Horrorismo y abyección en Centroamérica. O cómo cuidar del otro (sin morir en el intento)

July 7, 2017 | Autor: C. Kroll-Bryce | Categoría: Film Studies, Central American Studies, Political Violence, Central American Literature, Horrorism
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Descripción

Ponencia presentada en el XXIII Congreso de Literatura y Cultura Centroamericanas (CILCA) en New Orleans (marzo del 2015).

    Horrorismo  y  abyección  en  Centroamérica.  O  cómo  cuidar  del  otro  (sin  morir  en  el  intento)   Christian  Kroll-­‐Bryce  (Reed  College)     Cuando Sophie y Alicia me invitaron a participar en este panel, me llamó la atención la relación que hacían en la descripción del mismo entre lo “pos-utópico” y lo “abyecto”. Parecían sugerir que mientras creímos en utopías no hubo lugar para la abyección; es decir, que lo abyecto surge o se convierte en factor socio-cultural cuando perdemos las ilusiones y dejamos de imaginar en común un futuro mejor. Pero claro, como bien sabemos, la historia de Centroamérica está llena de abyección, más aún si nos remitimos a la brutal represión estatal durante las décadas revolucionarias. Me parece, pues, que en la relación que proponen Sophie y Alicia hay una lógica diferente, una gramática de lo abyecto que apunta en otra dirección. El Diccionario de la Real Academia define abyecto como “vil y despreciable en extremo”, que es el uso que comúnmente le damos. Pero también lo define como “abatido y humillado”, agregando que esta acepción ha caído en desuso. Me parece sumamente reveladora esta distinción entre las definiciones y usos de abyecto pues sugiere que al pensar en lo abyecto hemos dejado de pensar en el origen de la abyección, es decir, en el por qué alguien se siente abatido o humillado, o en el cómo llegó a estar en esa situación. Optamos, más bien, por utilizar ‘abyecto’ como un juicio de valor subjetivo que, al referirse a personas, asigna al individuo mismo la responsabilidad moral de su propia abyección, de su propia vileza, perdiendo de vista u olvidando el conjunto de factores externos o sistémicos que producen abatimiento y humillación. Y si, como proponen Sophie y Alicia, pensamos lo abyecto como directamente relacionado con lo pos-utópico, es decir, con el haber dejado de creer en un futuro mejor y, más importante aún,

 

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construido en común, lo abyecto estaría también asociado a la incapacidad o imposibilidad de crear los vínculos afectivos necesarios que no solo permiten sino que hacen posible tanto creer como trabajar por ese futuro mejor para todos. Quisiera entonces pensar en el tiempo que tengo disponible la relación entre las dos definiciones de abyección. Siendo más específico, lo que aquí intento entender—y esta ponencia no es más que un primer y humilde intento—es la relación quizás inherente de dos procesos: por un lado, un tipo específico de violencia “vil y despreciable en extremo” que podemos asociar al narcotráfico, las pandillas y la inmigración—misma que, siguiendo a la filósofa italiana Adriana Cavarero podríamos llamar horrorismo; y, por el otro lado, una racionalidad neoliberal avanzada que manufactura vida desnuda, para utilizar el término de Giorgio Agamben, y con ello sujetos “abatidos y humillados”. Quisiera sugerir que ambos procesos comparten una misma gramática que intenta impedir basar la vida en común, como sugieren Judith Butler y Ariadna Cavarero entre otras pensadoras feministas, en nuestra vulnerabilidad compartida y nuestra habilidad y deseo de cuidar y ser cuidado por otros, y que por ende dificulta la construcción de ese futuro mejor y compartido. Para esto analizaré una escena de una película que si bien no toma lugar en Centroamérica me sirve para expresar, espero que claramente, mi argumento. Espero, también, que su conexión con el narcotráfico, las pandillas y la migración en Centroamérica y México sea evidente. En la película Savages, dirigida por Oliver Stone, Ben y Chon, dos norteamericanos que viven en California, producen y venden la mejor marihuana del país. Su organización es relativamente pequeña y poco violenta, pero les permite a ambos vivir una vida ampliamente confortable junto con Ofelia, co-protagonista y narradora de la película. Más aún, los tres están enamorados mutuamente y viven juntos en la misma casa. Sus tranquilas vidas son alteradas

