ILUSTRACIÓN, REVOLUCIÓN, IGLESIA CINCO LIBROS RECIENTES 1

June 6, 2017 | Autor: Alvaro Silva | Categoría: French Revolution, Intellectual History of Enlightenment, Catholic Church
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MAYÉUTICA 41 (2015) 137-154

ILUSTRACIÓN, REVOLUCIÓN, IGLESIA CINCO LIBROS RECIENTES1 Álvaro DE SILVA En algunos pasajes, si no en la idea general del libro, la lectura de la Ciudad de Dios tiene que ser insoportable para un revolucionario. No puede haber una más deprimente para quien daría la misma vida en el intento de cambiar el rumbo de la sociedad y hacerla más justa. Para san Agustín, la naturaleza humana, creada por Dios, es buena en cuanto tal; pero su acción, venida de una voluntad pervertida por el pecado original, no lo es. Y esa maldad prospera a toda hora y en todo lugar. Sólo en la aceptación incondicional de la gracia divina a través de la Iglesia, puede el ser humano encontrar cierta medida de paz y tranquilidad. Aun así, la massa damnata que es la humanidad, sólo se detendrá en su alocada carrera de miseria moral cuando suenen las trompetas que anuncian el fin de la historia y el Juicio Final. La humanidad es como un torrente marcado sin remedio por el pecado: simul currit isto quasi fluvio atque torrente generis humani (ciu. 22, 24). Si el improbable revolucionario persevera en la lectura, llegará en el libro V a esta pregunta famosa: Quantum enim pertinet ad hanc vitam mortalium, quae paucis diebus ducitur et finitur, quid interest sub cuius imperio vivat homo moriturus, si illi qui imperant ad impia et iniqua non cogant? (V, 17.1), que se podría traducir rápidamente así: ¿Qué más da qué tipo de gobierno tengamos, tirano o liberal? Lo único que importa es que quienes imperan sobre los demás no los fuercen a una acción “impía o inicua”. Lo que debe importar al cristiano sobre toda otra cosa es su estado espiritual, el estado de su alma con el Creador. Es la “Ciudad de Dios” y no la del hombre la que debe consumir el mejor esfuerzo de quien habita en la tierra como un peregrino hacia su santuario. Tengo entendido que la palabra parroquia (paroche, parish, del Latín 1 Jonathan ISRAEL, Revolutionary Ideas: An Intellectual History of the French Revolution from The Rights of Man to Robespierre, Princeton, New Jersey: Princeton University Press, 2014, 870 pp. Joseph F. BYRNES, Priests of the French Revolution: Saints and Renegades in a New Political Era, University Park, Pennsylvania: Penn State University Press, 2014, xxvi + 314 pp. Charly COLEMAN, The Virtues of Abandon: An Anti-Individualist History of the French Enlightenment, Stanford, California: Stanford University Press, 2014, 402 pp. Vincenzo FERRONE, The Enlightenment: History of an Idea, Tr. Elisabetta Tarantino, Princeton, New Jersey: Princeton University Press, 2015, 216 pp. Walter KASPER, The Catholic Church: Nature, Reality and Mission, New York: Bloomsbury & T. T. Clark, 2015, 463 pp.

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parochia) deriva de paroikia, que se podría traducir como “estar de paso”, o pasar una “temporada” en algún lugar, y no de vacaciones sino en prueba y purificación. El cristiano, antes que nada, peregrina a la ciudad de los santos iluminada con la luz del misterio de Dios. La venida del Hijo de Dios como hombre no cambia la situación, pues la posibilidad de rechazar esa gracia única hace que el pecado o el mal sean aún más perversos tras esa extraordinaria dispensación divina. Nociones como “progreso”, “derechos del hombre”, o “felicidad terrenal” (the pursuit of happiness, en la famosa declaración de independencia norteamericana en 1776), o “virtud natural”, que definen la transformación cultural conocida como la Ilustración europea del siglo XVIII, parecieron necias, escandalosas o blasfemas en el juicio oficial eclesiástico, otras tantas torres de Babel destinadas al fracaso. Sin embargo, esas nociones están en los orígenes del mundo moderno, un mundo del que muy pocos cristianos hoy optarían por abandonar. Esta antigua impresión que hace de la vida “un valle de dolor y lágrimas”, hizo tan imposible la idea de una “revolución” social o política, que a veces pienso que a ella se debe, en parte, que el cristiano no tenga conciencia del carácter esencialmente revolucionario de su propia fe pascual, es decir, de que su fe significa una transformación en el mundo, en el bienestar, la libertad, la justicia, y la paz de los pueblos. La eucaristía no construye sólo la Iglesia, o la piedad de los creyentes, sino la ciudad de todos. Hace poco leía sobre la famosa carta pastoral que el arzobispo Leme da Silveira Cintra escribió a los católicos en Olinda-Recife en 1916, apuntando la paradoja de que, siendo Brasil un país esencialmente país católico, la influencia de la Iglesia en la sociedad era prácticamente nula, ni en la política, ni en la cultura. Nada. La división de la historia en antes y después de Cristo, no fue un capricho de Dionisio Exiguo, sino evidencia de la singular “revolución” cristiana. Cambiar el calendario acostumbrado parece ser signo de la importancia de cualquier revolución. No es extraño que cierto carácter revolucionario se haya aplicado al Concilio Vaticano en Roma de hace medio siglo, el sínodo del “giro antropológico”, como algunos lo llamaron. El obispo conciliar que luego sería Juan Pablo II, usó esa palabra –“¡Es una revolución!”– para marcar la aprobación del decreto sobre la libertad religiosa (como lo cita Vincenzo Ferrone en su libro). No es disparatado leer aquel gran concilio, como un evento eclesiástico, hecho necesario tras las decisivas revoluciones culturales, políticas, sociales, económicas y científicas, que han formado el mundo occidental moderno, y que muchos otros pueblos abrazan por todo el mundo. Pronto se presentó a los fieles católicos como un aggiornamento, una puesta al día. Es decir, una manera discreta de reconocer que la Iglesia Católica se había quedado retrasada (unos “doscientos años”, según la notoria expresión del Cardenal Carlo Martini, arzobispo de Milán y respetado intelectual, aunque otros añadirían unos años más). Era preciso “abrir las ventanas” de la venerable institución, como se decía, y no sólo las ventanas para echar una mirada a un mundo

