Historia del capitalismo agrario pampeano, t. IV. La agricultura pampeana en la primera mitad del siglo XIX. Buenos Aires, Siglo XXI Editores – Universidad de Belgrano, 2008. ISBN: 978-987-629-032-6.

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Descripción

Historia del capitalismo agrario pampeano Tomo IV

Julio Djenderedian La agricultura pampeana en la primera mitad del siglo XIX

Diseño de interior: tholön kunst © 2008, Siglo XXI Editores Argentina S. A. ISBN Impreso en A Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina // Made in Argentina

Índice

Presentación general del volumen por Osvaldo Barsky

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Agradecimientos

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Introducción

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Capítulo I. La agricultura colonial 1. Introducción 2. El espacio y la economía 3. La circulación y el transporte 4. El papel de la producción agrícola en el Río de la Plata tardocolonial 5. La importancia regional y diferencial de los cereales 6. Pautas, características y actores en la comercialización del trigo 7. Los actores y las unidades de producción agrícola

35 35 36 41

Capítulo II. La técnica agrícola a fines de la colonia 1. Introducción 2. El norte del litoral 3. La agricultura irrigada en los bordes del interior 4. El área del cultivo en secano 5. El diagnóstico ilustrado sobre la técnica agrícola rioplatense

87 87 89

46 56 61 69

94 98 124

8 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Capítulo III. Producción y comercio de cereales durante la primera mitad del siglo XIX 1.Introducción 2.La producción cerealera y los cambios en la economía rioplatense a partir de la Revolución 3. El comercio y el mercado cerealero porteño en la primera mitad del siglo XIX 3.1. La coyuntura revolucionaria 3.2. Las décadas de 1820 y 1830: un equilibrio inestable 3.3. Los cambios de la década de 1840 Capítulo IV. Las formas de la colonización 1. Introducción 2. La política de afianzamiento poblacional durante el tardío dominio hispánico 3. Los cambios tras la Revolución 4. La expansión de la frontera y la oferta de tierras públicas 5. La inmigración y sus efectos en la economía real 6. Los proyectos de colonización extranjera de los años rivadavianos 7. Un intento de analizar las causas de su fracaso 8. La evolución de la colonización criolla en el segundo cuarto del siglo XIX 9. Los cambios a partir de la década de 1840 Capítulo V. Los cambios en la tecnología agrícola pampeana durante la primera mitad del siglo XIX 1. Introducción 2. La dimensión, las causas y las formas de las innovaciones 3. Avances sobre tierras nuevas, cambios de escala necesidad de organizar más eficazmente la producción rural 4. La introducción de nuevas formas de labranza 5. La renovación de semillas y la aparición del Barletta

133 133 139 145 145 149 172 183 183 188 194 198 207 216 224 231 239

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índice 9

6. Los cambios en la superficie implantada por unidad y sus efectos 7. Los comienzos de la introducción de maquinaria simple 8. Una agricultura paulatinamente renovada

276 284

Capítulo VI. La situación agrícola de las distintas provincias pampeanas hacia 1850 1. Introducción 2. Buenos Aires 3. Santa Fe 4. Entre Ríos 5. Córdoba 6. En vísperas de grandes cambios

289 289 290 297 301 304 307

Conclusiones

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Bibliografía y fuentes

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Apéndice I: Datos numéricos de los gráficos Apéndice II: Cuadros adicionales Índice de cuadros Índice de gráficos Índice de ilustraciones Índice de cuadros de los apéndices

377 383 393 394 395 397

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Presentación general del volumen Osvaldo Barsky

En la presentación general de esta Historia del capitalismo agrario pampeano1 habíamos señalado que las investigaciones de autores como Halperín Donghi, Juan Carlos Garavaglia, Jorge Gelman, Carlos Mayo y Raúl Fradkin, entre otros, habían cambiado fuertemente el estado del conocimiento del agro durante el período colonial y tardocolonial. Entre otros temas, destacamos la importancia que para este período los autores le daban a la agricultura, claramente subestimada en las visiones tradicionales, y también cómo remarcaron que ésta tenía presencia no sólo en las chacras, sino que también se desarrollaba en las estancias. En el primer tomo de esta Historia, centrado en la expansión ganadera hasta 1895, se había hecho una acotada referencia a estos temas en la misma dirección, pero señalando que en realidad el peso significativo de la agricultura tenía relevancia en la campaña de Buenos Aires de antigua ocupación, y que tal situación era mucho menos significativa en las otras provincias del litoral argentino. En este volumen, el tema de la agricultura recobra toda su intensidad, ya que se trata de sistematizar el estado de la agricultura tardocolonial para luego poder adentrarse plenamente en la situación existente en este rubro durante la primera mitad del siglo XIX. Es que, más allá de los actuales enfoques, que sugieren no identificar mecánicamente los cortes políticos introducidos en 1852 con los cambios en las sociedades rurales a fin de destacar los procesos de continuidad, es evidente que estas continuidades se evidencian más plenamente en los períodos previos e inmediatamente posteriores a la independencia que en la época de la Organización Nacional, en la cual, a lo largo de pocas décadas, la agricultura pampeana ocupó un destacado escenario productivo de trascendencia internacional. 1 Véase Barsky, O., “Presentación general de la obra”, en Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).

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En esta obra Julio Djenderedjian realiza un importante esfuerzo por sistematizar el estado del conocimiento de esta temática, consciente todavía del gran desnivel existente en el saber sobre Buenos Aires frente a los grandes vacíos historiográficos sobre Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos, aunque sus propias investigaciones sobre esta última provincia le dan una perspectiva renovadora de contraste, al destacar las significativas diferencias con Buenos Aires. Mientras en esta última el peso del consumo urbano determinaba una importancia proporcionalmente grande de la agricultura, por el contrario, en Santa Fe o Entre Ríos el peso mucho mayor de estancias nítidamente ganaderas y la escasa dimensión de los centros poblados derivaron en una presencia mucho menos notable de la agricultura mercantil, lo cual tuvo consecuencias muy importantes no sólo en aspectos económicos sino también sociales. Pero el mérito de esta obra no es sólo incorporar una perspectiva regional comparada que marque las diferencias relevantes que existieron en cada desarrollo agropecuario provincial en términos productivos sociales. Se destaca también un valioso enfoque integrador de largo plazo que permite abordar estos temas desde la dinámica introducida por las guerras civiles desatadas después de 1810, con una larga secuela de destrucción de bienes y personas, o de captura mediante la leva de grandes cantidades de mano de obra masculina, a lo que se sumaba la decadencia del sistema productivo basado en mano de obra esclava. Nuevas reglas de juego respecto al comercio con alteraciones de los precios relativos y orientación hacia nuevos mercados, cambios en el tamaño, la orientación productiva y la gestión de las explotaciones agrarias son también temas significativos que permiten comprender la dificultad de la expansión agrícola en estos períodos. Esta visión integral sobre los condicionamientos de la agricultura no podía dejar de detenerse en forma sistémica sobre el estado de la tecnología agrícola a fines del período colonial para, más adelante, mostrarnos los lentos cambios que se van produciendo durante la primera mitad del siglo XIX, sobre la base de los cuales se iniciará la gran expansión agrícola moderna que se desarrolla a partir de este período. Un aporte no menor es haber mostrado el alto grado de heterogeneidad de la tecnología agrícola existente, debido a la gran diversidad espacial y la importante diferencia del costo de los factores de la producción en las distintas regiones, que impulsaba o frenaba la adopción de cambios tecnológicos ahorradores de tierra o de trabajo. Las condiciones

presentación general del volumen 13

de desarrollo agrícola en condiciones de expansión acelerada de la frontera, la introducción de maquinarias, la renovación genética a través del ingreso de nuevas semillas, los cambios en el manejo de las explotaciones, son el prolegómeno ahora estudiado de las precondiciones que facilitarán la expansión acelerada de la agricultura moderna. Otro mérito del estudio es la incorporación de un meduloso análisis sobre los primeros intentos sistemáticos de asentamiento poblacional, incluidos los fallidos intentos de colonización. Finalmente, el trabajo plantea un balance de la situación de la agricultura en las provincias pampeanas hacia mediados del siglo XIX, que vuelve a destacar la especificidad de los contextos políticos y socioproductivos dentro de la gigantesca región pampeana, condición imprescindible para entender los desarrollos disímiles que éstas tuvieron en el período posterior de la gran expansión. Una obra de estas características requería la consulta de una innumerable cantidad de fuentes. El lector encontrará una valiosísima relación tanto de obras de referencia, recopilaciones de leyes, memorias e informes oficiales, como de material estadístico, informes consulares, publicaciones periódicas, atlas y obras de referencia cartográfica, obras de época y bibliografía. Su magnitud revela el esfuerzo de sistematización realizado así como la búsqueda exhaustiva de información para esta temática, en especial para ciertas regiones, donde la escasa investigación existente ha forzado una tarea de esta importancia. El lector juzgará si este trabajo ha unido simplemente puntos dispersos en el mapa del conocimiento sobre el agro en el período, como modestamente lo sugiere el autor, o si en realidad se ha construido un piso global de conocimiento mucho más sólido que el existente, lo cual seguramente beneficiará a quienes emprendan estudios puntuales que arrojen mejores perspectivas sobre los temas abordados. Se cumple así el objetivo de esta Historia, que es combinar estudios sistémicos de temáticas y períodos como el aquí analizado, al igual que el análisis integral de la expansión ganadera realizada en el tomo I, con trabajos que profundizan problemáticas centrales de cada etapa, como se hizo en los tomos II2 y III.3 El estudio de Julio Djenderedjian cierra el análisis de la evolución agrícola hasta mediados del XIX, y al mismo 2 Sesto, C. (2005). 3 Gelman, J. y Santilli, D. (2006).

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tiempo es el soporte de los próximos tomos que trabajarán temas centrales, como la gran expansión agrícola de la segunda mitad de siglo, el desarrollo de la tecnología agrícola, la relación entre economía rural e instituciones, el desarrollo comercial y financiero ligado a la expansión agropecuaria y las características de la estructura agraria conformada en la región pampeana a finales del siglo XIX. Este libro que hoy presentamos se integra a los estudios que se realizan para la obra Historia del capitalismo agrario pampeano que se lleva adelante en el Área de Estudios Agrarios del Departamento de Investigaciones de la Universidad de Belgrano. Forman parte del equipo de investigación que aborda tal empresa Mariela Alva, Sílcora Bearzotti, Julio Djenderedjian, Gabriela Giba, Juan Luis Martirén, Marcela Petrantonio y Carmen Sesto, con el apoyo de Leonardo Fernández y Susana Giménez en los aspectos logísticos, bajo la dirección de Osvaldo Barsky.

Agradecimientos

Luego de algunos años de intenso trabajo en torno a un tema complejo y arduo como pocos, son muy diversas las personas e instituciones con quienes tengo una deuda de gratitud. Entre ellas, no podría dejar de mencionar en primer lugar el apoyo financiero otorgado por la Universidad de Belgrano, el CONICET y la Secretaría de Ciencia y Tecnología de la Nación, a través del FONCyT, que permitieron que este libro fuera una realidad. Deseo agradecer también al personal de los diversos archivos y bibliotecas consultados, que ofreció invariablemente la mejor voluntad para ubicar un material que a menudo nadie había revisado en décadas. En especial a los empleados del Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional, la Academia Nacional de la Historia, el Museo Mitre, la Biblioteca del Congreso, la Biblioteca Tornquist del Banco Central, las bibliotecas de la Facultad de Ciencias Económicas y del Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires, y la de la Universidad Torcuato di Tella, todas ellas en la ciudad de Buenos Aires. Además, al personal del Archivo Histórico Municipal de San Isidro, provincia de Buenos Aires; el Archivo Histórico y Administrativo de Entre Ríos, la biblioteca del museo “Martiniano Leguizamón” y la Biblioteca Pública Provincial, estos últimos en Paraná; la biblioteca y archivo del Instituto “Osvaldo Magnasco”, de Gualeguaychú; el Archivo General de la Provincia, en Santa Fe; el Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales, en la misma ciudad; así como a los funcionarios del archivo del Instituto de Estudos Brasileiros, de la Universidade Federal de São Paulo, Brasil. También debo agradecer a Ricardo Báez, Pedro Avellaneda, Christian Seferian, Francisco Fotti y Juan Manuel Nieva por su inestimable asistencia en la obtención de diversas obras de época y bibliografía especializada hace mucho tiempo agotada. Este libro es fruto del esfuerzo compartido por el equipo del Área de Estudios Agrarios del Departamento de Investigaciones de la Universidad de Belgrano. Allí, Osvaldo Barsky ha logrado conformar un agradable ámbito de creatividad y colaboración que difícilmente pueda encontrarse

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en otras circunstancias. Mariela Alva prestó inestimable ayuda en el procesamiento de imágenes. Pero, por sobre todo, esta obra debe gran parte de su existencia a Sílcora Bearzotti y Juan Luis Martirén, quienes aportaron multitud de datos, referencias, trabajo en bibliotecas y archivos, y, mejor que todo ello, sus pacientes y atentas lecturas y sus valiosos comentarios, sin los cuales los resultados aquí presentados hubieran sido mucho menores. Siguiendo una convención aceptada pero no por ello menos cierta, de más está decir que ninguno de los nombrados tiene parte alguna en los muchos errores que el lector advertirá en las páginas que siguen. jcd buenos aires, 31 de marzo de 2008

Introducción

Este libro es parte de una investigación mayor, que abarca la evolución agrícola de todo el siglo XIX pampeano. Al presentar aquí el análisis del período que culmina hacia 1850, se matizó sin dudas el efecto de ese dilatado criterio temporal, que no prestaba demasiada atención al usual corte entre una primera y una segunda mitad de esa centuria. Para buena parte de la historiografía, al menos la tradicional, ese corte tenía varios justificativos. Por un lado, políticos: como se sabe, a partir de 1852 comenzó a organizarse constitucionalmente el país, y se suponía que la etapa anterior, signada por la figura de Juan Manuel de Rosas, había constituido un momento de predominio de grandes estancieros sólo interesados en la producción ganadera, olvidándose entonces la agricultura, sinónimo de civilización para las elites ilustradas. El fracaso de los proyectos de colonización agrícola encarados durante el gobierno de Bernardino Rivadavia en la década de 1820 constituía el ejemplo más evidente de ello. Y, del mismo modo, la reedición de esas colonias agrícolas a partir de inicios de la década de 1850, en especial con las fundaciones de Esperanza en Santa Fe y San José en Entre Ríos, parecía ser la prueba de que a partir de entonces se contaba con un contexto político cualitativamente diferente, el cual sería la clave que habría de permitir que esas colonias prosperaran. Por otro lado, el corte en la mitad del siglo parecía corresponderse con fenómenos de impacto en la economía, como el inicio de una etapa de crecimiento de la producción rural que fue acelerándose en la medida en que se abrían nuevos mercados, se implementaban procesos tecnológicos nuevos, aumentaba en forma exponencial la inmigración y se lograba afianzar los límites y el dominio territorial de la nación con la conquista del espacio indígena, que habría de completarse en la década de 1880. Las investigaciones de las últimas décadas han ido cuestionando los cortes abruptos, y entre ellos el de la mitad del siglo XIX, sobre todo en lo que hace a la economía rural. Los acontecimientos políticos no parecen

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haber tenido en ella un papel tan significativo, mientras que se han ido constatando continuidades y permanencias, existiendo ambas en forma paralela a procesos de indudable ruptura cualitativa en la producción agraria. Por lo demás, tampoco resultan tan claras las diferenciaciones entre los procesos de crecimiento agrario a uno y otro lado del corte de la mitad del siglo; la expansión del ovino a partir de 1850, por ejemplo, tuvo consistentes antecedentes que venían cuando menos de dos décadas atrás. Así, la investigación cuyos frutos se muestran aquí pretende en cierto modo ir dando cuenta de esas continuidades y permanencias, y a la vez ir marcando una periodización que no dependa de ese tradicional corte de mediados de la centuria. De modo que las páginas que van a leerse tienen en buena medida presentes los procesos que habrán de darse posteriormente al período aquí tratado, y no sólo sus antecedentes. No se trata en modo alguno de un capricho: la misma investigación nos fue mostrando la necesidad de adoptar un enfoque abarcativo, no sólo para encontrar nuevas respuestas a procesos ya conocidos, sino sobre todo para abordar esos procesos desde otros ángulos, y obtener así nuevos interrogantes a responder. En ese sentido, creemos que no se trataba tan sólo de constatar permanencias o de matizar el peso de las transformaciones, sino de buscar una explicación que permitiera de algún modo entender tanto unas como otras. La partición de mediados del siglo ha continuado en otras formas marcando pautas entre las investigaciones, incluso las recientes, sobre todo porque tanto los temas abordados como las preguntas que los historiadores de cada período se han hecho han sido en gran medida diferentes. Para la primera mitad del siglo XIX parece haber predominado en cierto modo una tendencia más acentuada a constatar continuidades con la etapa del dominio hispánico, para así disminuir aún más el peso del corte político señalado por la revolución de independencia; y, a la vez, al exponer la importancia de la producción agrícola bonaerense y de los actores a ella ligados, matizar el contraste con una supuesta etapa de predominio ganadero cuya cristalización la constituía el gobierno de Rosas. Por el contrario, para los historiadores de la segunda mitad, la incógnita a explicar era el cambio cualitativo acelerado que pondría a la Argentina, a fines de la centuria, entre los países más destacados en la producción mundial de alimentos; y, en algún caso, por qué esa posición tan destacada no logró mantenerse después. De ese modo, para nosotros analizar el conjunto del siglo XIX significa

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variar los puntos de vista predominantes a fin de poder detectar los problemas comunes a toda esa centuria, para construir así en buena medida un hilo conductor entre procesos de cambio y de continuidad, aun a costa de prescindir de extensas áreas de valioso conocimiento acumulado cuyos objetivos apuntaban visiblemente hacia otros lados. Es obvio, por otra parte, que entre 1840 y 1860 ocurren cortes de magnitud en los procesos productivos: no sólo por la instalación de las primeras colonias sino también por la profundización del cambio técnico en torno al ovino, y su expansión por las provincias litorales. Pero el reconocimiento de todos esos cambios no debería implicar el olvido de los lazos existentes a uno y otro lado de ese Rubicón temporal, algunos de cuyos contrastes iremos tratando de exponer aquí. Y tampoco debieran hacernos perder de vista que, de uno u otro modo, en las transformaciones iniciadas a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XIX pueden reconocerse diversos elementos que aparecerán, mucho más claros, a medida que avance la centuria, lo cual da a los procesos ocurridos a lo largo de ésta una dimensión y un interés mucho mayores que los que podría ofrecernos el limitado rastreo de los indudables lazos que poseía con la que la había precedido. En las páginas que siguen intentaremos exponer tanto las preguntas que nos hemos planteado al respecto como las respuestas que a ellas hemos encontrado.

lo que hoy sabemos

Hasta hace aproximadamente unas tres décadas, escribir un libro como éste hubiera sido una tarea imposible, o, por lo contrario, muy sencilla: en este último caso, sólo hubiera debido limitarse a repetir una serie aceptada de estereotipos cuya vigencia casi nadie se atrevía a discutir por entonces. Las cosas hoy son muy distintas: si bien existe todavía quien crea en ella, la antigua imagen de un agro pampeano anterior a 1850 dominado por grandes explotaciones ganaderas, con muy poca producción agrícola y con fuertes rasgos de dominación estamental, ejercida por una suerte de barones feudales dueños de la tierra contra una masa de gauchos díscolos o campesinos sumisos sin iniciativa y sin recursos, ha sido desmontada por completo. Ese cambio no sólo pone en evidencia la fuerte dinámica propia de la producción agrícola tardocolonial,

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o la imposibilidad de ejercer un dominio de cualquier carácter sobre una móvil población rural dispersa en inmensos espacios de frontera, sino sobre todo la manifiesta diversidad y heterogeneidad de actores, momentos, procesos y regiones, imagen que la multiplicación de estudios de caso ha ido afirmando cada vez con mayor intensidad. El resquebrajamiento de la antigua visión tradicional, compartida por escritores de un amplio espectro ideológico, continuó y se profundizó; a la completa renovación de los estudios sobre el agro tardocolonial se sumó una importante serie de trabajos de envergadura sobre la etapa de la fuerte expansión agraria de la segunda mitad del siglo XIX, para desembocar en los análisis sobre el agro del siglo XX que volvieron a afirmar su carácter plenamente capitalista, dinámico e innovador, llevado a cabo en una gama muy diversa de explotaciones, entre las cuales destacaban las agrícolas de tamaño medio y las mixtas, caracterizadas todas por un espectro muy amplio de formas de acceso a la tierra.1 Aunque algunos trabajos continúan insistiendo en la existencia de una “precariedad” de largo plazo de los agricultores arrendatarios pampeanos, todo indica que ésta en todo caso constituía parte inicial de su ciclo de vida, siendo de cualquier forma en realidad una condición adjunta a la misma apuesta por ganancias capitalistas, caracterizadas lógicamente por una activa toma de riesgos e incertidumbre. Los avances logrados hasta hoy continúan consolidando el nuevo paradigma interpretativo y ponen de relieve su semejanza estructural y de largo plazo con procesos similares en otras economías de gran desarrollo agrario de su época.2 1 Sobre el agro tardocolonial los aportes iniciales provinieron de Tulio Halperín Dongui (1961, 1968 y 1979); para la relevante y creciente producción posterior, véanse balances ya desactualizados en Garavaglia, J. C. y Gelman, J. (1995-1998); otros más recientes en Fradkin, R. (2006); Fradkin, R. y Gelman, J. (2004). Además, entre otros, Mayo, C. (2004); Garavaglia, J. C. (1999a); Gelman, J. (1998); Fradkin, R. (1993); Amaral, S. y Ghio, J. (1995); Amaral, S. (1998). Algunas de las obras más renovadoras del estudio del agro pampeano de la segunda mitad del siglo XIX: Cortés Conde, R. (1979); Gallo, E. (1983); Míguez, E. (1985); Sábato, H. (1989); Sesto, C. (2005); balances en Míguez, E. (1985 y 2006); Reguera, A. y Zeberio, B. (2006). La crítica a la visión tradicional en el siglo XX en Barsky, O. y Pucciarelli, A. (comps.) (1997); Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003). 2 Insistencia en la precariedad chacarera en Palacio, J. M. (2004); una interpretación comparativa que asigna aún gran importancia explicativa al régimen de tenencia de la tierra en Adelman, J. (1992); otras interesantes comparaciones con la evolución del agro en otras naciones de desarrollo similar en Gallo, E. (1979b); Míguez, E. (2006); Gerchunoff, P. y Llach, L. (2006).

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Lo anterior no significa en modo alguno que todas las incógnitas hayan obtenido su respuesta, ni que cuando eso ha sucedido éstas puedan ser definitivas. En ello no sólo tiene parte la lógica previsión de nuevos avances en las interpretaciones, sino sobre todo la magnitud de las tareas aún pendientes. Los vacíos relativos abundan por doquier: poseemos, sin ninguna duda, excelentes y muy detallados análisis de la agricultura tardocolonial bonaerense e incluso de otras regiones cercanas; se ha avanzado también mucho en el conocimiento de las transformaciones allí sufridas durante la primera mitad del siglo XIX. Pero en lo que respecta a algunas regiones del resto del área pampeana en las mismas épocas, los aportes son mucho menos abundantes, y mayor y más diversa la cantidad de preguntas sin respuesta. Los mismos avances en el conocimiento han ampliado y enriquecido la lista de interrogantes a resolver, y a menudo es justamente aquello que más desearíamos conocer lo que más escurridizo nos resulta. De más está decir que nada nos autoriza ahora a extrapolar alegremente, como antaño, las explicaciones que resultaron válidas para un espacio, período o grupo, a todos los demás que aparezcan, y uno de los más interesantes aportes de la historiografía agraria reciente sobre Santa Fe, Córdoba o Entre Ríos ha sido mostrarnos cuánto de similar y a la vez cuánto de diferente había en sus economías con respecto a la de Buenos Aires, y más aún entre ellas mismas. Así, como el arqueólogo aficionado que, harto de momias de faraones ignotos, se preguntaba cómo era el rostro de Moisés, el historiador interesado en la economía agraria del siglo XIX debe todavía hacer frente a un cuadro heurístico y aun bibliográfico demasiado fragmentario e incompleto, cuyas falencias a menudo quizá sólo puedan ser suplidas con una buena dosis de imaginación. Por lo demás, el cúmulo de nuevos problemas supera con creces a aquellos sobre los que ya no se discute. En primer lugar, porque el enfoque específico necesariamente ligado a los estudios de caso, que son los que más abundan, si bien provee una riqueza de detalle imprescindible para avanzar con solidez en el conocimiento, a la vez deja bastante en las sombras ciertos elementos significativos que sólo un análisis de conjunto podría poner en evidencia. Más allá de que sepamos que en el Buenos Aires de la primera mitad del siglo XIX existía una importante agricultura, similar o quizá superior, en cuanto a magnitud de producción, a la más conocida de tiempos virreinales, ello en sí mismo nada nos dice acerca del impacto de los complejos procesos que

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debieron afectarla en un período tan convulso y en un desplazamiento hacia espacios que no necesariamente eran similares a los que ocupaba antaño. En ese sentido, verificar la existencia de una significativa producción de trigo en las tierras nuevas de Lobos o de Chivilcoy hacia 1830 no constituye más que un imprescindible primer paso: porque, sin ninguna duda, esa agricultura de fronteras debió guardar, en sus procesos, en sus técnicas y en sus actores, diferencias sustanciales con la practicada a fines del siglo XVIII en la tradicional área cerealera del norte bonaerense, que había venido siendo cultivada por centurias. Por otro lado, no puede ya sostenerse la imagen de inmovilidad relativa que aparentaban hasta hace algunos años ciertas economías agrarias pampeanas menos conocidas que la bonaerense. Nos falta aún mucho para conocer los detalles del paisaje agrario santafesino anterior a 1810, pero sin dudas éste no fue en modo alguno el mismo que se plasmó en las décadas que siguieron inmediatamente a ese año. Los desastres de la guerra, el impacto de los procesos de apertura comercial, el vuelco hacia la actividad ganadera extensiva provocado quizá antes por la necesidad que por decisiones de inversión, son en ese sentido sólo algunos indicios de que los cambios en la economía santafesina fueron de magnitud tan considerable como los experimentados en Buenos Aires, aun cuando en aquélla no haya habido avances sustantivos sobre las fronteras indígenas, como sí ocurrieron en esta última. De ese modo, si ya ningún estudio serio puede sostener los antiguos estereotipos respecto de la existencia de una “monoproducción” ganadera en todo el largo período ocupado por la primera mitad del siglo XIX, la heterogeneidad del paisaje agrario y la constatada presencia de núcleos agrícolas tampoco implican que nos hallemos frente a una realidad necesariamente idéntica a la de tiempos tardocoloniales. Las continuidades, que sin dudas existieron, no deben impedir que desestimemos el peso de los cambios. No sólo porque sobre ellos irá también en buena parte generándose la gran transformación que, durante la segunda mitad de esa centuria, volverá irreconocibles los caracteres de una y otra: otros hechos necesitan también ser analizados en la plenitud de sus consecuencias. Importantes reasignaciones de factores fruto de nuevas reglas de juego comercial, variaciones en los precios relativos de los bienes, circunstancias de guerra o procesos inflacionarios; cambios en el tamaño, la orientación productiva y la gestión de las explotaciones; apertura hacia nuevos mercados, que debió implicar

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la necesidad de adaptarse a una demanda más selectiva; creciente llegada de inmigrantes, aportando procesos y medios productivos diferentes, y experimentando la adaptación de éstos a la realidad rural pampeana, son todos vestigios evidentes de mutaciones lentas pero concretas en los actores sociales, de las cuales hasta ahora sólo sabemos muy poco. Es de ese modo mucho lo que resta aún por hacer. Cualquier avance que pueda lograrse es y será siempre bienvenido, pero seguramente los más significativos llegarán cuando la masa crítica de estudios de caso adquiera caracteres suficientes como para poder ir completando los vacíos que aún quedan. Hasta tanto eso ocurra, hay sin embargo varias cosas que pueden hacerse: la primera de ellas, tratar de unir los puntos dispersos en el mapa con el ánimo, y quizá la suerte, de lograr formar con ellos una figura concreta.

las nuevas preguntas

En un cálculo aproximado como todos, podríamos decir que la superficie cultivada con trigo en el área pampeana abarcaba hacia el año 1800 poco más de veinte mil hectáreas. Media centuria más tarde, esa misma superficie había alcanzado las cincuenta mil, que para 1895 se habían transformado en casi dos millones.3 De un crecimiento de menos del 2% anual durante la primera mitad del siglo, inferior sin dudas al aumento poblacional, en la segunda mitad la expansión del cultivo fue espectacular: más del 8% anual durante nada menos que cuarenta y cinco años. En esa evolución hay al menos tres hechos a explicar: la 3 Cálculo efectuado para 1800 a partir de la producción per capita bonaerense (100.000 fanegas anuales para alrededor de 90.000 habitantes), suponiendo un rendimiento de 15 granos por cada uno sembrado y 80 kilos de semilla implantada por hectárea, y extrapolado a la población del resto de las actuales provincias de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba. Para 1850, diversas fuentes citadas en capítulo II. Datos de 1895 (1.984.138 hectáreas cultivadas) en De la Fuente, D. G.; G. Carrasco y A. B. Martínez (dirs.) (1898). Dejamos constancia de haber pasado por alto la inmensa variabilidad de situaciones: entre otras, el rinde por hectárea puede ser muy diferente del obtenido por cada grano sembrado, a medida que la superficie implantada se extiende. Véase al respecto Costa, E. (1871), p. 109.

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lenta expansión de la primera etapa, la muy rápida de la segunda, y la aparente solución de continuidad entre ambas. ¿Qué ocurrió durante la primera mitad del siglo para que una agricultura cerealera que, hasta fines de la colonia, había sido capaz de suplir sin grandes problemas el consumo local de una población creciente, no pudiera hacerlo al mismo ritmo en las décadas posteriores? Existen diversas explicaciones para ello. Una de las más antiguas sugiere que los efectos del comercio libre implementado poco antes de la revolución de independencia impactaron no sólo en la ganadería en tanto fuente de exportaciones, sino también en la producción agrícola, mediante la masiva introducción de harinas y trigos importados; el único factor que se opuso a este fenómeno, la ley de aduanas de 1835, no tuvo gran efecto concreto a causa de los múltiples problemas políticos surgidos en esos años.4 Pero en realidad todo indicaría que las entradas de harinas extranjeras apenas si complementaron la producción local en años de escasez; y, por otra parte, los problemas de la agricultura local comienzan ya en la década de 1810, bastante antes de que la llegada de los subproductos cerealeros ultramarinos lograra adquirir visibilidad y consistencia suficientes. Se ha postulado asimismo que, durante la primera mitad del siglo XIX, los ciclos de sequías fueron muy intensos, lo que debió afectar fuertemente la producción agrícola.5 Pero no contamos con mediciones sistemáticas de esos fenómenos, y, a partir de su supresión en 1821, ni siquiera con los datos cualitativos que proveían los acuerdos del Cabildo, que han sido profusamente utilizados por los investigadores del período anterior a ese año para evaluar la evolución de las condiciones climáticas.6 De modo que, si bien existieron por entonces duras y arrasadoras sequías, documentadas sobre todo por los viajeros, ello no necesariamente nos autoriza a pensar que la intensidad de éstas fuera suficiente como para afectar con gravedad, en el mediano o largo plazo, la productividad agrícola. Más parece entonces que los erráticos movimientos del comercio de trigos y harinas durante toda la primera mitad del siglo XIX tuvieran

4 Un ejemplo de esta explicación, aunque con muy agudos matices, en Álvarez, J. (1950), p. 354. 5 Brown, J. (2002). 6 Por ejemplo, Ardissone, R. (1937); Moncaut, C. A. (2001).

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una causa principal en la alta conflictividad política y bélica y los trastornos traídos por la revolución y la guerra. Pero además, esos factores por sí solos no podrían explicar un período tan largo de escaso crecimiento relativo, que por otra parte habría de extenderse hasta la segunda mitad de la década de 1860, recién cuando la oferta cerealera de las colonias santafesinas comenzara a sentirse en el mercado porteño, y a cambiar por consiguiente las condiciones del comercio de esos productos en toda el área rioplatense. Como veremos luego, sin dudas las condiciones de inestabilidad institucional y la inflación conspiraron contra la producción agrícola: no tanto, como se ha pretendido, por su efecto de licuación de los gravámenes a la importación de harinas, sino sobre todo porque la agricultura necesitaba ingentes inversiones de mediano plazo en capital y mano de obra, dos recursos típicamente escasos cuya aplicación a la ganadería rendía mucho más.7 En otro orden, podría pensarse que la incorporación de tecnologías y procesos más avanzados fue nula antes de 1850, y que ello motivó un retraso creciente en la actividad, que no podía competir con otras más dinámicas. Pero ello resulta cuando menos discutible: en principio, porque durante la primera mitad del siglo XIX existió una significativa incorporación de mejoras e innovaciones en la agricultura, que luego serían sin duda rápidamente rebasadas por las que sobrevendrían, pero que no por ello resultaron despreciables. Además, si bien puede alegarse que, durante la segunda mitad del siglo XIX, la adicción de procesos productivos modernos habría de transformar radicalmente la velocidad de la expansión agrícola, la falta relativa de éstos no alcanza para explicar el matizado crecimiento del período anterior: porque, en la historia previa a 1810, utilizando la ruda tecnología tradicional, la agricultura pampeana había logrado acompañar, de todos modos, el incremento de la población. Hay sin embargo otros elementos a tener en cuenta en el análisis. En principio, la simple introducción de maquinaria no parece tampoco haber sido por sí sola un factor explicativo de los logros del período 18501900. El desarrollo agrícola de esos años se basó también en una cada

7 Como se sabe, la ley de aduanas de 1835 establecía escalas progresivas sobre la harina según los valores de plaza en pesos papel, por lo que al subir esos valores por efecto de la desvalorización de éstos contra los metales preciosos los gravámenes se reducían.

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vez más rápida puesta en producción de tierras nuevas, esto es, en una expansión horizontal que, dicho sea de paso, hasta no hace mucho tiempo era considerada la única o al menos la principal causa de ese desarrollo. Más allá de que esa visión simplificaba en exceso los muy complejos procesos ligados a la creación de métodos de cultivo en secano apropiados para esas tierras que se iban conquistando, de todos modos la existencia de una frontera agrícola sobre la cual los avances a lo largo del siglo XIX se volvieron cada vez más rápidos constituyó para el agro pampeano una característica fundamental de un movimiento que aprovechó en forma evidente para su expansión el factor más abundante, la tierra, compensando con la extensividad del cultivo el alto costo relativo de todos los demás. El caso pampeano se acerca de ese modo nuevamente al de otros fenómenos de apertura de tierras nuevas, en especial al de las regiones agrícolas del centro oeste de los Estados Unidos, donde los espectaculares aumentos de la superficie cultivada se lograban incluso pasando por encima de ciertos escrúpulos respecto del cuidado en la labranza y la introducción de métodos conservacionistas de los suelos.8 Lo relevante es que podríamos con toda legitimidad rastrear los antecedentes de esos movimientos muy lejos en el tiempo, porque ese significativo proceso de expansión sobre tierras nuevas comenzó en las pampas mucho antes de la mitad del siglo XIX: en esencia, su historia incluye un desplazamiento del cultivo triguero, evidente al menos desde las primeras décadas del siglo XVIII, momento a partir del cual los alrededores de la ciudad de Buenos Aires van dejando lentamente de concentrar la amplia mayoría del total sembrado, a la par que comienzan a destacarse los cultivos del cereal en áreas cada vez más alejadas de la costa del Río de la Plata.9 Así, a lo largo de la segunda mitad de esa centuria, el trigo se va corriendo hacia el oeste y hacia el sur, en un movimiento que habría de continuar y acelerarse a medida que el tiempo pasara. No se trataba sólo de que, por la creciente distancia que los separaba de las zonas más antiguas, los avances sobre áreas de frontera derivaran usualmente en que los nuevos núcleos poblados debían por 8 Alusiones al tema en Gallo, E. (1983, p. 120; 1979, pp. 100-102); Fogarty, J; Gallo, E. y Diéguez, H. (1979), passim; también Luelmo, J. (1975), pp. 350-2. 9 Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 111 y ss.

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lógica producir al menos parte importante de sus propios alimentos: los rústicos y duros trigos de las áreas de frontera encontraron, ya desde las primeras décadas del siglo XIX, un lugar incluso en el selectivo mercado porteño, donde debían competir con el cereal importado y con el proveniente de lugares tan disímiles como la costa bonaerense de San Isidro o los valles irrigados de Mendoza o de San Juan. En todo caso, a partir de 1816, con la expansión sobre la frontera indígena en Buenos Aires, cuyas consecuencias han sido usualmente sólo advertidas para la actividad ganadera, el trigo va moviéndose silenciosamente desde las tradicionales zonas costeras al río Paraná, para afianzarse primero al interior de la vieja campaña y luego adentrarse firmemente en las nuevas áreas del sur y del oeste. Desde que la ganadería constituía para él una competencia creciente, en función de sus mejores posibilidades de realización en el mercado atlántico, este desplazamiento del trigo incluyó aun una cierta retracción en áreas de vieja ocupación bien ubicadas con respecto a los mercados, que se fueron reconvirtiendo a actividades que ofrecían mayor rentabilidad por hectárea. Otras zonas cercanas a la ciudad abandonaron los cereales en función de actividades más intensivas, menos riesgosas y que ofrecían más altos márgenes de ganancia, como la horticultura o los hornos de ladrillo. El trigo va marcando así un itinerario que no por enrevesado es menos concreto: presente ya en las fronteras desde fines del siglo XVIII, a partir de la década de 1810 crece en las áreas periurbanas del sur de la capital, donde el valor de la tierra era menor que en las fragmentadas chacras del norte; avanza luego en Pergamino, y más tarde en Chivilcoy; se desarrolla en Lobos, Monte, Ranchos, y antes de mediados del siglo va extendiéndose por las áreas nuevas de allende el Salado. En Santa Fe, donde las fronteras logran expandirse a partir de la década de 1850, el trigo comienza a desplazarse hacia el oeste desde la franja de antigua ocupación lindera al Paraná; para la década de 1880 ya predomina en el sur bonaerense y, conforme nos acercamos al final del siglo XIX, avanza también sobre La Pampa, el sur de Córdoba y Santa Fe.10

10 Indicios y análisis de esos avances, entre otros, en Dupuy, A. (2004), Andreucci, B. (1999), Banzato, G. (2005); Banzato, G. y Quinteros, G. (1992), Mateo, J. (2000), Gelman, G. (1998b); Barsky, O. y Gelman, J. (2001), p.107; Sternberg, R. (1972); Randle, P. H. (1981), atlas, p. 106.

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Ese lento desplazamiento tuvo consecuencias muy significativas, que el solo hecho de contar fanegas cosechadas en distintos lugares nunca sería capaz de mostrarnos: las viejas tierras cerealeras linderas a la ciudad de Buenos Aires, e incluso las áreas que habrían de abrirse al trigo durante el tercer cuarto del siglo XVIII, gozaban de un régimen de humedad abundante, pautado por la cercana presencia del gran río y robustecido por diversos arroyos y un relieve ondulado, propicio a generar hondonadas donde se acumulara el agua. Las prácticas agrícolas exigían abundancia de espacio, pero éste, al menos hasta finales de esa centuria, no parece haber constituido un problema. Más allá de la existencia, poco significativa, de cultivos de oleaginosas que ayudaran empíricamente a restituir los nutrientes absorbidos por varias cosechas sucesivas de cereales, si sobrevenía el agotamiento de las tierras bastaba simplemente con dejar que el constante paso de las bestias proveyera el abono suficiente como para reconstituirlas, y el labrador se trasladaba entretanto a otra parcela, que podía o no encontrarse cerca. En un paisaje abierto donde el ganado abundaba, y donde el costo de acceder a la tierra no implicaba más que un eventual servicio al propietario durante algunos días al año, o unas pocas fanegas de trigo, o simplemente el único esfuerzo de ocuparla, ambas cosas formaban parte consistente de las prácticas aceptadas de manejo de los recursos. En contraste, una vez que el cultivo cerealero se alejó sustancialmente de las costas las cosas comenzaron a cambiar. Si bien las nuevas tierras ofrecían la posibilidad de continuar operando en los amplios espacios que el incremento del precio de la hectárea ya no permitía en las áreas cercanas a la urbe, fueron presentándose otros problemas de no menor magnitud. Primero, el alejamiento de las áreas bien regadas y el ingreso en zonas más secas, de vientos más fuertes y constantes y de relieve más llano, implicaron que desde las malezas hasta las plagas impactaran en el cultivo en forma diferente, y que el trabajo de labranza debiera orientarse no sólo a remover la tierra y enterrar las raíces sino también a captar y preservar en mayor medida la humedad, un bien crecientemente escaso. El aprendizaje de esas nuevas técnicas no debió de ser un proceso sencillo, lo que justifica la lentitud de los avances; y alguien hubo de pagar sus costos, quizá compensados al menos en parte por la mayor productividad inicial de las tierras nuevas.11 11 Otra vez aquí aparecen semejanzas con procesos similares en otras economías de rápido desarrollo agrícola; véanse al respecto las observaciones de Míguez, E. (2006).

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El segundo gran cambio fue el alargamiento de las rutas de transporte, toda vez que, si bien el desarrollo de los núcleos habitados en esas áreas fronterizas proveía mercados locales incipientes, el destino más adecuado para toda la producción excedente continuaba siendo la ciudad de Buenos Aires, única plaza de realización de gran magnitud. Pero, por otra parte, ese mercado principal no era tampoco ya el de tiempos coloniales: la apertura comercial y el desarrollo de la agricultura extensiva norteamericana, así como el descenso en los costos de transporte, trajeron hasta él una porción cada vez más sustantiva de trigos y harinas importados, además de sostener entradas esporádicas de la producción del interior. La convivencia con ellos y el consiguiente límite a los precios se combinaron con otros factores bastante más sustantivos para explicar el comparativamente lento desarrollo de la agricultura rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX, que contrasta con el ágil impulso que tuvo la ganadería. Aquí se muestra con plenitud el peso de los factores institucionales: la recurrente presencia de la guerra, los momentos de alta inflación, los reclutamientos y las levas, la inseguridad consiguiente de bienes y personas, el alto interés del dinero, el lento ocaso de la esclavitud, que proveía mano de obra de menor costo, formaron parte de un conjunto ineludible de elementos a la hora de evaluar las causas de que la producción cerealera no pudiera aumentar al mismo ritmo que la población. Y, sin duda, esos factores tuvieron también alguna parte en el desplazamiento del cultivo cerealero hacia áreas más marginales, y en su decrecimiento en los alrededores de las ciudades, en especial la de Buenos Aires, así como en la lentitud y precariedad de los ensayos efectuados para afianzar los cultivos en esas áreas nuevas. Como es de imaginar, la mayor parte de la inversión y los gastos estaban dirigidos a facilitar el desarrollo ganadero en ellas, en tanto esa actividad podía generar mayores ganancias, y no estaba sometida a factores de riesgo tan fuertes como la producción agrícola. De ese modo, en una economía crónicamente escasa de capital y que pagaba por él altas tasas de interés, la competencia de una mucho más rentable ganadería vacuna y luego ovina constituyó un fuerte desincentivo para la inversión agrícola, desplazando los fondos disponibles hacia los bolsillos y las actividades de quienes estaban dispuestos a pagar más por ellos, o de hacerlos rendir con menos aleatoriedad y en menos tiempo.

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Pero, de todos modos, lo interesante es constatar que fue durante esa época aciaga que corre aproximadamente entre 1810 y 1850, que comenzaron a tenderse las secretas bases del acelerado crecimiento posterior, pautado sin dudas por la remoción de algunos de los obstáculos del período precedente, pero más aún por la introducción de nuevos factores que habrían de modificar la ecuación económica en la que debía desenvolverse el cultivo de cereales de mediados del siglo XIX. Entre otros, se experimentó con variedades de semillas que resistieran mejor que las viejas simientes los desafíos de las nuevas condiciones ambientales; se introdujeron algunos cambios en los instrumentos de labranza y en los procesos productivos, y se trató de racionalizar las tareas apelando a una organización más estricta y detallada de éstas. Y también, durante esa dura y difícil primera mitad del siglo XIX, se intentó modificar cualitativamente las condiciones de producción introduciendo factores de cambio discontinuo. El principal de esos factores fue la fundación de colonias agrícolas. En un contexto económico pautado por la pujanza de la ganadería, sólo la introducción de elementos de ruptura cualitativa hubiera podido proveer bases más concretas para que la agricultura cerealera pudiera abandonar el círculo vicioso de los estrechos mercados locales que hasta entonces habían sido el destino principal de sus productos. Los intentos al respecto llevados a cabo por empresarios privados durante el gobierno de Bernardino Rivadavia, tanto en Buenos Aires como en Entre Ríos, constituyeron un fracaso cuyas causas todavía hoy parecieran limitarse a los acontecimientos políticos. Sin embargo, como puede deducirse de lo expuesto en las páginas precedentes, razones de índole más puramente económicas tuvieron allí una parte mayor. Las explotaciones, y las colonias mismas, resultaban demasiado extrañas al medio y a la escala en que habían sido insertadas; para que pudieran prosperar, hacía falta trasladar junto con los inmigrantes buena parte de sus instituciones, y sostenerlos durante los difíciles tiempos iniciales. Se debía también construir en pocos meses la infraestructura y los edificios necesarios, que en las pequeñas aldeas inglesas o alemanas de las que esos migrantes provenían eran el fruto decantado de largos siglos, durante los cuales habían ido agregándose al paisaje. Armar todo ello de improviso significaba amplias erogaciones de capital, de cuyo reembolso nadie podía estar seguro, en tanto la inestabilidad financiera, institucional y política del contexto rioplatense conspiraba

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con plenitud contra todos los proyectos pensados a mediano plazo. De ese modo, no resulta extraño que, sólo después de un par de décadas a partir del fracaso de esos experimentos primeros, lograran fundarse colonias que pudieran permanecer, transformándose el proceso a partir de ellas realmente en un factor de cambio cuyo papel en el desarrollo agrícola habría de resultar fundamental. Por otro lado, las inciertas y erráticas variaciones de los precios de los productos agrícolas, cuyas causas veremos luego con algo más de detalle, fueron impulsando, en las áreas tradicionalmente ligadas al cultivo de cereales, aunque quizá no exclusivamente en ellas, el desarrollo de una capa de arrendatarios más atenta a las condiciones de realización del producto, que ampliaba o reducía su superficie cultivada según las expectativas del mercado, pautadas por alternativas tan disímiles como la disponibilidad relativa de mano de obra o la tasa de depreciación del papel moneda. Se precavían así de algún modo frente a problemas generados por multitud de factores que nadie hubiera podido controlar, adaptándose en lo posible a esas condiciones inseguras y aprovechando al mismo tiempo los ciclos de aumento de precios del trigo, que, dado el peso creciente que tendrá la llegada de harinas extranjeras, comenzarán también a ser afectados cada vez con mayor claridad por los ritmos del mercado externo. Así, es muy probable que en ciertas coyunturas de interdicción del tráfico atlántico esos ciclos hayan determinado cambios de magnitud en los precios relativos, con momentos de alza en los de los cereales y paralela depreciación del valor del ganado; por lo demás, continuaron como siempre presentes los momentos de liquidación de stocks por efecto de sequías, que habrían de derivar por consiguiente en mayor disponibilidad de tierras para una eventual expansión agrícola, y en precios también altos para los granos. Es de apuntar que igualmente en esto la heterogeneidad debía ser la norma: aquellos productores que, por suerte o por contactos políticos, lograban conservar o captar una proporción mayor de fuerza de trabajo en medio de los reclutamientos que diezmaban las cuadrillas de labradores y peones, estaban obviamente en mejores condiciones que otros para aprovechar las coyunturas. Dadas esas premisas, no puede sorprender que, en nuestra opinión, los muchos avances ya logrados sean todavía insuficientes para conocer con un grado aceptable de certidumbre la evolución agrícola pampeana durante la primera mitad del siglo XIX. Por un lado, el tratamiento de los temas es todavía muy irregular; pero, sobre todo, es la óptica con

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que se los ha analizado la que puede variarse con provecho. Existen sólo unos pocos análisis acerca de la tecnología agrícola entre fines de la colonia y las primeras décadas del siglo XIX; pero incluso en esas investigaciones, más allá de su seriedad e indudables méritos, la visión continúa siendo más bien estática, y no se detectan y estudian las indudables diferencias entre una agricultura afianzada por largos siglos en las tierras húmedas de las costas, y la que se comenzaba a extender por entonces en las abiertas soledades de las pampas.12 Es cierto que las fuentes escasean, y que usualmente sólo contamos con unos pocos indicios dispersos en un vacío desalentador; pero aun así esos indicios pueden ser reinterpretados a la luz de los mismos procesos de expansión y experimentación de que dan cuenta, y ofrecernos todavía hallazgos de valor. Por lo demás, esos indicios dispersos también nos hablan de un lento pero consistente surgimiento de nuevos actores, y de cambios de entidad en los antiguos productores agrícolas de tiempos tardocoloniales. Si bien uno de los grandes méritos de la historiografía reciente ha sido poner en evidencia la heterogeneidad y características de los productores agrarios de la última etapa del dominio hispánico, las mucho más escasas evidencias que surgen aquí y allá acerca de la evolución de esos mismos estratos de productores durante la primera mitad del siglo XIX no nos autorizan a suponer para ellos tan sólo una simple continuidad sin cambios. Más aún: si en la desmitificación de los actores agrarios de ese período se ha logrado poner en su contexto a ciertos personajes cuya notoriedad política había sido en algún momento incluso extrapolada a su actividad económica, ello tampoco debería ocultarnos los nuevos caracteres con que esos mismos personajes se diferenciaban de sus antecesores, y también de algunos de sus contemporáneos. La reedición de uno de los más importantes, útiles y amenos estudios de Carlos Mayo, y de toda la renovación historiográfica rural rioplatense de los últimos años, incluye un capítulo dedicado a demostrar hasta qué punto Juan Manuel de Rosas fue un estanciero como tantos otros de su época, cuyas normas de gestión no se diferenciaban mayormente de las de ellos.13 Pero 12 Algunos de los pocos estudios específicos sobre la tecnología agrícola del período se deben a Garavaglia, J. C. (1989 y 1999a). 13 Véase Mayo, C. (2004), pp. 213 y ss.; en especial pp. 232-4.

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esa circunstancia de todos modos no invalida el papel de las sustanciales diferencias operativas entre la gran producción agraria de tiempos tardocoloniales y la de al menos algunos estancieros de envergadura de la primera mitad del siglo XIX, de las que Rosas es todavía hoy un excelente ejemplo. Los resultados obtenidos tampoco condicen con esa homogeneidad: el hecho mismo de que Rosas haya sido capaz de levantar una de las más inmensas fortunas de sus años a partir de la creación de estancias en el corto lapso de un par de décadas bastaría para mostrarnos hasta qué punto su gestión y sus estrategias se diferenciaron de las de otros de sus colegas y, sobre todo, de las menesterosas y poco rentables estancias ganaderas bonaerenses del último cuarto del siglo XVIII, y que el mismo Carlos Mayo describió con maestría. Lo anterior resulta aún más sugestivo si pensamos que las pautas de acumulación más seguras de la primera mitad del siglo XIX continuaron siendo, como antaño, el comercio y la renta urbana; mientras que la gran producción rural, por su aleatoriedad y riesgos, constituía todavía una apuesta compleja y difícil, aunque al parecer bastante conveniente, circunstancia lógica entre otras cosas por la más alta dosis de riesgo que implicaba. No en vano en el patrimonio de una de las mayores familias de terratenientes de esos años, la inmensa superficie de medio millón de hectáreas repartidas en diversos campos en la provincia de Buenos Aires valía menos que la escasa centena de metros cuadrados ocupados por el descascarado y vetusto edificio de la Recova Vieja, que dividía en dos la actual Plaza de Mayo de esta ciudad y cuyo alquiler producía una excelente renta.14 De ese modo, creemos que los modestos ejercicios de interpretación que se leerán aquí se encuentran justificados. En las páginas que siguen, intentaremos seguir las peripecias del cultivo de cereales en la región pampeana a partir de las últimas décadas del siglo XVIII y hasta mediados de la centuria siguiente; nos centraremos en el trigo en tanto era allí el cultivo principal, o al menos aquel cuya presencia mercantil era más sostenida y evidente. Comenzaremos con un análisis de la situación de la agricultura tardocolonial estudiando las características de su distribución espacial y regional, los actores de la producción agrícola y las pautas de la comercialización del trigo; continuaremos con las técnicas 14 Sobre las propiedades de los Anchorena, véase Brown, J. (2002), pp. 311-12; también Hora, R. (2002).

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agrícolas de fines de la colonia, diferenciando las distintas áreas y los métodos empleados en cada una de ellas. Seguiremos con un estudio de los fuertes cambios habidos en el mercado triguero de la ciudad de Buenos Aires a todo lo largo de la primera mitad del siglo XIX, visualizando su accidentada evolución hasta el surgimiento de un nuevo espacio de oportunidades en el mismo desarrollo del volumen de consumo, impulsado también por los altos precios de la década de 1840. Luego analizaremos los intentos de radicación de colonias y agricultores, mostrando las complejas vicisitudes de éstos; continuaremos con una investigación acerca de los cambios en la tecnología agrícola durante la primera mitad del siglo XIX, signados por la necesidad de adaptación a nuevas pautas ambientales, que tendrán repercusión en las décadas posteriores; y finalizaremos con un repaso de la situación agrícola en las diversas provincias pampeanas hacia 1850, en vísperas del gran cambio que vio la segunda mitad del siglo.

Capítulo I La agricultura colonial

1. introducción

En el tomo I de esta colección hemos hablado someramente acerca del recorrido de la agricultura en el área pampeana durante el período del dominio hispano. En este capítulo profundizaremos algunas de las líneas allí adelantadas, a fin de poder comprender mejor la compleja trayectoria de la producción agrícola durante la primera mitad del siglo XIX y los inicios del proceso de emergencia de la agricultura moderna. Comenzaremos con un repaso de algunas líneas básicas de la economía rioplatense tardocolonial, continuando con un análisis de la actividad agrícola entre los años que van desde las últimas décadas del siglo XVIII a la primera del XIX. Este período es mejor conocido gracias a una importante masa crítica de investigaciones y porque se cuenta, hasta 1821, con datos de recaudación fiscal que permiten inferir (y a veces conocer con algo más de certeza) las cantidades de cereales cosechadas, lo cual nos autorizará a discutir ciertas características específicas de la producción agrícola, que creemos no han sido suficientemente enfatizadas en la bibliografía disponible. En el período independiente esos datos ya no se seguirán recopilando, lo que provoca una sensible falta de información que puede en parte ser suplida con otro tipo de fuentes, pero que de cualquier manera deja en pie muchas incógnitas. Continuaremos con un estudio de las características y evolución de los mercados de los productos agrícolas en ese período, lo que nos llevará luego al de los actores ligados tanto a la esfera comercial como a la de la propia producción. Veremos allí cómo el papel mercantil del trigo implicaba para éste una importancia regional diferencial, mientras que otros productos aparecían más ligados a la subsistencia o al consumo local. Finalizaremos con una descripción y análisis de los actores de la producción agrícola, y un intento de evaluar el peso de la producción triguera en lo que luego serán las provincias pampeanas.

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2. el espacio y la economía

Al iniciarse el último cuarto del siglo XVIII, un hipotético viajero que recorriera las diversas regiones tributarias del Río de la Plata habría de encontrarse con un paisaje extremadamente heterogéneo, pautado por islas urbanas de distinta magnitud en medio de vastas áreas muy precariamente habitadas. A la inversa de lo que ocurría en los núcleos del dominio hispánico en América, la población indígena obligada a prestar servicios era inexistente o muy escasa, salvo en las fragosidades de las estribaciones andinas o en el Paraguay y, de todos modos, aun allí la proporción de trabajo asalariado era ya para entonces dominante, marcada por las pautas del aumento del mestizaje y la caída de la población tributaria. En las viejas ciudades fundadas durante las décadas iniciales de la conquista se concentraba una a veces próspera riqueza mercantil, en buena parte construida eludiendo las rígidas e irreales restricciones al comercio impuestas por la corona. La situación de cada uno de los distintos espacios regionales era sin embargo muy distinta. Mientras que las áreas vinculadas al tráfico fluvial conocían un sorprendente crecimiento, aquellas que dependían de difíciles y largos caminos a través de montañas y llanuras se debatían en el estancamiento y las dificultades o, cuando más, aprovechaban sólo parcialmente los beneficios de la nueva etapa que se abría en el último medio siglo de dominio hispánico. El ocaso del antiguo centro de riqueza del Alto Perú había ido desviando la producción excedente de muchos de esos espacios regionales hacia los grandes núcleos de población, pero éstos eran a su vez asediados por la competencia ultramarina, que a partir de 1778 ya no habrá de ocultarse bajo la máscara del contrabando. Así, para esos años la realidad económica del interior se oponía ya con claridad a la del litoral: pero, de cualquier forma, ninguna de ambas realidades era homogénea. En el interior, las regiones más vinculadas al circuito minero potosino, ya fuera por su producción o por su cercanía física, si bien sufrieron con más agudeza los malos tiempos subsiguientes a las rebeliones indígenas de la década de 1780, poseían una riqueza acumulada cuyo valor consistía no sólo en sí misma, sino en la posibilidad que brindaba, propia de economías tradicionales, de recostarse sobre ella y capear así de algún modo la tormenta. Siendo las ciudades pequeñas, la plebe urbana más pobre era de dimensión reducida, y la constante movilidad hacia o desde el campo contribuía a disminuirla aún más en los

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momentos difíciles. La subsistencia de la población rural, en tanto, estaba mayormente asegurada por la misma diversificación productiva y la disponibilidad de tierras. Pero el comercio sufría más: la lucha por conquistar un lugar en escuálidos mercados locales se transformaba en una alternativa necesaria ante la caída de la demanda del antiguo centro minero, que sólo lograría recuperar su brillo a inicios del siglo XIX. Pero esa alternativa lo era para varios oferentes a la vez, lo que reducía aún más la dimensión de esos mercados locales. Las ciudades situadas en la ruta entre Potosí y Buenos Aires contaban con más alternativas: una de ellas era la que ofrecía su propio hinterland productivo, que a medida que se afirmaba la reorientación de la economía hacia el Atlántico irá también reconvirtiéndose hacia una ganadería vacuna con marcado sesgo exportador, centrada en la obtención de cueros. Así ocurrirá en Tucumán, en Córdoba o incluso en Santa Fe. Para otras regiones de esa carrera, sin embargo, las cosas no serán fáciles: la pobre tierra de Santiago del Estero, por ejemplo, sólo se sostendrá gracias a la emigración temporal o permanente de buena parte de sus hombres, y a la dura labor del telar de sus mujeres, que habrán de difundir sus ponchos por todo el litoral. En el Paraguay, en tanto, lateral a esa ruta antaño vía de riqueza, pero bien vinculado con las economías más dinámicas por la comunicación fluvial, un fuerte aumento demográfico debido en buena parte al desgranamiento de las antiguas misiones guaraníes no lograba ser absorbido por una economía que sin embargo prosperaba; también allí, la emigración hacia el sur, donde los salarios eran sustancialmente más altos, logrará en parte descomprimir la presión que no cabía en los avances sobre las fronteras. Tampoco para los fértiles oasis cuyanos la etapa de reorientación atlántica parece haber traído excesivos beneficios. La ciudad de Buenos Aires, el principal mercado de sus aguardientes, vinos y frutas secas, habría de ser cubierta por productos importados; sin embargo, y por mucho tiempo, surgirán oportunidades para las harinas y el trigo que se producía en abundancia en Mendoza o en San Juan gracias a las obras de regadío, con rendimientos tan altos que podían competir con la agricultura cerealera de secano de las tierras aledañas a la gran urbe porteña, a pesar de los fortísimos costos de transporte.1 1 Halperín Donghi, T. (1979), pp. 17 y ss.; Farberman, J. (1992); Mata, S. (2006); López de Albornoz, C. (2003); Bragoni, B. (1999).

