Homenaje a la Libertad. Discurso de Aceptación del Premio Academia de Ciencias Políticas y Sociales 2011

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HOMENAJE A LA LIBERTAD DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO ACADEMIA DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES 2010-2011 Carlos E. Weffe H.*

* Profesor Jefe de la Cátedra de Finanzas Públicas de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Central de Venezuela, con la categoría de Asistente por concurso de oposición. Profesor de post-grado en la Especialización en Derecho Tributario de la Universidad Central de Venezuela. Profesor de pre-grado en la Universidad Monteávila. Ex Profesor de post-grado en la Universidad Metropolitana, la Universidad Católica del Táchira, la Universidad Fermín Toro y la Escuela Nacional de Administración y Hacienda Pública (ENAHP-IUT). Galardonado con el Premio Academia de Ciencias Políticas y Sociales 2011.

BOLETÍN DE LA ACADEMIA DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES N° 150 – ENERO-DICIEMBRE 2011 Páginas: 167-173 ISSN: 0798-1457

Señor Doctor Enrique Lagrange, Presidente y demás miembros de la Junta Directiva de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Señoras y Señores, Individuos de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Señoras y Señores, Individuos de Número de otras Corporaciones Académicas. Señor Doctor Jesús Sol Gil Presidente y demás miembros del Consejo Directivo Electo de la Asociación Venezolana de Derecho Tributario. Señores abogados, Luis Alberto Petit Guerra y Humberto Tercero Bello Tabares Galardonados con Mención Honorífica. Familiares y amigos, señoras, señores: Inicio estas palabras con las dificultades de uno de los ilustres miembros de esta Corporación Académica, el Prof. Dr. Allan Brewer-Carías, maestro –directa o indirectamente– de muchos de nosotros, entre los que me incluyo, en el Derecho Público. En efecto, al Prof. Brewer-Carías le correspondió recibir el 15 de octubre de 1976, año de mi nacimiento, el laurel que hoy la Ilustre Academia de Ciencias Políticas y Sociales coloca sobre mi débil cabeza. Y ante ocasión idéntica a la que me tiene ahora ante ustedes, Brewer-Carías reconoció que “se hace difícil decir algo, después de recibir un Premio de esta naturaleza”. Y sí, es increíblemente arduo articular palabra ante el hecho de una recompensa que –si bien soñada en varias de esas noches en las que escribía alguna de las páginas que hoy componen «Garantismo y Derecho 167

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Penal Tributario en Venezuela», bajo la macondiana peste del insomnio y sin el consuelo de los brebajes del gitano Melquíades- se avizoraba como lejana, distante, incluso inalcanzable. Sin embargo hela aquí, sorprendiéndome con su distinción y aterrorizándome con el compromiso. El primero, el que ahora me ocupa, y que describió García Márquez con sobrado tino preguntándose “¿qué hago yo encaramado en esta tribuna de honor, yo que siempre he considerado los discursos como el más terrorífico de los compromisos humanos?” Y así, circularmente, he vuelto al principio. ¿Cómo transmitir a ustedes, honorables Académicos y queridos amigos, la mezcla indefinible de gratitud y el terrorífico compromiso del que antes les hablé, que ha llenado mis días desde que conocí en la voz de Betty, mi esposa, el designio de esta augusta corporación? Debo empezar con la gratitud. Pocas veces la retórica ha dotado a un sentimiento de una forma más simple y diáfana de expresarse: gracias. Agradezco, en primer lugar, a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales el que me haya distinguido con el más alto galardón que se otorga a la investigación jurídica en el país, concediéndome así una visa al país de la inteligencia del que sus miembros son ciudadanos. Les agradezco, en especial, a los Dres. Enrique Lagrange, Jesús Ramón Quintero y Allan Brewer-Carías por considerarme digno de ocupar un lugar junto a varias de las mentes más preclaras de las ciencias jurídicas y políticas de los últimos cincuenta años en Venezuela, que han sido ejemplo para todos, y que de varias de las cuales he tenido el privilegio de contar directamente con sus enseñanzas, su compañerismo y amistad. Hablo aquí de mi padrino de promoción, el Prof. Dr. Ramón Escovar León; de mi exigente, admirada, recordada y querida Profesora, Dra. Tatiana B. de Maekelt; de mi riguroso jefe en el Centro de Estudios de Postgrado de la Universidad Central de Venezuela, el Prof. Dr. Humberto Njaim; y de mi benefactor, prologuista del trabajo que hoy nos congrega, el Prof. Dr. Humberto Romero-Muci. Me refiero, también, a distinguidos juristas a quienes he seguido en la distancia: los Dres. Leopoldo Borjas Hernández, Luis Henrique Farías Mata, Hermann Petzold Pernía, Chibly Abouhamad Hobaica, Isidro Morales Paúl, Arturo Torres Rivero, Hildegard Rondón de Sansó, Luis Corsi, Héctor Faúndez Ledezma, Angelina Jaffé Carbonell, Luis Ortiz Álvarez, y en especial a Allan Brewer-Carías, a quien, por las enseñanzas 168

