decisión o un acto son justos o no (y, por otro lado, perderíamos cualquier tipo de pertenencia a una tradición, imposible de instituir en un puro acaecer desarticulado). Ahora, decir simplemente que se trata de un concepto análogo tampoco puede resolver la cuestión, puesto que se daría necesariamente una continua manipulación de lo justo, dando lugar a las diferencias sociales y a las injusticias culturales que se cometen siempre en contra del más indefenso. En efecto, decir que la noción de justicia es análoga es acercarla más a la equivocidad – en tanto que en la analogía prevalece la diferencia por sobre la similitud en el decir–, y así correr el riesgo de lo arbitrario. Es cierto que es preferible la analogía a la equivocidad, puesto que el elemento de igualdad del concepto consigo mismo posibilitaría un recurso a un criterio de discernimiento, a un elemento crítico de una práctica injusta. Pero el problema no desaparece. La palabra justa es indecible… la palabra será siempre asintótica respecto a la exigencia de la justicia (¿acaso, por otro lado, la palabra no es incapaz de una correspondencia cabal con lo que refiere?).46 ¿Cuál puede ser el principio redentor de esta violencia arbitraria en la búsqueda y aplicación de la justicia? Pues, en última instancia, la univocidad es violenta en tanto que desconoce lo plural, tanto en lo que respecta a los modos de interpretar el mundo, como en lo que respecta a la pluralidad situacional y circunstancial de toda aplicación de una ley a un caso particular; la equivocidad es violenta en tanto que da lugar a la arbitrariedad; la analogía no se salva de la violencia por no poder acceder a la palabra justa. Aún más, la palabra Díke más bien opera el trabajo analógico.47 46. Derrida, desde los postulados de su deconstrucción, escribe: “La justicia es una experiencia de lo imposible. Una voluntad, un deseo, una exigencia de justicia cuya estructura no fuera una experiencia de la aporía, no tendría ninguna posibilidad de ser lo que es, a saber, una justa apelación a la justicia. Cada vez que las cosas suceden, o suceden como deben, cada vez que aplicamos tranquilamente una buena regla a un caso particular, a un ejemplo correctamente subsumido, según un juicio determinante, el derecho obtiene quizá –y en ocasiones– su ganancia, pero podemos estar seguros de que la justicia no obtiene la suya. El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho; la justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experiencias aporéticas son experiencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla” (Fuerza de ley, pp. 38-39). 47. El término griego díken significa “a modo de… [gen.]”: esta anotación semántica tiene un valor insospechable, en tanto que nos conecta con el principio analogante de la justicia como tal. Así, cuando utilizamos el adverbio justamente, buscamos aclarar el sentido a través de otras palabras o imágenes. Parece como si la justicia fuera más un principio operatorio que enlaza los sentidos correctos, que los justifica, más que una palabra con un sentido propio. De ser así, la palabra que designa la justicia, es la misma palabra que oficia de dispositivo semántico para entablar toda relación

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Parece que estamos dentro de una hermenéutica infinita, una búsqueda del sentido de la justicia que no acaba nunca, ni puede acabarse dada su necesaria mediación en el lenguaje. La mediación en la justicia es, en efecto, esencial a ella: la justicia siempre implica ese tertium quid dado por el lenguaje e instituido en el mundo humano. En este sentido, el Derecho implica la consideración de las partes en tanto referidas a un elemento en cuestión, ya se trate de una propiedad o de una obligación. En la justicia no encontramos ninguna inmediación del tipo cara-a-cara, como podría encontrarse en otras experiencias éticas. Si bien toda experiencia está traspasada por el lenguaje, por lo cual se inscribe en una historia y en una cultura, la justicia implica la noción de exigencia, es decir, de un deber inapelable, que sólo puede cumplirse en el marco de lo público. No hay justicia privada. La justicia precisa de un tertium pars, tanto en el sentido de un juez externo al conflicto, como en el sentido de una referencia extra-subjetiva entre los litigantes. Esta referencia está estipulada en los Códigos y en las Constituciones. Es decir, aún cuando lo que está en cuestión en un conflicto sea de índole personal, el Derecho define el objeto “persona” y lo que a ella se le debe o lo que ella obliga. Esta definición no aparece, en cambio, en las experiencias éticas del amor, de la hospitalidad, del perdón. En estas no puede haber exigencia alguna, o mejor aún la exigencia es tal que es in-con-mensurable, indeterminable, y es reconocida como tal. Digámoslo desde otro lugar: mientras que en el ámbito de lo legal, la deuda puede ser saldada, en el ámbito ético, mi deuda con el otro aparece como insaldable, infinita. La llamada del otro, su interpelación, no puede ser correspondida jamás… siempre puedo amar más, siempre puedo perdonar más… Mientras que en la justicia la con-mensurabilidad es una nota definitoria, en el registro del amor lo que encontramos es una hybris que le es esencial. La desmesura del amor se contrapone, en este sentido, a la mesura de la justicia, razón por la cual Paul Ricoeur contrapone la poética del amor con la prosa de la justicia.48 Claro que una mera contraposición entre la justicia y el amor no es suficiente para dar cuenta de la experiencia ética, moral y política del hombre. Por un lado, las instituciones atraviesan el amor mismo, así como regulan lo justo, confiriendo a las relaciones interpersonales signadas por la intimidad una estructura legal y simbólica que las hacen inteligibles para los miembros de una comunidad.49 Pero, por otro lado, las experiencias éticas del amor afloran en la armadura legal haciéndola de proporción o de analogía. Dejaremos para un futuro trabajo la tarea interesante y esencial de poner en juego la palabra díken con la preposición méta-, y repensar, desde un origen ya lingüístico, la hermandad entre la ética y la metafísica. 48. Cf. Parcours de la reconnaissance. Trois études. Paris: Éditions Stock, 2004 ; Amour et justice. Paris: Points, 2008. 49. Aquí es interesante subrayar la función antropológica del Derecho que señala Alain Supiot: “un orden jurídico cumple su función antropológica solo cuando le garantiza a cada recién llegado al mundo, por un lado, la preexistencia de un mundo dado, que asegura su identidad a largo plazo, y por otro la posibilidad de transformar ese mundo e imprimirle su propio sello. No existe un sujeto libre si

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estallar, dando testimonio de una trascendencia de lo humano respecto a cualquier mediación o lenguaje. En última instancia, el amor es in-inteligible, pero posibilita la inteligibilidad de la justicia, y es esta inteligibilidad de la justicia lo que explica porqué se encuentra en la base de todas las demás virtudes morales. Sólo en la concreción dinámica e histórica de estos dos principios constitutivos de lo humano puede comprenderse el modo en que las relaciones inter-personales tienen lugar, y las obligaciones que de ellas se desprenden. Si distinguimos el amor y la justicia es tan solo con el ánimo de unirlos: la historia del hombre no puede tener lugar sin la institución de lo justo, ni tampoco sin las renovaciones del amor. La filosofía ha intentado dar con la palabra justa, y ha encarado la problemática de la justicia desde una óptica trascendental: se inquiere sobre el sistema justo, sobre la definición de la justicia, para luego volver sobre las experiencias concretas e históricas y juzgarlas con dicho criterio. Quizá podamos, con cierta humildad y prudencia, abandonar la búsqueda de un “lenguaje perfecto”, de un sistema de lo justo, para intentar decir lo justo de diversas maneras. Claro que no se tratará de equivocación ni de diseminación, sino que la búsqueda de la justicia se hará patente en las situaciones que juzgamos injustas –aun cuando no contemos con una definición de la justicia. Así, al menos, parece indicarnos Amartya Sen, discípulo y –por ello– crítico de John Rawls.50 Esta búsqueda de la justicia es la tarea principal de los juristas –en tanto que expresan un sentir popular–, y las discusiones en torno a un contenido de la justicia se encuentran al servicio de y postergadas por la necesidad de un orden social. El poder aparece, pues, como el lugar desde donde lo justo se realiza o se define. En esta búsqueda, y ante la imposibilidad de una medida de la justicia, lo único que queda es “hacer lo menos injusto” (o acaso, mejor, “hacerlo menos injusto”, si respondemos a la necesaria pertenencia del derecho a una tradición). Habrá que pensar, por otra parte, hasta qué punto el poder puede atender a la exigencia de un mundo mejor y más humano… ¿Cómo es que, sin definición alguna, puede detectarse lo injusto? Quizá sea el grito sordo de mi prójimo, quizá la exigencia ontológica de nuestro ser comunal… no está sometido a una ley que lo funde” (Homo juridicus: Ensayo sobre la función antropológica del derecho. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2012, p. 71). 50. Cf. La idea de la justicia. Buenos Aires: Taurus, 2011. En esta obra, Sen propone un esquema comparativo (ya no trascendental), por lo cual “si una teoría de la justicia ha de guiar la elección razonada de políticas, estrategias o instituciones, entonces la identificación de esquemas sociales completamente justos no es necesaria ni suficiente” (p. 47). A diferencia de la búsqueda de una suprema alternativa entre todas las alternativas (como en el caso de Hobbes, Rawls y Nozick), Sen apuesta por la “teoría de la elección social”: “como disciplina especulativa, la teoría de la elección social está profundamente preocupada con la base racional de los juicios sociales y las decisiones públicas al escoger entre alternativas sociales. Los resultados del procedimiento de elección social asumen la forma de órdenes de preferencias sobre estados de cosas desde el ‘punto de vista social’, a la luz de las evaluaciones de las personas involucradas” (p. 125).

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no lo sé. Pero la excedencia del amor parece impregnar todos nuestros sentimientos morales, abordando los modos siempre insuficientes en que el sistema de lo justo define nuestros imperativos éticos. A los ojos de esta excedencia, no hay instancia que sea in-apelable, y las decisiones arbitrarias y discrecionales de quien legisla son, una y otra vez, reconsideradas a la luz del otro que me llama a responder por él. Y este otro que me interpela, no se presenta como aquél que ob-liga, en tanto que este otro no se encuentra frente a mí, sino que lo reconozco con-migo: en este sentido, me gustaría apartarme de un planteo como el de Emmanuel Levinas (para quien el Otro termina por exigirme una sustitución total por él) para intentar pensar a este otro como aquél con quien comulgo, como aquél a quien considero un hermano.51 En rigor, solo puedo estar ob-ligado a un cierto ob-jeto, por lo cual la obligación se da en el orden del Derecho, que es siempre un determinado texto público, que se propone ob-jetivamente. Lo ético, el otro que me llama a la comunión, excede toda obligación, por lo cual también es difícil pensar en un orden de sub-ordinación de lo jurídico y lo político a lo ético, puesto que subordinar implica cierta homogeneidad de los órdenes en cuestión: por el contrario, el orden de lo ético es meta-físico, excede a todo plano textual u objetivo, y aún lógico. En otras palabras, lo ético y lo metafísico son irreductibles al plano de lo mundano, razón por la cual la justicia aparece ante todo como dispositivo analógico, como exigencia de un ideal inalcanzable por ser indecible, por ser irrepresentable e irrealizable. Parafraseando a Wittgenstein, podríamos decir que lo místico no es lo que sea la justicia, sino que la justicia sea. Y pensar lo justo es pensar lo im-posible, lo que escapa a toda posibilidad, a toda posicionalidad… Pensar lo justo es pensar lo que, permaneciendo en el silencio, despierta toda palabra.

51. La primacía de un nosotros sobre el yo y el tú lo he tratado especialmente en mi libro: Ignorare aude! La existencia ensayada. Buenos Aires: Ediciones Cooperativas (Instituto Acton Argentina), 2012. También he analizado esta temática en mi tesis doctoral: “Fidelidad y disponibilidad: La metafísica del nosotros de Gabriel Marcel” (Universidad de Buenos Aires, 2014).

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¿Y si intercambiamos el rol entre el profesor y el alumno, y es éste quien dicta la clase? El experimento no tardó en tener lugar. Rápidamente se comunicó la consigna: quien quiera de los alumnos se puede ofrecer a pasar al frente y tomar el rol de profesor –con absolutamente todas sus aptitudes y potestades– y dictar una clase de 10 minutos sobre un tema asignado por alguno de sus compañeros. Así pasó el primero, quien tomó el tema de las drogas como tópico de su clase. La elección no era del todo azarosa: el tema de las drogas es un tema tabú, un tema que no puede tratarse en el aula. El “profesor” habló con un lenguaje llano, con términos que utilizan ellos mismos en otros ámbitos (como por ejemplo “tuca”, para referirse al cigarrillo de marihuana), aunque no sean los términos apropiados para una exposición de carácter educativo. Pero avanzó en su exposición hacia una apología de ciertas drogas (las “livianas”, como la marihuana), transgrediendo definitivamente las normas institucionales. El segundo tomó el tema del sexo, propuesto por una compañera, y aumentó llamativamente la apuesta del primero en el camino de la transgresión, utilizando un lenguaje muy subido de tono y dibujando partes íntimas, tanto masculinas como femeninas, exagerándolas en un intento de comicidad, pero también –asumo– en un esfuerzo por escandalizar (en efecto, los dibujos fueron progresivamente tomando una mayor dimensión). El tercero fue una dupla, a quienes le tocó –muy a disgusto– el tema “fútbol”. Me imagino que esperaban un tema menos “neutro”, o más tematizable (sobre todo para la alumna mujer). Aquí la clase derivó rápidamente en preguntas perdidas al auditorio para intentar sacar contenido de parte de los alumnos. El cuarto y último fue también una dupla, esta vez varón-varón, que pasaron con un tema que ya tenían pensado y que, gracias a la 52. Agradezco a mis alumnos de Filosofía del ante-último año de Secundaria por haberse prestado valientemente a este experimento tan rico para la reflexión.