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La distribución poblacional en lo que luego sería la Argentina mostraba ya hacia 1778 algunos de los rasgos que luego la cada vez más acelerada transformación traída por la demanda atlántica habría de imponerle.

Cuadro 1 Población de algunas ciudades del virreinato del Río de la Plata y sus campañas hacia 1778

Buenos Aires Mendoza Córdoba Catamarca San Juan Salta Tucumán San Luis La Rioja Santiago del Estero Jujuy

Ciudad 24.205 7.478 7.283 6.441 6.141 4.305 4.087 3.684 2.172

Campaña 12.925 1.287 32.920 8.874 1.549 7.260 16.017 3.272 7.551

1.776 1.707 69.279

13.680 11.912 117.247

Total 37.130 8.765 40.203 15.315 7.690 11.565 20.104 6.956 9.723

% ciudad 65 85 18 42 80 37 20 53 22

15.456 13.619 186.526

11 13

Fuente: Comadrán Ruiz, J. (1969), pp. 80-1.

La población de Santa Fe no figura en el cuadro anterior, pero hacia 1797 era de apenas unas 12.600 personas, 4.000 de las cuales residían en la ciudad y otras 3.500 en el área de Rosario y su campaña. La entrerriana, en tanto, puede considerarse que hacia esa misma época alcanzaba a unas 11.600 personas, de las cuales unas pocas miles habitaban en los cuatro centros poblados más destacados: Paraná, Concepción del Uruguay, Gualeguay y Gualeguaychú. 2

2 Azara, F. de (1847), t. I, pp. 344-6; Álvarez, J. (1914-1943); Cervera, M. (1907); Comadrán Ruiz, J. (1969), pp. 100 y ss.

la agricultura colonial 39

En lo que luego habrá de denominarse región pampeana, las ciudades de Santa Fe y Córdoba eran entonces, además de Buenos Aires, los únicos núcleos urbanos de relativa importancia. En torno a éstos giraba la vida comercial y administrativa de los vastos espacios circundantes; pero, de todas formas, el control que esas ciudades podían ejercer sobre sus campañas más lejanas era desde todo punto de vista nominal. Una vez traspuestas las áreas periurbanas, el viajero se enfrentaba pronto a las soledades de la pampa, sobre todo si se dirigía por tierra a algún punto en el interior; las zonas costeras, más pobladas, ofrecían también un aspecto más activo y menos agreste. Pero si en el norte bonaerense podía andarse por una sucesión de quintas y chacras que bordeaban las sinuosidades del camino, enfilar hacia el sur equivalía a dejarlas bien pronto atrás, y ver aparecer tan sólo dispersas estancias de ganado, en un paisaje llano y monótono como un mar seco. Hacia el oeste de la ciudad, en tanto, la expansión de las quintas y chacras habría de ir tomando consistencia sobre todo a partir de los primeros años del siglo XIX.

Figura 1. Una quinta suburbana en la orilla del Río de la Plata, al norte de Buenos Aires. Pueden distinguirse los tunales y membrillares, “formando ambos excelentes cercos”. En Vidal, E. E. (1820), e/pp. 110-111.

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El panorama en Santa Fe o en Entre Ríos era todavía más agreste, modelado ahora por la presencia de bosques bajos, refugio de animales o bandoleros; a pesar de que desde la década de 1780 comenzaron a fundarse pueblos que agruparan la dispersa y escasa población, pasarían todavía algunos años hasta que éstos pudieran adquirir una dimensión más o menos considerable. Consiguientemente, si la producción cerealera en sus alrededores creció a la par de éstos, de todos modos ni esos escuálidos mercados locales ni los de las ciudades más cercanas podían ofrecer incentivos para una expansión agrícola considerable. El cerco de las fronteras indígenas imponía además límites concretos a la expansión del dominio criollo: a medida que éstas se aproximaban, la densidad poblacional era menor y el paisaje productivo se iba simplificando. Las ciudades cuyo hinterland chocaba con la presencia indígena poseían en general una población rural bastante más reducida que las otras, lo que marca no sólo el peso de los azares de la frontera sino además las pautas de ocupación del espacio, mucho más precarias. A poca distancia de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, aparecían ya los territorios aborígenes, quedando entre las ciudades y éstos una estrecha franja apenas suficiente para desperdigadas actividades productivas y unas escuetas vías de comunicación. En Entre Ríos, el dominio indígena había finalizado recién hacia 1750; sin embargo, la expansión de la población criolla fue a partir de entonces tan lenta que sólo alrededor de tres lustros después de esa fecha se encontraba justificado el nombramiento de autoridades para tales ciudades, que de todas formas apenas consistieron en unos pocos alcaldes de hermandad, sin recursos y casi sin soldados. Una buena parte de la producción se destinaba al consumo local, o incluso familiar. En lo que respecta a los artículos de intercambio con el exterior, la mayor o menor disponibilidad de mano de obra determinaba la actividad dominante. Mientras que la más densa población cordobesa o santiagueña posibilitaba una consistente artesanía, en las campañas de Santa Fe, Entre Ríos o Buenos Aires imperaba la producción ganadera y agrícola. Hasta ese entonces, los ritmos de la demanda pautados por el centro minero del Alto Perú habían marcado a menudo la orientación productiva de buena parte de las explotaciones rurales, dedicadas a suplirla de una variada gama de bienes, que iban desde los mulares necesarios para el transporte y el laboreo en los socavones hasta los textiles o la yerba mate consumidos por los obreros indígenas. Además, desde

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siempre había existido la posibilidad de la salida ultramarina; interdicta formalmente a menudo, en la realidad las barreras caían ante la omnipresente posibilidad del contrabando. Si bien la producción minera conservó buena parte de su poder de demanda, sobre todo en momentos puntuales, en la segunda mitad del siglo XVIII la importancia de la exportación a ultramar se fue haciendo cada vez más visible.

3. la circulación y el transporte

En tanto, la circulación de bienes producidos localmente entre esas diversas economías, aun cuando bastante intensa, había estado siempre obstaculizada por el relativamente bajo grado de especialización y las limitaciones de la escala del consumo; la vinculación con un mercado exterior a dichas economías había sido una persistente ventaja que permitía orientar la colocación de excedentes de producción y labrar fortunas en el aprovechamiento de diferencias de precio, que sólo se volvían sustantivas conectando a través del comercio regiones muy alejadas. Pero la poco especializada estructura económica de entonces implicaba que las áreas vecinas de clima y condiciones productivas similares se encontraran necesariamente elaborando lo mismo; una vez satisfechas las escasas necesidades propias, la inveterada estrechez de los mercados locales derivaba además en que todos intentaran vender sus excedentes en los pocos puntos en que la dimensión del consumo era mayor, por lo que los precios de esas mercancías en tales sitios tendían estructuralmente a ser los más bajos posibles. Tan sólo en condiciones de carestía excepcional podía pensarse en obtener mejores retornos, pero esas condiciones, no del todo infrecuentes, únicamente podían ser aprovechadas por quienes contaran con la información necesaria en el momento justo, y a la vez lograran operar con la rapidez suficiente como para acceder al mercado desabastecido antes que sus competidores, cuya concurrencia habría de volver a hacer descender los precios. Todo ello estaba pautado por las condiciones del transporte y de las comunicaciones, las cuales a su vez dependían de multitud de factores aleatorios. No bastaba con poseer las carretas o los barcos más rápidos, y los guías y conductores más eficientes: unas condiciones climáticas adversas o

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los efectos de alguna ofensiva indígena podían dar cuenta no sólo de las mínimas ventajas que hubiera sido posible lograr con aquéllos, sino que incluso a menudo bastaban para retrasar durante meses cualquier viaje. Nadie, en rigor, podía controlar esos factores, y el cumplimiento de los planes era algo sumamente azaroso.

Figura 2. Carreta tradicional de transporte. Inicios del siglo XIX. En Wilcocke, S. (1807), e/pp. 418-9.

La clave de la acumulación mercantil se encontraba de ese modo restringida al acceso al comercio a grandes distancias, pero en las condiciones de la época éste equivalía a operar en alta situación de riesgo. Los malos caminos, la inseguridad, los costos y los menoscabos inherentes a viajes terrestres de muy larga duración asediaban continuamente los márgenes de ganancia; los imprevistos podían perturbarla seriamente, incluso haciéndola desaparecer. Además, el acceso al recurso fundamental, la información, era otro factor de riesgo: los mercados, de dimensión siempre limitada, podían pasar de la necesidad a la saturación en poco tiempo, y las mercancías costosamente acopiadas con perspectivas de rápidas ganancias, tornarse invendibles a la vuelta de unas cuantas semanas. Quien no contara con aceitados vínculos para acceder a información actualizada y confiable acerca de la situación de los mercados hacia los que pensaba dirigir sus afanes debía echarse en manos de la suerte, y aceptar de buen grado las contingencias de todo tipo que podían presentarse, incluso las pérdidas que casi siempre iban

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aparejadas a la llegada a destiempo. Viajando a una velocidad apenas mayor que las propias mercancías, la información estaba teñida de la misma aleatoriedad que acompañaba a éstas, y la única manera de precaverse contra tales riesgos era aumentar sustancialmente los márgenes de ganancia. La exportación ultramarina estaba de todos modos dominada por el metal precioso altoperuano, traído directamente desde allí a cambio de mercancías de importación, o recolectado trabajosamente en todo el vasto espacio rioplatense, que servía a la economía minera proveyéndola de multitud de insumos imprescindibles. Como mercancía de mayor valor agregado, y cuyo diferencial de precios con los vigentes en Europa era también el más grande, el metal precioso se constituía no sólo en el bien cuyo tráfico era más conveniente sino en el más demandado por quienes remitían partidas de géneros desde el Viejo Mundo. La ciudad de Buenos Aires, por la cual pasaba todo el comercio ultramarino, era de este modo apenas más que un gran centro distribuidor donde residía buena parte de los principales factores de ese comercio, y que obtenían de él sustanciosos retornos. La ligazón entre los diversos espacios interiores y el puerto de Buenos Aires estaba en manos de mercaderes de muy diversa condición y dimensión, habilitados para su actividad a través de cadenas de crédito provisto por otros más importantes, en una relación basada en la confianza mutua, y tejida sobre vínculos de compadrazgo o la recomendación de parientes. Esos comerciantes tomaban a su cargo la difícil tarea de recorrer esos vastos espacios recolectando los frutos del trabajo rural, y sobre todo permitiéndole existir mediante el otorgamiento de crédito, que cubría las necesidades de pastores y labradores en los momentos álgidos del ciclo productivo, o cuando todavía no se había logrado la cosecha. El alto riesgo inherente a esas operaciones, y la aleatoriedad de la producción agraria, afectada fuertemente por sequías, inundaciones y otras calamidades, implicaba el mantenimiento de grandes márgenes de ganancia aparentes; las frecuentes quiebras de comerciantes rurales dan cuenta de la realidad de éstos, obligados a dispersar sus dependencias activas entre miríadas de labradores que pagaban cuando podían. De esta forma, no puede extrañar que al iniciarse el último cuarto de siglo del período colonial la producción estuviera dominada por los ritmos que imponía la operatoria de los mercaderes, con su tendencia a reducir los riesgos a través de presiones sobre la oferta de

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bienes, tanto en los lugares de compra como en los de venta. Para ello, buscaban pagar lo menos posible a los productores, e intentaban dejar siempre un cierto grado de demanda insatisfecha en los puntos de venta. Pero, de todos modos, esta conducta se encontraba fuertemente limitada por la multitud misma de comerciantes y de puntos de venta, que los diversos estudios disponibles no ubican nunca en menos de uno por cada cien habitantes; la competencia consiguiente entre esos comerciantes por ganar proveedores y captar clientes contribuía así a elevar los precios de los bienes locales y a deprimir los de los importados. Por lo demás, debe tenerse en cuenta también que la circulación de moneda metálica, medio fundamental de la acumulación e incentivo del consumo, era escasa en las áreas rurales, lo cual implicaba un gran desarrollo de mecanismos de crédito y fiado, únicos medios por los que el comerciante podía colocar sus inventarios entre una población aislada y dispersa, que cancelaba esas deudas con los bienes más líquidos que podía producir, a menudo luego de largos años de mora. Es obvio que, en esas condiciones, el precio de los bienes vendidos al fiado debía incluir no sólo los enormes costos de transporte y los riesgos físicos, sino además un interés y un seguro por probables impagos, todo lo cual contribuía asimismo a deprimir la ganancia del comerciante, dado que la elevación de los precios tenía un claro techo marcado tanto por la competencia como por la misma capacidad de repago de los clientes. Por otra parte, el comerciante se veía obligado a aceptar pagos no en dinero sino en “monedas de la tierra”, es decir, los bienes que cumplían funciones monetarias en razón de su mayor liquidez o de la posibilidad de cambiarlos, al exterior de la economía local, por el metálico. Se trataba sobre todo de productos como la yerba mate en el Paraguay, que era exportada a todo el espacio rioplatense y aun fuera de él; los cueros en la campaña bonaerense entrerriana o santafesina, a su vez canjeados y enviados hacia el mercado atlántico; el ganado, en Corrientes o en las pampas del sur; o el trigo en algunas áreas rurales, destinado fundamentalmente al mercado urbano de Buenos Aires. Por lógica, al cumplir funciones monetarias las diferencias de precio de estos bienes, a nivel local, sólo cubrían los costos de transporte, pero al ingresar en circuitos donde circularan otras monedas de la tierra, o el metálico, volvían a asumir plenamente su valor mercantil. De modo que, en el espacio rioplatense, caracterizado

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por una intensa movilidad poblacional, todos los actores que viajaban de un sitio a otro, ya fueran humildes peones en busca de trabajo temporario en las cosechas o los comerciantes más importantes, se encontraban en algún momento con la posibilidad de efectuar transacciones con estas monedas de la tierra y, consiguientemente, de embolsar diferencias por los distintos precios relativos de unas y otras en las regiones a las que las trasladaban. Pero la aceptación de esas monedas conllevaba también más riesgos: mientras los precios de esas monedas de la tierra variaban poco a nivel local, una vez entrados al circuito mercantil los bienes que las componían perdían su función monetaria y se encontraban sujetos a todas las inconstancias de los mercados. Un cierre del mercado atlántico podía por ejemplo recortar en más de la mitad los precios de los cueros, por lo que, si el mercader que los había aceptado anteriormente a precios más altos se encontraba con un fuerte stock sin vender, podía llegar incluso a perder parte importante de su capital. Ese vasto y heterogéneo espacio pronto comenzaría a vincularse cada vez más estrechamente con el mercado mundial, y éste habría de proveer en forma creciente el impulso que movilizaría buena parte de su actividad. La salida ultramarina se irá consolidando así no sólo como una posibilidad más de colocar excedentes, sino fundamentalmente como nuevo factor de orientación productiva y de especialización, de poder cada vez más fuerte, al punto que, en las primeras décadas del siglo XIX, aun ciertos importantes rubros del consumo básico se comenzarán a transformar por la oferta de bienes importados, y algunas áreas antes precariamente pobladas darán lugar al desarrollo de grandes empresas productivas, volcadas en su mayor parte a la provisión de bienes destinados al mercado atlántico. Esas fuertes transformaciones cambiarán buena parte de los modos y las características del comercio al interior del mundo rural rioplatense: a veces con brutal rapidez, la confluencia de nuevos oferentes y demandantes de productos provocará la necesidad de cambios paralelos en toda la estructura de comunicaciones, e irá favoreciendo el desarrollo de la ocupación de nuevas tierras y el planteamiento en ellas de actividades productivas.

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4. el papel de la producción agrícola en el río de la plata tardocolonial

Como lo han mostrado muchas investigaciones recientes, la agricultura ocupó un puesto bastante destacado entre las actividades productivas rioplatenses en tiempos del dominio hispánico, sobre todo en el área norte de la actual provincia de Buenos Aires. Ligada allí desde los inicios tanto al consumo de la población como a la provisión de raciones para los buques que recalaban en escala de sus viajes transatlánticos, fue volcándose con el tiempo más y más hacia el abasto del gran mercado en que se fue constituyendo la ciudad porteña.3 Ésta, que llegaría a contar con unos 40.000 habitantes hacia 1810, era por muy lejos la más importante ciudad del Río de la Plata, y una de las más grandes de Sudamérica, siendo excelente ejemplo de conformación de un mercado urbano cuyo peso económico resultaba decisivo en la orientación productiva de una vasta área rural. La agricultura, siguiendo pautas tradicionales marcadas por los primeros colonizadores hispanos pero que podrían incluso rastrearse hasta la etapa del dominio indígena, ocupaba de preferencia áreas bien irrigadas y cercanas a los ríos, dada la dificultad de procurarse agua por medio de la construcción de sistemas de riego, de costo demasiado alto en las condiciones locales, y a fin de contar con la posibilidad de comunicación por la vía fluvial, más rápida y barata que la terrestre. Esas condiciones debían necesariamente unirse con la cercanía relativa a los centros de consumo, ya que de todos modos la dificultad y carestía de los medios de transporte dejaba fuera de mercado, por sus costos, a la producción de bienes de gran volumen y bajo valor relativo más alejada de aquéllos. Esto resulta especialmente evidente en las cercanías de las grandes ciudades; en Buenos Aires, hacia inicios del último cuarto del siglo XVIII, la agricultura proporcionaba una buena parte del valor total de la recaudación fiscal en la campaña, en especial en áreas lo suficientemente cercanas a la urbe, aunque por detrás del cinturón de quintas de producción hortícola, más delicada y perecedera, en ocasiones incluso mezclándose con ella.4

3 Para el período inicial véase González Lebrero, R. E. (2002); para el período de 1750 en adelante, García Belsunce, C. (1989-1990), y en especial los trabajos citados en Garavaglia, J. C. y Gelman, J. (1995). 4 Garavaglia, J. C. (1999a), esp. pp. 107 y ss.

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Si bien puede admitirse que no necesariamente constituyera la actividad dominante, y en todo caso la posibilidad de colocar excedentes en el mercado externo otorgaba mucho más dinamismo a la ganadería, no puede tampoco ignorarse la gran relevancia de la actividad agrícola, sobre todo en el área norte de Buenos Aires, en el contexto rioplatense de esos años. En el resto del área pampeana su importancia en los registros de diezmos era muchísimo menor, lo cual es atribuible fundamentalmente no sólo a una fuerte evasión sino sobre todo a la presencia de una considerable producción campesina de autoconsumo, que no llegaba a los mercados sino en forma esporádica, y que por tanto está hoy mayormente ausente de las fuentes seriadas. Como es natural, las diferencias regionales eran sumamente destacables: en Entre Ríos, y en buena parte de Santa Fe, aun la producción agrícola de autoconsumo palidecía ante la magnitud del desarrollo de la ganadería mular y vacuna, en ambos casos destinada a la exportación, respectivamente, de animales en pie hacia el Alto Perú y de cueros hacia el mercado atlántico; esa salida mercantil no sólo permeaba la actividad de las grandes explotaciones de tipo empresarial, sino también la de unidades familiares de tamaño mediano o incluso pequeño.5 Poseemos algunos datos bastante confiables acerca de la producción rural entrerriana entre los años 1808 y 1809; éstos, que abarcan a 156 productores existentes en diversos parajes de la zona oriental de la actual provincia, indican que en promedio habían producido en esos años 1.105 fanegas de trigo, o unos 1.520 hectolitros; 65.325 cabezas de ganado vacuno, 450 mulas, casi 6.000 potrillos y 11.800 ovejas.6 El valor aproximado de los animales era de unos 34.000 pesos; el del trigo, tan sólo de 3.300. Si bien habría que agregar la producción hortícola, el maíz y los diversos rubros 5 Respecto de Entre Ríos véase Djenderedjian, J. (2003a); sobre Santa Fe véase Tarragó, G. (1995/6). 6 Se trata de las detalladas cuentas de percepción (recolección) de los diezmos de esos años. Para la conversión de medidas de capacidad antiguas al sistema métrico, y para las próximas, nos basamos en los datos de Napp, R. (1876), en este caso pp. 368/9. Si bien algunas fuentes más antiguas, como Senillosa, F. (1835), dan pequeñas diferencias atribuibles quizá a cambios en el patrón habidos a lo largo del tiempo, lo concreto es que si esos patrones existían rara vez se respetaban estrictamente, además de que las equivalencias de una misma medida variaban mucho según fuera el lugar donde se aplicaran. Véase Apéndice II.

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destinados al consumo de la propia familia productora, es poco probable que el valor de todo el rubro agrícola ascienda a más del doble de esa cifra.

Cuadro 2 Productores y producción en las áreas entrerrianas de Arroyo de la China y Guayquiraró, 1808-97 Productores según el procreo obtenido N Sin procreo 32 de 1 a 100 46 de 101 a 500 55 de 501 a 999 7 de 1.000 a 1.999 8 Más de 1.999 8 156

Trigo Procreo anual del rebaño poseído (cabezas) cosechado Vacunos Mulares Equinos Ovinos (fanegas) 758 5 3.010 53 2.510 395 1.235 150 14.865 210 2.190 5.710 53 4.505 515 740 43 11.920 30 665 500 50 31.525 210 2.230 600 1.105 65.325 450 6.000 11.795

Nota: El trigo en fanegas de 137,6 litros. Promedio anual de las entregas individuales por diezmos de trigo y ganado correspondientes a 1808 y 1809, multiplicados por diez para obtener la base imponible. Se ha preferido agrupar a los productores según la cantidad de cabezas de ganado vacuno obtenidas a fin de reflejar las gradaciones de sus fortunas. Elaboración propia con datos de AGN IX-20-5-7, Hacienda, Tabacos, Misiones, Arbitrios de Santa Fe, 1761-1807.

A falta de índices más seguros, la evolución de la recaudación de diezmos entre 1750 y 1809 muestra nuevamente con claridad la escasa importancia de la agricultura mercantil en Santa Fe, así como el efecto de las alternativas de los mercados para la ganadería, notables sobre todo en lo que respecta a los cueros vacunos en el período que comienza en 7 El área de Arroyo de la China abarcaba toda la costa del Uruguay entre el arroyo Grande y el Tala, extendiéndose hacia el interior hasta el río Gualeguay, esto es, el actual departamento de Colón y la mayor parte del Uruguay; el área del Guayquiraró comprendía los arroyos de ese nombre, Lucas, Moreyra, Diego López, El Sauce, La Mula y Guerreros, es decir, el actual departamento de Feliciano y partes importantes de los de La Paz, Concordia y Federación.

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1795, marcado por un ciclo de guerras internacionales en el cual el desarrollo del comercio rioplatense con buques neutrales fue particularmente significativo.8 De la misma manera, la producción mular tuvo su etapa de auge: en especial en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, se constituyó en una actividad sumamente rentable para los hacendados santafecinos, como también lo fue para los correntinos y entrerrianos.9

Gráfico 1 Recaudación de diezmos de los curatos de Santa Fe, 1750-1809 (promedios quinquenales en pesos de plata). Incluye el área del Paraná, actualmente la vertiente occidental de Entre Ríos 7.000 6.000 5.000 4.000 3.000 2.000

■ Campo

■ Aves y verduras

1805-09

1800-04

1795-99

1790-94

1785-89

1780-84

1775-79

1770-74

1765-69

1760-64

1755-59

0

1750-54

1.000

■ Cuatropea

Fuentes: AGN IX-13-3-3 (Diezmos, Santa Fe. Testimonio de remates); a partir de 1801, AGN IX-7-3-2 (Quadrante de diezmos) y AGPSF, Contaduría, t. 13, e/nº 16 y 17, “Copia de documentos del cargo del libro manual...”.

8 Halperín Donghi, T. (1979), pp. 46-7. 9 Agustín de Yriondo al prior y cónsules del Consulado de Buenos Aires, Santa Fe, 12 de febrero de 1800, en AGN, IX-4-6-4, Consulado de Buenos Aires, t. IV, fs. 122 r.; Busaniche, J. (1959); Halperín Dongui, T. (1979); Maeder, E. J. (1981).

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En Córdoba, en tanto, viejas tradiciones agrícolas formaban parte de un paisaje productivo rural diversificado, con grados variables de especialización y con una alta proporción de explotaciones domésticas dedicadas a la tejeduría, la artesanía, la preparación de dulces o quesos, y el cultivo de trigo y maíz, el primero destinado mayormente al mercado y el segundo al consumo.10 Pero, de cualquier modo, una evaluación certera del lugar de la agricultura colonial en el conjunto de la economía rioplatense sigue siendo dificultosa. Salvo en Buenos Aires (donde la gran ciudad atraía ávidamente la producción agrícola de los partidos cercanos), debemos repetir que la producción doméstica ligada al consumo familiar es, en los magros testimonios de la época, siempre mucho menos visible que los productos de exportación, que, dado su carácter mercantil, circulaban con amplitud fuera de los ámbitos rurales, quedando profusamente registrados al pagar aranceles en las diversas aduanas. Por otra parte, los sistemas de comercialización de bienes de consumo importados en el medio rural tendían a la captación de cueros y otros subproductos ganaderos en pago de aquéllos, al cancelarse las cuentas de fiado con las que buena parte de esos bienes importados eran colocados entre pastores y labradores siempre escasos de dinero en efectivo. Esta función monetaria que cumplían implicaba para ellos también en este aspecto una mayor visibilidad en las fuentes de carácter local, y lo marca también el hecho de que estuvieran ligadas como hemos dicho al pago diferido de bienes de consumo.11 Además de todo ello, debe admitirse que por ese entonces los precios relativos de cada uno de los productos de las actividades agrícolas y pecuarias estaban afectados por factores que distorsionaban en medida variable su importancia. El diezmo, cuyos registros son la fuente principal para el conocimiento de la producción rural colonial, era un impuesto eclesiástico calculado sobre el valor de mercado de la cosecha y el procreo de animales, cuyo cobro no era por lo regular realizado directamente por la autoridad fiscal, sino que se remataba al mejor postor. Efectuados estos remates hacia el mes de noviembre del año anterior al de contribución, los precios finales debían ser pagados por “San Juan y Navidad”, esto es, a fines de junio y de diciembre del año correspondiente. 10 Romano, S. (2002), pp. 66 y ss. 11 Djenderedjian, J. (2003a y 2004).

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Pero si el resultado de la cosecha no era claro, los postores no hacían ofertas, debiendo repetirse los remates y retrasándose las adjudicaciones. Al mismo tiempo, es menester tener en cuenta que las posturas reflejaban no sólo una estimación del valor de la cosecha, sino los gastos de recolección y la ganancia pretendida por el diezmatario, además de los posibles intereses de sumas prestadas para pagar las fianzas y los desembolsos previstos, todos ellos montos bastante variables.12 Tanto estas circunstancias como las alternativas del cobro implicaban diversas dificultades y complicaciones, que se veían asimismo fuertemente afectadas por las coyunturas, tanto climáticas como de cualquier otro tipo que pudieran presentarse en tan dilatado lapso. Por otra parte, las pocas veces en que la Iglesia tomaba a su cargo la recolección del diezmo, podemos contar con datos mucho más minuciosos y creíbles de las cantidades recaudadas y, por consiguiente, del total producido; pero lo regular era que esas ocasiones se presentaran más que nada cuando las cosechas, por demasiado abundantes, determinaran que los precios de los cereales descendieran a niveles a los cuales no había ya interesados en pagar por su remate, dadas las magras perspectivas de ganancia que se presentaban. Por consiguiente, la recaudación, y los datos de los que hoy nos valemos, se encontraban determinados por diversos procesos, agentes y causas que afectaban los precios. Pero, además, algunos de los más importantes de esos factores estaban sin dudas en los altos costos del transporte y en las regulaciones establecidas por el poder político y sus consecuencias en cuanto al grado de apertura del mercado. La exportación de excedentes de la producción agrícola o su importación en casos de carestía estaban condicionadas por la alta proporción del valor de los fletes, tanto los terrestres desde el lugar de producción a los puertos, como los marítimos desde el exterior hasta éstos: en ambos casos, el precio final del grano en el lugar de su consumo debía ser excesivamente alto (o bajo en su lugar de producción) para que la operación fuera rentable, lo que ocurría sólo en contadas ocasiones. A ello deben sin dudas añadirse la inexistencia de una estructura de comercialización y las morosas comunicaciones, que impedían compensar eficientemente los excedentes y faltantes de granos en puntos situados a grandes distancias. Todo ello implicaba que la producción agrícola local se dirigiera hacia un mercado cautivo, 12 García Belsunce, C. A. (1989), p. 330.

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por otra parte objeto ocasional de medidas destinadas a mantener un cierto nivel de precios a fin de combatir carestías; por tanto, esa producción agrícola gozaba en él de un valor proporcionalmente alto con respecto a la producción ganadera, reforzado aún más en razón del elevado precio de la mano de obra necesaria para las tareas ligadas a la agricultura. El ganado, por su parte, no contaba con posibilidades de ser realizado en forma integral en los mercados locales, dado que de él sólo podían exportarse el cuero, el sebo, las crines y la lana, debiendo descartarse la carne no consumida en el abasto urbano, en el avío de buques que efectuaban la carrera fluvial o, hacia el fin del período tratado en este capítulo, en los saladeros, demanda en todo caso aún frecuentemente escasa para dar cuenta de todos los animales sacrificados. La abundancia de ganado, a su vez, constituía un factor deprimente de sus precios. De esa forma, la importancia económica de las actividades ganaderas puede no estar siendo reflejada en su real dimensión en las cifras de recaudación del diezmo, mientras que la correspondiente a la producción agrícola resulta comparativamente mayor debido sobre todo a que su precio relativo también lo era, lo cual distorsiona la importancia respectiva de ambas actividades y limita en alguna medida las conclusiones de diversos valiosos aportes efectuados sobre el agro pampeano colonial, en los cuales la producción agrícola es claramente dominante con respecto a la ganadera.13 Debe recordarse en este aspecto que, en un contexto de frontera donde el trabajo era un factor escaso con respecto a los demás, el producto agrícola, como gran demandante de brazos, poseía asimismo un valor más alto que el ganadero, lo cual explica que el paisaje agrario, dominado por éste y que así ha sido retratado por los viajeros, sólo incluyera a menudo pequeños y aislados focos de producción agrícola.14 Más allá de lo que respecta a la ciudad de Buenos Aires, tanto las distintas ciudades del interior como incluso los pueblos de la campaña poseían en sus cercanías áreas rurales dedicadas al abasto y a la producción cerealera y hortícola, cuya importancia variable estaba además en relación con el hecho de que no parece haberse registrado un comercio regular de cereales entre éstas. Si bien en ciertos momentos podía haber 13 Véase al respecto Moutoukias, Z. (1995). 14 Al respecto consúltense las observaciones de Míguez, E. (2000) al trabajo de Amaral, S. y Ghio, J. M. (1995).

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envíos de granos desde Córdoba, Santa Fe o el sur entrerriano hacia Buenos Aires, en especial cuando la cosecha allí fallaba por razones climáticas o imponderables y los precios del cereal aumentaban, es bastante evidente que la agricultura mercantil colonial estaba, como hemos ya insinuado, fundamentalmente ligada a la provisión de los núcleos de población locales o, en todo caso, al de algunas estancias ganaderas más grandes y especializadas de las cercanías. En éstas, a la dedicación a la agricultura era poco rentable por la gran inversión en mano de obra que implicaba, mientras que las unidades de producción familiares de la vecindad se encontraban en mejor situación competitiva gracias al menor costo de oportunidad del trabajo familiar.15 Tampoco, como hemos dicho, era usual que la producción agrícola rioplatense lograra alcanzar los mercados ultramarinos, salvo en contados momentos y por circunstancias puntuales; y nunca, en todo caso, constituyó un rubro destacado en las exportaciones. Tradicionalmente se ha dado gran importancia a la renovación del sistema comercial del imperio hispánico ligada a las reformas borbónicas, que tuvo su expresión más conocida en la pragmática de 1778, que habilitaba para las operaciones mercantiles a una buena parte de los principales puertos de la península y de las colonias, cercenando así el monopolio del que gozaban unos pocos comerciantes de Cádiz. En realidad, estas medidas significaron una apertura muy relativa del mercado; aunque hubiera probablemente mejores posibilidades de colocación de los excedentes de producción local en ultramar, la composición de las exportaciones rioplatenses continuó siendo, hasta inicios del siglo XIX y como lo había venido siendo desde mucho antes, fundamentalmente de metales preciosos. El resto, que oscilaba en el 20% o cuando más el 30% del valor total, se componía sobre todo de cueros, seguidos muy de lejos por el sebo, el tasajo y otros subproductos ganaderos, y ocupando proporciones ínfimas los restantes rubros. A veces se abrían sin embargo oportunidades excepcionales para que la producción agrícola excedente de la pampa lograra colocación en el mercado mundial; esto ocurría sobre todo en tiempos de guerra, por desgracia frecuentes en la segunda mitad del siglo XVIII. Andrés de Oyarvide relata que en 1782, en medio de un conflicto entre Inglaterra, Francia y España que volvía riesgosa la navegación atlántica, “empezaron a dejarse ver en el puerto de Montevideo 15 Gelman, J. (1998), pp. 218 y ss.

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algunas embarcaciones francesas procedentes de las islas de Mauricio y Borbón... solicitando cargamento de harinas y sebo, que verificaron para aquellas partes”.16 La coyuntura de guerras europeas que comienza a inicios de la década de 1790 y que se prolongará, con breves momentos de sosiego, hasta 1815, constituyó otra ocasión favorable para que la producción agrícola rioplatense lograra alcanzar los mercados externos. En ese período España vio sumamente restringido el contacto comercial con sus colonias, al tiempo que otras potencias europeas se hallaban también enfrascadas en los conflictos continentales; esta circunstancia favoreció la irrupción de nuevos actores en el comercio rioplatense, reconocidos oficialmente por el impotente Estado colonial mediante una batería de medidas de apertura, de las cuales fue sin duda la más importante la autorización para el comercio con países neutrales dictada en 1797. En virtud de ésta, buques de las que hasta entonces hubiéranse podido juzgar las más insólitas procedencias comenzaron a cargar en el Plata, y su demanda incluía a menudo productos más diversos que el cuero y el sebo. Así, el trigo rioplatense pudo surtir las necesidades de algunas poblaciones extranjeras que raras veces en su historia anterior había llegado a alcanzar; en el informe a su sucesor fechado en marzo de 1795, el virrey Arredondo indicaba que “ya se extraen porciones considerables de harinas para La Habana”, lo cual a su juicio podía constituirse en un aliciente para el incremento de la producción local y para el equilibrio de los precios del trigo en tiempos de abundancia, razón de inquietud para las autoridades por las dificultades y pérdidas a los agricultores que ocasionaban sus descensos.17 Pero, en todo caso, esa coyuntura fue ante todo una muestra de la rápida disolución en que comenzaba a entrar la unidad económica del imperio hispánico, cada vez más evidente con la insistente presencia de comerciantes británicos, que adquirirían un papel preponderante en el Plata desde la segunda década del siglo XIX.18 En lo que respecta a sus mercados, la agricultura rioplatense continuó masivamente volcada al abasto local y, salvo momentos puntuales y siempre por cantidades

16 Oyarvide, A. de (1865), t. 7, p. 51. 17 “Memoria de Arredondo”, en AA.VV. (1945), p. 391. 18 Sobre la coyuntura comercial de finales del siglo XVIII e inicios del XIX véase Halperín Donghi, T. (1979), pp. 46-47.

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exiguas con respecto a la masa total exportada, habría de seguir así todavía durante mucho tiempo. Es más: los efectos de esa apertura comercial están ligados a una más lógica valorización de la producción pecuaria antes que al comienzo de oportunidades nuevas para la agricultura. La relación de costos y un cúmulo de ventajas naturales tendían fuertemente a ese resultado, lo cual puede verificarse lateralmente con una mirada a algunos datos. Siempre según estudios efectuados sobre los diezmos, si hacia 1766/70 la producción agrícola en el norte bonaerense daba cuenta de alrededor del 80% del valor total del impuesto recaudado, en el quinquenio 1796-1800 la producción de granos sólo ocupa ya el 65% del monto cobrado, mientras que la ganadería ha aumentado su participación al 29%.

Cuadro 3 Evolución por rubros de la recaudación de diezmos en el área bonaerense al norte del Salado, 1766-1800 (en pesos) Rubro 1766/1770 1776/1780 1786/1790 1796/1800 Granos 63,354 80% 74,960 72% 92,473 69% 113,350 65% Ganadería 16,090 20% 22,081 21% 34,102 26% 50,414 29% Quintas - 0% 7,555 7% 6,614 5% 11,245 6% 79,444 104,596 133,189 175,009 Fuente: Elaboración propia sobre Garavaglia, J. C. (1999a), p. 121.

Una evolución similar se verifica en otros puntos del área rioplatense: en Colonia, en la Banda Oriental, la proporción del diezmo de granos con respecto al del ganado pasa de representar más de la mitad del total recaudado a una proporción de alrededor de la tercera parte.19 Esta evolución parece marcar entre otras cosas, a falta de indicios mejores, el cambio en los precios relativos que afectó ya desde entonces a la producción rural por efecto de la presencia ampliada del mercado atlántico, y que se profundizó en la primera mitad del siglo XIX: en concreto, la productividad del trabajo sería cada vez más evidentemente mayor en la ganadería que en la agricultura, teniendo la primera mercados seguros 19 Gelman, J. (1989), pp. 578-9.

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en el exterior y menores costos de producción y transporte por una mejor relación peso/volumen que en el caso de los subproductos agrícolas. Según los cálculos de Azara efectuados hacia 1801, el valor obtenido en un año por el trabajo de 11 personas en actividades agrícolas era de 1.534 pesos, mientras que las mismas personas trabajando el mismo tiempo pero en actividades ganaderas producían 5.250 pesos.20

5. la importancia regional y diferencial de los cereales

La agricultura colonial pampeana, en esencia una derivación de técnicas y especies europeas adaptadas a lo largo de los siglos al nuevo medio, matizadas con una importante mezcla de viejas tradiciones indígenas y con la incorporación de cultivos autóctonos, mostraba una gran diversidad regional, circunstancia lógica si nos atenemos a su carácter, unido al consumo local. El papel dinamizador de los mercados más grandes en lo que respecta a la producción de granos es muy evidente, y acerca el caso pampeano a otros similares en el resto de la América hispana colonial.21 Mientras en el área más ligada a Buenos Aires, que incluye, además del propio hinterland inmediato a la ciudad, las tierras del sur entrerriano y santafesino, el predominio del trigo es mayor, en el norte de Santa Fe y sobre todo en Córdoba y Corrientes la presencia de cultivos autóctonos va haciéndose notar. El maíz, la mandioca, el maní o el zapallo formaban parte importante de la dieta, productos a los que es menester agregar una amplia gama de otros que a veces incluso también accedían al mercado, como el algodón o el tabaco, y cuya función de medios de pago en una economía muy ligada al trueque constituía asimismo un factor que es menester tener en cuenta a la hora de analizar los datos.22 En la actual provincia de Buenos Aires, por lejos el área donde la producción cerealera se destacaba más en las fuentes fiscales, la importancia del trigo es, desde todo punto de vista, crucial. Hacia la última 20 Azara, F. de (1943), pp. 7-8. 21 Por ejemplo Van Young, E. (1981), pp. 59 y ss.; 347 y ss. 22 Véase Maeder, E. J. A. (1981), pp. 255-26

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década del siglo XVIII y en el conjunto de los tres cereales más corrientes (trigo, maíz y cebada) cultivados en Buenos Aires, el primero de ellos nunca parece ocupar menos del 87% del total de granos cosechados, según se desprende de las investigaciones de García Belsunce.

Cuadro 4 Cifras estimativas de cereales producidos en la campaña bonaerense, 1788-1800 (en fanegas bonaerenses)

1788 1789 1793 1794 1795 1797 1798 1800

Trigo 61,643 71,183 89,088 99,760 53,575 84,953 102,280 75,343

Maíz 6,833 2,255 8,000 14,640 5,000 7,306 5,000 9,000

Cebada 390 435 630 740 1,210 280 800 1,020

Fuente: García Belsunce, C. A. (1989), p. 324.

Esta desproporción en favor del trigo comenzaría a modificarse lentamente a partir de la década de 1820, en razón de la difusión del cultivo combinado de trigo y maíz para aumentar los rendimientos y combatir las plagas, como veremos más adelante. Pero un aspecto mucho más significativo que influye en las proporciones visibles de los cereales cosechados (y que en cierto modo las relativiza, al menos en lo que respecta a su importancia en el monto producido) es el carácter marcadamente mercantil del trigo. Situado en el centro de un sistema de comercialización volcado al abasto de los núcleos de población, en toda el área pampeana el trigo estaba atado a pagos en dinero o en especie. Estos últimos, efectuados tanto por arrendamientos o cancelación de préstamos previos como ligados a retribuciones de quienes habían trabajado en la cosecha, resultaban de importancia muy visible asimismo por las limitaciones de la circulación monetaria. Con el trigo el productor familiar cancelaba sus deudas con el gran estanciero cercano, el terrateniente o el pulpero, que podían haberle

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adelantado bienes o incluso dinero en efectivo para hacer frente a los gastos de su explotación; con el trigo se elaboraba el pan que hacendosas amas de casa vendían en los pueblos para obtener un ingreso extra que reforzara la economía familiar; con el trigo se compensaban diferencias en servicios en una sociedad donde antiguas prácticas de ayuda mutua entre vecinos formaban parte importante de las prestaciones necesarias para llevar a cabo la producción. Con el trigo además se efectuaban trueques, mediante los cuales quienes lo habían producido obtenían de sus vecinos diversos productos de granja o de huerta con los que no contaban.23 El trigo era así el cereal que más frecuentemente se cambiaba por dinero, ya que constituía un bien demandado tanto por actores ligados a su transformación como por simples especuladores e intermediarios, en razón de su capacidad de realización en el mercado urbano, medio por excelencia de circulación de moneda metálica en esos años. Como suele ocurrir en las economías crónicamente escasas de numerario, las mercancías más líquidas cumplían funciones monetarias: ello ocurría visiblemente con los cueros, como hemos dicho ya, y en cierto sentido también con el trigo. Los proveedores de molinos y atahonas, que compraban el trigo a los productores o a otros intermediarios, se sumaban a los recaudadores del diezmo, quienes, en razón de su control de la décima parte de la cosecha, constituían oferentes de peso muy importante en el mercado local del trigo, cosa que veremos en detalle más adelante. Al mismo tiempo, en algunas regiones, resistencias de diverso tipo y viejas prácticas de evasión impositiva conspiraban contra la recaudación de diezmos sobre otros cultivos o productos, centrándose ésta fundamentalmente en el trigo, que era percibido por los actores como un producto menos ligado a la subsistencia y, por tanto, claro sujeto pasible de tributación fiscal.24 En definitiva, este carácter más mercantil del trigo implica que el resto de las producciones agrícolas u hortícolas escapara en buena medida a los testimonios, resultando entonces que la diversificación productiva de la que dan cuenta los documentos sea muy probablemente bastante inferior a lo que realmente fue. Como ya 23 Ejemplos de todo ello en las actas del Cabildo de Luján. En Argentina. Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires (1930), pp. 6667; Pelliza, M. (1887) pp. 187-189; Berro, M. B. (1914), pp. 68-9. 24 Sobre la tradicional evasión impositiva con respecto a la producción agrícola distinta del trigo véase Djenderedjian, J. (2002a).

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hemos indicado, la producción de autoconsumo está frecuentemente ausente de las fuentes seriadas, pero puede intuirse su significación a través de testimonios cualitativos. El maíz, incluso en los campos bonaerenses que las pobres estadísticas de la época nos marcan muy ligados al trigo, formaba parte importante de la dieta cotidiana de la población; en un cálido y revelador testimonio, Mariano Pelliza esquematizaba hacia 1880 las diferencias entre el trigo y el maíz en los viejos campos pampeanos de sus recuerdos: “El primero se consume en los pueblos y ciudades, el segundo es el gran recurso para los agricultores en general. La mazamorra y el locro, en las llanuras; el mote y el frangollo, en las ásperas regiones del norte argentino, se preparan con el grano sabroso del cereal indígena. La chicha... es el mismo maíz fermentado... los agricultores, los que hacían germinar y cosechaban el trigo, no comían pan en la vida ordinaria. Únicamente el día de la tapa, es decir, el de la siembra, tenía lugar una fiesta campestre de las más entretenidas, donde el pan y las viandas de harina se prodigaban como un homenaje a la naturaleza a que acababan de confiar la simiente...”.25 Algo similar relata Oyarvide para la Banda Oriental donde, indica, el trigo se consumía en los pueblos, siendo usual en la campaña un mayor empleo de carne en la alimentación; John Miers, viajando por la frontera indígena del norte bonaerense en 1819, opinaba que en esos lugares remotos el trigo era mucho más caro y el consumo de pan menos frecuente que en las áreas más pobladas; y, por fin, Francisco Millau escribía, hacia 1772, que si bien el trigo era el cultivo principal, el maíz se utilizaba para “manutención de aves y algunos animales y en las comidas que usan de él también los [habitantes] del país, componiéndolo de varios modos”.26 Un artículo del periódico Correo Mercantil de España y sus Indias fechado en mayo de 1797 pero con datos de varios meses atrás asumía que, mientras la cosecha de trigo bonaerense y su consumo podían estimarse, “la de maíz no puede calcularse, porque su mayor consumo es en la campiña”.27 García Belsunce ha calculado el consumo anual per capita de trigo en la ciudad de Buenos Aires de fines del siglo XVIII en 176 kilogramos, mientras que en la campaña éste sólo habría alcanzado 42, de los cuales buena parte era sin dudas absorbido por 25 Pelliza, M. (1887), pp. 189-190. 26 Oyarvide, A. de (1865), t. 7, p. 50; Millau, F. (1947), pp. 53-54. 27 Correo Mercantil de España y sus Indias, Madrid, 15 de mayo de 1797, p. 73.

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los pueblos rurales.28 De cualquier forma, no debemos pensar que el trigo no existía en las mesas de la familia rural; la difusión de su cultivo y la presencia constante de la oferta de trigos, harinas y sus derivados en las pulperías, incluso en áreas de frontera, indican con claridad que cubría parte consistente de la dieta.29 Sólo que su consumo era muchísimo más reducido de lo que llegará a ser a partir de fines del siglo XIX, y, por otra parte, se concentraba en determinados productos, como la dura galleta de las pampas, algunas pastas y masas, o la composición de carbonadas y otros platos similares. Pero, además, este carácter más mercantil del trigo nos marca las pautas de la comercialización de tipo tradicional que a él estaban ligadas. Aun cuando las explotaciones familiares se volcaran a producirlo y con él suplieran, además de las propias, las necesidades de los centros poblados y de las urbes, toda o casi toda la producción era consumida en un estrecho círculo con epicentro en el pueblo o ciudad principal del área, no existiendo usualmente saldos exportables de consideración ni, por tanto, influencia en los movimientos de precios (y por consiguiente tampoco en el planteamiento productivo) en regiones situadas incluso a distancias no demasiado considerables. En casos puntuales de malas cosechas podían existir, como hemos dicho, envíos de grano de unas partes a otras; pero, aun así, lo más probable era que, una vez solucionada la coyuntura, los altos costos de transporte dieran pronto cuenta de las posibilidades de continuar los envíos, así como de las posibles ganancias. Las distintas áreas productoras mostraban rasgos de autonomía de los cuales tenemos un indicio lateral en la amplia diversidad de medidas adoptadas en cada región para el pesaje de los granos, incluso tratándose de regiones cercanas y conectadas asiduamente por la vía fluvial. Por ejemplo, la fanega de trigo tenía entre 210 y 215 libras en Buenos Aires; en Santa Fe pesaba, en cambio, 375 libras, y 400 en la costa paranaense de Entre Ríos, mientras que en la banda opuesta de esa futura provincia, es decir, en el área ligada al río Uruguay, la fanega de trigo pesaba entre 210 y 225 libras, confusión que permaneció por muy largo tiempo, hasta la adopción general del sistema métrico.30 Es de pensar que aun dentro de las regiones existían circuitos productivos y de comercialización diferenciados. 28 García Belsunce, C. A. (1989), p. 349. 29 Entre otros véase Correa, C. y Wibaux, M. (2000), pp. 73 y ss.; Mayo, C. y otros (2005); Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 97 y ss. 30 Napp, R. (1876), pp. 368/9. Véanse algunos datos de equivalencias en litros en el cuadro 4, Apéndice II.

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6. pautas, características y actores en la comercialización del trigo

Como es de esperar, en una situación así adquirían un papel destacado ciertos actores ligados a la intermediación del grano. Entre los principales ocupaban un lugar central quienes obtenían el remate de los diezmos, ya que, siendo dueños de la décima parte de la cosecha total, tenían a menudo un significativo poder de oferta en el mercado. Varios de ellos constituían importantes miembros de la comunidad mercantil local, contándose entre sus filas algunos de los dueños de las más grandes fortunas de la época. Su participación en este negocio, que a menudo no era más que esporádica, se sumaba a los diversos medios por los cuales captaban buena parte del circulante metálico para enviarlo luego a Europa, donde, en razón de su mayor valor relativo, gozaba de un extendido poder adquisitivo que se volcaba en la compra de bienes manufacturados, fundamentalmente textiles, los cuales luego eran introducidos en América para recomenzar el ciclo del intercambio.31 Guiados por la posibilidad de obtener ganancias sobre todo en coyunturas puntuales, los grandes comerciantes participaban en las complicadas operaciones de remate del derecho de recolectar los diezmos tanto en Buenos Aires como en las provincias, para lo cual les resultaba ventajoso poseer una unidad productiva en la zona de acopio, o al menos vínculos con las autoridades y notables locales que les facilitaran el acceso a la mano de obra y un mínimo grado de control del proceso, además del eventual apoyo para el resguardo físico de los bienes cobrados. El trabajo de recolección podía durar mucho tiempo, según las distancias a cubrir, la densidad poblacional, el grado de organización del cobrador, la propensión al cumplimiento del pago tributario o el engorroso transporte de las especies en que éste se efectuaba, aunque a veces los obligados optaban por rescatarlo en dinero, lo que facilitaba el acopio y traslado. En las áreas de frontera las tareas del cobro podían prolongarse durante meses; en Entre Ríos, por ejemplo, era usual que se cobraran juntos los diezmos de varios años: en la zona nororiental se recaudaron en 1809 los de ese año y los del anterior, iniciándose el cobro el 6 de junio de 1809 y durando, con algunas interrupciones, hasta el 29 de noviembre.32 Sin dudas la zona 31 Sobre el tema véase Gelman, J. (1996a). 32 Djenderedjian, J. (2003a), p. 206.

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norte bonaerense, fiscalmente la más valiosa, estaba mejor organizada, pero de cualquier forma la efectivización de los remates y la puesta en marcha de la recolección implicaba el movimiento de fuertes capitales y de importantes contingentes humanos. Justamente por efecto del volumen de sus capitales en giro y sobre todo de su capacidad de toma de riesgos, los grandes comerciantes que participaban en los remates de diezmos de granos lograban a veces captar rentas muy altas, lo que se unía al hecho de que, a causa del aislamiento local y de los imperfectos sistemas de circulación de información, era posible obtener diferencias significativas entre el precio pagado por la potestad del cobro y las sumas potencialmente cobrables. Esto se manifestaba entre otras cosas en las escasas posibilidades de que los productores locales de menor cuantía pudieran estar representados en los remates efectuados en la a veces lejana cabecera episcopal, lo que reducía la cantidad de postores; también, en la ignorancia de las condiciones de la producción, en la renuencia a hacer frente a los altos riesgos y costos de la actividad, o, en cualquier caso, al hecho de que, siendo también altas las fianzas exigidas por los organismos públicos al mayor postor del remate, eran pocos quienes podían hacerles frente financieramente. Tanto ello como diversas prácticas abusivas por parte de los intermediarios contribuyeron a cubrirlos de una imagen oprobiosa particularmente firme: abundan las quejas acerca de sus procederes y en cada carestía son con frecuencia señalados como los responsables de ocultamiento de granos a fin de hacer subir aún más los precios para obtener retornos más altos.33 Es probable, sin embargo, que cuando conozcamos con certeza los costos reales de las operaciones de cobro esa imagen de especuladores sin escrúpulos caiga como otros tantos fetiches; la inversión y los riesgos inherentes a la vasta movilización de hombres, vehículos y recursos que estaban ligados a la recaudación del diezmo de granos debieron justificar buena parte de las grandes diferencias entre los valores pagados por la potestad de recaudar y lo realmente obtenido.34 Según afirman algunos testimonios de funcionarios de la época o historiadores de hoy, los comercializadores se apropiaban en tiempos 33 Garavaglia, J. C. (1991), p. 21. 34 Un estudio sobre los patrones de inversión de un gran comerciante encuentra ganancias muy importantes en la recaudación del diezmo sobre ganados en la Banda Oriental, pero resalta a la vez la gran variabilidad y el muy alto riesgo inherente a todas sus operaciones. Gelman, J. (1996a), p. 132.

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de carestía de la mayor parte de los ingresos derivados del alto precio de los granos.35 Entre otras razones, se indica que esto ocurría porque muchos de los productores, por falta de medios de almacenaje, se veían obligados a vender sus granos a dinero poco después de la cosecha, es decir en el momento del año en que aquéllos valían menos, provocando descensos de precios por saturación momentánea de las plazas.36 Lo cual sin embargo es materia opinable, ya que, como hemos visto antes, en realidad lo que ocurría era que ciertos pequeños y medianos productores pagaban en grano al tiempo de cosecha sus deudas por arrendamiento, mediería o devolución de préstamos, siendo luego otros intermediarios quienes llevaban esos granos al mercado; por otra parte, las perspectivas de una cosecha escasa o demasiado abundante debían de tener, sin dudas, un impacto inmediato en el nivel de los precios, aun antes de que el grano fuera cosechado y estuviera disponible para la venta, reflejándose por tanto esas perspectivas en las posturas de los interesados en los remates de los diezmos; y, por fin, el almacenamiento de cantidades importantes de granos por motivos especulativos, en las condiciones técnicas de la época, implicaba en éstos pérdidas de consideración en plazos relativamente cortos, gastos de mantenimiento bastante fuertes a lo largo del tiempo, o ambas cosas a la vez. Por su parte, muchos pequeños o medianos productores rurales podían conservar cantidades de grano en depósitos ad hoc, como los muy originales noques, que consistían en animales vacunos vaciados sostenidos de pie por medio de estacas y cubiertos con un cuero para preservarlos del ataque de las ratas, cuya imagen y descripción nos han conservado el misionero Florián Paucke para la Santa Fe rural de mediados del siglo XVIII, o viajeros como Robert Proctor y Charles Brand, quienes recorrieron las pampas, respectivamente, en el otoño de 1823 y el invierno de 1827.37 Incluso, luego de secarlo al sol, podían conservarse cantidades mucho más grandes en profundos y anchos hoyos en el suelo bajo una bóveda de tierra apisonada, muy antigua técnica mediterránea de ensilaje, también practicada por los 35 Un ejemplo en Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, p. 57, 31 de enero de 1802. 36 Por ejemplo, Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 258 y ss., quien evalúa las instalaciones de los productores rurales a través de inventarios post mortem. 37 Paucke, F. (1942/4), t. III, 1ª parte, pp. 177-8 y lám. xxxvi; Brand, Ch. (1828), p. 75. Véase también Proctor, R. (1825), p. 29.

