“Identidad personal y el concepto de persona”, en las actas del XV Congrés Valencià de Filosofia, Valencia, 2004. ISBN: 84-7274-270-9.

July 19, 2017 | Autor: J. Benito Vicente | Categoría: Personhood, Defining Personhood, Personal Identity, Animalism, Derek Parfit
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Descripción

XV CONGRÉS VALENCIÀ DE

FILOSOFIA “JOSEP L. BLASCO in memoriam” València, Facultat de Filosofia i Ciències de l’Educació 1, 2 i 3 d’abril de 2004

ORGANITZA:

Societat de Filosofia del País Valencià

VA L È N C I A 2004

Aquestes Actes han estat possibles gràcies a l’ajut rebut de BANCAIXA

Societat de Filosofia del País Valencià

SOCIETAT DE FILOSOFIA DEL PAÍS VALENCIÀ JUNTA DIRECTIVA Enric Casaban (president), Vicent Martínez (vicepresident), Vicent Baggetto (secretari), Pascual Casañ (tresorer), Antoni Defez (vicesecretari), Vicente Domingo García (vicesecretari); els vocals són: Jesús Alcolea, Amador Antón, Mª Teresa Beguiristain, Rafael Beneyto, Salvador Cabedo, Neus Campillo, Jesús Conill, Adela Cortina, Román de la Calle, Carmen Ferreté, Joan Gaspar, Vicent Gozàlvez, Tobies Grimaltos, Javier Méndez-Vigo, Amparo Muñoz, Jesús Pardo, Marta Pedrajas, Fernando Pérez, Antoni Pomares, Eduardo Ranch, José Manuel Ros, Lluís Sánchez, Vicente Sanfélix, Sergio Sevilla, Xavier Sierra

Editor

Enric Casaban Moya Societat de Filosofia del País Valencià

ISBN: 84-7274-270-9 Dipòsit legal: V. 178 - 2005 Arts Gràfiques Soler, S. L. L’Olivereta, 28 - 46018 València

IDENTIDAD PERSONAL Y EL CONCEPTO DE PERSONA

José Óscar Benito Vicente

Abstract: It would hardly be an exaggeration to say that the problem of personal identity over time has been one of the most debated subjects in contemporary Anglo-American philosophy. This one has been conceived broadly as the problem of how to specify a set of necessary and sufficient conditions under which distinct temporally indexed “person-stages” are determined as co-personal. Paradoxically, the attention paid to the problem of personal identity has not been accompanied with a similar interest in the concept of a person, and this neglect has concealed its progressive devaluation and misappropriation. In this paper, I claim that the concept of a person cannot be reduced to the concept of a “subject”, or a “human animal”, because it includes biological, cultural, normative and practical features. Moreover, I propose a set of requirements that should be fulfilled by an individual for being considered as a person. Finally, I point out the importance of facing jointly the problems of personal identity and the concept of a person. Key words: Personal Identity, Person, Parfit, Animalism.

–¿Puede saberse quién eres tú? –preguntó la Oruga. –La verdad, señora, es que en estos momentos no estoy muy segura de quién soy. El caso es que sé muy bien quién era esta mañana, cuando me levanté, pero desde entonces he debido sufrir varias transformaciones. Alicia en el País de las Maravillas

“LO que los filósofos han terminado finalmente por aceptar como un análisis del concepto de persona, no es, en realidad, un análisis de ese concepto en absoluto”: con esta polémica afirmación iniciaba Harry Frankfurt su artículo “Freedom of the will and the concept of a person”. 1 Este artículo, publicado a principios de los 70, denunciaba lo que, a juicio de Frankfurt, se había convertido en un error recurrente en los análisis que de la identidad personal se venían haciendo en el seno de la filosofía analítica: la inadecuada caracterización del concepto de persona. Para Strawson, por ejemplo, el concepto de persona era “el concepto de un tipo de entidad tal que, tanto predicados que adscriben estados de conciencia como predicados que adscriben características corpóreas, una situación física, etc., le son igualmente aplicables a un solo individuo de este tipo único”. 2 Ayer, por su parte, consideraba que “es caracterís1 H. Frankfurt, “Freedom of the will and the concept of a person”, incluido en su The importance of what we care about, Cambridge University Press, 1988; pág. 11. 2 P.F. Strawson, Individuals, Methuen, Londres, 1959; págs. 101-102. [Hay traducción en castellano: Individuos, Taurus, Madrid, 1989; pág. 104.]

