Historia, memoria y crisis del testimonio en el siglo XX

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Descripción

II Jornadas Doctorales de la Universidad de Murcia

FI-CO-05

Historia, memoria y crisis del testimonio en el siglo XX R. Pérez1 1

Universidad de Murcia, Facultad de Filosofía, Departamento de Filosofía, CP: 30003, [email protected]

Son varios los filósofos e historiadores que han caracterizado el siglo pasado como “la era del testimonio”. Esa es la descripción que sirve de título a una de las obras más relevantes de Annette Wieviorka, en la que define al testigo de los catastróficos eventos del pasado siglo como uno de los ejes de la ética, la política y la historiografía. El aluvión de testimonios que empiezan a ser recogidos en los últimos decenios, tanto en centros de investigación históricos como en diversas obras literarias, dotan a esta figura de valor histórico y peso moral. Al fin y al cabo, las voces de las víctimas que narran su dramática experiencia – ya sea en el Gulaj, en Auschwitz, en Hiroshima… - constituyen una de las escasas fuentes de conocimiento para dar cuenta de algunos de esos eventos. Y de ellas deriva ese imperativo moral que, como símbolo, ha adoptado el derecho internacional. Un imperativo que Theodor Adorno definió como aquel que guía el comportamiento con el fin de que Auschwitz nunca se repita. El objetivo de nuestro texto es analizar cómo la cantidad y la idiosincrasia de esta explosión testimonial han afectado a los presupuestos del discurso histórico. Las pretensiones de objetividad e imparcialidad de la historiografía clásica contrastan con la importancia que adquieren en este campo los testimonios, necesariamente parciales, de autores como Primo-Levi, Elie Wiesel, Aleksandr Solzhenitsyn… Por lo que es preciso reinterpretar las condiciones de la historiografía a la luz de estas dificultades, inherentes al ámbito de la historia del presente. Considero que para dar cuenta del contraste entre la naturaleza de la metodología del historiador en el pasado siglo y el carácter subjetivo del testimonio, es muy significativa la siguiente cita de Henry Boularouz “En una conferencia oí a los historiadores declarar que los presos de los campos de concentración éramos documentos para ellos… expresé mi sorpresa. Ellos me replicaron con una sonrisa amistosa: “Documentos vivientes”. Me vi a mi mismo transformado en un extraño animal enjaulado en el zoo con otras raras especies. Los historiadores venían a examinarme, me decía que me tumbara, que me girase de la misma manera en que tú puedes pasar las páginas de un documento, y me preguntaban cuestiones, tomaban notas aquí y allá… El término usado en la conferencia me pareció totalmente sorprendente. Uno puede pasar de ser un “prisionero en el campo de concentración” a ser “un testigo”, y después de ser un “testigo” a ser un “documento”. Así pues, ¿Qué somos nosotros? ¿Qué soy yo?” [1] A lo largo de las siguientes páginas defenderemos las siguientes tesis. En primer lugar, que el tratamiento del testigo como un documento por el historiador responde a la necesidad de mantener una distancia afectiva y epistémica con él. Para así salvaguardar la objetividad del resultado de su investigación. En segundo lugar, que el potencial performativo del acto de testimonio imposibilita su reducción a la dimensión de documento viviente. Condición que a su vez niega la distancia buscada por el historiador y revela

