Iglesia y democracia

September 4, 2017 | Autor: E. Silva Arévalo | Categoría: Democracia, Iglesia
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Descripción

Eduardo Silva, S.J. y Jorge Costadoat, SJ.

En el último tiempo en Chile se han sucedido los conflictos entre las autoridades ciuiles y las eclesiásticas. La legitimidad o ilegitimidad de las interuenciones políticas de la Iglesia tienen que ver directamente con la manera de entender la democracia chilena. En este articulo se distinguen tres modos de concebir esta democracia, subyacentes a las posturas polémicas. Ellos hacen de marco de comprensión y de j u i cio de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

ay un modo de entender lus relaciones Iglesia-sociedad en términos muy similares a como ocurría en la cristiandad. Lo que hoy nos preocupa es que, en perspectiva de cristiandad, se atribuya a una casta sacerdotal el derecho de hacer prevalecer sus convicciones teológico antropológicas en el plano de la legalidad, sin necesidad de mostrar su racionalidad. La mentalidad teocrática no termina de aceptar que las relaciones entre las instituciones eclesial y política han cambiado irreversiblemente después de la Revolución Francesa. En la cristiandad se ha dado por supuesto que la Iglesia y la sociedad forman una unidad "teologal" indisoluble, sostenida por un poder divino que apuntala a la Iglesia y al poder político mediante una colaboración recíproca: la jerarquía religiosa otorga al poder político la "unción" que lo provee de sacralidad y la Iglesia pide al poder político la "sanción" del brazo secular contra

herejes y cismáticos. Esta unidad de Iglesia y sociedad supuso y expresó la idea de una unidad de fe incluso después de la Reforma que dividió a católicos y protestantes. Ambos siguieron pensando que no había lugar en un mismo espacio político para una pluralidad de confesiones, pues debía cumplirse la fórmula: "una fe. una ley, un rey". Por estas razones, quienes hoy todavía comparten esta mentalidad aunque parezcan aceptar la instrumentalidad democrática, no se acostumbran a un poder político desacralizado y a un poder eclesial impotente para imponer la verdad1. En el fondo de este modo de concebir la democracia opera una determinada concepción de la verdad. Si desde el Renacimiento hemos tomado conciencia del carácter pluri-dimensional de la verdad —pluralidad que no impide la búsqueda de la unidad ni el deber de pensar la totalidad—, la mentalidad teocrática, en cambio, cae fácilmente en la tentación de unificar la verdad de una manera anticipada, monopolizadora y violenta. Sin solución de continuidad se pasa de la autoridad del Verbo de Dios a la predicación de enseñanzas muy concretas atingentes a la religiosidad, a la sociedad, a la sexualidad e incluso a la astronomía, recapitulándose la verdad en una doctrina y una civilización que se postulan perennes. El mismo cristianismo, sin embargo, conoce concepciones mejores de la verdad. En contra de esta "síntesis clerical de la verdad"2, es necesario afirmar el carácter histórico y escatológicu de esta: la verdad de la realidad manifestada en Crislo sólo aparecerá en todas sus dimensiones al final de la historia. Si se trata de ser precisos, no poseemos la verdad, "esperamos estar en la verdad". La verdad que esperamos evita tanto el escepticismo que renuncia a su búsqueda como el fanatismo que cree poseerla prematuramente. Esta concepción teocrática se verifica hoy en un lenguaje que supone que todos son considerados "cristianos" o que todos "deberían serlo". En tal sociedad, la Iglesia no tiene ninguna obligación de expresarse en un idioma inteligible para los que "no son" o "no quieren ser cristianos". Por esto, en la actualidad resulta irritante que algunas autoridades eclesiás-