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tico de las personas, en este aspecto, el que además de poseer diversas propiedades físicas, incluida la de ocupar una serie continua de posiciones en el espacio en el transcurso de un periodo dado de tiempo, poseen diversas formas de conciencia”. 3 Para Frankfurt, autores como Ayer y Strawson incurrían en un error tan obvio como incomprensible: dado que los seres humanos no son los únicos individuos a los que podemos adscribir predicados tanto físicos como mentales, siendo, sin embargo, los únicos a los que de hecho consideramos personas, una caracterización como la ofrecida por estos autores no sería suficientemente restrictiva, ni permitiría captar la peculiaridad de los seres a los que consideramos personas. Así, aplicando esta definición de “persona”, habría que admitir como tales a los miembros de gran número de especies animales, incluyendo a todos los animales superiores. Por otra parte, el hecho de que, en nuestro mundo, todas las personas sean seres humanos, no debería llevarnos a asimilar ambos términos: mientras que el concepto de ser humano es eminentemente biológico, bajo el concepto de persona, entendido este en un sentido filosóficamente relevante, podrían incluirse individuos no humanos que dispusieran de la facultad o facultades que consideráramos esenciales en las personas. Frankfurt, en su artículo, consideraba que esta errónea comprensión del concepto de persona era la causa de la subsiguiente “malversación de un término filosóficamente valioso”, y postulaba como facultad característica de las personas la capacidad para generar deseos de segundo orden que le permitieran dirigir su conducta. Por tanto, sería conceptualmente posible que un ser vivo no humano fuera una persona; del mismo modo, también sería posible que, a causa de algún déficit, algún ser humano no fuera una persona. Frankfurt pone como ejemplo el de un individuo que, a pesar de tener el deseo de dejar de consumir drogas, fuera incapaz de superar su adicción. Dicho sujeto dispondría de deseos de segundo orden (dejar las drogas), pero estos serían ineficaces en cuanto a su capacidad de modificar los deseos de primer orden (tomar otra dosis). Para Frankfurt, este individuo no sería propiamente una persona, sino un “wanton”, un individuo dominado por sus apetitos y carente de libertad y autonomía. 4 El artículo de Frankfurt prácticamente coincidió en el tiempo con la publicación de “Persons and their Pasts”, 5 con el que Shoemaker revolucionó el ámbito filosófico analítico al ofrecer, tras más de doscientos años, una posible solución a la objeción de circularidad que Butler imputara al criterio psicológico de identidad personal de Locke. El impacto del artículo de Shoemaker fue decisivo en la revitalización y posterior evolución del problema, y el análisis de la identidad personal en términos psicológicos se convirtió en predominante en los círculos analíticos, hasta el punto de llegarse a establecer lo que algunos autores no han dudado en calificar como “paradigma neolockeano”. 6 Este recogería la definición canónica de “persona” en Locke, tal y como la había expuesto en su Ensayo, 7 aunque sustituyendo la ontología lockeana por otra 3 A.J. Ayer, The Concept of a Person, St. Martin Press, New York, 1963; pág. 82. [Hay traducción en castellano: El concepto de persona, Seix Barral, Barcelona, 1969; pág. 109.] 4 H. Frankfurt, op. cit., pág. 16. 5 S. Shoemaker, “Persons and their Pasts”, American Philosophical Quarterly, vol. 7, núm. 4, octubre 1970. El artículo de Frankfurt fue publicado originalmente en enero de 1971, es decir, apenas tres meses después del de Shoemaker. 6 Véase M. Slors, The Diachronic Mind, Kluwer, Dordrecht, 2001; cap. 2. Los exponentes más destacados del “paradigma neo-lockeano” serían Shoemaker, Perry, Lewis, Nozick, Noonan y Parfit. 7 Para Locke, una persona es “un ser pensante inteligente dotado de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como el mismo en diferentes tiempos y lugares; lo que tan solo hace en virtud de tener conciencia”; Ensayo sobre el conocimiento humano, F.C.E., México, 1959; lib. II, cap. XXVII, § 9.

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de corte estrictamente materialista, adoptando la terminología de las “etapas de persona” (person-stage) imperante en ese momento, y refinando, en líneas generales, la idea básica de una identidad fundada en la continuidad psicológica. Sin embargo, la atención prestada durante las tres últimas décadas al problema de la identidad personal no ha ido acompañada, paradójicamente, de un interés similar por el concepto de persona, sobre el cual se ha supuesto un acuerdo tácito dentro de dicho paradigma. Ello, sin duda, ha encubierto su paulatina devaluación; una devaluación que se muestra en toda su radicalidad en la teoría defendida por Parfit en su obra capital, Reasons and Persons. 8 El proceso iniciado por Shoemaker y culminado por Parfit podría resumirse del modo siguiente: partiendo de una caracterización de la persona como la de un sujeto autoconsciente y con memoria, y fundando la identidad personal en la mera continuidad psicológica, se sigue la irrelevancia del propio cuerpo en el mantenimiento de nuestra identidad. Como ya avanzaba Locke en su Ensayo, yo podría seguir siendo la misma persona aunque tuviera otro cuerpo: si el alma de un príncipe, que llevara consigo la conciencia de la vida pasada de ese príncipe, entrara en el cuerpo de un zapatero, todo el mundo advertiría que el ser humano con el cuerpo del zapatero sería ahora la persona del príncipe. 9 Ahora bien, una vez aceptado esto, habrá que admitir que mi interés por mi cuerpo debe ser sólo contingente. Por otra parte, también sería conceptualmente posible que la cadena causal responsable de mi continuidad psicológica se bifurcara, de forma que hubiera en el futuro dos personas distintas entre sí, pero que, no obstante, fueran psicológicamente continuas con la persona que soy ahora, en el presente. Dado que las dos personas futuras son numéricamente distintas entre sí, que la identidad es una propiedad transitiva, y que ambas tendrían los mismos méritos para reclamar su identidad conmigo, habría que concluir que yo no podría identificarme con ninguna de las dos, aunque pudiera tener un interés racional por el futuro de ambas. Como consecuencia de esto, habría que admitir, según Parfit, que lo que racionalmente “importa” para mi supervivencia es el mantenimiento de la continuidad psicológica, aunque sea como alguien no estrictamente idéntico a quien ahora soy; la conservación de la identidad personal, como valor añadido a la continuidad psicológica sería, por tanto, racionalmente irrelevante. Y dado que la continuidad psicológica no implica necesariamente identidad personal, sería posible redescribir dicha continuidad sin necesidad de afirmar que estamos refiriéndonos a la vida de una persona particular: lo que importa en la supervivencia de una persona podría ser descrito, en definitiva, en términos impersonales. Aunque las conclusiones de Parfit no son compartidas por la mayoría de los defensores del “paradigma neo-lockeano”, resultan, dados sus presupuestos, perfectamente coherentes con este, lo que debería llevar a preguntarnos por el concepto de persona que permite unos resultados tan contraintuitivos. La advertencia de Frankfurt, treinta años después, no sólo sigue siendo oportuna, sino que resulta más pertinente que nunca; por ello, parece necesario revisar el concepto de persona que se está utilizando actualmente en la filosofía analítica. En este trabajo, prestaré especial atención a las tesis que, sobre la naturaleza de las personas, defiende Parfit, por considerarlo un ejemplo particularmente iluminador del problema al que quiero referirme. En primer lugar, para Parfit, “las personas no son entidades con existencia separada. 8 9