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complicidad de un compañero, terminaron por introducir. El tema era inocuo, pero buscaba la gracia del absurdo. La recurrencia constante a dos palabras (“papiro” y “mercado”) fue motivo de justa risa. Lo más interesante fue la capacidad de uno de ellos de tomar elementos provenientes de los alumnos y encauzarlos en sus bromas, por ejemplo terminar mostrando que uno de ellos era el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica a partir de un juego de palabras entre papiro-papa-Papa.

Razonamiento y ceguera: la “conducción” docente Comienzo por analizar este último caso: el docente (“aquel que conduce”) tiene el inmenso poder de inventar caminos arbitrarios y caprichosos para demostrar un determinado punto. Los alumnos están obligados a tomar el camino que el profesor propone de una manera absolutamente ciega, sin tener la menor idea o expectativa de lo que éste quiera afirmar. De esta manera, la verdad del profesor se impone con una necesidad incuestionable, puesto que no se han cuestionado los supuestos y las bases mismas de toda la argumentación. El factor sorpresivo de la conclusión anula, en este caso, cualquier impugnación, puesto que la crítica ha llegado demasiado tarde, y la reconstrucción de una argumentación arbitraria es tan imposible como vana. En rigor, así como fuimos llevados ciegos hasta la conclusión, permanecemos con los ojos velados también en presencia de ella. La inexorabilidad de una argumentación propuesta desde un lugar de poder (autoridad) es absoluta por su carácter “descendente” o “deductiva”. El poder docente en tanto conducción se traduce, pues (tal como señalaban luego los mismos alumnos), en esta puesta en escena de carácter arbitrario y lúdico: la desestructuración de las clases dadas por sus compañeros llevaban a la exposición de temas “cualquiera”, a veces inexistentes, y lo divertido era ver cómo trataban los pseudo-docentes de inventar teorías sobre temas de los que quizá no tenían ningún tipo de conocimiento. Pero, como también marcaba otro alumno, por el hecho de que el tema lo proponga el profesor, pasaba a ser importante y adquirían un carácter de verdad. En rigor, estos comentarios son tan pertinentes como preocupantes, puesto que señalan esta esencial posibilidad del docente de imponer a sus alumnos la consideración de temas arbitrariamente elegidos y, aún peor, de defender su posición al respecto con teorías ad hoc, es decir, construidas para no dar lugar al ataque y a la objeción, aún cuando no se sepa nada al respecto. El docente aprovecha siempre la posición del alumno como el que no-sabe para recorrer impunemente los caminos de su ignorancia hecha sabiduría. Aún más, cuando el profesor se encuentra con algún alumno que le presenta batalla, rápidamente lo neutraliza llevándolo al hilo argumental que él estaba proponiendo. No es raro escuchar: “claro, pero eso no es lo que está en cuestión aquí”; o, “pero si lo consideramos desde este punto de vista, 88

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entonces…”. Se trata, en última instancia, de mecanismos e instrumentos de poder que garantizan al docente el hecho de que sólo él “detenta la palabra”; es decir, son modos en que el monólogo docente sigue siempre intacto. ¿Acaso no representa este mismo escrito una conducción ciega del lector? Claro que sí. Y este es nuestro principal problema: ¿cómo podemos argumentar, escribir, enseñar, sin silenciar al otro? De algún modo, la lógica supone el silenciamiento de los caminos alternos, y ello por una razón simple (justamente una “razón simple”, sin mezcla ni contacto con lo otro): desde la hipótesis y la metodología, se traza un único camino que va hacia un único destino. No por nada, en aquellas ciencias donde los postulados no son más que posiciones posibles (como en la filosofía, la psicología, la sociología), asistimos a unas conversaciones verdaderamente babélicas, en las que nadie se comprende entre sí (salvo, claro, los que pertenecen a la misma escuela, o comparten los mismos postulados o axiomas). Pero en las ciencias duras tampoco es tan distinto, puesto que no por ser más universalmente compartido el discurso deja de ser unidireccional. De alguna manera, la ciencia, como construcción sistemática que apunta a la univocidad, supone la anulación de la alternancia, es decir, de la posibilidad de que lo otro aparezca y tome un lugar. Aún cuando consideremos la posibilidad de las “revoluciones científicas”, al decir de Thomas Kuhn, un paradigma deja de ser válido para que otro paradigma tome su lugar. En otras palabras, no puede haber –desde las exigencias lógico-científicas– una pluralidad de paradigmas en diálogo (aunque solo pueda haber diá-logo donde haya pluralidad). El docente, como principal trasmisor y reproductor de paradigmas, es esencialmente monologante. El método socrático de la mayéutica es, en este sentido, sumamente ilustrativo: se trata de que el docente conduzca al discípulo hacia la verdad que le quiere mostrar, a través de preguntas estratégicamente preparadas que lo vayan llevando ciegamente –puesto que el discípulo ignora hacia dónde lo están arrastrando– por el camino que ya se ha definido. El docente detenta la palabra, del mismo modo que el escritor, el científico, el orador. Empero, tampoco deja de ser cierto que es preciso que la palabra se detente para poder dar lugar al pensamiento. Es decir, el diálogo supone que hay dos que detentan la palabra, y que pueden desarrollar el modo en que entienden una determinada cuestión. Quien piensa, busca la univocidad del concepto, es decir, el pensamiento –y esto ya lo señalaron los helenos– se rige por la unidad (no por nada, la primera hipóstasis de Plotino era la Unidad, seguida por la hipóstasis de la Inteligencia, que tomaba entidad a partir de su vuelta hacia lo Uno). El problema es que, como docentes, no estamos dispuestos a dar lugar a la entrada de lo Otro en lo Uno; no estamos dis-puestos, sino posicionados en el lugar central del saber, sin querer perder terreno. ¿Quién buscaría un docente que permanentemente estuviera afirmando que no sabe? Paradoja de Sócrates: es al mismo tiempo el maestro de la ironía (gracias a la cual somos conscientes de nuestro no-saber) y el maestro de la mayéu89

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tica (que supone el saber incuestionable del maestro). De alguna manera, cuando emprendemos el camino del aprendizaje, nos dejamos llevar sumisamente por los caminos del docente, con la seguridad inquebrantable de que llegaremos finalmente a la verdad. En el proceso de enseñanza-aprendizaje, pues, el pensamiento se anula a sí mismo en su aceptación incondicional de la univocidad (lo Uno que habla).

Transgresión sumisa a los límites La segunda observación tiene a la totalidad de esta experiencia como fuente: el rol de autoridad docente es tomado por el alumno para romperla tanto como pueda. Los límites al que está sujeto el docente son destruidos por el alumno en el modo de la transgresión, puesto que, a falta de una instancia superior de control, se asume una libertad plena. En realidad, esta libertad adquirida es meramente reaccionaria y, en ese sentido, queda presa de aquello a lo que se rebela. La libertad respecto a los límites que fijaba el profesor en la clase pronto toma la forma de un desamparo y de un vacío o de un hastío, hasta el punto en que el pseudo-profesor, en el caso de la clase sobre sexo, quedara en un silencio desesperado una vez terminada su actuación de libertad. Asumir la autoridad solo fue ocasión para la destrucción cabal de las reglas que fija –y a las que está fijado– el profesor; de algún modo, el alumno no sabía cómo asumir la autoridad de profesor una vez destruidos los márgenes mismos que delimitan dicha autoridad –y que la hacen tan odiosamente reconocible. Una observación salta a la vista: las transgresiones son siempre destructivas de reglas establecidas que se imponen en determinados modos de un accionar en común. Es lo que Ludwig Wittgenstein llamaría “juegos del lenguaje”: lo que escandaliza nunca es una palabra o gesto, sino la desconsideración del uso debido del lenguaje en una situación precisa. Así, lo que escandalizaba a la clase no eran los temas como el sexo o las drogas, ni las palabras que utilizaban para referirse a ellos, sino el hecho de tratar dichos temas de ese modo en el contexto de clase. Esto implicaría, quizá, afirmar que ninguna regla es omnipresente ni omnicomprensiva, sino que es esencialmente contextual, es decir, su mismo valor y significado dependen del contexto en el que se inscriben. Esto supone, a su vez, que toda regla surge de una voluntad de convivencia humana, lejos de ser la transcripción de un valor eterno o de una ley natural. Los mismos alumnos comentaron luego que ninguno de los pseudo-profesores supo aprovechar ni interpretar bien el rol de profesor, no supieron ocupar el “lugar” de profesor correctamente; buscaron alguna manera de “hacerse cargo” de una clase, transformándose así en un “chiste”, que en algunos casos llegó a un “punto extremo” para probar la reacción de la autoridad. Estos comentarios son muy ilustrativos, en tanto que señalan que la transgresión de las reglas y de la autoridad tenían dos obje90

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tivos distintos: el de conseguir la aceptación y la atención del grupo a través de la complicidad de la rebelión y de la diversión, y el de desafiar a la autoridad verdadera. Quizá ambos objetivos se hermanen en la conciencia que el grupo tiene de su sumisión al profesor, y del deseo de liberación. Sin embargo, en la misma clase, se produjo en algunos alumnos una cabal incomodidad ante esa actuación de transgresión, traduciéndose en comentarios de diversos tintes, pero que apuntan todos a neutralizar la violación de las normas: algunos la caracterizaban como “aburrida”, llevando al opuesto la puesta en escena, otros, con claro escrúpulo, hablaba de que se hacían “dibujos raros”, mientras que otros apuntaban una falta de interés, alegando que no sabían de qué hablaban los pseudo-profesores, y le sacaban ganas de escucharlos puesto que carecían de seriedad y de autoridad, ni tampoco aportaban nada nuevo: su risa constante y el recurso a lo grotesco le parece a una alumna llanamente “inmaduro”, aunque a ellos les pareciera gracioso. La incomodidad era una nota también comentada, sobre todo cuando se trató del sexo: la clase se llevó a “límites insospechados”, generando un clima de tensión y un miedo a que entrara alguien extraño al curso en dicho momento. Este miedo a que entrara alguna figura de la institución educativa muestra, por un lado, la conciencia de la trasgresión obvia que se estaba realizando, y por otro lado, la artificialidad de la autoridad de los pseudo-profesores, que estaban, en rigor, totalmente atados a la autoridad real. Esta consideración lleva también a la conciencia de que la autoridad de todo docente es una autoridad prestada, y que la génesis de dicha potestad debe rastrearse hacia estratos cada vez más generales e invisibles del poder, hasta llegar a los niveles del Estado político, y aún más, a los niveles de moralidad cultural.