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hasta qué punto su obra no tiene únicamente la función de recomponer el pasado, sino que sirve también como evocación moral. Este objetivo trata, en última instancia, de revelar algunos de los presupuestos y compromisos etico-políticos subyacentes a los procesos de escritura de la historia. Para tal fin, propongo leer estas cuestiones a través del debate acerca de las relaciones existentes entre la historia y la memoria colectiva. La memoria colectiva es un concepto pertenenciente al ámbito de la sociología y la teoría cultural, que refiere al conjunto de condicionantes y moduladores sociales de la actividad rememorativa de cada uno de los individuos pertenecientes a un grupo humano. Esta categoría designa, por tanto, una relación con el pasado inmediata, espontánea, afectivamente condicionada y parcial. Por lo que defender su interacción con el discurso histórico resulta muy significativo, en la medida en que podría revelar la dependencia del mismo con diversos factores contextuales. Resulta comprensible, en este sentido, que varios autores hayan definido la discontinuidad entre ambas formas de relación con el pasado. El caso más significativo y el que reseñaremos aquí es el del sociólogo francés Maurice Halbwachs. Fue uno de los investigadores y defensores de la validez de la noción “memoria colectiva”. Pero a su vez ha sido uno de los que ha defendido su oposición respecto al discurso histórico, hasta el punto de que la noción “memoria histórica”, desde su óptica es un contrasentido. En su obra establece una distinción entre dos tipos de memoria: la memoria viva, que es la memoria colectiva que se reproduce dinámicamente a través de las relaciones humanas, y la memoria muerta,que es la historia. Sólo cuando un evento ha perdido con el paso del tiempo su pervivencia en el recuerdo de un colectivo, podrá ser tramado al texto escrito por parte de un historiador. La historia se define, por tanto, a través de su autonomía respecto a los lazos cohesivos de la memoria colectiva. Dicha autonomía deriva, a su vez, de su distancia con el evento en cuestión y de la mediatez que hace posible el recurso a la escritura. Es decir, el eje que sirve para establecer la distinción entre la historia y la memoria, es la separación entre el soporte documental – que asegura su pervivencia en el tiempo – de la historia y la oralidad de las narraciones que conforman la memoria colectiva. La mediación que permite la dimensión textual del soporte de la escritura fundamenta la atribución de un estatuto epistémico privilegiado a la historia. Por estos motivos es muy significativa la necesidad de recurrir al testigo, y por ello a la historia oral, como fuente de información. Con una peculiaridad que es preciso matizar. La figura de la que se obtiene una narración personal sobre genodios, conflictos bélicos... no es meramente un tercero que da cuenta de una serie de eventos. Es un superviviente. En su obra Homo saccer III. Lo que queda de Auschwiz. El testigo y el archivo, Giorgio Agamben explica esta diferencia a través de un análisis etimológico del término[2]. En latín, expone, existen dos términos para referirse a esta figura. En primer lugar, testis. Designa a aquel que, en un proceso judicial entre dos partes en conflicto, sirve de tercero, de agente externo al litigio, cuya exposición de los hechos puede influir en el mismo. Ahora bien, pese al valor jurídico que ha tenido el testigo del holocausto durante la postguerra – el caso Eichmann constituye un ejemplo paradigmático en este sentido – no se adecua a la descripción derivada de la etimología de testis. Primo-Levi, Jean Amery,