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nuevo, sino las puertas también, para que pudiera salir de la Iglesia una vez más la luz de Cristo. Se trataba de salir ella misma de cierto apartamiento o encerramiento, como una obsesión institucional consigo misma, para cumplir el mandato evangélico: “Id por todas partes”, que no se limita a una travesía geográfica, sino a llegar y estar en todos los afanes legítimos de la “ciudad del hombre”, y construirla con los demás. De ahí que muchos cristianos no puedan oír el clamor revolucionario, del tipo que sea, sin sentir no sólo curiosidad, sino cierta responsabilidad, como algo connatural. El evangelio de Marcos retrata a Jesús acercándose tres veces a sus discípulos en el huerto, y las tres los encuentra dormidos. “¿Simón, duermes?” (Mc 14, 37-42). No se trata sólo de no dormirse sino de levantarse e ir con él (“levantarse” a menudo, en la primera literatura cristiana, apunta a la nueva vida pascual). A la oscuridad de esa noche se contrapone la luz del alba, el primer día de la semana. “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; es preciso no dormirse en todo ese tiempo”, escribió Pascal en una sentencia famosa; pero no es la agonía, sino la pascua de Resurrección la que hace levantarse al cristiano en segura confianza de un mundo mejor, y en reconocimiento de que esa es su vocación como humano, y como cristiano. Jesús vino a traer la luz y la libertad a este mundo en el que vive el cristiano. Pablo recuerda a los discípulos de Tesalónica que todos ellos, hombres y mujeres, son “de la luz y del día”, y que “no somos de la noche ni de la oscuridad” (1 Tes 5, 5). No hace distinción entre los líderes y el resto de la comunidad eclesial, pero no cabe duda de que ese carácter “revolucionario” del cristianismo se aplica a fortiori a quienes, de alguna manera, tienen imperio único y especial en la Iglesia. Los cristianos son la luz del mundo, y por tanto, si no iluminan... Y así estos cinco libros recientes sobre el siglo de las luces, la revolución francesa, y la Iglesia. Todavía hoy, la mayoría de católicos reaccionaría de manera casi espontánea a esas tres palabras del título diciendo que la Iglesia condenó la Ilustración, y vio en la Revolución de 1789 su efecto necesario, sangriento y horrible, acaso diabólico, el repudio de principios cristianos y el ataque frontal y violento a la Iglesia Católica, quizá sólo superado por el marxismo comunista del siglo XX. Pero la historia es más compleja, y en este caso, una reexaminación es más necesaria que nunca. 1. Ideas revolucionarias En su último libro, enorme, minucioso y repetitivo, sobre “las ideas revolucionarias” de 1789, el historiador Jonathan Israel se propone demostrar, fuera de toda duda, que el origen de la Revolución estuvo en un iluminismo radical. Sin negar la importancia de las ideas, otros historiadores han tenido en cuenta otros factores, entre ellos la escasez de pan, el hambre extendida por la geografía francesa, la crisis económica en el país. Estos factores se han presentado siempre como responsables de la explosión revolucionaria. Los críticos de este nuevo tomo, advierten la imposibilidad de reducir las causas de

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algo tan complejo como la Revolución de 1789, a una cuestión de ideas, por radicales que fueran. Para Israel, el origen de la revolución y los auténticos revolucionarios, fueron un grupo minoritario de intelectuales con un credo cultural, social y político bien preciso. Contra la vieja interpretación marxista de la Revolución, afirma que unas cuantas “ideas” fueron mucho más eficaces que el hambre en París. Las ideas revolucionarias que se habían proclamado en el siglo XVII en Holanda, ideas como el gobierno democrático, los derechos del hombre, la tolerancia religiosa, y la igualdad social, en contra del racismo y sexismo. Su trilogía sobre la Ilustración razonaba de tal manera que concluía en la idea de una Ilustración “radical”, situada en Holanda, y en particular en la obra de Baruch Espinosa (1632-1677), un radicalismo anti-religioso y anti-aristocrático que daría fruto en la revolución francesa. Defiende Israel que hasta 1791, apenas se puede entender el liderazgo revolucionario en París sin subrayar ese trasfondo intelectual, tan confiado como vigoroso. No quiere decir que esas ideas radicales fueran capaces por sí mismas de explicar todos y cada uno de los sucesos revolucionarios, pero sí que forman algo así como el auténtico motor de la Revolución. Menciona este historiador de la Ilustración, los intentos de dos sacerdotes, Lamourette y Fauchet, para ganarse las simpatías católicas haciendo un puente entre ese radicalismo filosófico y el catolicismo. Ambos acabarían guillotinados durante el Terror, en 1793 y 1794. Fauchet describió a Jesús como “un amante de la libertad, la igualdad, y los derechos humanos, y un gran enemigo del despotismo y del privilegio”, y luego, como “obispo constitucional”, defendió una Ilustración católica, sin ver ninguna contradicción entre la revolución de 1789 y su religión. En septiembre de 1792 se instauró un nuevo credo secular, como se diría hoy, post-monárquico, post-aristocrático y post-eclesiástico. Los historiadores dicen que la tarea de descristianizar fue siempre esencial para los filósofos radicales: un proceso de reducción y marginación de la autoridad religiosa y del papel público de la religión, así como de valores religiosos. Pero aparte del clericalismo triunfante, la crítica en muchos casos, no es anti-religiosa sino contra los abusos. La idea de tolerancia religiosa se hizo necesaria, tras años de crueles guerras entre denominaciones cristianas, católicos contra luteranos. [El cristiano moderno tiene que resignarse a la tristeza, y casi vergüenza, de que la tolerancia y respeto a la conciencia de los demás y a otras creencias religiosas no derivó de una lectura del Evangelio, sino del horror desatado entre unos y otros cristiano, católicos y protestantes.] Cuando se proclamó la república francesa, las relaciones Iglesia-Estado estaban deterioradas, pero no se registraron ataques a las iglesias, ni hubo persecución o una destrucción organizada del culto, etc. En el verano de 1793 el objetivo de descristianizar la sociedad francesa se hizo un movimiento “represivo, destructivo e inquisitorial”. Robespierre, prototipo del radicalismo revolucionario, aparece en la nueva lectura de aquellos acontecimientos, como enemigo acérrimo de la Revolución, el ejemplar perfecto de un populismo autoritario que anunciaba el fascismo del siglo XX.

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La revolución de 1789, según Israel, no fue una, sino tres: primero, una revolución democrática republicana; luego, un monarquismo constitucional sobre una Ilustración moderada; y por fin, el populismo autoritario. Estos “impulsos” se mostraron incompatibles tanto en lo político como en lo cultural e ideológico, los tres destinados a permanecer en conflicto feroz. Otros dos importantes movimientos, los levantamientos de los campesinos y de los sans-culottes, ambos preocupados por la subsistencia, tuvieron enorme impacto en la sociedad y en la escena política, pero no fueron revolucionarios en el sentido de intentar transformar la sociedad en cuanto tal, sus leyes y sus instituciones. No es que Israel pase por alto la enorme complejidad del fenómeno revolucionario, sino que, o al menos así lo he visto yo en mi lectura, en comparación con el impulso democrático y republicano de aquella “Ilustración radical”, todos los otros factores son secundarios. 2. Sacerdotes de la Revolución El interés del libro de Joseph F. Byrnes sobre los sacerdotes de la revolución francesa no se limita al historiador especializado en la época o a historiadores de la Iglesia. Byrnes ilumina con orden y erudición la situación del clero francés en aquellos años y, dada la crisis del sacerdocio católico, el libro tiene resonancia actual. En 1789 había en Francia unos 115.000 sacerdotes; más de la mitad (Byrnes observa que algunos historiadores más recientes hablan de un 61 por ciento) juraron lealtad al nuevo gobierno, tal como se exigió a principios de 1791. Pensar que lo hicieron sólo por temor a la guillotina no tiene sentido. En años sucesivos, juramentados o no, los sacerdotes franceses tuvieron que lidiar con las nuevas circunstancias políticas y sociales. Muchos estaban convencidos de que había llegado la hora de un catolicismo renovado, abierto a ideas de libertad y al gobierno republicano; conscientes de la crisis social y las nuevas ideas, y en lugar de retraerse o condenarlas sin más, muchos clérigos juzgaron que se trataba de una oportunidad para que la Iglesia francesa pudiera también colaborar en la construcción de una sociedad más justa, libre e igualitaria. El título del libro no es “sacerdotes revolucionarios” sino “sacerdotes de la revolución francesa” y el subtítulo es “santos y renegados”. Como explica Byrnes, la mayoría favorecería el término “republicano”, es decir, tras la caída de l’Ancien régime, muchos curas y obispos deseaban volver a lanzar su misión cristiana dentro de una república (o al inicio, la monarquía constitucional). Vino nuevo, odres nuevos, pareció ser el lema de muchos. Los cambios exigían buscar nuevas maneras de llevar a cabo la misión de la Iglesia. Algunos de esos sacerdotes serían elegidos obispos y, en lugar de ver el episcopado como otro título nobiliario, abrazaron su ministerio como esencialmente sacerdotal y pastoral. Buena parte del clero francés de aquella década final del “siglo de las luces” abrazó su oportunidad inesperada de ser creativo en su ministerio.