Lenguaje, invisibilidad y sustancialidad La tercera observación tiene como objeto el poder del lenguaje. En casi todos los casos, los pseudo-profesores pretendieron imponer disciplina a partir del lenguaje: “vos, andá a firmar”. La impotencia absoluta de dichas palabras en boca del alumno era signo de su falta de “carácter” docente (asignado, en última instancia por la institución educativa). Esto supone no solo una consideración acerca de la pragmática del lenguaje, sino ante todo una consideración acerca del poder: el profesor no puede establecer como “verdad” el carácter docente de un alumno, sino tan solo simularlo, armando un escenario lúdico, donde se “juega” a tener poder, tal como señalamos al final del parágrafo anterior. Así, el establecimiento del poder supone siempre el concurso de una institución tenida como portadora última de dicho poder, por lo cual el poder se despersonaliza completamente (la asignación de normas, reglas y uniformes de las autoridades mismas muestran esta imposibilidad de una “encarnación del poder”). Para que el poder sea efectivo debe permanecer como “oculto”, 91

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es decir, aún manifestándose en una carne designada como autoridad, quedar como sello invisible de esta investidura. Sería interesante preguntarse qué hubiera pasado si el juego se hubiese prolongado en el tiempo (si un alumno, dado el caso, asumiera el rol de profesor durante todo un año). Quizá la idea de no-intervención de la institución respecto al empleo de la autoridad por parte de un individuo suponga la confirmación de dicho carácter (“el que calla, otorga”). En todo caso, el factor del tiempo como indicio de permanencia aseguraría un cierto carácter que debe ser dado por una institución, razón por la cual puede asociarse “sustancia” y “poder”, dando a entender que un poder solo es reconocido como tal en tanto que se posiciona en lo “inamovible” o estable; al mismo tiempo, una “sustancia” –y esto ya lo ha visto Aristóteles– implica siempre una referencia a la dynamis y a la energeia, es decir, a una potencia o poder, así como a una entelécheia, es decir, al hecho de que dicha potencia ya está en último grado actualizada, y es a partir de la cual puede seguir actuando. Si una sustancia careciera de poder, no sería pues una sustancia, y si un poder careciera de sustancia no podría mandar o efectuarse. Quizá en este sentido, podría reconocerse también que en el orden del discurso, en el discurrir mismo como movimiento, lo que le da un hálito de autoridad es su parte no-moviente, es decir, el sustrato lógico que lo sostiene, al que llamamos en general coherencia (aquello que mantiene unido lo diverso). Así como la sustancia, la autoridad permanece invisible en su ser mismo, revelándose tan sólo en sus accidentes o manifestaciones ocasionales que no llegan jamás a expresar enteramente el poder detentado. Aún más, este resto inexpresado es quizá el factor más determinante del miedo a la autoridad, pues no podemos prever el modo en que demostrará su rigor en el futuro. Una experiencia interesante ha sido la de colocar dos profesores a cargo de la clase, pues se puso de manifiesto la imposibilidad de una coordinación realmente conjunta y cooperativa: era siempre uno el que tomaba las riendas, y el otro era más bien secundario (en el sentido etimológico de quien secunda). Esto lleva a pensar en el poder como dependiente no solo de la sustancia, sino también de la unidad (encontramos la conversión de los trascendentales de la metafísica, en última instancia), por lo cual podríamos decir que siempre el poder se conforma monárquicamente. Ya sea a través del consenso o a través de la imposición, es siempre la unidad la que posibilita el poder. Los comentarios de los alumnos respecto del poder fueron coincidentes: los pseudo-profesores no llegaron jamás a instituirse como auténticos profesores, a investirse de una potestad real: ya sea por la falta de saber, o por la ineficiencia de los castigos que querían imponer, o por la falta de “títulos” que lo habilitaran. Un alumno apuntaba que no se podía llegar nunca a realizarse el poder del pseudoprofesor, porque se trataba de alumnos que tomaban el rol de profesor, y ni él ni sus compañeros creyeron realmente en el poder que representaba, es decir, todos sabían que era “un alumno más”. Esta conciencia de la no-verdad del alumno que hacía de 92

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profesor fue marcado por otro alumno, lo cual vuelve a subrayar que el reconocimiento de la autoridad no puede distinguirse de la autoridad real: la idea de “visión” es aquí fundamental, puesto que se trata de “ver” al profesor como tal. Esta idea de reconocimiento fue señalada por otro alumno, quien afirmó que el poder de uno puede ser recibido solo de quien otorga en primer lugar dicho poder (es decir, el rector del colegio le confiere el poder al profesor, pero éste no podría a su vez transferirlo a un otro). Este comentario, sin dejar de ser sumamente interesante para repensar la posibilidad de la “transferencia” del poder, tiene un punto débil, y es que, en el caso de que el profesor hubiese invitado a un colega, dicho poder se hubiera manifestado; pero el punto fuerte estriba en que, aún en este caso, no es el profesor quien le confiere autoridad al invitado, sino la institución a partir de sus principales rectores quien lo posibilita. Esta cuestión nos lleva también a pensar que el mismo poder del rector es recibido por las instituciones políticas, por lo cual volvemos a la cuestión de la “genealogía del poder” que apuntábamos anteriormente. Una pregunta irrumpe: ¿puede tener una génesis el poder? ¿Acaso el poder no se genera a partir de sí mismo? Tal pareciera ser la estrategia argumentativa de Nietzsche, seguido luego de otros autores como Michel Foucault; sin embargo, creo que el poder también supone una génesis, como puede entreverse de todo este experimento, puesto que es tan válido decir que el poder genera la verdad, como decir que es la verdad la que genera el poder (volvemos aquí a la conversión de los trascendentales, que supone que ni la unidad, ni el bien, ni la verdad, pueden ocupar el lugar de fundamentación: la génesis es holística, se genera como totalidad, y el poder mismo implica un sustento de unidad, verdad, ser, etc.). El reconocimiento de la autoridad, como los mismos alumnos apuntaron luego, dependía de una creencia: ningún alumno se creía profesor, así como ningún alumno creía tener enfrente a uno. Una alumna apunta que a pesar de que la autoridad le fuera delegada, nadie creía en serio en el carácter docente que le tocaba interpretar, puesto que hay una “imagen” de profesor, una “única figura” que no podía ser representada por nadie; ella “pasó al frente” (con todo el peso bélico que sostiene la semántica de esta expresión), y no supo qué hacer ni de qué hablar, puesto que sus compañeros “la miraban como siempre” y nada había cambiado de su situación original (aquí podría verse una expresión más del maridaje necesario entre manifestación y re-presentación que acompaña a todas nuestras experiencias de reconocimiento de poder). Esta observación aguda muestra nuevamente la centralidad de la visión, de la imagen y de la figura en el reconocimiento de la autoridad, que es conferida por el modo en que uno mira a lo que se pone enfrente, a lo que se ante-pone o im-pone. Otra alumna utilizaba otra categoría muy similar a la de imagen, y afirmaba que quien pasaba al frente “no estaba en postura de autoridad”, es decir, que no ocupaba –no habitaba– el espacio de juego propio de la autoridad: la postura implica, por un lado, una figura corporal, pero ante todo un modo de ocupar un ámbito, y la postura de autoridad 93

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supone asumir el control sobre un espacio dado, por lo cual se necesita al mismo tiempo de una visión de ese espacio en conjunto (por ello el docente está sobre el estrado), así como la determinación de llevar todos los elementos allí reunidos al objetivo que persigue. Esta misma alumna apuntaba que esta imposibilidad de asumir la postura radicaba seguramente en la relación de proximidad y de cercanía entre quien pasa al frente y sus compañeros, confianza que rompería el respeto. Por esta razón, a su vez, otro apuntaba que los pseudo-profesores “no hacían esfuerzos por mantener el control de los alumnos”. Respeto, distancia, postura, control, son categorías que parecieran implicarse mutuamente. De allí que otro alumno señalara que “en general no fueron tomados en serio porque no se comportaron como una figura autoritaria”. El hecho de que se lo tomaran a chiste fue para un alumno la razón por la cual los profesores no pudieron establecer su rol debidamente. Para otros, aún intentándolo, los que pasaban al frente no hubieran podido tomar el rol asignado porque no tenían la capacidad de improvisar una clase, ni tampoco tenían el vocabulario necesario, ni se distinguían del resto de la clase en su indumentaria: estas observaciones remarcan la necesaria distinción que debe acompañar al establecimiento de la autoridad, puesto que, de no distinguirse de los pares, nadie podría asumir un rol docente. El hecho de que utilizaran malas palabras y groserías para poder “llegar mejor al público y no aburrirlos”, era al mismo tiempo la razón por la cual el público no le prestaba atención, puesto que dichas estrategias los homogeneizaba por demás con sus compañeros.

La educación impertinente Me pregunto hasta qué punto el experimento no enseña al educador los límites de su práctica: el silenciamiento de los temas vitales para los chicos, la violencia y el uso del poder para controlar y castigar, la potestad de la palabra. Cuando me senté al fondo de la clase mientras los alumnos pasaban como profesores, sentí inmediatamente una sensación de vacío y de vanidad: allí en la distancia se encuentra una persona que habla y a la que tengo que escuchar discurrir sobre temas que no me interesan, sin poder hablar con quienes se sientan a mi lado, ni levantarme, ni acotar mis consideraciones sin previo permiso. La clase era un espectáculo macabro y sin sentido… ¿no será por ello que es obligatorio asistir a ella? Los alumnos que pasaban al frente como docentes mostraban con su práctica lo que, seguramente, anhelaran como alumnos. Por un lado, buscaban en sus exposiciones un lenguaje diferente al académico, que les resulta extraño, utilizando sobre todo términos y giros tomados del lenguaje cotidiano. Por otro lado, trataban temas que no aparecen jamás en la currícula de enseñanza, o que si aparecen no 94

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son tratados tal como ellos quisieran. Por último, algunos alumnos valoraron el hecho de conocer la forma de pensar de otros compañeros a partir de las exposiciones improvisadas de quienes pasaban al frente. En rigor, estos tres registros coinciden, puesto que la utilización del lenguaje académico y la elección por parte del profesor de los temas a tratar, marginan necesariamente a los alumnos en el momento de poder participar activamente en la construcción del saber: ¿Cómo podría participar alguien que desconoce el lenguaje mismo con el que se juega en el ámbito de clase? ¿Para qué participar de una clase que trata un tema que me es absolutamente ajeno e insignificante? A estas cuestiones hay que agregar una de suma importancia y muy desatendida en general por el docente: el estado anímico del alumno. En efecto, hubo quien no pudo hacer observaciones al experimento realizado alegando que se encontraba en un estado de ánimo que no le permitió prestar atención a lo que sucedía. Si esto sucede en una clase especial, donde las cosas que pasan son extraordinarias y hasta exorbitantes, imaginemos cómo impactará en la atención diaria el estado anímico de los alumnos. Sin embargo, dado que no podemos atender en el aula a nadie en particular, sino que se trata al grupo como grupo, la práctica educativa sistemática ignora por definición la persona detrás del alumno.

Conclusión Un alumno escribe: “Espero equivocarme, pero pienso que para hacer algo seriamente se necesita recibir la orden de quien pueda poner límites”. Hay en esta frase dos afirmaciones centrales al presente ensayo: la primera, en realidad, está encubierta, mientras que la segunda es explícita. El hombre es hijo del rigor, tal es el corazón de la segunda afirmación. El hombre, si quiere hacer algo seriamente, necesita de alguien que le ordene hacerlo y que controle su efectuación, con la potestad necesaria para ponerle límites, es decir, para sancionarlo cuando transgrede alguna regla o cuando no alcanza un determinado objetivo establecido. La autoridad es, entonces, quien ordena y quien castiga; aún más, la autoridad es docente, es decir, conduce a alguien a realizar algo, y sin ella nadie podría lograr nada (al menos nada serio). Al mismo tiempo, las palabras “orden” y “límites” tienen un parentesco íntimo: ordenar supone siempre y necesariamente establecer límites, establecer contornos. Aún más, ordenar supone “domesticar” lo “extraño”, es decir, supone “adiestrar”, llevar a la conducta deseada lo que no se comporta “normalmente” (siguiendo una norma), y así el límite es el concepto clave para la ordenación. El límite y la orden, pues, no tienen un sentido necesariamente negativo, sino positivo, en tanto que permiten la aparición de un mundo regulado, con normas, pacífico a su manera, previsible, y “serio”, porque las acciones realizadas cumplen con el parámetro de lo valioso y lo digno. 95

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Sin embargo, creo que lo central es la primera afirmación contenida en la frase de la alumna, y que esconde el sentido mismo del presente ensayo: “espero equivocarme, pero…”. La construcción de la frase es ya sumamente elocuente, porque comienza desdiciendo lo que inmediatamente va a decir; comienza manifestando su más profunda insatisfacción con aquello que dirá a continuación, y dicha insatisfacción se expresa en el modo de la “espera”. Hay en el alma del alumno algo que detecta y que lo lleva a afirmar que, a pesar de que parezca que en la vida del hombre no hay nada serio o digno si no fuera por una autoridad que ordena y corrige, el hombre está más allá de la vigilancia y el castigo. Por más que sea casi insostenible, por más que haya experiencias continuas que nos muestran la necesidad que tiene el hombre de un control para poder conducirse correctamente en la vida, a pesar de todo ello, la esperanza en que el hombre no se reduzca a una bestia domesticada sigue ocupando el lugar central. La palabra “equivocarse” significa decir una cosa por otra, hace alusión a la equivocidad de las palabras, e implica que hay dos palabras que suenan igual pero significan distinto: la palabra equívoca es aquí “hombre”. Entendemos por hombre al sujeto que llega a ser tal por su sujeción a los dispositivos de poder que regulan y constituyen su vida, permitiéndole lograr objetivos de “excelencia”; pero entendemos también que hombre –aunque no se trate aquí en rigor de una comprensión– es alguien que trasciende todo dispositivo de poder, alguien que vive en un registro que no se reduce al doméstico, al cosmos regulado y normado, alguien que ama no por miedo al castigo, alguien que crea no por satisfacer a un jefe, alguien que estudia no para aprobar, alguien que busca sin posibilidad de señalar su objeto. La seriedad de la vida no está atada a la autoridad, ni al docente, ni al poder; la seriedad de la vida supone, justamente, lo contrario, es decir, estar des-atada. La seriedad de la vida humana se encuentra en su carácter absoluto, no-mundano, en su afán de lo im-posible, de lo in-finito; la seriedad de la vida la encontramos cuando asumimos nuestra im-potencia; la seriedad de la propia vida aparece cuando hacemos carne las palabras del profeta: “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Todo parámetro del mundo, toda definición del hombre, toda riqueza, todo honor, toda gloria, todo poder, es vano… el hombre está más allá de todo ello. Pero la educación no busca al hombre: sigue construyéndose sobre la base del poder, de la repetición y de la distinción. La educación busca la reproducción de los parámetros culturales de vida social, busca el control del mundo –científico y político–, y para ello establece, primero, como necesario, el reconocimiento de la autoridad, y segundo, como contrapartida, nuestra necesaria incompetencia y barbarie como alumnos. Nos educan en el dogma de que el hombre, sin límites y sin castigos, no puede vivir. Nada se espera, pues, de los alumnos, porque los alumnos por ellos mismos jamás serán capaces de nada verdaderamente humano. El experimento muestra hasta qué punto está introyectada esta imagen de ellos mismos como 96