D. Parfit, Reasons and Persons, Clarendon Press, Oxford, 1984. J. Locke, ed. cit., libro II, cap. XXVII, § 15, pág. 323.

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La existencia de una persona implica simplemente la existencia de su cerebro y de su cuerpo, y la acción de sus hechos (the doing of his deeds), y la ocurrencia de sus estados y eventos mentales. Pero, aunque no sean entidades con existencia separada, las personas existen [...] Una persona es una entidad que tiene un cerebro y un cuerpo y tiene diferentes experiencias”. 10 Ahora bien, dejando a un lado el rechazo a la identificación de la persona con algún tipo de substancia con existencia separada (al modo de un ego cartesiano, por ejemplo), tenemos que Parfit se esfuerza en recalcar tanto que “la existencia de una persona consiste simplemente en la existencia de un cerebro y cuerpo, y en la ocurrencia de una serie de eventos físicos y mentales interrelacionados” 11 (afirmación que Parfit etiqueta como “Reduccionismo”), como que “una persona es una entidad que es distinta de su cuerpo o cerebro, y de sus diversas experiencias”. 12 Parfit ilustra la peculiar relación existente entre la persona y su cerebro, cuerpo y experiencias con un ejemplo, tomado de Hume: “Aunque las naciones no son entidades con existencia separada, no estamos forzados a aceptar que una nación sea o su gobierno, o sus ciudadanos, o su territorio, o la suma de los tres. Una nación no es ninguna de estas tres cosas, y podemos referirnos a las naciones. De forma similar, no estamos obligados a aceptar que una persona sea su cerebro, o la totalidad de su cuerpo. Y podemos referirnos a las personas”. 13 Ciertamente, no resulta difícil advertir en las afirmaciones de Parfit los ecos de las antiguas definiciones de Strawson y Ayer, que ya denunciara Frankfurt: el concepto de persona como entidad a la que es posible aplicar predicados tanto físicos como psicológicos. Sin embargo, el paradigma neolockeano en el que Parfit se inserta cuenta con una posibilidad de la que Strawson y Ayer carecían: la de disponer, a partir del artículo de Shoemaker anteriormente citado, de los elementos que permitan elaborar un criterio de identidad personal puramente psicológico. Dado que para el mantenimiento de nuestra identidad no es necesario la continuidad corporal, y que nuestro propio cuerpo se convierte en un mero portador contingente de nuestra continuidad psicológica, sólo nos queda un paso para negar la importancia de nuestro cuerpo en la caracterización de lo que somos: un paso que Parfit asume cuando afirma que “no soy una serie de experiencias, sino la persona que tiene esas experiencias. En este sentido, una persona es lo que tiene experiencias, o el sujeto de experiencias. Esto es cierto por la forma en la que hablamos”. 14 Así pues, la persona, caracterizada en un principio como una entidad tanto física como psíquica, termina por identificarse con el sujeto de experiencias. En realidad, la maniobra emprendida por Parfit no acaba en esta reducción, sino que concluye por afirmar la posibilidad de dar cuenta de la unidad psicológica de la persona en términos impersonales 15 y de declarar el carácter meramente convencional, o incluso ficticio, de aquellas entidades a las que llamamos personas. 16 10

D. Parfit, Reasons and Persons, ed. cit., pág. 471. Op. cit., pág. 211. 12 Op. cit., pág. 471. Las cursivas son mías. 13 Op. cit., pág. 472. 14 Op. cit., pág. 223. 15 Por ejemplo, en op. cit., pág. 251: “podemos redescribir la vida de cualquier persona en términos impersonales. Para explicar la unidad de esta vida no necesitamos afirmar que es la vida de una persona particular... Las personas sólo serían mencionadas, en este caso, en las descripciones de los contenidos de muchos pensamientos, deseos, recuerdos, etc”; o, en la pág. 226: “Podemos describir y referirnos a diferentes pensamientos, y describir las relaciones entre ellos, sin adscribir dichos pensamientos a pensadores. Adscribimos, de hecho, pensamientos a pensadores, porque esa es una forma de expresarnos”. 16 “No soy una serie de eventos, sino una persona. [Pero este hecho] sólo es un hecho acerca de nuestra gramática, o de nuestro lenguaje. Las personas o los sujetos existen en este sentido relativo al lengua11