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El interés de Byrnes es la conducta de estos “clérigos de la revolución” en cuanto sacerdotes, y el sacerdocio es la explicación primaria de su comportamiento, en uno u otro sentido. El número de casos que estudia es mínimo (dados los límites de un tomo) pero anuncia otros dos proyectos ya en marcha: un diccionario biográfico de 118 obispos constitucionales, y un repertorio similar (con la base de datos en la red de internet) de todos los sacerdotes que juraron la constitución. La selección necesaria es representativa de personalidades eclesiásticas que “o se rebelaron, o resignaron, o se retractaron, o se dedicaron por completo a un apostolado al mismo tiempo revolucionario y sacerdotal”. (Como ocurriría con la “teología de la liberación”, la reacción de la jerarquía eclesiástica, fue inmediata y dividida entre aprobación y reprobación, o aún condena. En mi opinión, esto sólo prueba que ningún movimiento humano es sencillamente diabólico o angélico, y cualquier situación siempre más compleja e interesante.) El drama en estos sacerdotes de la revolución viene en tres actos que son las tres secciones del libro tituladas: recepción y compromiso, supervivencia, y resurgimiento. Cada una lleva una introducción, un resumen de los capítulos, y una cronología. En la primera fase, entre 1789 y 1791, Byrnes sigue a dos sacerdotes, ambos “de personalidad fuerte y visible”: Emmanuel-Joseph Sieyès y Henri Grégoire. El primero “mínimamente sacerdote”, luchó para poner a la religión en paréntesis y así hacer posible una nueva era política; el segundo, buscó cómo reformar la religión con el mismo objetivo; cercanos a Grégoire, estaban otros dos sacerdotes revolucionarios de París, Claude Fauchet y Adrien Lamourette. No es difícil imaginar las dificultades de estos sacerdotes y obispos, que pensaban necesaria una reforma de la Iglesia tradicional que la dispusiera a su misión de manera más eficaz en las nuevas circunstancias. (A menudo leyendo el libro vienen a la cabeza las innumerables disputas y controversias, acusaciones y frustraciones, de otro momento clave de reforma eclesiástica, el Concilio Vaticano II.) Para la segunda fase, de supervivencia eclesial, entre 1791 y 1795, Byrnes ha escogido a dos obispos, Pierre Pontard y Pierre-Anastase Torné. En la Asamblea legislativa los obispos constitucionales se esforzaron por hacer la República aceptable a sus feligreses así como para destruir la influencia contraria de los eclesiásticos del antiguo régimen monárquico. Entre las reformas deseadas está la idea de que el sacerdote esté unido al pueblo como hombre de familia y que el lenguaje del culto sea el francés pues no tiene sentido orar en una lengua que ni el cura ni la gente entiende, como aseguraba el párroco de Salagnon (en Isère); la lengua litúrgica se convirtió en un desafío a la autenticidad. La cuestión de la ley del celibato clerical también reapareció con nueva fuerza en una edad de libertad y madurez política. Abrazar ideas y valores republicanos fue para estos sacerdotes y obispos una manera urgente de ser mejores pastores; por supuesto, negaban que hubiera contradicción entre el republicanismo y la enseñanza moral cristiana. Muchos párrocos renunciaron la religión tradicional, y algunos optaron por hacer de la philosophie su auténtica religión. Los sacerdotes que ha es-

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cogido Byrnes para esta sección son Yves-Marie Audrein y François Chabot, este último, notorio por abrazar la violencia revolucionaria en grado extremo, sería guillotinado el mismo día en que rodaron bajo la cuchilla las cabezas de Danton, Desmoulins, y otros famosos revolucionarios; de él escribe Byrnes que sería difícil encontrar en los anales de la revolución francesa “un ejemplo más extremado de corrupción eclesiástica y política”. Durante los años de la Convención entre treinta y cuarenta mil sacerdotes salieron de Francia. Byrnes se detiene en varios obispos, unos acomodaticios (Jean-Baptiste Pierre Saurine y Antoine-Hubert Wandenlaincourt) que también acabaron en la cárcel; y otros promotores de la Revolución (Jean-Baptiste Massieu y Léonard Gay-Vernon), este último seguro en su convicción de que republicanismo era cristianismo, y que el cristianismo era republicanismo, y la Iglesia siempre una “perfecta república”; Massieu abandonó su inocente apacibilidad para promover el Terror y en 1793 abandonó el oficio sacerdotal. Dos sacerdotes, renegados a ultranza y abrazando la violencia más brutal, se llevan todo un capítulo en esta sección del libro: Jacques Roux y Joseph Le Bon; los dos jóvenes idealistas en el seminario pero ya entonces portadores de una violencia subterránea y de personalidades destructivas que los arrastraron al nadir de la degeneración sacerdotal. La última sección trata del resurgimiento de la nueva Iglesia constitucional entre 1795 y 1802; “nueva” porque es sucesora de la que tuvo reconocimiento oficial del Estado entre 1791 y 1794. La catedral de Notre-Dame abrió de nuevo sus puertas en septiembre de 1795, y cuando los obispos se reunieron aspiraban a ser representantes de la Iglesia Católica en Francia en defensa de un catolicismo más puro que el de Roma que veían cargado de exageraciones. Deseaban ser leales sin tener que ceder al séquito papal. Ese mismo año, los obispos de la “nueva Iglesia francesa” redactaron dos cartas encíclicas, una en marzo y la otra en diciembre, en un esfuerzo de restauración de la vida católica en su país. En la primera contemplaban la devastación y el odio anticristiano de la Revolución, pero aseguraban que del caos revolucionario saldría una nueva esperanza. Era para ellos la hora de la resurrección, y con la libertad de religión, la misma Iglesia en Francia saldría de la tumba y regresaría a la pureza de la primera cristiandad. Del gobierno nacional republicano, los obispos esperaban justicia y protección, mientras que ellos ofrecían sumisión y lealtad patriótica a las autoridades civiles. Insistían en que la autoridad episcopal viene de Cristo, no del papa; y que los sacerdotes no son súbditos de los obispos sino sus “asociados”. Entre otras cosas, dijeron no al divorcio y sí al celibato; prohibieron aceptar dinero por ofrecer oraciones o el estipendio por la Misa; y fomentaron la sencillez en el culto y en la ornamentación de las iglesias. Con la segunda encíclica se preparaba el próximo concilio nacional y los obispos ponen mayor atención en el carácter republicano del cristianismo; el documento transpira una convicción de que tras la devastación sufrida por la Iglesia en Francia, vendría un nuevo florecimiento de la fe cristiana y de la Iglesia. “Republicanismo”, en este contexto, significa que la Iglesia es “entera-