La autoridad docente

súbditos de un sistema establecido, cuya soberanía la encarna la autoridad docente; pero muestra también, a partir de la frase analizada, hasta qué punto lo humano en el hombre se resiste a esta reducción, a esta subvaloración, a esta desesperación respecto a nuestro auténtico destino personal. ¿Supone este ensayo tirar abajo todo el sistema educativo? ¿Supone desterrar de la vida humana la figura de autoridad? ¿Supone la invitación a vivir completamente sólo, movido tan sólo por una voluntad de poder que crea su mundo independientemente? Nada de esto… el ensayo señala un peligro, una amenaza invisible en el corazón de la formación de lo humano (y por ello, tan invisible). El ensayo y el experimento quieren suscitar la pregunta, quieren replantear tanto las bases a partir de las cuales sostenemos nuestra práctica docente, como las de nuestro desempeño como alumno. Un estudiante del mismo curso me dijo una vez en clase: “si no abusas de tu autoridad, encontrarás el respeto de tus alumnos”. ¿Qué significa abusar de la autoridad? ¿Cuándo nuestro carácter docente degenera en despotismo? ¿Acaso no sucede cuando cercenamos el alma de nuestros alumnos? Estas reflexiones no quieren sino ponernos ante la cuestión de lo que realmente significa la seriedad de la vida humana, seriedad que aparecerá tan sólo cuando nos enfrentemos a nosotros mismos como quienes llevan la semilla de un mundo siempre nuevo, siempre por-venir; este ensayo pretende señalar una vía de escape a una repetición siempre necesaria de lo que ha sido ya establecido. Porque la educación busca formar nuevos docentes –en cualquier ámbito-, busca formar en el poder, pues habrá que tener en lo sucesivo nuevas autoridades que mantengan la casa en paz, que ejerzan control y vigilancia para la supervivencia de la especie. Por ello, la vía de escape no está en el docente, sino el alumno, en tanto que representa lo que podría llegar a ser, en tanto que señala lo imposible en este mundo de posibilidades, en tanto que quiebra las estructuras de sometimiento y de control. Pero esta vía de escape está cerrada en tanto que el docente continúe considerando al alumno como barro de su arte alfarero. Esta vía de escape está bloqueada por la roca de su desesperación. ¿Cómo saltar y afrontar esta tarea sin consignas? Acaso el tiempo, la paciencia…

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La (im)posible filosofía

Uno puede preguntarse porqué plantear en una “Semana de la Filosofía” la posibilidad o imposibilidad de la filosofía. Imagínense un Congreso de Biología: los científicos reunidos allí, en trajes o delantales blancos, frente a pizarrones y proyecciones, fijando sus vistas en aquel colega que, desde lo lejos, en un punto más alto que el resto, eleva su voz por sobre el silencio de quienes escuchan –el auditorio–, haciendo carne cientos de años y toneladas de páginas escritas en torno a su disciplina… y de repente, ante el descreimiento de todos, ante el escándalo sin precedente de los sacerdotes del saber, afirma: “No estoy seguro de que la biología sea posible”. Las pocas carcajadas de los inocentes que piensan que el conferenciante recurre a una fórmula chistosa para luego comenzar su disquisición se cortan de cuajo al escuchar: “Más bien, estoy seguro de que la biología es imposible”. Lo que eran miradas descalificatorias se transforma rápidamente en un “ataque comando” que finaliza la intervención desubicada de este idiota que se hacía pasar por biólogo. ¿Cómo han dejado tomar la palabra a este zángano? ¡Qué ineptitud la de quienes organizan el Congreso! Seguro que este tipo era amigo de alguno o un lamebotas que no entiende nada… así está la Academia, en cabal decadencia. El torpe ex-biólogo se baja del podio para siempre. El único trabajo que podrá conseguir en las catedrales científicas será, en todo caso, el de limpiar tubos de ensayos. Pero, en cambio, habiendo avisado que iba a hablar de la (im)posibilidad de la filosofía, las autoridades del Centro de Estudiantes de Filosofía no dudaron en aprobar la propuesta. Es más, todos ustedes que han venido a escucharme han aceptado sin más que les diga en la cara que no sé si la filosofía es posible. Encima se trata de un evento organizado por y dirigido a los estudiantes de Filosofía. Es decir, aquellos que están quemándose las pestañas para formarse en esta disciplina -y que por ello demuestran fácticamente que creen en ella- escuchan atentamente lo que vaya a decir. Sí, quizá haya alguno que está en crisis con la carrera, y aprovecha 99

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para sacarse toda duda de que aquello a lo que se dedica no tiene ningún sentido. ¡La verdad, andar estudiando estas cosas! ¡A quién le sirve! ¡Qué cazzo voy a hacer después con este título de filósofo! Lo peor de todo es que nos dicen que filósofos son, en realidad, todos los hombres: ¡sin estudiar! Ah, no, soy el más estúpido de los hombres –bueno, quizá no más estúpido que mis compañeros de clase… En fin, quizá haya alguno entre ustedes que está en esta posición, y no aguanta más para que lo saquen de su miseria: decime que no es posible, por favor, así me voy a estudiar “Administración de empresas”… ¡ahí seguro que lo último que voy a escuchar en mi vida es un empresario diciendo que la empresa no es posible! Pero temo que quien alberga esta duda sobre la posibilidad de la filosofía no es sólo alguno de ustedes… temo –y el verbo aquí no es inapropiado– que todo aquél que se haya dedicado alguna vez a esta extraña ocupación no soslaya la pregunta por la posibilidad de la filosofía. ¡Ojo! No dudamos de la filosofía sólo por los comentarios inadecuados y realmente insoportables de todos aquellos que nos rodean y que nos escuchan con cara de funeral que nos dedicamos a ella… “¿Qué es eso? Yo tuve en el cole, pero no cazaba una, era un divague… ¿Qué es lo que estudian, específicamente?”. Entonces, obligado por el contexto social, por las buenas costumbres y las formas protocolares que nos han inculcado de pequeños, uno sonríe –como dándole a entender que sí, que realmente nuestra elección de vida es para la joda–, y haciéndose responsable por milenios de pensamiento, intentamos justificar la disciplina a la que nos dedicamos. “¿Qué estudiamos?”, preguntamos de nuevo –típico vicio de filósofo–, para ver si el otro desiste de su pregunta o si en efecto tenemos que hacer contacto con el enemigo y entablar un combate conceptual. Nos miran impacientes. Bueno, hay que maniobrar. La filosofía estudia… ¿por dónde empezar? Voy a la definición clásica, a ver si zafo: la filosofía es la ciencia que estudia la totalidad de lo real considerándola desde sus causas primeras o últimas. La mirada de mi interlocutor no sale de su asombro-indiferencia… era más elocuente decir que afuera hace frío. Intento otra vez: la filosofía estudia al ente en tanto que ente. Ok, la mirada del otro no sólo no sale de su lugar de aturdimiento, sino que encima de todo abre su boca y dice “ah…”: parece que hablo en extraterrestre. Saco mi último as de la manga: la filosofía es la madre de todas las ciencias. Acá la mirada de quien me escucha pasa de la errancia a la cólera. “Lo único que falta es que este tipo se suba al pony y me diga que su disciplina es la más importante dentro del universo del saber, que los tiene a todos los otros pobres científicos de hijos…”. Me doy cuenta de lo soberbio que sonó eso. Bueno, último intento (con este quizá lo compro…): la filosofía consiste en pensar la vida, en su sentido, en esas preguntas que todos nos hacemos respecto de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos. Aquí la mirada cambia para bien… aunque no es para bien, en realidad: de repente, sus ojos se le llenan de emoción y de esperanza. “¿Y… cuál es el sentido de la vida?”. Cuando escuchen esta pregunta, lo mejor que pueden hacer es decirle a su interlocutor que la ambulancia que está 100

La (im)posible filosofía

pasando por la calle de su casa es para uno, y salir corriendo sin mirar atrás. En serio, cuando corran lejos de esa Sodoma no miren hacia atrás… de hacerlo, lo mejor que les puede pasar es convertirse en sal. Es cierto, hay algunos tercos que continúan poniéndose a disposición de las preguntas desubicadas de los otros, e intentan hacer justicia a sus grandes ídolos. No hay chances de que vaya a dejar mal parado a Aristóteles –parecen decir–, y se meten de lleno en la dura labor de responder a las preguntas de qué es la filosofía, qué estudia la filosofía, cómo estudia lo que estudia la filosofía, porqué estudia lo que estudia del modo que estudia la filosofía, para qué estudia lo que estudia… etc. Si tu interlocutor se quedó toda la noche preguntando estas cosas y oyendo tus respuestas, entonces desconfiá: ¡hay una multitud de epistemólogos encubiertos en las noches porteñas, a la caza de metafísicos torpes que no dejan de pisar el palito y decir sinsentidos o enunciar pseudo-proposiciones! En ese caso, no dudes –por más que seas del fanclub de Descartes– en llamar a un amigo rugbier y molerlo a palos por entrometido. Si no, no aprenden más: al epistemólogo hay que enseñarle a las trompadas, a ellos que tanto les gusta descubrir argumentos falaces… ¡sabés cómo hay que darles ad baculum! Es la única falacia eficaz para esos tipos. Pero la violencia siempre es síntoma de la inseguridad y la impotencia: en realidad, lo que nos pregunta la gente –que, por otro lado, comparten esta vocación, según el adagio de que todo hombre, por ser hombre, es filósofo– no es otra cosa que lo que nos preguntamos constantemente nosotros, los filósofos. Todo gran pensador ha cuestionado la actividad a la que se lanzaba, todos han preguntado en torno al qué, al cómo, al porqué y al para qué de la filosofía. Algo ciertamente extraño: la filosofía se “recrea” a sí misma como Filosofía con cada filósofo que a ella se dedica. Lejos, por ello, de sorprendernos, preguntarnos por la Filosofía es un quehacer ya filosófico, apto por ello de figurar en el cronograma de esta Semana. Aún más, la pregunta por la Filosofía ha alcanzado, sobre todo en nuestra época, un signo esencialmente polémico, en tanto que, después de Hegel, la filosofía como disciplina ha entrado en franca crisis. La pregunta por la Filosofía ha tomado un protagonismo marcado en este último siglo y medio de pensamiento, y podemos esperar aún varios años más de reflexión en torno a su lugar en la vida del hombre.