 

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cuando el Cartel de Baja, liderado por Elena e interpretada por Salma Hayek, demanda ser parte del negocio. Siendo consientes de las implicaciones de relacionarse con narcotraficantes mexicanos, Chon y Ben rechazan la oferta y optan por hacer arreglos para salir del país con Ofelia y esconderse por un par de años mientras las cosas se calman. A Elena, sin embargo, no le parece que rechacen su oferta y le ordena a Lado, su brazo fuerte en California e interpretado por Benicio del Toro, que secuestre a Ofelia para presionar a los traficantes norteamericanos. No tengo tiempo aquí para hablar de los detalles de la trama, así que bastará decir que Ben y Chon descubren que Elena tiene una hija, Magda, que también vive en California y deciden secuestrarla y canjearla por Ofelia. Lo que me interesa aquí es señalar que los dos bandos presionan al otro mediante la explotación de la vulnerabilidad de precisamente esa persona que cada quien quiere más: Ofelia, en el caso de Ben y Chon; y Magda, en el caso de Elena. Ambas, Ofelia y Magda, son secuestradas y mantenidas en cautiverios. Ambas son abatidas y humilladas mediante el uso de violencia física y sicológica—O es incluso drogada y violada por Lado. Ambas son puestas en una situación de indefensión y son objetivadas como mercancías intercambiables. Y, por último, el sufrimiento de ambas es mostrado al otro bando por medio de videos. Sin embargo, Ben, quien es en un principio representado en la película como un Budista pacifista que utiliza gran parte de sus ganancias para viajar por el mundo ayudando a comunidades pobres, solamente está de acuerdo con secuestrar a la hija de Elena y convertirla en una víctima indefensa después de lo que podría considerarse como la escena clave de la película, al menos para lo que aquí me interesa. Como parte de las negociaciones entre los traficantes norteamericanos y el Cartel de Baja, Ben le da a Lado, el brazo derecho de Elena en California, un documento que supuestamente demuestra que Alex, uno de los abogados del Cartel de Baja

 

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en California y amigo de la familia de Elena, es el soplón que ha estado traicionando a Elena al compartir información con El Azul, el líder de otra organización de traficantes que está intentando controlar el territorio y las redes de distribución de Elena. Ben, sin embargo, sabe que Alex no es el soplón pues es él quien ha fabricado la acusación a partir de datos obtenidos por Dennis, un agente del FBI que ha estado protegiendo a Ben y Chon por seis años. Ben no lo sabe, pero Dennis también lleva varios años protegiendo a Lado. Es decir, Lado sabe de dónde viene la información que le ha dado Ben. Más aún, sabe que Alex no es el soplón ya que él, Lado, lo es. En efecto, Lado acaba de llegar a un acuerdo con El Azul para ayudarlo a tomar control del Cartel que dirige Elena. En este sentido, la “información” que Ben le da a Lado ayuda a este último pues Elena ha empezado a sospechar que el soplón quizás sea Lado. La escena que sigue en la película es una escena extremadamente violenta en la que Alex es torturado y forzado a confesar algo que no ha hecho. Esta es una escena que representa un tipo de violencia común en el narcotráfico y las pandillas, una violencia de la que muchos migrantes son víctimas y que quizás solo pueda ser descrita, usando el neologismo desarrollado por Adriana Cavarero, como horrorismo, En efecto, mediante un análisis histórico que se remonta a los mitos de Medusa y Medea, Adriana Cavarero asocia en Horrorismo: Nombrando la violencia contemporánea, la palabra “terror” con el hecho de temblar, es decir, con “el miedo no en su dimensión psicológica sino como un estado físico” (4) que obliga al cuerpo a tomar vuelo y huir, a moverse instintivamente. El “horror”, sin embargo, muestra para Cavarero “característica muy opuestas” en comparación con el terror (7) puesto que alude a una “sensación de erizamiento (la piel de gallina)” que lleva a “un estado de parálisis … en el que el huir o tomar vuelo … pareciera no ser una opción” (7). Cavarero apunta a una “afinidad entre el horror y la visión”, en otras palabras, “entre una escena