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Ciertamente, no parece tarea fácil sostener simultánea y coherentemente todas estas afirmaciones: una persona resulta ser, simultáneamente, una entidad corpórea y un mero sujeto de experiencias; algo indefinido que no se identifica con un cerebro, pero que tiene un cerebro, y que existe sólo como un hecho relativo a nuestra gramática. No es mi propósito entrar aquí en un análisis detallado del concepto de persona defendido por Parfit; si lo he elegido, es porque me parece un ejemplo especialmente claro del tipo de paradojas que surgen dentro del actual paradigma neolockeano. Esto ha llevado a varios autores, en los últimos años, a abordar el concepto de persona de forma radicalmente diferente. Snowdon 17 y Olson 18 rechazan un análisis psicológico de la identidad personal y defienden una tesis a la que denominan “animalismo”, según la cual, lo que somos esencialmente es animales humanos, “homo sapiens”. Para los animalistas, nosotros somos personas, y existimos: existe una identidad numérica estricta entre todos los individuos que son personas y ciertos seres humanos. Sin embargo, hay casos posibles en que un ser humano podría no ser una persona, tal y como esta era definida por Locke. El de “persona”, para Locke, era un concepto “funcional”, “forense”, no substancial; por ello, no hay contradicción alguna en que un individuo que en un momento dado es una persona pudiera haber existido, o pudiera continuar existiendo en el futuro, aunque sin seguir siendo una persona. Por ejemplo, si afirmo que en un cierto tiempo yo fui un zigoto, ello no quiere decir que ese zigoto ya fuera una persona; del mismo modo, si sufro una grave lesión cerebral que me deja vivo, aunque en estado vegetativo, ese ser seguiría siendo yo, aunque hubiera dejado de ser una persona de forma irreversible. “Ser una persona”, para los animalistas, sería un tipo de predicado equivalente a “ser profesor”, “ser pensionista” o “ser jugador de ajedrez”. Un profesor es un ser humano que realiza una cierta función y que tiene unas ciertas propiedades, pero carece de sentido preguntarse por unas condiciones independientes de mi identidad como profesor: mientras siga siendo el mismo ser humano, y mientras siga siendo un profesor, seguiré siendo el mismo profesor. Por otra parte, dado que las únicas entidades a las que se aplica este predicado funcional, tal y como fue definido por Locke, son un cierto tipo de animales, a saber, los seres humanos, no tendría demasiado sentido empeñarse en caracterizar el concepto de forma que pudiera aplicarse a entidades que no existen. En definitiva, el animalismo sostiene que yo soy esencialmente un ser humano, y accidentalmente una persona; ser una persona no es algo que afecte a mis condiciones de supervivencia ni de identidad (que son meramente biológicas), y la propia noción de persona ni siquiera es susceptible de un análisis claro. 19

je”; véase su artículo “Divided Minds and the Nature of Persons” en C. Blakemore y S. Greenfield (eds.), Mindwaves, Basil Blackwell, Oxford, 1989. 17 P.F. Snowdon, “Persons, Animals, and Ourselves”, en C. Gill (ed.), The Person and the Human Mind, Clarendon Press, Oxford, 1990. También en “Personal Identity and Brain Transplants”, en D. Cockburn (ed.), Human Beings, Cambridge University Press, 1991. 18 Fundamentalmente en E.T. Olson, The Human Animal. Personal Identity Without Psychology, Oxford University Press, 1997. 19 Como curiosidad, podemos señalar aquí que en sus últimos escritos Parfit parece asumir posturas cercanas al animalismo: “Shoemaker supone que lo que esencialmente somos es personas, mientras que yo considero como aceptable afirmar que lo que somos esencialmente es seres humanos, tratando el concepto de persona como un concepto de fase (phased-sortal), como ‘niño’ o ‘crisálida’, ya que existimos antes de convertirnos en personas y puede que continuemos existiendo después de dejar de ser personas”; véase su artículo “Experiences, Subjects, and Conceptual Schemes”, Philosophical Topics, vol. 26, nº 1 y 2, 1999; pág. 218.