El imposible pensar: la radicalidad del preguntar Comencemos, pues, a preguntarnos por la Filosofía. Y he aquí el primer gesto: preguntarse. La filosofía descansa en la pregunta. Pero poco descanso hay en una pregunta. La pregunta es la voz extraña que se hace propia, es lo ajeno que viene al encuentro, desestabiliza mi estructura y amenaza con destruirla. En la pregunta no soy yo quien pregunta. ¿Pregunta alguien? Aún más, ¿qué se pregunta la pregunta? 101

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¿Se pregunta sobre algo? Es cierto que hay preguntas que parecen no complicarnos tanto la vida y no exigen un análisis como el que intentamos aquí, pero ¿qué hay con la pregunta filosófica –la única que quizá lleve el título de pregunta con cierta idoneidad? La pregunta filosófica, en rigor, no tiene límite ni fin: es tan interminable como infinita. El doble aspecto no es azaroso: no tiene límites implica que no se reduce a cuestionar sobre algo en particular; no tiene fin señala que no puede recibir una solución y, por tanto, finalizarse. La filosofía pregunta, cuestiona, sin conocer reposo. ¿Qué sentido tiene, pues, preguntar? Si no es posible recibir solución, si no es posible finalizar la cuestión, si estamos arrojados a un trabajo incesante e interminable, ¿para qué preguntar? Justamente parece anular la pregunta la consideración de su para qué: el para qué señala una finalidad, un lugar de llegada; si la pregunta tiene un para qué, entonces ya estamos fuera de la pregunta, puesto que de algún modo ya ha sido contestada. La tragedia de la pregunta es que no puede ser preguntada, porque ningún hombre es capaz de lanzarse al abismo de sentido que abre la pregunta, sino que precisa de algún suelo donde sí pueda descansar. Llegamos, pues, a una encrucijada: la pregunta, de formularse, ¿podría existir?; por otra parte, de existir en su radicalidad, ¿no aniquilaría la vida? La pregunta se realiza desde un determinado lugar. Como si lanzásemos la sonda desde nuestra barca, la pregunta ya responde a mi intención. Pero la pregunta nace de otro lugar que no es propio, es decir, nace de las profundidades del mar que navego. Algo en lo oscuro, en lo oculto, se hace manifiesto al modo de exigencia; soy yo, ahora, quien toma la posta. La pregunta se realiza en el lenguaje que tengo, se realiza en el marco teórico, cultural y epocal que es el mío: se realiza, es decir, pasa a la realidad, acontece como aquello que puedo ubicar. Destino de la pregunta: morir en un sistema de referencias. Pero la pregunta no se realiza sin que antes aparezca como irrealizable: la pregunta aparece como lo que hace temblar mi realidad –la realidad, al fin. Pero necesariamente asumimos la inquietud. Asumimos, es decir, la hacemos propia. Lo que no provenía de ningún lado, lo que no podía ser ubicado en ningun lugar, es referido a lo allí, a lo que viene a mi encuentro, a lo que me lleva a mirar al límite. La pregunta se hace posible porque la articulo, porque la realizo, y en ese instante, la destruyo como pregunta: soy yo que pregunto sobre esto para alcanzar aquello. El sismo se neutraliza. Ya tenemos todas las coordenadas desde donde puede venir la solución. Buscamos en un jardín ya fijado un tesoro “escondido” (y por ello ubicable). ¿Acaso la pregunta, para sobrevivir como tal, no debe ser imposible? De ser posible la pregunta, la anulo en su origen foráneo, me la apropio. Pero es imposible no apropiarme la pregunta y preguntar a un mismo tiempo. La consigna de la filosofía es, sin embargo, esa: hacer imposible la pregunta que asumo. La pregunta es, por otro lado, la esencia del pensar. Pensar indica la posibilidad de abrir lo que se encuentra cerrado, o en otras palabras de llevar a la luz lo que en principio no puede verse. “En principio”, pues no se trata en el pensar de alumbrar 102

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algo que se encuentra meramente escondido: de ser así, pensar no es sino una cuestión técnica y operativa, territorial, que busca el reconocimiento total de una mapa ya fijado. De lo que se trata es de alcanzar lo que se encuentra fuera del mapa, más allá de las fronteras fijadas por el lenguaje y los conceptos. Por esta razón, pensar es crear, y crear implica un “venir de la nada”. Claro, fácilmente uno podría acusarnos de no atenernos a la realidad humana: no nos es posible crear desde la nada; aún más, “de la nada, nada viene” (ex nihilo nihil fit). Por más creativo que sea nuestro pensamiento, no deja nunca de apoyarse sobre un suelo no creado. La noción de paradigma es ilustrativa, pues indica una pertenencia a un terreno ya fijado, incuestionable en sí mismo, y que sólo puede abrir el pensamiento en su modo operativo, pues las condiciones del pensar, sus límites y sus reglas ya han sido fijadas. Los operarios de un paradigma son aquellos que trabajan en pos de su desarrollo. Pero un operario, por definición, no piensa, más bien realiza operaciones ya pensadas: es decir, pensar dentro del paradigma es hacer real dicho paradigma, construirlo, y en tanto que los pensamientos se hacen parte del mundo paradigmático al que responden, se ofrecen al uso que dicho mundo hará de ellos. De allí que todo pensamiento operatorio sea siervo y cómplice del status quo en el que se desenvuelve, es decir, sea ideológico. Pensar es, por el contrario, pensar lo irrealizable, lo que no puede ser llevado a la realidad porque no están dadas las condiciones para que acaezca. Pero podemos trazar también un paralelo entre real-posible e irreal-imposible, pues lo posible es lo que puede ser puesto, es decir, lo que puede ser llevado a la realidad. Hablar de lo posible es siempre hablar de las referencias lógicas o fácticas que permiten afirmar algo como real o como realizable. Un círculo cuadrado es imposible porque desde las normas y reglas de la geometría, desde sus mismas de-finiciones, ambas figuras son incompatibles. Así, lo posible es ya una definición de lo real, y el paradigma no es sino el sistema de lo posible (y, por tanto, negativamente, de lo imposible). Nos vemos llevados, pues, a una paradoja insoluble: pensar lo imposible es pensar por fuera del paradigma, pero pensar por fuera es también pensar el afuera del paradigma. El pensar como creación es imposible, pues el pensar ya está referido a un marco de pensamiento. Pensar lo imposible no es sino quedar preso de lo posible, razón por la cual el pensar se desliza constantemente al adentro del sistema, es decir, se encuentra siempre atado al marco de lo posible. Pensar lo imposible es pensar lo ab-soluto, lo que no está atado a nada. Pero pensar lo ab-soluto es no pensar… es abandonar el lenguaje (atadura última de todo pensamiento, marco último de toda referencia y sentido). Sin embargo, pensar lo imposible es el único modo de romper con lo posible. Condenado a la recaptura del sistema, el pensamiento no puede sino terminar por realizarse, por hacerse com-prensible. Y al hacerse comprensible, al jugar el juego establecido, el pensamiento se encuentra siempre a la orden de la manipulación, es decir, de la operatividad. Así, el pensar deviene necesariamente en un operar. La filo103

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sofía es la tarea de crear conceptos, como diría Gilles Deleuze, pero crear conceptos es ya abandonar el concepto a la operatividad, es decir, es entregar el pensamiento a la repetición, aún cuando se trate de una nueva fijación. No podemos escapar del inexorable destino del pensamiento: el pensar es la posibilidad de un imposible de hacerse posible. Lo imposible es, pues, imposible, y pensar lo imposible es la imposibilidad más propia de la filosofía, la única que la define. Y la pregunta es este gesto de manifestar lo imposible, y por ello es ya posible. La filosofía es el intento siempre fallido de hacer imposible la pregunta, algo imposible de por sí. Si pregunto, lo imposible ya se ha hecho posible, se ha podido expresar –y quedar así encadenado a lo posible. En este sentido, no es la pertinencia de la pregunta sino su fracaso lo verdaderamente importante de la filosofía: como señalara Karl Jaspers, el fracaso es la cifra primordial de la trascendencia, que no es sino otro modo de designar lo que está más allá de este mundo, de lo posible mismo. En la pregunta no debe primar el sentido, sino su sin-sentido, no su finalidad, sino su gratuidad, no su interés, sino su des-interés. En la pregunta debe aparecer lo impensado para quedar como impensado, debe manifestarse el “resto maldito” que ninguna palabra debe apropiar. Es el silencio, en fin, lo que debe primar en la pregunta; es el silencio, lo no-dicho y lo in-decible lo que caracteriza la filosofía: es lo que no puede ser dicho. Contrariamente al cierre de la filosofía de Wittgenstein en su Tractatus –aunque en sintonía última–, la filosofía es el imposible discurso, es hablar de aquello que no podemos hablar, pero con un gesto último –y que es también el primero: callar.

Pensar lo imposible: la paradoja como objeto de la filosofía La filosofía debe ser pensada como la “ciencia (de lo) imposible”. Antes se entendía el quehacer filosófico ante todo por su in-utilidad, es decir, su absoluta trascendencia respecto al orden de los medios: filosofar era un fin en sí mismo, por lo cual se sustraía al negocio, ejerciéndose solo en el terreno del ocio. Pero decir que era inútil no suponía decir que era imposible. Por el contrario, la filosofía era la posibilidad más humana en el hombre, aquello que lo distinguía de todo otro ser en el mundo, porque filosofar era cuestionarse sobre esa condición misma de mundanidad. Pero, ¿acaso lo posible no es, por ello, útil? Quizá no lo sea en el corto plazo, pero tarde o temprano se encontrará algún uso al conocimiento que hoy ganamos. Wittgenstein tenía un gran punto cuando determinaba los tres modos de ser de los enunciados: o contradictorios, o posibles, o tautológicos. El mundo se ubica en el orden de lo posible. Pero todo lo que es en el mundo y puede ser dicho, entra en el régimen de lo utilizable, es decir, de la definición, de la técnica y de la manipulación. Si lo posible se define –siguiendo su etimología– como “lo que puede ser puesto”, lo que puede existir como ente real –y, por tanto, mundano–, entonces lo posible 104

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se ofrece como lo “a la mano”: ¿qué hay en la realidad que no sea adoptado por el hombre de un modo u otro? Sin embargo, creo que cabría introducir un tercer “imposible” al cuadro de Wittgenstein (además de lo imposible contradictorio y lo imposible tautológico), y que es el orden de lo paradójico. La paradoja es una afirmación que alberga a su contraria sin destruirse, distinguiéndose por ello de la contradicción. La paradoja, sin anularse a sí misma, se anula sin embargo como posible, pues lo real se atiene al principio de no-contradicción y de identidad, y la paradoja no responde a ninguno de los dos. Así, pues la paradoja se ubica en lo imposible y lo posible: en lo imposible real, y en lo posible ideal. En efecto, la paradoja puede ser pensada como tal sin que se destruya (contradicción) y sin que se repita meramente a sí misma (tautología). La paradoja permite un movimiento, un devenir que la atraviese, sin estar, empero, en el orden de lo real. La paradoja es, si se quiere, lo ideal mutable. Pero al fijarla, lo hacemos necesariamente llevándola a lo real, haciéndola posible, y perdiendo entonces la tensión que la caracterizaba. Afirmándola al modo de una proposición, la paradoja termina por inclinarse hacia uno de los dos extremos en tensión. Para no perderla, debemos negarnos a pro-ponerla, a llevarla al orden de lo posible, de lo real. Pero no por ello debemos negarnos a afirmarla. Por el contrario, la paradoja define el modo de ser de todo “enunciado” metafísico o filosófico, razón por la cual la reflexión filosófica es inútil e inutilizable (la tensión es enemiga de la manipulación, dada su enemistad con la definición). La reflexión filosófica llega, pues, a lo imposible de la paradoja. Pero este imposible de la filosofía no la destruye como tal, sino al contrario, representa su (im)posibilidad más propia. De no ser imposible, la filosofía no sería posible. La reflexión filosófica, entonces, no es sólo imposible en tanto que no puede ejercerse, sino en tanto que se refiere a lo imposible al modo de la paradoja. Si la reflexión filosófica fuera llevada o traducida a un enunciado posible, entonces deja de ser filosófica para ponerse al servicio de otra disciplina –en última instancia siempre utilitaria. De allí que no le quede a la Filosofía más que el lugar de la crítica. O mejor, el no-lugar de la crítica. En efecto, la crítica es siempre un cuestionamiento de lo propositivo, y no precisa necesariamente expresarse nuevamente en una proposición. De condensarse en proposición, pasa a ser parte de lo posible y, por tanto, de lo utilizable, de lo definible, de lo corroborable. Debemos pensar en la crítica, que es siempre una afirmación sin proposición (al menos en un sentido estricto), puesto que es la denuncia de una amputación de la experiencia, es decir, de la negación de la tensión latente en la vida (ejemplo: la denuncia de lo injusto no viene muchas veces de la proposición de un sistema justo, sino de un “sentir” una situación como injusta). La crítica sería, pues, la reafirmación de la paradoja. La imposibilidad de la filosofía, que es su posibilidad más propia, es pensar lo imposible. Para entender bien qué significa esto, tenemos que analizar la noción 105

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misma de “imposible”, y su contracara, lo “posible”. También deberemos atender a los modos de expresión de lo posible y de lo imposible. De alguna manera, así como para hacer ciencia hay que saber cómo hablar –siguiendo con el camino de Wittgenstein–, para hacer filosofía hay que saber cómo callar. Si el pensar es creativo, es decir, extraño a un proceder técnico mediante conceptos operatorios, un primer gesto del pensar puede ser análogo al del poetizar: arrancar el concepto de la estructura operativa y habitual para intentar pensarlo más allá de su uso. Y es que es cierto que el lenguaje se significa en su dimensión pragmática, pero esto puede implicar que el lenguaje guarda un sentido que no se agota en su uso – razón por la cual el lenguaje es dinámico y adquiere sentido ante nuevas prácticas. Ahora, tal como hace el poeta, el pensador debe poner entre paréntesis el valor pragmático del lenguaje y ver qué obtiene del depósito semántico de la palabra. Claro que la dificultad consiste en que rápidamente el pensador incluye la palabra en un sistema, volviendo a referir su sentido a su uso –operativo a nivel teórico. Pero esto no es algo que deba evitar el pensador. Sustraer al uso al lenguaje es privilegio solo del artista. El pensador opera con conceptos, y debe significar las palabras en el uso que se da dentro de su sistema argumental. Llegamos así a la fatalidad del pensador: para pensar, renuncia al pensamiento, pero renuncia al pensamiento para poder hacerlo posible.