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que de él recibí en sus libros, le rindo en su forzosa ausencia mi palabra de reconocimiento. Igualmente, la ocasión me concede el honor y el privilegio de aunar mis pobres esfuerzos a los incontables logros académicos de mis brillantes compañeros en las aulas universitarias y entrañables amigos: el Prof. Dr. José Ignacio Hernández González y la Prof. Dra. Claudia Madrid Martínez. De esta última tengo el orgullo de recibir el testigo del Premio de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, honrosamente acompañado de dos acabados juristas, de quienes el acto de hoy es sólo una, entre muchas, de las pruebas de su calificación profesional: los abogados Luis Alberto Petit Guerra, juez que –como dice el dicho– es “derecho como la viga en el techo” y creyente –con Kant– en el debido proceso como forma de la razón práctica hacia un Derecho menos hierático, más equitativo y humano; y Humberto Bello Tabares, destacado procesalista que, continuando la línea de investigación que lo llevó a obtener el Premio de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales en 2009, propone en su obra soluciones para dotar a la Casación Civil de la eficacia que el mandato constitucional impone al proceso, como instrumento de la justicia. Sus nombres y sus obras, como en señalada ocasión dijo García Márquez, “se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció una simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa suele ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido”. “Es por ello –sigue García Márquez– apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad […] qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado”. Yo, por mi parte, quiero creer que “este tribunal de árbitros tan severos” que ha juzgado nuestro trabajo quiere rendir homenaje a la Libertad. La libertad que Hegel anunciaba como la idea del Derecho, que “para ser 169

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verdaderamente aprehendida tiene que ser conocida en su concepto y en su existencia”, y que junto con la Justicia y la Paz es la base de los Derechos Humanos. La libertad que Víctor Hugo identificaba en la filosofía con la razón, en el arte con la inspiración y en la política con el Derecho. La libertad que es derecho subjetivo a la autodeterminación, dentro de los límites que lúcidamente le impone Kant: la necesaria adecuación de la conducta humana “a la regla del arbitrio o a la posibilidad moral de la acción, es decir, que la acción no se contradiga con la ley moral”. La libertad con la que, como dice el célebre Manco de Lepanto, “no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”, y por la cual, “así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. La libertad es la idea que, quiero creerlo, informa transversalmente las reflexiones, análisis y críticas que, desde la razón práctica, están contenidas en «Garantismo y Derecho Penal Tributario en Venezuela». En sus líneas se pretende –y uso para ello las palabras de Romero-Muci– “detectar y denunciar, no sólo las deformaciones del sistema jurídico positivo, sino poner al desnudo todas aquellas situaciones en las que permanecen poderes al margen del estado de derecho […] dejando huella clara del deber ser del Derecho Penal Tributario y del estado de las garantías que aseguran su efectiva vigencia en nuestro medio”. Por ello, creo válido, posible y necesario rescatar la efectiva vigencia de los principios y garantías esenciales del Derecho sancionador como un límite efectivo frente al ejercicio –y eventualmente frente al abuso– del ius puniendi por el Estado en materia tributaria, hoy tristemente imperante bajo el amparo de una voracidad mal disimulada en la «eficiencia recaudatoria» a la que se refiere la Ley Fundamental: es ese el valor –si alguno tiene– que atribuyo al texto que hoy me tiene aquí, muerto de miedo, ante ustedes. Es mi esperanza que, además de servir como una especie de guía introductoria dentro de nuestro intrincado sistema sancionador fiscal, «Garantismo y Derecho Penal Tributario en Venezuela» ponga un granito de arena para lograr más y mejor Libertad en esta, como decía Gallegos, “tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena ama, sufre y espera”. Si ello empieza a lograrse habré alcanzado mi objetivo, habré cumplido con el enorme compromiso que sobre mis hombros ha puesto esta Ilustre Academia, y podré decir –nuevamente con García Márquez– que el premio 170