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indígenas, y que resultaba ideal si no se pensaba tocar el grano por largos períodos de tiempo.38 Estas formas tradicionales de almacenamiento, “redescubiertas” por los agrónomos de fines del siglo XIX, en realidad no parecen haberse perdido nunca si nos atenemos a las sucesivas ediciones del manual de Alonso de Herrera, y asimismo fueron divulgadas por medio de glosadores o ediciones no autorizadas.39 De ese modo, es muy probable que hayan continuado siendo utilizadas por los labradores rioplatenses, aun cuando no parece haber menciones al respecto en fuentes primarias.40 En 1887 Daireaux describía la construcción de un gran silo subterráneo para almacenamiento de forrajes; su costo consistió en los salarios de cuatro hombres durante un día de trabajo.41 Todos estos depósitos obviamente no eran registrados en los inventarios en razón de su escaso o nulo valor de cambio, pero suplían incluso con ventaja las más complejas construcciones especiales permanentes. Las condiciones anaeróbicas de conservación del grano en silos subterráneos bien construidos, a salvo de lluvias, humedad y ataques de animales dañinos, eran sin dudas mucho mejores que en galpones externos; sin embargo, en áreas de suelos no arcillosos y con alta humedad relativa, como los propios de la agricultura tradicional rioplatense vecina a cursos de agua, resultaba difícil construirlos de modo que pudiera garantizarse su impermeabilidad. Por lo demás, los granos debían estar muy secos, y, una vez abierto el silo, debían consumirse en su totalidad para evitar su deterioro al estar nuevamente en contacto con el aire.42 Los vacunos vaciados, por otra parte, permitían vigilar, remover y ventilar la semilla con bastante comodidad, y tomar parte del grano cuando se quisiera; dado que se conservaban las patas de los animales erguidas a modo de sostenes, la distancia resultante entre el suelo y el depósito de grano preservaba mejor a éste de la humedad y del ataque de roedores, si bien al no existir cierres herméticos no era posible mantenerlo con 38 Véase el testimonio de Góngora Marmolejo (2001), cap. XXVII, quien relata cómo hacia 1558 los araucanos almacenaban maíz y trigo (incorporado recientemente a partir del traído por los españoles) en silos subterráneos debajo de sus casas. 39 De Herrera, A. (1818-19), t. I, pp. 108; 107 y ss.; el ensilaje subterráneo ya era recomendado por Varrón y Palladio. 40 Blacque Belair, G. (1897), p. 401. Véase también Lix Klett, C. (1892), p. 179. 41 Daireaux, G. (1901), p. 51. 42 Cfr. Castro, C. de (1987), pp. 12-13.

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mayor seguridad. Recurrir a otro método, el almacenaje de grandes cantidades de granos ensacados dentro de ranchos suburbanos de adobe y paja a fin de tenerlos prontos para la venta cuando la ocasión se presentara, los volvía especialmente vulnerables a las inclemencias y a la acción de roedores e insectos.43 En 1788 la Junta de Diezmos de Buenos Aires debió encargarse del cobro, acarreo y almacenamiento del grano en la ciudad; ante los bajos precios de éste en mayo, se decidió esperar una mejor oportunidad para venderlo, pero una coyuntura de clima húmedo implicó que el trigo comenzara a podrirse y a fermentar, llegando, a inicios del año siguiente, a tenerse que destruir casi todo el cereal almacenado en salvaguardia de la salud de la población. A causa tanto de esa circunstancia como de los fuertes gastos de administración, transporte y almacenamiento, las pérdidas de toda la operatoria fueron cuantiosas.44 En efecto, así como posibilitaba a veces sustanciosas ganancias, la actividad de intermediación podía con facilidad convertirse en ruinosa. El altísimo riesgo inherente a ella era particularmente fuerte en momentos de grandes cosechas, en que los importes pagados para obtener el privilegio de la recaudación y los gastos de recolección del grano no necesariamente eran compensados por los escasos precios a la hora de lograr su venta. Además, sin dudas, la lentitud de las comunicaciones y el aislamiento regional relativo repercutían en forma significativa en las curvas de precios del grano, profundizando los efectos de las coyunturas puntuales. Si bien en una sequía prolongada o en un largo y abundante período de lluvias las autoridades o incluso los comerciantes particulares trataban de obtener grano sobrante en algunas regiones para compensar la carestía en otras, esto no siempre era posible, ni rápido. Del mismo modo, ante una cosecha demasiado copiosa los altos costos y plazos del transporte no permitían viabilizar fácilmente la salida del grano a tiempo para impedir ruinosas caídas de precio a nivel local. En esos casos, a menudo los agricultores encontraban que los precios a obtener por la cosecha no compensaban el gasto de levantarla, por lo que dejaban parte de ella en los campos.45

43 Sobre el uso de vacunos vaciados para almacenar granos véase Paucke, F. (1942/44) t. III, pp. 177-8. 44 García Belsunce, C. (1989), pp. 330-331. 45 Un ejemplo en Oyarvide, A. de (1865), t. 7, p. 50.

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A lo anterior se agregaban otros factores estructurales para desembocar en una extrema variabilidad de los precios de los granos, tanto estacionalmente como a lo largo de los años. Los estudios disponibles sobre series de precios hacia finales del siglo XVIII e inicios del XIX marcan con énfasis las fuertes fluctuaciones del precio del trigo, mucho mayores que en las restantes series de productos, algo por otra parte frecuente por entonces en otras economías hispanoamericanas y aun en la misma península ibérica.46 Esta circunstancia ha sido atribuida por diversos historiadores tanto a las características de la práctica agrícola de época preindustrial como a las propias del sistema de comercialización, fuertemente distorsionado por la acción de los intermediarios. Pero también, en cuanto al gran mercado del trigo rioplatense, la ciudad de Buenos Aires, se ha señalado al respecto la inexistencia de un depósito fiscal destinado a acumular trigo en épocas de abundancia y a venderlo a precios subsidiados en las de escasez, lo que hubiera contribuido a paliar tanto las carestías como los descensos de precios.47 Estos depósitos (alhóndigas) habían sido establecidos en Buenos Aires en forma temporaria en algunos momentos de crisis, pero en otras grandes ciudades hispanoamericanas y peninsulares constituían una forma muy arraigada de regular los precios, existiendo de manera permanente, en especial en México con respecto al maíz, donde era tradicional que las carestías derivaran en alta conflictividad social.48 Sin embargo, en el Río de la Plata los proyectos tendientes a la instalación de alhóndigas estables fueron duramente cuestionados: en 1802 el agricultor de Rosario don Pedro Tuella recordaba, en un agudo artículo, que la disponibilidad de otras fuentes alimentarias volvía ilusorias las posibilidades de una fuerte conflictividad social en torno a una escasez de trigo, y proponía, para paliar las fluctuaciones de los precios, que las cosechas de trigo en Buenos Aires tuvieran por objeto primario su exportación y no el abasto de la ciudad, lo cual debía ser alentado por políticas gubernativas específicas.49 Algo similar predicaba en 1797 un artículo del ya 46 Sobre precios del trigo en España véase por ejemplo Plaza Prieto, J. (1975), pp. 151-153; Castro, C. de (1987), esp. pp. 310 y ss. Sobre los precios del trigo en Buenos Aires véase Johnson, L. (1992), pp. 161 y ss. 47 Véase al respecto por ejemplo Garavaglia, J. C. (1991). 48 Sobre el pósito en Madrid véase Castro, C. de (1987), pp. 237 y ss.; sobre México véase Van Young, E. (1981) esp. pp. 75 y ss. 49 Tuella, P. (1802), p. 274.

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citado Correo Mercantil; en él, a pesar de proponerse el establecimiento de un pósito, se decía que permitiendo la libre exportación de trigo éste “mantendría un precio (...) útil al labrador y al negociante (...) porque (...) por grandes que fuesen sus cosechas, por medio del comercio tendrían salida, adelantarían sus siembras, seguros de que por falta de compradores, o por unos precios sumamente bajos, no experimentarían su total ruina como hasta aquí”. Esta política era aún más deseable porque beneficiaría sobre todo a los pequeños y medianos productores, dado que “todos sus capitales se refunden en el público y gente pobre, y circulan por sus manos”.50 En realidad, el problema era inherente a las condiciones de producción, transporte y comercialización propias de la época. En un contexto de aislamiento y de mercados sólo relativamente abiertos, las posibilidades del aumento de la producción estaban limitadas por las exigencias del consumo: una vez satisfecho éste, los precios inexorablemente caían. Cuando las pérdidas a que llevaba esta situación provocaban la salida temporal o permanente del mercado de una masa determinante de agricultores, o cuando por razones climáticas las cosechas eran por el contrario insuficientes, los temores a una carestía provocaban la aparición de políticas regulatorias, que como es usual en esos casos muy rara vez o nunca tenían éxito. El Cabildo se esforzaba en cada carestía por decretar un precio máximo al pan, enviando inspectores a controlarlo, pero los comerciantes acudían a las alteraciones en su peso o en su calidad, a fin de poder hacer frente a los mayores costos. Esta situación provocó que, hacia finales del período colonial, llegara a ser muy visible el debate entre quienes pretendían continuar aplicando políticas de regulación en los momentos críticos –en lo que no hacían más que aferrarse al viejo orden de ideas medievales que giraba en torno al justo precio de los bienes y la condena de la usura– y quienes, participando del pensamiento liberal que comenzaba por entonces a abrirse paso en el imaginario colectivo, propugnaban por el contrario abrir completamente la producción triguera al comercio exterior, a fin de que la regulación de los precios fuera establecida en forma natural por las fuerzas del mercado. Pero muy pocas contingencias técnicas o cambios en la política de protección del consumo interno modificaron la coyuntura agraria hasta la llegada de la Revolución. Los éxitos de algunas cosechas 50 Correo Mercantil de España y sus Indias, Madrid, 11 de mayo de 1797, pp. 72-73.

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derivaron ante todo de factores meteorológicos, y no de una voluntad o de una acción eficiente para aumentar la producción ante el alza de los precios.51 Así, a la incertidumbre provocada por el clima se unían las rigideces y los problemas estructurales propios de un mercado cautivo para que las graves fluctuaciones en los precios del trigo no encontraran solución. Con el tiempo esos problemas parecieron agravarse. A fines del período colonial en Buenos Aires se unieron a esos factores estructurales otros de coyuntura para llevar a una trágica carestía del grano, muy fuerte hacia 1786, y catastrófica entre 1803 y 1806, cuando la fanega se mantuvo en el astronómico precio de entre 70 y 72 reales en promedio en cada año, más de dos veces y media de lo que costaba en 1798/99.52 En esa ocasión se superpusieron una larga y extraordinariamente fuerte sequía y la confusión derivada de la Primera Invasión Inglesa, con su efecto disruptor sobre la disponibilidad de mano de obra por el reclutamiento de soldados, lo cual terminó de disparar los precios a niveles jamás alcanzados. En los años que vendrían, sin embargo, los precios continuarían manteniéndose altos, en parte porque la conflictividad también habría de seguir. Si la disponibilidad de otras fuentes alimentarias alternativas palió en buena medida los sufrimientos derivados de esa carestía del trigo, sin duda su impacto en la economía y en la sociedad debió de ser muy importante en algunas regiones. En Entre Ríos, por ejemplo, hay constancias de que a la escasez del grano y a la fuerte sequía de 1803-1806 se agregó una epidemia de viruela que se extendió al menos durante la mayor parte de 1805, provocando medidas de prevención que incluyeron la introducción de la vacuna allí y la prohibición de la llegada a Concepción del Uruguay de buques e individuos desde Corrientes sin la respectiva certificación de sanidad.53 Fuentes de la época indican que las sequías se encontraban a menudo ligadas a esas epidemias, lo que contribuía a aumentar las angustias de la población de menores recursos, la más golpeada tanto por las carestías como por las enfermedades.54 De todos modos, la imagen general que deja el período es que

51 García Belsunce, C. (1989), p. 333. 52 Johnson, L. (1992), pp. 170-171. 53 Véase al respecto Djenderedjian, J. (2003a), pp. 121-122 54 Montoya, A. J. (1984), p. 30.

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esas coyunturas no podían compararse, en cuanto a sus trágicas consecuencias, con los ciclos de hambrunas y pestes que azotaban a Europa por la misma época. El impacto de las mortandades y de las carestías sobre la población rural y urbana parece haber sido en general muchísimo menor, o al menos eso es lo que transmiten los testimonios cualitativos. En todo caso, la población de castas, en especial los indígenas y los negros, sufría mucho más intensamente en esas coyunturas, pero las grandes distancias y el relativo aislamiento regional contribuían a que las epidemias se propagaran más lentamente.

7. los actores y las unidades de producción agrícola

Hemos ido aludiendo a los actores de la producción agrícola y a los distintos tipos de explotaciones en las que ésta se efectuaba; intentaremos aquí ir definiéndolos mejor. Debemos reafirmar una vez más la muy elevada heterogeneidad de esos actores, tanto en tamaño relativo como en formas de acceso a los recursos. En principio, un motivo importante para ello era la misma diversidad regional. Dada la aptitud multipropósito de buena parte de las tierras pampeanas, los sucesivos avances de la agricultura sobre las fronteras y las pautas productivas de tiempos coloniales, caracterizadas por un aislamiento relativo de los mercados, no debe sorprender que aparezca producción agrícola aun en unidades, zonas y momentos muy distintos. Se desafiaba así la lógica distribución de la agricultura en áreas donde la cercanía relativa a los centros de consumo imponía explotaciones más fragmentadas y más intensivas en trabajo. A medida que pasa el tiempo resulta muy claro el desplazamiento del cultivo siguiendo a la población, y adentrándose por consiguiente en las tierras nuevas; los núcleos cercanos a las costas, donde la agricultura progresaba desde los tiempos de la conquista, van lentamente diversificando y especializando su producción, o produciendo trigos de mayor calidad, que a partir de las primeras décadas del siglo XIX comenzarán a ser llamados “de costa”. Entretanto, los avances de la población hacia el río Salado, que marcará hasta el fin del dominio hispánico el límite de las tierras indígenas, serán inmediatamente seguidos por cultivos cerealeros cada vez más densos, fruto de una adaptación a las nuevas condiciones de esas áreas y a la buena productividad de las tierras nuevas.

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De todos modos, esos avances agrícolas eran acompañados por avances ganaderos bastante más sustanciales. La usual categoría de “labrador” que aparece tanto en fuentes cuantitativas como cualitativas es al respecto altamente engañosa, del mismo modo que lo es la de “estanciero”. Como lo han demostrado multitud de investigaciones, la pauta de combinar y complementar la actividad ganadera y agrícola era muy frecuente, si bien puede hablarse de una especialización relativa basada en las ventajas comparativas de cada tipo de explotación en cuanto a la disponibilidad de mano de obra, como veremos pronto. En lo que respecta al área norte bonaerense de ocupación más antigua y lindera al Río de la Plata, desde la cual provenía tradicionalmente el abasto de la ciudad de Buenos Aires, las explotaciones estaban representadas sobre todo por quintas y chacras situadas en zonas suburbanas y en los ejidos de los pueblos, con un buen porcentaje de propietarios, si bien se trataba en esos casos de parcelas reducidas. Los estudios disponibles identifican grupos bastante claramente definidos: por un lado los productores, propietarios o arrendatarios; por otro, los comerciantes rentistas. Entre los primeros era frecuente encontrar, hacia finales del dominio hispano, un número bastante importante de unidades de explotación con buena capacidad de acumular, ya fueran propietarios o arrendatarios; para los rentistas, el alquiler de parte de la unidad a pagar en especie significaba la minimización de riesgos productivos con la posibilidad de participar mercantilmente en el negocio del cereal, circunstancia muy apreciable en momentos de altos precios. Entretanto, en las áreas rurales predominaban las chacras en manos de no propietarios, bajo una muy diversa variedad de formas de tenencia que incluían desde contratos firmados de arrendamiento o mediería hasta la simple ocupación sin títulos y sin mayores obligaciones, y abarcando desde el labrador pobre hasta el empresario inversor, pero con predominio de las unidades de tipo familiar.55 Por otra parte, sobre todo en Buenos Aires, muchas estancias producían trigo o maíz, aun cuando los altos costos de la mano de obra y del transporte volvieran poco rentable la actividad cuando se la encaraba más allá del limitado objetivo de suplir el consumo propio, o incluso antes que éste. Garavaglia ha calculado que, a fines de la época colonial, el 42% de las grandes estancias bonaerenses registra presencia de 55 Garavaglia, J. C. (1993a; 1993b); Fradkin, R. (1995a).

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trigo sembrado o almacenado, mientras que el 66% de éstos poseía instrumentos necesarios para la labranza y la cosecha, lo que apunta incluso a una dedicación regular a la agricultura.56 En contraste, las explotaciones familiares contaban con mano de obra propia casi siempre abundante y nunca muy costosa, por lo que la mayor presencia de agricultura en ellas es un hecho menos sorprendente, dado el vasto uso de fuerza humana que la actividad exigía. En todo caso, los estudios sobre la campaña bonaerense muestran una frecuente presencia de elementos de producción agrícola en unidades de diverso tamaño, lo cual ha llevado a afirmar la existencia de una compleja realidad agraria en la cual la múltiple actividad ganadera aparecería como complementaria y no como contradictoria respecto de la producción cerealera.57 Más aún: incluso encarnadas estas actividades en actores bien distintos, por el lado ganadero los estancieros y por el lado agrícola los labradores o “campesinos”, como gustan denominarlos Jorge Gelman o Juan Carlos Garavaglia, la complementariedad seguiría siendo la norma y no la excepción, lo cual sería entre otras cosas algo peculiar de un área pampeana caracterizada por una constante y rápida movilidad social y la posibilidad de acumular excedentes en relativamente poco tiempo. De esa manera, los “campesinos” rioplatenses se ajustaban muy poco a la clásica imagen de quienes eran así denominados en otras realidades agrarias hispanoamericanas o europeas.58 Ahora bien, si esto resulta indiscutible para el conjunto del espacio y sobre todo para algunas grandes regiones mejor estudiadas, aparece más difuso a medida que nos alejamos del núcleo bonaerense y del sur santafesino. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que las explotaciones ganaderas de Buenos Aires en el último cuarto del siglo XVIII, al menos las de las zonas de más antigua ocupación, eran al parecer menos extensas y contaban con menos animales que sus similares de zonas de frontera, como ocurría en Entre Ríos, la Banda Oriental al norte del río Negro o el norte santafesino. En esas zonas donde la población era mucho más escasa y dispersa, y la especialización ganadera mucho más evidente, la lucha por un espacio menos fértil adquiría caracteres más claros en la medida en que el rubro dominante y las condiciones de la 56 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 176. 57 Gelman, J. (1998), pp. 310 y ss.; Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 180-181. 58 Gelman, J. (1998), esp. pp. 311 y ss.; Míguez, E. J. (2000), p. 120.

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frontera imponían un uso muy extensivo del suelo, por el cual los lugares más aptos eran pronto ocupados y debían ser defendidos de quienes también los pretendían. Los recursos naturales, aun cuando parecieran continuar abundando con amplitud a los ojos de cualquiera que evaluara desde lejos esas fronteras aparentemente fecundas, se transformaban en escasos no sólo en comparación con las ubérrimas tierras bonaerenses, sino también en la medida en que los avances de una producción ganadera muy extensiva iban dando vorazmente cuenta de ellos sin que, paralelamente, se fueran creando nichos en los cuales la producción agrícola pudiera también prosperar, generando un contrapeso cuya presencia complementara más que compitiera con la ganadería. Es así que en esas áreas de frontera aparecen conflictos y desplazamientos que de otra manera no podríamos explicarnos, y que, sin impedir la coexistencia y aun la complementariedad entre agricultura, ganadería y los distintos actores que las llevaban a cabo, marcan las gradaciones que imponía un contexto distinto. Allí, mientras las grandes unidades de producción se especializaban y las de tamaño mediano incorporaban una escasa proporción relativa de su superficie a la práctica agrícola, en las pequeñas explotaciones el paso hacia la más rentable pauta ganadera orientada al mercado probablemente debió de ser más difícil, siendo condición un aumento sustancial de la escala operativa, al menos hasta un determinado nivel, según la situación ambiental en que operaban o la distancia relativa a los mercados. Si comparamos entonces la campaña bonaerense al norte del Salado, donde la densidad del poblamiento y la cercanía de un gran centro consumidor pautaban una diversidad productiva con sólida presencia de cultivos, con las vastas soledades entrerrianas o santafesinas, encontraremos aquí una mucho más aislada y más limitada presencia de elementos de uso agrícola, tanto en las grandes como en las medianas unidades productivas; a la vez, aparecen descripciones de míseros ranchos donde todo faltaba, a excepción de unas pocas personas. Es decir que, donde la especialización ganadera estaba favorecida por una más precaria ocupación del espacio y por la cercana presencia de grandes cursos de agua desde los cuales se accedía fácilmente al mercado mundial, las explotaciones eran de ese modo distintas de las estancias y chacras de Buenos Aires, más pequeñas, más intensivas en trabajo familiar, con salidas mercantiles más variadas, y sobre todo donde la tierra, siendo siempre un bien estructuralmente abundante, no lo era tanto como en aquéllas, en donde

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la carestía del trabajo y del capital derivaban en la búsqueda de economías en ambos factores merced a un uso mucho más extensivo del espacio, el bien disponible más cuantioso. Así, dadas las pautas de la tecnología en uso por entonces, una consecuencia lateral de la mayor presencia de elementos de producción agrícola es la lógica implicancia, en esos casos, de inversiones más considerables. Un estudio efectuado sobre una muestra de explotaciones rurales bonaerenses en el período 1750-1815 indica que, en las unidades de producción ganadera con una muy visible presencia de agricultura, la inversión en esclavos, tierra y construcciones era entre el 8 y el 11% mayor que la media general.59 Por supuesto, las grandes chacras trigueras poseían inversiones aun mayores, contando incluso con maquinaria para la molienda y otras mejoras; por ejemplo, en las chacras agrícolas bonaerenses el valor de las construcciones más que duplicaba la cifra correspondiente a las estancias ganaderas.60 Contra lo que suele pensarse, otro estudio de Garavaglia realizado a partir de una muestra de 92 inventarios de chacras y 308 de estancias levantados en el período 1751-1815 indica que el valor medio de una chacra en ese entonces superaba incluso levemente al correspondiente a una estancia, por tradición signadas en el imaginario colectivo como los verdaderos núcleos de acumulación de riqueza.61 Eso alude a la gran diferencia en el rango de inversión ligado a las explotaciones con un mayor grado de intensividad en el trabajo, aun cuando éste fuera de todos modos leve en comparación con otras realidades mucho más clásicamente “campesinas”, lo cual marca claramente las pautas de la producción agraria de la época. Como hemos dicho, si nos trasladamos a otras regiones las cosas cambian bastante; aun cuando no tengamos todavía suficiente cantidad de estudios sistemáticos, no caben por ejemplo dudas de que las explotaciones ganaderas entrerrianas eran en promedio mucho más valiosas que sus similares agrícolas.62 Esto se explica por el carácter familiar y la orientación hacia la subsistencia presentes en ellas, mucho más notable allí que en el norte bonaerense, donde la demanda del mercado porteño determinaba una fuerte orientación mercantil del producto, incluso entre las explotaciones de pequeño tamaño.

59 Garavaglia, J. C. (1993a), t. II, pp. 124 y ss. 60 Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 156-162. 61 Ibid., pp. 124-125. 62 Véase al respecto Djenderedjian, J. C. (2003b).

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A este respecto, debe señalarse que la importancia del mercado urbano de Buenos Aires y las pautas de ocupación del espacio en los alrededores del núcleo de la ciudad posibilitaban la existencia de multitud de pequeñas explotaciones que suplían a la urbe de leche, verduras, hortalizas, leña, forrajes, frutas y aun cereales; dada su mayor cercanía al centro del consumo y las pautas de producción familiar de bajos costos de oportunidad que los caracterizaban, estos actores convivían e incluso competían en aceptables condiciones con las grandes chacras trigueras situadas en el llamado “corredor porteño”, la franja norte de la actual provincia de Buenos Aires lindera con el Río de la Plata. Esas grandes chacras, en cambio, debían acudir al mercado para obtener fuerza de trabajo; la mano de obra, escasa y cara, implicó una fuerte tendencia a invertir en esclavos mientras ello fue posible. A fines del siglo XVIII, casi la mitad de las chacras de los alrededores de Buenos Aires poseía esclavos, con los que se reducían en forma considerable los altos costos laborales. De todos modos, los planos existentes muestran también aquí una baja proporción relativa ocupada por cultivos en la superficie total de esas chacras, que en realidad eran explotaciones mixtas: manchones regulares con cultivos diversos aquí y allá, en una amplia extensión supuestamente vacía, pero en los hechos ocupada por pasturas.

Figura 3. Plano topográfico de la costa bonaerense de San Isidro elaborado por Juan Alsina, año 1800. Chacras con parcelas de cultivos hortícolas y frutales a la vera del río alternando con áreas de pasturas y cereales. En Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp. 150/151.

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Figura 4. Detalle del plano de San Isidro elaborado por Juan Alsina en 1800, que muestra las poblaciones ribereñas. En la Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp. 150/151.

En la campaña bonaerense, a distancia creciente de las costas rioplatenses, la producción agrícola estaba mayormente a cargo de pequeñas y medianas unidades de explotación, en general manejadas por familias, y que usualmente también poseían rebaños de ganado mayor y menor. El cultivo era por consiguiente aleatorio, variando mucho de año en año, y no es raro que ocupara superficies reducidas con respecto al total de la unidad. Un informe del regidor decano del Cabildo, Gregorio Ramos Mexía, fechado en agosto de 1798, estimaba que, en los partidos de la Costa o Monte Grande, Magdalena, Matanza, Luján, Areco y Arrecifes, existían por entonces unos 2.000 labradores, que sembraban de dos a seis fanegas de trigo cada uno, mientras que algunos otros, más industriosos, llegaban a las 10. Esto significaría superficies implantadas de alrededor de 3,5 a 12, y hasta 20 hectáreas, si aceptamos un gasto de siembra de 70 a 80 litros de semilla por hectárea.63 La clásica suerte de chacra, de 27 hectáreas, era entonces bastante mayor que esas superficies; y debemos tener en cuenta además que buena parte de esos labradores debía poseer unidades de mucho mayor tamaño, ya que se encontraban situadas en áreas alejadas de los

63 Informe de Ramos Mexía glosado en Kröpfl, P. F. (2005), p. 35; también en Romero Grasso, F. (1953), p. 42. Sobre el gasto tradicionalmente calculado de semilla (una fanega por cuadra) para la siembra, véase por ejemplo Miatello, H. (1904); Cabanettes, C. (1883-4).

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centros urbanos.64 Es decir, la agricultura cerealera ocupaba probablemente sólo una pequeña parte de las unidades de explotación, que eran en esencia mixtas o al menos con una cierta cantidad de animales, lo cual parece haber ocurrido incluso en las situadas en un área de orientación agrícola muy marcada. La diversificación productiva de esas explotaciones, que siempre cuentan con presencia de un registro complejo de ganado, era no sólo producto de un uso del medio acorde con el costo de los factores, sino también una forma de evitar las fuertes fluctuaciones del ingreso y los riesgos ligados a la especialización agrícola. En las condiciones productivas y de mercado de la época era mucho más conveniente contar con ganado, que podía ser realizado en cualquier momento del año, que centrarse tan sólo en el rubro agrícola, marcado por ingentes gastos durante la implantación y la cosecha, y que únicamente producía ingresos una vez realizada ésta. Esto es válido para la porción del producto enajenada en el mercado; por lo demás, parte significativa de la producción agrícola era consumida en la propia unidad, o canjeada entre vecinos. El alto precio de los esclavos los ponía a menudo fuera del alcance de muchos propietarios, u obligaba a comprar una cantidad menor a la de las necesidades de mano de obra de los momentos más intensos, como los de cosecha o siembra, debiéndose entonces suplir la diferencia contratando trabajadores libres, cuyos salarios en esas épocas subían astronómicamente. Tanto esta circunstancia como la posibilidad de comenzar la propia explotación en tierras de frontera aún no ocupadas productivamente implicaron fuertes movimientos migratorios hacia la región pampeana y dentro de ésta. Hacia fines del siglo XVIII, desde las viejas áreas de ocupación del noroeste o del interior, o desde el Paraguay y las misiones guaraníes que habían sido regidas por los jesuitas, los hombres se desgranaban por la época de la cosecha para aprovechar la gran demanda de trabajo que ésta significaba; la circunstancia de que las fechas de la recogida del trigo en Buenos Aires se complementaran con el calendario agrícola de las zonas más templadas del norte del litoral, donde la cosecha se efectuaba un poco antes, permitía que un peón con gusto por los viajes participara tanto en una como en otra, haciendo rendir así su trabajo en forma mucho más provechosa. Estas migraciones 64 Superficie de la suerte de chacra. En Argentina. Provincia de Buenos Aires (1822-24), nº 8, septiembre de 1822, pp. 152/3.

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temporarias podían transformarse en definitivas, sobre todo si el interesado lograba afincarse en la tierra de su elección y construía allí una familia y un patrimonio.65 Ya nos hemos referido al tema en el tomo I de esta obra, por lo que no lo profundizaremos aquí. Cabe aclarar sin embargo que en esos años las prácticas tradicionales de ayuda mutua, con lejanas raíces en Europa o el interior, y ampliamente difundidas, paliaban asimismo la escasez de mano de obra y los altos jornales de las épocas de cosecha: los dueños de explotaciones pequeñas y medianas, y a menudo los de muchas estancias, efectuaban “mingas” y “convites” a los labradores de las cercanías, quienes por turno acudían a efectuar las tareas de cosecha y eran “pagados” con fiestas, alimentos, granos y ayuda, a su vez, del dueño de la explotación en las parcelas de quienes habían concurrido. Se prestaban asimismo los bueyes y los instrumentos de labranza, por lo cual es probable que su presencia en los inventarios no dé cuenta real de la amplitud de su utilización.66 De cualquier forma, los chacareros y labradores de cierto nivel estaban a menudo endeudados, por lo que al momento de la cosecha no era raro que una parte de ésta pasara a manos del acreedor, parte que en todo caso era muy variable, y no siempre importante como se ha tendido a pensar. Los gastos de la época de la cosecha eran considerables, entre otras cosas, porque ésta coincidía con momentos de alta actividad también en lo que respecta a la producción ganadera, por lo que a menudo la ayuda de la familia, de los parientes y de los vecinos no resultaba suficiente, o implicaba esperas demasiado aventuradas ante el riesgo climático o las plagas. Todo lo anterior llevaba a que algunos labradores optaran por contratar mano de obra, a la que en esos momentos no sólo había que retribuir con altos salarios sino que además éstos debían ser oblados en dinero en efectivo, para el cual había que recurrir al crédito, provisto en general por comerciantes y hacendados. La demanda de dinero en efectivo en tiempos de cosecha por parte de los trabajadores respondía fundamentalmente a la mayor capacidad de negociación de la que éstos podían hacer gala en un contexto de salarios en alza, pero también a la práctica de trabajar migrando por diversas chacras o incluso regiones, lo cual volvía inoperantes los lazos de endeudamiento y complicada la aceptación de pagos en 65 Gelman, J. (1998), pp. 214; 225-6; Mateo, J. (1993), passim. 66 Sobre el tema véase Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 333 y ss.; un testimonio sobre la “minga” en Leguizamón, M. (1957).

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granos o en especie, a la vez que favorecía la demanda de dinero en efectivo o de sus sustitutos en monedas de la tierra de portabilidad más sencilla, como el ganado o los cueros. Una buena cantidad de agricultores trabajaba en tierras ajenas. Si bien el valor de la tierra fuera de los ámbitos urbanos era en general muy bajo, en buena parte de los casos los chacareros y labradores de menores recursos optaban por acceder a ella a través de una larga serie de contratos formales o informales con los propietarios, o iban hacia las zonas de nueva colonización con la esperanza de que se les otorgaran luego de ciertos trámites, o por los derechos que les correspondían por haber sido los primeros en ocuparlas y trabajarlas, cosa contemplada positivamente en la jurisprudencia hispánica e incluso en la que se aplicó a partir de 1810. Pero también, y sobre todo, esos agricultores o pastores de pequeños rebaños se instalaban sin recabar previo permiso en tierras sin dueños, o poseídas al menos formalmente por otros, a menudo grandes estancieros, quienes no solían verlos con buenos ojos a causa de los robos que podían practicar en sus ganados o por los pastos que a éstos les quitaban con los suyos. Si bien en general el coro de protestas al respecto era muy amplio, es menester destacar que, de cualquier modo, a muchos propietarios les convenía tener ocupantes o arrendatarios en sus tierras como forma de obtener un reconocimiento aceptable a sus títulos según las pautas del derecho indiano, en momentos en que los límites de las tenencias no estaban bien definidos, y los juicios tardaban varios años en resolverse. Además, los ocupantes podían ser inducidos a ayudar a controlar el ganado del hacendado mayor, para lo cual servía de moneda de cambio la tolerancia a su presencia, y aun llegaban a constituir una reserva de mano de obra a la que recurrir en momentos álgidos del ciclo productivo. Quienes no contaban con títulos fehacientes de las tierras que trabajaban eran muchos, tanto entre los estancieros como entre los chacareros, si bien estos últimos parecen haber sido más. Sobre la muestra de inventarios ya aludida, el 55% de las chacras trabaja en tierras propias, pero debemos advertir que las características de la muestra dejan fuera de consideración una gran cantidad de explotaciones de menor valor, entre las cuales con seguridad la proporción de no propietarios era abrumadoramente más alta. En todo caso, el acceso a la propiedad de la tierra no estaba más generalizado simplemente porque no valía la pena optar por ella: tanto ocupando tierras que tuvieran dueño legal como haciéndolo con otras que no lo poseyeran, el recurso abundaba y siempre había un

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lugar donde instalarse, siquiera temporalmente. La posibilidad de que un ocupante pudiera ser lanzado de tierras con dueño eran muy bajas, simplemente porque la cantidad de personal policial afectado a esas tareas era ínfima, y mucho más porque incluso era más conveniente llegar antes a un arreglo por el que se lograra que ese ocupante y su familia continuaran allí, prestando algún tipo de servicio, siempre de poca consideración, para el estanciero principal, ya que el valor del trabajo era enormemente mayor que el del acceso a la tierra. Las largas décadas que tardaban en efectivizarse los títulos son una prueba lateral de todo ello: en rigor, y en la gran mayoría de los casos, la propiedad plena no existía, y se reducía a un otorgamiento a título precario, que debía en algún momento ser confirmado por el rey, quien en todo caso conservaba sobre la tierra antiguos derechos de conquista, y en tal carácter la otorgaba a sus súbditos. Esos títulos largamente precarios recién habrían de comenzar a transformarse en instrumentos firmes de posesión de tipo burgués a partir de los comienzos de la vigencia de un régimen moderno de propiedad en el siglo XIX, y no antes.67

Figura 5. Plano catastral de las suertes de chacras de la costa bonaerense elaborado por el coronel Pedro Andrés García, 1813. Parte correspondiente al pueblo de San Isidro y aledaños. Las poblaciones y cultivos aparecen concentrados en torno al camino ribereño y a la costa del Río de la Plata. En Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp. 168/169. 67 Sobre el tema véase Cansanello, O. C. (1995), pp. 103 y ss.

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Con respecto a estos temas, se ha querido ver signos de la existencia de relaciones sociales de dominación de tipo “feudal” en el agro pampeano de tiempos tardocoloniales a través de la presencia de ocupantes en tierras de estancias, de la existencia de pago de rentas en especie y de vínculos crediticios entre grandes hacendados y “campesinos”.68 Sin embargo, esta interpretación no se sostiene, dado que es menester advertir que la búsqueda de dinero en efectivo y el pago de saldos deudores en especie no se limitaba a los labradores en relación con los grandes hacendados o terratenientes, sino que se reproducía en otros ámbitos de la economía, siendo en especial relevante el papel de los comerciantes de todo tipo que pululaban por los pueblos de la campaña. La competencia que entablaban entre sí por la captación de moneda (tanto en su forma metálica como en especie, en especial en cueros) los llevaba a ofrecer crédito a los productores rurales, y a veces a aceptar cueros irregularmente extraídos de ganados pertenecientes a grandes hacendados. Lo cual, más allá de que existieran pulperos que también eran hacendados, implica que en todo caso las vías para llevar a cabo una “subordinación” de los pastores y labradores a los grandes hacendados se veían absolutamente subvertidas por la extremadamente difundida presencia del capital mercantil, y por la fuerte competencia entablada entre los propios comercializadores para colocar sus inventarios en la población rural. Los montos de las supuestas “rentas feudales” que podían pensar en obtener los “terratenientes” de parte de los labradores que ocupaban sus fundos son además reveladores de la ínfima importancia de éstas en la formación del plusvalor; según los propios autores que sostienen esas tesituras (y cuyos cálculos no dejan tampoco de ser discutibles), llegaban tan sólo al 3% o cuando más al 5% de la cosecha, lo que refleja también adicionalmente el ínfimo precio de la tierra.69 Esto forma un claro contraste no sólo con las cifras muchísimo mayores que debían oblar los campesinos europeos, sino también con las formas de opresión extraeconómica que 68 Azcuy Ameghino, E. (1995); Azcuy Ameghino, E. y Martínez Dougnac, G. (1989). 69 Azcuy Ameghino, E. (1995), pp. 63-109. Se trata supuestamente de la exigencia de pago de un monto en granos equivalente a la mitad de los que se hubieran sembrado, y de un rendimiento calculado por el mismo autor a la proporción de diez o doce granos por cada uno sembrado, monto bajo según diversas fuentes.

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se ejercían sobre estos últimos, y que no existían (ni hubieran podido existir) en la realidad pampeana. Por otra parte, la presencia de ocupantes sin títulos y de relaciones contractuales formales o informales entre éstos y grandes hacendados es una característica de largo plazo del agro pampeano que no puede de ninguna forma adscribirse a la existencia de vínculos de dominación feudal. Los grandes hacendados usualmente reniegan de la presencia de ocupantes e intentan expulsarlos, o tratan de establecer con ellos contratos de contraprestación de servicios, rasgos todos opuestos a cualquier caracterización de un agro “feudal”. Ocurría que en realidad la relación con los ocupantes era ambigua y compleja, producto de que el dueño de la explotación mayor ante todo no podía físicamente impedir que se instalaran aunque lo deseara, y a que por otra parte, como hemos dicho anteriormente, en un contexto de fuerte escasez de mano de obra le resultaba útil contar con personas que le ayudaran a repuntar y controlar el ganado en esas vastas extensiones sin cercados. Pero, además, los ocupantes eran, por el contrario, muy frecuentemente acusados de apropiarse de parte del ganado del hacendado, para lo cual estaban en la mejor de las posiciones, dada justamente la falta de cercos, la vastedad de las explotaciones, la ausencia de mecanismos de control y la baja carga demográfica.70 Dada asimismo la alta movilidad de los labradores, los vínculos de crédito monetario eran también lábiles, extendiéndose cuando más entre los gastos de la cosecha y su venta; sabemos poco aún acerca de las características del financiamiento como negocio en sí en el mundo rural, pero debe recordarse que en las economías de limitada circulación monetaria la tasa de interés del dinero no necesariamente era significativa, dado el uso específico de éste y la existencia de múltiples alternativas en valores de cambio.71

70 Acusaciones al respecto en un testigo por otra parte muy proclive a la defensa de los labradores en la memoria elevada a la Primera Junta por Pedro Andrés García, Buenos Aires, 26 de noviembre de 1811, en García, P. A. (1969b), p. 265. 71 Al respecto véase Djenderedjian, J. (1998).

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Figura 6. Otro detalle del plano catastral elaborado por Pedro Andrés García en 1813. Áreas de cultivo dispersas a la vera del Río de la Plata. En la Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp. 168/169.

De esta forma, no es raro entonces que los estancieros, incluso los más importantes, fueran realmente impotentes para controlar la presencia de intrusos, a juzgar por los muchos testimonios de la época, los continuos y repetidos lamentos y protestas, las reiteradas órdenes de las autoridades y los juicios de desalojo que duraban largas décadas.72 Por lo demás, el complicado mosaico de mecanismos de dominación de tipo extraeconómico o simbólico que caracterizaba las relaciones entre señor y siervos en el feudalismo europeo, e incluso las también muy complejas relaciones propias de las haciendas en áreas americanas de fuerte presencia indígena en México o Perú, están absolutamente ausentes en la pampa, circunstancia muy lógica si recordamos las grandes diferencias entre ambas sociedades. Mientras allá encontramos una población densa, asentada desde antiguo y ligada a viejas tradiciones de acceso a los recursos, las pampas fueron siempre zonas de frontera estructuralmente distintas, en las que una baja densidad demográfica se combinaba con la libre movilidad de un sitio a otro por parte de las escasas personas que allí vivían y trabajaban, las 72 Un ejemplo entre muchos: “El Hacendado Yngenuo”, manuscrito sin autor, sin lugar, fechado 28 de agosto de 1810, en ANH, EJF, VII-116.

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que por lo demás eran a menudo de muy reciente inmigración; las relaciones laborales, además, estaban abrumadoramente basadas en el salariado, que con el tiempo incluso fue dejando de incluir tradicionales métodos de atracción de trabajadores como el fiado y el endeudamiento, nunca por lo demás tan significativos en la masa salarial como en otras regiones cercanas. 73 No existen aún suficientes estudios sobre actores y unidades de producción agrícola tardocolonial para el resto del área pampeana, pero todo apunta nuevamente hacia un panorama muy complejo y diferenciado. En Córdoba, las investigaciones dan cuenta de la existencia de una economía ampliamente diversificada, tanto en las zonas de sierra como en las de llanura, aunque en algunas de ellas más que en otras. Entre un universo de tierras muy parceladas y con abundante presencia de sistemas de arriendo y aparcería, destacaban algunas estancias de tamaño relativamente grande en relación con las demás explotaciones, en las que la dedicación al ganado vacuno era sin embargo una más de un amplio abanico de actividades productivas, marcadas por la presencia de molinos, montes, huertas y rebaños de ovinos, al punto que en su momento se las denominó “granjas estancias”. Su producción, muy variada si la comparamos con las unidades casi exclusivamente ganaderas de Entre Ríos o de la Banda Oriental, o incluso con las bonaerenses, incluía diversos cultivos, ganadería, fabricación de licores e incluso tejedurías. En el resto de las unidades productivas, cuyo pequeño tamaño resulta muy evidente sobre todo cuando las comparamos con las de otras regiones, la diversificación era aún más acusada, si bien puede destacarse la presencia de cultivos ligados más que nada a la subsistencia, como el maíz, y de otros en mayor medida destinados al mercado, como el trigo.74 En zonas de ocupación más precaria y reciente, como Entre Ríos, por el contrario, las dimensiones de las explotaciones eran al parecer mucho más grandes que en cualquier otra parte, y la dedicación al ganado 73 Es interesante al respecto la comparación con la economía correntina o la producción yerbatera paraguaya. Sobre el tema véase Djenderedjian, J. (2002b, 1998). Un análisis que evalúa la atención prestada a los casos en la historiografía reciente a fin de comprender las lógicas de los productores en Fradkin, R. y Gelman, J. (2004), pp. 31 y ss. 74 Romano, S. (1999), pp. 13-14.

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vacuno, mucho más exclusiva y evidente. Este fenómeno se daba con particular claridad entre las grandes estancias, que llegaban a poseer varias decenas de miles de animales, mientras que las unidades de tamaño medio o pequeño podían equipararse en promedio a sus similares de otras áreas del espacio rioplatense. Dada la ecuación económica consistente en la existencia, en un espacio dado, de un commodity exportable en desarrollo que aseguraba buenas ganancias, presencia simultánea de grandes unidades productivas, altos salarios por escasez de población y consiguientemente de mano de obra, y falta de trabas legales respecto de la utilización de trabajo forzado, parece ser que la presencia esclava en las explotaciones entrerrianas coloniales de mayor envergadura fue bastante importante, en razón del ahorro relativo que significaba su aprovechamiento. Algunos ejemplos de fines del período hispánico muestran sin embargo que el uso de esa opción no era general, lo cual puede al menos en parte atribuirse a la incertidumbre y volatilidad de los precios de exportación en tiempos de guerra europea, frecuentes por entonces, así como al alto costo de los esclavos. Esas grandes estancias podían también producir cereales y venderlos con ventaja en los mercados locales, de los que a veces no estaban muy lejanas, en razón de la reciente y muy rápida conformación de los núcleos poblados existentes. En todo caso, hubo también grandes chacras agrícolas en las cercanías de los pueblos que empleaban mano de obra esclava, y que por tanto se encontraban en condiciones competitivas muy favorables para imponer los precios en esos mercados locales. Por ejemplo, en Concepción del Uruguay sólo tres productores situados cerca del pueblo habían cosechado el 51% del total de trigo producido en toda la jurisdicción, por lo que probablemente estaban en condiciones de arbitrar los precios del cereal allí. Por otra parte, la distancia entre esas grandes unidades especializadas, tanto agrícolas como ganaderas, y las explotaciones de tamaño pequeño o mediano, aparece mucho más amplia que en otros lugares del área pampeana, y aunque en las de tamaño medio se nota ya una mayor consistencia de la producción mixta con respecto a las grandes, en todo caso la presencia de vacunos en ellas no deja de ser significativa, en lo que constituye una muestra de la orientación mercantil que las caracterizaba, y que marca nítidas diferencias con las unidades productivas cordobesas.75 75 Djenderedjian, J. (2003, 2003b), pp. 71 y ss.

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Más hacia el oeste, en Santa Fe, la existencia de un núcleo urbano más o menos considerable habría implicado una diversificación bastante acusada de las unidades de explotación situadas en sus cercanías; en tanto, hacia el sur lindante con Buenos Aires la extensión del corredor que vinculaba a ambas ciudades y la presencia de un área de ocupación de cierta antigüedad habrían asimismo llevado hacia el desarrollo de una zona agrícola de relativa importancia, en la que es por otra parte posible hallar un tipo de parcelación y características sociales similares a las de la campaña bonaerense cercana. De todos modos, las mediciones que es posible realizar apenas dan indicios de superficies cultivadas muy limitadas. Los agricultores parecen haber sido fundamentalmente medianos y pequeños productores mixtos; sin embargo, el peso de quienes cultivan superficies relativamente más grandes era determinante en el total producido. Un relevamiento de las cosechas de trigo obtenidas en 1758 en la zona entonces ocupada correspondiente a los actuales departamentos de Iriondo, San Lorenzo, Rosario y Constitución dio apenas un total de 2.746 fanegas repartidas entre 107 productores, a un promedio general de 26, con un mínimo de menos de una y un máximo de 150. En términos de superficie implantada esto podría haber correspondido a alrededor de 730 hectáreas, con un promedio de unas 7 hectáreas por productor y un máximo de 40.76 Recordemos que se trataba de un área con una extensión de al menos 500.000 hectáreas de las tierras más fértiles y mejor situadas de la provincia, muy aptas para el rubro agrícola por su cercanía con los dos mercados regionales más importantes, Santa Fe y Buenos Aires.77

76 Se trata de fanegas santafesinas, de 12 almudes y 375 libras con trigo, equivalentes a unos 220 litros del sistema métrico. La fanega bonaerense medía 137,27 litros. Datos tomados de DEEC, t. 32 exp. 319, fs. 16-19; se calculó un rinde aproximado de 13 granos por cada uno sembrado, y un promedio de 70 kilos de semilla sembrada por hectárea. Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5. Las diferentes medidas pueden ser consultadas en el Apéndice II. 77 Superficies de los correspondientes distritos calculadas sobre los datos provistos por el censo provincial de 1887, en Carrasco, G. (dir.) (1887-1888).

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Cuadro 5 Productores y producción de trigo en el sur santafesino, 175878 Productores según cosecha obtenida 0 a 5 fanegas 5,01 a 15 15,01 a 30 30,01 a 60 más de 60

N 23 33 26 15 10 107

Fanegas cosechadas 94,17 355,00 595,83 750,83 950,00 2.745,00

Fuente: DEEC, t. 32, expte. 319, fs. 19 y ss.

Como es de imaginar, lo dicho vale sólo para la estrecha franja costera que va desde la ciudad de Santa Fe hasta el límite con Buenos Aires y se extiende hacia el interior de la actual provincia. La frontera indígena, más allá de la línea de defensa que pasaba por Melincué, reducía pronto la densidad poblacional, y el paisaje productivo variaba entonces hacia una amalgama entre imprecisas estancias ganaderas y dispersos cultivos de trigo duro y pesado propios de las tierras nuevas. Hacia el norte de la ciudad de Santa Fe, condiciones bióticas menos favorables para la producción agrícola y la atracción del mercado consumidor del Alto Perú habrían llevado a un predominio de la ganadería mular, lo que lógicamente debió de reflejarse en una presencia menos acusada de la producción agrícola y en un mayor tamaño de las explotaciones, aun cuando sobre ello las investigaciones sean aún escasas.79 Este frágil panorama se vio sacudido por las duras guerras civiles de las primeras décadas del siglo XIX, antes de comenzar el desarrollo agrario de la segunda mitad de esa centuria.

78 Se trata de los parajes de La Loma, Carcarañal, Manantiales, Capilla del Rosario, Cerrillos, Arroyo de Pavón, Arroyo Seco y Arroyo del Medio. DEEC, t. 32, expte. 319. 79 Tarragó, G. (1995/6), pp. 217 y ss.

Capítulo II La técnica agrícola a fines de la colonia

1. introducción

Como en cierta forma se desprende de lo que hemos ido relatando en el capítulo anterior, las técnicas agrícolas empleadas en el área rioplatense hacia inicios del siglo XIX eran consecuencia de un larguísimo y complejo proceso de adaptación de métodos europeos e indígenas al suelo y a las condiciones pampeanos. Sobre el viejo sustrato de los primeros siglos de la colonización, los avances incorporados en especial durante el siglo XVIII habían ido sufriendo también un proceso adaptativo al calor no sólo de la disponibilidad de medios y de materiales locales sino incluso de procesos específicos, como los de avance y retroceso de las fronteras. Es de suma importancia, por otra parte, tener en cuenta las diferencias regionales, la disponibilidad de tierras, el tipo de producción y el tamaño de las explotaciones para poder evaluar los procesos productivos del agro de entonces: si bien algunas técnicas estaban bastante generalizadas, buena proporción del conjunto de éstas variaba sustancialmente de un lugar a otro, lo cual no es por otra parte sino una consecuencia lógica del aislamiento relativo de los espacios y de la distinta disponibilidad de materiales y de recursos locales. Además, mientras que en las áreas periurbanas el costo creciente de la tierra y la necesidad de rentabilizar los factores de la producción indujeron en algunas explotaciones a partir de cierto momento la adopción de técnicas mejoradas de cultivo, en las regiones de frontera la extensividad continuó siendo la norma hasta muy tarde, lo que por otra parte no fue ni más ni menos que la consecuencia de un uso muy racional de los medios de producción disponibles. Las grandes propiedades agrícolas parecen haber tardado más en adoptar métodos intensivos de cultivo, tanto por el mayor costo en mano de obra como por la circunstancia de que, al poseer más tierra donde ampliar la producción, era lógico tender al reemplazo de aquélla por

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ésta. Lo anterior no significa ignorar la importancia de los avances registrados en algunas grandes explotaciones manejadas con criterio empresarial: incluso en las zonas fronterizas, aparecen aquí y allá cultivos efectuados con la máxima racionalidad que era posible lograr en esa época, en ese lugar y con las técnicas disponibles, obteniéndose sin dudas rendimientos mayores que el promedio. Se limita de esta forma el valor de las generalizaciones: el panorama parece haber sido extremadamente heterogéneo, lo cual queda a menudo oculto por la falta de datos y por la insistencia de publicistas y viajeros, usualmente citadinos con escasos conocimientos rurales directos, en condenar en forma unánime un agro que a sus ojos operaba en forma primitiva, ineficiente y estática. Dicho sea de paso, las explotaciones que más decididamente incorporaban innovaciones o cuya gestión apuntaba a la excelencia dentro de las condiciones técnicas de la época, parecen haber sido sobre todo grandes estancias ganaderas con cultivos, lo cual diluye la visibilidad de su racionalidad en el rubro agrícola, toda vez que, como mejor negocio, la ganadería era el centro de los afanes y la actividad que ocupaba la mayor proporción de la inversión agraria. Hacia el último cuarto del siglo XVIII convivían en el Río de la Plata diversas tradiciones regionales en técnica agrícola, cuyas variantes a su vez estaban determinadas por las características naturales de cada área, la disponibilidad de recursos, la mayor o menor distancia a los mercados, la orientación mercantil o de subsistencia de la producción y muchos otros factores. El complejo y variado mosaico entonces existente vuelve difícil dar cuenta resumida de él, tarea que resulta también entorpecida por la muy desigual información existente. De todas formas podríamos proponer la existencia de al menos tres grandes áreas tan sólo para el espacio rioplatense, prescindiendo de las tradiciones agrícolas del noroeste y poco más allá de ellas, a pesar de que sin duda influenciaron en forma significativa a las demás. Una de esas regiones podría ser la conformada por el norte del litoral: el Paraguay, Corrientes y las misiones que habían regenteado los jesuitas, donde era determinante el peso de ciertos cultivos autóctonos, predominantemente de autoconsumo, y de las técnicas tradicionales ligadas a ellos. De la segunda, en las puertas del interior, Córdoba es un ejemplo útil de agricultura de minifundios en los cuales la ganadería, a diferencia del área más volcada al exterior, era una presencia mucho menos dominante. La diversificación de las especies cultivadas, un fenómeno también allí muy

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marcado, muestra el carácter más intensivo de las prácticas, mientras que el peso del maíz denuncia asimismo el de tradiciones locales muy antiguas. Por fin, la tercera zona estaba constituida por el hoy corazón de la región pampeana, es decir: Entre Ríos, Buenos Aires y parte de Santa Fe; allí, donde dominaba el trigo, cuya orientación mercantil era asimismo marcada, como hemos visto antes, las técnicas reconocían un peso más decantado de las tradiciones europeas ligadas a su laboreo, si bien tanto la extensividad del cultivo como los recursos implicaron, por un lado, prácticas muy distintas de aquéllas, y diferencias subregionales también bastante marcadas. En las páginas que siguen encararemos un análisis muy somero de las dos primeras regiones, y uno más profundo de la tercera, que constituye el centro de nuestro interés. Seguiremos siempre los cultivos de granos de mayor importancia, el trigo y el maíz, prescindiendo de los demás rubros.

2. el norte del litoral

En el norte de Entre Ríos, Corrientes, el Paraguay y las misiones, la mixtura de prácticas culturales hispanas e indígenas dejaba en evidencia el mayor peso de estas últimas; en el siglo XVIII, la antigua agricultura migratoria de los guaraníes comenzaba con la roza, es decir: la tala del monte virgen y su ignición posterior; una vez secas las ramas cortadas, el fuego daba cuenta de los troncos e incluso hasta de las raíces. La tierra se fertilizaba así con las cenizas; al primer aguacero se la sembraba con maíz, mandioca o legumbres.1 La preferencia por desmontar el bosque antes que por sembrar en terreno despejado se debía, según un testigo de la época, a que “no usan los indios sembrar en campo descubierto, por estar la tierra mas gastada... pero como en los montes está la tierra defendida con los árboles, que son muy coposos, se conserva más húmeda, y pingüe, y vuelve muy colmados frutos...”.2 Pero el rápido agotamiento de las tierras que implicaba esta forma de sembrar 1 Necker, L. (1990), pp. 24-25, esp. pp. 156-158. 2 Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Investigaciones Históricas (1929), t. XX, p. 368.

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derivaba en que a los cinco o seis años la parcela debiera abandonarse y el ciclo recomenzar en otra; la abundancia de tierras libres garantizaba su disponibilidad o el acceso a ellas a muy bajos costos. En estos aspectos, el reemplazo de los instrumentos de piedra por otros de hierro luego del contacto con los españoles fue sin dudas un adelanto importantísimo; pero la esencial permanencia de las técnicas indígenas (a la que esos instrumentos simplemente prestaron más eficacia) muestra el alto grado de adecuación al medio que dichas técnicas poseían. Incluso hasta inicios del siglo XX las rozas continuaron practicándose en la región, aun por parte de los inmigrantes extranjeros.3 Tras el desmonte y la roza, la labranza se efectuaba con machete, a muy poca profundidad; un misionero de inicios del siglo XX indica al respecto que “un trabajo de azada profundo sería no sólo inútil, sino hasta contraproducente, en un terreno recubierto de una espesísima capa de humus, porque llevaría a la superficie el terreno arcilloso y a mayor profundidad el estrato húmedo”.4 A continuación se sembraba con el tradicional palo cavador o ivirakuá, un grueso bastón de más de un metro y medio, afilado en una extremidad y hecho con dura madera de urunday; el campesino efectuaba con él orificios en la tierra húmeda a intervalos regulares, y su mujer, o tal vez uno de sus hijos, lo seguía arrojando las semillas en los orificios y recubriendo la tierra con el pie.5 El contacto con los españoles significó también la llegada de nuevas especies de animales y vegetales de cultivo; entre estos últimos el trigo fue quizá el más importante. Fue adoptado prontamente en la zona, aunque nunca haya llegado a constituir un cultivo de la importancia que tendría más al sur. Junto con él ingresaron algunos métodos europeos de labranza, los arados de madera y los bueyes. Pero la adaptación de éstos a las condiciones locales fue en todo caso larga y compleja; a inicios del siglo XVIII el misionero jesuita Antonio Sepp se quejaba de que los indígenas carneaban los bueyes para alimentarse y utilizaban los arados como leña; de cualquier modo reconocía que el método indígena de roza e ivirakuá daba “fruto céntuplo... y parece que la naturaleza lo 3 Zarth, P. A. (1997 y 2002). Sobre el papel de la incorporación de hierro a las prácticas agrícolas guaraníes véase por ejemplo Palermo, M. A. (1986), pp. 31 y ss. 4 Miraglia, L. (1941), pp. 288-9. 5 Carbonell de Masy, R. (1989), pp. 22-23; Telégrafo Mercantil, t. III, nº 8, Buenos Aires, 21 de febrero de 1802, p. 107 (115 de la reedición).

