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May 20, 2017 | Autor: J. López Benedí | Categoría: Psychology, Anthropology, Philosophy, Education, Values Education
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Descripción

El peso de las culpas y autocondenas Juan Antonio López Benedí Ph.D [email protected] Hace ya unos cuantos años, recibí a una pareja que me habían solicitado ayuda a través de otras personas que me conocían. La mujer presentaba una contracción completa de la pierna y brazo derechos. Me dijeron que llevaban varios años consultando especialistas de todo tipo sin encontrar solución. Terminaron por confesarme que ya pensaban que se trataba de un caso paranomal; que un espíritu había sido el responsable de aquello. Ante semejante afirmación tuve que pedir que me contaran su historia. En realidad era la de ella. Aunque estaban casados, su unión había sido posterior a los hechos. Se conocían desde antes y él manifestó que siempre se había sentido atraído pero que jamás se había atrevido a decirle nada, hasta que comenzaron a generarse aquellos extraños síntomas. Esa fue su oportunidad para acercarse y ofrecerle una ayuda que ella necesitaba. Tenía recursos financieros y no dudó en invertir lo que fuera necesario para lograr su sanación. Y tras esta pequeña introducción por parte del marido comenzó ella su relato. Unos diez años atrás, cuando ella tenía dieciocho, estaba enamorada de un chico, con el que llevaba saliendo desde los quince. Él era un par de años mayor y un buen día le propuso matrimonio. Pero ella, a pesar de considerarlo algo deseable, pensó que era todavía demasiado joven y rechazó su propuesta. Tras esa negativa él se dirigió a su casa para dejarla en ella, como hacía siempre. Todo parecía normal. Sin embargo, al día siguiente recibió ella la noticia de que al poco tiempo de dejarla, él tuvo un accidente con el coche y se mató. Aquello resonó en su cabeza como si le hubieran dado un mazazo. Se sintió como perdida, triste y culpable de lo sucedido. Quedó sumida en la depresión y se recluyó en su casa. Al año de aquello, una amiga la llamó con la sana intención de ayudarla a recuperar el interés por la vida con una propuesta especial: quería que la acompañara a una sesión de “güija”. A esta amiga le habían dicho que por ese medio podría contactar con su abuela muerta. Al principio no estaba especialmente interesada, pero ante la insistencia terminó por acceder. Seguía muy lastrada por su pena y vió aquello como algo extraño, con mucho excepticismo. Asistió pasivamente a los preparativos de la sesión y finalmente le pidieron que pusiera su dedo, como el resto de los asistentes, en un vaso para invocar al espíritu de la abuela de su amiga. Pero ella, en ese momento, se acordó de su novio muerto y al colocar su dedo derecho como le habían pedido notó de inmediato una especie de calambre que fue subiendo por su mano y brazo derechos. No quiso darle mayor importancia en ese momento. Sin embargo, a partir de entonces, la sensación de su mano y brazo no sólo se mantuvo después de la sesión sino que se incrementó, extendiéndose por todo el lado derecho de su cuerpo. Con el tiempo, los músculos de su brazo y pierna se habían ido contrayendo, hasta llegar a la situación actual, en la que estaba estabilizada desde hacía cuatro años: los mismos que tenía ya su matrimonio. Cuatro años de lucha y grandes sumas de dinero invertido en todo tipo de especialistas: de psiquiatras a curanderos. Tras confesar aquello, se produjo un profundo silencio y sus miradas de angustia se clavaron en mí. ¿Qué podía decirles? Me encontraba muy sorprendido y desconcertado. No obstante, al ir recuperando la serenidad, comencé a pensar que si se trataba del espíritu de aquel novio suyo no parecía tener sentido que la castigara de esa forma. Pero no dije nada. Tan sólo me centré en aplicar mi técnica de desbloqueo emocional, permitiendo que ella diera forma a las sensaciones que experimentaba en completa libertad. Y funcionó. Su cuerpo comenzó a soltarse en esa primera sesión. Les sugerí hacer unos ejercicios de refuerzo y volver a encontrarnos en una semana. Estaban contentos. Por fín comenzaban