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Si los defensores del animalismo están en lo cierto, deberíamos abandonar la búsqueda de un criterio de identidad personal, ya que el hecho de que yo sea una persona sería, desde el punto de vista metafísico, tan poco relevante como el hecho de ser un profesor o ser un jugador de ajedrez. Ser personas no sería un rasgo esencial de nuestra identidad, del mismo modo que no lo sería ser adultos, o ser profesores. Sin embargo, aun admitiendo que el de persona no es un concepto de clase natural, la mayoría de nosotros coincidiría en que el hecho de ser personas nos parece un rasgo extremadamente relevante a la hora de considerar el tipo de entidades que somos. De alguna manera, nos resistimos a aceptar que nuestra condición de personas sea una propiedad meramente circunstancial; por otra parte, si adoptamos el enfoque animalista, deberíamos también asumir que el hecho de reivindicar nuestra condición de personas, además del de seres humanos, sería poco menos que redundante: dado su carácter de “concepto de fase”, el de persona sería aproximadamente el de “ser humano suficientemente desarrollado y en posesión de un mínimo de facultades mentales”. De hecho, este tipo de individuos son los referentes a los que habitualmente aplicamos el concepto de persona. Sin embargo, puede que aún permanezca la sospecha de que estamos incurriendo en un nuevo tipo de “malversación de un término filosóficamente valioso” y de que estemos realizando un análisis inadecuado. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de personas? Quizá un breve análisis etimológico puede aclarar algo sobre el verdadero origen y significado de este concepto, y de su importancia. En nuestro actual concepto de persona confluyen varias fuentes. En primer lugar, el término latino “persona” deriva del etrusco “phersu” y este del griego “provswpon”, y designaba la máscara que utilizaban los actores de la tragedia para hacer resonar la voz (per sonare); dicho sentido teatral persiste en la expresión “dramatis personae”. En segundo lugar, el término adquiere un nuevo significado en el marco del Derecho Romano, al aludir a cualquier tipo de entidad, individual o colectiva, que es sujeto de derechos y deberes; según dicho sentido, un esclavo podría ser hombre, pero no persona. Por otra parte, en el ámbito filosófico, una de las primeras definiciones de persona es la de Boecio (finales del siglo V): “substancia individual de naturaleza racional”. El concepto, al ser adoptado por la teología cristiana, adquiere un nuevo significado: Dios, siendo único, se manifiesta en tres personas distintas, y el hombre, en tanto que imagen suya, puede ser también considerado persona, aunque sólo en un sentido derivado. Un concepto que, sin embargo, no puede aún aplicarse de manera efectiva con carácter universal: recordemos la disputa entre Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, en la que este justificaba la guerra y el sometimiento de los indios americanos dada “la índole y costumbres de estos homúnculos tan bárbaros, incultos e inhumanos”, 20 a los que se les debía negar, hasta su conversión y civilización, el reconocimiento como personas. Será la Ilustración la que definitivamente universalice el concepto y lo haga extensivo a todos los seres humanos, elevándolos a la categoría de fines en sí mismos. Tenemos, así pues, una serie de elementos con los que históricamente se ha constituido nuestro concepto de persona: una persona es un ser público (la máscara que se muestra), racional, sujeto de derechos y deberes, y dotado de una especial dignidad (ya sea desde una fundamentación religiosa o filosófica). Un concepto, por tanto, que aunque reúne ciertos rasgos descriptivos, es ineludiblemente normativo. Por ello, el 20 J. G. de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, F.C.E., México, 1987; pág. 111.

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hecho de que, en nuestro mundo, la totalidad de las personas sean seres humanos no es motivo suficiente para reducir el concepto de “persona” al meramente descriptivo, biológico, de “ser humano”; del mismo modo, tampoco me parece adecuado intentar definir nuestro término a partir del de ser humano: la capacidad de reconocer derechos y deberes, la dignidad o la racionalidad no son atributos conceptualmente dependientes de la humanidad. En las páginas siguientes trataré de comentar brevemente los requisitos fundamentales que, a mi juicio, debería reunir un individuo para que pudiéramos considerarlo persona; o, lo que es lo mismo, el conjunto de propiedades que nos constituyen como personas. Para ello, voy a empezar por enumerar una serie de características que debe reunir, objetivamente, el individuo “candidato” a ser persona, para pasar a considerar, posteriormente, las condiciones “subjetivas” o “psicológicas”. La primera de las condiciones objetivas es que una persona debe ser un organismo biológico. Esta afirmación, lejos de ser una obviedad, es de hecho negada por la mayoría de las corrientes dominantes hoy en día en filosofía de la mente, que la rechazan por considerarla, en expresión de Baillie, un “chauvinismo del carbono”. 21 Según dichas corrientes, “habría que dejar abierta, como una cuestión empírica, la posibilidad de que un artefacto futuro satisficiera un “Test de Turing” ideal, y que, por tanto, garantizara la adscripción de personeidad”. 22 Aquí vemos, como en el caso de Parfit, como el hecho de ser persona se reduce al de ser un sujeto de experiencias; o, para ser más precisos, al de ser, al menos en apariencia, un sujeto que es capaz de contestar con coherencia a una serie de preguntas. Según otros autores, como Hanfling, la mera superación de un test de Turing (aun concediendo la fiabilidad de dicho test) no sería un requisito suficiente, ya que “pensar no es algo que pueda tratarse con independencia de otras cualidades personales. Lo que hay que considerar es si, o hasta dónde, una máquina podría participar en la compleja totalidad de cualidades, actividades, actitudes, pensamientos, sentimientos y relaciones morales que consideramos esenciales para ser una persona –si, en este sentido, las máquinas podrían ser personas”. 23 Ahora bien, para Hanfling, si un artefacto fuera similar a los seres humanos en lo que respecta a funciones vitales (comer, beber), sensaciones (tener hambre), relación con la salud, con el sexo, con la muerte, con sus recuerdos, no tendría ningún sentido negarles el estatuto de persona a causa de su origen o de su composición interna, del mismo modo que seguimos considerando que un “bebé-probeta” es una persona, a pesar de que su origen no sea el convencional. Por ello, negar el estatuto de persona a un artefacto con una apariencia y comportamiento totalmente indistinguibles del de un ser humano normal sería adoptar la misma postura que la del escéptico filosófico acerca de la existencia de “otras mentes”. 24 Los argumentos de Hanfling pueden parecer convincentes, independientemente de que consideremos factible que pudiera llegar a cumplirse el antecedente del condicional que Hanfling plantea; es decir, que un autómata pueda adquirir tal grado de complejidad. Sin embargo, hay una objeción poderosa contra este tipo de argumentos. 25 En sus escritos sobre filosofía de la psicología, Wittgenstein apuntaba: “Vemos emo21