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que acabo de recibir “lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano”. A esta altura de mis palabras –ya no tan breves como mis nervios hubieran querido– recibo el Premio de esta Ilustre Academia de Ciencias Políticas con tres sentimientos que no suelen andar juntos: la gratitud, la humildad y la alegría. La gratitud me hace decir con Publio Siro que nunca olvidaré el honor que se me ha conferido, y que olvido en el acto lo que he podido haber hecho para merecerlo. Así rindo homenaje a otro admirado maestro a la distancia, Albert Einstein, al intentar, según su consejo, no volverme “un hombre de éxito, sino un hombre de valor”, y continuar así satisfaciendo la curiosidad que me trajo hasta ustedes, pues yo, como Einstein: “no tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso”. La humildad, pues como dice un ilustre miembro de esta Corporación Académica, el Dr. Román Duque Corredor “no basta con ser sabios y justos” –que no creo yo serlo– “si no se es también humilde”. Yo creo, con Hemingway, que “el secreto de la sabiduría, el poder y el conocimiento es la humildad”, porque –católico como soy– procuro seguir lo que enseña San Agustín: “si quieres ser grande, comienza por ser pequeño; si quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo, piensa primero en poner el fundamento de la humildad”. Y la alegría, esa bella chispa divina, hija del Elíseo de la que hablaban maravillosamente Schiller y Beethoven y que en ocasión como esta no requiere mayor explicación, me exige –deber que cumplo complacido– dedicar algunas frases de amor y agradecimiento a quienes, desde el centro de mis afectos, me han conducido –y acompañado– hasta la meta hoy alcanzada. A Betty, mi cómplice, mi mejor amiga, mi compañera, la mejor tributarista del mundo, cuyas palabras de aprobación a mis notas insomnes son, además del Premio que hoy recibo, la mayor recompensa que he recibido por mi trabajo. Betty, te admiro, y te amo de aquí al infinito, ida y vuelta, parado de manos en una tortuga artrítica y asmática ¡que completa el recorrido! A Lysbeth, mi mamá, a quien le agradezco –junto con la vida– su amor, su dedicación y sus enseñanzas, en especial la de apreciar el idioma de Dios, escondido en la Música. 171

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A Efraín, mi hermano, por el Ska, por el Desorden –en Público y en privado–, por viajar a sus sueños en el Subterráneo Caracas-Tokyo, y por ser mi mejor amigo. A Myriam, mi abuelita, de quien aprendí que “el amor a la Patria y a sus semejantes, la honradez, el trabajo creador, el espíritu de superación y la solidaridad humana” son las cualidades necesarias para andar por el buen sendero, en la esperanza de que haya visto aquí mi esfuerzo por seguir su inspiración y su ejemplo. A Jesús José –o mejor debo decir, a Chuché–, mi primo, por ser uno de los mejores profesores de Derecho que haya podido encontrar, y regalarme, además de su afecto fraternal, con varias de las mejores discusiones jurídicas que he tenido en mi vida. Y a Laurinda, Rafael y José Alberto, también mi familia, por abrirme de par en par las puertas de su casa y de su corazón, donde –como dice la canción– “fica bem pão e vinho sobre a mesa”, permitirme, como uno más, “sentarme à mesa co’a gente” y enseñarme, de muchas maneras, que “não há gente como a gente”. Pero como bien dice Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, “la alegría y el dolor no son como el aceite y el agua, sino que coexisten”. Hoy, sólo la esperanza de la vida eterna que aprendí de uno de ellos a través de la devoción que me inculcó a la Virgen del Valle, mi protectora, me permite sentir con agridulce estremecimiento su añorada presencia entre nosotros. Primero, la de José, mi papá Andrade, de quien aprendí con admiración el valor del honor, la virtud y del trabajo tesonero. Gracias, Don José, por regalarme su mayor tesoro, y por completar mi formación con su ejemplo. Y por último, pero no por ello el menos importante, la de Carlitos, mi papá, el mejor padre del mundo, a quien, extrañando el cálido abrazo que me abandonó hace escasos tres meses, dedico ahora las lágrimas que reprimo por la solemnidad de la ocasión. Le dedico, también, mi tierno agradecimiento por nuestras noches de insomnio macondiano; por Somerset Maugham, por Agatha Christie, por García Márquez, por Borges y por Cervantes, que entre muchos otros fueron compañeros impenitentes de nuestros desvelos; por el orgullo de ser Weffe y de ser margariteño, por mi Virgencita que está en El Valle, por acompañarme, y por darme su amor todos estos años. 172

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Termino. Espero que desde el Cielo, donde la Virgen del Valle me dice que está, pueda ver que “he seguido como guías infalibles”, como alguna vez dijo Bolívar, el consejo que –siento– me dejó escrito en su Diario personal, el 14 de abril de 1969: “Por eso, Carlos, te digo: estudia, estudia, estudia, que el que no lo hace no es nadie”. Muchas gracias.

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