a ver una salida. Muy agradecidos, se despidieron y ella quiso hacerme un comentario en privado. Su marido respetó esa decisión y salió para esperarla en el coche, confiando en que yo la ayudaría a llegar a la calle. Su forma de caminar era aún muy difícil y precisaba apoyo. Cuando estuvimos solos me confesó que ella no estaba enamorada de su marido pero que se sentía muy agradecida por todo lo que había hecho por ella. Sin embargo, su verdadero amor seguía siendo el joven muerto. Y entonces, con los ojos vidriosos, me lanzó unas preguntas: Si me recupero por completo ¿qué puedo decirle a mi marido? ¿Tendré que confesar la verdad? ¿Me dejará si le digo que no estoy enamorada de él? Eran cuestiones que se planteaba a sí misma. Quería que yo le diera la solución. Pero no la tenía. Sólo pude decirle que tuviera confianza y que lo iríamos resolviendo poco a poco; que las respuestas adecuadas llegarían en su momento; que confiara en su corazón. Y esa fue la última vez que la ví. A través de los amigos que nos habían puesto en contacto me enteré de que ella se había sentido mejor durante una semana después de la visita, aunque había decidido no volver y su proceso retrocedió al punto de partida. Tuve que aceptar que ella, en el fondo, no deseaba resolver su situación física para no tener que enfrentarse a una cuestión moral que la hacía sentirse culpable y atrapada. Seguramente habría tenido éxito con otras personas a las que habían consultado en esos cuatro años. Pero ella terminaba por abortar todos los procesos. Se había culpado y condenado en firme, sin darse opciones reales de solución, aunque declaraba todo lo contrario. Solemos tener la idea de que las malas acciones, lo moralmente condenable, es lo que genera los sentimientos de culpa. Pero no necesariamente es así. Ante una misma situación, conducta o proceso la vivencia de la culpa puede ser muy diferente en distintas personas. Habrá quienes no la sientan en absoluto y por otro lado quienes la sientan por completo. Entre estos dos extremos pueden darse innumerables y muy diversos casos intermedios. La razón de este amplio margen se encuentra en que no se trata de un proceso objetivo sino subjetivo. Esto quiere decir que no importa tanto lo que hacemos, dentro de ciertos límites, sino la forma en que nos juzgamos por ello. Por supuesto, en el extremo, hay hechos socialmente condenables de forma universal que algunas personas hacen sin ningún sentimiento de culpa debido a una enfermedad mental. Así ocurriría entre algunos psicópatas que se convierten en asesinos en serie. Pero al margen de tales extremos patológicos, hay muchísimas otras circunstancias en las que la legislación es diferente según los países y también la sensación de culpa, en un sentido personal. Como ejemplo, podemos considerar las doctrinas, hadith y fiqh, contenidas en el Corán, que se encuentran codificadas mediante el cuerpo de derecho islámico de la “sharia” que establece reglas de conducta colectiva, llegando a determinar asuntos relacionados con el comportamiento y las actitudes de los individuos. En algunos países musulmanes, la sharia se ha convertido en la única referencia que utilizan los jueces para fundamentar sus sentencias. En Arabia Saudí, por ejemplo, todavía se realizan prácticas como cortar la mano del ladrón o la lengua del mentiroso, tal como indica la jurisprudencia de la sharia. De manera análoga, la pena de muerte está indicada para ofensas tales como el asesinato, violación, apostasía, tráfico de drogas y homosexualidad. En algunos países teocráticos es imposible para los expertos en leyes cuestionar los artículos de la sharia. En países islámicos ortodoxos, como Arabia Saudí, Sudán, Irán, Afganistán bajo el régimen Talibán y Pakistán, las debilidades morales de los individuos son castigadas en forma tan severa como si se violase una tumba o una mezquita. En función de las diferentes costumbres o leyes, por lo tanto, los sentimientos de culpa se pueden generar y aprender en diferentes grados, acentuados o matizados por nuestras propias vivencias, traumas, complejos o reacciones emocionales. Consideremos dos casos de contraste, ante una situación más cotidiana. Supongamos que dos hombres prometen a sus respectivas parejas un viaje a París, como regalo de aniversario de bodas. Las mujeres por su parte, ante la noticia y partiendo de la idea de que no conocían

la capital francesa, preparan sus equipajes, comprando algún vestido con el que festejar tal evento, según la idea que cada una tiene de tal ciudad. Al mismo tiempo, comparten la noticia con familiares y amigos, especialmente del género femenino. Pero dos días antes del viaje, sus maridos llegan a casa diciendo que deben cancelarlo por un compromiso laboral de última hora. Ellas se quejan, con muestras explícitas de frustración y tristeza, generando reproches de diferentes tipos. Tras estas reacciones, uno de los hombres puede pensar que tal vez no debería haber antepuesto las necesidades laborales a las de su pareja, sintiéndose mal por haber incumplido su promesa, pero se vio obligado a tomar esa decisión para conservar su trabajo, por lo que no se siente culpable. Eso le lleva a considerar que debe disculparse y ofrecer una explicación a la vez que una compensación, asumiendo la responsabilidad de los hechos. El segundo, puede sentir que se portó mal, que no debería haber fallado a su mujer, que se arrepiente y se culpa, sin llegar a decir ni plantear alternativa. Estos dos casos nos permiten ejemplificar la diferencia entre responsabilidad no cargada de culpa, que facilita una salida o compensación y la culpabilidad que bloquea, generando malestar y sufrimiento en ambas partes. Hay personas que arrastran culpas y arrepentimientos durante toda su vida, sin llegar a ver posibilidad de solución y terminando por enfermar a causa de ello. Incluso, en el caso de una pareja, tales situaciones acumuladas pueden terminar con la relación. El problema no está en reconocer que actuamos mal, que hemos cometido errores o causado daño a alguien. Eso suele suceder entre los seres humanos. La cuestión es no quedarnos estancados en ese punto y buscar la forma de corregir o compensar el error. Ese reconocimiento es indispensable para poder relacionarnos y lograr una vida mejor, desde el respeto y el bienestar. El problema comienza cuando nosotros mismos nos juzgamos, etiquetamos y condenamos, sin posibilidad de redención. Eso termina con las relaciones y con la autoestima.

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