ticas hagan valer directamente sus con- palabras de Jesús o del Papa vicciones antropológicas en el plano de no son vinculantes. En este la legalidad, como si de ellas se deduje- plano los argumentos de ausen automáticamente "recetas", sin tra- toridad no operan "a la bueducirlas a un lenguaje común, inteligible na", sino "a la mala": son para los "otros", ni reparando en que mu- usados o se percibe que chos cristianos tampoco las entienden. son usados como "poderes" a los que hay que soA muchos se les hace odioso sopormeterse. No extrañe en tar que no se les expliquen las cosas con consecuencia que si el una argumentación racional sino con "argumentos de autoridad". Los "argumen- poder invocado es Dios tos de autoridad" funcionan más o me- o el Papa, uno y otro nos así: "No se puede admitir el divorcio acaben desprestigiánporque Jesús rechazó el divorcio"; "no se puede estéril i/ar a una muLa mentalidad jer porque el teocrática, en cambio, tde fácilmente en la Papa no quiere tentación de unificar la oír hablar del uerdad de una manera tema"; "el aboranticipada, monopolizadura y uiult'iild. to es contrario al derecho natural"1 . En la sociedad humana los "argumentos de autoridad" son muy comunes y muy necesarios: tantas veces nos dejamos convencer por la opinión de otro que confiamos que no nos podría engañar. El niño es "forzado" a creer a sus padres en una serie de materias que él desconoce por completo. Pero nadie llega a ser adulto sino por su actuación en conciencia, de acuerdo a una argumentación honesta, informada y propia. Invocar argumentos de autoridad para convencer a personas que no están dispuestas a ser tratadas como niños o ignorantes, es explosivo. Peor aun si esas autoridades no son reconocidas por todos: para los que no son cristianos ni católicos, las

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Cf. Paul Ricoeur, "Tolérance, intolérance, intolerable", en Lecturas 7. Autour du poíilique, Seuil, Paris, 1991, Cf. Paul Ricoeur "Vérité et mensoge", en Histoire el vérité, Seuil, Paris, 1 955. Pora una correcta invocación de la Ley Natura!, cf. Tomas Scherz "Ley natural y estoicismo", Persona y Sociedad, rf 3, Vol XV (diciembre 2001) 269 275.

dosc. En última instancia, la invocación teocrática de Dios supone que Dios es una divinidad más "poderosa" que "amorosa"; un Ser trascendente con la capacidad de intervenir en la historia humana con correctivos naturales o eclesiásticos, ahorrándonos el difícil pero hermoso camino de la libertad, de la conciencia, de la prueba y el error. En conclusión, si la sociedad se siente agredida por la argumentación teocrática y fundamentalista. es porque esta ar-

Una comunidad o un poder político desacralizados, sin la unción de lo religioso, que favorece la diversidad y promueve el pluralismo y la tolerancia, no están condenados a la mera abstención, incapaces de prohibir y de exigir. Esta abstención, esta asepsia, esta "neutralidad" respecto de las convicciones se justifica a menudo en nombre de un "Estado laico"4. Convendría mejor hablar de "Estado de derecho". Pues bien, en este, la idea de tolerancia con sus exigencias

reducido a los procesos de modernización, al mero funcionamiento procedimental de mecanismos formales, a lo que nosotros identificamos como un modo neutral de concebir la democracia. En el caso de esta democracia, se supone que hay un orden de cosas abstracto umversalmente válido y universalmente importable, que toda sociedad debe alcanzar. La mentalidad que aquí apremia nos pide confianza ciega en el credo liberal en el ámbito de las relacio-

Resulta irritante que algunas autoridades eclesiásticas hagan ualer directamente sus conuicciones antropológicas en el plano de la legalidad, como si de ellas se dedujesen automáticamente "recetas", sin traducirlas a un lenguaje común, inteligible para los "otros", ni reparando en que muchos cristianos tampoco las entienden.

gumentación efectivamente la agrede. MODO "NEUTRAL"

Late en la mente de otros el extraño concepto de un sistema democrático aséptico, fruto exclusivo de una forma de racionalidad ajena a las convicciones e intereses en conflicto de grupos e individuos, ajeno a la historia y la cultura de un pueblo y, con mayor razón, reactivo a las argumentaciones teológicas, a las enseñanzas de las iglesias y a las convicciones religiosas. Muchas veces se arguye una neutralidad del Estado en nombre de la tolerancia. Miradas de cerca las cosas, sin embargo, advertimos que esta conquista preciosa de las sociedades occidentales a menudo se presta a confusión o se la considera a la ligera: admitir lo diferente y abstenerse de prohibirlo, en las sociedades democráticas, tiene un límite frente a lo intolerable. El grito que reclama "esto es francamente intolerable", "¡esto es injusto!", prueba hasta qué punto la tolerancia de estas sociedades no puede prescindir de las convicciones éticas, muchas de las cuales se expresan en los códigos jurídicos que castigan lo que no se puede soportar.