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aprueba, pues los sembrados en la selva se desarrollan mejor y dan tal rendimiento que llena los graneros, y es mayor que el que producen los campos cultivados a la manera europea”.6 El mismo protagonista nos ofrece otro testimonio de la lenta adopción de métodos europeos de labranza, que inevitablemente se mezclaban con las prácticas locales: en un instructivo agrícola redactado en 1732, indicaba que, como las formas de arar indígenas no revolvían bien la tierra, era necesario repetirlas cinco veces, y hasta diez si se trataba de tierra virgen para implantación de trigales; para el maíz, se ordenaba carpir la tierra muchas veces, aun después del florecimiento de la planta. Es sintomática la atención a las malezas, abundantes en climas tropicales: aun después de todas esas labranzas, aquéllas debían aun ser arrancadas manualmente, para lo cual se prescribía el empleo de los niños, aprovechando así más intensamente la mano de obra disponible.7 Otro cambio implementado por los jesuitas fue reservar tierras cercanas a los pueblos para cultivos permanentes, como algodón o yerba mate, a fin de evitar los gastos de tiempo que implicaba la búsqueda de esta última en el monte natural, así como para tener a mano la materia prima necesaria para las tejedurías. Como es sabido, en las reducciones guaraníes existían siembras particulares y comunales. Las tierras particulares se repartían al tiempo de sembrar, y en ellas cada familia cultivaba durante seis o siete meses diversos cereales, hortalizas y legumbres para su propio consumo. Las tierras del común se cultivaban dos días por semana, y de su producto se obtenían bienes para el sustento de los hospitales y los asilos, así como para las obras y las funciones públicas.8 Este esquema era en esencia una reproducción de prácticas comunitarias tradicionales, adaptadas ahora dinámicamente a un contexto distinto, en primer lugar, por la propia dimensión y carácter de los pueblos. La insistencia de los misioneros en asentar a una población con tendencias migratorias, y el muy consistente aumento demográfico de ésta, derivaron en la necesidad de organizar más racionalmente la disposición de parcelas; si bien la tradicional agricultura migratoria no dejaría nunca de tener su importancia, la reducción favoreció la puesta en práctica de cultivos más estables. Los ejidos fueron planeados 6 Sepp, A. (1973), pp. 199-201. 7 Sepp, A. (1962), p. 112. 8 Diversos testimonios al respecto; véase por ejemplo Cardiel, J. (1984), pp. 89-90.

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con extensiones muy amplias, a fin de garantizar que la distribución de lotes se adaptara a la práctica de la roza permitiendo organizar barbechos de duración suficiente. Se buscó resguardar o incrementar el poder germinativo de la tierra mediante la utilización de abonos, los cuales se obtenían buscando en la propia región margas de contenido calizo para utilizarlas como fertilizante, según se prescribía en los manuales europeos de la época para los casos de tierras “débiles, faltas de sal”. Esto nos muestra lateralmente que los misioneros efectuaban un previo análisis empírico de la calidad de los suelos, siguiendo de esa forma también aquí las recomendaciones de la agronomía tradicional del Viejo Mundo.9 En lo que respecta al cultivo de las especies autóctonas, las técnicas tradicionales continuaron predominando; en algunas de ellas, incluso por la propia naturaleza de la planta, como ocurría con la mandioca, muy ligada además a la agricultura familiar.10 En otras, indígenas e hispanocriollos parecen haber comenzado a recorrer caminos diferentes. Según Jolís, en la región chaqueña los indígenas diferenciaban al menos dieciséis especies de maíz, aunque las principalmente cultivadas por ellos sólo eran dos; las que cosechaban “tres o cuatro veces al año”. Esto en realidad no es sino una interpretación etnocéntrica de la práctica autóctona de tomar del sembrado el producto a medida que se lo necesitaba; en cambio, los hispanocriollos cultivaban otras clases de maíz, y sólo lo cosechaban una vez anualmente.11 A este respecto resulta interesante la práctica de implantar maíz como cultivo antecesor del trigo, documentada al menos desde mediados del siglo XVIII; sin dudas de origen empírico, en las primeras décadas del XIX se conoció que esta asociación era muy útil para combatir ciertas plagas que afectaban este último cultivo. También fue Jolís quien, hacia 1789, observó otra práctica tradicional cuyos buenos resultados agronómicos serían confirmados más tarde: en terrenos vírgenes y húmedos el maíz rendía mucho más, pero esos terrenos eran totalmente inútiles e infecundos para el trigo, el cual sólo producía allí si se habían sembrado maíz, calabazas u otras plantas el año anterior.12 La asociación de cereales con leguminosas 9 Sepp, A. (1962), pp. 42 y ss.; [Alletz, P.A.] (1765), t. I, p. 319; [Rose, Louis] (1767), pp. 384 y ss.; Arias y Costa, A. S. (1818), t. I, pp. 235 y ss. 10 Aguirre, J. F. (1949-50), t. II, 1ª parte, p. 429; sobre la mandioca, p. 426; sobre el maíz, p. 381. 11 Ibid, p. 93.

la técnica agrícola a fines de la colonia 93

parece haber sido asimismo una práctica indígena frecuente, con antecedentes desde el Río de la Plata hasta México; la más difundida combinaba maíz con frijol, el cual utilizaba la caña del primero para crecer, dando así no sólo cosechas de dos frutos sino enriqueciendo la tierra a través de la fijación de nitrógeno, abundantemente consumido por el maíz. Esta práctica aparece también en las chacras y huertas bonaerenses de inicios del siglo XIX.13 De cualquier modo, en cuanto a las cosechas, la mayor disponibilidad relativa de mano de obra permitió en las reducciones la difusión de métodos de recolección manuales efectuados con instrumentos de baja productividad individual; para el corte de las espigas, al menos hasta inicios del siglo XIX se siguieron utilizando cuchillos en vez de hoces. En la recolección de las sementeras públicas de las misiones guaraníes se empleaban mujeres y niños, además de los hombres; el trabajo se efectuaba con el aliento de cánticos y ceremonias, factor esencial para las labores comunitarias. Los tallos quedaban en el campo, donde luego eran quemados de manera que las cenizas contribuyeran a fertilizar el suelo.14 Estas características técnicas sobrevivieron aun al proceso de introducción de algunos cambios en la economía agraria rioplatense, proceso que tuvo lugar desde el último cuarto del siglo XVIII; el resultado fue que la agricultura del norte del litoral se diferenciara cada vez más netamente de la bonaerense. Hacia inicios de la centuria siguiente los publicistas criticaban el estado supuestamente atrasado de la agricultura de aquella zona por comparación con el área mayormente triguera situada más al sur; el rinde de los cultivos, en especial del trigo, era en el norte del litoral muy escaso en razón de la falta de renovación de semillas, mientras que los instrumentos aratorios eran muy imperfectos. “En el Paraguay y en las misiones”, decía Félix de Azara, “no hay otras azadas que gruesos huesos de caballo o de vaca, que se ajustan el cabo de un mango. El arado se reduce a un bastón puntiagudo, que cada uno arregla a su manera. Ocurre lo mismo con el yugo y los otros utensilios de trabajo”.15

12 Jolís, J. (1972), pp. 92-3, n. 13 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 183. 14 Dobrizhoffer, M. (1822), pp. 432-3; Sepp, A. (1962); IEB-USP, Col. Lamego, códice 68, doc. 13, fs. 2 y s. 15 Azara, F. de (1809), t. I, p. 154.

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3. la agricultura irrigada en los bordes del interior

En las estribaciones del interior, en Córdoba o en Cuyo, la agricultura tenía una importancia mayor que en el litoral, y una complejidad también más grande. A medida que se avanzaba hacia las vertientes de los Andes, la naturaleza del suelo y del clima iban haciendo de la irrigación una presencia constante, e incluso una necesidad y un deber. Las prácticas de labranza superficial, propias de la agricultura dieciochesca, resultaban útiles sin duda en áreas con abundante régimen de humedad, como ocurría en las orillas de los ríos pampeanos; las plantas, cuyas raíces no penetraban en el suelo más que a una muy limitada profundidad, sólo sucumbían ante la falta de agua en ocasiones de sequías excesivamente fuertes. En cambio, en áreas más secas, la labranza superficial debía combinarse con irrigación para obtener resultados menos aleatorios: la más intensa radiación solar y la escasez de lluvias hubieran imposibilitado de lo contrario el crecimiento de plantas que no podían obtener del subsuelo las reservas de humedad imprescindibles,16 lo cual generó una serie de particulares condiciones y relaciones sociales en torno al manejo del agua, cuyas características no podemos tratar aquí, pero que en todo caso remontaban incluso a la etapa anterior al dominio hispánico.17 El paisaje quebrado implicaba la necesidad de construir defensas y nivelaciones; la técnica agrícola, según los viajeros, parece haber sido más intensiva y más racional que en el litoral; pero esto no es en realidad sino un efecto de la abundancia de muy pequeñas parcelas cultivadas con mayor ahínco que allí, de la presencia ordenadora de los canales de riego, de la más evidente variedad de cultivos, así como también una derivación de la más amplia disponibilidad relativa de mano de obra y de la consiguientemente mayor intensividad del trabajo.18 Más allá de ello, las diferencias técnicas no eran de todos modos tan significativas. Los instrumentos de labranza eran los primitivos arados de madera dura, sin partes de hierro; incluso esas maderas duras podían 16 Napp, R. (1876), p. 286. 17 Véase al respecto la nota de V. G. Quesada a la Memoria de Sobremonte, en Sobremonte, marqués de (1865), p. 560; también Soldano, F. A. (1923), pp. 56 y ss. 18 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 558-9.

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reservarse tan sólo para algunas partes de los arados.19 Si bien la abundante presencia de huertas y plantaciones de frutales y forrajeras implicaba la amplia difusión de un instrumental acorde, que en algunos casos hasta poseía nombres y características propios de la región, en lo que respecta a ciertos cultivos más comerciales como el trigo, los métodos parecen haber sido tan sumarios como en el litoral. El día antes de la siembra se irrigaba el terreno a sembrar, echándose luego la simiente de trigo después de efectuar las amelgas, esto es, montículos paralelos construidos con la tierra levantada por la labor del arado. Se volvía a irrigar el trigo una o dos veces más: en especial cuando comenzaba a crecer, y en el momento de la floración.20 Los arados, en esa situación, hacían, aparte de las amelgas, poco más que tapar el trigo sembrado; sin embargo, observa Pérez Castellano, esas pocas labores rudimentarias bastaban para obtener cosechas abundantes; “si se impendiese más trabajo que el expresado, el trigo se enviciaría y quedaría sin granar”.21 Esto puede tener relación no sólo con la presencia de riego, sino también en parte con las características del suelo. En tierras nuevas, en cambio, sólo se efectuaban dos aradas superficiales. La irrigación, por sí misma, posibilitaba en todo caso rindes mucho más altos que en las tierras de secano; eso al menos fue lo que constataron, por ejemplo, el viajero Darwin y el capitán Gillis comparando las tierras irrigadas con aquellas que no lo estaban en su trayecto desde Buenos Aires a Mendoza y viceversa.22 Un comerciante mendocino refería a un corresponsal en noviembre de 1832 que, habiendo sembrado 35 cuadras, esperaba obtener unas 1.000 fanegas de trigo, especulando con enviar la harina resultante a Buenos Aires.23 Si bien los canales no cubrían la totalidad del terreno cultivado, y hacia 1835 sólo se extendían entre la ciudad capital y Luján de Cuyo, de todos modos lograban abarcar una superficie considerable. Según Eusebio Videla, hacia inicios del siglo XIX las acequias de Mendoza no sólo llevaban el agua 19 Referencia a “uñas” de arado hechas de quebracho en Sobremonte, marqués de (1865), p. 565. 20 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 479. 21 Pérez Castellano, J. (1914), p. 283. 22 Gilliss, J. M. (superintendent) (1855), t. II, pp. 52-53; Darwin, Ch. (1951), p. 387; también Head, F. (1826). 23 Cit. en Bragoni, B. (1999), p. 45.

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por todos los sitios de la ciudad, sino también por el amplio espacio de 30 leguas, o alrededor de 81.000 hectáreas, que comprendían las fincas de sus alrededores.24 Hemos dicho antes que, además de los minifundios familiares, existían explotaciones de gran tamaño, las llamadas granjas-estancias. Los cultivos de trigo eran lógicamente realizados en ellas a una escala mucho mayor que en las demás, a pesar de lo cual no parecen haber sido sin embargo muy extensos. Según Cushner, la estancia jesuítica de Jesús María producía unas 500 fanegas de trigo y unas 400 de maíz anualmente hacia la década de 1740, mientras que la de Alta Gracia sólo había recolectado 50 fanegas de trigo en 1697.25 Ello equivaldría aproximadamente, en el caso del trigo, a entre 15 y 33 hectáreas sembradas en la primera, y a apenas dos o tres en la segunda. El cultivo de trigo era de ese modo allí sólo una más entre una muy variada gama de actividades, y probablemente no la que convocaba más labores. No poseemos estudios detallados sobre las prácticas agrícolas empleadas en estas unidades productivas, pero sin dudas la irrigación artificial determinaría el uso de métodos similares a los ya informados respecto de otras explotaciones del área, con el agregado de que la mano de obra esclava permitiría labrar superficies mayores con un costo razonable. En todo caso, buena parte de esa producción diversificada se consumía dentro de la propia unidad productiva, que destinaba la mayor parte de sólo unos pocos rubros al mercado externo. Sin dudas, quien quisiera reconocer en la agricultura rioplatense algunos de sus rasgos de ascendencia europea, habría de encontrarlos más que nada en las áreas irrigadas del interior y no en el litoral. El paisaje resultante se asemejaba en aquéllas mucho más al ambiente rural del Viejo Mundo que las vastas soledades pampeanas. Pero, independientemente de ello, la atención relativa que podía esperarse a los métodos preconizados por los manuales europeos de la época era sin embargo bastante poco trascendente. No se seleccionaba la semilla; como hemos visto, los instrumentos de labranza no parecen haber sido excesivamente sofisticados, y, con excepción del incendio esporádico o regular de los campos de pastoreo, práctica observada por el viajero 24 Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, 31 de enero de 1802, p. 68 del original, 76 de la reedición. 25 Cushner, N. (1983), pp. 36-7.

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Caldcleugh hacia la década de 1820 en los departamentos cordobeses del oeste, no se utilizaban abonos de ninguna clase, si exceptuamos el pastoreo intermitente del ganado. La rotación de cultivos era desconocida, aunque la empiria autorizaba ciertos sucedáneos, que en la práctica daban buenos resultados; pero en las áreas de ocupación más reciente o más alejadas de los núcleos urbanos, o en aquellas en las que no podía practicarse el riego artificial, las consecuencias de las prácticas predatorias eran muy pronto evidentes. Una característica derivada tanto de la falta de renovación de semillas como de la siembra continuada de los mismos cultivos en la misma tierra era de ese modo el descenso en los rendimientos: Romano observa que en 1847, en los departamentos cordobeses con mayor presencia agrícola, el trigo produjo de 7 a 9 fanegas por cada una sembrada, mientras que en Río Cuarto alcanzó de 26 a 30. Si bien, como señala la autora, es muy probable que la escasez de agua determinara parte al menos de aquel menor desempeño en ese año puntual, los mayores rendimientos de la zona de Río Cuarto pueden haberse debido también a labranzas efectuadas en tierras nuevas, por tanto, capaces de ofrecer todavía altos retornos en grano.26 Las tareas de cosecha y trillado eran en esencia las mismas que en el área de cultivo en secano, por lo que no las trataremos aquí. Digamos tan sólo que, a causa de la mayor densidad relativa de los cultivos, el área irrigada parece haber sufrido en tiempos coloniales mayores o al menos más frecuentes y destructivas invasiones de langosta que las pampas bonaerenses o entrerrianas; a la inversa, el mayor control de la humedad debió reducir considerablemente el impacto de hongos y otras enfermedades que en el litoral eran consecuencia de su abundancia. De todos modos, los daños de la langosta debieron ser atroces; el insecto aparecía en gigantescas mangas que todo lo devoraban, y los agricultores poco podían hacer por detenerlas. Otras invasiones de animales domésticos o salvajes afectaban también los sembrados; la lucha contra estas plagas, como ocurría en todas partes, era absolutamente rudimentaria: la langosta se espantaba “agitando trapos”, y las vizcachas eran perseguidas con perros durante la noche; las frecuentes intromisiones de vacunos eran combatidas con 26 Romano, S. (1999), p. 95. Río y Achával indican sin embargo que la calidad agrícola de las tierras es también diferente. Río, M. y Achával, L. (1904).

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“el ruido de vejigas secas con granos de maíz adentro”, con lanzas de caña, o atando pedazos de cuero a las colas de los caballos, los cuales corrían asustados desordenando y espantando las manadas.27

4. el área del cultivo en secano

La tercera región que podríamos diferenciar en cuanto a sus técnicas, y a la cual dedicaremos mucho más espacio, abarcaba, como hemos dicho ya, la actual provincia de Entre Ríos, parte de la de Santa Fe y Buenos Aires. En esa área en que, a fines de la colonia, predominaba una economía ganadera volcada al exterior, el trigo se destacaba también más en el paisaje productivo que los otros cultivos, sobre todo si miramos algunas subregiones, lo cual estaba ligado a su carácter más mercantil, como también hemos visto con anterioridad. De cualquier forma, buena parte de la producción de autoconsumo se componía también aquí de maíz, mandioca y otras plantas autóctonas, variando en proporción en cada sitio; si bien no han llegado hasta nosotros datos cuantitativos que permitan evaluar su importancia, sin dudas la del trigo era de cualquier modo mayor también en ese segmento, lo que no ocurría en otras regiones. Otra característica del área era la favorable ecuación económica tendiente a la extensividad, por efecto de la amplia disponibilidad de tierras y la inversa carestía de mano de obra. Estas características implicaron que fuera corriente la omisión de la puesta en barbecho de las superficies cultivadas, que eran sembradas una y otra vez en forma continua durante varios años con las mismas especies, obteniéndose rendimientos decrecientes. Los labradores, una vez agotado así el suelo del que habían extraído una cosecha tras otra, se trasladaban a otras tierras para reiniciar allí los cultivos, y abandonaban la anterior. Esta conducta trashumante era favorecida asimismo por la búsqueda de nuevos pastos para el ganado, que usualmente esos labradores también poseían, y se armonizaba por otra parte con antiguas tradiciones indígenas ligadas a un aprovechamiento extensivo 27 Romano, S. (1999), p. 91; McCann, W. (1853), t. II, p. 46; artículo firmado “El Hacendado Yngenuo”, s/l, 28 de agosto de 1810, en ANH-EJF, VII-116.

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del espacio.28 En las zonas más densamente pobladas, la abundancia de ganados aseguraba abonos a bajo costo, lo que implicaba la posibilidad de reponer fácilmente los nutrientes de los suelos. Otra razón fundamental para la escasa práctica del barbecho era el alto costo de la mano de obra, que implicaba la reducción a un mínimo de las necesidades de arar y rastrillar. Ésta fue, por otra parte, una conducta frecuente en espacios americanos similares al pampeano; en las praderas norteamericanas, por ejemplo, el barbecho anual tampoco llegó nunca a generalizarse.29 Como lo hemos indicado con anterioridad, resulta imprescindible tener en cuenta estas características de las técnicas agrícolas de la época para comprender cabalmente ciertos fenómenos sociales. La trashumancia productiva estaba inextricablemente unida a la ocupación sin títulos o al arrendamiento de tierras; ambas formaban parte de una misma realidad, y segmentarlas sólo puede confundir: ni los dueños o detentadores de títulos de las tierras podían obligar a sus labradores a permanecer en ellas, “subordinándolos feudalmente”, ni esa permanencia aleatoria de éstos podía ser fuente de una extracción de renta significativa. No sólo se trataba de la ecuación económica: en lo productivo, ni al labrador le convenía permanecer en esas tierras que había agotado, ni al “propietario” le resultaba útil que permaneciera. La escasa extensión relativa de los cultivos con respecto a las superficies dedicadas a la ganadería es asimismo un indicio lateral de que esa trashumancia era una consecuencia lógica de las condiciones en que operaban ambas actividades. Los testimonios acerca de la difusión de estas prácticas, en general condenatorios, son muy abundantes y se repiten hasta muy avanzado el siglo XIX; todavía en 1876 Ricardo Napp se refería a ellas calificándolas como una conducta especulativa e irracional que habría de dejar yermos los otrora fértiles campos pampeanos, y que se hacía necesario erradicar y reemplazar por el mucho más ventajoso sistema de alternativa de cosechas.30 Pero es necesario no perder de vista que esas características técnicas estaban dictadas por la ecuación económica vigente y por una larga historia de adaptación al medio, de modo que no se trataba tan sólo de tradiciones repetidas en forma rutinaria. Algunos elementos de esa sólida cultura

28 Cfr. la agricultura migratoria guaraní; véase por ejemplo Necker, L. (1990), pp. 24-25, pero esp. pp. 156-158. 29 Luelmo, J. (1975), pp. 345 y ss. 30 Napp, R. (1876) p. 286.

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agrícola, incomprendidamente despreciada como retardataria por los publicistas que hacia fines del siglo XVIII comenzaban a propugnar el progreso del agro rioplatense, lograron sobrevivir incluso hasta fines del siglo XIX. Esa subsistencia fue producto no sólo de su operatividad y eficacia relativas, sino de la aún incipiente transformación de la agricultura tradicional en agricultura moderna, esto es, el todavía incompleto paso del abasto de ciudades o pueblos cercanos al desafío de competir en el mercado internacional. Entonces, dado ese mayor peso regional de la producción triguera, las características de frontera abierta y la predominancia de población hispanocriolla, no es de extrañar que los instrumentos aratorios y aperos, así como las pautas de labranza, cultivo y cosecha, estuvieran conformados por una amalgama de prácticas indígenas sobre un sustrato de tradiciones y técnicas de origen mediterráneo europeo, al cual la adaptación al medio había dotado de originalidad. Como en todos los contextos tecnológicos tradicionales, la fuerza humana constituía el factor predominante; sólo una máquina muy simple, el arado, ocupaba un lugar clave en el proceso productivo. Aún hacia fines del siglo XVIII, el arado era en esencia el mismo descripto por Virgilio en las Geórgicas: una rama joven y robusta, curvada en la foresta; adaptado a ella, un timón extendido hacia delante, con el filo de una reja doble, la punta que rompía los terrones; por delante el yugo al que se uncían los bueyes, y, por detrás, la mancera, que debía moverlo a voluntad.31 Pero, a diferencia del arado romano, el criollo no poseía volcador, y en su construcción resultaba muy similar al chetague usado por los araucanos, que describe el padre Juan Ignacio Molina, dudando de todos modos si constituía una invención indígena o una adaptación a partir de los arados españoles, a causa de la falta de medios de tracción, entre otras cosas.32 Se lo construía usualmente con las más sólidas maderas disponibles, como el urunday o el algarrobo; cuando sólo se conseguían otras más blandas, sin embargo, éstas podían endurecerse al fuego. En Santa Fe o Entre Ríos, donde la madera abundaba, luego de un año de uso los arados eran desechados, volviéndoselos a construir con ramas nuevas cortadas en el monte.33 Debían 31 Se lo suele denominar arario, o arado simple, para diferenciarlo del arado compuesto, con avantrén, propio de la Europa del norte. Véase Pellegrini, C. (1856), pp. 47-50; y figuras 11 y 13 en este libro; cfr. con figuras 10 y 24 para comparar con otros arados europeos más complejos. 32 Molina, I. (1808), t. II, pp. 14-15. 33 Paucke, F. (1942/44), t. I, p. 173.

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existir sin duda numerosas variantes regionales, tanto por el tipo de madera como por las técnicas ligadas a su construcción; pareciera ser que eran conocidas las distintas variedades de arados de palo propias de la península ibérica y que databan de la antigüedad clásica, cada una de ellas adaptada para el cultivo de distintos tipos de suelo.34 De todos modos, el desarrollo de un tipo particular de arado propio para las condiciones pampeanas fue una consecuencia lógica de esa larga evolución; más allá de los impresionistas y sin dudas reprobatorios testimonios de los viajeros, parece evidente que el arado simple criollo poseía particularidades que no se encontraban en sus sucedáneos de otras tierras.

Figura 7. Arado europeo primitivo (arario), en esencia bajo los mismos principios que los empleados en el Río de la Plata a mediados del siglo XVIII. En Costa, E. (1871), e/pp. 84-5.

Las rejas de hierro, conocidas en el mundo mediterráneo al menos desde fines del segundo milenio antes de Cristo, sin dudas fueron introducidas en Buenos Aires ya en los primeros tiempos de la colonia, pero su expansión más allá de esa ciudad parece haber sido lenta.35 El testimonio de Paucke sugiere que en Santa Fe no eran utilizadas hacia 1767: allí el labrador tenía

34 Rocca, M. M. (1964-65), cit. en Garavaglia, J. C. (1999a), p. 185; Vázquez de la Morena, C. (1879), p. 354; Riccitelli, J. A. (1967). 35 Sobre las primeras rejas de hierro véase Derry, T. K. y Trevor H. Williams (2004), t. I, p. 84.

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siempre a mano un hacha para volver a afilar la punta de madera de la reja de su arado, susceptible de perder filo muy pronto.36 Pérez Castellano nos recuerda que en 1813 en el interior no se utilizaban rejas de hierro, al menos no corrientemente; y todavía en 1830 el viajero Arsène Isabelle pudo escribir, sin dudas generalizando en forma exagerada: “La agricultura (...) apenas merece ese nombre, por la imperfección de los instrumentos aratorios. Figuraos que el arado de Buenos Aires, llamado reja, no es otra cosa sino una larga estaca de madera encorvada como un gancho, que desgarra en forma irregular la superficie del suelo, gracias a los esfuerzos de dos bueyes mansos, uncidos al extremo superior de la reja”.37 Como veremos en el capítulo V, esto era una verdad muy relativa, ya que esos arados simples supuestamente tan imperfectos no eran los únicos que existían por entonces, y las rejas de hierro o acero ocasionalmente aparecían en los inventarios rurales santafesinos ya desde las primeras décadas del siglo XIX, si bien sobre todo en algunas explotaciones más capitalizadas.38 Con todo, los otros instrumentos de labranza tampoco eran demasiado refinados, o no lo parecían a los ojos europeos. Las rastras o gradas, utilizadas para uniformar la tierra labrada, se elaboraban con simples entramados de ramas espinosas, como entre los antiguos romanos; en el Río de la Plata se las construía con ramas de tala, espinillo o membrillero, donde estos árboles crecían, como en Santa Fe, Entre Ríos o la Banda Oriental, mientras que en Buenos Aires, escasa de árboles autóctonos, se empleaba a menudo el más frágil duraznero, cuya labor era asimismo menos eficiente que la de aquéllos.39 Se elegían ramas que tuvieran espinas “de un largo de una a dos pulgadas”; se ataban a lo ancho tejiendo las ramas y se les agregaba un cabezal en la punta; sólo uno, para evitar la formación de puntos de apoyo que separaran demasiado su estructura del suelo. Si el peso era demasiado escaso, se cargaba la rastra con piedras o con grandes palos, para que su labor fuera más profunda; la arrastraba una yunta de bueyes, los cuales en las grandes 36 Paucke, F. (1942/44), t. I, p. 173. 37 Pérez Castellano, J. M. (1914), p. 283; Isabelle, A. (1835), p. 264. 38 Sobre Santa Fe, Bidut, V.; E. Caula y N. Liñan (1996). En el inventario de la estancia y calera del inglés Eduardo Chirif, situada en Gualeguay, se contaron en 1782 “ocho arados con reja”, pero la fuente no especifica si eran de metal o de madera. AGN IX 23-10-6. Guerra y Marina, leg. 6, expte. 22, fs. 7 r. 39 Sobre las rastras (gradas) romanas, Derry, T. K. y Trevor H. Williams (2004), t. I, p. 87; para el resto Berro, M. B. (1914), p. 180.

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chacras podían llegar a ser cuatro.40 La rastra rígida de armazón triangular, rectangular o trapezoidal, corriente en la Europa del siglo XVIII, era sin dudas poco propicia para el agro rioplatense no tanto por su mayor costo, que debió ser sin embargo una razón más para desestimarla, o por sus dimensiones más pequeñas, que implicaban la necesidad de más pasadas, sino sobre todo porque en terrenos tradicionalmente poco labrados, por lo tanto resistentes y llenos de montículos y depresiones, ese instrumento debía efectuar un trabajo muy irregular y quebrado, obligando a pasarlo varias veces sobre la misma parcela y en diversas direcciones, con lo que el gasto en mano de obra y fuerza motriz debía de ser considerable.41 No es extraño entonces que incluso un gran productor en busca de la mayor eficiencia, como Juan Manuel de Rosas, continuara utilizando rastras de ramas hacia la década de 1820, especificando que éstas debían ser de “tala, y cuanto más ancha, mejor, pero no tanto que los bueyes (cuatro) no puedan con ella”.42 En Buenos Aires, marzo era la mejor época para comenzar las labranzas para el cultivo del trigo; de cualquier forma, la flexibilidad al respecto era muy alta, en esta como en otras tareas que le estaban ligadas. Un artículo del Telégrafo Mercantil indica que las sementeras de trigo se comenzaban en mayo, finalizando en agosto.43 Pérez Castellano recomendaba que “la labor de las tierras conviene empezarla con anticipación de cinco o seis meses a la sementera”, cuyo tiempo ideal ubica en mayo o junio; Paucke, describiendo la situación de Santa Fe, indica que las labranzas allí se efectuaban a partir de abril, prolongándose hasta julio.44 En ello influía sin dudas el clima o la latitud de la región, pero también, según se desprende de los testimonios, el mayor o menor cuidado de los labradores, así como sus opciones individuales. La cantidad necesaria de labranzas y el tiempo que debía mediar entre ellas eran asimismo materia ampliamente opinable, en lo cual no sólo intervenían las características de cada suelo, su capacidad de albergar malezas o la graduación de la humedad, que a veces podían ser empíricamente comprendidas en un cúmulo de tradiciones de labranza locales, sino también la necesidad del labrador de cumplir otras 40 Paucke, F. (1942/44), t. III, pp. 173-4; Rosas, J. M. (2002), p. 52-53. 41 Una imagen y descripción de la tradicional rastra rígida europea del siglo XVIII en Liger, L. (1775), reproducida en la figura 9. 42 Rosas, J. M. (2002), pp. 52-53. 43 Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, p. 57, 31 de enero de 1802. 44 Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 278, 282; Paucke, F. (1942/4), t. III, p. 173.

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tareas, o simplemente la voluntad de ahorrarse parte del trabajo de arada a fin de reducir costos. El siempre minucioso y útil Pérez Castellano prescribía para las zonas agrícolas de la Banda Oriental cercanas a Montevideo, hacia 1813, una sucesión de dos labranzas, una pasada de rastra para deshacer los terrones y, después de algún tiempo, cuando hubieran ya nacido algunas malezas, volver a labrar por tercera vez, para eliminarlas; incluso indica que, si la tierra aún no quedaba lista con esas tres “rejas”, los labradores solían darle hasta cuatro o cinco. A medida que el cultivo se alejaba de las costas de los ríos Paraná o Uruguay, las labranzas debieron aumentar, al menos para remover eficazmente tierras que pocas veces o ninguna habían sido cultivadas. Dado el descenso de la humedad relativa, quizá fueran también más profundas, aunque ello debía responder tan sólo a la experiencia lograda luego de años de trabajo en el mismo suelo.

Figura 8. Arado de vertedera de Regás, propuesto por Antonio Sandalio Arias y Costa: a: dental visto por su planta; b: parte posterior del dental, con la mortaja conveniente para ensamblarlo a la cama; c: parte posterior de la vertedera; d: garganta; e: tabla del lado opuesto a la vertedera; f: reja, colocada en el arado; g: casquillo de hierro que asegura el dental, la vertedera y la tabla; H: reja vista fuera del arado. En Arias y Costa, A. S. (1818), lám. 3.

De cualquier forma, comparándolas con los métodos europeos, todas estas labranzas eran sin duda muy pocas; pero, en el contexto rioplatense, la variedad era la norma: “En Buenos Aires, con la mitad del trabajo que aquí [la Banda Oriental] se impende, se disponen bien las tierras y rinden generalmente más que aquí(...) Si yo propusiera el método que aquí se observa para que lo siguieran, por ejemplo, en Mendoza, se burlarían de mi ignorancia, pues en aquel país para sembrar trigo en tierras que han sido de huertas en aquel otoño, no aran la tierra”.45 De ese modo, esas pautas rutinariamente repetidas, a pesar de las críticas que generaban en 45 Liger, L. (1775); Pérez Castellano, J. M. (1914), p. 281.

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viajeros europeos ilustrados, se encontraban en realidad muy relacionadas con las condiciones bióticas y climáticas locales.

Figura 9. Arando con arado pesado, con avantrén con ruedas y tracción equina; rastreo con rastra rígida trapezoidal de madera y clavos de hierro. Francia, hacia 1750. En Liger, L. (1775).

Entre cada “reja” era usual que se esperara alrededor de quince días, para dar tiempo a que las malezas crecieran, de forma que se pudiera eliminarlas satisfactoriamente luego al pasar nuevamente el arado. Rosas insistía acerca de este cuidado al afirmar que “cuando tras de una reja va la otra, aunque lleve veinte rejas será lo mismo que si le dieran una sola”, lo que indica la preocupación por eliminar las malezas durante la labranza evitando así los mayores gastos que podían sobrevenir, para esa economía siempre escasa de hombres, si se optaba por arrancarlas luego a mano.46 Los tratadistas criollos de inicios del siglo XIX no entran usualmente en detalles acerca de la profundidad a la que debían realizarse las labranzas; Antonio Arias y Costa, en su tratado publicado por primera vez en 1816, sólo distinguía entre 46 Rosas, J. M. (2002), p. 57.

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labores frecuentes o esporádicas, profundas o superficiales, según la calidad del terreno a sembrar, sin especificar diferencias en las distintas labranzas a efectuar para una misma siembra sobre una misma tierra.47 No se contaba aún con conocimientos acerca de la necesidad de graduar las distintas profundidades de las labores según los objetivos y los suelos a cubrir, a fin de lograr una más eficiente destrucción de las malezas, que éstas sirvieran como abono y no molestaran al sembrado, y que el suelo conservara y distribuyera suficiente cantidad de humedad. En parte, sin duda, estas condiciones no resultaban tan cruciales a causa de que todos ellos escribían desde zonas húmedas, linderas a las costas de ríos o arroyos, y contando a menudo con mano de obra esclava, de reducido costo, tanto para las tareas de arada como para las de destrucción manual de malezas. Pero, cuando se avance hacia el interior, sobre tierras más secas, y la esclavitud comience a ser un recuerdo, los productores comenzarán a prestar más atención a estos temas, como veremos luego. Una vez roturada la tierra se efectuaban los surcos o amelgas, separados entre sí por una distancia que Pérez Castellano gradúa entre tres y tres y medio metros, a fin de que el sembrador se dirigiese por ellos para distribuir el grano con homogeneidad dentro de ambas líneas. Para la siembra, la cantidad de semilla empleada variaba bastante, según fuera la calidad de las tierras, la humedad relativa, la presencia de malezas o la época del año, así como por factores todavía más aleatorios, como la pericia del sembrador. Las opiniones con respecto a las normas consideradas aceptables eran por consiguiente heterogéneas, más allá de la tradicional proporción de una fanega de semilla por cuadra; refiriéndose al partido bonaerense de San Isidro, Vieytes afirmaba en 1806 que en tierras buenas era suficiente sembrar media fanega de semilla por cuadra cuadrada, y tres cuartillas en tierras pobres. En tanto, para Antonio Cabello y Mesa las siembras debían hacerse “con más o menos fanegas según lo favorable o adverso que se presente el invierno”, entendiéndose por favorable el que hubiera mucho hielo y pocas lluvias, siendo adverso lo contrario. A medida que el cultivo del trigo se alejaba de las áreas húmedas de las costas las cantidades

47 Arias y Costa, A. S. (1818), t. I, pp. 272-275. Sobre la atención a las labores en el Río de la Plata véase por ejemplo Semanario de Agricultura, t. I, nº 24, 2 de marzo de 1803, p. 185, y la obra de Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 277-280.

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de semilla implantada parecen aumentar; Pedro Trápani, hacia 1830, indicaba que para las siembras efectuadas en mayo y junio bastaban tres cuartillas por cuadra, mientras que para las hechas en julio había que contar con una fanega.48 El preciso Bernardo Gutiérrez, en su carta al juez de paz de Mercedes, especificaba que según la variedad de semilla era la cantidad de ésta que debía ser sembrada, desde una fanega por cuadra para el trigo de pan, hasta tres cuartos de fanega para el blanco o anchuelo y el chileno.49 Otros testimonios, más tardíos, tienden a coincidir con estos últimos, incluso en áreas nuevas de frontera: para 1883 Clément Cabanettes seguía recomendando una fanega por cuadra a sus colonos de Pigüé.50 Si traducimos estas medidas antiguas a las actuales, podríamos decir que las cantidades sembradas variaban desde alrededor de 41 hasta unos 82 litros por hectárea.51 El sembrador levantaba una punta de su poncho, en general la izquierda delantera, y formaba con ella y su brazo una alforja en la que llevaba el grano. El trigo, sembrado “a voleo”, se tomaba en la mano en proporción a la anchura de la amelga; debía arrojarse de derecha a izquierda, formando una línea plana y algo curva; posteriormente se araba otra vez para tapar la semilla, tratando de que ésta no quedara muy profundamente sepultada, y, por fin, se pasaba la rastra, aunque esto último no siempre se hacía.52 Las siembras “mateadas”, esto es, guardando una cierta distancia entre una y otra planta y empleando en cada una hasta cierta cantidad de semillas, demandaban más tiempo y mano de obra, por lo que se las empleaba sobre todo en el cultivo de hortalizas y legumbres, o en siembras de maíz en pequeña escala. Para las superficies medianas a grandes se sembraba “a chorro”, es decir, sin guardar distancia alguna, pero este método ofrecía el inconveniente de que las raíces de las malezas crecían junto con los cultivos, perjudicándolos e impidiendo su extracción sin dañarlos.53 48 Semanario de Agricultura, t. IV, nº 192, 21 de mayo de 1806, p. 308 del original, 338 de la reedición; Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, 31 de enero de 1802, p. 58 del original, 66 de la reedición; Amaral, S. y Ghio, J. M. (1995), p. 62. 49 Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856. En Argentina. Estado de Buenos Aires (1854 y ss.), 2º semestre de 1855, nº 7 y 8, p. 35. 50 Cabanettes, É. (1973), p. 9. 51 Véase Apéndice II. 52 Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 281-2; Rosas, J. M. (2002), p. 55. 53 Grigera, T. (1819), p. 25.

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La búsqueda de métodos de siembra más eficientes incluyó ideas bastante extemporáneas. En febrero de 1804 se propuso, desde las páginas del Semanario de Agricultura, un método de siembra experimentado por La Rochefoucault - Liancourt en 1801, interesante por su semejanza con el tradicional uso indígena: consistía en efectuar orificios en la tierra a tres pulgadas entre uno y otro, en filas distantes cinco entre sí. Mujeres o niños seguían a quien efectuaba los hoyos, dejando caer dos granos en cada uno, después de lo cual se pasaba el rastrillo hasta cubrirlos54. El articulista, que no hace referencia a las similitudes con las prácticas de los aborígenes a pesar de que éstas eran bien conocidas, pondera exageradamente sus rindes, quizá basándose en las obras de Tessier, uno de los más entusiastas propagadores del sistema de plantador, del cual sin dudas se trata. Pero esta práctica nunca parece haber dado resultados económicos, a causa del vasto uso de labor humana y los cuidados que exigía; el mismo Tessier terminó por reconocer que sólo resultaba conveniente en épocas de carestía, cuando el alto precio de la semilla imponía la necesidad de ahorrarla. Considerando el estructuralmente alto valor del trabajo en el cultivo extensivo propio del Río de la Plata, es muy poco probable que haya tenido allí algún impacto en la agricultura mercantil.55 Dado que las diversas aradas recomendadas por los manuales insumían también considerable gasto en mano de obra, la postergación o reducción de éstas era una actitud habitual, sobre todo entre los pequeños o medianos productores, que no disponían de abundante ayuda familiar o vecinal, debiendo acudir a la contratación de asalariados, y por consiguiente contar con el dinero necesario para ello, o el crédito monetario que lo supliera.56 En las zonas de frontera, donde la carestía era mayor, las labores parecen haber sido menos cuidadosas, compensándose el bajo rendimiento relativo causado por los defectos o falta de éstas con el mayor output propio de las buenas tierras vírgenes, y con el bajo costo de ese factor; de cualquier forma, el precio local del trigo parece haber sido más alto comparado 54 Semanario de Agricultura, t. II, nº 74, pp. 188-90, 15 de febrero de 1804. Comparar por ejemplo con Molina, J. I (1808), t. II, p. 14. 55 Sobre la crítica al sistema de plantación véase Aragó, B. (1881), t. I, pp. 5178; una descripción contemporánea de la técnica de cultivo indígena rioplatense en Telégrafo Mercantil, t. 3, nº 8, 21 de febrero de 1802, p. 107 (115 de la reedición). 56 Entre otros, Grigera, T. (1819), p. 16.

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con el de las zonas más antiguas.57 Existía incluso, ya fuera por indolencia o por falta de aperos, la posibilidad de sembrar “en pelo”, es decir, sin roturación previa, simplemente enterrando la semilla sobre el rastrojo, una tradición similar a la que hemos visto antes efectuada por los guaraníes luego de quemar el monte. Este sistema, que en parte ha sido recuperado en la actualidad mediante la llamada “siembra directa” o “labranza cero”, es recomendado hoy por las modernas investigaciones agronómicas en tanto frena la erosión de los suelos y evita la pérdida de fertilidad de las capas orgánicas superficiales, afectadas por la práctica de labranzas agrícolas durante décadas.58 Más allá de constituir un antecedente quizá valioso, su utilización en el siglo XVIII obviamente no producía resultados comparables con las pautas de eficiencia actual: la calidad de las semillas y la abundancia de malezas reducían seriamente su rendimiento, además de que las plagas se reproducían con mucha mayor rapidez y facilidad que en terrenos previamente labrados. Aun cuando, como afirman los testigos de la época, con este método se lograban sin embargo resultados relativos aceptables y aun considerables, la proporción de semilla obtenida sobre la sembrada era menor, sobre todo cuando para compensar la falta de roturación se “cargaba” con más semilla la siembra.59 Para enterrar las semillas volvía usualmente a ararse la tierra; no se aplicaba el rodillo, o al menos las menciones de su uso son tardías, lo cual no puede extrañar teniendo en cuenta las dificultades de procurarse troncos de grosor suficiente, y los problemas que se generarían al intentar arrastrarlos con los arcaicos y poco potentes medios de tracción entonces disponibles. Esa técnica de aumentar proporcionalmente la cantidad de semilla implantada para compensar la falta de roturación y/o la siembra efectuada en época avanzada del año, reducía así los rendimientos, y era una de las razones para que quienes buscaban eficiencia trataran de sembrar temprano y roturar lo suficiente. El ahorrativo organizador que fue Juan Manuel de Rosas recomendaba a sus chacareros que “siendo temprano debe 57 Referencias al respecto en Miers, J. (1826), t. I, vs. locs. 58 Véase por ejemplo el análisis de Eizykovicz, J. (2002), pp. 11-31. 59 Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 277-282; Garavaglia, J. C. (1999a), p. 184. La práctica de cargar con más cantidad de semilla la siembra si ésta se hacía tarde era bastante común en la agricultura tradicional, incluso en Inglaterra o los Estados Unidos. Véase por ejemplo Nicholson, J. (1814), p. 297.

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sembrarse ralo y tanto más si es tierra de huerta”. La siembra temprana era asimismo recomendable para evitar las plagas y enfermedades, como el muy peligroso polvillo, o isoca (probablemente un ustilago); en este aspecto, se sabía que las tierras que ya habían dado una o varias cosechas eran mucho más susceptibles de infectarse que las vírgenes; de este modo, “siempre convienen las siembras tempranas, pues así se corre menos riesgo del polvillo, menos semilla se derrama y viene más pronto...”.60 De todos modos, debe considerarse que la lógica abundancia de malezas en tierras húmedas, como lo eran en general aquellas dedicadas al cultivo en el área pampeana tardocolonial, autorizaba el sembrar tupido, cargando de semilla la tierra a fin de que las plantas al crecer sofocaran por sí mismas la mayor cantidad posible de malezas, ahorrando consiguientemente la costosa mano de obra necesaria para arrancarlas luego manualmente. En este aspecto, un publicista ilustrado como Juan Hipólito Vieytes volvía a equivocarse cuando recomendaba a los labradores sembrar ligero, siguiendo los consejos de Henri Louis Duhamel du Monceau, y no los de Meuvret, quien había advertido los efectos de un régimen de lluvias generoso sobre una siembra expuesta a llenarse de malezas.61 Probablemente, la actitud de Rosas pueda también explicarse porque sus tierras de cultivo en Los Cerrillos no eran tan húmedas como las de las tradicionales áreas agrícolas del norte bonaerense. La elección de la semilla no parece haber sido motivo de excesivos cuidados prácticos y rutinarios, al menos no al nivel de las siembras: todavía hacia la década de 1820 Rosas se veía obligado a prescribir el trigo “más superior y más limpio”, y no el chuzo, o mal granado, el que por lo visto se sembraba igual.62 Es singular que esto ocurriera, siendo 60 Rosas, J. M. (2002), pp. 56-57. La denominación de “polvillo cereal” se atribuía a diversas plagas diferentes que los europeos de la misma época distinguían con nombres específicos (añublo o tizón en España, por ejemplo). Pellegrini, C. (1854), p. 109. Véase en la figura 7 una imagen de trigo afectado por el carbón. 61 Vieytes, J. H. (1956), pp. 210-2; también Semanario de Agricultura, t. I, p. 156, 2 de febrero de 1803, sobre la obra de Duhamel du Monceau, L. (1753). Véanse al respecto las interesantes reflexiones de Garavaglia, J. C. (1987), pp. 62-3. Para 1806 Vieytes parece haber reconocido la poca utilidad de esas extrapolaciones excesivas de autores europeos: “Guárdate muy bien de decidirte desde luego por los excelentes consejos que nos ministran en sus libros diariamente los mejores agrónomos de Europa. Los terrenos y las estaciones varían tanto como los individuos”. Semanario de Agricultura, t. IV, nº 192, 21 de mayo de 1806, p. 308 del original, 338 de la reedición. 62 Rosas, J. M. (2002), p. 56.

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muy fácil diferenciarlo a simple vista del de mejor calidad, en tanto el grano se volvía chuzo sobre todo en tiempos de mucha neblina o fuerte calor, apareciendo extremadamente liviano y seco.63 Tampoco se aplicaba ningún preservativo contra las plagas; recién en la década de 1820 comenzará a hablarse de la aplicación previa de baños de cal o de sulfato de cobre en las semillas a sembrar para reducir los riesgos de que las plantas fueran atacadas por las enfermedades y hongos más corrientes de los granos.

Figura 10. Trigo afectado por el carbón. En La Agricultura, t. I, 1893, p. 145.

La identificación de las variedades entonces sembradas es prácticamente imposible, dado que no parecen existir clasificaciones científicas de ellas sino sólo descripciones más o menos impresionistas; por 63 Descripción del trigo chuzo en diversos autores, por ejemplo Marchevsky, E. (1964), p. 137.

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otra parte, la introducción esporádica de semillas de otras variedades en diversos momentos y lugares fue sin dudas modificando las características originarias del grano, así como también lo hicieron los largos períodos sin renovación de las simientes, la propia cruza con ejemplares desarrollados en distintas partes, los procesos de selección natural y la misma adaptación al medio. Las clasificaciones de fines del siglo XIX dividían a los trigos según su época de siembra, según que sus espigas tuvieran o no barbas, o según su grado de dureza al tacto.64 En estos aspectos, podríamos decir que en el Río de la Plata tardocolonial parecen haber predominado los trigos de invierno, duros o gruesos, y en especial con barbas, todas características más frecuentes en la producción de los países cálidos, llanos y en cultivos extensivos, con el menor gasto posible en mano de obra por hectárea. La usual distinción entre trigos tiernos [triticum sativum], destinados a panificación, y trigos duros [triticum durum], empleados de preferencia por los fabricantes de pastas, pierde así un poco de su claridad, ya que el destino preferencial de los trigos rioplatenses era la elaboración de panes, o su empleo directo en grano en determinados platos, todas funciones mejor cumplidas por los trigos tiernos; de todos modos, el pan resultante era usualmente una dura galleta que debía romperse a martillazos, y no el esponjoso producto que conocemos hoy.65 Es singular que, hacia fines del siglo XIX, la transformación agrícola incluyera, al menos en Buenos Aires, un predominio de los trigos tiernos, en tanto la producción, entonces mayormente exportable, debía adaptarse a los gustos de los consumidores europeos, habiendo perdido así sus características de una centuria atrás. Martin de Moussy había ya constatado esta tendencia hacia mediados del siglo XIX, ligada probablemente a los cambios en el consumo urbano, indicando que en el litoral predominaban los trigos tiernos, y los duros en el interior.66 Se trataba en cualquier caso de trigos rústicos, y 64 Véanse por ejemplo Aragó, B. (1881); Boussingault, I. B. (1874), pp. 132-7; Simois, D. L. (1893b), p. 1035; Signez, E. (1893), p. 232. 65 Arcondo, A. (2002), pp. 107 y ss.; sobre la distinción y variedades de trigos duros y blandos véase entre otros Lix Klett, C. (1893), p. 264. 66 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 478. Esta diferencia podría también deberse a condiciones de humedad diferentes, dado que los trigos duros se dan mejor en áreas más secas.

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no de las razas estimadas y de alto valor comercial cultivadas en Francia, Inglaterra o Rusia, en donde predominaban los trigos tiernos.67 Ir más lejos de ello implica entrar en el terreno de las conjeturas; de cualquier modo, y siempre según las descripciones disponibles, hasta inicios del siglo XIX dos parecen haber sido las variedades fundamentales de trigo sembrado: el criollo, o común de invierno, la vieja simiente tradicional, y el chileno, aunque existían, en menor grado, el trigo de pan, al parecer variedad del triticum turgidum de Linneo, el colorado y el motilón. Referencias dispersas mencionan también otras variedades, como el anchuelo, un trigo que aparece sembrado por los labradores criollos santafesinos y entrerrianos ya desde mediados del siglo XVIII, y aun todavía en la década de 1880.68 El trigo criollo, también llamado chico o barbudo, era de grano pequeño y redondeado; según Saint Hilaire, un trigo similar cultivado en Curitiba, Brasil, podría deber su escaso tamaño a la degeneración de las semillas luego de siglos sin ser renovadas.69 A pesar de tratarse de un trigo duro, es decir, más apto para pastas, ésa era la semilla más difundida; se la encuentra referida documentalmente en toda el área rioplatense.70 Es probable que ese trigo criollo fuera el que, en estado silvestre, se hallaba en gran abundancia en la provincia de Buenos Aires hacia mediados de la década de 1870, y que fuera considerado por Jessen como variedad del triticum sativum Lam., aunque esto último puede ser discutible.71 De todos modos, la lógica indica que debieron tener importancia las versiones adaptadas localmente de los trigos duros de origen africano predominantes en Italia Meridional y en España desde tiempos inmemoriales, especialmente conocidos 67 Simois, D. L. (1893), pp. 12-13; entre otros puede consultarse la obra de Girola, C. (1904), pp. 35 y ss., quien describe las variedades más cultivadas en el sur bonaerense hacia fines del siglo XIX. 68 Sobre Santa Fe, trigos recogidos en los parajes de Arroyos y Rosario en 1758, en DEEC, t. 32, exp. 319, fs. 19 r. (o 16 en la numeración de época); sobre Entre Ríos, testimonio de Benito Pérez, de inicios de la segunda mitad del siglo XIX, en Fernández Armesto, V. (2000), pp. 63-72; Beaurain Barreto, J. A. (2001), p. 18. 69 Saint-Hilaire, A. P. de (1997). Los granos de trigo bonaerense colonial tenían aproximadamente la mitad del tamaño que los españoles. Amaral, S. y Ghio, J. M. (1995), p. 62. 70 Paucke, F. (1942/4), t. III, pp. 173-4; Pérez Castellano, J. (1914), p. 275. 71 Berg, C. (1877), p. 202, lo clasificaba como trigo duro [triticum durum Desf.].

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por aclimatarse muy bien al calor del mediodía europeo, difíciles de moler por su dureza y que requieren además tierras profundas y de buena calidad.72 El trigo de pan se destinaba a la elaboración de panes de mayor calidad. El trigo llamado chileno, pero no necesariamente originario de ese país, fue clasificado por Henri L. de Vilmorin entre los sativum de caña hueca, de variedad sin barbas; era muy pequeño, precoz, quizá el más rústico de los trigos de grano desnudo; sin embargo, su caña gruesa le permitía resistir mejor a los fuertes vientos pampeanos, lo cual lo volvía especialmente apreciable sobre todo en las áreas alejadas de los ríos donde la escasa presencia de árboles no impedía que las corrientes de aire sacudieran con fuerza los cultivos. De todos modos, se trataba de un trigo poco productivo, que hacia el tercer cuarto del siglo XIX no era muy utilizado en países fértiles.73 Según Garavaglia, este trigo era similar al candeal y tenía en general espiga más corta pero con más granos que la del común; también de él se hacía pan, aunque sobre todo se lo utilizaba directamente en las comidas tradicionales.74 Su harina era más morena y de menor calidad que la del trigo común, y sin dudas sus diferencias con el candeal europeo eran muy marcadas: este último, en la clasificación de Rojas Clemente (recogida por Aragó), es el llamado trigo de primavera, de estío o tremesino; de grano blando como el chamorro, se diferenciaba de éste en las aristas desparramadas que erizaban las espigas; las que se desunían con facilidad si se retardaba la recolección, volviéndolo particularmente poco apto para las características productivas pampeanas.75 Por lo demás, el candeal que se cultivará en pequeña escala en ciertos lugares de la región pampeana a partir de finales del siglo XIX es un trigo con barbas y de grano muy duro, y, más importante aún, para esos años se diferenciaban claramente las antiguas variedades adaptadas después de largas décadas al tosco medio rioplatense, y por tanto degeneradas y de mala calidad, comparadas con los granos 72 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 103-4. 73 Ibid., t. I, p. 117. 74 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 191. Sutcliffe también registra el trigo chileno candeal o marrón. Sutcliffe, Th. (1841), p. 328; Simois era de opinión de que el candeal argentino de su época provenía de Chile. Simois, D. (1893), p. 14. 75 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 94 y ss.

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provenientes de tipos importados, puros y de clase superior, por los cuales se pagaban diferencias de precio sustanciales.76

Figura 11. Espiga de trigo candeal. Fines del siglo XIX. En Daireaux, G. (1901), p. 394.

Hacia fines del siglo XVIII comienzan a aparecer, en manos de ciertos productores, algunas variedades nuevas; una de ellas, el trigo italiano farro, descripto por Pérez Castellano (quien parece haber sido su introductor, al menos en la Banda Oriental) como de gusto mejor y más suave que el chileno; muy buscado por los fabricantes de fideos, hacia 1813 había terminado por reemplazar allí casi totalmente a este último, componiéndose de él la mayor parte de los cultivos.77 Parece haber continuado utilizándose todavía a finales del siglo XIX; Berro transcribe párrafos de un manual agrícola en el que figuraba bajo el nombre de trigo blanco, o de Roma, o trigo santo.78 La identificación bajo pautas claras es como hemos dicho muy difícil, pero quizá el tipo original sea el trigo de Toscana en la clasificación de Vilmorin, quien lo ubica entre los sativum con barbas, de caña hueca y espiga blanca y lisa.79 En todo caso, aun cuando así fuera, los resultados variaban mucho según la evolución que hubiera sufrido la semilla luego de su interacción con el medio y de su mezcla con otras distintas, así como a causa de múltiples factores, entre ellos en especial las condiciones del lugar de siembra y la forma en que ésta había sido efectuada. Por ejemplo, el trigo común, sembrado en valles, era más rendidor pero de grano más largo y de harina de menor calidad que el cultivado en lugares altos, más secos y 76 Daireaux, G. (1901), p. 394; Francisco Devicenzi, “El trigo Barletta”, en La Agricultura, t. I, 1893, pp. 145-6. 77 Pérez Castellano, J. (1914), p. 275. 78 Berro, M. B. (1914), p. 177. 79 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 107; 126.

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lejanos de los ríos, donde la menor humedad relativa ambiente le evitaba asimismo el ataque de ciertas plagas.80 Por lo demás, el cultivo en terrenos de huerta o en los cuales se empleara algún tipo de rotación, como ocurría en Mendoza o a veces en la zona norte de Buenos Aires, tendía a producir trigos de mayor calidad, y de rendimiento más alto por cada grano sembrado. En todo caso, el producto final terminaba siempre compuesto de mezclas de las más diversas índoles, dado que en la comercialización del grano no se especificaba nunca su variedad, reuniéndose usualmente en los molinos los trigos provenientes de muy diversos productores y de muy diferente origen. Hacia el inicio del siglo XIX surgirá la distinción entre trigos de costa y trigos salados en los mercados bonaerenses, que habrá de mantenerse casi hasta los últimos años de esa centuria. Esa distinción indicaba de forma bastante vaga su lugar de producción, los primeros del norte bonaerense, los segundos provenientes de las áreas de frontera cercanas al río de ese nombre. Pero no se trataba en modo alguno de una denominación de origen, sino tan sólo de una discriminación empírica según la calidad del grano, que aludía en esencia a que los trigos cosechados en terrenos puestos recientemente en cultivo debían producir trigos inferiores (o salados), no sólo por las rudimentarias prácticas culturales sino también por la excesiva riqueza de esos terrenos vírgenes. Se daba así preferencia a los trigos de costa, es decir, cosechados en áreas desde hacía largo tiempo cultivadas, y por tanto capaces de producir semillas de mayor calidad. Entre ellos, se contaba sin dudas como el más aceptable al cosechado en el partido bonaerense de San Isidro y sus alrededores, pero nadie ponía tampoco en duda que las regiones que en un principio producían trigos salados, después de algunos años podían llegar a producir trigos de costa.81 En cuanto a los rendimientos, la confusión es todavía mayor que en lo que respecta a las variedades. Si hemos de juzgar por los muy impresionistas testimonios de los contemporáneos, los del trigo rioplatense podrían haber sido bastante altos, medidos contra los de otras tierras trigueras americanas o incluso europeas. Juan Álvarez, por ejemplo, comparaba los rindes bonaerenses coloniales con los españoles de la 80 Pérez Castellano, J. (1914), p. 276. 81 Simois, D. L. (1893), p. 13; Mulhall, M. G. & E. T. (1892), p. 75.