El imposible lugar del filósofo Cuando Tales caía al pozo por estar mirando los cielos –acompañado por las risotadas de todo aquel que presencia un tropezón–, dejaba en claro que el filósofo “vive en la luna”, es decir, no está entre los hombres. La tesis de Marx sobre la necesidad de que la filosofía transforme el mundo no se condice, tampoco, con toda su filosofía, que es esencialmente utópica. Y es que el filósofo, en tanto que emprende el camino de la filosofía, no es de este mundo. Aún cuando pensemos la mundaneidad de todo pensamiento, las mediaciones de todo pensamiento, el filósofo trabaja incansablemente en el intento de dar un salto hacia una dimensión tal que se arranque del suelo del mundo. Hablar de que el hombre es un ser-en-el-mundo, es ya establecerse fuera del mundo. Claro que, como en todo salto, el filósofo está condenado a tocar el suelo nuevamente. Pero es el intento lo que define a la filosofía, no su resultado. Como ya dijimos, el resultado está condenado al fracaso, y es ese fracaso el signo de autenticidad de la reflexión filosófica. No debe llamarnos la atención que lo que más nos atrapa de los filósofos sean sus preguntas más que sus respuestas. Como en un juego, lo que nos entusiasma del filosofar son los desafíos que nos propone, no su resolución. La filosofía es, por ello, extra-territorial, es lo contrario al trabajo de cartografía: lejos de establecer y delimitar un espacio, la filosofía intenta romper con 106

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todo espacio, se esfuerza en destruir límites y fronteras. En su salto –condenado a la caída–, el filósofo sale de su lugar para alcanzar un no-lugar, es decir, se des-ubica constantemente. La imagen de las sendas perdidas, de Heidegger, la noción misma de errancia del pensamiento, es elocuente en este sentido. No se trata de pensar dentro del espacio delimitado por la lógica o por el paradigma cultural, ni siquiera dentro de las márgenes del lenguaje, sino que se trata de pensar fuera de ellas. Pero, entonces, ¿qué lugar se nos reserva a nosotros, filósofos, en este mundo, cuando justamente no queremos ubicarnos en ningún lugar? Creo que esta pregunta, formulada de las más diversas maneras, es la principal pregunta que aqueja a todo filósofo: no entendemos qué rol jugamos en la sociedad, qué servicio brindamos al mundo, qué aporte ofrecemos a nuestros prójimos. Y es que la filosofía es inútil, no sirve para nada. En general nos tomamos esta afirmación o bien a chiste, o bien como el signo del valor de la filosofía que, como el amor, tiene un valor en sí misma, y no toma su valor de otra cosa, es decir, que está en el orden de los fines y no en el de los medios. Pero creo que tomar cualquiera de las dos actitudes no es sino un modo de escaparse de ese lugar incómodo al que nos empujan quienes nos rodean, y al que nosotros mismos muchas veces nos dirigimos. Y es que no puede ser de otra manera: hay que vivir hasta el fondo la pregunta por la utilidad de la filosofía. ¿Para qué hacer filosofía, si no sirve para nada? Porque realmente no sirve para nada… No vale decir que la filosofía vale para pensar, ni tampoco que sirve para entendernos mejor, porque esas respuestas son paliativos para el dolor que nos genera como hombres el sentirnos fuera de lo humano, por estar fuera del mundo. Si alguien nos pidiera ayuda para intentar encauzar su vida en algún sentido, lo que menos deberíamos hacer es filosofar: ¿qué respuesta de la filosofía puede servirle al hombre que está en crisis si la filosofía lo único que puede ofrecerle es la crisis misma de sentido? Aquello que es de utilidad brinda en su servicio siempre garantías de éxito, mientras que lo que menos puede ofrecer la filosofía son garantías, seguridades, certezas… Si la filosofía ofrece resguardo, entonces estamos en la estantería de la auto-ayuda. La distancia entre Claudio María Domínguez y Federico Nietzsche es abismal. Y, ¡ojo!, lejos de mí desprestigiar la autoayuda… todo lo contrario: ¡cuántas veces me plantee seriamente lograr algo como lo que logran los escritores de libros que leen millones de personas, y que encuentran en ellos un posible camino para encauzar sus vidas! Muchas veces quise ver a la filosofía como un tipo de autoayuda, más sutil o más profunda, si se quiere… Pero, aún intentando este camino, he fracasado… y mi fracaso es el fracaso de la filosofía misma por intentar dar servicio… La filosofía es inútil, y hay que hacerse cargo de su inutilidad, a pesar del desasosiego que ello nos genere. Y aquí debemos hacer un alto en un punto demasiado conflictivo: si la filosofía es inútil, y no sirve para nada, entonces falseamos a la filosofía, la prostituimos, cada vez que queremos fijarle una función respecto a la sociedad política, a la actividad 107

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económica, a las definiciones jurídicas, y aún peor, respecto a las creencias religiosas. Dejemos, por el momento, la dificultad de funcionalizar la filosofía en pos de la política, la economía y el Derecho, y concentrémonos en el caso de la funcionalización de la filosofía respecto a la religión. Estamos en la Universidad Católica Argentina, filosofamos en ella, aún más, desde ella. ¿Qué significa esto? Parte de la tarea del filósofo es pensar el lugar desde el que piensa –es decir, el lugar desde el que toma impulso para saltar. Todos filosofamos sobre un suelo de creencias, eso es claro; pero ¿qué pasa cuando estas creencias se establecen como incuestionables? ¿No es el caso, en efecto, de lo que llamaríamos una filosofía cristiana? Aquí el adjetivo define al sustantivo, le marca las márgenes mismas en que toma sentido. Pero ¿acaso la religión cristiana no se presenta al filósofo cristiano como aquello que establece los límites de su pensamiento? Sería una salida muy facilista contestar que, lejos de establecer sus límites, la religión le ofrece posibilidades de pensamiento a la filosofía. En rigor, todo suelo de creencias brinda al pensamiento elementos para su desarrollo: un pensamiento sin tradición, sin lenguaje, es abstracto e irreal. Pero el problema es que al darse como suelo, la religión se da, al mismo tiempo, como fundamento último de todo pensamiento, fundamento que no puede cuestionarse. A diferencia de toda otra creencia, la religión, por su autoridad divina, se presenta como incuestionable. La historia es testigo de las dificultades de todo filósofo cristiano, que se debate entre su pensamiento libre –y, por tanto, esencialmente heterodoxo–, y su obediencia a la fe de su Iglesia –esencialmente ortodoxa. El dilema es desgarrador… y por eso lo mantenemos lejos de nuestra mirada. Intentamos por todos los medios mitigar la dicotomía y la tensión que dan vida a la expresión filósofo cristiano (o, más amplio, filósofo religioso). Pero, en rigor, un filósofo cristiano es esencialmente un hereje, y merecería la ex-comunión. Si no es el caso, entonces el filósofo es siervo de la teología, y su actividad de pensador se reduce a una apologética, es decir, a una defensa de la fe. Prostituimos a la filosofía –y del peor modo posible, porque esta prostitución se presenta como necesaria, dada la incuestionabilidad de la fe– al posicionarla en función de la creencia religiosa: la filosofía deja de ser inútil para ofrecer elementos discursivos, conceptos operativos de un dogma ya definido para siempre. La filosofía deposita su libertad, su carácter eminentemente creador, a los pies de la fe… el filósofo se viste con sotana, se uniformiza, ubicándose en el mundo, ¡él que estaba llamado a vivir desnudo en la intemperie! La posibilidad de hacerse siervo de la fe no es algo meramente abstracto y ficcional. Constantemente escucho a mis alumnos decir que estudian filosofía para encontrar un camino a Dios, para dar razón de sus creencias, para ir al encuentro de los incrédulos con elementos que puedan llegar a compartir, y así trabajar en pos de la evangelización. ¡Yo mismo me planteo incesantemente esta posibilidad de dar testimonio de Cristo a través de la filosofía! Es como una necesidad que uno siente, necesidad que reviste –aún peor– la figura de la responsabilidad: debo dar cuenta 108

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de la razonabilidad de la fe, y tengo que asumir mi formación y mis posibilidades conceptuales y discursivas para mostrar la conveniencia de la fe en Dios. Pero esta actitud no es otra cosa que el intento ya justificado –y cuya justificación es la de Dios mismo, es la justificación última– de darle utilidad a la filosofía. ¡Y es que no podemos mantenernos en la inutilidad de la filosofía! ¡No podemos dejar de seren-el-mundo por más que intentemos salirnos de él! Indefectiblemente caemos en la mundaneidad –y la religión no es más que un modo peculiar de ser en el mundo. Claro que, justamente por ser un modo peculiar de ser en el mundo, nuestra confesión religiosa nos define íntimamente, y no podemos sino pensar y actuar desde dicha posición. Es otra típica respuesta de los filósofos cristianos: el filósofo y el cristiano no son dos personas distintas. ¡Claro que no! Por eso el dilema es tan desgarrador… si pudiera sacarme el rosario cuando pienso, y volvérmelo a poner cuando rezo, no habría problema. ¡Pero no! En este momento estoy hablando bajo la mirada de un crucifijo. Así como no dejo de utilizar un lenguaje cuando pienso, tampoco dejo de lado mis creencias religiosas… y, sin embargo, la filosofía es ese intento imposible por abandonar el lenguaje y las creencias que son el suelo del pensamiento –incluidas las creencias religiosas. ¿Cómo abandonarnos a la pregunta cuando ya el sentido que intentamos develar se encuentra revelado, en una Revelación incuestionable? Si la filosofía es la ciencia radical, si es la disciplina más libre, la actividad más crítica que pueda realizar el hombre, ¿cómo situarla en el mapa de la fe? La inutilidad de la filosofía, por insoportable que sea (o, justamente, por ser insoportable), garantiza al filosofar su libertad más radical: nada ni nadie puede hacer de la filosofía un elemento que funcione en pos de un estado de hecho, en cualquiera de sus registros. Pero si la filosofía es inútil, no sirve para nada, ni sirva a nadie, entonces ¿qué hacemos filosofando en una Universidad Católica? Claro que podemos extender la pregunta y cuestionarnos qué hacemos filosofando en una Universidad –bastión terrible de una reproducción del pensamiento, y cómplice del status quo socio-político de una cultura histórica determinada. Pero el adjetivo católica califica a la Universidad desde una autoridad más alta que la meramente política; digamos que el tutor o super-visor de esta Universidad no es ya un grupo de personas que legislan y gobiernan la polis, sino que quien tutela esta Universidad es, en última instancia, Dios (o, si prefieren, aquellos que se hacen vicarios de Dios en la tierra). Podemos rebelarnos ante los hombres, aunque desempeñen posiciones de autoridad, ¿pero rebelarnos ante Dios? La autoridad de Dios no es externa al creyente, sino que uno se identifica absolutamente con Dios mismo: Su Verdad es mi verdad, Su Camino es mi camino, Su Vida es mi vida. ¿Hay, entonces, alguna posibilidad de filosofar en estas condiciones? Claro que la Universidad Católica es ya una expresión política y social de una pertenencia a-política, que es la de pertenencer a una Iglesia. Por ello, seguramente la mayoría de nosotros vengamos a la UCA porque somos de hecho católicos, y no viceversa: no creo que nadie venga a la 109