de abstención y de libertad (libertad de expresión, de reunión, de culto, de enseñanza), se vincula necesariamente a la idea de justicia. Es esta noción de justicia, la idea de una igualdad fundamental de todos ante la ley, la que garantiza la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Mas aun si, como sostiene Rawls, en el "Estado derecho" debiera operar un segundo principio de justicia de acuerdo con el cual, dada la ¡neqiiidad de las comunidades históricas, al poder político corresponde velar porque, en la distribución de las ventajas y desventajas, el grupo más débil sea el menos perjudicado posible5. Para que una discriminación positiva en favor de este grupo resulte, se requiere que el Estado no quiera proclamarse neutro, sino justo. Un Estado justo es un Estado guiado por convicciones éticas. Tales convicciones incluyen ciertamente normas, obligaciones y prohibiciones de carácter universal. Pero son fruto sobre todo de lo que una comunidad histórica, concreta y política, estima como bueno, como deseable y como una opción alcanzable. Sin convicciones, sin este "deseo de una vida buena, con y para los otros en instituciones justas' rt \ hasta el propio ideal emancipatorio de la modernidad queda

nes humanas o en el área de los avances de la ciencia, simplemente porque cualquier progreso parece más racional o porque conviene "a priori" sacarse de encima las aprensiones de la mentalidad tradicional. Inadvertidamente se nos pide que creamos que el orden aquel no es propio de una cultura particular, la del Occidente desarrollado, sino uno igualmente válido para todos. Y se "apuesta", con la misma seriedad de los credos religiosos, por que esc orden universal, y a menudo meramente procedimental, hará más feliz a la humanidad. Pero se apuesta "con los pantalones rotos". De espaldas al ethos y al pathos de un pueblo concreto, las regulaciones formales no ayudan, asfixian. El mundo multicultural, en realidad, nos desafía a anicular lo que nos parecen valores universales de la humanidad con las valoraciones peculiares de nuestra propia cultura. Nada hay más grave, por esto, que la funcionalidad ideológica de aquel argu*

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Una denominación de la que conviene prescindir, pues está demasiado ligada a la polémica histórica entre una cultura laica, no religiosa y agnóstico, y una cultura religiosa fundamentalmente católica. Cf. John Rawls, A Theory ofjustice, 1971.

mentó. A saber, que la invocación de una "democracia neutral" sea, de hecho, una "apuesta" a favor de intereses particulares no confesados. Ante

el funcionamiento de la ideología, la alerta debe ser máxima. No es posible creer que haya un orden racional que pudiera no ser vehículo, instrumento y medio de intereses personales, históricos y culturales, honestos y deshonestos. Ni lo ha habido ni lo habrá. Es por esto que rechazamos la neutralidad que opera como estrategia, como ardid para empujar a la Iglesia al ámbito de la devoción privada, cuando su defensa de la dignidad humana o sus pronunciamientos sobre las cuestiones éticas estorban. Cabe, en conclusión, preguntarse: ¿qué es hoy realmente la democracia?7 . Se trata de un medio principal de la racionalidad humana sin el cual difícilmente se alcanzan fines como la libertad y la justicia. Pero, en la práctica, urge saber: ¿es un medio de quién? ¿a quien le pertenece? ¿quién lo usa? ¿A qué intereses reales eslá sirviendo la democracia en todas sus instancias? Hoy es demasiado grave pasar por alto que, para los que concentran brutalmente las riquezas del planeta, la democracia formal es, entre "otros" medios, un instrumento sofisticado para conseguir lo que quieren. Enfin,si la mentalidad teocrática juega con "comodines", esta otra no pone todas las cartas sobre la mesa. Si la primera es abiertamente intolerante, la segunda lo es a escondidas. MODO "PLURALISTA"