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Elie Wiesel... no son simplemente terceros que ofrecen una descripción objetiva de un estado de cosas. El segundo término al que alude Agamben, superstes, refiere a aquel que ha vivido una determinada experiencia, que ha atravesado la totalidad de un acontecimiento y que puede ofrecer un testimonio desde la óptica subjetiva de superviviente que ha aquirido. La radicalidad de su vivencia y la parcialidad de su descripción de los hechos constituyen los rasgos característicos de esta figura. Por lo tanto, el hecho de que el testigo no sea meramente un tercero, sino también, una víctima, un agente histórico inmerso en los acontecimientos, problematiza el valor histórico de su relato. Al fin y al cabo, el historiador nunca podría encontrar en su exposición de los hechos una exposición de lo que realmente ocurrió, por lo que será preciso someter a la misma a crítica y contraponerla a la pluralidad de testimonios y documentos existentes. No obstante, el conflicto entre la descripción afectivamente condicionada del testigo y la búsqueda de imparcialidad por parte del historiador, no puede agotarse en estos términos. Al contrario, defenderemos que el contenido semántico derivado de la transgresión moral sufrida por el testigo – la víctima – inhabilita las pretenciones de distancia por parte del historiador. Así, en primer lugar, deberemos cuestionarnos hasta qué punto la radical subjetividad de la visión del testigo se agota en su parcialidad y no contiene ningún elemento objetivo respecto a las condiciones de reconstrucción de la historia del holocausto. En este sentido, es muy significativo el conflicto entre historiadores y psicoanalistas del que da cuenta Dori Laub en su ensayo Bearing Witness or the Vicissitudes of Listening. El debate giraba en torno a la valoación de un testimonio de una mujer superviviente de Auschwitz. Su exposición de los hechos no sólo estaba manifiestamente distorsianada por percepciones y emociones personales, sino que llegaba a describir hechos que eran reconocidos como falsos, en la medida en que eran contradichos por otras fuentes de información histórica mucho más fiables. En un momento determinado de su relato llegaba a describir la presencia de cuatro chimeneas de las que salía el humo de los crematorios, en una zona en la que los planos existentes mostraban que sólo había una. Consecuentemente, varios historiadores defendían la ausencia de valor del testimonio en la medida en que incluía elementos ficticios o imaginativos que entraban en contradicción con la descripción más objetiva de los hechos. Algunos psicoanalistas, entre los que se encontraba la propia Laub, defendían, al contrario, que la exposición de aquella mujer sí poseía cierto valor epistémico, si bien es cierto que redefinía los contenidos de la propia realidad testimoniada. El relato biográfico de la testigo no hacía referencia a contenidos concretos como cuántos de sus familiares o amigos fueron enviados a los crematorios, o cuántas chimeneas fueron levantadas en el campo. Trataban sobre un problema diferente. Constituían síntomas de la propia idiosincrasia del testimonio y del carácter traumático de los acontecimientos. Dan cuenta de la ruptura de los marcos de comprensión de la fuente oral de la historiografía. O lo que es lo mismo, de la crisis histórica del testimonio. Veamos cómo refleja esta cuestión Dori Laub: “Un psicoanalista, que había sido una de las entrevistadoras de aquella mujer, discrepó profundamente. “La mujer estaba testificando”, él insistió, “no el número de chimeneas soltando humo, sino algo más, más radical, más crucial: la realidad de que algo

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inimaginable estaba ocurriendo. Una chimenea escupiendo humo en Auschwitz era tan increíble como cuatro. El número importaba menos que el hecho de que ocurriera. El evento en sí mismo era casi inconcebible. La mujer testificaba un evento que rompía todos los marcos convencionales de Auschwitz, donde la revuelta armada judía no ocurrió, ni tuvo lugar. Ella testificó la ruptura de un marco de comprensión. Aquello era verdad histórica” [3]. El testigo se revela, por lo tanto, como una figura que se encuentra fundamentalmente en crisis, en la medida en que sus estructuras comprehensivas han caído bajo el peso del trauma. Pero a la vez sigue siendo una de las fuentes más importantes de conocimiento histórico. Esta crisis del testimonio es descrita por Dori Laub, Shoshana Felman y Giorgio Agamben como un proceso de desubjetivación de cada individuo, derivado del ocaso de sus habilidades comunicativas, cuyo caso límite es la figura del musulmán. El musulmán es el testigo integral que Agamben considera el eje que da sentido a la experiencia de los campos de concentración y que sintetiza la presencia de una realidad intestimoniable. En la jerga de los campos de concentración, el término musulmán se utilizaba para referirse a aquel preso que, producto del derrumbe psíquico sufrido por la gravedad de los eventos en los que estaba inmerso, reaccionaba desconectándose del mundo externo y volviéndose completamente indiferente a las circunstancias del mismo. El musulmán era aquel que había dejado de ser hombre, que había muerto psíquicamente, pero que seguía perteneciendo a la especie humana en sentido biológico, por un breve período de tiempo. Es el caso extremo del proceso que interpretamos como la erosión de las relaciones comunicativas del superviviente con su entorno, a través de su convivencia con el acontecimiento límite. Tal y como plantea Shoshana Felman [4], la ausencia de una comunidad comunicativa entre los miembros del grupo degeneró en la imposibilidad, por parte del testigo, de trasladar el evento traumático al ámbito simbólico. Como no había otro al que comunicar la experiencia, el superviviente era incapaz de narrarse su vivencia a sí mismo, no era capaz de ser testigo ante sí mismo. Por lo tanto, si el acto por el que el superviviente se convierte en supertes es paralelo al ocaso de sus habilidades comunicativas, el acto de testimonio se identifica con el proceso de reconstrucción de la subjetividad del individuo. Dar testimonio no sólo es ofrecer una información sobre un estado de cosas pasado, sino que constituye, además, un acto performativo que afecta tanto al entrevistador como al entrevistado. A través del diálogo con el historiador, el testimonio no sólo se transmite, también se construye, permitiendo que, al trasladar al ámbito simbólico, al ámbito de la narrativa, una experiencia desgarradora, el superviviente pueda desarrollar un diálogo consigo mismo. La incapacidad de traducir el fenómeno al ámbito simbólico deriva de la incapacidad de unificar los dispersos fragmentos de la experiencia. Tarea que se consigue a través de la narrativa que el testigo construye en diálogo con el historiador. Este proceso ha sido tradicionalmente definido como la elaboración de la pérdida traumática. Condición que explica el carácter terapéutico del testimonio respecto a la víctima.