 

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imposible de ver y la repugnancia que despierta” (8). Cavarero sostiene además que el objetivo de la violencia horrífica es, en última instancia, deshacer y desfigurar el cuerpo” ya que es un tipo de violencia que destruye la singularidad del cuerpo desgarrando su vulnerabilidad constitutiva. Lo que está en juego, señala Cavarero, “no es el final de una vida humana sino de la condición humana misma, tal y como se encarna en la singularidad de un cuerpo vulnerable” (8). Cavarero también argumenta que la violencia horrífica “es ejercida en un cuerpo no solo vulnerable sino también reducido a la situación primaria de indefensión absoluta” (29), es decir, un cuerpo incapaz de defenderse y que como tal se encuentra en una condición de absoluta pasividad, “sufriendo una violencia de la cual no puede … escapar” (30). En el horrorismo, por consiguiente, “la escena se inclina totalmente hacia la violencia unilateral. No hay simetría, paridad o reciprocidad … [ya que] es el otro quien se encuentra en una posición de omnipotencia” (30). Lo específico de la violencia horrífica, concluye Cavarero, es el hecho de que la condición de indefensión es producida, es decir, que “la escena centrada en la víctima indefensa, lejos de ser una circunstancia fortuita, se produce artificialmente” (30-1). En este sentido, la violencia horrífica produce las circunstancias en que la vulnerabilidad y la indefensión (o desamparo) coinciden. Es a esto a lo que quizás se refiere Óscar Martínez en “Los secuestros que no importan” cuando señala que los migrantes son “como un conejo cojo a la vista de un halcón” (105); es decir, en extremo vulnerables e inminentemente indefensos, a merced de la violencia horrífica de traficantes, secuestradores y las propias autoridades mexicanas. Volviendo a la escena de la que estaba hablando anteriormente, la indefensión de Alex es producida y montada precisamente en la forma que Adriana Cavarero describe. Alex es mostrado colgado de cadenas, cubierto en sangre y siendo azotado por Lado, completa y absolutamente indefenso, abatido y humillado. Su cara está desfigurada y podemos ver como pequeños pedazos

 

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de su piel caen al piso. Lado, mientras tanto, demanda que Alex confiese lo que supuestamente ha hecho y Alex continúa gritando que es inocente, que él no es un soplón. Elena, que está viendo la escena por video, no sabe que en realidad Alex está diciendo la verdad. Tampoco lo sabe Ofelia, que es obligada a verlo todo por video. Los únicos que sí saben que Alex es inocente son Lado, Ben y Chon, que también están en el cuarto, y nosotros, los espectadores de la película, lo que siguiere, quizás, nuestra pasiva complicidad. En algún momento durante la escena de tortura, Lado le dice a Alex que si no acepta que él es el soplón va a secuestrar a sus hijos, traerlos y lastimarlos frente a él. En ese momento Alex se da totalmente cuenta que no hay nada que pueda hacer, que se encuentra en una situación de absoluta indefensión, que lo único que realmente pude hacer es cuidar de aquellos que más quiere: sus hijos. En este sentido, la violencia horrífica que Alex experimenta se torna en la condición de posibilidad de la vida de sus hijos. Alex entonces se da por vencido y “confiesa”, es decir, “acepta” ser el soplón que en realidad no es. Elena entonces le ordena a Lado que queme vivo a Alex y, más aún, que sea Ben el que encienda el fuego y pueda, en palabras de Elena, “terminar lo que empezó”. Lado rocía entonces a Alex con gasolina e intenta pasarle la antorcha a Ben para que la prenda. Ben se resiste a hacerlo pero Lado le dice que son órdenes de Elena—y recuerden que en este momento Ben y Chon aún no han secuestrado a Magda y, por ende, no pueden desobedecer las órdenes de Elena. Chon se da cuenta que es un punto de inflexión para Ben, un punto que Chon, un ex Marine que sirvió en Afganistán, pasó hace mucho, y se ofrece para encender la gasolina. Lado, sin embargo, rechaza la oferta de Chon diciéndole, “Tú no. Es mi regalo para él [para Ben]”. El “regalo” quizás sea el tenerse que dar cuenta que la violencia, incluso la violencia horrífica, no es solo intrínseca al negocio de las drogas sino a la vida misma y nuestro deseo de cuidar de otros, un pensamiento francamente inquietante que bien podría estar