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época, encontrándolos superiores al menos en tres veces.82 Algunos viajeros entusiastas hablaron de rindes realmente sorprendentes, pero los cálculos de la época, basados en recuentos de granos cosechados contra granos sembrados, son extremadamente empíricos y muy poco confiables. Aun cuando refiriéndose a “hacendados”, es decir a empresarios ganaderos que se dedicaban también a la agricultura, Oyarvide indicaba para la Banda Oriental de 1784 rindes de cien por uno, sin ninguna duda extremadamente exagerados, algo similar podría decirse de los que mencionaba para Mendoza el Telégrafo Mercantil en un artículo de enero de 1802, bien que allí la irrigación artificial pudiera lograr milagros relativos.83 Garavaglia parece aceptar la tesitura de los altos rendimientos del trigo bonaerense al transcribir los resultados de algunas experiencias aisladas de mediados del siglo XIX y compararlas con los rendimientos medios de Francia en la década de 1840.84 Sin embargo, en nuestra opinión resulta extremadamente aventurado, además de poco útil, comparar los rendimientos medios de una agricultura intensiva, con vasto uso de abonos, labranzas, irrigación y fuerza humana como la europea, con los correspondientes a ensayos puntuales, nada sistemáticos, efectuados en sitios sin especificación clara de calidad de suelos, y sobre todo correspondientes a una agricultura estructuralmente distinta de aquélla: extensiva, sin abonos, de secano y que ahorraba lo máximo posible una siempre costosa mano de obra a través de la ampliación del uso del factor más barato, la tierra. Esta situación, propia de las tierras americanas, aparece con claridad ya en las clásicas cartas de George Washington a Arthur Young; una de ellas, transcripta por Boussingault, decía: “Un plantador inglés debe tener una opinión sumamente desventajosa de nuestro suelo, si llega a saber que un acre no produce aquí sino 8 a 10 bushels de trigo; pero no debe olvidar que en todos los países en que las tierras son baratas y los brazos caros se prefiere cultivar mucho a cultivar bien”.85

82 Alvarez, J. (1910), p. 174. 83 Oyarvide, A. de (1865), t. VII, p. 49; Telégrafo Mercantil, t. III, p. 69, Buenos Aires, 31 de enero de 1802, indica que hay lugares en que las chacras trigueras mendocinas producen “más de ciento por uno”. 84 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 190. 85 En Boussingault, I. (1874), p. 134. Los 8 a 10 bushels por acre corresponden aproximadamente a 7 a 9 hectolitros por hectárea. Al respecto, Estanislao Zeballos apuntaba con agudeza en 1894: “Si se compara la cantidad de cada cereal

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Sin ir más lejos, un par de datos correspondientes a períodos en que se recopilaban estadísticas más certeras servirá para mostrar la inmensidad de las diferencias. Hacia 1894, un año normal, se estimaban rendimientos medios para la cosecha del trigo en Inglaterra de entre 23 y 27 bushels por acre, esto es, de 2.026 a 2.642 litros por hectárea; para 1894/5, los rendimientos medios de la cosecha argentina apenas alcanzaron a 835 litros por hectárea, mientras que en todo el período que va entre las cosechas de 1890/1 y 1899/1900 el promedio fue de sólo 749 litros, incluyendo años de cosechas excepcionales como 1893/4, en que el producto alcanzó en promedio a 1.216 litros por hectárea, una cifra que tardaría mucho tiempo en volver a lograrse.86 Y, si volvemos a las condiciones de finales del siglo XVIII, debemos agregar que se trataba de productos también estructuralmente muy distintos: el trigo europeo tenía sin ninguna duda un peso por hectolitro mucho mayor que el rioplatense, y un rendimiento en harina también muy superior, derivaciones propias de largos siglos de selección de semillas y de aplicación de tecnologías de cultivo intensivo. Por lo demás, las situaciones concretas eran en extremo heterogéneas: las cosechas de un terreno virgen, cuando no fallaban por la multitud de riesgos inherentes a una agricultura de espacios abiertos, ofrecían rendimientos espectacularmente altos, aunque de trigos inferiores; las de una tierra cansada tras varios años de cosechas sucesivas de un mismo cereal, sin renovar nunca la semilla, eran muy magros. Las de un terreno irrigado eran lógicamente mucho mayores que las de áreas de cultivo en secano, y las labranzas necesarias para obtener un producto abundante eran también menores en aquéllos. Sea dicho esto sin analizar aún las distintas condiciones de los suelos, los efectos de la disímil disponibilidad de humedad, el clima, la presencia de vientos que desgranaran las plantas, la calidad de la simiente, la época de siembra, la pericia del cosechado en Europa o en los Estados Unidos de América y en la República Argentina (...) no se obtiene una relación exacta, ni instructiva, porque las condiciones económicas de la producción son diferentes. Todo el cereal europeo y una parte del cereal norteamericano proceden de tierra abonada y el cereal argentino de suelo perfectamente natural”. Zeballos, E. (1894) p. 563. 86 Datos de cosecha en Inglaterra en La Agricultura, año 3, nº 146, 17-10-1895, pp. 796-7; rendimientos medios de las cosechas argentinas entre 1890/1 y 1899/1900 en Giménez, O. (1970), pp. 380-381-387-406-407, salvedad hecha de un error en la cosecha 1893/4. Conversiones a litros y hectáreas según Rowlett, R. (2004), sub voce.

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labrador o las labores bien o mal efectuadas. Por otra parte, en las particulares condiciones operativas anteriores a la introducción de procesos productivos modernos, la pérdida de grano entre la cosecha y la venta efectiva del cereal eran enormes, por lo cual, aun un rendimiento de veinte, treinta o incluso cien granos en condiciones experimentales se reducía sustancialmente en la realidad por efecto del inmenso desperdicio provocado por los métodos tradicionales de cosecha, trillado y ensacado. Más adecuados son los estudios con datos de rendimientos obtenidos en determinadas explotaciones puntuales a lo largo de varios años, o, quizá, las observaciones de testigos experimentados de la época; pero de cualquier forma estamos todavía muy lejos de poder contar con indicios seguros.87 A ello hay que agregar aun los riesgos a los que estaban expuestos los sembrados por plagas, contingencias climáticas o por los frecuentes incendios que asolaban la campaña en el ardor del verano.88 El trigo de entonces era de tallo mucho más alto que los híbridos actuales, oscilando entre 0,80 y 1,50 metro ya maduro; en esas condiciones, las espigas podían desgranarse ante cualquier viento fuerte.89 En este aspecto, Pérez Castellano recomendaba la plantación de ombúes, los cuales, según decía, lograban detener el viento con más eficacia que otros árboles. El mismo autor resumía las distancias entre las mediciones experimentales y los rendimientos reales observando que una sola planta cuidada con esmero sin dudas podría dar cien granos y aún más; pero que lo corriente era obtener, al final del proceso productivo, apenas la décima parte: tan inmenso era el desperdicio que se obraba en la recolección, trilla y embolsado del grano.90 Un articulista del Telégrafo Mercantil indicaba, con prudencia, que la cosecha de trigo en Rosario de los Arroyos, “siendo el año bueno, y estando 87 Véase por ejemplo la comparación entre estimaciones de rendimientos elaboradas por Félix de Azara y otros expertos de la época y los obtenidos en una explotación concreta en Gelman, J. “Una región y una chacra en la campaña rioplatense: las condiciones de la producción triguera a fines de la época colonial” en Desarrollo Económico, 28, 112, pp. 577-599, 1989. 88 Sobre el tema véase por ejemplo el Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, p. 63, Buenos Aires, 31 de enero de 1802; indicaciones acerca de los extraordinarios rendimientos obtenidos en condiciones experimentales en Aragó, B., El trigo..., t. I, p. 178. 89 Al respecto, Miatello, H. (1904). 90 Pérez Castellano, J. (1914), pp. 259-60.

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la tierra bien cultivada, ha habido ejemplares que den cincuenta por uno”, considerándolos como rendimientos muy altos.91 Un observador realista como Pérez Castellano, contando además con el fruto de su experiencia de cuarenta años de labor agrícola, estimaba en 1813 que una cosecha “buena” era la que reportaba de 10 a 20 granos de trigo por cada uno sembrado; mientras que aquellas en las que se obtenían menos de 10 granos eran “menguadas”, y “superiores” las de más de 30, en todos los casos contando el grano efectivamente ensacado luego de la trilla.92 Varios estudios de rendimientos concretos realizados sobre chacras trigueras en Buenos Aires y la Banda Oriental tardocolonial coinciden bastante con las estimaciones de Pérez Castellano.93 Todavía para mediados de la década de 1850 los rendimientos medios por grano parecían coincidir con estos últimos, a tenor de las mediciones de Victor Martin de Moussy, hechas sobre bases bastante más firmes que las de muchos de sus predecesores.94 Si aceptamos entonces una producción promedio de 10 a 15 granos por unidad sembrada, tendríamos, calculando rendimientos por hectárea, entre 817 y 1.226 litros, más altos pero en esencia todavía dentro del rango de los promedios generales que se obtenían a fines del siglo XIX. Si nos ponemos a comparar, serían algo menores a los de la agricultura extensiva norteamericana, menores aún que la canadiense, aproximadamente la mitad de los correspondientes a la agricultura irrigada mendocina, y entre la tercera parte y la mitad de los rendimientos promedio propios de la agricultura intensiva en los países europeos más adelantados.95 Hacia noviembre se preparaban las eras para la trilla del trigo, mientras que la época más propicia para la cosecha era entre diciembre y enero, dependiendo de la latitud. Dado que ésta se hacía lo más rápido posible para evitar que el cereal fuera afectado por fenómenos climáticos, el trigo se recogía ya maduro; la falta de métodos adecuados para 91 Telégrafo Mercantil, t. III, nº 16, 18 de abril de 1802, p. 241 del original, 249 de la reedición. 92 Pérez Castellano, J. (1914), pp. 283-4. 93 Gelman, J. (1989); Fradkin, R. (1992). 94 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5. 95 Girola, C. A. (1904; 1901), pp. 6-7; medidas de conversión de fanegas en Napp, R. (1876), pp. 368/9; rendimientos del trigo mendocino en Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5; del trigo estadounidense y canadiense en Rutter, W. P. (1911), p. 126.

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protegerlo una vez engavillado impedía la posibilidad de cortarlo más verde para esperar a que madurara fuera de la planta, de manera que se lograra conservar mejor el grano, práctica que se empleaba en México.96 Por otra parte, el intenso calor lo hacía madurar rápidamente, lo que obligaba a apurar la siega.97 Con mucho, la cosecha era entonces la actividad más intensiva en mano de obra, con la circunstancia agravante de que esa tarea debía efectuarse en muy corto tiempo, en la época en que la mano de obra escaseaba más agudamente dado que se trataba del momento de trabajo más intensivo del año, por tanto, cuando había que pagar más altos salarios, y en general en moneda contante, un bien siempre escaso en el mundo rural. Los agricultores en modesta escala recurrían a la ayuda mutua, o minga, prestada por algunos o aun todos los miembros del grupo familiar, por turnos, en las explotaciones de los vecinos; de todos modos, esto implicaba esperar en la propia explotación hasta que llegara el turno correspondiente, con los riesgos de que una lluvia, un granizo tardío o un temporal dañaran consiguientemente el sembrado. Quienes no querían esperar o no podían hacerlo, o los que sembraban extensiones más considerables, se encontraban en graves problemas si no contaban con el dinero en efectivo suficiente para satisfacer los elevados salarios de la época de cosecha; en todo caso, en esa época se anudaban lazos de endeudamiento con otros productores más pudientes, a fin de poder hacer frente a los mayores costos. La cosecha, la trilla y el aventado, todas actividades que convocaban gran concurso de personas, constituían gratos momentos de reunión social: fiestas y regocijos nocturnos o domingueros amenizaban las duras tareas cotidianas, y no era raro que se anudaran noviazgos, amistades y negocios por doquier. Para la cosecha, la herramienta fundamental era la hoz, utilizada para recoger granos pequeños en el mundo mediterráneo desde varios miles de años atrás, pero a veces se la reemplazaba por grandes cuchillos.98 La guadaña, invención posterior, no parece haber llegado a ser conocida en la agricultura tardocolonial. Si bien las formas básicas del instrumento eran las mismas, parece haber habido también en este 96 Pérez Castellano, J. (1914), p. 285. 97 Beck Bernard, Ch. (1866b), pp. 72-3. 98 Entre otros Napp, R. (1876), p. 286.

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caso ciertas variaciones regionales. El trigo se cortaba a unos treinta centímetros del suelo; era luego acumulado en pequeños montones cerca de las hileras donde había crecido, las mujeres y los niños lo recogían en gavillas, sin atarlas, y las llevaban hasta cueros preparados para ese fin, tomados de animales enteros, secados al sol los días previos. Colocadas allí las mieses, eran sujetadas por tientos cruzados construidos a partir de lo que habían sido las extremidades del animal; los fardos resultantes eran luego atados a caballos y arrastrados hacia la parva, en las cercanías de la era.99 Pérez Castellano recomendaba el atado de las gavillas en haces de gran tamaño, formando lo que en la Banda Oriental se conocía como molles, ordenando los cabos de las plantas hacia un lado, y las espigas hacia el otro, “porque ese trabajo ahorra que se pierdan muchas espigas, que suele el viento desparramar en el rastrojo, y facilita el emparvar pronto y bien en la era”.100 Ésta constituía un área de tierra apisonada, que en forma previa se limpiaba de toda vegetación y piedras; a menudo se endurecía adicionalmente su suelo volcando agua para formar barro, introduciendo luego paja y haciendo pisotear la masa resultante por un rebaño de ovinos, dejándolo luego secar. Se cercaba el lugar mediante una empalizada o, más corrientemente, con postes y cueros, y se amontonaban en él los trigos. Una tropilla de doce a quince yeguas era introducida posteriormente en el recinto, y se las hacía correr a toda la velocidad posible sobre la mies, azuzándolas con paños, gritos y ramas puntiagudas; se las remudaba varias veces, manteniendo la actividad durante todo el día. Una vez el grano era desprendido de la espiga, se formaban montículos redondeados, llamados ballenas, orientados hacia el sur, lugar del que era usual que vinieran los vientos más secos; se esperaban pacientemente los vientos, que debían tener un grado suficiente de intensidad, ni demasiado fuerte que dispersara el grano, ni tan débil que no lograra filtrar la paja. Con horquillas, contra el viento, se aventaba el trigo trillado con técnicas precisas por las cuales, a efecto de la acción del aire, el grano se separaba de la paja. No era raro que las mujeres, usualmente encargadas de esas labores, recogieran luego la granza, es

99 Diversas descripciones al respecto; véanse por ejemplo Coria, L. (2005), p. 106; Sutcliffe, T. [1841], pp. 328-9; McCann, W, (1853), t. I, pp. 134-5; Napp, R. (1876), p. 286; [Lemée, C. (1893)], p. 1533. 100 Pérez Castellano, J. (1914), p. 285.

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decir, la primera paja de desecho, con la que efectuaban una segunda trilla para obtener algo más de grano. Posteriormente se lo pasaba por la zaranda y quedaba listo para su ensacado.101

Figura 12. Actividades ligadas al cultivo del trigo en Santa Fe, hacia 1750. En primer plano, labranza de las tierras con arado criollo de madera, tirado por bueyes; detrás, uso de una rastra de ramas. Arriba a la izquierda, un campo cercado, con las gavillas de trigo ya cortadas; tres jinetes acarreando a cincha el cereal sobre cajones o cueros. A la derecha, trillado del trigo en la era con yeguas; en el centro, aventado. A la izquierda, ensacado del trigo en vacunos vaciados. En Paucke, F. (1943-44), t. III, e/pp. 172-3, lám. XXXVI.

En Mendoza o en San Juan, donde las lluvias son raras, a veces se conservaba el trigo en parvas, sin trillarlo, pero en el litoral esto resultaba imposible por las frecuentes tormentas. Si no se optaba por almacenar el grano

101 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 479; Coria, L. (2005), pp. 106-7; Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856, en Argentina. Estado de Buenos Aires (1854 y ss.), 2º semestre de 1855, nº 7 y 8, pp. 35 y ss.; [Lemée, C. (1893)], p. 1533.

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en silos subterráneos o en noques, se lo embolsaba en sacos de tela en el interior, mientras que en el litoral se empleaban de preferencia cueros cosidos, que llenos hasta el tope eran posteriormente humedecidos y luego secados al sol, con lo que tomaban una consistencia pétrea. Se intentaba prevenir los daños del gorgojo [staphylinus] mediante estiércol fresco de vaca, untado espesamente por todas las aberturas del saco.102 Aun cuando todavía en la década de 1860 circulaban manuales recomendando los varios métodos de trilla europeos alternativos al uso de equinos, no parece que ninguno lo lograra reemplazar eficazmente en la agricultura rioplatense hasta la introducción de maquinarias de gran porte.103

5. el diagnóstico ilustrado sobre la técnica agrícola rioplatense

El último cuarto del siglo XVIII constituye en Europa una época de gran atención al progreso agrícola; bajo el influjo del pensamiento fisiócrata y las nuevas concepciones del poder real, entonces más volcado al bienestar de sus súbditos, se produjo una creciente agitación intelectual en torno a las formas de aumentar el producto agrario, que fueron fomentadas también por los monarcas.104 El resultado de esas búsquedas no siempre fue exitoso, pero en general puede afirmarse que se realizaron notables avances y, en especial, a través de diversas publicaciones se fueron difundiendo las mejoras e inventos de las décadas previas. De cualquier modo, salvo en Inglaterra, esa difusión continuó siendo acotada: si exceptuamos algunas áreas más valorizadas cercanas a las grandes ciudades, o las explotaciones empresariales capitalizadas, el agro francés continuó, por ejemplo, siendo tributario de métodos arcaicos, lo cual, en buena parte, se debía sin dudas a la también arcaica estructura social, como lo notaban los publicistas de la época.105

102 Paucke, F. (1943-4), t. III, p. 177. 103 Un ejemplo en el uso del trillo, recomendado por un manual de labranza chileno traducido del francés, que proporcionaba mayores rendimientos y limpieza, pero muy impráctico por su escasa capacidad operativa (sólo podían trillarse una o dos gavillas a la vez). [Moll, Schlipf y otros] (1860), pp. 133 y s. 104 MacLachlan, C. (1988) 105 Sobre los métodos del agro francés, véase Derry, T. K. y Trevor H. Williams (2004), t. I.

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De esta forma, era posible observar la coexistencia aparentemente contradictoria de sistemas de explotación agrícola muy diferentes en cuanto a su intensividad, y más aún en lo que respecta a sus prácticas, acentuadas además por la heterogeneidad de recetas disponible. En algunos manuales agrícolas franceses, hacia 1765, continuaba preconizándose la rotación trienal, con un año de barbecho; sin embargo, en otras regiones de la Europa de esa época este último ya había comenzado a ser dejado de lado en favor de la alternancia de cultivos, en un proceso que hacia fines del siglo ya se había propagado en forma notable, al reducirse la superficie en barbecho a menos de la tercera parte de la que existía cuatro décadas atrás.106 Las técnicas propuestas por Jethro Tull en Inglaterra parecen haber comenzado a difundirse en forma más o menos sistemática en Francia recién desde mediados del siglo XVIII gracias a las obras de Duhamel du Monceau, bien que sus avances continuaron siendo muy lentos.107 Si insistimos aquí en la situación francesa es fundamentalmente porque los progresos tecnológicos del agro inglés, los más importantes y dinámicos de Europa, parecen haber comenzado a llegar a España, y luego de ésta a sus colonias, en esencia a través de la previa mediación de lo publicado en Francia. Desde algún tiempo atrás, los manuales y tratados franceses eran la base de los españoles; aparecían con cierta frecuencia en España las traducciones de la copiosa literatura agrícola francesa, muchas de ellas gracias al imprescindible apoyo gubernamental. Por ejemplo, el Cours complet d’agriculture, del abate François Rozier, fue tempranamente traducido y publicado en Madrid, entre 1797 y 1803, en dieciséis volúmenes con varias decenas de láminas; una empresa editorial de envergadura, que Manuel Godoy destacaba con orgullo entre la obra de gobierno de Carlos IV y a la cual se invitó a suscribirse a todas las municipalidades del reino, con orden de tenerla a disposición de sus habitantes.108 Se editaron o reeditaron asimismo muchas otras obras, tanto generadas localmente como traducciones de otras francesas recientes y antiguas. Incluso el autor del primer tratado agrícola español sistemático y moderno, Antonio Arias y Costa, 106 [Alletz, P. A.] (1765), t. I, p. 463; Slicher van Bath, B. H.(1978), pp. 370-71. 107 Duhamel du Monceau, L. (1753). Todavía en la década de 1770 se continuaban preconizando en Francia los métodos de Tull como si fueran una novedad. Véase Fréville, M. de (1774). 108 Esménard, J.-G. d’ (trad.) (1836), t. II, pp. 283 y ss.

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consideró adecuado someterlo al juicio de la Sociedad Real y Central de Agricultura francesa, en momentos en que la paz europea podría haberle permitido hacerlo a la Real Sociedad inglesa.109 Estas obras llegaban a las colonias: Pérez Castellano menciona haber utilizado algunos volúmenes del Cours de Rozier en su traducción española, y Manuel José de Lavardén poseía un ejemplar del Tratado de agricultura general de Joseph Valcárcel, compuesto en siete volúmenes sobre obras de M. Dupuy y otros autores franceses.110 Vieytes, como hemos tenido ocasión de constatar, basó también en algún momento sus recomendaciones periodísticas en obras de agrónomos franceses. De todas formas, el atraso relativo de la experimentación agrícola en la península ibérica, y por ende en sus colonias, era bastante importante, por lo que esa difusión de nuevas técnicas fue más lenta y difícil que en otras naciones europeas. En ese contexto, luego de la fundación del Virreinato del Río de la Plata y del planteamiento de la necesidad de llevar a cabo la demarcación fronteriza con los dominios portugueses establecida en el tratado de San Ildefonso, comienzan a llegar a Buenos Aires las misiones encargadas de establecer los límites de ambas coronas. Éstas estaban compuestas por algunos intelectuales de gran valor, cuya acción local trascendió ampliamente su cometido oficial. De esta forma, varios de ellos escribieron informes y descripciones del virreinato en los que se preocuparon especialmente de las condiciones económicas y del desarrollo agrario. Aquí sólo mencionaremos algunos de sus aportes relacionados con el progreso agrícola: “las obras de Félix de Azara, Diego de Alvear y Juan Francisco Aguirre contienen importantes análisis, entre ellos, uno de los más destacados es la puesta en evidencia de la variedad regional de las técnicas y de los atrasos relativos de éstas, particularmente visible en el norte del litoral, el Paraguay y Corrientes. Destacaron por otra parte el dinamismo de la zona conformada por la actual provincia de Entre Ríos y la Banda Oriental, y las particularidades de las áreas de frontera bonaerense. Además de ellos, otros miembros del equipo de demarcadores realizaron aportes importantes para el desarrollo agrícola local. Pedro Antonio Cerviño, por ejemplo, fundó la Academia de Náutica y fue redactor del Semanario de Agricultura, en el que se incluyeron 109 Arias y Costa, A. S. (1818), pp. vii-viii. 110 Pérez Castellano, J. (1914), passim; por ejemplo p. 577; Montoya, A. J. (1984), pp. 253 y ss.

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valiosos análisis de los diversos problemas que afectaban a la agricultura local, así como noticias sobre las innovaciones técnicas europeas más recientes. En 1778 Fernando Ulloa proyectó un arado de vertedera especialmente diseñado para los campos del Río del Plata.111 El sargento Francisco Arellano inventó en 1801 en Buenos Aires una máquina de limpiar trigo, sin dudas una aventadora similar a las tartanas que comenzaban a usarse en España en esos años, la cual “lo suministra despojado de toda inmundicia y polvo en cantidad necesaria para seis asientos que muelen 30 fanegas en doce horas, ahorrando por este medio 18 peones, que pagados a siete pesos cada uno al mes importan 126 pesos”.112 El virrey Avilés le concedió por ella un privilegio de fabricación por diez años, y el Consulado, un premio de cien pesos.113

Figura 13. Arado proyectado en 1778 por Fernando Ulloa para los campos del Río de la Plata. En Álvarez, J. (1910), p. 174

A la vez, si juzgamos por los testimonios, desde el último cuarto del siglo XVIII y hasta mediados de la década de 1810 se van afianzando ciertos intentos de mejoramiento y de inversión en tecnología en las áreas periurbanas y en sectores de aparentemente mayor rentabilidad: aparecen instrumentos más perfeccionados, se amplían las huertas de frutales, se introducen especies nuevas, comienzan a circular tratados de agricultura de uso común en Europa, y aun, al iniciarse el siglo XIX, surgen algunos autores locales, como Tomás Grigera y Joseph Pérez Castellano. Agregándose al listado de innovadores, en 1801 el irlandés

111 Álvarez, J. (1910), p. 174. 112 Correo Mercantil de España y sus Indias, 28 de octubre de 1802, pp. 147-8 de la reedición de la ANH. 113 Domínguez, L. (1870), pp. 325-6.

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Thomas O’Gorman presenta al Consulado de Buenos Aires unos arados de hierro, según él, muy convenientes para las labores y superiores a los conocidos.114 A partir de 1802 se publica en esa ciudad el Semanario de Agricultura, desde cuyas páginas se intentaba divulgar algunas técnicas nuevas de mejoramiento agrícola, además de una cierta cultura del trabajo contra los así llamados “vagos y malentretenidos” que por entonces, según muchos autores, infestaban la campaña. Antes y paralelamente, el Telégrafo Mercantil había difundido algunos importantes análisis de la situación de los productores y el comercio del trigo, así como multitud de noticias prácticas. Esos artículos, escritos por un reducido conjunto de publicistas, no necesariamente ligados con la dura labor cotidiana del mundo rural, circulaban sobre todo en la ciudad; lógicamente, nadie hubiera podido esperar que esas publicaciones llegaran a difundirse con amplitud entre una población rural mayormente analfabeta. Con todo, su papel más destacado (y con mucho el más fructífero) fue el de establecer órganos de mediación y de contacto entre los grupos y personas interesados en el progreso agrícola, así como con sus similares de la Península e incluso del extranjero. Los periódicos españoles citaban notas y datos de los rioplatenses, y proponían soluciones para los problemas allí planteados; en octubre de 1802, el Correo Mercantil de España y sus Indias publicaba por ejemplo una nota acerca de las dificultades que encontraba la cosecha del trigo en Buenos Aires, sacudida por una fuerte sequía, la sempiterna escasez de mano de obra y los estragos de las plagas, como el polvillo, del que ya hemos hablado. Acerca de éste, que el articulista supone ser el llamado tizón en España [Tilletia caries], proponía la introducción de semillas inmunes, analizadas por Valmont de Bomare y experimentadas en las cercanías de Madrid.115 Otra de las ventajas de esa circulación de información, y una muestra más del papel de esos mediadores impresos, es el comienzo de una lenta creación de conciencia acerca de la importancia de ciertos actores en la implementación de los avances técnicos. Hablando de un nuevo método de siembra del trigo, más complejo y largo que lo habitual pero que supuestamente daría grandes beneficios, que empleaba bastante 114 Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 185-6. 115 Correo Mercantil de España y sus Indias, 28 de octubre de 1802, pp. 147-8 de la reedición de la ANH.

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mano de obra y que por tanto sería muy adecuado a las explotaciones de tipo familiar en las que ese recurso abundaba, un articulista anónimo señalaba: “El hacendado, que no pocas veces cifra su fortuna en la cantidad y calidad de sus cosechas, es el que únicamente puede introducirlo en nuestros campos por su ejemplo”.116 El valor de esta cita está justamente en el papel asignado al hacendado, es decir, el empresario agrario según se lo entendía en la época, aquel que poseía un capital importante, que empleaba, por ser mejor negocio, en la cría de ganados pero que no por eso dejaba de incursionar en la agricultura. Ese hacendado supuestamente ilustrado debía, con su ejemplo, mostrar a las rutinarias familias de los labradores en pequeña escala cómo debían hacerse las cosas.117 Este tono exhortativo, dirigido hacia un grupo más lúcido y más pudiente que el resto, es bastante común a lo largo de esa publicación, así como lo es también en otras similares de la época; y es una sugerencia interesante acerca de cómo ese sector y su papel eran percibidos por algunos actores de entonces, aun cuando sobredimensionados en lo que respecta a los efectos de su accionar. Por otro lado, más allá de la real posibilidad de desarrollo de esos aspectos, la crisis revolucionaria introduciría en ese panorama una impasse muy notable. Pero, a pesar de todo, en las convulsionadas décadas que seguirían continuaron existiendo publicaciones que dedicaban parte de su espacio a propagar conocimientos útiles de técnica agrícola o reflexiones sobre problemas rurales. Deben destacarse al respecto, en Buenos Aires, el Correo de Comercio (1810-11), cuyo inspirador fue Manuel Belgrano; Los Amigos de la Patria y de la Juventud (1815-16), redactado por Felipe Senillosa; y La Abeja Argentina (1822-23), por Antonio Sáenz, el deán Funes, Manuel Moreno y otros notables. Algunos otros periódicos no dejaron tampoco de publicar artículos relativos al mejoramiento agrícola, perdidos sin duda entre las proclamas de los gobiernos revolucionarios y las noticias de los ejércitos en marcha; artículos que, en la década de 1820, van a ir adquiriendo algo más de utilidad práctica y profundidad de reflexión. Por ejemplo, El Centinela (1822-23), cuyos directores fueron Florencio y Juan Cruz Varela e Ignacio Núñez, publicó algunas noticias sobre nuevas formas de obtención de agua, apuntando a paliar su falta en la producción hortícola de la campaña; o El Correo Nacional, redactado por el general Antonio Díaz 116 Semanario de Agricultura, t. II, nº 74, 15 de febrero de 1804, p. 190. 117 Sobre la definición del término hacendado véase Fradkin, R. (1993).

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en 1826-27, que poseía una sección de estadísticas meteorológicas; en fin, el muy trascendente Argos de Buenos Aires, que publicó algunos artículos realmente notables respecto de temas agrícolas. En unos pocos periódicos en el interior también aparecieron perdidas notas del rubro, como en El Verdadero Amigo del País (1822-1824), o en La Ilustración Argentina (1849), ambos publicados en Mendoza, no casualmente una provincia cuya producción de trigos y harinas era muy importante en el contexto rioplatense, alcanzando a menudo la plaza porteña.118 En cualquier caso no parece que las mejoras difundidas por la prensa periódica urbana lograran mucho eco en la campaña, al menos en la más alejada de las urbes, y a veces aun ni siquiera en áreas vecinas a ellas. Brackenridge, con tono condescendiente, consideraba que la labor del Semanario de Agricultura porteño había sido “lo mismo que predicar las bendiciones de la salud a los enfermos de un hospital”: en su opinión, los temas tratados allí eran sumamente limitados y poco interesantes para un lector norteamericano, acostumbrado a mucha mayor profundidad, practicidad y debate.119 Estos poco laudatorios juicios parecen haber estado bastante cerca de la realidad: los principios e innovaciones técnicas que la crítica ilustrada intentaba difundir eran elaboraciones poco prácticas, y sólo muy escasamente llegaron a aplicarse.120 No se trataba sólo de que fueran procedimientos copiados de los tratados europeos y que podían tener en las pampas poca utilidad concreta, ni siquiera el contar con instrumentos de relativo impacto como la prensa periódica garantizaba la propagación de las medidas más razonables. La escasa cantidad de ejemplares impresos era no sólo un límite infranqueable sino además un indicio de la difícil penetración de esos mediadores nuevos en un mundo rural que tendía a la rutina; en el pueblo entrerriano de Gualeguay, el encargado de los impresos de Niños Expósitos sólo recibía hacia 1796-7 cincuenta “almanaks” además de unas pocas “cartillas, catones y catecismos”; su correspondencia no indica respecto de ello ventas precisamente entusiastas.121

118 Coria, L. A. (1999); Bragoni, B. (1999), pp. 43-45. 119 Brackenridge, H. M. (1988), t. I, p. 41. 120 Esto surge claramente al confrontar los artículos del Semanario con cualquier manual agrícola norteamericano de la época, por ejemplo el de Nicholson, J. (1814), con recomendaciones específicamente dedicadas a los agricultores del condado de Herkimer, en Nueva York. 121 Correspondencia de Antonio Joseph Dantaz y Jayme Gasset, en AGN IX-1810-11, Gasset y Tort. Correspondencia comercial y particular.

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Además, la mera distribución de impresos, que en todo caso ya constituía un avance significativo, no implicaba sin embargo la difusión concreta de nuevas técnicas y ni siquiera la existencia de ensayos, faltando además en el mundo rural de entonces grupos de sociabilidad de magnitud, recursos y estabilidad suficientes para poder experimentar correctamente y, llegado el caso, implementar innovaciones de alcance más vasto que las puramente locales. Así, incluso si pruebas puntuales efectuadas por individuos más esforzados o inteligentes daban buenos resultados, no era raro que, pasados apenas unos años desde la primera mención, esos avances se perdieran durante décadas sin lograr difundirse. Aunque en 1822, según un artículo publicado en La Abeja Argentina, se empleó en San Isidro, en las afueras de Buenos Aires, el método de bañar en cal viva los granos de trigo para preservarlos de las plagas, obteniéndose asimismo mayores rendimientos, en 1856 el periódico El Labrador Argentino, en un artículo dedicado al encalamiento de los granos, daba cuenta vagamente de que esa técnica “parece que alguna vez estuvo en uso en nuestro país”.122 En todo caso, en resignado inventario de los problemas con que tropezaba el “progreso” entre labradores demasiado toscos, el periódico recalcaba las dificultades que suponía aplicar el método correctamente: algunos paisanos apagaban la cal en agua, temiendo que, si la aplicaban viva, quemaran la semilla; le agregaban asimismo cenizas u orín, pero con ello no hacían sino abortar buena parte de los efectos preservantes de la cal. Es por otra parte muy lógico que este tipo de mejoras no alcanzaran sino a una parte menor de las empresas agrícolas, dado que los clásicos estímulos para la adopción de cambios realmente cualitativos no estaban presentes: la baja densidad demográfica, las dificultades del transporte y la disponibilidad de tierras implicaban, lejos de las grandes ciudades, costos muy altos para todo lo que supusiera un mayor grado de utilización de mano de obra por hectárea, por lo que la tendencia fue justamente tratar de amortizar ésta antes que experimentar métodos que llevarían sin dudas a un producto mejor, pero también de mayor costo. Por otra parte, considerando los modelos en los que se basaban todos estos actores, en esencia los países latinos de la Europa continental,

122 La Abeja Argentina, t. I, 15 de agosto de 1822, p. 99; El Labrador Argentino, t. I, julio de 1856, pp. 13-16.

132 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

no es de extrañar que el impacto de las novedades transmitidas desde los escritorios de los intelectuales fuera usualmente nulo. Como hemos dicho, también allí las notables experiencias y brillantes innovaciones trazadas en el papel por los teóricos de los siglos XVIII e inicios del XIX muy pocas veces llegaban a suministrar resultados prácticos. En buena parte del Viejo Mundo la nueva agricultura se abrió paso con mucha dificultad.123 Una cosa bien distinta sucedía en los Estados Unidos, donde en ese período comenzaban a abrirse a la agricultura las vastas tierras allende la cadena de los montes Alleghanys, o incluso en Inglaterra, donde el debate sobre los nuevos métodos agrícolas ganaba intensidad y profundidad desde mediados del siglo XVIII. En ambos sitios los agricultores más pudientes seguían con interés las innovaciones: libros, revistas y folletos circulaban profusamente entre ellos, teniendo incluso los gobiernos parte activa en su distribución. En definitiva, no es extraño que la adopción de técnicas agrícolas mejoradas no tuviera en la pampa la dimensión que los publicistas de la época deseaban con insistencia. Pero, de cualquier forma, tampoco pueden considerarse certeros juicios como los de Mariano Berro, quien afirmaba que desde las profundidades de la historia “hasta 1853, o en años próximos (...) no hubo variantes” en la técnica agrícola rioplatense.124 Por el contrario, los avances concretos de la técnica agronómica en el contexto pampeano entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX no fueron despreciables: las modificaciones se dieron sobre todo, primero, bajo la forma de una adaptación versátil de los viejos métodos para producir en las nuevas condiciones de ampliación de la frontera y, luego, bajo la incorporación de algunos instrumentos, procesos de trabajo y técnicas también nuevas, para continuar produciendo esencialmente lo mismo que antes, pero con mayor eficiencia, todo lo cual veremos con más detalle luego.

123 Slicher van Bath, B. H. (1978), pp. 353-355; Luelmo, J. (1975), p. 325. 124 Berro, M. (1914), p. 180.

Capítulo III Producción y comercio de cereales durante la primera mitad del siglo XIX

1. introducción

En este capítulo analizaremos los cambios que afectaron a la producción agrícola durante la primera mitad del siglo XIX, cuando la actividad, luego de la crisis revolucionaria, experimentó fuertes desafíos y debió hacer frente a traumáticas circunstancias de contexto. Diversos investigadores han remarcado que, a pesar del rápido desarrollo de la ganadería, primero vacuna y luego ovina, la significativa agricultura triguera tardocolonial no sólo logró continuar existiendo a lo largo del período independiente sino que se expandió, al menos en determinados lugares, e incluso se ha hablado de un boom triguero muy importante en partidos más alejados de las viejas zonas de ocupación durante las primeras décadas del siglo XIX.1 Se ha remarcado también, consiguientemente, la persistencia de los tradicionales actores ligados a ella, haciendo frente a condiciones operativas bastante más adversas que en el período anterior.2 Nadie podría poner en duda la ineficacia de las imágenes estereotipadas acerca del predominio de una “monoproducción” ganadera durante ese período; de todos modos, en nuestra opinión la existencia de núcleos agrícolas y de productores dedicados a la agricultura en el convulsionado y cambiante panorama de la primera mitad del siglo XIX no nos autoriza a pensar que se trate tan sólo de una persistencia y expansión

1 Gelman, J. (1998b), p. 95; Barsky, O. y Gelman, J. (2001), p. 107. 2 Fradkin, R. O. y Garavaglia, J. C. (2004), especialmente Introducción; Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 361 y ss., donde se retrata a los “campesinos” agricultores bonaerenses de la segunda mitad del siglo XIX afectados por multitud de factores de tipo económico y político pero sin articular respuestas creativas ante ellos, lo cual constituye al menos un contraste singular con la movilidad y versatilidad de las que esos actores habían hecho gala en el período anterior.

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de actores, de procesos y de una producción esencialmente idénticos a los del tardío siglo XVIII. Por el contrario, hay diversos elementos que marcan un consistente esmerilamiento de la vieja agricultura tradicional, y un lento pero concreto surgimiento de una actividad que, hacia las últimas décadas de la centuria, tendrá caracteres completamente renovados con respecto a su precursora del siglo anterior. El primero de esos elementos es que hoy resulta bastante claro que, a partir de inicios del siglo XIX, la agricultura se expandió con firmeza creciente sobre tierras nuevas cada vez más alejadas de los antiguos núcleos tradicionales de la actividad, situados a la vera de los grandes ríos y en zonas cercanas a ellos, bien regadas por diversos arroyuelos y cursos de agua. Ese movimiento, silenciosamente iniciado hacía ya varias décadas, adquirió cada vez mayor visibilidad a medida que transcurría la vida independiente. En Buenos Aires, el encarecimiento de las tierras de vieja ocupación y la posibilidad de poner en marcha explotaciones más rentables a través de un empleo extensivo de tierras baratas que compensara la creciente escasez del trabajo y del capital, derivaron en un lento proceso de desplazamiento del cultivo de cereales, primero hacia áreas periurbanas menos desarrolladas como las del sur de la capital, y luego hacia las zonas fronterizas cercanas al Salado. A la vez, en tierras multipropósito más ricas o mejor situadas, el cultivo del trigo perdió terreno frente al más alto rendimiento por hectárea de actividades más intensivas como la horticultura o la nueva ganadería moderna ligada al ovino. Este corrimiento en busca de tierras más baratas habría de continuar por largo tiempo, hasta alcanzar, en los primeros años del siglo XX, los límites del terreno por entonces cultivable en secano en la región pampeana. Al alejarse, en ese proceso, de las antiguas zonas agrícolas situadas a orillas de los ríos, las explotaciones comenzaron lentamente a crecer en extensión y, a la vez, a modificar sus métodos en aras de lograr resultados bajo los regímenes menos ricos en humedad propios de esas tierras nuevas. El muy lento desarrollo y aprendizaje de esas técnicas impidió, al menos en Buenos Aires, lograr resolver hasta muy tarde la ecuación económica más adecuada para un cultivo rendidor; entretanto, la competencia de los rubros más dinámicos, la ganadería vacuna y en especial ovina, constituyó un desafío realmente significativo, en tanto en su impetuoso desarrollo absorbían los capitales disponibles y llevaban a incrementos en el precio de la tierra mucho más rápidos que los aumentos

producción y comercio de cereales 135

relativos de la productividad agrícola. Por lo demás, el alargamiento de las rutas de comunicación significó para la agricultura la necesidad de competir, por la llegada a los principales mercados concentradores o consumidores, en condiciones mucho menos favorables con los cueros o la lana, bienes de volumen y características más adecuados para los elementales y lentos transportes disponibles, de muy limitada capacidad de almacenaje. Recién la llegada del ferrocarril habría de compensar, para la producción cerealera, esta fuerte externalidad negativa. El segundo elemento que nos indica el proceso de transformación que sufrió la actividad durante la primera mitad del siglo XIX es la difusa aparición de actores nuevos ligados a ella, y de cambios significativos en los tradicionales. Si bien podríamos rastrear en el siglo XVIII antecedentes y aun ejemplos de muchas de esas características, lo que ocurre en el XIX es que las mismas parecen al menos afirmarse y definirse mejor. Los antiguos productores agrícolas, en esencia pequeños y medianos labradores familiares, comenzaron a ser acompañados por otros que cada vez más difícilmente encajarían en la denominación de “campesino”, que ha sido con frecuencia utilizada para caracterizar a aquéllos, de por sí poco o nada parecidos al clásico campesinado europeo o hispanoamericano de la misma época. En primer lugar, la tendencia hacia una mayor dedicación agrícola en las explotaciones familiares ya no será siempre la norma; tanto en las áreas de vieja como de nueva ocupación muchos labradores de dimensión pequeña y mediana irán asomándose en la medida de sus posibilidades a los rubros más dinámicos, en parte para lograr aumentos de productividad que contrarrestaran la situación cada vez más incierta de la producción agrícola, en parte porque ello significaba simplemente ampliar la exposición en actividades que de cualquier modo nunca les habían sido completamente ajenas. La ganadería ovina, presente desde siempre en las unidades productivas familiares pampeanas, se encontraba ahora pautada por la conveniencia de las nuevas salidas mercantiles que le estaban abiertas; el ingreso en la producción refinada no necesariamente habría de ser en ello un impedimento. Por un lado, aun la lana de menor calidad seguía concentrando parte importante de esa demanda que se ampliaba; por otro, el mejoramiento de los rebaños podía perfectamente comenzar por cruzas simples con animales criollos de mejores rendimientos; y, por fin, una de las claves principales de la incorporación de mejoras, tanto en la infraestructura

136 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

como en el manejo del rebaño, sería justamente la disposición de mano de obra, que las explotaciones familiares poseía Por otro lado, las cada vez más inciertas y erráticas condiciones de realización de los productos agrícolas, cuyas causas veremos luego con algo más de detalle, fueron impulsando, en las áreas tradicionalmente ligadas al cultivo de cereales aunque quizá no exclusivamente en ellas, el desarrollo de una capa de arrendatarios más atenta a las condiciones de realización del producto, que ampliaba o reducía su superficie cultivada según las expectativas del mercado, pautadas por alternativas tan disímiles como la disponibilidad relativa de mano de obra o la tasa de depreciación del papel moneda. Se precavían así de algún modo frente a problemas generados por multitud de factores que nadie hubiera podido controlar, adaptándose en lo posible a esas condiciones inseguras y aprovechando al mismo tiempo los ciclos de aumento de precios del trigo, que, dado el peso creciente que tendrá la llegada de harinas extranjeras, comenzarán también a ser afectados cada vez con mayor claridad por los ritmos del mercado externo. Así, es muy probable que en ciertas coyunturas de interdicción del tráfico atlántico esos ciclos hayan determinado cambios de magnitud en los precios relativos, con momentos de alza en los de los cereales y paralela depreciación del valor del ganado; por lo demás, continuaron como siempre presentes los momentos de liquidación de stocks por efecto de sequías, que habrían de derivar en mayor disponibilidad de tierras para una eventual expansión agrícola, y en precios también altos para los granos. Es de apuntar que igualmente en esto la heterogeneidad debió ser la norma: aquellos productores que, por suerte o por contactos políticos, lograban conservar o captar una proporción mayor de fuerza de trabajo en medio de los reclutamientos que diezmaban las cuadrillas de labradores y peones, estaban obviamente en mejores condiciones que otros para aprovechar las coyunturas. Además de ello, tampoco los grandes productores agrícolas de la primera mitad del siglo XIX eran los mismos que los dueños de las chacras trigueras mercantiles de tiempos de la colonia. Éstas ya no podrían contar como antaño con una fluida disponibilidad de mano de obra de bajo costo de oportunidad provista por los esclavos, cuyo número desde 1813 descendió con rapidez, en parte también por manumisiones y enganches para los ejércitos. La nueva situación puso a esas explotaciones frente a desafíos realmente complejos, que muchas resolvieron arrendando parte

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de sus tierras a productores más pequeños, quienes se encontraban en mejores condiciones operativas para el ingreso en el rubro agrícola por la mayor versatilidad ligada a su tamaño y a esa forma de tenencia, y sobre todo por la proporción de fuerza de trabajo familiar con que contaban. Por lo demás, parte quizá sustantiva de la superficie de esas antiguas grandes chacras fue también reconvirtiéndose a actividades más rentables, como el ovino, y el mismo crecimiento de las ciudades fue facilitando la transformación de ellas en espacios de invernada, horticultura y otras actividades similares. Pero lo que resulta más interesante es que aparecen aquí y allá, y no sólo en Buenos Aires, ciertos grandes productores ganaderos, por otra parte a una escala mayor que nunca con respecto a lo antes conocido, que también incorporan agricultura cerealera en sus establecimientos. Si bien, dada la inmensa magnitud de la inversión en ganado, esas incursiones agrícolas podrían parecer muy menores en el producto total por unidad, de todos modos son cualitativa y aun cuantitativamente muy significativas, como veremos en su lugar. No es extraño, por otra parte, que ellos, en tanto productores agrícolas, estuvieran en mejores condiciones que cualquier otro para realizar inversiones, incorporar mejoras y continuar ampliándose, lo cual no era precisamente un factor despreciable en tiempos de aguda escasez de capital. Además, el mismo ingreso en los rubros más rentables aseguraba respaldo ante las contingencias propias de la actividad agrícola en esos tiempos de inestabilidad. Pero quizá más importante aun es que, habiendo avanzado previamente buena parte de ellos con sus explotaciones ganaderas sobre las tierras nuevas de las fronteras, hayan volcado también algo de esas tierras lejanas al cultivo de cereales, y no necesariamente sólo para consumo propio o local. Es decir, no hicieron con ello sino replicar en la agricultura, y no siempre tan sólo a modo de ensayo, las condiciones de extensividad que buenas ganancias debían darles en su actividad principal ganadera. En parte como consecuencia de esos procesos, el mercado triguero de Buenos Aires fue a su vez, desdoblándose: por un lado, los trigos de las zonas productoras tradicionales, en especial los del norte bonaerense, continuaron ocupando parte sustancial de él y marcando pautas de calidad; pero, por otro lado, comenzaron a ser asediados por los rústicos y duros trigos de las fronteras, cuyo costo, mucho menor, les permitía competir en buen pie con aquéllos e incluso a veces con los trigos

138 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

y harinas importados, a pesar de los altos gastos de transporte. Este desdoblamiento es una muestra muy elocuente de los cambios que habían comenzado a gestarse, y constituye también un indicio del atractivo y posibilidades que la producción cerealera destinada al gran mercado porteño podía ejercer por momentos, incluso a distancias relativamente considerables, a pesar de todos los inconvenientes que éstas pudieran interponer. Es obvio que todas esas transformaciones tuvieron causas muy concretas. En este aspecto, y más allá de influyentes circunstancias puntuales, algunos de los factores clave que se presentan en el panorama agrario del período son, en primer lugar, la alta conflictividad, pautada por luchas intestinas y externas, levantamientos, levas y multitud de otros fenómenos similares, que interrumpían abruptamente los procesos productivos y prodigaban a menudo destrucción física de bienes y personas. En segundo lugar, se encontraba la creciente dificultad y carestía del financiamiento, ligadas tanto a problemas monetarios y fiscales como a un también creciente aumento de los costos de instalación de las empresas, al menos en las áreas más antiguas. Hemos mencionado ya factores como el fin de la esclavitud, que agudizó y complicó aun más los problemas en la disponibilidad de mano de obra acarreados por el reclutamiento para los ejércitos en lucha; y, por otra parte, si bien el de la ciudad de Buenos Aires no perdió nunca su papel de principal mercado cerealero del área, la irrupción de harinas y trigos extranjeros fue reduciéndolo para la producción local, si no en términos absolutos, sí en proporción al resto de los centros de consumo provinciales. Éstos, a su vez, fueron surgiendo y creciendo al calor de la ampliación de la línea de fronteras y el aumento de la población rural (mayor aún que el de la ciudad), y fueron constituyéndose de ese modo en núcleos alternativos para la absorción de los cereales producidos en la campaña. Tenemos allí el otro aspecto clave de la evolución de los mercados del trigo en el Río de la Plata de la primera mitad del siglo XIX: paralelamente al aumento sustantivo de la proporción de habitantes en las campañas, consecuencia lateral de la expansión sobre áreas de frontera, el crecimiento de los núcleos poblados conllevó el de los abastos destinados al consumo en ellos. En el presente capítulo pasaremos revista al impacto de las nuevas condiciones de la economía rioplatense sobre la actividad agrícola, estudiando la evolución del principal de los mercados de trigo, el de la ciudad de Buenos Aires, y las repercusiones de esas nuevas condiciones

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sobre los productores. En el capítulo V veremos con mayor detalle los cambios producidos en el planteamiento productivo de la actividad, y las innovaciones que se introdujeron en él para darles respuesta adecuada.

2. la producción cerealera y los cambios en la economía rioplatense a partir de la revolución

Una de las modificaciones más fuertes experimentadas por el agro pampeano con la llegada del siglo XIX fue la expansión de la ganadería, motivada como hemos dicho antes por el proceso de apertura comercial externa, facilitada por el nuevo contexto local e internacional y afianzada desde mediados de la década de 1810 por los avances sobre la frontera indígena. La agricultura, en tanto negocio, no podía ofrecer una rentabilidad similar en esas condiciones, por lo que, más allá del papel que desempeñó en el avance sobre las fronteras, incluso en las áreas de “pan llevar” cercanas a las grandes ciudades comienzan a experimentarse los efectos del impacto cada vez mayor de la demanda externa sobre la economía, pautando cambios de orientación en las explotaciones. Pérez Castellano resumía tales cambios con tristeza ya en 1814: los saladeros proliferaban en las antiguas zonas de chacras; mantenían, sin espacio suficiente, tropas de ganado de incluso mil animales o más, los cuales, en esas extensiones sin cercados, daban pronta cuenta de los cultivos de las explotaciones vecinas, ensuciaban las aguadas, consumían los pastos y constituían una molestia constante. Los dueños de hornos de ladrillo, que la rápida expansión de las construcciones multiplicaba por doquier, hacían lo mismo con las mulas que utilizaban para elaborarlos, y el pobre chacarero no podía hacer ante todo ello más que “callar y sufrir”. Su queja podría repetirse por muchos, y no sólo en ambas bandas del Plata.3 3 Pérez Castellano, J. (1914), p. 495; también Beck Bernard, Ch. (1865, p. 190 y ss.; 1872, pp. 60-61); Informe de Theodorick Bland a John Quincy Adams, Baltimore, 2 de noviembre de 1818, en Manning, W. R. (1930-32), t. I, pp. 464-5. Véase un ejemplo temprano en el informe del regidor José Luis Cabral en cabildo del 20 de diciembre de 1794, transcripto en Kröpfl, P. F (2005), p. 36; la misma situación en el norte bonaerense de 1816 en Segurola, Saturnino, “Papeles curiosos pertenecientes a varios asuntos de esta provincia de Buenos Aires: Partido de San Isidro”, en Kröpfl, P. F. (2005), p. 72; también Arauz, T. (1859), p. 29.

140 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

La crisis política y la caducidad de las viejas formas estamentales de representación habrían de agregar nuevos problemas a ese panorama, alejando a la vez las viejas maneras de intentar solucionarlos; los cabildos, tradicionales defensores de las áreas agrícolas, verían primero considerablemente mermado su poder, caducando éste en forma generalizada a inicios de la década de 1820. Así, la franca apertura de la economía rioplatense a los ritmos del mercado exterior fue modificando aceleradamente las condiciones productivas y el mismo paisaje suburbano, al menos en las más grandes ciudades. Pero no sólo en ello afectó a la producción agrícola: debemos agregar la competencia de las harinas importadas, que pronto darían cuenta de buena parte del mercado local, y las dificultades que experimentó la agricultura como actividad en lo que hace a la ecuación económica del negocio, como veremos en breve. Por lo demás, todo eso no constituía sino una parte de los factores que habrían de afectar al rubro en la difícil primera mitad del siglo XIX. Desde la década de 1810 la actividad agrícola enfrentó nuevos problemas, entre los cuales se encontraba principalmente la ominosa presencia de la guerra. En primer lugar, la propia destrucción física de bienes y personas en los teatros de la guerra, que trastocaba los procesos productivos, disminuía la capacidad de generación de bienes y evaporaba en instantes largos años de inversión y de trabajo. “Todo está trastornado”, decía el notable santafesino Miguel Ignacio Diez de Andino en una carta a su hija escrita en el duro invierno de 1819; si bien en general la ciudad no había sufrido demasiado en las luchas de los días precedentes, las campañas circundantes habían sido taladas por las tropas y las fortunas parecían haberse evaporado en los saqueos. “Acá en casa no hemos padecido detrimento, pero las estancias de San Miguel las han concluido los ejércitos de una y otra parte.” Entre otros desgarradores testimonios, el diario llevado por Andino es un elocuente registro de las vicisitudes personales sufridas por los trabajadores de su chacra.4 En 1828, el viajero Alcides D’Orbigny tenía todavía ante sí un paisaje devastado: “Aunque la tierra produce trigos superiores, ese género de cultivo está abandonado (…) debido a la poca estabilidad de los gobiernos y a la escasa seguridad ofrecida a los agricultores”.5

4 Manuel Ignacio Diez de Andino a su hija, Santa Fe, 4 de julio de 1819, en AGPSF, Diez de Andino, 9-I, fs. 23 r. a 24 r.; diario manuscrito de Miguel Ignacio Diez de Andino, en ibid., carpeta 17, por ejemplo fs. 5 r. 5 D’Orbigny, A. (1945), t. II, p. 489.

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Las levas derivaban casi siempre, para las explotaciones familiares, en la ausencia obligada de uno o varios miembros varones, entre los cuales incluso se encontraba frecuentemente el titular y director de la explotación, con lo que se desorganizaba la producción, se cortaban las líneas de financiamiento y se interrumpían las labranzas programadas; quienes quedaban, sólo muy dificultosamente podían hacerse cargo de la totalidad de las labores, y a menudo ni siquiera lograban conseguir completarlas. Para las explotaciones que contrataban trabajadores, la guerra derivó en una mayor carestía de la mano de obra, pautada no sólo por el reclutamiento de algunos de los peones de residencia local sino también por la retracción de parte de los contingentes que llegaban desde el interior para colaborar en las cosechas, lo que hacía subir aún más astronómicamente los costos de éstas, ya de por sí elevados. Las quejas al respecto forman un coro recurrente, desalentador y universal, sea cual sea el lugar de residencia o la posición social de los afectados, y se distribuyen por doquier durante largas décadas casi a partir de los años de conflicto bélico y político que se inician con la Revolución, no decayendo sino ya muy avanzado el segundo cuarto del siglo, y en todo caso recomenzando junto con cada aumento en la conflictividad. El cabildo de San Juan se quejaba en julio de 1812 de las dificultades que traía la conscripción; el pueblo, afirmaba, “depende de uno que otro ramo de la agricultura en que se ocupa (…) la falta de agentes [lo] tiene reducido (…) a un escaso cultivo, y que a no ser [por] la mucha esclavatura, y algunos que vienen de fuera a emplear sus brazos, se perdería la mayor parte [de las cosechas]”.6 Sin dudas con algo de exageración, pero dando cuenta de una realidad, el porteño Miguel Esteves Saguí recordaba los crueles efectos de las reclutas de Rosas en los aciagos años de los Libres del Sur: “Los pobres labradores de la costa y de las cercanías, la gente más morigerada y trabajadora que proveía a los mercados y plazas (…) fueron alzados, sin importarle a Rosas las funestas consecuencias. Algunos de esos infelices, enemigos del acero, si no era para la reja de sus arados, huyeron y se refugiaron en las islas del Paraná (…) allí eran perseguidos, y si caían en manos de los satélites crueles de Rosas, tanto peor para ellos: no había medio, o servir de soldado o huir abandonando hogar, familia e industria. Muchos de 6 Transcripto en Segreti, C. S. A. (1980), p. 38.