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Ahora bien, lo más significativo de estas tesis no es el carácter terapéutico que tiene el testimonio para la víctima sino el efecto del mismo en el historiador y, consecuentemente, en el proceso de construcción retrospectiva de los eventos a partir de las fuentes orales. Son muy interesantes en este sentido las tesis que desarrollara Dori Laub. Laub, además de psicoanalista e historiadora, fue superviviente del holocausto y en uno de sus ensayos distingue entre tres niveles o planos diferentes de testimonio. En primer lugar, ser testigo de una vivencia ante uno mismo. En segundo lugar, ser testigo del testimonio de otros. Y en tercer lugar, ser testigo ante el proceso de testimonio mismo. Es el segundo nivel el que ocupa, a juicio de Laub, el historiador. De forma que en el proceso de testimonio debe mantener una actitud activa y experimentar él mismo las vivencias testimoniadas. Es decir, debe tomar parte en el conflicto que vive el superviviente cuando trata de unificar los fragmentos desordenados de sus vivencias. La conversión del historiador de mero interlocutor a testigo de los propios eventos narrados, implica la presencia de un contagio y absorción, por su parte, de muchos de los contenidos afectivos que rodean al testigo. Esta implicación del historiador en el acto de testimonio se traduce en lo que Laub define como los peligros de la escucha. La transgresión moral sufrida por el superviviente así como la relación de co-participación en la construcción del relato a partir de su testimonio, trae consigo una identidad empática entre el historiador en la víctima. Identidad que se traducirá en la tendencia inevitable a adoptar la óptica de un agente concreto en el proceso de escritura de la historia. Esta serie de condiciones inherentes a la relación historiador-testigo tienen una capacidad heurística para entender algunas de las polémicas historiográficas respecto a la recepción del Holocausto. El caso Goldhagen, el caso David Irving y, en general, la virulenta respuesta ante el negacionismo, pueden ser interpretados como síntomas de esta identidad empática con las víctimas por parte del historiador. Una tendencia que, considerando el potencial cohesivo que posee el relato histórico para la construcción de identidades colectivas, puede ayudar a entender tanto los usos como los abusos del potencial semántico derivado del Holocausto. Referencias [1] W. Annete (2006) The era of the witness. Ithaca and London: Cornell University Press. pág, 129. (La traducción es mía) [2] G. Agamben. (2014) Homo saccer III. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Valencia: Pretextos. pág. 15. [3] D. Laub (1992), “Bearing Witness or the Vicissitudes of Listening” en S. Felman; D. Laub, Testimony. Crises of Witnessing in literature, psychoanalysis, and history. New York and London: Routledge. Pp. 57-74. pág. 60. (La traducción es mía). [4] S. Felman (1991), “In an era of testimony: Claude Lanzmann´s Shoah” en Yale French Studies, No. 79. Literature and the Ethical Question. pp. 39-81. pág. 45

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