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UCA para convertirse en católico (¡aunque si vienen desprevenidos quizá lo enganchen a uno!). Pero, entonces, ¿acaso no aceptamos sin más que la religión católica es la Verdad última del ser humano, y que la filosofía debe trabajar en pos de su defensa y difusión? ¿Acaso no vinimos aquí, a esta Universidad, a ocupar el puesto de vanguardia de la fe católica, ese puesto que combate en las líneas del pensamiento, y que enfrenta a gigantes enemigos, sean agnósticos, sean ateos? Nadie ha venido aquí para ver si la fe es cierta o no… hemos venido aquí a reconfirmar nuestra fe, a encontrar soluciones o respuestas a las preguntas de quienes no creen. Yo recuerdo que mis profesores –católicos todos–, cuando les compartía mi decisión por estudiar filosofía, me recomendaban venir a la UCA para afianzar mi fe, porque si estudiaba en la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo (y aquí habría que examinar también el carácter prejuicioso de esta advertencia), era probable que abandonara mis creencias por la exposición a los cuestionamientos desde una filosofía arreligiosa… ¿cómo iba a sobrevivir mi fe si ni siquiera tenía elementos conceptuales para hacerles frente a mis adversarios? Notemos el carácter bélico de estos consejos: la filosofía es un arma y, si somos cristianos, debemos acceder a ella para defendernos de los ataques. La filosofía, pues, se convierte en una disciplina al servicio de la fe, y los conceptos filosóficos no son sino operatorios dentro de un sistema ya fijado por la dogmática de la religión. La pregunta sigue en pie: ¿por qué hemos venido a estudiar filosofía a una Universidad religiosa? Esta pregunta no quiere invitar a nadie a abandonar la universidad católica, ni tampoco intenta decir que la existencia de universidades religiosas no tenga sentido (aunque no sea una pregunta nimia). Pero como filósofos no podemos desentendernos del lugar desde donde pensamos. Debemos cuestionar el lugar que ocupamos, porque la filosofía está llamada al no-lugar. Claro que es difícil vivir en el no-lugar… ¡es imposible, de hecho! De allí que uno pueda cuestionarse, también, seriamente, hasta qué punto puede la Filosofía representar una posibilidad profesional. Profesionalizar la filosofía no es sino destruirla como filosofía: es darle una función, un uso, una utilidad, a aquello que es esencialmente inútil. La denuncia de Sócrates a los sofistas no tenía que ver tanto con la plata, sino con la complicidad al poder a la que sometían el pensamiento. Debemos pensar en serio lo que significa filosofar, debemos detenernos sin miedo en el carácter inútil de la filosofía. Sólo deteniéndonos en esta consideración podemos alcanzar una cierta consciencia de nuestra tarea como filósofos, de nuestra responsabilidad como filósofos. Debemos hacernos cargo de la imposibilidad de la filosofía y de lo que ello significa. Si no podemos aguantar este carácter –ciertamente inhumano, o demasiado humano– de errancia, de angustia, de falta de sostén, de marginalidad, de utopía propio de la filosofía, entonces nuestra vocación es otra: quizá debamos desempeñarnos como catequistas, o como escritores de auto-ayuda, o como consejeros o asesores políticos… Pero no podemos desempeñarnos como filósofos, porque todo desempeño implica cumplir 110

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un rol, es decir, ubicarse en una posición ya establecida por el poder, implica representar un papel, es ejercitar o practicar un modo de producción, en última instancia. Por eso la inutilidad de la filosofía está estrechamente ligada a su ociosidad: el ocio es la posibilidad de un juego sin reglas, es la posibilidad de lo gratuito, de lo “porque sí…”, y por ello la negación de toda función o de toda instrumentalización. El negocio es lo que es útil, lo que genera valor. Como todo en filosofía, estoy seguro de que estas preguntas respecto a la vocación filosófica no tienen respuesta ni solución. Pero es por ello que valen. Vivir en la pregunta es ciertamente incómodo, pero quizá sea lo poco humano que nos quede a nosotros, seres en tránsito, en búsqueda perpetua… a nosotros, hombres, filósofos.

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La Filosofía, ese envío…

La pregunta que nos convoca es ¿por qué filosofar hoy? Pregunta que no representa solo una curiosidad para nosotros, filósofos, sino que nos interpela y nos conmueve en lo más íntimo. Es una pregunta que –más allá de sus formulaciones concretas– reaparece constantemente en quienes nos dedicamos a esta disciplina tan enigmática. Y dije “disciplina”, no dije ni ciencia ni arte ni discurso. La filosofía se me presenta siempre como una labor ardua, a la que hay que dedicarse día y noche, de la cual no puedo separarme jamás; se trata de un entrenamiento interminable, de un estudio sostenido, de una marcha que conoce la fatiga máxima, el cansancio radical, y por ello también la frustración de lo inacabado, el desánimo frente a la falta de aire que me obliga a detenerme. Pero, a diferencia de otras disciplinas, la filosofía me compromete por completo: no hay nada en mi vida que no escape a la filosofía, ningún valor moral, ningún proyecto personal… ni siquiera la religión, ni siquiera Dios puede evadirse del filosofar. Siento la mayoría de las veces que la filosofía me es una condena, una que se acerca mucho a la que sufrió Sísifo, aquel hombre castigado por los dioses, sentenciado a realizar una tarea imposible y, por ello, interminable. Claro que esa sensación de desesperanza, de absurdo, está acompañada por un placer casi infinito, que es el placer ante todo de sentir que con la pregunta filosófica se me abre un horizonte ilimitado de posibilidades, una serie de caminos sin hollar que estoy invitado a recorrer, el placer de un proceso siempre naciente. Ciertamente se trata de una paradoja análoga a la que refiere Jacques Derrida cuando habla del don como gift, que en su etimología significa al mismo tiempo “regalo” y “veneno”. Creo que es una imagen pertinente: la filosofía se me presenta como un don divino único, pero un regalo que es, a la vez, un principio de muerte. Y acá nos transportamos también a la esencia de la medicina, cuyo símbolo es la copa en la que la serpiente deposita su ponzoña. ¿No es ilustrativo que se haya considerado a la filosofía como una medicina para el alma, análoga a la medicina del 113

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cuerpo reservada a los fisiólogos? ¿Y no es elocuente también la reacción siempre ambivalente de los hombres frente a los filósofos? Cuando nos enfrentamos a un filósofo aparece una sensación ambigua que va desde la fascinación hasta el terror. Como cuando nos suministran un phármakon –algo de lo cual ha hablado también Derrida–, sentimos que la salud de nuestra alma es inseparable de su intoxicación: es preciso enfermar aún más para que una restitución de la salud sea posible. Así me siento cuando quienes escuchan o leen mis reflexiones se retraen, cuando se alejan de mí como si fuese un infectado o como si fuera quien les suministra un fármaco (soy yo quien les acerco, en ambos casos, el principio de su intoxicación). En mi experiencia como profesor y como coordinador de talleres, lo primero que me he encontrado es esa especie de abatimiento ante las preguntas que voy sembrando, un abatimiento que, confieso, me toma prisionero también a mí. Y es que la radicalidad de la pregunta filosófica es tal que ninguna posible respuesta reestablecerá una calma chicha. Sobre todo siento la resistencia –¿tiene esta palabra un sentido psicoanalítico aquí, como la disimulación de un trauma?– cuando la pregunta se dirige a las concepciones de vida más fundamentales que nos sostienen en nuestra cotidianeidad. ¿Cómo seguir adelante en mi fe cuando me sumerjo en la pregunta en torno a la realidad divina? Un amigo me preguntaba cómo es que soportaba –y esa palabra nos remite nuevamente al esfuerzo vano de Sísifo– cuestionarme constantemente sobre Dios y cómo es que podía seguir persistiendo en mi fe, sin claudicar a un rotundo no sé. Mi respuesta, creo, fue más de compromiso, lamentablemente, y no quise dar la idea estereotipada del filósofo incrédulo o ateo. Pero la pregunta me sigue persiguiendo: ¿cómo es que me sostengo en la vida cuando mi destino es quebrar todo cimiento? Me sucede lo mismo cuando ataco a preguntas los fuertes de mi moralidad. Pero esta experiencia del desasosiego –esa experiencia tan central a Fernando Pessoa–, tampoco se separa de una experiencia profundamente esperanzada: “sólo quien pierda su vida la ganará”. ¿Acaso esas palabras de Cristo no se aplican a la labor filosófica? Paradojalmente, en el nadir de la desesperación se revela el cenit de la esperanza; sólo cuando la pregunta es radical, puedo responder radicalmente; sólo cuando el sentido de mi vida está cuestionado es que puedo, realmente, significar mi existencia. Intentemos retomar la idea del phármakon. La medicina no busca envenenar al paciente, sino que busca curarlo. El corazón de la medicina está en la idea de dosis, es decir, en el arte de suministrar lo justo para que un organismo afectado enferme lo suficiente como para provocar su sanación. Aparece, pues, la idea de prudencia aplicada al médico, al sanador, al farmacéutico. De modo análogo, el filósofo debe sopesar en su labor el afán destructivo y su misión edificadora (aunque esta expresión nos debe alertar sobre la permanente tentación de convertirse en un pedagogo, en un catequista, en un ideólogo). Es cierto que hablar de prudencia, justeza, dosificación, pareciera contrariar ese espíritu esencialmente dionisíaco, excesivo, exuberante 114

La Filosofía, ese envío…

y desmesurado del filosofar: ser “prudentes” al pensar y al hablar es, muchas veces, un eufemismo para excusarse de los discursos cómodos y aceptados a los que nos abandonamos, haciéndonos cómplices de un estado de cosas ciego de su ceguera. El filósofo arremete sin demasiado cuidado, es cierto. Sin embargo, si bien la filosofía está llamada a la pregunta y a la crítica como su lugar más originario, filosofar no consiste en preguntar. La filosofía –como la medicina– debe propiciar un espacio de construcción posible, es decir, debe proveer de respuestas. Una sonrisa aparece, irónica: ¿cuándo podemos empezar a proponer respuestas, cuándo podremos decir “hasta aquí de preguntas, ahora veamos…”? Creo que hay aquí un cierto engaño: es preciso ver en las preguntas ya una cierta orientación de la respuesta, y en las respuestas que damos un nuevo modo de comprender la pregunta –muda en su carácter interrogativo. Es absurdo pensar en una especie de semáforo filosófico, que indique cuándo avanzar o cuándo quedarse estancado: no hay ni puede haber criterio posible para legitimar nuestros actos creativos en la filosofía (ni en disciplina alguna): tan solo nos queda saltar, y ver qué sucede. Aquí interviene necesariamente la escritura, ese proceso maravilloso que nos lleva adonde no sabemos, proceso en el que nuestro pensamiento se define y se encuentra. Como dice Mateo Belgrano, uno de los filósofos de esta casa, “la escritura no es a posteriori”, no sucede luego del pensamiento, sino que pensar y escribir son un mismo acto. Ahora bien, la labor filosófica –y aquí la dificultad más desazonante– debe ubicarse en el orden del concepto. ¡No somos poetas, ni artistas, somos filósofos! No nos podemos contentar con comunicar una experiencia de vida al nivel de la aesthesis o de la empatía. La misión de la filosofía es adentrarse en la experiencia, comunicarla, hacerla patente como tal –y en ello reside su cercanía a lo poético– para luego tomar distancia crítica y volver sobre ella con categorías de pensamiento que den cuenta de su sentido. La filosofía empieza allí donde Wittgenstein decía que “de lo que no se puede hablar, mejor es callar”. La filosofía es el esfuerzo, en última instancia vano, lo sabemos –Sísifo, siempre Sísifo–, por decir lo inefable, por hacer inteligible lo que permanece en el misterio. La responsabilidad como filósofos es tan necesaria como imposible: ¿acaso los hombres no nos alejamos de la filosofía y no nos acercamos a ella por esta misma condición contradictoria? Pero volvamos ahora a la pregunta que nos concierne: ¿por qué filosofar hoy? La cuestión está formulada bellamente. Por un lado, la filosofía se hace verbo, se hace acción. No se trata de un saber establecido, de una disciplina cerrada, sino que se trata de un ejercicio siempre renovado, siempre llevado más allá de su límite. Se trata de filosofar. Por otro lado, aparece el adverbio temporal “hoy”. ¿Por qué aparece ese adverbio en la pregunta? Pareciera que antes, ayer, in illo tempore, filosofar tenía un sentido del que carece hoy. Por último, se pregunta por qué, es decir, se busca una justificación para esta labor. Intentaré hacer frente a los tres flancos de la pregunta. 115

Martín Grassi

“Hoy” la filosofía parece haber perdido vigencia en el mundo. El avance de las ciencias naturales y sociales han trasladado el título de sabio a sus propias orillas: no hay nada que no pueda ser investigado según los métodos positivos y experimentales de las diversas ciencias. Por otra parte, el arte parece recuperar el espacio de afectividad vital o de cosmovisión afectiva tan cara a los hombres. ¿Por qué, entonces, la filosofía? Algo más aparece en nuestro horizonte epocal: la investigación filosófica parece haberse deslizado a los ámbitos de la academia, es decir, parece haberse refugiado en el trabajo filológico y hermenéutico de los pensadores del pasado, tornándose una historia de la filosofía más que un filosofar comprometido. Los artículos y las ponencias académicas evaden el pronombre “yo”, y hablan de la filosofía en una cómoda tercera persona que huye de cualquier cuestionamiento serio de la propia existencia. Las clases mismas, tanto en la secundaria como en la universidad, se construyen como si se tratara de fascinantes escenas teatrales –en el mejor de los casos–, en los que aparecen sobre las tablas los más diversos filósofos –en el mejor de los casos, cuando no aparece siempre el mismo… sea Tomás de Aquino, Marx, Platón, o Nietzsche. Y uno se pregunta: ¿y dónde está la filosofía? ¿Dónde el filósofo? ¿Cuándo escucharemos una palabra que se haga carne, una reflexión que sangre? La titulación en filosofía no parece escapar de este circo: nuestra licencia nos permite trabajar como docentes o como investigadores (los que tomen otros caminos no utilizarán su título más que como testimonio de una formación universitaria). La pregunta se transforma en este punto: ¿por qué estudiar la carrera de filosofía? Cuestión que lleva a preguntarnos si acaso la filosofía puede ser algo que se estudie. Aquí la cosa se complica: por una parte, filosofar es in-enseñable e in-aprendible, en tanto que toda actividad creativa implica una anulación de un proceso de imitación; por otra parte, ninguna creación –en ningún registro- puede darse si no se sostiene en una determinada tradición, en un lenguaje, en una técnica, en un estilo definido. La dialéctica entre tradición e innovación es el nudo que hay que desatar. Pero no es éste el momento para hacerlo. Me interesa aquí subrayar que el estudio formal (universitario, terciario, secundario, etc.) de la filosofía es tan solo una pata del filosofar, aunque no su pata más importante. El filosofar se nutre del estudio de la historia de la filosofía, pero ningún estudio nos salvará del vértigo único de la creación filosófica que define al filosofar mismo (la filosofía se hace verbo en la creación). Queda en cada quien utilizar sus estudios como trampolín y saltar, o aferrarse a sus lecturas y mantenerse en tierra. El título no decide sobre este punto; tampoco el trabajo al que nos dediquemos luego, sea el de docente, sea el de investigador. La creación filosófica, el filosofar creativo, trasciende todo trabajo y toda rutina, aún cuando lo suponga. La filosofía es sin porqué, ni para qué: su inutilidad es tan radical como su generosidad. Filosofamos porque sí. Y apenas atemos la filosofía a alguna finalidad o a alguna utilidad, la perdemos como tal, la perdemos en su ser creativa, en su carácter de ab-soluta (des-atada). De esto hablaba en la anterior 116