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ellos pudieron salvarse asilándose en la Banda Oriental; pero allí también el fusil o el sable los aguardaba para defender su existencia contra las fuerzas de Rosas…”. Con pesar, indicaba que la ominosa presión del reclutamiento era una de las causas principales de que muchos servicios básicos pasaran a ser prestados por extranjeros, quienes estaban exentos de aquél.7 Por lo demás, la decadencia de la esclavitud a partir de las manumisiones por servicios en la guerra, la libertad de vientres dictada en 1813 y la sucesiva prohibición del tráfico, no sólo hicieron aumentar progresivamente los costos de producción de las chacras periurbanas más capitalizadas, sino que permearon de inestabilidad el planteamiento de la explotación, toda vez que incluso los cuadros directivos de esas chacras, antes ocupados por esclavos, debieron ser confiados a trabajadores libres, a quienes había que pagar costosos salarios y cuya movilidad no estaba constreñida por ningún impedimento legal, por lo que no cabía esperar de ellos que se hicieran cargo de las tareas con la misma regularidad y certidumbre que podía esperarse de un esclavo. Por otro lado, esa primera mitad del siglo XIX estuvo marcada por fuertes sequías, las cuales contribuyeron al alza de los precios del grano en momentos puntuales que podían sin embargo durar años, alzas sólo en parte mitigadas por las importaciones provenientes tanto del interior como de ultramar. En ese contexto, las importaciones, especialmente ultramarinas, habrían de ser una presencia recurrente en el mercado porteño hasta la década de 1870: si bien, como veremos más adelante, es materia opinable que los productores locales hayan resultado perjudicados en medida importante por esa oferta extranjera, y ésta en todo caso comenzó a llegar con posterioridad al inicio de las dificultades de esos productores, de cualquier modo la competencia de la harina importada impuso, al menos en algunos segmentos y en algunos momentos, límites claros a la expansión de los precios, y por consiguiente a la rentabilidad de los agricultores rioplatenses. Así, no es extraño que fuertes alzas y bajas signaran a la producción agrícola bonaerense, durante la primera mitad del siglo XIX, en un panorama que podría extenderse a otras provincias.

7 Esteves Saguí, M. (1980), pp. 62-3.

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Figura 14. La plaza del mercado de Buenos Aires hacia fines de la década de 1810. En Vidal, E. E. (1820), e/pp. 22-23.

De todos modos el propio crecimiento de las ciudades posibilitó la creación de nichos de demanda para ciertos productos en particular, así como de un horizonte de consumo significativo para la producción hortícola, forrajera e incluso cerealera. Hacia mediados del siglo estos rubros estaban en franca expansión, como lo demuestran los estudios efectuados sobre áreas periurbanas, en especial de Buenos Aires.8 Además, los avances sobre la frontera, concretados a partir de mediados de la década de 1810, derivaron en la formación de nuevos núcleos poblados y, por consiguiente, en centros de producción y consumo de granos y horticultura cuya dimensión también fue creciendo a lo largo del tiempo. A diferencia de las restantes provincias pampeanas, en Buenos Aires esos avances sobre la frontera fueron sustanciales y tempranos, seguidos además por un aumento poblacional también importante; pero, por la lejanía relativa a sus mercados, la falta de medios de transporte, la escasez de agua y de pastos adecuados, fue sin dudas una producción ganadera vacuna muy extensiva la que más se benefició de las posibilidades que ofrecían las nuevas tierras conquistadas al indígena. Esta ganadería efectuó crecientes y considerables aportes a los productos de 8 Por ejemplo Ciliberto, V. (2004).

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exportación; en contraste, la agricultura apenas pudo seguirla bastante de atrás, aprovechando en todo caso los momentos de alzas de precios para colocar porciones de su producto en el gran mercado urbano, Buenos Aires. Entretanto, en las áreas de antigua ocupación al norte del río Salado, a la agricultura tradicional y la ganadería vacuna de presencia cada vez más evidente desde fines del siglo XVIII, se fue agregando sobre todo a partir de inicios de la década de 1830 una producción ovina de carácter renovado; comenzada a escala modesta sobre planteles criollos, incorporó pronto animales refinados para constituirse, hacia mediados del XIX, en la principal actividad de las estancias. Para esos años se aceptaba como un hecho dado que las tierras mejor situadas con respecto al mercado urbano debían combinar la ganadería ovina y la agricultura; Carlos Pellegrini proponía en 1853 que en Buenos Aires se declararan “terrenos de chacra, más propiamente de lana y pan, toda el área contenida en un radio de veinte leguas alrededor de la capital”.9 La creciente inmigración europea contribuyó asimismo a su desarrollo, al suplir la demanda de mano de obra especializada.10 Durante las tres primeras décadas que siguieron a la revolución, entonces, la agricultura sufrió no sólo los avatares de una situación política incierta sino también los derivados de la competencia de los rubros más dinámicos. Es eso lo que explica el lento desarrollo de la superficie cultivada, que aumentó a un ritmo mucho menor que el del incremento poblacional. Se trata de un fenómeno destacable además porque no estuvo exenta de él incluso la campaña bonaerense, cuya población creció con bastante mayor rapidez que la correspondiente a la ciudad; mientras que, en las provincias litorales, la ganadería que logró por fin volver a expandirse luego del impasse provocado por las guerras no parece en modo alguno haber sido acompañada por un desarrollo agrícola que al menos la siguiera con retraso. En determinados momentos, incluso las ciudades costeras de Santa Fe o Entre Ríos pudieron aprovisionarse de harinas extranjeras, cuyo costo, por el más conveniente flete fluvial, resultaba competitivo respecto de la producción mendocina o cordobesa. A continuación iremos repasando con mayor 9 Pellegrini, C. (1853a), p. 33. Subrayados del original; también Pellegrini, C. (1853b), p. 34. 10 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).

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detalle los ciclos del mercado de cereales bonaerense, intentando relacionarlo con los cambios que afectaron a los productores y con el claro momento de ruptura que comienza a visualizarse hacia la década de 1840.

3. el comercio y el mercado cerealero porteño en la primera mitad del siglo xix 3.1. la coyuntura revolucionaria

Los difíciles momentos políticos y bélicos que experimentó el espacio rioplatense a partir de inicios del siglo XIX constituyeron un grave desafío a la producción agraria y a sus mercados. Las invasiones inglesas primero, y luego cambios políticos y la guerra, dislocaron los frágiles circuitos de comercialización y trastocaron la relativa paz de los productores, siempre necesitados de ella para encarar en condiciones más o menos previsibles el ciclo regular de las tareas de siembra y cosecha. La desorganización de los circuitos de transporte y de los procesos productivos derivados de la movilización y, en el teatro de las luchas, la propia destrucción física de infraestructura y la pérdida de los animales necesarios para la producción llevaron al planteamiento de problemas para el abasto urbano, complicados en algunos momentos por disturbios, asonadas y conflictos en los propios centros poblados, circunstancias que por su mayor eco político han quedado más ampliamente registradas por la historia. Sin dudas el mercado cerealero de la ciudad de Buenos Aires reflejaba con particular sensibilidad la incertidumbre de esas coyunturas, ampliando el efecto que éstas tenían en los lugares de producción; un indicio de ello, más allá de ciertas reservas metodológicas, lo tenemos en las diferencias entre las series de precios del trigo en la ciudad, elaboradas por Johnson, y las de Garavaglia, correspondientes a la campaña, que suben sustancialmente en la primera década del siglo XIX, siendo especialmente notables en ciertos años críticos, como 1806, 1809 y 1811.11

11 Johnson, L. (1992), pp. 170-1; Garavaglia, J. C. (1995), pp. 103-4.

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Gráfico 2 Precios promedio del trigo en la campaña bonaerense y en la ciudad, 1776-1826, en reales por fanega 80 70 60 50 40 30 20

Campo

1826

1806 1808 1810 1812 1814 1816 1818 1820 1822 1824

1794 1796 1798 1800 1802 1804

1788 1790 1792

1784 1786

1780 1782

0

1776 1778

10

Ciudad

Fuente: Johnson, L. (1992), pp. 170-1; Garavaglia, J. C. (1995), pp. 103-4. Los precios promedio del trigo en la campaña fueron obtenidos por Garavaglia a partir de inventarios correspondientes a diversos partidos, y por tanto no reflejan proporcionalmente las distancias de esos partidos con respecto a la ciudad.

Por otra parte, el ahogo fiscal de los gobiernos revolucionarios y la propia dinámica de la lucha que emprendían los llevaron a imponer fuertes “contribuciones” a los panaderos, sector especialmente vulnerable en ese sentido no sólo por haber entre ellos muchos propietarios de origen español, discriminados por razones políticas, sino sobre todo porque en razón de ocuparse de un rubro de consumo masivo constituían agentes muy apropiados para disfrazar el carácter regresivo de estas imposiciones, que, por el necesario traslado a precios, eran finalmente pagadas por grandes sectores de la población, sobre todo por los más pobres. Las contribuciones se fijaron ya desde el inicio en forma regular, a pagar anualmente y en cifras muy altas; hacia 1817 la suma de imposiciones sobre el consumo de pan y sobre los panaderos constituía el segundo rubro más importante de los ingresos de la comuna porteña, con casi el

producción y comercio de cereales 147

28% del total.12 Estas imposiciones, y la reciente libertad de comercio, implicaron que fuera cada vez más conveniente exportar el grano o la harina en vez de venderlos en el mercado interno, fenómeno creciente y no despreciable según los números disponibles, pero que en todo caso era además un efecto de la demanda de los puertos de la Banda Oriental, cuyas campañas estaban siendo taladas por la guerra, antes que consecuencia de una mayor eficiencia relativa en la producción de granos que pudiera gozar Buenos Aires con respecto a otras economías cerealeras de ultramar. Los picos de los envíos de harinas al exterior se ubican ya entre 1812 y 1813; su rápido descenso no fue sin embargo acompañado por los del trigo, del que en 1817 se embarcó al exterior al menos el equivalente a 18.000 fanegas, además de una apreciable cantidad de galleta.13

Cuadro 6 Exportación de harina desde el puerto de Buenos Aires, 1810-1818 Año 1810 1811 1812 1813 1814 1815 1816 1817 1818 Fuente: Montgomery, R. (1978) p. 59.

12 Garavaglia, J. C. (1991), p. 28. 13 Ibid., p. 26.

Quintales 160 100 13,639 24,946 8,122 6,506 872 420 -

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Figura 15. El panadero. Litografía de César H. Bacle, 1834. En [Bacle, C.H.] (1947)

La conjunción de todos esos problemas con los por otra parte siempre amenazantes avatares climáticos llevó el precio de los granos a trágicas alzas que culminaron hacia 1817-1818 con una crisis de subsistencias de grandes proporciones: el primero de esos años una mala cosecha llevó los precios internos del grano a niveles astronómicos, debiéndose finalmente optar por prohibir la exportación, medida levantada apenas a inicios de diciembre, en vísperas de la nueva recolección.14 La crisis se agudizó sin embargo el año siguiente al agregarse, además, el fuerte aumento en los precios de la carne, el otro rubro importante del consumo masivo, que derivó en la interrupción compulsiva de la producción de los saladeros hasta fines de 1819.15 Tal cúmulo de problemas tuvo su correlato en una muy conflictiva situación política, y acaso estuvo entre sus causas: como se recordará, 1820 fue un año particularmente difícil 14 La noticia en Gazeta de Buenos Ayres, t. V, nº 48, sábado 6 de diciembre de 1817, p. 275 de la reimpresión. 15 Montoya, A. J. (1971), pp. 141 y ss.; Carrazzoni, J. A. (1997), pp. 209 y ss.

producción y comercio de cereales 149

para Buenos Aires, con el derrumbe del Directorio y del poder central heredado del virreinato, seguidos por una breve anarquía luego de la oprobiosa derrota a manos de los ejércitos gauchos del litoral.16

3.2. las décadas de 1820 y 1830: un equilibrio inestable

Cuando, luego de 1821, se logró por fin exorcizar buena parte de los fantasmas de la guerra y el desorden, los problemas para la agricultura rioplatense no habrían sin embargo de terminarse. Ese año y el siguiente, fuertes lluvias e inundaciones afectaron implacablemente las cosechas; la seria ofensiva indígena sufrida también en 1821-23 en áreas donde la frontera se había expandido en años anteriores provocó asimismo terribles trastornos, que repercutieron en el abandono y destrucción de cultivos.17 Pero, mucho más importante, además de estos factores coyunturales otros nuevos de largo plazo comenzaron a mostrar en esos años su real dimensión, oculta hasta entonces por la inestablidad y complicaciones de la guerra. Uno de los mayores al respecto fue la política financiera de los nacientes estados provinciales y sus efectos sobre la oferta monetaria. Los años de lucha dejaron como herencia fiscos exhaustos y siempre hambrientos de fondos; el debilitamiento o la pérdida de los vínculos con el Alto Perú y la crisis de la minería en esa región, así como el déficit de la balanza de pagos, implicaron una crónica escasez de metálico y por consiguiente de medios de pago, tanto en Buenos Aires como en el interior, aunque no en la misma medida en cada plaza. Diezmadas las grandes fortunas mercantiles en medio de la guerra, los márgenes de ganancia de los negocios se vieron reducidos o cuando menos se volvieron mucho más aleatorios, afectados por la acción disruptora de los nuevos agentes y prácticas traídos por el comercio libre y por el desbaratamiento del viejo sistema de intercambios. Esto potenció el retraimiento de la oferta de crédito, tradicionalmente sostenida por grandes comerciantes; a la par, las instituciones eclesiásticas, otro oferente clásico de financiamiento, sufrieron acerbamente por los cambios políticos, y vieron erosionarse con rapidez no 16 Halperín Donghi, T. (1985), pp. 128-131. Los impuestos sobre el pan habrían de irse moderando o eliminando a partir de 1821, circunstancia celebrada por el Boletín de la Industria, nº 3, miércoles 29 de agosto de 1821. 17 Montgomery, R. (1978), pp. 37-38; un testimonio de los malones del período 1821-1823 en García, P. A. (1969b), pp. 475 y ss.

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sólo su prestigio sino además sus rentas, afectadas por fuertes caídas en la recaudación de los gravámenes destinados al sostenimiento del culto, así como por la reticencia de quienes antaño les confiaban sus fondos en depósitos a interés.18 Todo ello, unido a la escasez monetaria, la presión fiscal y la incertidumbre, derivó necesariamente en un mayor costo del dinero, siendo éste imprescindible para poner en marcha emprendimientos agrícolas quizá con mayor intensidad aún que en otros rubros productivos. Esta situación adquirió un carácter crítico toda vez que, gracias a una particular coyuntura de precios, la rentabilidad en ciertos rubros se volvía atractiva; pero, una vez pasada la euforia, ese alto costo del dinero podía fácilmente llevar a la quiebra a muchos empresarios. En Buenos Aires, la expansión de la frontera fue creando nuevas oportunidades para el planteamiento de negocios rurales, pero dada la cada vez mayor distancia entre esas zonas nuevas y el gran centro de consumo, comercialización y puerto exportador que era la ciudad capital, es evidente que la ganadería estaba en mejor posición competitiva que la agricultura para acceder a ese gran mercado, trabada por los altos costos de los fletes. Si bien la eliminación de los diezmos favoreció la producción de granos, el fin de la esclavitud terminó, como hemos dicho, con una fuente de mano de obra de menor costo y mayor estabilidad que la provista por los asalariados, y que resultaba clave en las grandes chacras mercantiles y en los cultivos comerciales encarados por las estancias. La cantidad de esclavos por unidad productiva decreció con rapidez a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, a partir del inicio de la política de redención limitada y progresiva encarada por los gobiernos patrios, desapareciendo en la práctica aun antes de la liberación definitiva consagrada en la Constitución de 1853.19 Consiguientemente, los tradicionales problemas por la falta de mano de obra se agudizaron, sobre todo cuando un nuevo conflicto bélico implicaba movilizaciones, y si bien en Buenos Aires parece haber habido menos dificultades, en Santa Fe y Entre Ríos, teatros de guerra civil por largos años, muchos establecimientos fueron saqueados y destruidos por los ejércitos, y peones y esclavos, obligados a servir como soldados. En medio del esfuerzo y las zozobras de la guerra, a menudo la única forma en que un productor rural podía obtener trabajadores era solicitándolos al caudillo provincial. El 18 Di Stefano, R. (2004), pp. 134 y ss. 19 Garavaglia, J. C. (1999a).

producción y comercio de cereales 151

otorgamiento a los milicianos de licencias o permisos para ir a levantar la cosecha o para asalariarse y subvenir así a las propias necesidades se transformó en esos territorios convulsos en un complemento lógico de los certificados de empleo, o “papeletas de conchabo”, formando así parte del complejo edificio de control social imprescindible para seguir produciendo riqueza en medio del caos; y contribuyó a afianzar el papel de los nuevos dueños de la política local, quienes a su vez encontraron en la protección a los ocupantes de tierras fiscales o privadas una moneda de cambio adecuada para lograr de éstos los servicios militares que las circunstancias exigían, y que les permitió armar ejércitos cuya férrea disciplina y eficacia fueron justamente admiradas por testigos de la época.20 Menos castigada por la guerra, en Buenos Aires se ponían en práctica formas más prosaicas de obtención de trabajo: durante la época de Rosas se intentó traer trabajadores del exterior bajo sistemas de contrato que generaban una deuda a pagar, que se suponía debía mantenerlos al menos por un tiempo en la explotación del acreedor, pero este método se mostró poco útil ya que los altos salarios que de cualquier forma obtenían pronto les permitían cancelar su deuda, disolviéndose de hecho el pretendido lazo que habría de sujetarlos. Otra patética tentativa similar se puso en práctica en las zonas de frontera, donde se empleaban trabajadores indígenas cautivos a los que se les pagaba alrededor de la mitad del salario de un peón criollo libremente contratado.21 Todos estos intentos de recrear condiciones de trabajo mediante formas coactivas indican con claridad el importante vacío que el ocaso de la esclavitud estaba dejando para la operatoria cotidiana de las empresas productivas: la inestabilidad e indisciplina de la mano de obra eran ahora problemas mucho más visibles de lo que lo habían sido nunca. El fracaso de esos intentos es asimismo un elocuente indicio de lo difícil que se hacía encontrar un reemplazo económicamente conveniente para la esclavitud: no había otras formas de obtención de mano de obra estable y segura que a la vez resultaran tan baratas, lo cual, por derivación, no hizo sino aumentar aún más la ya evidente brecha entre el valor del trabajo en actividades ganaderas y agrícolas, haciéndolo aún más ventajoso en las primeras. 20 Schmit, R. (2004); Victorica, J. (1906), pp. 4 y ss. 21 Véase Gelman, J. (1999).

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El problema adquiría dimensión asimismo por las nuevas consecuencias de la producción para el mercado mundial, que exigían la formación de empresas agropecuarias de escala mucho mayor de lo que se había conocido hasta entonces. La especialización cada vez más nítida, los fuertes costos de intermediación, la creciente diversificación y complejidad del acceso a los mercados, y las condiciones de la tecnología de la época, al estar las empresas productivas faltas aún de posibilidades para afrontar las inversiones necesarias para lograr cambios cualitativos de envergadura, eran todos factores que tendían fuertemente a premiar la eficiencia en empresas productivas de mayor escala que antaño. No se trataba, como se piensa, simplemente de adicionar tierras y ganados; la rentabilidad estaba atada a un uso racional de esos recursos, pero éste, en las condiciones de la época, no podía realizarse sino en una escala mucho mayor y más extensiva que antes. Esto es particularmente evidente en Entre Ríos, quizá el caso más paradigmático de avances de la producción exportable en un contexto fuertemente adverso por la presencia de guerra permanente y escasez de mano de obra.22 Pero asimismo en la provincia de Buenos Aires la escala de los establecimientos tendió a aumentar, sobre todo en las zonas de frontera.23 Esto implicaba graves problemas: por un lado, la obtención y el manejo de los recursos naturales eran mucho más complejos; por otro lado, si bien posibilitaba ahorros proporcionales, la producción en escala ampliada significaba también la necesidad de contar con mayores contingentes de mano de obra, para llevar a cabo tanto las tareas permanentes como las estacionales. Las condiciones bióticas no eran ya las de las áreas más antiguamente ocupadas; el agua no estaba tan a mano, y las duras hierbas naturales debían ser transformadas por largos años de pastoreo; entretanto, al menos una parte del rebaño podría tener dificultades para alcanzar condiciones de rendimiento satisfactorias. El costo, la disposición y sobre todo el control de la mano de obra también adquirieron entonces un papel mucho más crucial que antaño, ya que en la producción en escala ampliada los efectos de una organización no metódica de los ritmos de trabajo eran mucho más costosos, por su efecto multiplicador sobre tareas realizadas por contingentes de mayor dimensión que antes. 22 Sobre el tema véase Schmit, R. (2004). 23 Garavaglia, J. C. (1999b).

producción y comercio de cereales 153

Estos factores fueron en parte compensados porque la extensividad posibilitó el mantenimiento de una tasa de manejo de animales por hombre mayor que la de antaño, y con ello una eficiencia más alta por unidad producida; pero los desafíos sin dudas fueron muy graves, y no todos los empresarios rurales de entonces lograron resolverlos eficazmente. En cualquier caso, lo que importa es que tanto para la actividad ganadera como para la agrícola el manejo eficaz de mano de obra y recursos naturales se transformó cada vez más en una instancia crucial, dado que la escala ampliada implicaba posibilidades de lucros mayores, pero también riesgos más grandes. La llegada de la inflación afectó también a los procesos productivos, los mercados locales y el poder adquisitivo popular. La economía de la campaña bonaerense, regida en parte importante por el circulante metálico ya desde inicios del siglo XIX, implicaba que muchos trabajadores reclamaran dinero en efectivo por sus salarios devengados como parte ya aceptada de los contratos laborales, y los patrones (a pesar de que intentaban inducirlos a que consumieran artículos en sus almacenes) no pudieran ofrecerles ropas o enseres en parte de pago, cosa que sí ocurría en el norte del litoral y en el interior, y que fue hasta fecha muy tardía una forma aceptada de hacer descender allí los costos laborales. En Corrientes, por ejemplo, todavía en la década de 1830 sólo alrededor del 30% del monto de los salarios de un establecimiento rural se pagó en efectivo.24 Estas rigideces relativas del mercado laboral bonaerense se intentaron paliar en parte con los efectos de la emisión inflacionaria: por la ley de Gresham, bien pronto los viejos pesos de plata españoles desaparecieron de la circulación, siendo reemplazados por los dudosos papeles que el banco provincial, desde 1826 en manos del Estado, no se cansaba de emitir. Los ciclos de depreciación de la moneda, en especial cuando coincidían con graves crisis políticas, podían hacer descender abruptamente los costos laborales a la par que, si el comercio exterior continuaba abierto, los productores podían obtener por sus mercancías exportables precios pagaderos en moneda fuerte; sin embargo, los mercados locales debieron resentirse del descenso en el poder adquisitivo del salario, lo cual sin dudas provocaba contracciones en la demanda de los artículos de consumo, tanto importados como de producción local, afectando consiguientemente las ganancias 24 Chiaramonte, J. C. (1991), p. 111.

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de los comercializadores. Si bien los bruscos cambios en los precios relativos tendían a compensarse pronto merced al aumento de los salarios en una economía siempre escasa de mano de obra, la recesión más o menos intensa que acompañaba esos ciclos retrasaba consiguientemente la recuperación. Los expedientes puestos en práctica para reordenar el mercado financiero y monetario pronto mostraron escasa sustentabilidad. En Buenos Aires se intentó resolver los problemas del financiamiento de los gastos extraordinarios del Estado mediante la creación del Crédito Público en 1821, que debía consolidar la deuda previamente emitida; esto provocó la emisión de una nueva serie de bonos que comenzaron a funcionar como medios de pago, cayendo su cotización por su dudoso respaldo, lo que a su vez indujo la búsqueda de fuentes de financiamiento externas para darles mayor solidez.25 Fracasada esta operación luego de la crisis del mercado de valores londinense en 1825, la aparición de la inflación a partir de 1826 fue no sólo el último expediente puesto en práctica para paliar los déficits sino además un agente adicional poderoso para quitar atractivo a las inversiones agrícolas, siempre de resultados azarosos; en un contexto de altas tasas de interés e incertidumbre e inestabilidad de los precios relativos, los capitales encontraron en la ganadería un resguardo más seguro contra la pérdida de su valor adquisitivo y la falta de alternativas de inversión rentable; la agricultura comercial, mediada por la volubilidad climática, por las complicaciones del transporte y por un complejo sistema de financiamiento y comercialización, y sufriendo además como veremos pronto una dura competencia externa, no podía en semejantes condiciones ofrecer atractivos similares, salvo en las recurrentes coyunturas puntuales en que los precios alcanzaban cotas extraordinarias. Incluso la elaboración local de harinas parece haber sufrido con las fuertes oscilaciones de los precios del grano y la competencia externa; el primer molino de viento de maquinaria inglesa, que existía ya en Buenos Aires en medio de la difícil coyuntura de 1818, debió ser rematado en 1821 para pagar las deudas de su dueño.26 Estas condiciones continuaron manteniéndose en tanto los

25 Amaral, S. (1984) pp. 561 y ss. 26 Noticia de la existencia del molino en Gazeta de Buenos Ayres, nº 75, 17 de junio de 1818; del remate en Boletín de la Industria, Buenos Aires, nº 2, 24 de agosto de 1821.

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riesgos e inconvenientes esenciales del negocio del trigo también habrían de perdurar; todavía en 1837 un tal Hugo Fiddis solicitaba un monopolio de diez años para decidirse a instalar un molino harinero de vapor, lo que muestra con claridad que deseaba cubrirse ante eventuales pérdidas.27 Vinculado a ello está el hecho de que, siendo su principal mercado el mismo puerto que ligaba a ese espacio con el mundo, a partir de la apertura de aquél al comercio mundial los trigos y harinas de producción local debieron competir con sus similares importados a precios internacionales. La competencia importada en su principal punto de realización habría de ese modo de acompañar a la producción triguera local aun hasta la década de 1870; las razones para una tan larga vigencia son complejas, ya que no sólo pueden explicarlas, como suele decirse, el descuido de la producción agrícola local en aras de la mucho más conveniente y expansiva ganadería, o las dificultades políticas que impidieron concretar condiciones favorables para el desarrollo de una actividad que necesitaba programarse con plazos demasiado largos para el afiebrado acontecer posrevolucionario. Además de todo ello, entre otras cosas, la apertura del puerto y el ingreso de trigos y harinas importados derivó probablemente en el establecimiento de un precio promedio más bajo para esos insumos básicos de alimentos extremadamente populares; remontar otra vez desde esos niveles inferiores hacia un horizonte que garantizara buenas ganancias a los agricultores locales hubiera sido no sólo materialmente difícil sino sobre todo políticamente arriesgado: la plebe movilizada debió en algún momento considerar esos valores bajos como una conquista a conservar, y su favor era percibido por la dirigencia como un elemento demasiado importante para desafiarlo. Es indudable que esas consideraciones no predominaron siempre en el planeamiento de la inversión rural, pero también lo es que formaban parte prioritaria del catálogo de razones a tener en cuenta. Los trigos y harinas importados estaban en las mejores condiciones para constituirse en reguladores hacia la baja de los precios, más allá de su importancia cuantitativa en la plaza local. Se trataba en general de cereales producidos en áreas cercanas a las costas, lo que les permitía llegar a Buenos Aires soportando sólo los menores gastos relativos del flete marítimo, 27 En Burgin, M. (1975), p. 333.

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como ocurría con los trigos chilenos, o favorecidos por el incipiente desarrollo de vías de canalización y ferrocarriles capaces de conectar con el mundo, a costos cada vez más módicos, los productos baratos de una vertiginosa agricultura extensiva de tierras nuevas, lo que ocurría con los granos y las harinas que partían de puertos de los Estados Unidos.28 El comercio internacional de materias primas, en alza al menos desde el último cuarto del siglo XVIII, se benefició además, a partir del fin de las guerras napoleónicas, de un sustancial descenso en el costo de los fletes marítimos, reflejo de importantes avances logrados en la tecnología naviera; en esas condiciones, los onerosos fletes terrestres pampeanos no siempre estaban en condiciones de competir. Esa circunstancia motivó incluso temores por los esporádicos derrumbes de precios a niveles insoportables, que ineludiblemente acompañaban a las perspectivas de buenas cosechas: en noviembre de 1824, ante un suceso de ese tipo, se prohibió el ingreso de harinas extranjeras, orden que tendría vigencia durante casi un año.29 Sin embargo, no parece que las medidas de prohibición de importación hayan tenido efecto sino tan sólo durante momentos relativamente breves o por circunstancias puntuales; por otra parte, nada indica tampoco que la propia estructura de imposición fiscal que gravó a esos productos haya constituido un impedimento serio a su introducción. La Ley de Aduanas de diciembre de 1835, quizá la medida más orgánica al respecto de la primera mitad del siglo, establecía la prohibición del ingreso de trigos y harinas cuando el valor del primero superara los 50 pesos papel por fanega en la plaza porteña; esta limitación tuvo vigencia efectiva sólo por poco tiempo, puesto que a partir de mayo de 1838 la inflación haría que los precios del trigo superaran casi siempre con holgura esa cifra.30 De todos modos, lo realmente significativo es que, en períodos de pérdida rápida del poder adquisitivo del papel moneda, los costos de los productores crecían más lentamente que la devaluación, en razón de que estaban compuestos fundamentalmente por salarios, y la adecuación de éstos a los procesos inflacionarios era siempre tardía. Por el contrario, los precios del trigo y de la harina

28 Adams, W. P. (comp.) (1979), pp. 116-7. 29 Angelis, P. de (comp.) (1836), t. I, pp. 631-686. 30 Prado y Rojas, A. (1877-1879), t. IV, p. 170; precios del trigo entre 1831 y 1851 en Burgin, M. (1975), p. 328.

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seguían estrechamente no sólo la pauta inflacionaria sino también las instancias de escasez o conflicto, con lo que la amplitud de las subas podía potenciarse. Algunos productores y comercializadores de cereales lograban, de esta manera, beneficiarse abundantemente con la diferencia entre ambas variables; dado que las noticias acerca del valor de la harina en plaza podían seguirse con relativa facilidad a través de los periódicos, y en todo caso anticiparse al menos algunas semanas con bastante efectividad ya que coincidían con momentos de conflicto político, eran sobre todo los productores relativamente cercanos a la urbe quienes contaban con mejores posibilidades de hacerlo. Era éste claramente el caso de los agricultores del norte de la provincia de Buenos Aires, abastecedores privilegiados del mercado porteño, y que habrían de constituirse en defensores de las barreras tarifarias. En realidad, todo indica que en 1835 las medidas fiscales parecen haber querido sobre todo estabilizar los precios, y en parte secundariamente reservar ese mercado a través de la institución de un valor mínimo, dando un efímero auge a una industria poco competitiva, pero con un poder de presión política muy significativo. En razón de necesidades estratégicas, no sólo la popularidad sino también la seguridad física del gobierno bonaerense estribaba en mantener un sector agrícola más o menos consistente, cuya producción permitiera evitar una riesgosa dependencia del cereal y harinas importados, susceptibles de evaporarse en momentos de bloqueo del puerto. A la vez, era desde todo punto de vista inaceptable que los precios de un producto de primera necesidad como el pan se vieran sujetos a oscilaciones extremadamente fuertes; si bien mantener sus insumos básicos a un nivel alto no era tampoco políticamente conveniente, el impacto negativo de las tremendas oscilaciones tan frecuentes entre finales de la década de 1820 e inicios de la siguiente debió de haber sido sin dudas mayor en el imaginario colectivo que la posibilidad, para la población urbana, de tener que pagar un precio alto pero estable. De este modo, y en forma lateral pero no menos consistente, terminó fortaleciéndose un sector de interés que por largas décadas presionaría a menudo con éxito para mantener altas tarifas proteccionistas para la producción triguera local.31 31 Véase por ejemplo el relato de Alcorta, A. (1862), quien había formado parte de comisiones reguladoras de precios del trigo en la década de 1850. Díaz, B. (1975), apéndice, pp. 278 y ss.

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Pero ésta de todos modos no logró responder eficazmente a esos estímulos cuya imprescindible necesidad no se cansaba de remarcar, y la presencia del producto importado continuó. Así, una buena cosecha, ausencia de conflicto político y condiciones macroeconómicas aceptables fueron ineludiblemente motores más potentes para la prosperidad agrícola y el descenso de precios que cualquier medida fiscal; también incluso el breve período de auge que corrió entre 1835 y 1838, en que a una baja inflación se unieron un descenso en la tasa de descuento, una relativa paz y abundante recolección de granos, vio aparecer en las aduanas importantes cargamentos de trigo para su exportación, aun por tierra, hacia las provincias interiores.32 Sin embargo, la reaparición del bloqueo a partir de 1838 y, con él la de la inflación y los problemas políticos, pronto habría de dar cuenta de esos avances, con lo que la producción local mostraba que era demasiado frágil como para que se la pudiera sostener tan fácilmente sólo con decretos y tarifas. La recurrente presencia de esos inconvenientes, unida a la reaparición esporádica de problemas climáticos, marcará así durante mucho tiempo al mercado porteño de alimentos, que verá convivir entonces, al menos hasta la década de 1870, a trigos y harinas locales con los provenientes del exterior y del interior. Además, la relativa inelasticidad de los precios del trigo provocaba que en ocasiones de crisis éstos se vieran mucho más fuertemente afectados que los de otros ramos fundamentales de la subsistencia. A menudo, el efecto de los ciclos de alta inflación se potenciaba con conflictos externos o internos y bloqueos del puerto; en esas condiciones, mientras el valor del ganado podía incluso descender en términos reales por el cierre de las salidas ultramarinas, la competencia exterior para los trigos y harinas locales desaparecía, por lo que sus precios debieron tender a subir mucho más de lo que lo hubieran hecho tan sólo ante los clásicos azares de la producción. Algo así parece surgir de una comparación rápida entre la evolución de los precios del trigo y la de los productos pecuarios en Buenos Aires para el período 1835-1850; tomando un índice 100 para los niveles de 1838, los precios combinados de productos pecuarios en términos nominales aumentan hasta más de 220 en 1841; los del trigo, en cambio, superan 32 Burgin, M. (1975), pp. 340-43; tasas de descuento en p. 335. También Garavaglia, J. C. (2004), p. 137.

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ese año cómodamente los 300 puntos, y llegarán a más de 500 en 1843, fatídica coyuntura en la que a los problemas climáticos habría de unirse una fuerte conflictividad política en las aguas del Plata, que según Roberto O. Fraboschi afectó con intensidad al comercio en ambas bandas del río.33 De esta forma, es preciso admitir que la aparición de la harina importada introdujo en el mercado porteño variables exógenas de importante impacto en las curvas de precio. En primer lugar, el peso del ciclo agrícola y de los factores climáticos en la formación de aquéllas sin dudas disminuyó, a pesar de que la violencia de las fluctuaciones continuó. Pero éstas son ahora en buena parte atribuibles sobre todo a la grave conflictividad política que registra el período, teniendo los problemas de orden natural local menos implicancia que antes en sus precios. La harina importada reflejaba en todo caso alternativas climáticas de su lugar de producción, que a veces se regía por un calendario agrícola inverso al rioplatense, lo que le otorgaba la gran ventaja de poder suplir a Buenos Aires en épocas del año en que la cosecha local aún no había sido recogida. Pero más importante aún es que la multitud de circunstancias que se conjugaban en la formación de su precio implicaba que la harina importada tuviera menos fluctuaciones que el trigo, este último en mucha mayor medida proveniente de la campaña porteña que producto de importación, y por tanto más propenso que la harina extranjera a reflejar con más énfasis todos los sucesos locales, tanto los propios del ciclo agrícola y climático como los problemas políticos. Si bien los datos no son lo suficientemente homogéneos y haría falta construir series más completas, una breve comparación de índices de precios del trigo y de la harina importada en la plaza porteña en algunos años parece avalar la hipótesis del papel regulador de los precios cumplido por este último producto: éstos tienden a subir siempre proporcionalmente mucho menos que los del trigo, moviéndose en un rango que hasta llega a ser de alrededor del 60% menor.

33 Según los gráficos construidos por Gelman, J. (1998b), p. 105; datos base en Gorostegui, H. (1962-63) y Broide, J. (1951). Sobre la conflictividad en el plata y el comercio británico véase Fraboschi, R. O. (1951), p. 187; sobre las sequías y fuertes tormentas del período 1839-1843 véase Moncaut, C. A. (2001), pp. 23-24.

160 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Gráfico 3 Comparación de índices de precios del trigo y de la harina importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos puntuales entre marzo de 1829 y diciembre de 1832 350 300 250 200 150 100

Trigo

Dic. 1832

Nov. 1832

Ago. 1832

Jul. 1832

Jun. 1832

May. 1832

Ene. 1832

Nov. 1831

Oct. 1831

Nov. 1829

Oct. 1829

Sep. 1829

0

Mar. 1829

50

Harina

Fuentes y aclaraciones: números índice base 100 - octubre de 1831; series elaboradas a partir de precios promedio al último día del mes, por barril de harina importada de buena calidad en pesos fuertes registrados por el British Packet and Argentine News; y fanega de trigo en pesos papel, precios promedio del último día del mes o del inmediato anterior, registrados en la Gaceta Mercantil, convertidos a pesos fuertes utilizando las tablas de Álvarez, J. (1929)

Es importante destacar que la harina importada, según el año, podía llegar a constituir parte significativa del consumo total ya desde época temprana: puede estimarse que los 47.690 barriles que, según Montgomery, se importaron en 1822 correspondieron aproximadamente a 70.000 fanegas de trigo; una cifra casi tan importante como la del cereal introducido desde la campaña bonaerense. Si bien las introducciones desde la campaña continuaron generalmente siendo al parecer más significativas que sus equivalentes importados, la irregularidad de aquéllas y su descenso sustancial en algunos años indican que la importancia relativa del producto extranjero al menos se mantuvo a lo largo del tiempo.34 34 Véanse las cifras de introducción de granos al mercado porteño desde la campaña entre 1831 y 1860 en Brown, J. (2002), p. 195.

producción y comercio de cereales 161

Es menester sin embargo aclarar que la harina importada, aun cuando sumara cantidades considerables, probablemente cubriera más que nada el consumo de los sectores de poder adquisitivo medio y alto; los testimonios indican que ésta, para venderse bien, debía ser de la mejor calidad, lo cual mostraría los límites de su competencia con el producto local, que en buena medida también podía ofrecer excelencia.35 Por otra parte, la producción cerealera de las áreas de frontera lograba llegar con cierta regularidad al mercado porteño, constituyendo uno de los dos rubros en que se dividía la oferta, y a los que ya nos hemos referido: los trigos de costa, o los tradicionales del área norte bonaerense, reputados por su mayor calidad, y los trigos salados o de áreas de frontera. Debe tenerse en cuenta que, sobre todo en los momentos de altos precios, la harina y el trigo del interior convergían también hacia Buenos Aires; los productores y comerciantes cordobeses o mendocinos intentaban así aprovechar las coyunturas favorables, aun cuando las fuertes oscilaciones de los valores y los altísimos costos de los fletes pudieran muy pronto transformar en pérdida las esperanzas de ganancia. En el mercado porteño continuaron conviviendo entonces en pintoresca confusión las harinas y los trigos provenientes de diversos lugares.

Cuadro 7 Exportaciones de trigo y maíz por el puerto de Buenos Aires, en fanegas Trigo Maíz 1835 8,526 4,865 1836 6,233 346 1837 4,150 740 1838 9,596 2,089 1839 473 Fuente: Nicolau, J. C . (1975), p. 152.

Planteadas así las características de ese mercado, no es extraño tampoco que las esporádicas exportaciones de granos que tuvieron lugar 35 Lezica y Compañía a sus corresponsales en Europa, Buenos Aires, febrero de 1829, en Barba, E. (1978), p. 74; también Montgomery, R. (1978), p. 38 (en idem).

162 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

en el período en momentos de cosechas abundantes apenas alcanzaran un porcentaje menor del total de cereales introducidos allí: según la recopilación de Juan Carlos Nicolau, alrededor del 6 al 11% entre 1835 y 1838, si aceptamos un ingreso anual aproximado de entre 97.000 y 115.000 fanegas a la plaza porteña desde la campaña que la servía.36 Este significativo papel de las nuevas reglas de juego planteadas a partir de la apertura externa a la llegada de trigos y harinas extranjeros no bastó entonces para estabilizar los precios de la plaza porteña, los cuales continuaron siendo afectados por diversos factores de tipo tradicional, que se sumaban ahora a los problemas derivados de la situación política. Incluso el lugar ganado por la oferta extranjera, más allá de presionar al equilibrio de los precios en el mediano plazo, pudo contribuir en algún momento a una intensificación de la inelasticidad: si coincidían una magra cosecha y un cierre del puerto los precios inevitablemente se disparaban. Además, puede decirse que se mantuvo e incluso se profundizó la existencia de condiciones diferenciales para la producción triguera según la distancia a sus mercados, lo que implicaba también en cierta forma reeditar el aislamiento de éstos. El cambio más importante parece haber sido la mejora relativa en los medios de transporte fluvial, lo cual permitió que la harina extranjera alcanzara los puertos de las provincias litorales, y que desde éstas, al menos en ciertos momentos, se pudieran embarcar partidas de trigo con destino al mercado porteño. Durante la difícil coyuntura de 1828, en que por efecto del bloqueo y de los comienzos de la famosa “gran seca” el valor del trigo en Buenos Aires superaba en octubre los 12 pesos fuertes por fanega y el gobierno imponía fuertes multas a diversos panaderos que no cumplían con las ordenanzas de precios máximos, D’Orbigny podía constatar que desde Paraná los envíos de trigo hacia aquella ciudad figuraban entre los rubros de exportación más considerables.37 Pero estas situaciones continuaban en esencia formando parte de un contexto muy similar al de fines de la colonia: una vez satisfecha la inelástica pauta del consumo local, los precios caían, lo cual podía incluso ocurrir antes de resolverse la causa coyuntural de la escasez, ante la concurrencia de múltiples oferentes atraídos por la noticia de los precios 36 Cálculo estimado a partir de los ingresos de 1831 y 1854, 83.406 y 202.877 fanegas respectivamente. Datos en Brown, J. (2002), p. 195. 37 D’Orbigny, A. (1945), t. I, p. 403; también Burgin, M. (1975), p. 328.

producción y comercio de cereales 163

altos. Esto significaba que la apuesta por abordar la plaza porteña en períodos de alza de precios continuaba implicando para los productores situados a cierta distancia de ella un riesgo muy alto en función de la corta duración de esos ciclos: dada la morosidad de las comunicaciones, el tiempo entre la difusión del estado de la plaza y la movilización de volúmenes considerables de grano podía significar la pérdida de la oportunidad de realizar el negocio. Además, la presencia de múltiples oferentes con productos de calidades muy diversas quitaba transparencia, eficiencia y rapidez a la circulación de la información; sin dudas, los trigos provenientes de áreas fronterizas lograban competir con los demás en la plaza porteña en base a pautas de producción muy extensivas, que derivaban en precios más bajos, los cuales compensaba las deficiencias en calidad; sin embargo, las coyunturas de bajos precios debían de expulsarlos de esa plaza con mucha mayor prontitud que al resto, dada la lógica preferencia de los panaderos por las harinas de mayor rendimiento provistas por los trigos de costa. No es extraño de este modo que la producción agrícola sólo haya tentado a los grandes comerciantes en algunas coyunturas puntuales. Los Anchorena, por ejemplo, están presentes en negocios de panadería al menos desde 1811; hacia 1830 contaban incluso al respecto con asesoramiento de una firma francesa para instalar una panadería mecánica. En la década de 1820 se ocupan de comercializar trigo, cebada, maíz y hortalizas en sociedad con Braulio Costa y R. Tobal; sin embargo, antes de 1827 no aparecen anotaciones en sus libros relativas a incursiones en la producción de granos. Para ese año y el siguiente los datos transcriptos por Carretero indican siembras de trigo de 37 y 98 fanegas, lo que por otra parte no es gran cosa tratándose de un productor de envergadura, aun cuando no sepamos dónde fueron sembradas, si corresponden a la totalidad del negocio, ni tampoco conozcamos las ganancias o pérdidas de la operación.38 Lo significativo es que sea justamente en medio de una crítica coyuntura para el mercado triguero porteño que los Anchorena ingresen en su producción, y esto aún a tientas: en medio de la sequía, el bloqueo, la Revolución y el aislamiento de la ciudad con respecto a su campaña, en 1828 entraron algo menos de 62.000 fanegas al mercado porteño, cantidad sin dudas insuficiente para el nivel de consumo de la 38 Carretero, A. (1970), pp. 181-5.

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población; la barrica de harina importada se vendía en abril de 1829 a 73 pesos fuertes, casi el doble que en enero, llegando los precios hacia octubre a un máximo de 130.39 En este aspecto, la facilidad de arrendar superficies para uso agrícola en las chacras de la costa norte bonaerense era un incentivo adicional al ingreso esporádico a la producción, y muestra también la ventaja que poseían sobre el mercado de la ciudad los productores situados allí, aun cuando sufrieran también por la inestabilidad de los precios. No es nada casual que fuera justamente en los alquileres de chacras que surgieran formas más versátiles e innovadoras de contratación, con pago de cánones en especie o en distintas monedas, y plazos más largos que lo usual, a fin de disminuir riesgos ante los bruscos cambios de coyuntura.40 Un detalle de arrendamientos pagados en cereal a un propietario de San Isidro entre enero de 1827 y diciembre de 1831 muestra que, de ocho arrendatarios, uno de ellos cuadruplicó la superficie sembrada y otro ingresó al negocio justamente en el annus mirabilis de 1829; sin embargo, el excepcional precio de 64 pesos moneda corriente por fanega en que su trigo fue valuado ese año descendió al siguiente a 44, o, hablando en pesos fuertes, desde 10,50 a 6,50.41 En efecto, todo parece indicar que en esos años quienes buscaran rentabilidad pero a la vez un grado mínimo de seguridad rehuían la producción agrícola, plagada de riesgos; por lo demás, era menester contar con amplias diferencias de precio para compensar los altos costos de transporte, cada vez más pesados para una producción cerealera que tendía a alejarse de la ciudad. Como lo ha mostrado claramente Burgin, hacia 1834 los costos del transporte implicaban que, a una distancia mayor de 75 leguas de la ciudad (aproximadamente 390 kilómetros), el trigo debía valer la mitad o menos del precio en ésta para poder venderse allí con ganancias.

39 British Packet and Argentine News, vs. locs. 40 Véase el análisis de Fradkin, R. O. (2004b), esp. pp. 200; 220-1. 41 AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, “Relación de los arrendamientos…”.

producción y comercio de cereales 165

Cuadro 8 Distancias a las cuales el costo del transporte era igual a la mitad del precio de ciertos artículos en el mercado de Buenos Aires (en marzo de 1834) Artículo Ladrillos Maíz Trigo Tasajo Vino local Sebo Caña de Mendoza Cueros salados Lana Cerdas (mixtas) Cueros secos

Leguas 6 60 75 95 200 226 320 240 400 426 515

Fuente: Burgin, M. (1975) p. 162.

Además de las producciones agrícolas intensivas, en esencia hortalizas y forrajes, en tanto que producto no perecedero y fruto de una actividad intensiva en mano de obra la fabricación de ladrillos constituía de ese modo un mejor negocio que el cultivo cerealero para quien tuviera un espacio suburbano. En medio de una de las varias coyunturas conflictivas de la época de Rosas, y ante el reclutamiento de los contingentes de obreros disponibles en la ciudad, algunos contratistas desesperados debieron comprar ladrillos usados, en especial los de cercas de quintas, para poder continuar las obras que estaban efectuando, y pagarlos de todos modos al doble de lo que valían los nuevos.42 El administrador de la chacra de la Chacarita, de propiedad fiscal, informaba en 1834 a su superior haber comprado un horno de ladrillos y un galpón para “dedicarme a la elaboración de adobe, lo que presenta más ventajas que las siembras que se han hecho en el espacio de tres o cuatro años. La agricultura, señor Ministro, demanda gastos enormes y sin la más remota esperanza de utilizar algo”.43 42 Esteves Saguí, M. (1980), pp. 61-2. 43 Citado en Burgin, M. (1975), p. 306.

166 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Además, el parcelamiento constante de las tierras en las cercanías de la ciudad implicaba inexorablemente que los terrenos se agostaran hasta volver aún más antieconómico el cultivo triguero en las extensiones necesarias para amortizar las cuantiosas inversiones en mano de obra que reclamaba el nivel técnico de la época; en esas unidades de explotación, en todo caso, resultaban más convenientes otras actividades de granja, las hortalizas, los forrajes o la elaboración de dulces, rubros de productividad más apropiada para parcelas fragmentadas y explotaciones con disponibilidad de mano de obra familiar.44 Entretanto, en las zonas intermedias hacia la campaña se desarrollaba la cría de ovinos, una alternativa cada vez más atractiva para las explotaciones familiares en función de la creciente venta de sus lanas. Dado que los fletes terrestres continuaron significando gravosos costos para las mercancías de gran volumen y escaso valor unitario, la ampliación de la frontera y las dificultades y la morosidad del transporte terrestre llevaron a que las zonas “nuevas” crearan sus propios espacios de producción agrícola, y a que éstos consiguientemente estuvieran más ligados a sus mercados locales que al de la ciudad de Buenos Aires. En el área de vieja colonización, entretanto, el desarrollo de los pueblos durante la primera mitad del siglo XIX, por efecto, entre otros motivos, del incremento del tráfico fluvial y terrestre, derivó en un rápido aumento de la población; esto significó también aquí un ensanchamiento de los espacios agrícolas y de los mercados locales de alimentos, con un consiguiente aumento proporcional de la importancia de la producción destinada a ellos. Algunos pueblos como San Nicolás, San Pedro, Baradero, Pergamino o el núcleo agrícola de Lobos, Monte y Ranchos van por esos años adquiriendo visibilidad e importancia como centros de consumo y de tráfico, lo cual se refleja en la diversificación de las pautas productivas y en la creciente subdivisión de la propiedad, que hacia fines del período incluso es objeto de interés por parte de inversores de la ciudad.45 De cualquier forma, el proceso no parece haber sido homogéneo. Si bien en las zonas de la frontera bonaerense surgen con claridad centros locales con producción agrícola significativa, la

44 Un testimonio interesante al respecto en Ramos Mejía, J. M. (1907), t. I, pp. 242-3. 45 Sobre San Nicolás véase Canedo, M. (2000); sobre Lobos véase Mateo, J. (2001); también Brown, J. (2002), pp. 236-38; 284.

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parte más consistente de la agricultura parece haber continuado siendo llevada a cabo sobre todo en el ámbito de la pequeña o mediana producción familiar, con excedentes relativamente menores destinados al mercado, al lado de grandes unidades ganaderas con una parte mínima de su superficie dedicada a la labor agrícola.46 Esto resulta aún más evidente cuando analizamos la situación en las provincias. En el oriente entrerriano, por ejemplo, la producción de cereales destinados al autoconsumo a cargo de pastores y labradores de pequeña o mediana dimensión es claramente dominante; los montos de trigo producido que han llegado a las estadísticas son sin dudas ínfimos para el consumo potencial de la masa humana allí existente, lo que, por un lado, implica la falta de registro de esa producción de autoconsumo y, por otro, sugiere la importancia del uso de alternativas autóctonas como la mandioca o el maíz. Sobre la base de los pocos datos que existen, puede afirmarse que de todos modos la distribución de la producción en la provincia era muy desigual. En la campaña circundante a Paraná, con mayor dimensión urbana y una más larga historia de ocupación agrícola, se producía alrededor del 70% de todo el trigo provincial; ese producto no sólo tenía por destino el propio mercado local, sino el de la vecina ciudad de Santa Fe e incluso el de Buenos Aires. En el resto del territorio, la primacía de la producción para el escaso consumo de los centros poblados locales es mucho más claramente dominante, y es lo que también determina su menor dimensión; en las áreas de frontera de Concordia y Federación, por ejemplo, las cosechas apenas alcanzaban unos pocos cientos de fanegas de trigo anualmente a mediados del siglo XIX. Por lo demás, algo que resulta muy llamativo es la fuerte presencia de grandes productores ganaderos en el rubro agrícola. El ejemplo más obvio es el de Justo José de Urquiza; por la misma época, en sus establecimientos vecinos a Concepción del Uruguay se cosechaba más de la mitad del trigo producido en todo el departamento de ese nombre. Si bien en tiempos coloniales la concentración de la oferta era también marcada, en esos años los grandes productores trigueros no eran productores ganaderos.47 46 Sobre la producción en Lobos, Monte y Ranchos véase Mateo, J. (2001); Banzato, G. (2000). 47 Schmit, R. (2004), pp. 106-8; Djenderedjian, J. (2002a).

168 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Santa Fe, también duramente castigada por las guerras de la primera mitad del siglo XIX, acusa como Entre Ríos un diversificado panorama regional en lo que respecta a su producción agrícola. Mientras el corredor ribereño del sur provincial, que se continuaba en Buenos Aires, poblado desde muy antiguo, parece haber conservado una consistente producción agrícola intensiva en explotaciones mixtas de dimensión pequeña o mediana, las fronteras indígenas se mantuvieron prácticamente en los mismos límites que a finales de la colonia, lo que debió implicar una mayor presión sobre las tierras de las áreas de vieja ocupación, y una fragmentación creciente de las tenencias en ellas. El crecimiento de Rosario, ya visible en la década de 1840, debió determinar avances de producciones más intensivas en sus cercanías, pero a la vez una expansión relativa del área agrícola, limitada en todo caso por la posibilidad de suplir de trigo a la ciudad desde Córdoba o Mendoza, o aun desde el exterior. Al norte de la ciudad de Santa Fe el predominio ganadero y la falta de centros poblados probablemente tendrían el correlato de una muy escasa producción agrícola, centrada fundamentalmente hacia el consumo doméstico. Córdoba, por otra parte, poseía una estructura de producción agrícola dominada por muy pequeñas explotaciones con parcelas de ínfimo tamaño para las pautas pampeanas.48 En síntesis, la situación parece haber continuado en un equilibrio estático dentro de los viejos límites que ya hemos reseñado para los años coloniales: las exigencias del consumo local marcaban los ritmos de las curvas de precios, no existiendo mecanismos de comercialización eficaces para la colocación de la producción excedente, ni incentivos para ampliar la operatoria en el rubro agrícola o mejor aún apostar a mediano o largo plazo a la concreción de negocios que trascendieran el estrecho marco local. La diversificación relativa de actividades en algunas pequeñas y medianas explotaciones, que parece desprenderse de testimonios aislados en que éstas venden cenizas destinadas a la fabricación de jabón o paja recolectada en las orillas de los ríos y que servía para construir techos, es sin dudas un rasgo de arcaísmo y de pobreza, pero también una muestra adicional de que sus dueños preferían destinar su esfuerzo excedente a ciertos productos de elaboración más sencilla y coyuntural que a los riesgos de la agricultura mercantil, amenazada 48 Sobre Córdoba véase Romano, S. (2002).

producción y comercio de cereales 169

incluso por la inestable situación política. Las grandes explotaciones, en tanto, estaban además trabadas por el alto costo de la mano de obra como para encarar apuestas riesgosas en la producción agrícola. De todos modos, el trigo avanzaba sobre las fronteras. En especial en Buenos Aires, donde la conquista de nuevas tierras a los indígenas comenzó más tempranamente, esos avances pueden ser seguidos en los mapas con bastante precisión. No sólo se observaron en los alrededores de los nuevos centros poblados, que necesariamente habrían de contar con áreas de producción agrícola destinadas al propio abasto; aparecen además significativos casos de grandes empresarios ganaderos que habían constituido estancias mayores en las nuevas tierras y que también incursionaron en la producción agrícola, y no sólo a nivel de lograr suplir las propias necesidades de grano. El más conocido de esos casos es el de Juan Manuel de Rosas, quien en su estancia fronteriza de Los Cerrillos puso en producción una gran chacra donde, según algunos autores, hacia fines de la década de 1820 lograba cosechas de alrededor de 10.000 fanegas, o casi 140.000 hectolitros de trigo, una cifra realmente impresionante para la época.49 Más adelante veremos este caso en detalle; digamos de paso que no fue en ello el único, ya que Francisco Ramos Mejía, desde su obligado exilio en las cercanías de Buenos Aires, dirigía por la misma época considerables trabajos en su lejana chacra de la estancia Miraflores, en Kakel Huincul, en medio de las pampas más allá del Salado.50 En las demás provincias parece haber habido algunos avances en ese sentido, aunque mucho más limitados. Hemos hablado ya del caso de Justo José de Urquiza, incursionando en la producción triguera en Concepción del Uruguay; pero la apertura de nuevas tierras al poblamiento en el norte entrerriano encontró condiciones bióticas poco propicias para una expansión del trigo. En Santa Fe, la poca variabilidad de la línea de fronteras del sur no debió dar mucho lugar a la extensión de los cereales hacia el interior; en todo caso, éstos apenas acompañaron el crecimiento de los núcleos urbanos tradicionales, y los pocos que logran fundarse tenían todavía un carácter costero. Córdoba, entretanto, no parece haber modificado su esquema productivo al respecto. 49 Eizykovicz, J. (2002). 50 Ramos Mejía, E. (1988), p. 98.