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mente espiritual, basada en la revelación y tradición. Su carácter distintivo es la caridad. La obediencia que requiere está en conformidad con la razón.” Si la Iglesia es una “república cristiana”, el papel del pueblo es indispensable en la elección de los sacerdotes y obispos que les van a servir y gobernar. Los obispos anotan también la urgencia de un concilio ecuménico (en 1795 habían pasado más de dos siglos desde el Concilio de Trento), uno que subraye el objetivo de unidad cristiana, y en el que, por tanto, todas las iglesias cristianas puedan participar (la clarividencia es extraordinaria, si uno recuerda la historia del ecumenismo y el decreto famoso del Vaticano II). Esta segunda encíclica también ofrece una crítica del panorama religioso y cultual que resultó de la Revolución. No hace falta extenderse más para observar que, cualesquiera fueran las deficiencias de estos obispos franceses, como las de otros en cualquier época, muchas de las observaciones parecen del gusto y juicio más recientes entre muchos católicos, obispos, sacerdotes y laicos. El episcopado “constitucional” francés conocería maximalistas papales y extremistas republicanos, pero es notable, y no sólo un detalle curioso, que en el Concilio Nacional de 1797 se prohibiera la celebración simultánea de misas en varios altares cuando se celebraba la misa en el altar mayor; o el deseo de que los sacramentos se celebren en la lengua vernácula y así con una congregación atenta a la liturgia, asuntos que tendrán que esperar su debate y resolución ciento sesenta y seis años, hasta el Concilio Vaticano II. A finales del siglo XVIII, estos obispos franceses vieron cosas que juzgaron muy útiles para el futuro de la Iglesia en Francia, en una nación que había rechazado casi de repente el modus vivendi de siglos y se había declarado republicana; los prelados no parecen haber tenido problema con la aceptación de “la libertad, igualdad, fraternidad” (según algunos, la famosa expresión fue inventada por un sacerdote católico), así como “los derechos del hombre”, la libertad religiosa, el respeto a los judíos, la condena de la esclavitud, etc. Recogían sin duda alguna (o las tenían ya ellos mismos) ideas de su época, el siglo de las luces, y que, al menos en su juicio, de ninguna manera negaban la fe de Jesucristo o la misión de la Iglesia; al contrario. No vieron como algo vergonzoso que la Iglesia tuviera lecciones que aprender del mundo, o admitir que la luz de Cristo no es la única ni va contra la luz de la razón; y también que, a menudo, la tradición eclesial, o la misma institución eclesiástica, puede anquilosarse o encerrarse de tal manera en sí misma que acaba, casi sin notarlo, negando el espíritu evangélico en toda su plenitud y profundidad. Aunque la obra que hizo famoso a Alexis de Tocqueville es De la Démocratie en Amérique (1835-1841), el libro que él juzgaba más importante iba a ser una investigación sobre los orígenes y consecuencias de la Revolución francesa. Sólo terminó y publicó en 1856 la primera parte, L’Ancient régime et la révolution. Una de sus observaciones más importantes fue su insistencia de que la Revolución no fue un intento de destruir la fe o la religión católica en Francia. Para Tocqueville, la campaña contra todas las formas de religión, por

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brutal que fuera, en particular contra la Iglesia, fue algo incidental. La Iglesia en Francia fue perseguida aquellos años ante todo como “institución política”. Fue atacada, no porque no tuviera papel en el nuevo mundo democrático sino porque ocupaba el puesto más poderoso y privilegiado en el antiguo régimen (véase I, 2). Este genial observador y republicano francés estaba convencido de que “no hay nada en la fe cristiana o incluso en el catolicismo romano, que sea incompatible con la democracia y que, al contrario, parece más bien que un clima democrático es muy favorable al cristianismo”. 3. Las virtudes del abandono El libro de Charly Coleman obliga a repensar la noción de que el siglo de las luces en Francia sólo conoció una soberanía de la razón que libera al individuo para asentarse como la única luz tanto en lo individual como en lo social. “Abandono” aquí significa la actitud de renuncia del sí mismo a fuerzas o poderes superiores, como cuando uno se deja llevar por el sentimiento o como el “santo abandono” a la voluntad de Dios. Tanto Ilustración como Revolución connotan la idea del individuo en plena posesión de sí mismo, sujetas las riendas de todas sus facultades a una razón y libertad intransferibles, invencible, y solo determinante de su pensamiento y conducta. El libro de Coleman, profesor de historia en la Universidad de Columbia en Nueva York, llama la atención a la presencia de un fuerte sentimiento anti-individualista en la misma época, no sólo en los místicos heterodoxos sino también entre los pensadores materialistas del siglo XVIII, y en los revolucionarios de 1789 que no sólo proclamaban la grandeza de darlo todo por los ideales republicanos sino que estaban dispuestos al sacrificio patriótico de posesiones y aún de la vida con no menor intensidad y emoción que los mártires legendarios de la primera cristiandad. En lugar de la auto-posesión (razón y libertad) que es sello de iluminismo, estos grupos diversos proclamaban el ideal de “desposeerse de uno mismo”. El caso de Jeanne-Marie Guyon (1646-1717) es célebre, como es también conocida la controversia del quietismo de Molinos, condenado por la Iglesia Católica; una escuela de espiritualidad y vida que puede tener apoyo en algunas ideas de Agustín de Hipona, Lutero o Calvino, pero que llevado al extremo, como en el caso de Madame Guyon y otros, postula un anti-individualismo y abandono espiritual contrario a esenciales principios religiosos y morales, como la responsabilidad personal. Otro aspecto importante y relacionado que estudia Coleman es la revolución económica de la época, es decir, el consumismo y la relación de la persona con sus posesiones (propiedad material); como sabemos, con facilidad el sujeto en lugar de poseer cosas es a menudo des-poseído por ellas. Lo que estaba en juego, tanto en el quietismo del sacerdote español Miguel de Molinos (1628-1696) como en los “derechos de propiedad” era la relación de la persona con sus posesiones, fueran estas de tipo material o espiritual. Co-