J. Baillie, Problems in Personal Identity, Paragon House, New York, 1993; pág. 64. J. Baillie, op. cit., pág. 64. 23 O. Hanfling, “Machines as Persons?” en D. Cockburn. (ed.): Human Beings, Cambridge University Press, 1991; pág. 25. 24 O. Hanfling, op. cit., pág. 34. 25 Véase C. Cherry, “Machines as Persons?” en D. Cockburn (ed.), op. cit., págs. 11-24. 22

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ción. –¿Como opuesto a qué?– No vemos contorsiones de los músculos faciales y hacemos la inferencia de que siente alegría, pena o aburrimiento. Describimos una cara inmediatamente como triste, radiante, aburrida, incluso cuando somos incapaces de dar cualquier otra descripción de los rasgos. –La pena, nos gustaría decir, está personificada en su cara”. 26 Dejando a un lado el problema de si inferimos o captamos directamente los sentimientos de una persona al ver la expresión de su cara, el fragmento de Wittgenstein señala una cuestión importante: aun cuando la conducta externa de una máquina pareciera expresar sentimientos, e incluso concediendo que dicha conducta estuviera realmente acompañada del correspondiente sentimiento, dicho sentimiento no estaría conectado de ninguna manera esencial con la conducta en que se manifiesta. 27 Es decir, en un autómata, la relación existente entre un cierto tipo de (supuesto) sentimiento y su expresión sería totalmente contingente, el mero resultado de un programa informático. Aun cuando un autómata pudiera reír o llorar, no se le podrían “saltar las lágrimas”. Por otro lado, considero que parte de los rasgos normativos asociados al concepto de persona, y del valor absoluto que, desde un punto de vista moral, concedemos a las personas, no podrían ser traspasados, sin sufrir modificaciones drásticas, a unas potenciales personas artificiales. En primer lugar, mientras que un artefacto es esencialmente replicable y susceptible de ser fabricado en serie, los organismos vivos son literalmente irrepetibles: no existe ningún ser vivo que sea absolutamente igual a otro. Parte del valor que otorgamos, no sólo a las personas, sino a cualquier ser vivo, tiene su origen en nuestro conocimiento de su carácter absolutamente irremplazable y único. Dicha actitud no podría ser mantenida frente a una persona artificial, por más “humano” que nos pareciera su comportamiento, y el mero reconocimiento de este como “persona” no sería posible sin la modificación radical del propio concepto. En segundo lugar, aunque íntimamente conectado con lo anterior, podría afirmarse que parte del valor que asignamos a las personas depende de su condición de seres mortales, y de la consciencia de la propia mortalidad. Como señalaba Borges en su cuento El inmortal, “La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. [...] Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Un artefacto, eternamente reparable, no podría ser capaz de inspirar el tipo de sentimientos que nos despiertan las personas, o los simples seres vivos, ni de hacerse merecedor del valor que les otorgamos. Para advertir hasta qué punto el valor que asignamos a las personas depende de su carácter irrepetible y mortal, quizá no esté de más recordar la “muerte” de Roy, el replicante interpretado por Rutger Hauer, en la escena final de Blade Runner, de Ridley Scott. Durante toda la película se pone en cuestión la naturaleza específica del hombre, utilizando como elemento de comparación el androide, el replicante. Al final de la misma, la diferencia entre humanos y replicantes es puesta en entredicho precisamente cuando Roy, ante la inminencia de su “desconexión”, declara: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir...”. Hábilmente, la escena es presentada con todo el dramatismo que supone la pérdida irrever26