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Es entonces fundamentalmente en Buenos Aires donde se presentan y experimentan las nuevas condiciones del cultivo cerealero en las pampas. Pero también en la zona de antigua ocupación ocurrieron cambios de cierta magnitud, evidentes en esencia en la incorporación de instrumentos y procesos de trabajo más avanzados. La fundación de la colonia agrícola escocesa de Monte Grande, en todo caso, más allá de haber constituido un efímero experimento fracasado, mostró las posibilidades de una agricultura renovada en sus métodos y prácticas. Equipados con maquinaria inglesa de última generación, los colonos lograron llegar a producir unas 11.000 fanegas anuales de cereales durante el breve lapso de su mayor prosperidad. Sin embargo, tanto en los casos de grandes empresarios ganaderos que incursionan en el rubro agrícola como en el de la colonia de Monte Grande las dificultades y problemas de la operatoria quedaron bien pronto en evidencia. Veremos en el capítulo siguiente los que afectaron a la colonia; en cuanto a los empresarios ganaderos, es menester recordar que, de un modo u otro, debían todavía basar su producción en el uso de abundante mano de obra, dado el nivel del desarrollo técnico de entonces. La férrea disciplina que Rosas intentó implementar al respecto fue quizá un factor de peso en los resultados que logró obtener en sus establecimientos, más allá de la introducción de algunos procesos y maquinaria modernos, o incluso de la creación de métodos nuevos para operar en condiciones muy distintas de las propias de la agricultura tradicional. Pero es menester recordar que en su caso, y en otros similares, se trataba de empresarios ganaderos y no agrícolas; sus incursiones en esta última actividad estaban dictadas sobre todo por momentos de precios convenientes, y si éstos los obligaron a experimentar diversas alternativas para lograr mayores rendimientos, sus fuertes oscilaciones no podían constituir incentivos de suficiente entidad como para dedicar al rubro inversiones de más largo plazo: el techo de su desempeño era todavía muy bajo.51 Por otra parte, en el móvil panorama social de las fronteras, la implantación de métodos disciplinarios o formas de labor forzada se mostró pronto como un lamentable fracaso, lo que sin dudas debió reflejarse en los resultados obtenidos en las actividades más intensivas en mano de obra.52 51 Eizykovicz, H. J. (2000), pp. 20-23. 52 Al respecto, Gelman, J. (1999), pp. 123-141.

producción y comercio de cereales 171

En esta situación, sólo las grandes chacras situadas en la zona ribereña del Río de la Plata en las cercanías de la ciudad de Buenos Aires podían jactarse de contar con condiciones óptimas para la producción de granos en el inestable contexto de las décadas iniciales del siglo XIX. Situadas a poca distancia del mercado principal, con posibilidades de implementar mejoras sustanciales como la incorporación de abonos o la introducción de maquinarias simples, contando con fuentes de agua más o menos accesibles, y con una oferta de mano de obra hasta cierto punto regular, el mayor problema que debieron enfrentar fue la gradual decadencia de la esclavitud, que les quitó una tradicionalmente eficiente forma de reducir los costos laborales. Pero, por un lado, esas grandes chacras no eran tan abundantes, y el curso del tiempo pronto daría cuenta de ellas: según los datos de Justo Maeso, en San Isidro hacia 1854, sobre un total de 429 explotaciones agrícolas, 368 (el 86%) contaban con superficies sembradas de extensión menor a las 20 cuadras. Por otro lado, es probable que una parte de las grandes chacras operaran por entonces a través de arrendatarios, lo que sugiere el peso de factores adicionales sobre la producción, como el pago de renta fundiaria, aun cuando ésta fuera poco significativa a tenor de las ventajas diferenciales provistas por el cultivo en esa zona.53 En ese caso, la competencia de los rubros más rentables, como la ganadería lanar, debía ser muy fuerte en tanto permitía rentabilizar mucho mejor que la más aleatoria agricultura triguera a esas superficies arrendadas. De esta forma, tanto la subdivisión de la propiedad como los rubros de punta conspiraban también aquí contra el cultivo cerealero. Todavía hacia 1860 Amancio Alcorta observaba algunas de las consecuencias de esas condiciones diferentes de rentabilidad en las cercanías de Buenos Aires: “De los terrenos situados entre la Estación Moreno y la Villa de Mercedes, sólo quedaron dos lotes sin dividirse, que son el de Álvarez y el de Olivera; pero estos mismos lo están en manos de arrendatarios, y tanto éstos como los demás pequeños, completamente ocupados por criadores de ovejas”.54

53 La cantidad de labradores de San Isidro en las notas de Justo Maeso a Parish, W. (1958), p. 631. Ejemplos de montos de renta pagada en especie y dinero sobre parcelas agrícolas de San Isidro en AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, 47-5. 54 Alcorta, A. (1862), p. 88.

172 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

3.3. los cambios de la década de 1840

En todo ese panorama, con la llegada de la década de 1840 comenzarán a producirse cambios significativos. Si bien éstos a menudo sólo lentamente lograron impactar en las condiciones productivas y en la organización de la producción agrícola, desde esos años se verifica un cambio cualitativo en la demanda que rompe el frágil equilibro que había caracterizado la actividad en las dos décadas anteriores. Por un lado, localmente se inicia un ciclo de altos precios del trigo que arranca hacia 1838, en el cual, como hemos dicho antes, tuvieron sin dudas impacto la conflictiva situación política y una fuerte sequía. Pero además, el mercado internacional de granos y harinas comienza a experimentar graves problemas de oferta, traducidos en fuertes aumentos en los precios del trigo. Esa situación, que ya entonces se refleja en la plaza local, continuará el año siguiente y, aun cuando los niveles de precios desciendan en 1840, hacia fines de 1842 ya habrán alcanzado, en valores en oro, los máximos hasta entonces logrados por el cereal. Pero lo más importante es que, aun con altibajos, esos altos precios se mantendrán hasta 1849, año en que recién logran volver a los niveles de diez años antes.55 En efecto, con precios históricos que rara vez llegaban a los 5 pesos fuertes, al menos desde abril de 1842 la fanega de trigo se mantiene en Buenos Aires siempre por encima de los 10 pesos hasta enero de 1844, llegando incluso durante todo 1843 a un promedio superior a los 17 pesos. Un significativo descenso hasta aproximadamente los 6 pesos fuertes durante algunos meses a partir de noviembre de 1844, debido sin dudas al ingreso de la cosecha, fue seguido por una nueva onda alcista entre mayo y noviembre del siguiente año, repitiéndose a partir de marzo de 1846 a valores casi siempre superiores a los 8 e incluso 9 pesos, alcanzando los 12 en octubre de 1847. Los precios recién retornarían a cotas menores a los 5 pesos con la nueva cosecha en diciembre de 1848, luego de haber superado por mucho los niveles más altos de anteriores tiempos de crisis, duplicando por ejemplo cómodamente a los ya muy altos de la trágica coyuntura 1828-1833, en que al bloqueo brasileño se unió la peor sequía que registraba hasta ese entonces la historia agraria rioplatense.56 55 Gorostegui, H. (1962-63). 56 Precios del trigo para el período 1831-1851 en Burgin, M. (1975), p. 328; para 1828, Diario Comercial y Telégrafo Literario y Político, Buenos Aires, varios números, precios promedio del último día del mes, según registros publicados; para

producción y comercio de cereales 173

Gráfico 4 Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires (pesos fuertes), 1835-51; promedios anuales en números índice 600

500

400 300

200

1851

1850

1849

1848

1847

1845

1844

1843

1842

1841

1840

1839

1838

1837

1836

0

1835

100

Nota: año base 1835 = 100. Fuente: Gorostegui de Torres, H. (1962-63), cuadros sin paginar.

Si bien podría pensarse que el bloqueo anglofrancés de esos años pudo haber sido una de las causas principales de esta crisis, su papel se desdibuja, por un lado, en razón de que ese bloqueo no parece haber sido demasiado estricto, sobre todo en algunos años como 1847, cuando sin embargo los precios siguieron siendo muy altos.57 En cambio, la fuerte crisis internacional de 1847-48 derivó en importantes alzas de los precios agrícolas, las cuales parecen haber repercutido en el valor de los productos que llegaban al Río de la Plata. Más aún: toda la década de los hungry forties está marcada por los efectos del último gran ciclo de hambrunas en el siglo XIX europeo, que llevó los precios internacionales del el resto de los años, La Gaceta Mercantil, Buenos Aires, precios promedio al último día del mes o inmediato anterior o posterior. Convertidos a pesos fuertes utilizando las tablas de Álvarez, J. (1929). 57 Sobre la facilidad de los buques extranjeros para burlar el bloqueo en los años 1847-48, véase por ejemplo el testimonio de Bellemare, A. G. (1853), pp. 31-33.

174 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

grano a significativos aumentos durante esos años: desde un promedio de casi 34 reales por fanega castellana en 1841, los precios españoles del trigo saltan a 39 en 1842 y llegarán a casi 53 en 1847, descendiendo recién dos años más tarde a poco más de 36.58 Por su parte, los precios franceses del trigo saltan desde un índice de 107 en 1842 a 134 en 1846 y a 161 el año siguiente; los aumentos de la cebada y del centeno fueron allí incluso mayores.59 Aun los precios agrícolas norteamericanos sintieron el impacto de la crisis, a pesar de que no alcanzaron los niveles de la previa coyuntura crítica de 1835-39.

Gráfico 5 Índices de precios del trigo en diferentes países, 1820-1851 180 160 140 120 100 80 60 40

EEUU

Alemania

Bégica

Francia

1850

1848

1846

1844

1842

1840

1838

1836

1834

1832

1830

1828

1826

1824

1822

0

1820

20

Reino Unido

Fuente: elaboración propia a partir de Sirol, J. (1955), apéndices. Nota: Estados Unidos, base 1913=100; Alemania, base 1909-10=100; Bélgica, base 1884=100; Francia, base 1901-10=100; Reino Unido: objeto de alimentación.

58 Barquín, R. (2001), vs. locs. 59 Sirol, J. (1955), pp. 318-319; 490-91.

producción y comercio de cereales 175

En cuanto a la evolución del mercado rioplatense de granos, es probable que esas alzas de los precios locales del trigo tuvieran causas también locales, entre ellas la creciente tendencia expansiva de la ganadería ovina, que debió profundizar el ya presente desplazamiento de la producción agrícola desde las zonas cercanas a la ciudad hacia otras más lejanas, aumentando también la presión sobre la oferta de forrajes. El incremento en el valor de la tierra determinado por la competencia de rubros de rentabilidad creciente como el lanar presionaba así por la introducción de métodos que permitieran obtener mayores rendimientos de la producción agrícola. No es así casualidad que algunos cambios técnicos de gran importancia ocurran por entonces; como veremos luego, es en la década de 1840 que se introduce el trigo Barletta, una variedad de excelente adaptación a los campos de frontera, y cuya difusión pronto se tonó vertiginosa. Pero, en todo caso, lo realmente importante aquí es constatar que a partir de esos años se plantea y profundiza un cambio cualitativo en el principal mercado agrícola rioplatense, que afectará a toda la producción del área pampeana y más aún: en esa larga coyuntura de precios altos, por primera vez en todo lo que había corrido del siglo XIX se dieron condiciones de apuesta rentable a mediano plazo a la producción agrícola para su realización más allá de los propios ámbitos locales. De esta forma, la ciudad de Buenos Aires comenzó a ser crecientemente suplida de trigo por zonas de producción más alejadas, desde las cuales el precio a obtener ahora justificaba los altos costos de transporte. Los trigos del sur bonaerense, del litoral, de Córdoba o del interior aparecen entonces con algo más de dignidad en la plaza porteña, anticipando en cierta medida los cambios de las décadas siguientes, en las que la oferta habría de variar en forma radical con la incorporación de la producción de las colonias. Un ejemplo lo tenemos en los envíos de harinas y trigos cordobeses a Buenos Aires, cuyo aumento en la década de 1840 es aleccionador. En este aspecto, los años iniciales de la década sirvieron sin dudas para que los operadores pudieran acumular experiencia, aun a costa de que el riesgo inherente a las fuertes oscilaciones de los precios les haya todavía provocado, en alguna ocasión, incluso grandes pérdidas. Andrés Oliva, un comerciante cordobés, remitía a Buenos Aires en 1843 un total de 800 pesos en trigos y harinas; esa operación le dejó pérdidas por “más de la mitad del principal”.60 60 Romano, S. (2002), p. 166.

176 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 9 Exportaciones cordobesas de harina y trigo (en sacos y arrobas respectivamente)

1817 1818

Harina 412

Trigo 83

1822

918

1842 1843 1844 1845 1846 1847

156 16,594 5,662 15,640 7,700 14,333

588

1853

9,305

2,127

552

Fuente: Romano, S. (2002), p. 165.

Esto no impidió que en los años siguientes los trigos cordobeses continuaran afluyendo a la plaza porteña, lo que marca la magnitud del cambio de tendencia. En efecto, desde entonces parece haber ido afianzándose la convicción de que el mercado porteño ya no se saturaba con la misma rapidez que antes ante la concurrencia de envíos desde distintos lugares atraídos por una demanda inelástica que no lograba ser suplida en una coyuntura puntual. Este fenómeno, que en años anteriores había hecho terminar abruptamente los ciclos de precios altos, provocando fuertes pérdidas a los más rezagados, ahora adquiría dimensión menor frente al renovado papel de la ciudad como gran mercado regional e internacional. Ésta ahora absorbía con avidez una variedad de productos del interior, en lo que parece haber sido un efecto derivado no sólo de la mayor densidad de población sino más aún del incremento en el movimiento comercial y de su afianzado papel de entrepôt para que esas producciones regionales alcanzaran el mercado mundial,61 lo cual estuvo sin dudas unido 61 Varios estudios recientes dan cuenta de este fenómeno; véase por ejemplo Romano, S. (1991) y (1999b), esp. pp. 169-170.

producción y comercio de cereales 177

también a un funcionamiento más aceitado de la estructura de comercialización y de los vínculos que las casas mercantiles locales establecían con las del Viejo Mundo. La mayor presencia de extranjeros y el afianzamiento de las casas comerciales británicas, alemanas y francesas, fenómenos que fueron sin dudas consecuencia de todo ese mayor movimiento, se encuentran simbolizados en la fundación en 1841 de la Sociedad de Residentes Extranjeros, en cuyo seno operó una bolsa de comercio, además de otras asociaciones de ayuda y beneficencia.62 Este incremento del desarrollo comercial arrastró por otra parte también a otros puntos del área litoral, siendo especialmente notable en Entre Ríos.63 Por último, se tradujo en una creciente y rápida valorización de la tierra, particularmente evidente en Buenos Aires, que adquiere, en la segunda mitad de la década, un impulso realmente desconocido hasta entonces.64

Gráfico 6 Producción bonaerense de trigo per capita, 1821-1881 (tendencia según años base) En fanegas de 7 arrobas - Escala logarítmica 10,00 10.00

1,00

0,10

1881

1878

1875

1872

1869

1863

1866

1860

1857

1854

1851

1848

1842

1845

1839

1836

1833

1830

1827

1824

1821

0,01

Fuente: información en Coria, L.A. (1999). Elaboración propia del gráfico a partir de datos de años base: 1821, 1827, 1839, 1857, 1869 y 1875.

62 Sobre el tema véase Reber, V. B. (1979), pp. 45 y ss. 63 Véase al respecto Schmit, R. (2004), pp. 257 y ss. 64 Para datos al respecto véase Garavaglia, J. C. (2004), p. 92.

178 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Pero no sólo en esos aspectos había cambiado el mercado porteño. También la tendencia de la producción agrícola bonaerense parece haber sido decreciente en el largo plazo. Más allá del claro quiebre que significó la irrupción de los cereales de las colonias agrícolas santafesinas en el mercado porteño hacia finales de la década de 1860, puede verse que el trigo producido per capita en Buenos Aires descendió de 1,08 fanegas en 1821 a 0,40 en 1850, a pesar de los diferentes intentos de imposición de políticas proteccionistas respecto de la agricultura provincial. Los consistentes aumentos poblacionales que se verifican en esos años no fueron de ese modo seguidos por un aumento paralelo en la producción local de este insumo básico. El agudo observador que fue Martin de Moussy daba cuenta de este fenómeno hacia finales de la década de 1850: “Desde el punto de vista agrícola, hemos visto siempre ser la oferta inferior a la demanda (…). Aunque el cultivo del trigo se ha más que decuplicado en la provincia de Buenos Aires, esta provincia no produce ni siquiera la mitad de lo que es necesario para su propio consumo (…) nueve grandes molinos a vapor siempre ocupados muelen allí al presente los trigos indígenas, mientras que uno solo bastaba hace diez años”.65 Las causas de esta disminución de la producción per capita en el largo plazo están sin dudas, como hemos visto antes, en fenómenos tales como el desplazamiento de parte importante de la producción cerealera hacia áreas más lejanas de la gran urbe, volcándose por tanto más hacia mercados locales que al abasto de ésta, suplida por otra parte desde el exterior; y, sobre todo, en el amplio y acelerado desarrollo de la producción ovina, mucho más conveniente y segura que la agrícola. Lo cual está claramente expresado en un artículo publicado en julio de 1856 en el periódico El Labrador Argentino, que destacaba la pérdida de competitividad agrícola y proponía justamente intensificarla para lograr incrementos sostenidos de la producción: “Se siembra todos los años en el Estado de Buenos Aires una cantidad de trigo más que suficiente, si la cosecha fuese buena, para la alimentación a precio módico de su población. ¿En qué pende que a pesar de la introducción extranjera los trigos se sostengan a precios altos? Nuestro parecer es que tres causas influyen en ese resultado: el poco esmero en la labranza preparatoria de las tierras, la ninguna proporción entre la cantidad de grano 65 Favier, A. (1856), pp. 29 y ss.

producción y comercio de cereales 179

y la extensión del terreno, y el ningún conocimiento de la calidad del trigo que se siembra, y si la época sembrada está en armonía con la necesidad que exige cada clase de trigo”.66 Quizás el tono de esas críticas fuera exagerado; sin dudas la situación no era la misma en todas partes. Es probable que una proporción significativa de la producción cerealera de las fronteras haya escapado a las estadísticas, por lo que la producción per capita podría aumentar si la consideráramos; pero en todo caso, lo que parece reflejarse con claridad es el descenso de los cereales en las áreas de vieja ocupación, donde los avances del lanar y de actividades más intensivas en mano de obra habían ido desplazándolos hacia tierras menos valiosas. En cualquier caso, también aumentó sustancialmente el consumo urbano, por la misma progresión de la cantidad de habitantes. Se amplió así constantemente la capacidad de absorción de ese gran mercado, que fue abriéndose cada vez más a la producción externa a la provincia, sobre todo en los momentos en que la inexistencia de conflictividad posibilitaba un acceso más o menos seguro a aquél. En esto es menester destacar que no sólo las importaciones ultramarinas tenían en ello lugar; sobre todo era la producción triguera de las provincias del interior la que fue encontrando allí crecientes oportunidades de colocación de sus excedentes. Primero, la agricultura irrigada de Cuyo parece haberse visto al respecto muy beneficiada; también la de Córdoba, como hemos visto ya. Pero pronto, al ritmo de la mejora en los transportes fluviales, irán incorporándose también los aportes de las colonias santafesinas y entrerrianas, cuya modesta escala inicial se irá acrecentando hasta irrumpir con fuerza arrolladora en la década de 1870. Había comenzado entonces a romperse en aquellos duros años cuarenta el viejo esquema de una producción agrícola dirigida fundamentalmente a mercados locales, con precios determinados casi con exclusividad por éstos, y sometida a la irregularidad de sus ritmos. Es probable que algo similar haya ocurrido en otras capitales provinciales, cuyo crecimiento poblacional no iba acompañado por un paralelo incremento en su capacidad de producir cereales. Esto explicaría, al menos en parte, los primeros intentos de instalar colonias agrícolas a finales de la década de 1840 e inicios de la siguiente, en tanto éstos fueron

66 Favier, A. (1856), pp. 29 y ss.

180 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

vistos como parte de planes de defensa estratégica del territorio, que aseguraran la producción de alimentos para guarniciones situadas en puntos sensibles de sus fronteras, incluso con otras provincias, en momentos en que las luchas que podían desatarse significaban el grave riesgo de la suspensión de la llegada de rubros básicos de supervivencia. De esta forma, los comerciantes que recorrían las viejas rutas entre Buenos Aires y las provincias, así como entre éstas mismas, a partir de la década de 1840 incluyen más confiadamente cargamentos de cereales entre sus envíos. Los condicionantes de décadas pasadas no habían desaparecido; entre ellos, el más importante, la carestía del capital, continuó haciéndose sentir durante todo el período, pero con más fuerza en los momentos de conflicto político y bélico. En la producción ligada a la ganadería esta circunstancia parece haber provocado dificultades en especial a las áreas más avanzadas de la actividad, como los saladeros, que se encontraban en un momento crucial de su evolución a causa de la necesidad de incorporar nuevas tecnologías; en la agricultura, tradicionalmente ávida de dinero fresco, estas dificultades parecen haber tenido un impacto menor, al menos en algunas áreas, y sobre todo en ciertas provincias interiores. En efecto, aquellas con mayor abundancia relativa de mano de obra (y en las cuales, por esa razón entre otras, la agricultura se había defendido mejor) se encontraron de improviso en mejores condiciones que aquellas más decididamente volcadas a la ganadería de exportación para entrar en la producción agrícola y lograr buenas ganancias. Esto podría seguramente afirmarse respecto de amplias zonas agrícolas de Córdoba o de Mendoza y, también, de las chacras del norte bonaerense. Tal situación explicaría la alarma de productores de provincias donde el valor del trabajo era mucho mayor, como en Entre Ríos, que se imaginó objeto de una invasión de la agricultura foránea destinada a desalojar a la mucho más costosa que se practicaba allí; de esta forma, en 1847 se prohibió el ingreso de harinas provenientes de otras provincias con la excusa de proteger a los cultivadores locales.67 La situación parece haber sido similar en Santa Fe, donde a las repetidas quejas por el lastimoso estado de la agricultura y ante la esporádica presencia de harinas y trigo en los intercambios con el exterior, se agregó en noviembre de 1846 una escala móvil de imposición

67 Urquiza Almandoz, O. F. (1978), p. 132.

producción y comercio de cereales 181

fiscal en las aduanas sobre el trigo y el maíz, cuya introducción era gravada a tasas superiores cuando los precios internos de éstos bajaban, y liberada de derechos en momentos en que subían.68 De cualquier manera, esos intentos de proteger la producción tradicional de los embates externos no estaban en modo alguno destinados a triunfar; se había roto la “continuidad colonial” de la que hablaba Carlos S. Assadourian. Comienzan por otra parte a registrarse cambios técnicos aislados, cuya sola enumeración es sin embargo claramente indicativa de un nuevo horizonte de inversión, como veremos en el capítulo V.

68 Ensinck, O. (1985), pp. 267 y ss.

Capítulo IV Las formas de la colonización

1. introducción

La fundación de colonias agrícolas que, durante la segunda mitad del siglo XIX, habrá de cambiar el paisaje productivo y social pampeano, reconoce diversos antecedentes fracasados en la primera mitad de esa centuria. Más allá de que uno y otro proceso posean tanto aspectos similares como divergentes, y de que la aparente solución de continuidad entre ellos sugiera que la colonización posterior a 1850 tuvo más sustancia que la anterior a ese año, en todo caso el mismo fracaso de los proyectos primitivos constituye un fenómeno que todavía hoy es menester explicar, sobre todo a la luz del éxito de los intentos posteriores, que, por otra parte, no fue en modo alguno una condición presente desde los inicios, sino que se logró luego de enfrentar muy difíciles problemas. Pero, además, no se trata tan sólo de estudiar los antecedentes de ese éxito ulterior tan sólo por la dudosa virtud de serlo: el desafío se encuentra en entender cómo y por qué se fue abriendo paso, en el imaginario colectivo o al menos en el pensamiento de algunos de los principales actores de la época, la idea de que algo parecido a lo que luego se llamaría colonización agrícola resultaba, ya en la primera mitad del siglo XIX, un instrumento adecuado para resolver una larga lista de problemas definidos de antemano. Ello, por supuesto, más allá de que los proyectos o los emprendimientos que a tenor de esa idea se llevaron a cabo resultaran desmesurados, utópicos o inadecuados a la realidad que pretendían transformar. Entenderemos aquí particularmente por colonización agrícola el fenómeno de creación de núcleos para el establecimiento de labradores o agricultores, sobre todo extranjeros aunque no en forma exclusiva, formados sobre tierras públicas o privadas, delimitadas y parceladas previamente dentro de un conjunto homogéneo, y que les

184 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

eran entregadas en forma gratuita, en arrendamiento o en venta a plazos, ya fuera desde el momento de arribo o luego de un determinado período de permanencia allí. El objetivo de la producción agrícola podía en ese esquema llegar a ser incluso accesorio: en ciertos casos, lo fundamental era simplemente lograr la permanencia de ese núcleo, a fin de consolidar o extender un dominio sobre fronteras aún inseguras. Por lógica, ese núcleo debía abastecerse, y, dada su posición, era evidente que debía generar él mismo sus medios de subsistencia mediante la producción agrícola. El término “colono” cubrirá así un abanico muy amplio de situaciones, que incluirán, como veremos, los intentos de radicación de poblaciones en las fronteras encarados por la tardía monarquía borbónica, o los que pondrán en marcha varios gobiernos provinciales a partir de finales de la década de 1820, que pueden ser leídos como un lejano eco de aquéllos. Esta amplitud en el uso del término es frecuente por otra parte en las fuentes de la época, aun las tardías.1 En ese sentido, los proyectos de colonización con extranjeros encarados sobre todo en la década de 1820 no constituyen sino un episodio más en una larga historia de intentos de ocupación ordenada del espacio, que compartía con los demás la fe en el valor de ese instrumento como factor de modificación de la realidad rural. Una vasta bibliografía ha estudiado esos intentos de colonización encarados en la primera mitad del siglo XIX. De todos modos, la abundancia de estudios puntuales, que nos provee de excelentes puntos de apoyo, reclama una síntesis interpretativa que, dentro de la vasta amplitud del campo, resalte los íntimos lazos comunes a los muy diversos proyectos de esos años, poniendo en evidencia el devenir de las líneas de pensamiento o de acción política que estaban detrás de ellos. Por lo demás, el contraste entre los objetivos planteados y los resultados obtenidos, luego de un devenir a menudo muy accidentado, provee todavía más interrogantes a responder. La misma trayectoria del fenómeno resulta en este aspecto una muestra de las dificultades que jalonaron esos resultados. En la última etapa del dominio hispano se llevaron a cabo diversos planes de fundación de pueblos en áreas de frontera, con lo que se buscaba asegurarlas contra las pretensiones de potencias extranjeras o las amenazas indígenas. Si 1 Véase por ejemplo Calvo, C. (1875).

las formas de la colonización 185

bien tales planes en teoría buscaban fomentar el establecimiento de agricultores, en esencia se limitaron a crear instancias de control local de los recursos, sobre las cuales recayera el mayor gasto de esa defensa, dado que la acción de la corona no tuvo ni la continuidad ni la dimensión suficiente como para suplantarlas. Por lo demás, esas instancias administrativas locales dependían formalmente de las máximas autoridades del virreinato, lo que hasta cierto punto podía parecer que garantizaba el cumplimiento de los objetivos regios. Se formaron así en esos pueblos nuevos grupos de interesados en el desarrollo de éstos, y en explotar sus tierras más que nada con producciones adaptadas a las circunstancias y lejanía en que se encontraban esos territorios, es decir, la ganadería y una agricultura limitada al consumo local. Sin embargo, durante esa etapa no terminaron de definirse pautas de posesión legal de esas tierras, y las tenencias que otorgaron las instancias locales fueron siempre a título precario, sometidas a decisión final de las autoridades superiores. El resultado de ello, entre otras cosas, fue un proceso de ocupación de tierras nuevas, muy consistente y visible sobre todo en Entre Ríos, la Banda Oriental o el sur cordobés; pero también la creación de expectativas y grupos de interés entre la población criolla de la campaña en torno al reparto de tierras, expectativas por otra parte sólidamente enraizadas en antiguas instituciones del derecho castellano. Pero ese apoyo al poblamiento y las promesas de reparto de tierras chocaron con las pretensiones de quienes habían solicitado con anterioridad superficies en esas áreas de frontera, a fin de encarar en ellas explotaciones ganaderas. Esos productores, en general grandes hacendados ausentistas y comerciantes miembros de la elite de las ciudades virreinales, encontraron que la emergencia de un control local de los recursos, y entre ellos del acceso a la tierra, se contraponía frontalmente con sus posibilidades de control de sus propias unidades productivas. El conflicto entre unos y otros habría de arrastrarse hasta inicios del siglo XIX, cuando la corona, que hasta entonces había dado prioridad en esos pleitos a la política de poblamiento estratégico y por ende a los pobladores recientemente instalados allí gracias a ella, experimentó el fracaso concreto de ésta y decidió dejar librados a su suerte a los colonos a quienes en forma tan entusiasta había hasta entonces apoyado. El estallido de la Revolución de independencia habría de introducir en ese esquema un nuevo momento de definición: mientras

186 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

se derrumbaba la autoridad de las viejas ciudades sobre esos espacios de frontera, emergía con mayor plenitud que nunca ese poder local gestado calladamente desde hacía décadas, en la forma de ejércitos en lucha y corporizada bajo la dirección de varios caudillos locales. Luego del trauma causado por la Revolución, algunos dirigentes intentaron poner en práctica cambios más radicales dentro de horizontes más vastos. Buscando entre otras cosas una reorganización del territorio, de la economía y de la sociedad bajo pautas más racionales, se encararon, en la década de 1820, tanto en Buenos Aires como en Entre Ríos, varios ensayos de colonización con extranjeros, en especial británicos y alemanes. Estos proyectos incluían asimismo la posibilidad de realizar buenos negocios compensando en forma ordenada las respectivas e inversas carestías de tierra y mano de obra a ambos lados del Atlántico, trasladando a las baratas y precariamente ocupadas planicies americanas parte de los vastos contingentes de proletarios europeos. Diversos factores llevaron al fracaso de esas iniciativas: en primer lugar, sin dudas, la caída política de quienes las habían apoyado o fomentado desde el gobierno; en segundo lugar, la situación de inseguridad y el ciclo de conflictos que habrían de jalonar la segunda parte de esa década, que incluirían la destrucción física de varios de esos primeros emprendimientos. Pero además, entendemos aquí que hubo factores mucho más importantes que aquéllos, ligados al propio planteamiento económico de los emprendimientos: la introducción de núcleos de abundante mano de obra adiestrada, disciplinada y activa, exenta de los onerosos servicios de la guerra, con diversos conocimientos útiles para la producción rural moderna, constituía un despropósito volcada a actividades agrícolas en pequeña escala cuyo rendimiento, en función de los límites que imponían los mercados locales a sus productos, era mucho menor al que podía obtenerse en incursiones por otra parte más seguras en los dinámicos rubros ganaderos ligados a la exportación. De ese modo, era lógico esperar que la irresistible presión ejercida sobre esos núcleos por parte de ese contexto más dinámico llevara a un drenaje constante de recursos humanos, que habría de hacer fracasar los proyectos en tanto éstos se sustentaban en la permanencia a largo plazo de la mano de obra inmigrante. Por otro lado, el traslado e instalación de inmigrantes europeos en las pampas implicaba también el de todos o al menos buena parte de los elementos que constituían su entorno cultural. Si se pretendía que

las formas de la colonización 187

esos núcleos de población supuestamente más adelantada se constituyeran en ejemplos del camino a seguir por los labradores criollos, era necesario que estuvieran acompañados de toda una serie de instituciones que les daban sustento, y que constituían parte justamente de lo que por entonces se llamaba “civilización”: iglesia, escuela, club o biblioteca. Es decir, era necesario encarar inversiones de consideración para reproducir esos elementos en el vasto desierto de las pampas y, ya fuera ese gasto encarado por el empresario o por los mismos colonos, su costo debía ser considerado al debe de la cuenta colonial, y por tanto era un factor que reducía la competitividad del emprendimiento a la hora de medirlo por sus resultados. En fin, la subversión de instituciones tradicionales traída por la Revolución de independencia, y los espacios políticos conquistados en ella por la población local, que no podía ver con buenos ojos la instalación de privilegiados extranjeros a quienes se eximía del duro servicio militar a la vez se proveía de un cúmulo de ventajas, llevaron a constituir además fuertes impedimentos al apoyo estatal directo a la colonización mediante inmigrantes extranjeros, impedimentos que recién serían superados ya muy avanzada la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, durante las décadas de 1830 y 1840 la colonización continuó avanzando, esta vez de la mano de la ocupación de nuevas tierras en las fronteras por parte de la población criolla. Tanto en Buenos Aires como en las demás provincias, aunque sin dudas en mayor medida allí, los avances sobre tierras antes muy precariamente pobladas habrían de convertirse en una de las llaves fundamentales de la creciente expansión económica que experimentaría sobre todo el litoral fluvial, centrada en la ganadería vacuna. Esos avances fueron jalonados por la fundación de pueblos, con los que las autoridades provinciales no sólo otorgaban entidad administrativa a aquéllos, sino que intentaban organizarlos en una forma y con instrumentos por otra parte no demasiado diferentes de los que habían constituido los esfuerzos borbónicos por consolidar las fronteras. Al menos en Buenos Aires se expandió también así el propio Estado provincial, cuyos intentos de conformar una red de control político y social de la campaña habían ido consolidándose para mediados del siglo. De todas formas, si los avances del poblamiento significaron distribuciones de tierras, tampoco entonces éstas fueron formalizadas, salvo en unos pocos casos puntuales. Las razones de ese estado de cosas habría

188 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

que buscarlas no sólo en la imperfección o falta completa de registros catastrales, propia de varias provincias, sino también en la persistencia de viejas tradiciones que ligaban al usufructo y la posesión el derecho efectivo a la propiedad, sin necesidad de más títulos. Esa forma de propiedad no era, obviamente, aún una plena propiedad burguesa amparada en instrumentos perfectos, todavía inexistentes. Otro factor que puede haber tenido importancia es el carácter político de las entregas de tierra, cuyo papel como recompensa a los fieles a la causa gubernamental es muy evidente sobre todo en las fronteras bonaerenses de tiempos de Rosas, pero no sólo allí. En todo caso, esos avances existieron, y de una u otra forma constituyen también parte de un proceso que adquirirá un carácter completamente nuevo al irrumpir, después de 1853, la colonización agrícola con extranjeros. En este capítulo emprenderemos el análisis de esos antecedentes, intentando dar cuenta de su compleja evolución a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, y buscando mostrar cuáles fueron los objetivos y cuáles los resultados alcanzados, para diferenciarlos netamente de la trayectoria de la colonización agrícola que será encarada en la segunda mitad de ese siglo. Trataremos también de presentar los diferentes recorridos experimentados por cada provincia dentro de la actual región pampeana, intentando prestar atención a los elementos comunes que guardaron. Comenzaremos con un repaso de la compleja trayectoria de los intentos de poblamiento encarados a finales del dominio hispánico, estudiaremos luego los cambios traídos por la revolución, continuaremos analizando la puesta en oferta de las tierras públicas y la inmigración espontánea, y completaremos el recorrido con el análisis de los proyectos de colonización.

2. la política de afianzamiento poblacional durante el tardío dominio hispánico

Como hemos adelantado, durante la última etapa del régimen colonial se había puesto en práctica una política de inmigración y poblamiento de fronteras con el objetivo estratégico de impedir los avances de otras potencias. Luego de muchas décadas de laxo control de los territorios, las élites y el comercio americanos, la corona española se encontró con

las formas de la colonización 189

graves amenazas a su poder a manos de las potencias competidoras y de la virtual independencia administrativa de sus funcionarios en el Nuevo Mundo. La nueva dinastía borbónica implementa, en especial a partir de 1763, toda una serie de amplias reformas organizativas del vasto imperio hispánico, destinadas a renovar el sistema de defensa, crear nuevas instancias de administración en áreas de frontera (una de las cuales será el virreinato del Río de la Plata), atacar el poder de corporaciones tradicionales como la Iglesia (del cual la expulsión de los jesuitas en 1767 es el fenómeno más conocido) y sanear el sistema fiscal logrando el descenso del contrabando. Dentro de esas reformas se inscribe una política de poblamiento de tierras llevada a cabo en el área rioplatense, sobre todo en su vertiente oriental, en lo que pretendía ser una fijación definitiva de las fronteras a través no sólo de tratados sino de la radicación de pobladores a los que se pudiera recurrir en caso necesario para defender con las armas los territorios. La expulsión de los jesuitas y el pase a control gubernamental de las misiones guaraníes se complementó con una fuerte acción religiosa y militar, tendiente a la fundación de nuevas parroquias y centros poblados, que fueron diseminándose por los territorios de Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental, así como en las fronteras indígenas. Podríamos agregar otros ejemplos, como el proceso de fundación de pueblos en la frontera de Córdoba durante el gobierno del marqués de Sobremonte, pues claramente se trataba de un movimiento inspirado por el mismo horizonte de ideas, y llevado a cabo con los mismos objetivos.2 Esos movimientos estaban apoyados además por la ideología ilustrada de la época, que suponía necesario inducir el cambio económico y social desde aspectos no económicos, involucrando actitudes y estilos de vida, y con métodos que asignaban un papel preponderante a la acción gubernativa.3 La percepción del vasto espacio del Río de la Plata como un área muy precariamente poblada, y la necesidad de llenar ese vacío con una población que obedeciera los mandatos temporales y divinos, tendía a privilegiar el fomento agrícola, entendido además por entonces como la llave principal de toda la riqueza; pero la ganadería,

2 Referencias en Ferrero, R. (1978), pp. 37 y ss.; este autor no considera “antecedentes” de la colonización agrícola cordobesa a esas fundaciones; nuestra postura aquí es la contraria, por las razones que hemos ya indicado. 3 Mc Lachlan, C. M. (1988).

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más rentable y más adecuada al ambiente y a la ecuación de recursos disponible, fue sin embargo la actividad predominante. Algunos observadores inteligentes reconocieron incluso que no era posible esperar otra cosa, pero ciertos funcionarios ilustrados que juzgaban el proceso desde sus preconceptos fisiocráticos se escandalizaron. El intendente Francisco de Paula Sanz denigraba hacia 1785 a los nuevos pobladores de Minas, Santa Lucía, Pando y San José, quienes “claman sólo por terrenos para estancias con la idea únicamente del ganado, y se lamentan con que son para chacras las suertes de tierras que se les han destinado”.4 Se elaboraron incluso proyectos concretos de inmigración y colonización dirigidos por la burocracia borbónica, como el traslado de familias de la península ibérica a la frontera bonaerense y a la Patagonia, familias que, luego de infinitas peripecias, terminaron recalando en el actual territorio del Uruguay.5 Pero pronto las dificultades y complicaciones derivadas de la administración de esos proyectos, y su alto costo fiscal, determinaron que la acción gubernativa buscara limitarse tan sólo a establecer pueblos donde se reuniera a los habitantes dispersos por esas vastas campañas, a lo que se agregaba la promesa de reparto gratuito de tierras como incentivo para fomentar la migración espontánea hacia esas nuevas comunidades, y el otorgamiento concreto de facultades para ello a través de la concesión de la categoría de “villa” a los nuevos pueblos, a lo que iba unida la posibilidad de contar con instancias de gobierno local, es decir, con cabildos.6 Por lo demás, la propia organización del territorio exigía un más estrecho contacto con la capital virreinal, con lo que la antigua intromisión de las autoridades de otras ciudades cercanas, a cuyas esferas de influencia podían haber pertenecido esas áreas de frontera, era por primera vez claramente apartada. Se nombraron así comandantes de milicias que respondían al mando central del virreinato, y se organizó el reclutamiento y preparación regular de las tropas, así como los servicios de policía, todo ello bajo

4 Reproducido en Barrios Pintos, 1967, p. 114. Sobre la opinión de quienes reconocían la realidad de la ganadería como actividad necesaria véase Halperín Dongui, T. (1987), pp. 191 y ss. 5 Bauzá, F. (1895), t. II, p. 260; D’Orbigny, A. (1945), t. III, p. 874. 6 Las Leyes de Indias determinaban que sólo las villas y ciudades podían poseer cabildos; es singular sin embargo que muchas de las fundaciones de villas en las fronteras en esos años finales del dominio hispánico se hubieran hecho en poblados de apenas unos pocos cientos de habitantes.

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la dirección de quienes, en esos ámbitos de frontera, formaban parte de la vecindad local. En lo que se refiere al poblamiento concreto, la migración espontánea brindó muy pronto, mediante el aprovechamiento de esas medidas, mucho mejores resultados que la acción estatal directa.7 En efecto, paralelamente a los intentos estatales de trasladar y fijar población, el mantenimiento de una paz relativa en las fronteras y la posibilidad de ocupar y obtener tierras en éstas fue posibilitando la llegada e instalación de migrantes en la región pampeana, provenientes sobre todo de áreas menos desarrolladas del interior.8 La posibilidad de instalarse en pueblos nuevos implicaba ventajas no despreciables, ya que quienes eran considerados fundadores constituían el núcleo inicial de “vecinos” de ellos, y contaban por tanto con ventajas para la asignación de solares y de tierras de labor, pudiendo controlar los órganos de administración locales –es decir la comandancia de milicias y el cabildo–, así como disponer del uso de los recursos del área.9 En ese contexto, quienes llegaban a pueblos ya formados desde otras regiones eran jurídicamente considerados “forasteros” o “transeúntes”, y poseían derechos diferentes de los “vecinos” y “avecindados”.10 En ese proceso, los que ocupaban en primer lugar las tierras en zonas nuevas y las ponían en producción obtenían por ello derechos inalienables a sus títulos, y por tanto quienes querían obtener luego grandes extensiones sin haberlas poblado, mediante la denuncia de éstas, hallaban en estos años que las autoridades desestimaban sus pedidos, más aún si en esas tierras ya se encontraban pobladores. De esta forma, quienes usufructuaban pequeñas o medianas extensiones y no formalizaban sus títulos durante mucho tiempo contaban con derechos reconocidos por las leyes y las costumbres, además de poseer y explotar efectivamente esos bienes sin experimentar problemas, dado que controlaban los organismos policiales locales. Es de destacar que este esquema continuaría incluso en 7 Djenderedjian, J. (2003a), pp. 70 y ss. 8 Sobre el tema existe muy amplia bibliografía reciente; véase por ejemplo Mateo, J. (1993), esp. pp. 124 y ss. 9 Gracias a una legislación ambigua, los cabildos podían otorgar “permisos de población” a sus vecinos dentro de su jurisdicción; además, obviamente, el grupo de notables locales que constituía esos cabildos podía también reconocer como “vecinos” a los recién llegados, circunstancia muy importante en la construcción de esos nuevos espacios de frontera. 10 Cansanello, O. C. (1994).

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parte funcionando en las primeras décadas del siglo XIX, conviviendo como procesos paralelos la ocupación sin títulos y el acceso a la propiedad legal de la tierra en las fronteras.11 Esto implicaba una difícil situación para quienes no eran “vecinos” de la localidad pero poseían en ella intereses de valor. En efecto, tanto los transeúntes como los vecinos de otras ciudades o pueblos no contaban con representación en los recientemente creados órganos de poder local, por lo que tenían pocas posibilidades de defender sus derechos allí, al menos cuando colisionaban con los de quienes sí eran vecinos y formaban parte de esos órganos. A su vez, para éstos la potestad de control de recursos se constituyó en un inmejorable punto de acumulación de influencias sobre una población creciente y dinámica, cuya participación en una economía ganadera extensiva orientada a la exportación posibilitaba buenas perspectivas de ganancias. Así, muchos comerciantes y terratenientes importantes cuyas residencias estaban situadas en ciudades como Buenos Aires, Santa Fe o Montevideo, pero que poseían desde antaño grandes estancias en esas fronteras orientales en las que criaban gruesas cantidades de ganado, se encontraron de improviso con que la política de poblamiento borbónica, al crear esos instrumentos de poder locales, les cercenaba así facultades para el control de sus haciendas situadas en esas áreas fronterizas.12 La presencia de pobladores en los lindes de esas haciendas y aun en el interior de ellas implicaba también que sus propietarios debían enfrentarse a ciertas actividades ilícitas, como la sustracción de ganado o cueros, y para controlarlas se hallaban también ahora en desventaja, dado que el poder de policía era asimismo ejercido por las autoridades locales, en cuyo interés podía incluso estar el fomento de esos robos. Por otra parte, la regularización definitiva de los títulos de las tierras que esos grandes hacendados reclamaban, y que no habían podido lograr tras largos años de demoras, se vio interdicta por la iniciación del expediente de “arreglo de los campos”, un primigenio intento de reforma por el cual se ponían en revisión las mercedes otorgadas con anterioridad al inicio de la política de poblamiento, suspendiéndose los

11 Banzato, G. y Quinteros, G. (1992), pp. 62 y ss. 12 Es de destacar que varios grandes hacendados ausentistas habían sido hasta la eclosión de la política de poblamiento los administradores sumarios de la justicia y representantes del poder real.

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procedimientos de entrega de títulos aun cuando ya se hubiera pagado la correspondiente “composición” hasta tanto se aclarara si las superficies otorgadas guardaban relación con los reglamentos, y si no colisionaban con los derechos adquiridos por los demás pobladores allí establecidos.13 Las protestas, de este modo, arreciaron, pero el Estado colonial mantuvo su política de priorizar la defensa estratégica y por tanto el poblamiento de las fronteras. Pero con la rápida derrota sufrida en la guerra de 1801, que determinó para la corona española la pérdida de importantes territorios de la Banda Oriental a manos de los portugueses, esa política de poblamiento estratégico fue de improviso abandonada. A partir de 1804-5 los planes de colonización fronteriza comenzaron a tener en cuenta la necesidad de respetar los derechos de los hacendados, y la Junta Superior de Real Hacienda de Buenos Aires disponía librar títulos a quienes hubieran pagado la composición, archivándose el expediente de “arreglo de los campos” y autorizándose la realización de nuevas denuncias y adquisiciones de tierras realengas. Asimismo, se ordenaba que en los repartos de tierras a pobladores pobres no se afectara la “propiedad” ya constituida.14 Entre esos años y el estallido de la Revolución en 1810, quienes habían resultado afectados por la política de poblamiento fronterizo en razón de que no podían defender sus derechos a extensas posesiones territoriales por no ser vecinos de los nuevos pueblos sino de otras ciudades, pudieron pensar que tenían mejores posibilidades contra el acoso de los pobladores locales que asediaban sus tierras y diezmaban sus ganados. Sin embargo, las tensiones existentes detrás de ese conflicto habrían de desatarse brutalmente durante el levantamiento rural que tuvo lugar en medio del proceso revolucionario, en cuyas luchas la riqueza de esos productores ausentistas habría de ser completamente destruida, y sus tierras ocupadas por intrusos, al punto de que muchos de ellos tendrían que abandonarlas definitivamente. En los años posteriores, el surgimiento de los Estados provinciales garantizaría además el afianzamiento de esas instancias locales de poder frente a las injerencias externas, con lo que la nueva etapa que se abría no guardaba para 13 Gelman, J. (1998), pp. 124 y ss. 14 Referencias al tema en Sala, De la Torre y Rodríguez (1967), pp. 143 y ss.; Gelman, J. (1998), pp. 129 y ss.

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ellos posibilidades de reconstruir allí sus fundos perdidos.15 Algunos de esos antiguos hacendados de Entre Ríos o de la Banda Oriental habrían de convertirse en beneficiarios de la expansión ganadera sobre las fronteras bonaerenses que comenzarían a abrirse a partir de mediados de la década de 1810.

3. los cambios tras la revolución

Con la Revolución se van a modificar entonces sustancialmente diversos condicionantes de la ocupación de tierras. Hemos hablado en el primer tomo de esta colección acerca de los cambios relativos a la aceptación de inmigrantes, los efectos de la apertura comercial y el proceso de expansión de la frontera, que agregó a los bienes fiscales una importante cantidad de tierras. Pero sobre todo, comenzó asimismo a variar la concepción acerca de qué hacer con la tierra. Si bien las tradiciones continuaron permeando los conceptos nuevos, y los antiguos fueron a su vez afectados por la interpretación local del orden moderno de ideas, en todo caso comenzó a gestarse un nuevo espíritu en el derecho constitucional, que tendió con el tiempo al cambio de la idea prevaleciente desde tiempos coloniales ligada a dar prioridad a los “hijos de la tierra”, a los vecinos y a los miembros de la comunidad hispano-católica en lo referente al acceso a ésta, y a concederles diversos beneficios económicos derivados del control de los recursos locales.16 Pero, sobre todo, la unidad ideológica y religiosa de esa antigua comunidad había caducado: ahora sus miembros debían convivir con un creciente número de extranjeros y fieles de otros cultos, cuya importancia como actores de la economía y de la sociedad sería cada vez más visible. Esta interacción motivó la difusión de nuevas concepciones liberales de la sociedad, que otorgaban a la acción humana sobre el medio un papel fundamental para transformar y someter en beneficio de los hombres a una naturaleza tenida por salvaje. Ampliando y profundizando la visión ilustrada de fines del siglo XVIII, políticos y miembros de la élite, perplejos ante el vacío territorial y el estado primitivo de las 15 Sobre todo ello véase Djenderedjian, J. (2003a). 16 Cárcano, M. A. (1917), pp. 12 y ss.

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formas productivas, se repetían a sí mismos y a los demás que las excepcionales condiciones con que contaba la región del Río de la Plata habrían de hacer de ella, más tarde o más temprano, un rico y poblado espacio en el que el comercio y la riqueza irían de la mano con la formación de prósperos vergeles agrarios. Con raíces en antiguas tradiciones clásicas, la celebración de esa naturaleza pródiga y generosa acompañaba la elaboración de programas de fomento rural: la inmigración, la distribución de la tierra baldía entre los labradores y la enseñanza de modernos métodos agrícolas bastarían para modificar con rapidez el estado semibárbaro heredado de siglos de opresión colonial, y posibilitarían, con el mismo desarrollo de las fuerzas productivas, la ampliación de los horizontes de la actividad del Estado y de los particulares. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero en todo caso están bien presentes en las primeras décadas del siglo XIX; el vacío físico de un territorio en estado casi virgen podía y debía ser organizado racionalmente para aprovechar de la mejor manera sus potencialidades. El coronel Pedro Andrés García encontraba en la formación de pueblos con agricultores en las fronteras la llave maestra de la solución del problema de la falta de población rural; llevarla a cabo no sólo resultaba entonces un imperativo dictado por la estrategia sino además un acto de estricta justicia hacia labradores que se afanaban sin fruto sobre tierras que no les pertenecían.17 En Buenos Aires, de lejos la economía de mayor dimensión y por tanto la provincia más importante, varios miembros de la élite económica y social, y en especial algunos comerciantes y personas instruidas, parecen haber advertido muy tempranamente la importancia de la inmigración extranjera como factor de cambio y prosperidad. En 1817, el enviado norteamericano Henry Brackenridge fue acosado con preguntas por parte de un grupo de esos comerciantes acerca de la inmigración europea a los Estados Unidos, “que [los locales] consideraban como un acrecentamiento de riqueza, cuya adquisición parecían envidiarnos”.18 Estas ideas eran compartidas por consiguiente también por un sector significativo de los grupos dirigentes posrevolucionarios, quienes incluyeron la consagración de la tolerancia de cultos y de la libertad individual como parte del programa de acción de los gobiernos, 17 García, P. A. (1969b); Chiaramonte, J. C. (1982); Aliata, F. (2006), pp. 45 y ss. 18 Brackenridge, H. M. (1988), t. I, p. 237; también Bagú, S. (1966).

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al punto que debían constituir, si no realidades inmediatas, al menos objetivos a alcanzar en un plazo lo más breve posible, y ser consagradas en los textos constitucionales y las leyes. Esto posibilitó el lento desmoronamiento de prejuicios y reservas contra los extranjeros en razón fundamentalmente de su religión, proceso que resultó pronto evidente entre los miembros de las clases más acomodadas e ilustradas. Hacia inicios de la década de 1830, algunas damas de la alta sociedad porteña confiaron avergonzadas al viajero Arsène Isabelle que en 1806 creían “de buena fe” que los soldados ingleses invasores “eran herejes y tenían cola” como los demonios de las pinturas piadosas.19 El desgranamiento de las restricciones y prejuicios fue lógicamente en todo caso un proceso progresivo, aun en el dictado de leyes; todavía en 1817 se establecía un límite de 4 años de residencia, un capital de 4.000 pesos o el desempeño de oficios útiles para que los extranjeros pudieran ejercer derechos de ciudadanía, los cuales, por supuesto, serían siempre negados a los españoles en tanto España no reconociera la independencia de sus anteriores colonias.20 Este nuevo orden de ideas contrastaba singularmente con las antiguas concepciones que veían en el orden natural una manifestación de la inteligencia divina, cuyo íntimo equilibrio no debía desafiarse. De esta forma, la acción directa y consciente sobre el medio se transformó cada vez más claramente en un objetivo específico de la política, y si bien ésta todavía debería recorrer un buen camino para ser aceptada socialmente y para tener efectos reales, se había quebrado de todos modos para siempre la coherencia de un cúmulo de antiguas y persistentes tradiciones que veían en la apertura al exterior más amenazas que promesas, y cuya vigencia ya había sufrido desafíos con el accionar de los funcionarios y publicistas ilustrados. En este esquema, la caída de los impedimentos a la inmigración de extranjeros constituirá un factor de diferenciación fundamental entre el programa de los políticos del período independiente y el correspondiente a sus antecesores de la última etapa del dominio hispánico. Si bien algunos de los más esclarecidos de entre éstos, como Félix de Azara, se habían atrevido incluso a proponer, para poblar las pampas, la instalación de inmigrantes de naciones vecinas, aun de aquellas con las que 19 Isabelle, A. (1835), p. 160. 20 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. I, pp. 109 y ss.

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la corona española mantenía seculares conflictos, a partir del quiebre de la dependencia colonial ya no hubo impedimentos para la llegada e instalación de extranjeros. Se pudo por consiguiente comenzar a planear su incorporación al mundo rural, con el proposito de lograr en éste cambios de magnitud aprovechando las supuestas dotes de esos extranjeros como productores más industriosos que los criollos, y considerando además su papel en la introducción de mejoras que aumentasen el rendimiento productivo de las tierras. Más allá incluso de los planes de las elites gobernantes, esa convicción alcanzaba sin duda a buena parte de los actores de la época, incluyendo a quienes tenían en sus manos los principales resortes del poder económico. De ese modo, la colonización de las áreas de frontera corrió en forma paralela a ciertos intentos de radicación de extranjeros, vistos ambos fenómenos como las bases de cambios más profundos de la sociedad; el poblamiento de tierras ya no fue primordialmente entendido, al modo que lo era en tiempos del Estado borbónico, tan sólo como un recurso para la defensa estratégica del territorio. Por supuesto que hubo marchas y contramarchas, dictadas sobre todo por el impacto de las medidas tomadas por sobre la opinión de una plebe sensibilizada ante el desafío que éstos constituían a sus tradiciones y derechos, y que además podía con justicia esperar compensaciones a sus esfuerzos durante los largos años de la guerra independentista. Por lo demás, en esos momentos la colonización era vista todavía como un fenómeno muy puntual, cuya dimensión en modo alguno podía compararse a la que tendría en la segunda mitad del siglo. De todos modos, estaban ya presentes ciertos objetivos que recién habrían de concretarse varias décadas más tarde, y no hace falta hurgar demasiado en los testimonios de la época para encontrar que algunos actores, aparentemente en desacuerdo con los proyectos de colonización e inmigración de la década de 1820 una vez que éstos fracasaban, se habían manifestado partidarios de ellos en los momentos en que ese fracaso no se avizoraba todavía. Existía así por ejemplo la conciencia de que el espacio pampeano padecía una fuerte subutilización de sus recursos, efecto también de largos siglos de aislamiento; y algunos intelectuales de la época suponían que la colonización con inmigrantes extranjeros podría constituir un instrumento eficaz para intensificar el valor agregado de la producción, convirtiéndose de ese modo además en un conveniente negocio. La introducción de inmigrantes de origen no hispánico era vista además

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como un medio, quizá el único, de difundir modernos criterios de igualdad social y destruir la antigua gradación de castas propia del régimen colonial, creando una población homogénea, industriosa y considerada moralmente mejor; el ejemplo de la pequeña pero próspera y brillante comunidad británica constituía en este aspecto un ejemplo de lo que había que imitar, difundir y fomentar.21 A tal efecto, los primeros gobiernos independientes procedieron a encargar estudios sobre el suelo y las poblaciones en la provincia de Buenos Aires; se efectuaron relevamientos cartográficos y se organizó el Departamento Topográfico, con el objeto de ordenar la distribución de tierras a fin de poder elaborar proyecciones claras y planes consistentes al respecto. Rivadavia incluso anunció la creación en agosto de 1823 de una Escuela de Agricultura Práctica, a fin de formar labradores que conocieran los más avanzados métodos de cultivo de la época. Su prédica no parece haber tenido mucho eco, porque todavía en febrero de 1824 el periódico El Argos se quejaba de que no se había llenado aún el número de plazas de la escuela.22 Sin dudas, las ideas e intenciones de los miembros de la élite rivadaviana iban a menudo bastante más allá de la realidad; en todo caso, existían tareas más urgentes en torno a cómo organizar el territorio que habría de ser el material básico de esas transformaciones.

4. la expansión de la frontera y la oferta de tierras públicas

Un proceso que impactó fuertemente en la economía rioplatense poscolonial (y que hemos abordado más extensamente en el primer tomo de esta colección) fue sin dudas la expansión de la frontera en la actual provincia de Buenos Aires. A partir de mediados de la década de 1810, apenas alejada la amenaza de los realistas y a la par del desarrollo de la conflictividad en el litoral, los avances en la frontera bonaerense comenzaron a hacerse evidentes en la fundación de nuevos pueblos al otro lado del río Salado. Estos avances buscaban generar medios de producción propios de la provincia, en momentos en que colapsaba el tráfico de metálico altoperuano y era destruida la riqueza pecuaria de 21 Halperín Dongui, T. (1987), pp. 196 y ss. 22 Cárcano, M. A. (1972), pp. 10-11; El Argos de Buenos Aires, nº 8, febrero 1824.