 

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considerando Ben mientras agarra la antorcha y se acerca a Alex. La cámara hace luego un primer plano del rostro de Ben mientras éste trata de asimilar el hecho de que va a prenderle fuego, de matar horripilantemente, a alguien que sabe que es inocente al menos de lo que se le acusa en esa situación: ser un soplón. Ben cierra los ojos—quizás para forzarse a recordar que lo está haciendo por Ofelia; quizás incluso para aceptar que el cuidar de otros y participar de la violencia están inherentemente entrelazados. Finalmente, después de un último momento de duda, lanza la antorcha sobre la gasolina y enciende las llamas que consumen a Alex. Es en la escena siguiente que Ben acepta secuestrar a Magda, la hija de Elena, y por ende acepta la violencia horrífica como aquello que no solo produce indefensión, sino también la posibilidad misma de cuidar de otros, Ofelia en su caso. Podemos suponer que la escena analizada es una representación bastante certera de la violencia extrema asociada al narcotráfico y las pandillas: decapitaciones, cuerpos disueltos en ácido, desmembramientos, etc. Estas son, quizás, situaciones límite en las que la violencia horrífica y su relación con la vulnerabilidad y la indefensión, con la abyección, el abatimiento y la humillación, quizás adquieran su máxima dimensión. Creo, si embargo, que podemos encontrar la misma lógica, la misma gramática, aunque quizás en menor intensidad, en otras películas y textos que muestran la realidad centroamericana. Me refiero a películas tales como La vida precoz y breve de Sabina Rivas, de Luis Mandoki, o Sin nombre, de Cary Fukunaga; o a las crónicas publicadas por Oscar Martínez en Los migrantes que no importan, y las recopiladas por El Faro en Crónicas negras desde una región que no cuenta. Tanto Sin nombre como La vida precoz y breve de Sabina Rivas, por ejemplo, comienzan con una escena en la que un joven es brincado a la pandilla, es decir, que se convierte en parte de la pandilla mediante el rito de ser brutalmente golpeado por los miembros de la clica. En las dos películas es la Mara Salvatrucha

 

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quien realiza el ritual, pero bien podría ser el Barrio 18 ya que el rito y su significado son exactamente los mismos: el ser parte de la pandilla, la posibilidad de ser cuidado por la pandilla y de cuidar a los hommies, solo es posible en y a través de la violencia. Como señala Lil’ Mago Lil’ Mago, el palabrero o líder de la clica en Sin nombre, “la Mara es para siempre. Ahora pertenecés a una familia con miles de hermanos. Donde quiera que vaya siempre habrá alguien que se encargue de usted”. Podría observarse, tal vez con razón, que estas películas o textos solo refieren a situaciones o problemáticas específica—la del narcotráfico, las pandillas y tal vez incluso la inmigración—y que por lo tanto el tipo de violencia que retratan no es parte de otras esferas de la vida. Me parece, sin embargo, que el tipo de violencia que produce indefensión y abyección, abatimiento y humillación, es en realidad parte intrínseca de la racionalidad neoliberal avanzada en la que vivimos. De hecho, como Wendy Brown señala en “Neoliberalism and the End of Liberal Democracy”, “la racionalidad neoliberal, si bien se relaciona principalmente con el mercado, no se enfoca única y tampoco primariamente en la economía; consiste, más bien, en extender y difundir los valores del mercado a todas las instituciones y acciones sociales” (40). Entre las características de la racionalidad neoliberal que Brown analiza, es su dimensión moral la que más me interesa analizar aquí, misma que construye al sujeto como un individuo racional, autónomo, autosuficiente y soberano cuyo valor moral es medido por su capacidad de satisfacer sus propias necesidades y ambiciones. En otras palabras, de cuidar por sí y sólo por sí mismo (cf. 42). Como señala Brown, dentro de una racionalidad neoliberal, es el individuo y sólo el individuo que asume "toda la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, sin importar qué tan graves sean las limitaciones existentes [sociales, políticas, económicas, históricas] sobre sus acciones" (42). En consecuencia, dentro de una racionalidad neoliberal, la voluntad de cuidar