L. Wittgenstein, Remarks on the Philosophy of Psychology, vol. II, Basil Blackwell, Oxford, 1990;

§ 570. 27

C. Cherry, op. cit., pág. 20.

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sible e irrecuperable de un ser vivo; para el espectador, Roy deja de ser un mero androide y se convierte en una persona, en un auténtico héroe trágico al que es posible conceder el carácter absolutamente valioso que asignamos a las personas, y no un simple artefacto susceptible de ser, a su vez, replicado, como realmente es. Ya hemos visto que una persona debe ser un ser vivo; además, dicho organismo biológico debe ser un agente racional. La racionalidad y el carácter agencial dependen, en primer lugar, de la presencia de una determinada complejidad psicológica que permita la autoconciencia y la memoria. Recordemos que, para Locke, una persona era “un ser pensante inteligente dotado de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como el mismo en diferentes tiempos y lugares; lo que tan solo hace en virtud de tener conciencia”. Independientemente de que se considere además que esta continuidad psicológica es el criterio necesario y suficiente de identidad personal, como afirman los neo-lockeanos, el reconocimiento de que dicha característica es un rasgo fundamental de las personas es prácticamente universal. Sin embargo, como nos recordaba Frankfurt, un mero sujeto psicológico autoconsciente y con memoria no debería ser considerado una persona si no pudiéramos atribuirle una cierta libertad de la voluntad, es decir, un cierto carácter agencial. Para Frankfurt, dicho carácter consistía básicamente en la capacidad de hacer causalmente relevantes nuestros deseos de segundo orden, lo que nos convertiría en agentes libres. Desde esta perspectiva, tanto la libertad como la personeidad efectiva sería una cuestión de grado: todas las personas tendrían la capacidad estructural de adecuar su voluntad a sus deseos de segundo orden, aunque la mayoría, en mayor o menor grado, cedería ocasionalmente a ciertos deseos de primer orden incompatibles con aquellos. Todo aquel que, en algún momento, actuara más como “le apetece” que como realmente “desea” se estaría comportando como un “wanton”, no como una auténtica persona; del mismo modo, si dicha debilidad de la voluntad se tornara una auténtica incapacidad para regir sus acciones, perdería, para Frankfurt, su condición de persona. Por otra parte, la racionalidad sería la garante de la coherencia interna de los deseos de segundo orden, que no deberían entrar en contradicción entre sí. Desde diferentes perspectivas, otros autores han criticado también la identificación de la persona con el sujeto de experiencias, al considerar ilegítima la caracterización de la agencia como la de una mera forma de experiencia. Comprender nuestras vidas como algo que hacemos, y no simplemente como algo que nos sucede, como una mera secuencia de experiencias, implica admitir nuestra condición de agentes. Ahora bien, esta caracterización como agentes no precisa, sin embargo, comprometerse con la existencia de un sujeto substancial o trascendental, sino que puede explicarse en función de una unidad organizativa interna: retomando el ejemplo de las naciones, empleado por Parfit, Korsgaard afirma que “un estado no es meramente un grupo de ciudadanos que viven en un territorio compartido: tenemos un estado sólo cuando estos ciudadanos se han constituido como un agente singular. Esto es, cuando han adaptado una forma de resolver conflictos, tomar decisiones, interactuar con otros estados y planificar juntos un futuro continuado”. 28 El concepto de persona debe, por tanto, incluir el requisito del carácter agencial del sujeto y su unicidad como agente, independientemente de la fundamentación metafísica de dicha unicidad. Dicho requisito resulta esencial precisamente por el carácter irreductible de la persona al mero 28 C. M. Korsgaard, “Personal Identity and the Unity of Agency: A Kantian Response to Parfit”, Philosophy & Public Affairs, nº 18, 1989; pág. 114.

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sujeto de experiencias, que puede fingirse desencarnado: como señala Korsgaard, “eres una persona unificada en cualquier tiempo dado porque tienes que actuar, y sólo tienes un cuerpo para hacerlo”. 29 No diré aquí nada más sobre este punto. Además de ser un organismo vivo, y un agente racional, hay una tercera condición objetiva que debe cumplirse para poder ser persona: una persona es un ser que tiene capacidad simbólica; es, en otras palabras, un animal cultural. Una persona se constituye dentro de una determinada cultura, que convierte su medio ambiente natural en un mundo significativo. Dicha afirmación resulta evidente en el caso de los seres humanos; podríamos decir, con Jerome Bruner, que “no existe una sola «explicación» del hombre, ni biológica ni de otro tipo. En última instancia, ni siquiera las explicaciones causales más poderosas de la condición humana pueden tener sentido y plausibilidad sin ser interpretadas a la luz del mundo simbólico que constituye la cultura humana”. 30 En general, creo que este requisito se podría aplicar a cualquier tipo de personas, independientemente de que fueran o no seres humanos. La quintaesencia de esta capacidad simbólica sería la capacidad lingüística: el lenguaje, como forma de comunicación, pero también como forma de realización de determinados actos juega un papel fundamental en nuestra constitución como personas. Como ha señalado Searle, “parece imposible tener estructuras institucionales como el dinero, el matrimonio, los gobiernos y la propiedad sin que haya alguna forma de lenguaje, porque, en cierto sentido [...] las palabras u otros símbolos son parcialmente constitutivos de los hechos”. 31 De igual modo, en algunos de los actos característicos de las personas, la expresión de las palabras es el episodio fundamental de la realización del acto. Las personas deben ser capaces de prometer, mentir, maldecir, o bromear; y dichas acciones son, eminentemente, actos de habla. No creo que sea necesario insistir más sobre esto. Así pues, ya tenemos las tres condiciones objetivas que debe reunir una persona: debe ser un ser vivo, un agente racional, y un sujeto dotado con capacidad simbólica y, en especial, lingüística. ¿Qué más podría ser necesario? En mi opinión, además del cumplimiento de estos requisitos objetivos, es preciso que se den una serie de condiciones que podríamos denominar subjetivas, en el sentido de que dependen tanto de la actitud y de la percepción que el propio sujeto tiene de sí mismo, como de su relación con los sujetos que interactúan con él. En primer lugar, el individuo no sólo debe ser, sino que también debe considerarse a sí mismo como un agente racional. En un famoso ensayo, 32 Bruno Snell mantenía la tesis de que el hombre homérico se concebía a sí mismo como falto de la unidad e interioridad propia de la personalidad tal y como nosotros las entendemos, y no se consideraría como un agente moral autónomo, libre y responsable de sus acciones, por la constante interferencia de los dioses en los actos humanos. Dejando a un lado la cuestión de hasta qué punto los griegos arcaicos tenían esa imagen de sí mismos, lo que me interesa resaltar es la importancia de considerarse uno mismo una persona para poder realmente ejercer como tal, para llegar efectivamente a serlo. Si repasamos las condiciones objetivas de personeidad, parece poco probable que un ser vivo con capacidad simbólica pueda seriamente dudar de que tiene dicha propiedad; sin embar29