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leman lo ve como un problema existencial. Para el místico español, la oración consiste en quietud, un no hacer nada, en espera de que Dios lo haga todo. Tanto los filósofos como la enseñanza católica defendieron una cultura de la propiedad de uno mismo, es decir, de la responsabilidad de cada ser humano por sí mismo y su conducta. Sin identidad personal y autonomía no hay humanidad; y se podría decir que el yo es la más básica e inmediata posesión sobre la que se añaden muchas otras (virtudes, oficios, objetos de consumo). Aunque la palabra “individualismo” tardaría en aparecer, la noción ya era de gran importancia, aunque no fuera universal ni se fuera imponiendo sin resistencia o ataque. Al contrario, la oposición incluyó a personas tan dispares como algunos de los más importantes prelados católicos, de los más conocidos filósofos, y de los más poderosos políticos. Aquí radica la originalidad de la investigación de Coleman, pues pone en evidencia una corriente de pensamiento anti-individualista que infiltró la teología, la filosofía, y la política desde los últimos años del reinado de Luis XIV hasta la Revolución de 1789. Se trataba de despojar al individuo “de su propiedad material, de su personalidad, y aún de su misma existencia como individuo”. Desposeerse a uno mismo y de manera radical era el objetivo de lo que Coleman llama una “trinidad perversa” pues el movimiento unía en su programa de acción a místicos radicales cristianos, a filósofos materialistas y a pensadores políticos. A pesar de obvias diferencias en fe religiosa, o en su ausencia, se trataba de despojar al ser humano y reducirlo a mero objeto de fuerzas totalitarias; se trataba de sacarlo fuera de sí mismo. Tuvo una primera fase religiosa, en donde esa fuerza exterior absoluta es el Dios de la devoción mística in extremis, y a pesar de la condena de Fénelon en 1699, este ideal de perfecto abandono espiritual nunca se extinguió (y persiste en ciertas devociones o movimientos tradicionales cristianos, a menudo en carismáticos y cristianos evangélicos); pero también en cierta concepción de la naturaleza defendida por la Ilustración, como en la obra de d’Holbach Système de la nature (1770), uno de los mejores ejemplos de esta influencia hacia un nuevo orden social basado más en una identidad colectiva que individual; y finalmente, en las fuerzas políticas de la Revolución. Diderot se apropió del lenguaje del quietismo en sus escritos filosóficos y de estética (el arrebato de un espectador, fuera de sí mismo, ante una pintura o escena) y apenas hace falta mencionar las ideas de Jean-Jacques Rousseau al respecto. La convergencia de una aspiración religiosa mística con otros movimientos políticos y económicos hace fascinante el detallado y bien informado análisis de Coleman, y su libro ayuda a una comprensión más amplia y profunda de la Ilustración y del siglo de las luces en Francia. 4. El siglo de las luces iluminado El libro de Vincenzo Ferrone sobre la Ilustración, que he leído en su reciente versión inglesa, es indispensable porque esclarece la confusión en que cayó la misma Ilustración al mezclarse o confundirse sus sucesivas interpre-

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taciones ideológicas o filosóficas, con menosprecio o ignorancia de su historia. Ferrone ilumina aquella edad que fue, como la llama, “el laboratorio de la edad moderna” y “el momento fundacional de la identidad moderna occidental”2. Elisabetta Tarantino, que ha hecho la traducción del original italiano, opta por la palabra “Centauro” para definir el monstruo que ha causado tal confusión. La recepción en la Iglesia Católica o en su magisterio tiene más que ver con esa confusión ideológica, que con los hechos de la historia. Este es, por tanto, el orden del libro de Ferrone. La primera parte del libro, el Centauro, examina a los “filósofos de la Ilustración”, los pensadores que interpretaron a su manera el siglo de las luces, entre otros, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Horkheimer, Adorno, y Foucault; termina con el Papa Benedicto XVI, que sirve para marcar el enfrentamiento católico con la Ilustración, pero que también abre un camino para resolver una cuestión que arrastra el magisterio eclesiástico desde entonces, y más aún, al identificar la revolución francesas como esencialmente efecto anticlerical de la Ilustración. Esta aparece como una categoría en la historia de la cultura occidental y el concepto radicalmente nuevo de “tiempo histórico”. Una “filosofía de la historia” que se opone a “la teología de la historia” (la que inició magistralmente san Agustín). El tiempo se ve con un dinamismo propio y nunca antes sospechado. Ahora son los seres humanos y las naciones las que planean el futuro y no los dioses ni el Dios de los cristianos. Entra así la idea del progreso, y la interpretación de la historia. La aclaración y recuperación de la historia del siglo de las luces se lleva la segunda parte del libro, en la que aparece como “la revolución cultural del antiguo régimen”. Estos capítulos son una magnífica defensa del conocimiento histórico, y estudiantes de historia (cualquiera que sea su especialidad) verán en ella, si lo necesitan, un elogio de la importancia de su oficio. Ferrone elogia a su propio maestro, Franco Venturi, un pionero en el estudio histórico de la Ilustración, y bajo cuya dirección hizo su doctorado. Precisamente, por la importancia que el tiempo y la historia reciben, el trabajo del historiador se hace necesario: es preciso tener los hechos claros, o de lo contrario, las ideologías se apoderan de la historia, la tergiversan, la usan y abusan para sus propios fines. La primera cuestión es el viejo paradigma que une la Ilustración a la Revolución, una falacia común, post hoc propter hoc, que presenta 1789 como efecto directo de las luces del siglo. Es como si uno dijera que los horrores de la Inquisición son efecto directo de la enseñanza evangélica. Las Luces secuestradas por el Terror revolucionario. Según Ferrone, las primeras dudas al respecto empezaron a emerger a primeros del siglo XIX en Francia. [Me atrevo a sugerir aunque no soy experto, que ya a finales del siglo XVIII, 2 La edición original, Lezioni illuministiche (Roma-Bari, 2010) fue la redacción de un curso de conferencias en el Collège de France en 2005 con el título, Lumières dans l’Europe d’Ancien Régime entre histoire et historiographie. Unos años después de esta publicación, Ferrone, que ya había impartido alguna conferencia sobre el tema, publicaba Lo strano illuminismo di Joseph Ratzinger. Chiesa, modernità e diritti dell’uomo (Laterza, 2013), libro que no he leído.

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algunos obispos católicos franceses supieron separar la oscuridad de la luz, la Revolución y el Terror revolucionario de aquella cultura nueva en París y otras grandes capitales europeas, y de que lo hicieron seguros del beneficio para la Iglesia y la vida cristiana en Francia como si se tratara de una luz que iluminaba también la misma Iglesia.] Algunas de “las luces” del siglo XVIII fueron reacción necesaria a la oscuridad horrífica y vergonzosa de las largas guerras de religión que asolaron Europa. La “tolerancia” religiosa, por ejemplo, se hizo necesaria por aquella crueldad; lo que tenía que haber sido siempre un valor evangélico no lo fue. En un mundo ideal, o al menos en una Iglesia ideal, el siglo XVIII hubiera sido también la edad en que la Iglesia Católica (y las otras iglesias de la Reforma) hubieran explorado sin temor el fenómeno de las luces, de la Ilustración europea, en lugar de condenarlo. ¿O fue sólo falta de perspicacia y finura de inteligencia? ¿O desconfianza de valores o enseñanzas, como la de los derechos humanos o la democracia, simplemente porque no venían de documentos eclesiásticos? La reacción inmediata a la declaración de “los derechos humanos” de 1789 fue la condena papal que así hacía imposible cualquier discusión. Ferrone dice que la Ilustración fue un fenómeno comparable al nuevo horizonte que abrió el cristianismo hace veinte siglos y a su formidable expansión y profunda influencia, comparable sólo a la manera en que el cristianismo rompió con el mundo pagano antiguo, o asimiló lo mejor de aquella cultura (como en san Agustín y su Ciudad de Dios). Ferrone ha hecho un favor distinguiendo y aclarando la verdadera historia, los hechos de la historia contra las ideologías o interpretaciones posteriores. Cita el Humanismo integral en donde Jacques Maritain escribió que “en el humanismo cristiano no hay lugar para los errores de Lutero y Voltaire, pero sí para Voltaire y Lutero porque a pesar de sus errores han contribuido en la historia de los hombres a ciertos avances”. No hay duda de que el Concilio Vaticano II entendió la importancia de algunas de aquellas luces modernas y se dejó iluminar por ellas sin traicionar por ello su fidelidad al Evangelio. Ferrone define la Ilustración como el humanismo de los modernos en el Ancient régime, y describe el significado esencial del humanismo ilustrado en una imagen de la humanidad “tan inesperada como realista y dolorosa”, junto a una “inevitable oscilación contradictoria entre la promesa de felicidad y la fatalidad del mal. Voltaire decía que “si el hombre fuese perfecto, sería Dios”. La Ilustración pudo incluir los revolucionarios de 1789 pero consistió antes que nada en la transformación de la cultura europea hacia una nueva civilización, enraizada en lo social y en la sociedad. Se trataba de crear “l’Europe raisonnable”, no pagana o griega o romana o cristiana sino razonable, en otra frase famosa que cita Ferrone. Los años cruciales, según este historiador, forman lo que llama la Ilustración tardía o “laboratorio de la modernidad”, entre 1776 y 1789, o sea entre la declaración de independencia en Filadelfia y la Revolución francesa. Ve en las propuestas de Benedicto XVI, por muy sofisticadas y complejas que sean, algo así como “una versión católica del Centauro”;