La Filosofía, ese envío…

Semana de la Filosofía (UCA, 2013: “La (im)posible filosofía”, ensayo contenido en este volumen), cuando decía que la posibilidad de la filosofía estribaba en su misma imposibilidad, pues al carecer de utilidad escapa a toda posición en el mundo, garantizando así su auténtica libertad. Desde aquí se comprende, a mis ojos, la condición del otium para filosofar, y su aniquilación en el neg-otium. Por eso me resulta tan terrible la filosofía: a los ojos del mundo –esos ojos que son también los nuestros–, la filosofía es algo de lo que debemos prescindir, dada su inutilidad. Y no debemos pensar que esta situación nos es propia a nosotros hoy, como si en la antigua Grecia encontráramos la Edad de Oro de la filosofía, cuando al filósofo se lo veneraba y trataba con sumo respeto, cuando se le abrían las puertas de todos los ministerios y se lo convocaba para sacar las papas cuando más ardían: miren a Sócrates… ambigua bebida la de su último brindis (¿el don-veneno de la filosofía?). Nunca es momento oportuno para el filósofo: el filosofar es siempre in-oportuno, no espera el momento adecuado. En rigor, nunca se darán las condiciones para que la filosofía sea bienvenida en el mundo: aún más, paradojalmente, la condición del filosofar es su misma incondicionalidad. De allí lo terrible y fascinante del filosofar: que es in-condicional. No esperamos nada de la filosofía, nada va a recompensar nuestro filosofar, ningún aplauso va a cerrar ninguna de nuestras inquietudes; pero filosofamos igual, incondicionalmente, en esa desesperación última que es la única que abre los (im)posibles. Aún más, dado su carácter creativo en el discurso, el filósofo está condenado a ser un in-comprendido, alguien que, al romper con la tradición en algún grado, rompe con el suelo mismo que posibilitaba la comunicación; el filósofo ocupa las márgenes del Gran Texto de la tradición, y en esa aventura termina por marginarse él mismo. Y, sin embargo, como decía el viejo Aristóteles: “queramos o no, debemos filosofar”. ¿De qué tipo de imperativo se trata: ético, teórico, vital? No lo sé… queda para pensar. Si la filosofía se encuentra en su (im)posibilidad creativa, en esa contradicción que es su vida misma, lo único que sé es que para ser filósofos debemos amar la libertad, la propia y la próxima. Un verdadero filósofo es maestro, no porque diga lo que haya que pensar, sino porque despierta el pensar de su discípulo; un verdadero filósofo es maestro porque es discípulo de su discípulo, porque escucha más de lo que habla. Uno de los peores enemigos del filosofar es el vedettismo, vivido tanto del lado del discípulo como del lado del maestro. En efecto, la idolatría a los pensadores corta el diálogo, evapora la filosofía: el maestro dicta, el discípulo repite. Por el contrario, la creación es siempre comunicativa, y por ello inacabable e interminable. ¿Cómo leemos a Santo Tomás, a Kant, a Kierkegaard, o a quien sea? ¿Cómo tratamos aquello que escribimos y que hacemos nuestro? Tales son las preguntas que no nos deben dejar de perseguir durante toda nuestra vida. Para que un filosofar tenga lugar, debemos matar al maestro dentro nuestro y fuera de nosotros; para filosofar debemos acallar la palabra y abrir el silencio, y así volver a la palabra para 117

Martín Grassi

luego volver a silenciarla. ¡Destino único de quienes se entregan al pensamiento de lo radical! No hay porqué del filosofar, y ningún hoy será el oportuno para hacerlo. Filosofamos o no lo hacemos: saltamos o nos quedamos pegados al suelo. Pensamos o nos condenamos a repetir una historia y un sistema ya escritos. Filosofar supone abandonar las garantías, impugnar los cálculos, diferir la ganancia hasta su posible no retorno. Filosofar es crear, y crear es abrir lo imposible. La filosofía es y será siempre un envío… un envío sin camino ni mapa, sin retorno ni llegada, sin génesis ni apocalipsis. La filosofía es el envío, la gracia de lo sin porqué, de lo sin para qué, y sin ser de nadie ni para nadie, es de todos y para todos.

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Epílogo

Martín Grassi nos ofrece un libro muy notable. Esto ya desde el título, pues pone entre paréntesis, como encerrados en claves, la posibilidad y la imposibilidad, la razón y la sinrazón. No es que él piense que sean lo mismo, que equivalgan, sino que tienen sus interconexiones. Muchas veces lo que se exhibe como posibilidad es imposibilidad, y lo que se propone como razón no lo es tanto. Y ya que la filosofía pretende ser razón de lo posible, por eso nuestro autor comienza viéndola como una jaula de desencuentros. Esto parece por demás paradójico, ya que en una jaula todo está encerrado, sólo habría encuentros. Pero no. En ésta hay desencuentros, que es lo que provoca el pensamiento, sobre todo en los debates. Pasa Grassi a las nociones de libertad, alteridad y nostridad. Y es que la libertad es posibilidad racional de rebasar la alteridad, no depender de ella, pero también es tener conciencia del otro, del alter, con el cual formamos y constituimos la nostridad. Es un empeño de vida comunitaria, de la percepción de la sociedad que tanto falta a los filósofos recientes. Viene después el llegar a ser sí mismo, a la luz del Libro rojo de Jung. El nexo con lo anterior reside en que, dentro de la nostridad, dentro del todo social, cada quien tiene que labrar su propia identidad. Y alguien que trabajó mucho el concepto de identificación fue Jung. Lo hizo en el marco de los símbolos, que son los que más nos identifican, sobre todo con esos símbolos universales que él llamaba arquetipos. Nuestra manera de encarnarlos, de activarlos, es la que nos da la plena identificación. Se llega en seguida a una hermenéutica y una metafísica del testimonio. Sabemos que la hermenéutica del testimonio fue elaborada soberanamante por Ricoeur. Era su noción de attestation. Pero Grassi va más allá, y elabora una metafísica del testimonio. No está desencajada de Ricoeur, pues él habló de una ontología militante, y aquí se trata de una metafísica que militaa favor de la existencia, con la atestación, como testigos del ser. 119

Martín Grassi

Aplicando la hermenéutica del testimonio, Grassi accede a cuestiones prácticas, como la de la interacción entre el testigo y el juez, que son figuras de la subjetividad. El testigo da su testimonio, y el juez lo recibe y lo evalúa. Claro que son relaciones opuestas, pero es donde más se ve la subjetivación, pues el testigo es el sujeto del testimonio, el que lo da, y el juez es el sujeto que lo recibe y que dicta su verdad o no verdad. Por eso Michel Foucault se interesó tanto por la verdad y las formas jurídicas, porque en ellas se tiene que buscar máximamente la verdad y la justicia, y entre ellas sobresalen, precisamente, la del juez y la del testigo. Surge a la vista un Dios que nos espera. Después de que Heidegger hablara, con Hölderlin, del último Dios, pero con la esperanza de que otro dios apareciera y nos salvara, Grassi apunta hacia la Trascendencia. Algo que ahora necesitamos tanto. Si hablamos de justicia, poca podemos encontrar en este mundo; y más en el otro, ya que allí el que hará justicia será, justamente, Dios mismo. Por eso muchas veces se ve al justo sin razón, pero él conoce sus razones. En la noción bíblica del hombre justo encontramos que siempre padece injusticias, y que los injustos llegan a creer que Dios lo abandonó, más aún, que ellos son los que están bien, en la verdad. Sin embargo, aquí el autor toca solamente la justicia en su nivel filosófico, por lo cual sólo nos queda luchar para conseguirla en nuestras sociedades lo más que podamos. Con todo, donde más se necesita la justicia es en el lenguaje. Buscamos la palabra justa, la cual siempre se nos escapa, por más que nos esforzamos en pronunciarla. Y es lo más difícil, pues continuamente nos encontramos con la experiencia de que no encontramos la palabra que queríamos, no pudimos decir lo que deseábamos expresar. Tampoco podemos darle todo su sentido a la palabra “justa”, y eso hace que no alcancemos a señalar el contenido pleno de la justicia misma. Para evitar la injusticia, para alejar la imposición, nuestro autor señala que hay que educar en el poder. El hombre tiene la posibilidad, por la razón, de aprender a hacer buen uso de él. Este buen uso tiene que ver con la construcción de la autonomía del alumno, al contrario de lo que impone la práctica educativa usual. Para lograr eso se requiere ayudarle a profundizar en su propia identidad, dentro de la sociedad a la que pertenece. Por lo demás, encuentro en este libro un ejercicio interpretativo muy en la línea de la analogía. Es una auténtica hermenéutica analógica lo que hace aquí Martín Grassi. En todos los temas que aborda procura hacer una interpretación que salvaguarde el equilibrio proporcional, y no olvidemos que la analogía es proporción, y es lo que más se requiere en la hermenéutica para lograr buenas comprensiones de los hechos. De esto, junto con otras cosas, se ocupa la filosofía. Por eso los griegos daban tanta importancia a la política y, en definitiva, a la ética. Porque era el momento en el que la filosofía mostraba su utilidad. Esta última, aunque no era mucha, se veía 120

Epílogo

engrandecida cuando se trataba del hombre, de evitarle sufrimiento y alcanzarle algo de felicidad. De ahí que sea la (im)posible filosofía, porque a primera vista parece imposible, pero, si queremos, resulta posible. Sólo que tenemos que esforzarnos por construirla. Tal es el sitio y el momento donde todos estamos. Por eso Grassi termina con la expresión “La Filosofía, ese envío…”. Debemos agradecer a Martín Grassi este libro que nos mueve a reflexionar, que nos hace reaccionar para transformar la filosofía en algo más humano, porque trata de buscar lo justo, la justicia (im)posible en este mundo. Mauricio Beuchot

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Procedencia de los textos

1. “El llegar a ser sí mismo: Ensayo sobre el Libro Rojo de Jung”. Publicado originalmente en Stromata: Revista trimestral de Filosofía y Teología (Universidad del Salvador, Área San Miguel, Buenos Aires, Argentina), Año 68, n°3/4 (JulioDiciembre 2012), pp. 255-264. 2. “Hermenéutica y metafísica del testimonio”. Publicado originalmente en Communio: Revista Católica Internacional, Año 19, N°2 (Invierno 2012), pp. 9-20. 3. “El juez y el testigo…”. Publicado originalmente en: Revista Studium, Tucumán, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, n°34 (Junio-Diciembre 2014). 4. “Las (sin)razones del justo”. Publicado originalmente en PERSONA. Revista Iberoamericana de Personalismo Comunitario, Nº23, año IX, Febrero 2014, pp. 13-18. http://www.personalismo.net/persona/ 5. “La palabra justa”, ponencia presentada en II Coloquio Internacional de Hermenéutica Analógica, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, Centro de Estudios de Filosofía y Teología de la Orden de Predicadores, Buenos Aires, 8-9 de mayo de 2014. 6. “La (im)posibilidad de la filosofía”, conferencia dictada en la XXVI Semana de la Filosofía, Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 27 de agosto de 2013. 7. “La filosofía, ese envío”, conferencia dictada en el marco del Encuentro: ¿Por qué filosofar hoy? Un diálogo con Marisa Mosto y Martín Grassi, organizado por el Centro de Estudiantes de Filosofía de la Universidad Católica Argentina, 26 de abril de 2014.

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