C. M. Korsgaard, op. cit., pág. 110. J. Bruner, Actos de significado, Alianza, Madrid, 1990; pág. 133. 31 J. Searle, La construcción de la realidad social, Paidós, Barcelona, 1997; pág. 75. 32 B. Snell, Die Entdeckung des Geistes. Studien zur Entstehung des europäischen Denkes bei den Griechen, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 1980. 30

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go, no ocurre lo mismo con el carácter agencial: es perfectamente posible dudar de la unidad de la propia vida mental, o de que uno mismo sea un agente. La tesis de Snell, sea o no verdadera, es absolutamente concebible: un ser humano, con todas las condiciones objetivas para ser persona, puede creer que la razón última de sus decisiones está en la voluntad de los dioses, en la educación adquirida en la infancia, o en los genes que le fueron transmitidos. La creencia de que tenemos alternativas de actuación, y de que la elección final está en nuestras manos, es un requisito necesario para que se dé el surgimiento de la responsabilidad moral en una persona. Recordemos que, para Frankfurt, un ser humano llegaba a ser persona en tanto que era capaz de generar deseos de segundo orden que tuvieran eficiencia causal en su conducta efectiva; sin la creencia en nuestra condición agencial, ni siquiera consideraríamos seriamente la posibilidad de dirigir nuestros deseos de primer orden como agentes auténticamente racionales. En segundo lugar, la adquisición y el mantenimiento de la categoría de persona por parte de un individuo que, por lo demás, reúne todas las condiciones objetivas para serlo, depende, en buena medida, de la actitud que los demás adopten hacia él. En cierto modo, es nuestra actitud la que lo constituye o lo descalifica como persona; mientras que, por su parte, dicho individuo debe ser capaz de responder recíprocamente a dicha actitud. Intentaré explicar brevemente a qué me refiero. Una persona es un individuo al que consideramos objeto adecuado de ciertas actitudes y sentimientos (solidaridad, simpatía, enamoramiento), y sujeto de ciertos predicados (estar furioso por algo, o tener derecho a algo, o ser responsable de algo, o estar resentido por algo). Recíprocamente, concedemos gran importancia a las actitudes e intenciones que adoptan hacia nosotros otras personas y, en buena medida, nuestros sentimientos y reacciones personales dependen de, o involucran, nuestras creencias acerca de estas actitudes e intenciones. 33 Cuando Wittgenstein se pregunta “Dite por ejemplo: ‘Esos niños son meros autómatas; toda su vitalidad es meramente automática’”, su reacción es: “O bien estas palabras no te dirán nada, o bien producirán en ti una especie de sentimiento siniestro, o algo parecido”. 34 Cuando, por el contrario, somos nosotros los destinatarios ocasionales de esa mirada objetivadora, cosificadora, nuestra reacción suele consistir en una reivindicación del reconocimiento por parte del otro de nuestra condición de personas. Exigimos del otro que adopte hacia nosotros una actitud “hacia un alma”, y fundamos dicha exigencia en nuestra capacidad para adoptar hacia él una actitud recíproca. En general, el valor que reconocemos en las demás personas, y que forma parte de lo que constituye la actitud natural que tenemos hacia las personas, no se genera espontáneamente si no es mediante la experiencia de ser objeto de esas actitudes interpersonales por parte de los otros. Nos convertimos en personas al formarnos entre personas y al ser tratados como personas: nacemos siendo seres humanos, pero sólo progresivamente nos constituimos como personas. Si esto es así, y el examen que hemos realizado es correcto, deberemos concluir que el concepto de persona es mucho más complejo de lo que usualmente viene considerándose en los análisis contemporáneos de la identidad personal. Una persona no 33 Strawson ha desarrollado ampliamente estas cuestiones en su libro Libertad y resentimiento, Paidós, Barcelona, 1995. 34 L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988; § 420 (I).

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sería solamente una entidad a la que podemos adscribir predicados tanto mentales como físicos, y mucho menos un puro sujeto de experiencias: es una entidad biológica, un agente racional y un ser con capacidad simbólica, que se considera a sí mismo como tal y que para ello precisa una formación en una comunidad de individuos similares con los que tiene relaciones recíprocas de reconocimiento. Por tanto, estaríamos ante un concepto que une e incluye lo biológico, lo cultural, lo normativo y lo práctico, y que no puede ser reducido, sin desvirtuarse, a ninguna de estas categorías. En contra de lo defendido por los animalistas, creo que un concepto de este calado, sin ser de clase natural, es mucho más que un simple “concepto de fase” o que una mera propiedad, entre otras, que tiene el ser humano que esencialmente soy. “Ser una persona” no es una de las muchas cosas que puedo decir de mí, sino algo que determina profundamente el tipo de entidad que yo soy. No me parece, por tanto, irrelevante la tarea de determinar un criterio de identidad personal, de lo que hace que las personas sean y se consideren las mismas a lo largo del tiempo; sin embargo la búsqueda de dicho criterio no debe olvidar la complejidad de los seres cuya identidad se rastrea. Analizar en qué consiste ser una persona y elaborar un criterio de identidad personal son dos problemas distintos que, no obstante, difícilmente podrán resolverse si se insiste en abordarlos de forma independiente.

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