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un pontífice que “desmonta el universo de valores desarrollados por la cultura ilustrada del siglo XVIII, en una mezcla deliberada de historia, teología y filosofía, a costa de los derechos de la verdad histórica”. Con tal simplificación de la verdadera historia y herencia del siglo de las luces, sólo queda la opción entre “escepticismo y autoritarismo moral, entre Dios y la nada”. 5. La Iglesia El libro reciente de Walter Kasper sobre la Iglesia Católica, “esencia, realidad, misión”, atrajo mi atención, entre otras cosas, por la palabra “realidad” en el subtítulo3. La Iglesia es una institución humana y la contingencia de la historia no le es ajena. El teólogo alemán, obispo desde 1989 y cardenal desde 2001, y que algunos llaman “el teólogo favorito del Papa Francisco”, empieza su oferta eclesiológica con su propia experiencia: casi cuarenta páginas sobre su camino en y con la Iglesia, destacando su formación teológica en Tubinga, la importancia permanente del Concilio Vaticano II, sus años en Münster como obispo, su experiencia en el diálogo ecuménico (al que se refiere como “un lugar de construcción para la Iglesia del futuro”), en particular, el diálogo religioso con el judaísmo. Pero este prólogo personal no es el único gesto a la importancia de la historia; en otros momentos y temas del libro, Kasper acude a la historia, es decir, a la realidad de la institución y su desarrollo en el tiempo. Una teología de la Iglesia no puede olvidar la historia, como si hubiera descendido desde los cielos, preparada y terminada en todo detalle y especificación. La exposición sigue los temas clásicos en los tratados sobre la Iglesia pero manteniendo un interés contemporáneo, y siempre la importancia del Concilio Vaticano II. Kasper dedica el apartado más extenso a lo que considera el principio fundamental que debe guiar tanto la reflexión como la práctica eclesiástica: el principio de comunión y comunidad. Este libro tiene un lugar asegurado en cualquier curso sobre la Iglesia Católica, y como otros libros del mismo autor, merece la lectura atenta de estudiantes, seminaristas, predicadores, profesores y teólogos. Mi intención aquí es conjugar el pensamiento de Kasper sobre la Iglesia, y su énfasis en la realidad presente de la institución, con los otros temas de esta nota, en particular la transformación del siglo de las luces y la cultura moderna. Abrí el libro de Kasper después de leer los otros que ya he comentado, y esta lectura, junto con mi convicción de que es posible y deseable ser católico moderno sin menosprecio de ningún valor evangélico, ha hecho que algunos puntos hicieran eco particular. Mencionaré sólo algunos y lo haré en el orden de mi lectura, y no de su importancia. Escribiendo sobre la hermenéutica del Vaticano II, por ejemplo, Kasper resume los principios de interpretación con la expresión del Papa Benedicto XVI que hablaba de una “hermenéutica de con3 He leído la versión inglesa y las citas son traducción mía. La versión española fue traducida del original alemán por Miguel García-Baró: Iglesia Católica: esencia, realidad, misión, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2013.

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tinuidad y reforma”. Recuerda varios casos en los que se produjo un cambio considerable con la tradición de siglos, pero sólo para afirmar que no podemos hablar ciertamente de una “ruptura” sino más bien de “continuidad creativa en renovación” (p. 13), frase que parece evadir una verdad evidente: la Iglesia cambia, aunque el cambio (aunque sólo sea aceptar la lengua vernácula en la liturgia, como ya vieron necesario los obispos franceses a final del siglo XVIII), todavía suena a aceptar un error o a traición contra el designio divino eterno. Si uno lee el Syllabus de 1864 y la Gaudium et Spes de 1965, no cabe duda de que el cambio es considerable. O la condenación del ecumenismo en la encíclica Mortalium animos (1928) y el aplauso que recibe en Unitatis redintegratio como un movimiento impulsado por el Espíritu Santo. Decir que no ha habido cambio no tiene sentido. Este temor a reconocer un cambio, o un camino ya no válido, daña la misión de la Iglesia en el mundo moderno; quizá tiene que ver con un egocentrismo clerical o una obsesión. Para el sentido común, cambiar es natural, y en el mundo de la ciencia moderna reconocer un cambio o probar una hipótesis errónea o inexacta, son cosas que se aceptan como algo lógico y benéfico; es parte del mismo método. Esta reticencia por parte de la Iglesia a admitir que “cambia”, no sólo es irritante, sino que facilita una actitud de somnolencia intelectual y espiritual dentro de la misma Iglesia. Si nada cambia en la Iglesia, entonces, ¿qué importa una cosa u otra? Para una institución que se presenta desde sus inicios como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3:15), tal actitud es incomprensible y reprochable. En otra página, Kasper exclama que la renovación de la Iglesia “¡no es obra nuestra!” La referencia es a la “presencia” del Espíritu en la Iglesia. Los cristianos aceptamos la noción de que “sin Cristo, no hacemos nada”, como reconocemos que no se movería el pelotón en el Tour de Francia sin el Big Bang cósmico original; pero asegurárselo así, una y otra vez, a un ciclista sufriendo en la subida a un puerto de primera categoría en los Pirineos, no sería gran ayuda a sus sudores. Se trata, en buena lógica, de su etapa, su bicicleta, su entrenador, su equipo, sus pulmones, sus piernas; es él quien pedalea y sube la montaña. El cristiano no espera de rodillas a ver si el Espíritu viene pronto o le inspira alguna idea, sino, y casi al contrario, piensa, decide, y actúa, precisamente en la convicción de que el Espíritu de Dios ya se nos ha dado y cuenta con la inteligencia y buen sentido de todos los creyentes para la misión original de la Iglesia. Cualquier otra concepción es, además, peligrosa porque llevaría a interrogarse por esa supuesta ayuda “sobrenatural” en la historia. Era una pregunta de muchos católicos en la crisis del encubrimiento institucional del abuso sexual de niños: ¿dónde estaba el Espíritu Santo? No cabe duda de que a algunos ilustrados les enfurecía el recurso eclesiástico a verdades de fe como si fueran científicamente demostrables. Más que un ataque al cristianismo fue un ataque a cierta defensa de la fe como si se tratara de una verdad evidente, algo que nunca lo ha sido. Es fácil para el mismo teólogo olvidar que la teología es una invitación a la fe, no una prueba demostrativa o científica. La fe se expresa como una esperanza, teologal, por supuesto, pero nada más; y este lector agradece ver esta idea reflejada en muchos lugares del libro de Kasper. “No es posible,” escribe, “probar el cristianis-