Una tercera posibilidad de concebir la democracia se caracteriza por el pluralismo. No tenemos dudas de que esta es la opción del Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 73-76). Estamos ciertos de que esta es la ¡dea de democracia que guía a la Conferencia Episcopal chilena desde entonces y que anima en lo profundo su relación con la sociedad en Cf P Ricoeur, Soi-méme comrne un outre, Poris, Seuil, 1990. Cf. José Saramago "Este mundo de lo injusticia global¡zada\ en Le Monde

Diplomatique, marzo 2002.

Rechazamos la neutralidad que opera como estrategia, como ardid para empujar a la Iglesia al ámbito de la deuoción priuada, cuando su defensa de la dignidad humana o sus pronunciamientos sobre las cuestiones éticas estorban.

términos de diálogo en vez que de condena. A saber, la noción de un orden social y, en sentido restringido, un régimen legal que otorga a cualquier agrupación ciudadana o persona los mecanismos para luchar por sus convicciones e intereses particulares y por el bien común, con la sola obligación de hacerlo mediante una fundamentación lo suficientemente rncional como para que todos puedan entenderla y, en el mismo plano, refutarla. En este caso, la democracia pierde su abstracción en favor de la cultura concreta de un pueblo y de las tensiones típicas de su pluralidad. Nos referimos a ese Estado de derecho descrito más arriba que verifica esta forma de democracia en cuanto procura ser justo antes que neutro. Analicemos sus implicancias. En primer lugar, nos topamos con una utopía que no se identifica sin más con un orden racional como el anterior, pues no existe a priorí, sino que es necesario inventarlo para el caso concreto de que se trata. Esta utopía regula la obligación ele encontrar el modo de "vivir juntos" unos y otros. Una utopía así cumple una función heurística: ella orienta la búsqueda de un orden social concreto e irrepetible que asegure la justicia y la paz. Al efecto, se requiere de un lenguaje racional en el siguiente sentido: un lenguaje que permita comunicar las propias

convicciones e intereses a aquellos que, sin embargo, no las comparten;

y. por lo mismo, un lenguaje que permita a "los otros" refutar las convicciones e intereses no compartidos en términos inteligibles a los que los sostienen. Que tal lenguaje sea "racional" no significa que sea "neutral". Lo racional examina críticamente las convicciones en juego, pero no impide que estas formen parte suya. Intereses, creencias, valores, prejuicios no son simples obstáculos para la comprensión que el hombre necesita de sí mismo y del mundo, sino condiciones de su posibilidad. Dicha comprensión no se alcanza separando la razón de las diversas tradiciones históricas, descalificando anticipada e injustamente los reclamos culturales y religiosos, sino articulando la razón y el contexto, la crítica y las convicciones de un pueblo. Hoy por hoy no hay debate que pueda eludir la necesidad de fundamentación en un lenguaje científico y técnico. Los problemas son de una complejidad mayor. Pero tampoco este lenguaje está exento del sello antropológico y cultural de los que lo generan. Sólo sirve integrado y corregido en c\ lenguaje social que efectivamente permite el entendimiento entre diversos. HLiena parte de aquella utopía y de este lenguaje se verifica en un orden legal. Buena parte y no todo, porque el orden social no es reductible a la legalidad. La vida de una sociedad, el pluralismo democrático mismo, se expresa en muchas otras dimensiones, entre ellas la ética, la que. aunque establece relaciones con la legalidad, no puede ser absorbida por ésta sin que menoscabe la vida humana. El orden legal de una democracia pluralista, por su parle, es aquel que mediatiza de un modo racional la expresión de las convicciones e intereses de grupos y personas, creando también vías racionales de resolución de los conflictos. Donde esto es posible nadie se escandaliza de personas y agrupaciones que luchan por sus convicciones e intereses. aunque sean muy discutibles. En democracia lo que verdaderamente merece escándalo e intolerancia es la injusticia y el abuso del poder.E

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