 

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al Otro no es considerada un comportamiento ético y quizás incluso natural, sino más bien un cálculo racional que debe primero tomar en cuenta el beneficio de la acción para el que la realiza. En La vida precoz y breve de Sabina Rivas, por ejemplo, la relación entre Sabina Rivas, una hondureña que trabaja de prostituta en la frontera entre Guatemala y México y quiere llegar al Norte para ser cantante, y Doña Lita, la dueña del burdel donde trabaja, está sujeta precisamente a esta lógica. Aquí, sin embargo, el cuidar y ser cuidado no es mediado por la voluntad o capacidad de matar sino más bien por el beneficio económico y la extracción de una renta. En el caso de Doña Alita, los ingresos que recibe por el trabajo de Sabina en el burdel; en el caso de Sabina, la posibilidad de que Doña Lita la ayude a obtener ese beneficio o renta futura en los Estados Unidos. Es a esta lógica comercial a la que alude Oscar Martínez en su crónica “Los secuestros que no importan” cuando señala que el secuestro masivo de migrantes, en vez del de empresarios, responde a un cálculo racional de riesgos y beneficios absolutamente coherente con los parámetros de la racionalidad neoliberal: agenciarse de los mismo fondos sin llamar la atención de las autoridades. Dadas las consecuencias mayormente devastadoras de las políticas neoliberales en todos los países en los que han sido introducidas, especialmente en países como México, Guatemala, Honduras y El Salvador, bien podría decirse que la racionalidad neoliberal produce esencialmente sujetos expuestos radicalmente a las vicisitudes de la economía de mercado y, en su amplia mayoría, incapaces de hacer algo al respecto; es decir, sujetos vulnerables y siempre a punto de caer en una condición de indefensión. Lo que la racionalidad neoliberal conlleva esencialmente para la mayoría de personas es la amenaza constante de ser excluido del ciclo de producción, intercambio y consumo, es decir, de ser situado más allá de la soberanía del mercado; lo que dada la asociación entre moralidad y responsabilidad individual propia del

 

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neoliberalismo, implica la permanente posibilidad de habitar el ámbito extramuros de la pobreza y la amoralidad. Esta relación se asemeja a lo que Giorgio Agamben llama en Homo Sacer “vida desnuda”, es decir, una vida “expuesta a una amenaza incondicional de muerte” (183). Así. el sujeto neoliberal es, como el sujeto de la violencia horrífica, no sólo vulnerable sino también indefenso. En este sentido, el horrorismo pareciera compartir con la racionalidad neoliberal una misma gramática y lógica subyacente. Podríamos incluso argumentar que la violencia horrífica no debiera ser leída como corolario a la razón neoliberal sino como parte intrínseca de su propia reproducción y manufactura de vida desnuda, proceso cuyo fin (al igual que con el horrorismo) es la producción de un estado de indefensión colectiva que impida o anule nuestra capacidad de interesarnos y cuidar del otro y, con ello, la posibilidad de una política otra, de una vida comunitaria significativa, de un futuro mejor que hoy por hoy pareciera más utópico que nunca. Para concluir, quisiera proponer que quizás sea a esta relación a la que Sophie y Alicia aludían al relacionar lo pos-utópico con lo abyecto: si no nos preocupamos por cuidar al Otro y, a su vez, dejamos que ese Otro cuide de nosotros; si no creamos los lazos afectivos necesarios para poder creer y trabajar en conjunto por un futuro mejor, seguiremos siendo sujetos abyectos, sujetos siempre-ya expuestos a la posibilidad de ser abatidos y humillados por la violencia horrífica y/o la racionalidad neoliberal; en suma, sujetos pos-utópicos y sin futuro.

 

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