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mo como la verdadera religión y la Iglesia Católica como la Iglesia verdadera” (p. 54). Esta sentencia hubiera sido condenada sin más en el siglo XVIII como “ilustrada” y contraria a la fe de siempre. Pero la fe humana o natural, y la fe cristiana también, por definición, no es conocimiento apodíctico, de ahí la necesaria humildad y apertura del cristiano. Esto tiene que ver con un problema en muchos cristianos, aún en nuestro tiempo: la convicción persistente de que Dios lo ha revelado todo, con detalle minucioso; cristianos que esperan una solución a cualquier tipo de problema personal o social o moral con una revelación particular divina, ya sea en un escrutinio y lectura anacrónica de la Sagrada Escritura (incluido el Antiguo Testamento), en inspiraciones del Espíritu o quizá en supuestas apariciones de la Virgen, o algún santo. Así como antes de Charles Darwin y otros, la imaginación cristiana ponía a Dios “diseñando” montañas, mares y monos, muchos cristianos todavía piensan en Dios “diseñando” todos los detalles de la Iglesia o de la vida cristiana. Persiste, y no sólo en los cristianos evangélicos, la idea de que toda palabra en la Escritura está ahí, con puntos y comas, por intervención de la sabiduría divina. Kasper, recuerda en este libro que la revelación divina es sencillamente la “revelación de sí mismo y la comunicación de Dios” (71), otro punto que se podría ver como “ilustrado”. ¿Quiso Jesús una iglesia? Kasper, contra el parecer común de muchos católicos, dice que “ni la predicación ni el ministerio público de Jesús habla explícitamente de la fundación de una iglesia”. Sin Jesús y la fe pascual, no cabe duda de que no habría Iglesia alguna, y así se puede decir que su origen está en Jesús; pero insistir o resolver cuestiones de hoy según un mandato explícito y directo de Jesús no tiene sentido. “Jesús no quiso fundar una comunidad aparte de Israel” (87), escribe, proposición hoy aceptada por la mejor exégesis. Los apóstoles reciben ese título sólo tras el brote original de fe en la resurrección y ascensión del Señor. “La eclesiología resulta de la dinámica de una escatología inminente” (90). Me agradó ver la cita de los Hechos de los Apóstoles (15, 28), pues no es una anécdota piadosa sino una afirmación esencial de la naturaleza, realidad y misión de la Iglesia, los cambios incluidos: “...pues ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros”. Aquí la señal del Espíritu es precisamente la unidad de aquella primera comunidad tras un escándalo, controversia y discusión dentro de ella y entre discípulos. La aprobación y el decreto obtuvieron el resultado de la mayoría suficiente, para presentar la conclusión de lo que puede considerarse el primer concilio o asamblea eclesiástica. Los discípulos son presentados tomando decisiones importantes, seguros en su misión y en su responsabilidad, acaso recordando la gran parábola de los talentos: no vale esconder el talento ni por miedo a equivocarse. “Los cristianos son heraldos de la verdadera Ilustración”, escribe Kasper en otro lugar (103), frase que supone la Ilustración del siglo XVIII, falsa, temeraria, o mera blasfemia. Poco después, dice que la Iglesia se guía “por el orden de cosas dado por Dios” (105). La frase siempre me resulta vaga, porque el Dios de los cristianos no parece empeñado en un gobierno que controla todo detalle a toda hora y lugar. Al contrario, es un Dios generoso y liberal, que tiene fe en la humanidad que ha creado, y se confía a ella, aunque en muchos casos parezca perder su inversión entera.

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Escribiendo sobre la naturaleza de la Iglesia como pueblo de Dios, Kasper recuerda la idea de Tomás de Aquino, de que Jesucristo no es solamente la cabeza de la Iglesia, sino caput omnium hominum, la cabeza de la humanidad. El Concilio, escribe, “rompió y abrió la estrechez de miras de la contrarreforma”. Insiste en la necesidad de liberarse de un “falso eclesiocentrismo”, un “gran auto-engaño”. La gente “busca a Dios, no a nosotros”, asegura el cardenal alemán. Reconoce el “triunfalismo” de algunas épocas en la historia de la Iglesia, en particular durante la Reforma protestante y luego en su actitud contra la Ilustración (estas discrepancias en el juicio sobre las luces del siglo XVIII muestran la fuerza que todavía tiene el Centauro criticado por Vincenzo Ferrone). Escribiendo sobre la nota de “santidad”, asegura que el pecado en la Iglesia “puede causar cismas, como ha causado el ateísmo moderno” (170). “El magisterio eclesiástico corre el peligro de hacerse auto-referente, de citarse sólo a sí mismo y de desarrollar una teología meramente magisterial” (191). Entiende la Tradición como un proceso vivo que admite “clarificaciones y progreso”; es antes que nada “un proceso vivo e histórico de conversación” (193). Y sobre los laicos y el Concilio Vaticano II, dice que “en la presente crisis es absolutamente vital para la Iglesia que el ministerio oficial escuche al testimonio de los laicos y lo tome en serio” (211). El ensayo de Newman “Sobre la consulta a los fieles en cuestiones doctrinales” (1859) tiene más de ciento cincuenta años, pero Kasper no tiene más remedio que reconocer la tendencia misógina y la discriminación contra las mujeres en la Iglesia de hoy. Con respecto al clero, una frase llamó mi atención en particular. Al escribir sobre la causa de la crisis de identidad sacerdotal tras el Vaticano II, Kasper dice que la enseñanza conciliar “significaba despedirse del trato de ‘reverendo’ y suponía una nueva comprensión del sacerdote como hermano entre hermanos”, de modo que “estos dos desarrollos llevaron de hecho a muchos sacerdotes a la incertidumbre, y a una crisis de identidad” (233). Lo del título de “reverendo”, o de su eliminación, como causa de la crisis sacerdotal, parece una broma (pero no lo es y, si es cierto, es el escándalo de lo ridículo, como si un ejército profesional entrara en crisis porque eliminan el título de “sargento”), pero la segunda razón de la crisis me recordó aquellos sacerdotes franceses a final del siglo XVIII, que vieron la urgencia de una reforma eclesiástica contra un clericalismo contrario al Evangelio, deseando que el sacerdote fuera un hermano entre hermanos, para el servicio de todos en la comunidad; y el mismo deseo de servicio llevó a muchos de ellos a la figura del curée como un hombre de familia, y un cambio en la ley del celibato. Kasper no entra a fondo en esta cuestión (aunque su crisis en la Iglesia es innegable), y concluye con brusquedad que su permanente discusión es “dañina y contraproducente” (237). Sin embargo, la “realidad” es otra. Muy pronto, la inmensa mayoría de fieles no será atendida por sacerdotes, el celibato sigue siendo el obstáculo número uno, y no sólo en el mundo occidental. En los últimos cincuenta años, setecientos cincuenta mil sacerdotes han dejado el sacerdocio, y aunque sólo la Santa Sede tendrá estadísticas, es probable que la causa más importante sea el celibato obligatorio. Por ahora, el Papa Francisco se ha limitado a decir que el celibato es una ley humana y nada más. Y sobre la ordenación de

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mujeres, Kasper afirma el carácter definitivo de la enseñanza de la Iglesia. Pero, ¿no es esto ignorar la realidad? Su libro es tan abierto y crítico en tantas otras cuestiones, que yo esperaba una discusión iluminadora de la cuestión, o al menos un argumento sólido en contra, pero se limita a repetir que no cabe la discusión, una postura nada “ilustrada”4. Una exposición respetuosa de otras opiniones en la Iglesia hubiera sido iluminativa. La necesidad del diálogo fue una de las grandes resoluciones del Concilio Vaticano II, como algo que nunca es dañino o contraproducente, al contrario. La nueva valoración del matrimonio como camino de santidad, no menos digno o exigente que el celibato, es una razón, entre otras, para una nueva consideración de la ley eclesiástica. La escasez de sacerdotes con el cierre incesante de parroquias, haciendo más difícil la celebración de la eucaristía, por no decir nada de la evangelización y los sacramentos, y falta de asistencia pastoral no son las únicas razones que soportan la preferencia del celibato opcional. Para muchos católicos, valorar el celibato como signo superior de entrega total y devoción, les parece raro, porque la misma Iglesia enseña que la sexualidad del matrimonio y la dedicación familiar no son una santidad de segundo rango. El libro concluye con un capítulo titulado, “¿Adónde va la Iglesia?” Un libro sobre Iglesia Católica que incluye su “realidad”, no puede ser nunca triunfalista, y Kasper dice que nadie sabe qué va a pasar con ella, el futuro es siempre impredecible. Observa una crisis de fe y también un “oscurecimiento de Dios”. La dinámica conciliar parece aflojada, como perdida en buena parte; y frente a la situación de “parálisis y estancamiento”, Kasper habla de “un nuevo punto de partida” (332), de valentía cristiana y del signo de la Cruz, que siempre será obstáculo, scandalum, para el mundo. La cuestión es la misma identidad de la Iglesia como “signo escatológico” y si así es, no hay más remedio que sea “signo de contradicción”. Por consiguiente, “la Iglesia del futuro no puede hacer otra cosa sino permanecer bajo el signo de la Cruz” (335). Claro que el signo de la Cruz es el triunfo del cristiano, o sea que no ofrece mucha luz al respecto del futuro de la Iglesia. Después, aceptando la situación de bancarrota eclesiástica, aunque al parecer excusados de alguna manera como irremediables bajo del signo y escándalo de la Cruz, se pregunta Kasper: “¿Qué hacer?” (como el título del famoso panfleto político de Lenin publicado en 1902) ¿Qué tenemos que hacer?, se pregunta para toda la Iglesia. Debemos encontrar un punto de partida “más profundo, no más liberal, sino más radical”, y respetar tres prioridades. En 4 En un programa de la cadena CBS en Estados Unidos, en noviembre de 2014, una periodista preguntaba al arzobispo de Boston por qué la Iglesia no aceptaba que las mujeres fuesen ordenadas al sacerdocio; la respuesta del prelado fue instantánea: Jesús sólo escogió hombres para ser apóstoles. Cuando poco después, volvió la periodista a la misma cuestión, señalando que esa negativa es para muchas personas era algo inmoral en el mundo moderno, el arzobispo le aseguró que si él estuviera empezando hoy una iglesia le encantaría tener mujeres sacerdotes. Uno supone que tal iglesia sería la misma en la que este prelado ha trabajado su vida entera. Su respuesta parece una excusa: “Por mi parte, encantado de tener mujeres sacerdotes, pero no me eche a mí la culpa, sino a Jesús que es el Fundador”.

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primer lugar, el mensaje de Dios no es un mensaje de temor; tenemos que ser libres para amar sin temor: “Necesitamos nueva alegría en Dios y un entusiasmo nuevo por Dios” (337); en segundo lugar, “debemos partir una vez más desde Jesucristo” y considerar las bienaventuranzas como “la verdadera revolución” (337); y en tercer lugar, no dudar que Jesucristo vive y continúa su trabajo a través del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo. La Iglesia es “un acontecimiento nuevo en el Espíritu Santo, una y otra vez”. El beneficio de este libro del Cardenal Kasper, escrito con claridad y erudición, y siempre accesible a un público interesado, está en su inteligente exploración de los temas clásicos del tratado De Ecclesia en el contexto de la Iglesia histórica y la realidad del presente; a la que añade en el capítulo más extenso la idea central de comunión, comunidad, y ecumenismo, siempre recurriendo al gran Concilio Vaticano II como esencial para la vida cristiana y la teología del siglo XXI. Por haber hecho mi lectura con la memoria reciente y el contexto de los otros cuatro libros en esta nota sobre la transformación de la cultura moderna en el siglo de las luces, en muchos momentos he esperado que este teólogo, a quien siempre he admirado, hubiera ido un poco más allá en la respuesta a su pregunta conclusiva, ¿qué tenemos que hacer? O tal vez, ¿qué quiere decir eso de “un punto de partida más radical” como solución a los problemas y dificultades en la Iglesia de hoy? Hay una expresión idiomática en lengua inglesa (the elephant in the room) que apunta a ignorar algo que es obvio, que es imposible no ver, “el elefante en el cuarto”. En un contexto teológico a menudo cambio de animal y hablo de “el Dinosaurio en la Iglesia”. No hay duda de que los cristianos o los católicos siempre podemos ser más dedicados, más devotos, más virtuosos, más heroicos, más santos (!); por supuesto que una reforma de la Curia romana tendría alguna repercusión para bien de todos o el orden en las finanzas del Vaticano, y un letanía de otros asuntos. Ninguno de ellos, sin embargo, me parece a mí que es “el dinosaurio en la Iglesia”. El radicalismo que, según Kasper, podría resolver la crisis eclesiástica en el mundo moderno, no consiste sólo en una más auténtica conducta cristiana o en eso de “si fuéramos todos santos”; la gente de hoy, cristianos o no, probablemente no son ni mejores ni peores que hace cien o dos cientos años o quinientos años. No, en mi opinión, no se trata de ser o no ser radicales en la práctica cristiana. Ese es precisamente el problema, porque no lo somos. No se trata tanto de ser radical como de volver a la raíz, al misterio pascual. El magisterio de la Iglesia tiene que valerse de la mejor sabiduría teológica de hoy, de hecho una teología iluminadora, sí, una teología ilustrada, enlightened, porque los aciertos del siglo de las luces superan sus posibles y demostrados “errores”, una teología que pueda ofrecer una lectura “radical e iluminada” del misterio central cristiano: la encarnación y resurrección gloriosa de Jesús de Nazaret. Álvaro DE SILVA

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