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la Banda Oriental y de Entre Ríos, con lo cual el papel de intermediaria mercantil entre diversas regiones productoras cumplido hasta entonces por la ciudad porteña se veía fuertemente amenazado.23 Los avances sobre la frontera indígena fueron muy limitados o inexistentes en lo que respecta a otras provincias pampeanas durante la primera mitad del siglo XIX; sin embargo, las líneas de fortines establecidas en ellas en los últimos años del siglo XVIII fueron adquiriendo más solidez y permanencia a lo largo de la media centuria siguiente. En ese período, además, las tierras de viejo poblamiento que esos fortines protegían vieron surgir algunos pueblos nuevos en procesos ligados al apoyo a la colonización criolla, que analizaremos más adelante. Entretanto, en Buenos Aires, el gobierno de Pueyrredón se preocupó por disponer y reglamentar el reparto de tierras a medida que se expandía la frontera; a partir de mayo de 1817 se sucedieron diversas medidas conducentes a otorgarlas a los pobladores que las habían ganado a los indígenas, reeditándose así la vieja política borbónica de consolidar las fronteras mediante el poblamiento.24 El 15 de noviembre de 1818 se fijaron los criterios para la concesión en merced de terrenos baldíos dentro de la nueva línea de fronteras, estableciéndose la obligación de poblarlos a los cuatro meses de haber tomado posesión de ellos, y recomendándose con muy buen criterio el aumento de las relaciones pacíficas con los indígenas cercanos para consolidar esos avances y garantizar la seguridad de los nuevos establecimientos. Medidas relativas al poblamiento de las fronteras de Jujuy, Salta, Santiago del Estero, Córdoba, Catamarca y otras provincias mediante el reparto de tierras baldías fueron discutidas y aprobadas en el Congreso de 1819, autorizándose al director supremo a efectuar esos repartos.25 Sin embargo, la disolución del poder central en 1820 llevaría a que éstos quedaran de hecho finalmente a cargo de las distintas provincias. Un cambio importante asimismo fue el decreto de 15 de marzo de 1813, dictado por la Asamblea de ese año, por el cual se facultaba al Ejecutivo a enajenar las fincas del Estado “del modo que crea más conveniente al erario”, con lo cual la antigua potestad real sobre las tierras 23 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003), pp. 94 y ss. 24 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. I, pp. 130 y ss. 25 Ibid., t. I, pp. 131 y 132.

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se transmitía al Estado naciente.26 Según Cárcano, se trata de la primera afirmación de que el poder público no debía retener la propiedad fiscal, y encierra los principios dominantes de la política agraria ulterior.27 En todo caso, es de destacar que, a partir de la Revolución de Mayo, aparece toda una legislación que incorpora de una u otra forma las ideas surgidas del espíritu liberal que reconoce sus antecedentes entre los publicistas ilustrados de fines del siglo XVIII, para quienes la agricultura y el poblamiento de las vastas extensiones de la pampa era no sólo un imperativo estratégico sino una necesidad política y económica. El choque revolucionario y el período de guerras civiles que lo siguió llevaron a la destrucción de riqueza previamente acumulada, y a una crónica penuria económica en los gobiernos que surgieron del derrumbe del virreinato rioplatense. Esos gobiernos de provincia, cuyo alcance político estaba limitado por el área de influencia de las viejas ciudades coloniales, entre las décadas de 1820 y 1850 actuaron en forma prácticamente independiente al no lograr constituirse un poder central; por tanto, no participaron del esquema de rentas fiscales obtenidas por la aduana de Buenos Aires, la principal del área, debiendo por ende basarse sólo en los recursos que pudieran obtener de su propio territorio o del tráfico por él. De esta forma, la realidad impuso límites muy concretos a su acción: hacía falta además pagar a los soldados movilizados por los ejércitos en marcha gastos extraordinarios de tiempo de guerra, cuya prioridad era absoluta. A la vez, la caducidad de las viejas instancias del poder colonial implicó que ya no existiera una autoridad superior a la cual recurrir para obtener tierras, como antiguamente se hacía apelando al soberano para que éste se dignara acordar mercedes o entregar parcelas por moderada composición. Sólo quedaban entonces las autoridades locales, cuya incumbencia en los repartos de tierras había sido anteriormente objeto de controversias, pero cuyo poder al respecto ya no encontraba condicionamientos. Por otra parte, no existían aún catastros o registros de títulos, y a menudo los intentos por establecerlos terminaron fracasando durante mucho tiempo. De esta forma, los gobiernos provinciales se encontraron con fuertes gastos a erogar, sin más recurso que las tierras públicas de sus jurisdicciones, 26 Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. I, p. 180. 27 Cárcano, M. A. (1917), p. 13.

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con plenos poderes para disponer de ellas, y con aún incipientes o incluso inexistentes instrumentos de organización de tales tierras. De ese modo la prontamente evidente necesidad de venderlas para hacer frente a las deudas tropezó con obstáculos muy fuertes: por un lado existían títulos con diverso grado de validez, pero que en todo caso demostraban usufructo durante muchos años e implicaban por tanto derechos adquiridos; por otro, a menudo a las tierras baldías en poder de los estados provinciales se agregaban otras pertenecientes a quienes habían debido en algún momento emigrar por razones políticas o por circunstancias ligadas a coyunturas del conflicto bélico. Por lo tanto, la venta de esas tierras en condiciones que ofrecieran seguridad jurídica no siempre fue posible hasta que se logró ordenar los registros de tenencias, cosa que ocurrió algunas veces ya avanzada la segunda mitad del siglo XIX. Paralelamente a todo ello, los imperativos de la guerra, la movilización de hombres que provocaba, el descrédito de las instituciones tradicionales por el desorden político y la penuria financiera de los gobiernos implicaron que existieran reclamos generados por quienes se hacían cargo de esos esfuerzos. La población criolla, arrancada de sus habituales ocupaciones de labranza de tierras, pastoreo o artesanía para servir en los ejércitos, sufría perjuicios concretos por el tiempo que no podía dedicar a su trabajo y por la consiguiente inestabilidad en éste. Así, podía esperar que al menos se ejerciera la más amplia tolerancia respecto de ciertas antiguas prácticas rurales, en especial la generalizada ocupación de hecho de tierras públicas y aun privadas. En momentos en que no existían registros regulares, y en que se habían ido superponiendo títulos precarios emanados de distintas jurisdicciones, la posesión de hecho constituía una situación repetida que se prolongaba durante muchos años, y que, por razones políticas y prácticas, no resultaba conveniente desafiar. En Entre Ríos, la provincia quizá más castigada por la guerra durante la primera mitad del siglo XIX, las poblaciones locales parecen haber conservado una conciencia clara de los derechos que las asistían respecto del acceso a la tierra, no ya sólo en mérito de ocupantes seculares sino además como recompensa por los servicios prestados al Estado en momentos de peligro. Esas tierras de las que los Estados provinciales no podían aún disponer tampoco podían ser entonces reordenadas para lograr los necesarios instrumentos jurídicos que resultaban imprescindibles para enajenarlas con

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títulos perfectos a colonos inmigrantes. Frente a esta situación, no es extraño que los primeros experimentos de radicar inmigrantes extranjeros, encarados por inversores ingleses y criollos a inicios de la década de 1820, terminaran fracasando estruendosamente en Entre Ríos, como veremos pronto. Es significativo por lo demás que la influencia porteña en la provincia, comenzada con el gobierno de Mansilla en 1821, fuera primero impugnada y luego forzada a cesar en medio de una rebelión de ocupantes de tierras que veían amenazada su permanencia en ellas.28 Por otra parte, el apoyo de las élites urbanas y políticas (y sobre todo, durante bastante tiempo, fundamentalmente el de la de Buenos Aires) a la radicación de inmigrantes extranjeros chocaba en las campañas y en las provincias interiores con la plena vigencia que aún se asignaba allí a las antiguas tradiciones ligadas al derecho hispánico, para las que sólo los vecinos o avecindados tenían derecho a las tierras, mientras que los forasteros debían antes lograr su plena integración al medio local para poder aspirar a ellas. Es decir, las nuevas ideas liberales respecto de la modificación ordenada del medio, la tolerancia de cultos y la aceptación de los extranjeros eran todavía un fenómeno mayormente urbano. Por consiguiente, más complejo aún que la integración a las élites urbanas fue el proceso de aceptación de los recién llegados en las comunidades de los pueblos rurales, entre otras cosas por la larga tradición hispana que veía en la diferenciación con el exterior una fuerza nucleadora y un recurso para la conformación identitaria de los miembros de esos grupos. Según antiguas leyes y costumbres fuertemente arraigadas, quienes arribaban tenían derechos distintos de los que eran considerados vecinos y avecindados en los pueblos rurales; los forasteros eran en principio vistos como sospechosos, más aún si no tenían oficio o bienes, y, si decidían instalarse, tardaban sin embargo largos años en ser considerados miembros de pleno derecho de la comunidad, y en poder acceder libremente, en tanto tales, a los recursos que ésta compartía.29 Durante los años de luchas del período independentista, la inexistencia o debilidad de sus vínculos locales implicaba que las levas de soldados dictadas por las autoridades preferentemente recayeran sobre los forasteros no 28 Chianelli, T. D. (1977); Reula, F. (1969-1971), t. I, pp. 228-9. 29 Cansanello, O. C. (1994).

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avecindados, en especial bajo la excusa de no poseer pruebas fehacientes de relación laboral, con lo que se los encuadraba en la categoría de vagos. Durante la época colonial, el cierre a la inmigración extranjera y las diversas necesidades de mano de obra implicaron que fuera muy intensa la circulación por el área pampeana de personas nacidas en distintas regiones del espacio rioplatense; pero con la llegada de la independencia las crecientes exigencias de hombres para los ejércitos provocaron problemas diversos para los migrantes internos, con lo que todo apuntaría a que los flujos de población al menos se vieron afectados en forma notable. Sin embargo, la ampliación de las fronteras continuó posibilitando en cierto modo la inserción de esos migrantes, dado que, como hemos dicho ya, en la fundación de nuevos pueblos los primeros pobladores gozaban de la categoría de “vecinos” y tenían por tanto acceso preferencial a los recursos, con lo que mantenían diversas alternativas de instalación como productores independientes en las tierras nuevas.30 En la campaña bonaerense, poco o nada devastada por la guerra, la tierra no fue seguramente un bien cuya disponibilidad estuviera ligada a la compensación por el esfuerzo bélico, como sí ocurrió por ejemplo en Entre Ríos; sin embargo, las viejas tradiciones respecto del acceso a ella continuaron teniendo plena vigencia, a la vez que las radicaciones en la nueva frontera fueron una vía de salida a la creciente población de las áreas de colonización más antigua. Entonces, la creación de colonias de extranjeros en las tierras públicas no sólo tropezó con los inconvenientes políticos propios de la primera mitad del siglo XIX, como la inestabilidad de los gobiernos y la falta de financiamiento. Contó además con el peso de esas pervivencias y con la emergencia de nuevas necesidades, que implicaron graves dificultades para los proyectos de radicación de colonias efectuados antes de 1850. No fue fácil entonces, para los gobiernos de la primera mitad del siglo XIX, organizar medidas de orden práctico que cambiaran la situación de las zonas rurales y la de sus pobladores y que permitieran, a la vez, disponer racionalmente de las tierras públicas. De todos modos, Buenos Aires fue indudablemente la provincia donde se lograron los avances más significativos, dado que allí comenzaron a regularizarse los catastros ya en la 30 Sobre el acceso a recursos por parte de avecindados véase además Fradkin, R. (1995), p. 62.

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década de 1820, creándose instituciones destinadas a la organización del Estado, como el Registro Público; también, se comenzaron a discutir los alcances jurídicos del régimen de propiedad, aun cuando la lucha política continuó incluyendo distintas medidas que desafiaban o derogaban la inviolabilidad de las propiedades como forma de escarmiento, ejercidas incluso contra porciones importantes de opositores políticos, como ocurrió durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas.31 Por lo demás, el Estado continuó ejerciendo facultades discrecionales con respecto a ciertas corporaciones, como ocurrió con la secularización de las propiedades eclesiásticas efectuada en diciembre de 1822, o la donación a la comunidad anglicana de un terreno en donde construir su templo.32 Pero el hito más significativo en esta materia lo marcó un decreto que el 17 de abril de 1822 determinó un régimen de inamovilidad de la tierra en dominio del Estado, no permitiendo ni la expedición de títulos de propiedad ni la admisión de denuncias, así como la prohibición de desalojos.33 Paralelamente, se intentó reglar la deuda, para lo cual el 3 de noviembre de ese año se creó por ley el Crédito Público, instituyéndose un fondo de cinco millones de pesos y garantizándose la deuda fiscal con las propiedades muebles e inmuebles de la provincia, bajo especial hipoteca. La legislatura autorizó asimismo al Poder Ejecutivo a contraer un empréstito por el monto aludido en mercados extranjeros.34 En virtud de estas medidas quedaba por primera vez comprometida la posibilidad de entrega de la tierra pública, lo cual implicaba un cambio radical con respecto al pasado, que tendría consecuencias muy importantes a futuro. Como muestra significativa del avance de la acción del Estado en esos aspectos, el 27 de septiembre de 1824 se establecieron los trámites para solicitar terrenos baldíos, los cuales comenzaban por la producción de un justificativo de hallarse el predio en esa condición ante el juez de primera instancia local, lo que resguardaba los derechos de los ocupantes sin títulos. Éstos, sin embargo, por una medida dictada al día siguiente, debían solicitar en enfiteusis los terrenos estatales que poseían de hecho, so pena de perder la preferencia que ello les otorgaba.35 En abril de 1826 31 Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. II, pp. 313-14; Gelman, J. (2002), pp. 113-144. 32 Prado y Rojas, Ibid., t. II, pp. 359-60. 33 Ibid., t. II, p. 295. 34 Ibid., t. II, pp. 347-8. 35 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 615-617.

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se estableció que los desalojos de quienes ocupaban sin títulos terrenos del Estado serían a partir de entonces “observados con todo rigor”, lo que en otras palabras significaba que las contemplaciones tenidas hasta entonces respecto de la prueba de los derechohabientes ya no continuarían en vigor.36 Entretanto, para los solares de los pueblos se respetaban plenamente los ámbitos de influencia y de decisión locales; en cada uno de ellos, una comisión compuesta del juez de paz y dos vecinos propietarios debería examinar los títulos y distribuir los solares que resultaran baldíos por caducidad de éstos o por incumplimiento de las condiciones de población y cederlos gratuitamente a los individuos que quisieran poblarlos, “prefiriéndose siempre al que tenga derecho de posesión”, y con la condición de que en un año a partir del otorgamiento se edificara en ellos casa y cerco.37 En 1825, el Congreso General Constituyente reconoció como fondo público nacional un capital de 15 millones de pesos, al tiempo que hipotecó al pago de dicho capital las rentas ordinarias y extraordinarias, las tierras y demás inmuebles del dominio público. Finalmente, el 20 de mayo de 1826 se promulga, ya bajo la presidencia de Rivadavia, la Ley de Enfiteusis. Como hemos hablado de ella en el primer tomo de esta obra, aquí sólo daremos cuenta de algunos de sus puntos fundamentales y de sus consecuencias. En principio, el objetivo de los legisladores fue múltiple: por un lado, impedir que el Estado se desprendiera de la tierra pública, que era garantía de deudas contraídas; a su vez, se trataba de estimular su explotación desarrollando las fuerzas productivas y posibilitando a largo plazo una mayor recaudación fiscal; por otra parte, se buscaba obtener un canon que, por mínimo que fuera, proporcionara ingresos mayores que la simple venta del predio al lograr la valorización de su tierra por la ocupación y puesta en producción, circunstancia en especial evidente en los territorios fronterizos; y, por fin, no obligar a los particulares a distraer en la adquisición de tierras capitales que serían mucho más productivos empleados en la compra de ganados o en el desarrollo de infraestructura. En síntesis, el sistema de enfiteusis no fue un proyecto de colonización, sino ante todo un recurso financiero y fiscal; sin embargo, es menester aclarar que tuvo bastante importancia no sólo en el reparto de tierras en la provincia de Buenos 36 Ibid., t. II, p. 766. 37 Ibid., t. II, p. 648.

206 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Aires sino además en otras provincias, donde también se lo puso en práctica, y constituye una muestra de la preocupación que existía en las esferas gubernamentales sobre la posibilidad cierta de dar valor a las tierras.38 Al sancionarse la ley se planteó la cuestión del suelo fiscal y de la facultad del gobierno nacional para disponer de él en las provincias, lo que levantó muchas quejas por parte de los gobiernos de éstas; más allá de las disposiciones de las leyes, en las provincias la tierra continuó en manos de ocupantes tolerados por la imposibilidad de los gobiernos de reglar los catastros. En Buenos Aires, donde el régimen tuvo más plena y temprana vigencia, los estudios disponibles indican que existió una amplia movilidad en los traspasos de tenencias, formándose muy pronto un mercado secundario. Asimismo, si bien la tendencia fue hacia el otorgamiento de tenencias de dimensiones relativamente grandes, y el tamaño promedio aumentó a través del tiempo, la diversidad en su extensión no debe despreciarse, como tampoco el hecho de que el 63% del total de las 6.750.000 hectáreas concesionadas en el período de vigencia del régimen lo fue en el área al sur del Salado, es decir, las tierras colonizadas a partir de 1816, donde el gran tamaño de las tenencias era una necesidad impuesta por las condiciones de explotación, la lejanía de los mercados y la falta de pastos tiernos.39 Tanto los gobiernos de la provincia de Buenos Aires como el efímero Poder Ejecutivo nacional dictaron una serie de medidas complementarias para fomentar la agricultura, reservando tierras de cultivo alrededor de pueblos y ciudades, así como las áreas de bosques, y reglamentando diversos aspectos de la ley de enfiteusis. Se continuó asimismo el avance sobre las fronteras, y el 27 de setiembre de 1826 se ampliaba la línea de defensa más allá del fuerte Independencia, estableciéndose tres nuevas guardias principales en la laguna de Curalaufquen, en Cruz de Guerra y en el Potrero.40 Aunque los avances sobre la frontera indígena continuaron y con ellos la colonización criolla, promovida algunas veces por el gobierno, diversos acontecimientos impidieron que los proyectos rivadavianos sobre tierras llegaran a completarse como los pensaron sus propulsores. La guerra con el Brasil mantuvo bloqueado el puerto de Buenos Aires desde 1825 hasta 38 Infesta, M. E. (1997, 1998, 2003). 39 Infesta, M. E. (1993); Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003), pp. 114 y ss. 40 Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. III, pp. 199-200; 295 y ss.; 319-20.

las formas de la colonización 207

1828 y significó un fuerte esfuerzo de movilización de tropas; la disolución del efímero poder nacional implicó el inicio de una nueva serie de conflictos políticos; la inflación desatada a partir de 1826 distorsionó los precios relativos y desalentó las inversiones, salvo en la ganadería, en la que los capitales buscaron un resguardo a la pérdida de valor. Con ello, las tierras ofertadas por efecto de la ley de enfiteusis y de los avances sobre la frontera durante las décadas de 1820 y 1830 fueron volcándose a esta actividad en lugar de hacerlo a la agrícola (si bien esta última también se expandió en las cercanías de los pueblos que se iban formando). Este fenómeno era asimismo esperable a causa de que, por las grandes distancias hasta los centros de consumo y comercialización y la precariedad de las comunicaciones, la ganadería extensiva constituía todavía en esas tierras “nuevas” un negocio mucho más racional. La liquidación del régimen de enfiteusis por parte de Rosas constituyó así la simbólica clausura de un intento cuyos objetivos habían diferido ampliamente de sus resultados, aun cuando ni unos ni otros hubieran tenido los sombríos caracteres que a menudo se les han atribuido, y los últimos no hayan sido sino la consecuencia lógica del imperio de la economía real, que se había querido modificar en gran escala mediante un plan sin dudas demasiado ambicioso para su época, y con bases de sustentabilidad todavía poco seguras.

5. la inmigración y sus efectos en la economía real

Hemos visto ya que la economía productiva pampeana sufrió momentos de aguda escasez de mano de obra por efecto de las levas, la retracción de los flujos migratorios del interior y el final de la esclavitud. De esta forma, la radicación de inmigrantes pudo ser pronto considerada también como una forma de aumentar la oferta de mano de obra en un plazo relativamente breve, superando así la carestía de salarios que la coyuntura había traído consigo. Además, el incremento poblacional consiguiente a la formación de familias serviría asimismo, a plazos más largos, para dotar de soldados a los ejércitos encargados de la defensa territorial, en tanto si bien los extranjeros estarían exentos del servicio militar, no ocurriría así con sus hijos nacidos localmente. Estos objetivos estaban muy presentes en la visión de los notables de la época, quienes vivían una realidad política fragmentada en soberanías provinciales con

208 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

una fuerte tendencia a luchar entre sí, por lo que lógicamente las prioridades de la defensa estratégica continuaban teniendo gran vigencia. Pero más allá de la visión de la élite política, lo concreto es que, con apoyo o sin él, la llegada espontánea de inmigrantes se incrementó silenciosamente ya desde los primeros años de vida independiente. En parte compensando y complementando las por entonces oscilantes migraciones de población criolla proveniente del interior, afectada por las alternativas del reclutamiento, las nuevas posibilidades que ofrecía la economía del litoral rioplatense fueron justificando la instalación de una creciente proporción de europeos en los más variados oficios, y que incluso llegaron pronto a dominar algunos de ellos. Es de destacar que pueden rastrearse antecedentes de esta presencia ya desde las últimas décadas del dominio hispano, cuando se fueron aflojando relativamente algunas restricciones a la presencia de extranjeros en las colonias, pero fue recién luego de la Revolución que el movimiento adquirió una visibilidad cada vez más consistente, comenzando a mostrarse incluso en las campañas. Más allá del cuidado con que debemos admitir los muy aproximativos datos de los padrones de la ciudad de Buenos Aires de esta época, parece ser que la cantidad proporcional de europeos no españoles sobre la población total se duplicó ya a lo largo del tercer cuarto del siglo XVIII, en un movimiento que continuó acelerándose en las décadas siguientes.

Cuadro 10 Evolución del porcentaje relativo de europeos no españoles sobre la población total en la ciudad de Buenos Aires, 1744-1836

Total población de cuarteles con datos Europeos no españoles Proporción sobre el total

1744 1778 10.056 24.083

1810 28.258

1822 55.416

1836 62.228

104 1,03%

703 2,49%

1.684 3,04%

4.000 6,43%

456 1,89%

Fuente: elaboración propia con datos de Martínez, A. B. (1889), pp. 223, 241 y 245; Gouchon, E. (1889), p. 246; Ravignani, E. (1920-1955), pp. xx-xxiii; y Besio Moreno, N. (1939), p. 349. Nota: del padrón de 1810 sólo se conservan las planillas de 14 barrios sobre un total de 20. Entre los europeos no españoles de ese año se ha incluido a un turco. Los datos de 1836 no discriminan entre “españoles” y extranjeros, siendo el total el de estos últimos, en el que están visiblemente incluidos los españoles.

las formas de la colonización 209

Por supuesto que estos porcentuales son ínfimos comparados con la situación de la ciudad porteña en las últimas décadas del siglo XIX, cuando hubo momentos en que más de la mitad de su población había nacido en el extranjero. Se trata, sin embargo, de los tímidos inicios de un proceso que irá adquiriendo caracteres cada vez más definidos y un ritmo cada vez más acelerado. Las transformaciones aportadas por esa corriente de apertura al mundo, a sólo dos décadas de la Revolución, habían sido sorprendentes: con un ejemplar en la mano del Almanaque de Blondel del año 1830, que detallaba las instituciones, comercios y profesionales que existían por entonces en la ciudad de Buenos Aires, Carlos Pellegrini escribía entusiasmado: “Antes del año 10, no teníamos ni maquinistas, ni grabadores, ni carroceros, ni fundidores, ni joyeros, ni pintores, ni torneros, ni libreros, ni gaceteros, ni litógrafos, ni fabricantes de productos químicos (…). Eran desconocidos los cafés, los clubes, los hoteles, las tiendas de lujo y fantasía, los baños y paseos públicos, los teatros líricos, los circos (…) no teníamos ni museos, ni bibliotecas, ni banco, ni casa de moneda (…). Y ¿qué había entonces? preguntarán nuestros jóvenes: había talegas de plata en cuartos blanqueados, baúles llenos de alhajas tradicionales, sillas monumentales imperecederas... había en la calle unos negros abanicando con el plumero canastas de rosquetes... Por lo común comíamos en una misma fuente, el mantel hacía de servilleta, bebíamos en un solo vaso, nos calentábamos en nuestros ponchos, una parda nos recibía a luz, un hilo nos arrancaba los dientes; nos paseábamos en carretones, o en algún birlocho del siglo nono; los tambores eran nuestro teatro; un combate de toros, la ópera”.41 Más importante aún, en ese período el papel de la inmigración irá haciéndose más firme en la transformación de la sociedad y de la economía de las áreas rurales. En efecto, si bien la inestabilidad política, la conflictividad, la inflación y los problemas externos provocaban momentos de descenso y aun interrupción de los flujos, el movimiento de llegada espontánea de inmigrantes tuvo una tendencia progresiva a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX. El período de paz que corre entre 1821 y 1825 estuvo caracterizado entre otras cosas por la recuperación y el crecimiento de la economía y una creciente y diversificada inmigración, compuesta ya no sólo de comerciantes y artesanos sino 41 Pellegrini, C. (1853c), pp. 20-21.

210 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

también de pequeños y medianos capitalistas, e incluso de agricultores, proviniendo ya de un espectro bastante amplio de países europeos. Algunos de esos inmigrantes, llegados por sus propios medios o por gestión de empresarios, comenzaron por entonces a introducir cambios en la producción rural, como diversos medios técnicos más avanzados o un creciente interés por la mejora de los ganados.42 Individuos y grupos de italianos, ingleses, franceses, alemanes y norteamericanos, dedicados sobre todo al comercio, la producción artesanal, las profesiones liberales, la navegación o la actividad agrícola y ganadera, van instalándose en las ciudades y en las campañas pampeanas durante las décadas de 1820 y 1830. A finales de esta última, informes consulares a menudo sospechables de exageración comienzan a calcular en varios miles la presencia de sus compatriotas en el vasto espacio del Plata; en todo caso, dan cuenta de una realidad consistente, que se manifestaba en la presencia de una sala comercial y un periódico para la comunidad inglesa ya desde la década de 1820, y en propiedad inmueble por valor de unos 70 millones de francos en manos de súbditos sardos para 1850, así como remesas a sus familiares por un valor de dos tercios de la carga de los 33 navíos salidos ese año del puerto de Buenos Aires.43 La presencia de italianos se hizo consistente en la producción agrícola de las áreas de vieja ocupación; para mediados de la década de 1840 formaban parte visible de los labradores del norte bonaerense, e incluso según el cónsul sardo dominaban el rubro, lo que sin dudas era exagerado, pero daba cuenta en todo caso de su importancia.44 En el resto de las provincias litorales la presencia de extranjeros es también creciente, llevada sobre todo de la mano de su papel en el comercio y el tráfico fluvial; los pequeños puertos de las costas van poblándose, durante la primera mitad del siglo, de italianos, alemanes y españoles, muchos de los cuales fundarán familias que con el tiempo llegarán a formar parte de las élites locales.

42 Referencias al respecto en muchos autores; por ejemplo Martin de Moussy, V. (1860-64), t. II, pp. 228-9; Gibson, H. (1893), passim; Grierson, C. (1925), pp. 12 y ss. 43 Reber, V. B. (1979), pp. 44 y ss.; Chiaramonte, J. C. (1991), pp. 91 y ss., 251. 44 Chiaramonte, J. C. (1991), p. 93; Ciliberto, V. (2004), p. 89; AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, documentos varios con nombres de italianos entre los productores agrícolas del partido de San Isidro.

las formas de la colonización 211

Por otra parte, el impacto social y económico de la inmigración comenzó a ser más intenso, al dejar, al principio con lentitud, de ser casi exclusivamente masculina y estar limitada a marineros y comerciantes. Este fenómeno fue sin dudas más visible en las áreas litorales del Paraná y el Uruguay, sobre todo en los pueblos y las ciudades de Buenos Aires y Entre Ríos, por ser las provincias de más rápido crecimiento poblacional y económico, pero no dejó por ello de existir también en áreas más alejadas. Los hermanos Robertson registraron el asombro que provocó en Corrientes la llegada de algunas mujeres inglesas en 1816, cuando dos años antes sólo había cuatro habitantes de esa nacionalidad y dos franceses; en 1833, a 18 ingleses y 41 franceses se habían agregado 39 italianos, 3 alemanes y 2 austríacos entre la población residente nacida en Europa fuera de la península ibérica.45 Si bien pasaría bastante tiempo aún hasta que la población rural criolla de las provincias y aun sus grupos dirigentes admitieran todas las posibilidades de la inmigración extranjera como instrumento de transformación económica y social, es de pensar que la presencia creciente de gente de trabajo nacida en Europa iba resquebrajando los prejuicios y preparando el terreno para su aceptación, más allá de la hospitalidad propia de los criollos que todos los viajeros celebraban. Por lo demás, cierto grupo de prejuicios contra los extranjeros parece haber permanecido latente entre la plebe urbana y la rural; si bien esos prejuicios en condiciones habituales no se revelaban, en coyunturas conflictivas podían transformarse en odio manifiesto y aun en explosiones de violencia, sin embargo acotadas.46 De esa forma, durante la primera mitad del siglo XIX parece haber existido una tendencia favorable a la aceptación e integración de los extranjeros, tendencia que persistió al menos hasta la llegada de la inmigración masiva, aunque matizada, eso sí, por algunos casos aislados de xenofobia; sobre todo en los ámbitos rurales y en épocas de crisis, como la masacre de extranjeros de Tandil ocurrida en 1872, o los manifiestos hostiles a la presencia de inmigrantes emitidos durante la rebelión de López Jordán en Entre Ríos por la misma época.47 De cualquier forma, al fortalecerse constantemente la presencia extranjera se conformaban primigenios espacios de sociabilidad y núcleos de pertenencia comunitaria. La circulación de viajeros, el funcionamiento 45 Robertson, J. P. y G. P. (1950), t. I, p. 294; Chiaramonte, J. C. (1991), p. 64. 46 Un ejemplo en Fradkin, R. (2004). 47 Lynch, J. (2001) ANH, RLJ, caja 7, fs. 84-96.

212 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de redes de vínculos primarios, la protección y el apoyo de las familias a uno y otro lado del Atlántico, y la publicación en Europa de diversas obras relativas al Río de la Plata, fueron difundiendo en el Viejo Continente algunas de las posibilidades de trabajo que existían en Sudamérica. Si bien salvo durante los años de influencia de Rivadavia no se encaró el fomento de la inmigración con medidas concretas, el desarrollo de la producción rural y el crecimiento de las ciudades brindaron abundantes posibilidades para la inserción de extranjeros.48 Además, debe tenerse en cuenta la presencia de factores de expulsión en Europa, tanto como el papel de algunas aún fuertes crisis de subsistencia y la represión política implementada por las monarquías de la Restauración. Las alternativas de los ciclos bélicos, la conflictividad política, las crisis económicas y los períodos de inestabilidad institucional local pautaban de todas formas con mucha más visibilidad el ritmo de los flujos; Benito Díaz, utilizando datos suministrados por La Gaceta Mercantil, informa que entre 1842 y julio de 1845 entraron unos 26.400 inmigrantes al actual territorio argentino; los años de bloqueo interrumpieron la corriente, que se reinició recién a partir de 1847. En 1842, los británicos residentes en la provincia de Buenos Aires alcanzaban a unos 8.000, siendo también importante la presencia de franceses, italianos y alemanes.49 Para mediados del siglo ya la presencia de extranjeros en las áreas rurales de la provincia de Buenos Aires era considerable. En los partidos censados allí en 1854, la proporción de extranjeros es de alrededor del 13% global, siendo más importante en los partidos del norte, ligados a la expansión del ovino, pero de cualquier forma no demasiado menor en los del sur, incorporados a la producción durante la primera mitad del siglo. Es menester mencionar que, de todos modos, sobre un total de 138.342 pobladores de la campaña bonaerense con origen registrado, el 15% había llegado desde otras provincias y sólo el 10% lo había hecho desde el exterior. De modo que, por efecto de los avances en la ocupación de la frontera, durante la primera mitad del siglo XIX habrá de continuar predominando la ocupación de tierras por desplazamiento de poblaciones locales, aun cuando la llegada de nuevos contingentes de inmigrantes constituirá un importante factor económico.

48 Devoto, F. (2004). 49 Díaz, B. (1960).

las formas de la colonización 213

Cuadro 11 Censo de la campaña de Buenos Aires, 1854. Cantidad de población total y de extranjeros en los partidos con datos

Partidos del norte Partidos del oeste Partidos del sur

Población total 59.512 43.182 74.366

Extranjeros 9,534 2,637 10,469

% 16 6 14

Fuente: elaboración propia sobre Argentina. Estado de Buenos Aires. (1855a) y (1855b).

Las demás provincias litorales también fueron recibiendo una cantidad creciente de inmigrantes, lo que fue diferenciándolas de las del interior. En buena medida, puede decirse que seguían en ello las pautas de Buenos Aires, en esencia porque la orientación atlántica de sus economías, facilitada por el tráfico fluvial, iba creando en ellas oportunidades crecientes para la instalación de extranjeros. Hacia 1869, en todo el país, éstos sólo eran el 10% de la población total, mientras que ya en Entre Ríos y Santa Fe esas cifras ascendían al 12 y 14% respectivamente.50 Una de las colectividades mejor estudiadas y que tendrá más relevancia en el futuro fue la de los irlandeses, quienes se vieron forzados a migrar por un cúmulo de problemas en su propia nación. Ya desde inicios del siglo XIX habían comenzado a instalarse en las pampas grupos e individuos irlandeses, una de las colectividades más antiguas del país, después de la escocesa. Las afinidades religiosas fueron un factor que favoreció la instalación de irlandeses en el Plata aun en el período hispánico; las personas de ese origen que llegaron allí antes de 1810 podrían estimarse en alrededor de quinientas, si se incluye en este total a los prisioneros irlandeses que quedaron después de las Invasiones Inglesas. Entre esta primera inmigración figuraron distinguidos miembros de la notabilidad local, que se destacaron en los más diversos campos, como el médico Michael O’Gorman, Patrick Sarsfield, abuelo del Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield, el almirante William Brown, John Thomond O’Brien, Peter Campbell y Domingo French.51

50 Datos en De la Fuente, Diego G. (dir.) (1872). 51 Korol, J. C. y Sábato, H. (1981); Coghlan, E. (2007).

214 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Figura 16. Placeres y trabajos campestres. Francia, hacia 1830. Grabado de Couché, en Chateauneuf, M. de (1839), t. II, frontispicio.

Posteriormente, a partir de 1815 los problemas económicos experimentados para la producción irlandesa, con descenso de precios y malas cosechas, implicaron nuevas causas de emigración. Si bien la economía de la isla se recuperó en la segunda mitad de la década de 1830, el aumento de población, las rigideces en la estructura agraria y nuevos y graves problemas en las cosechas a partir de 1845 culminaron en la catástrofe: entre ese año y 1851 la población de Irlanda disminuyó en dos millones y cuarto de personas; uno y medio emigró, ochocientos mil, por lo menos, murieron.52 Se conforma así un segundo grupo de inmigrantes de esta colectividad, que van llegando a las playas del Plata en forma espontánea, sobre todo a partir de la tercera década del siglo XIX. Es de destacar que estos inmigrantes, ya no tan sólo profesionales sino más que nada agricultores y ganaderos arruinados por los problemas de su patria, no permanecieron en general en las ciudades sino que buscaron trabajo en la campaña, incorporándose prontamente a la economía productiva local. Según los estudios de Hilda Sábato y Juan Carlos Korol, los altos salarios que podían obtener y el temprano desarrollo de la producción lanera fueron los instrumentos de un rápido ascenso social y económico 52 Korol, J. C. y Sábato, H. (1981), p. 33.

las formas de la colonización 215

para muchos de ellos.53 Aunque la mayor parte permaneció en las tierras bonerenses de vieja colonización al norte del Salado, también se los encuentra en la formación de nuevos pueblos y ocupando tierras de frontera. Estos irlandeses fueron fundadores de importantes establecimientos ganaderos en la provincia de Buenos Aires, e incluso fueron los fundadores de muchos núcleos de población, hoy en día ciudades florecientes: Duggan, Hughes, Gaynor, Doyle, Maguire; o, en Santa Fe y Córdoba, Murphy o Cavanagh. La temprana y plena integración al mundo rural derivaría en un largo accionar de la comunidad, que se extendió y mantuvo su importancia durante todo el siglo XIX.54 El papel de los inmigrantes en la producción ganadera ha sido estudiado bastante exhaustivamente; sabemos que fueron británicos quienes introdujeron algunos de los primeros reproductores ovinos finos, implementaron las mejoras necesarias para llevar a cabo la producción, formaron establecimientos modernos de mucha mayor envergadura que los tradicionales y tendieron canales de comercialización eficientes en torno a la producción de lanas.55 Es menos conocido el aporte inmigratorio a la producción agrícola durante la primera mitad del siglo XIX, y es muy poco lo que podemos afirmar aquí ante la falta de estudios de detalle; en todo caso, como veremos en el capítulo siguiente, la introducción de ciertos avances muy significativos, como semillas de mayor rendimiento y adaptabilidad a los campos pampeanos, parece haber sido obra de agricultores italianos; por otra parte, la presencia de medios de producción avanzados de origen europeo, sin dudas aportados por inmigrantes de origen británico, es un indicio de que esos avances no por poco conocidos dejaron de tener algún impacto. Sin dudas, el aluvión inmigratorio posterior y los cambios de gran magnitud que sobrevendrían al cruzar la mitad del siglo parecen haber bastado para dejar en las sombras los aportes de los labradores extranjeros antes de ese período de auge; por lo demás, es evidente que, aun cuando los avances agrícolas sobre las tierras nuevas de la frontera hayan sido al menos en su parte fundamental realizados por agricultores criollos, la presencia de extranjeros en las áreas de vieja ocupación debió derivar en la 53 Ibid., pp. 81 y ss. 54 Coghlan, E. (2007); Ussher, J. (1951). 55 Sábato, H. (1989); Gibson, H. (1893); Míguez, E. (1985), entre otros autores.

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difusión de algunos métodos nuevos, y en todo caso el abasto de los grandes centros urbanos comenzó a ser suplido también por una creciente cantidad de agricultores europeos, toda vez que otros europeos formaban parte consistente del grupo de consumidores urbanos.56 De esta forma, más allá de los emprendimientos concretos llevados a cabo para lograr la instalación de inmigrantes, que analizaremos en breve, la progresión misma del movimiento dio lugar a un cambio significativo de la sociedad y de la economía rioplatenses, que hacia mediados del siglo era ya muy sólido, y que quedará plasmado en los censos efectuados a partir de entonces.

6. los proyectos de colonización extranjera de los años rivadavianos

Una vez disuelto el poder central heredado del virreinato, y llegado el período de paz de inicios de la década de 1820, cada provincia encaró por sí misma su trayectoria política y el fomento de su economía. El interés por la implementación de transformaciones cualitativas de importancia a través de los instrumentos provistos por la inmigración y la colonización tuvo entonces posibilidad de plasmarse en acciones concretas, incluso a nivel gubernamental, cuando la influencia de algún personaje notable que lo compartía se hacía sentir en las esferas oficiales. A partir de 1821, los proyectos y leyes arrecian; el 22 de agosto de 1821 una ley autorizaba al gobierno rivadaviano a negociar el transporte de familias industriosas a la provincia; unos meses más tarde la firma londinense Hullet y Compañía enviaba a Buenos Aires un plan de colonización agrícola que, aunque no tuviera luego consecuencias, podría ser considerado como el primer intento de carácter orgánico relacionado con la materia.57 Asimismo, el 24 de noviembre de 1823 el gobierno nombró agentes en diversos países de Europa, con la autorización de contratar 200 familias destinadas a una nueva ciudad que debía erigirse en la zona de Bahía Blanca con el nombre de General Belgrano.58 Los proyectos destinados a la disponibilidad de las tierras 56 Ciliberto, V. (2004), pp. 92 y ss. 57 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, p. 144; Bagú, S. (1966). 58 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 441-2.

las formas de la colonización 217

públicas, en especial el concretado en la ley de enfiteusis, aspiraban a complementar esas medidas de colonización con el sostenimiento financiero del Estado; si bien estos proyectos no tuvieron mayor impacto en la realidad, de todos modos marcan un cambio político y social que tendrá consecuencias a futuro. Esas medidas se debían, entre otras cosas, a que el aumento de la presencia de inmigrantes continuó interesando a algunos destacados actores de la economía del período, en tanto se suponía que aquéllos habrían de introducir hábitos de trabajo más estables y previsibles que los vigentes entre la mano de obra rural pampeana, esperándose que su presencia contribuyera además a hacer descender el alto costo laboral de esos años. Es justamente por entonces que la pujante economía productiva rural, recuperada de los problemas de la década revolucionaria y en plena expansión sobre las fronteras, buscaba con avidez nuevos procesos y recursos humanos aptos para resolver diversos cuellos de botella planteados por las nuevas condiciones, o incluso para generar negocios con vistas a aprovechar nichos que prometían buena rentabilidad, como el rápido crecimiento del consumo urbano. De ese modo, algunos de los productores más avanzados consideraron constituir una comisión destinada a facilitar la llegada de inmigrantes, que fue finalmente creada por decreto del 13 de abril de 1824. Entre sus miembros figuraban destacados productores rurales y comerciantes, como Juan Pedro Aguirre, Antonio Dorna, Guillermo T. Robertson, Juan Manuel de Rosas, Manuel Pintos, Daniel Mackinlay, Lorenzo López, Juan Miller y Diego Brittain. Posteriormente la integraron los señores Whalson, Lezica, José Ignacio Garmendia y otros.59 Como veremos en breve, varios de los miembros de esa comisión se transformarían asimismo en empresarios de colonización, lo que indica que, más allá de justificaciones de tipo moral, ya entonces la comprendían en sus posibilidades como forma de dar mayor valor, mediante el trabajo agrícola, a tierras de uso ganadero. Las facultades y deberes de esta comisión, expresados en el respectivo decreto reglamentario de enero de 1825, incluían la publicidad, tanto en el país como fuera de éste, de las ventajas ofrecidas a los inmigrantes para su radicación; incumbencia en proporcionar empleo a los extranjeros que llegaran sin destino; prevención de su alojamiento desde el 59 Alsina, J. (1910), p. 146.

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desembarco hasta que lograran ubicarse; fomento de la introducción de labradores y artesanos europeos, y arreglo de contratos con sus empleadores privados.60 Este reglamento sería luego tenido en cuenta por varios gobiernos provinciales y especialmente por el de Santa Fe en relación con el fomento de la inmigración y radicación de colonos. Es de destacar que, aunque en sus disposiciones no existían referencias específicas al trabajo agrícola, sí se los menciona en conjunto con otras actividades para las que se quería contar con la participación extranjera. Resultó asimismo un compendio del pensamiento sobre la materia y auspiciaba una etapa diferente para el país, ya que se refería no sólo a posibles soluciones sino a los fundamentos mismos para atraer la inmigración. Preveía además la exención para los inmigrantes del temido servicio militar, y garantizaba la libertad de creencias religiosas; fue publicado en la obra de Ignacio Núñez Noticias históricas, políticas y estadísticas de las Provincias Unidas del Río de la Plata, editada por Ackerman en Londres en 1825, tanto en español como en inglés, francés y alemán; obra que, según dedujo Sergio Bagú a partir de la atención que le dedicara John Beaumont, estaba cumpliendo en Europa una eficaz función de propaganda de las ventajas de la pampa para los inmigrantes, consideradas, por otra parte, por él, muy exageradas.61 Desde los periódicos oficialistas la prédica en pro de la inmigración extranjera aparece en forma intermitente pero no por ello menos intensa; por ejemplo, El Argos publicaba en abril de 1825 una ley de colonización aprobada en México y, en un editorial de junio, al anunciar la llegada de 50 familias escocesas para la colonia de San Pedro, evaluaba los inconvenientes que hasta entonces habían debido afrontar los gobiernos ante los proyectos inmigratorios para el aumento de población, reconocidos sin embargo como “una de las mayores necesidades del país”.62 Los planos de las colonias proyectadas por entonces son una muestra elocuente de una voluntad muy clara por organizar el espacio bajo pautas racionales, así como de fundar nuevas concepciones de uso del espacio y de domesticación de una naturaleza cuya potencialidad sólo podía ser útil en la medida en que era sometida.63 60 Gouchon, E. (1889); [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 650 y ss. 61 Bagú, S., “Estudio preliminar”, en Beaumont, J. A. B. (1957), p. 9. También Gori, G. (1964), pp. 34 y ss 62 El Argos de Buenos Aires, nos 142, 23 de abril, y 155, 1 de junio de 1825. 63 Véase al respecto Aliata, F. (2006), pp. 81-2.

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Figura 17. Plano de una de las colonias inglesas del Río de la Plata dirigidas por J. B. Beaumont. James Bevans, 1825. En Aliata, F. (2006), p. 81.

Entre otras medidas adicionales, el tratado de amistad y comercio firmado por Rivadavia en Londres en 1825, y por el cual Inglaterra reconocía la independencia de las provincias del Río de la Plata, ofrecía asimismo la reafirmación de garantías para la radicación de súbditos ingleses en ellas, como la libertad de cultos, la plena disposición de sus propiedades, la exención del droit d’aubaine y del servicio militar.64 Estas pautas marcarían las que luego habrían de aplicarse para fomentar la 64 República Argentina (1863), pp. 55 y ss.

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inmigración en la segunda mitad del siglo XIX, a pesar de ciertas críticas que veían en ellas un sistema de privilegios incompatible con las garantías de la Constitución.65 Comienzan así a gestarse los primeros proyectos de colonización, encarados en su totalidad bajo la forma de emprendimientos privados, ya que el apoyo estatal, aun cuando ampliamente publicitado y sancionado en reglamentos y leyes, estaría ausente o pronto se retiraría. Ésa era una circunstancia absolutamente comprensible, ya que era de todo punto utópico pensar en que, en las precarias condiciones de existencia de los noveles gobiernos de la época, ese apoyo pudiera sostenerse largo tiempo. Es de advertir además que, por efecto de la Ley de Enfiteusis, el gobierno no podía otorgar tierras públicas en propiedad; el fracaso de estos primeros proyectos obedeció sin embargo a causas mucho más diversas. Para mediados de la década de 1820 se vivía en Londres un auge del mercado de capitales, con grandes y lucrativas inversiones en la bolsa. El reconocimiento de la independencia argentina por parte de Inglaterra en 1825 favoreció aún más el optimismo respecto de los negocios en el Río de la Plata. En una atmósfera de frenesí, comenzaron a organizarse compañías mineras y de inmigración, y se hicieron fantásticos planes para instalar en Londres la costumbre de tomar mate, y para enviar expertas muchachas inglesas a ordeñar vacas a las pampas.66 Los proyectos de colonización tomaron la forma de compañías por acciones, cuya suscripción, ampliamente publicitada, encontró muy pronto interesados. Poco importaba que esos dueños de pequeños capitales no hubieran oído hablar jamás del Río de la Plata, pues confiaron en el sonoro y prometedor nombre de ese lejano país, así como en la honestidad y prestigio de quienes dirigían las empresas. Es de destacar también como otro factor favorable a la colonización rioplatense la popularidad con la que contaron esos proyectos a causa de la conciencia desarrollada en parte de la opinión pública inglesa sobre la necesidad de resolver, de algún modo, los problemas de pobreza, desocupación y desigual distribución de la riqueza traídos sobre todo a las grandes ciudades de ese país por efecto del naciente desarrollo

65 Uno de los más agudos críticos al respecto fue Mitre. Véase por ejemplo su discurso de 1870 sobre la inmigración espontánea en Mitre, B. (1870), incluido asimismo en Mitre, B. (1889). 66 Ferns, H. S. (1968).

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industrial. Esa difundida conciencia, compartida tanto por empresarios como por intelectuales y aun por utopistas, derivó en diversos planes de colonización de tierras a lo largo y ancho del mundo, terminados en general en fracaso para el empresario, pero que posibilitaron el comienzo de una nueva vida a muchos miles de personas. En 1826, Juan Miller, miembro como hemos visto de la Comisión de Inmigración, escribía, refiriéndose a las vastas soledades de la frontera bonaerense recién ocupada: “Produce un sentimiento de tristeza involuntaria en el corazón de un inglés, el contemplar aquellas fértiles regiones habitadas principalmente por fieras y aves, cuando en su propio país abundan pobres industriosos que desean trabajar, y que se ven reducidos a la miseria por falta de ocupación. Ningún hombre debe abandonar su país ínterin pueda encontrar en él un modo honrado de vivir; pero cuando llega a la alternativa de perecer o robar, la emigración a terrenos proporcionados en aquellos fértiles países será para ellos, para su patria y para la América, una resolución favorable. El hombre sobrio e industrioso llegaría en pocos años a gozar de una propiedad decente en tierras y ganados, aunque hubiese llevado muy poco dinero.”67 Otro agudo observador, John Miers, a pesar de no describir con colores favorables la, a su juicio, primitiva y salvaje sociedad rioplatense, reconocía sin embargo las ventajas de Buenos Aires y Entre Ríos para la instalación de inmigrantes; agregando que, en el interior, un lugar ideal para ello podría estar en los fértiles oasis cuyanos.68 Varios autores reconocen como la primera colonia agrícola argentina a la fundada por John Barber Beaumont en San Pedro, en julio de 1825. De cualquier manera, avanzaron algunos emprendimientos paralelos, por ejemplo, la Comisión de Inmigración había ya habilitado habitaciones transitorias para los inmigrantes en parte del antiguo convento de la Recoleta, el cual, junto con las instalaciones de la Chacarita de los Colegiales, funcionaría como alojamiento durante unos diez años.69 Existieron asimismo algunos otros intentos concretados por empresarios alemanes. Entre éstos llegó a funcionar el de Carlos Heine, quien elevó un plan al gobierno bonaerense para la radicación de colonos de ese origen. Los 67 Miller, G. (1829), t. I, p. 129. Sobre el crecimiento de la desigualdad en la distribución de la riqueza en tiempos del inicio de su desarrollo industrial véase Kuznets, S. (1966). 68 Miers, J. (1826), t. I, pp. 238-40. 69 Ochoa de Eguileor, J. y Valdés, E. (2000).

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alemanes contaban con una reciente experiencia de colonización agrícola en el sur del Brasil, aunque allí el gobierno imperial ofrecía un marco mucho más sólido que los menesterosos Estados rioplatenses para proyectos de esa clase. Aceptadas las condiciones y puestos en marcha los trabajos respectivos, surgieron inconvenientes debido al bloqueo brasileño del puerto de Buenos Aires; sin embargo, el 15 de mayo de 1826 llegaron finalmente 46 familias integradas por 163 personas, que fueron alojadas por el gobierno en la Chacarita de los Colegiales; el 25 de septiembre del mismo año se fundaba allí el pueblo de Chorroarín, ofreciéndose los terrenos a familias inmigrantes, pero diversas vicisitudes posteriores implicaron la dispersión de los colonos.70 Otro lugar donde se concretó la formación de una colonia fue Entre Ríos. Bajo la razón social Rio de la Plata Agricultural Association se conformó una compañía por acciones entre comerciantes y funcionarios, como Sebastián Lezica y Félix Castro, y capitalistas ingleses, entre los que figuraban algunos nobles. La firma adquirió diversos campos privados en Entre Ríos con el fin de instalar allí inmigrantes ingleses, escoceses e irlandeses, situados en las cercanías de la Calera de Barquín, en la vertiente oriental de la provincia, y en el actual departamento de La Paz, en la occidental. El gobierno prometió apoyo pecuniario para los pasajes de los colonos involucrados en el proyecto, así como su alojamiento; los accionistas creyeron contar asimismo con la asistencia de la legislatura local.71 En los hechos, nada de ese prometido apoyo se concretó, y los cambios en la política entrerriana, con el predominio de quienes eran contrarios al gobierno de Buenos Aires y a la colonización, determinaron que pronto la simpatía y los halagos se transformaran en abierta hostilidad. Se entienden mejor, así, las causas del fracaso, que, en términos de Beaumont, se debió sobre todo a la mala fe de los funcionarios del gobierno rivadaviano y a los robos de los agentes locales, mientras que otros autores lo atribuyen a mala administración del propio Beaumont. De cualquier modo, finalmente la amplia mayoría de los costos fueron afrontados por la compañía, debiendo ser pasados a pérdida.72 70 Piccirilli, R. (1956); Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. III, pp. 197-8. 71 Beaumont, J. A. B. (1957). 72 Ibid.

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Anteriormente, por ley del 2 de agosto de 1824 se había aprobado el contrato entre el gobierno provincial y Pascual Costa, representante de la Sociedad Entre Riana, formada además por otros capitalistas de Buenos Aires. La sociedad se comprometía a comprar campos fiscales en suertes de estancias de tres por tres leguas a precios que variaban desde 150 pesos por suerte, sobre río navegable, 90 pesos en las distantes hasta cuatro leguas de él, y 60 pesos en las demás, obligándose asimismo a poblar esos lotes en un plazo de dos años. La Sociedad entregó al gobierno tres mil pesos y se hizo la mensura y la entrega de dos suertes; pero al avanzar en las mediciones en los departamentos de Gualeguay y Concepción se produjo un grave movimiento opositor popular, en momentos en que el gobierno obligaba a los ocupantes de tierras a presentar títulos de ellas so pena de considerarlas fiscales, lo que hubiera derivado en su expulsión. La empresa finalmente fracasó, probablemente al igual que la autorizada a don Juan de Almagro, quien logró el 15 de septiembre de 1825 que se aceptara su propuesta de colonizar campos de su propiedad con familias extranjeras, dándoseles a éstas el goce perpetuo de los derechos de ciudadanía de los nativos, y librándolas por diez años de contribuciones y cargas fiscales, así como del servicio militar.73 En Buenos Aires hubo otros intentos de colonización escocesa. Guillermo Parish Robertson y su hermano Juan solicitaron en 1824 terrenos en enfiteusis para construir en ellos una colonia; los lotes de los colonos debían ser sin embargo entregados a perpetuidad. Si bien la solicitud inicial preveía establecer la colonia en “los campos del sur de la provincia”, la inseguridad y lejanía de los mercados decidieron a los Robertson a instalar finalmente a los colonos en Monte Grande, en los campos de Gibson, denominados más tarde de Santa Catalina. Fundada con escoceses presbiterianos, la cohesión interna del grupo y el desarrollo de “marcas étnicas”, como la construcción de su iglesia y la instalación de un pastor, posibilitaron durante un tiempo los avances del emprendimiento. Sin embargo, la crisis económica desatada ya a finales de 1825 a causa de la guerra con el Brasil, el bloqueo y la inflación, pusieron en serias dificultades a la empresa, cuyos ingresos no podían cubrir sus costos; además, los colonos sufrían una constante presión para emplearse fuera de la colonia como mano de obra en momentos en que 73 Ruiz Moreno, M. (1896/7), t. II, pp. 125-6; Reula, F. (1969-1971), t. I, pp. 228-9.

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ésta escaseaba fuertemente, y durante la guerra civil de 1828-9 las tropas federales la saquearon y destruyeron, utilizando la iglesia como cuartel.74 A pesar de todo ello, hubo un nuevo intento de colonización en el año 1828, promovido por el general John Thomond O’Brien, quien quiso radicar colonos irlandeses. Sin embargo, este emprendimiento tampoco prosperó, y con él se acercaron los intentos de organizar núcleos de colonización extranjera en esta primera mitad del siglo XIX.

7. un intento de analizar las causas de su fracaso

Si bien buena parte de los emprendimientos de colonización encarados en todo el mundo por empresarios británicos durante la etapa de auge del mercado londinense que se cerró hacia 1827 terminaron sin cumplir sus objetivos, creemos que es posible ofrecer un análisis acerca de las causas del fracaso de los llevados a cabo en el Río de la Plata. Contamos para ello con la posibilidad de efectuar un análisis detallado de la colonia escocesa de Monte Grande, uno de los casos mejor documentados que existen. La colonia de Monte Grande, situada donde luego se instalaría la Escuela Práctica de Agricultura de Santa Catalina, fue fundada a unas cinco o seis leguas, es decir, entre 25 y 30 kilómetros al sur de Buenos Aires. El sitio contaba con alrededor de 6.500 hectáreas y una importante casa.75 Esta colonia nació bajo mejores auspicios que las anteriores; el general Miller la describía a principios de 1826 como situada en un gran bosque de robles, fresnos, encinas y olmos, plantado hacía unos diez años por un tal Mr. Barton, del cual se conserva todavía buena parte, siendo el bosque artificial más antiguo del país. La colonia contaba por entonces con unos cien individuos; el general acompañó al reverendo Armstrong, que fue allí a bautizar doce o quince niños nacidos después de la llegada de los colonos. Se dio una gran comida bautismal a la cual asistieron todos, “y una reunión más festiva rara vez 74 Dodds, J. (1897), pp. 60 y ss.; Ferns, H. S. (1968), pp. 149-50; Grierson, C. (1925), pp. 65 y ss. 75 Grierson, C. (1925), pp. 36 y ss.

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pueda lograrse. Esta colonia va prosperando bajo todos los aspectos (...) se halla actualmente a la inmediata superintendencia de Mr. John Parish Robertson, cuyos talentos, conocimientos locales y disposición lo califican para ser el Guillermo Penn de las Pampas”.76 Los Robertson invirtieron 60.000 libras en la empresa, construyendo 31 casas de ladrillo y 47 ranchos, un molino, establos, graneros y una iglesia. En 1828 la colonia contaba con 1.418 hectáreas cultivadas o destinadas al cultivo, y más de 5.000 para pastoreo. Según Carlos Pellegrini, allí se iniciaron importantes siembras de alfalfa.77

Figura 18. Edificio principal de la antigua colonia escocesa de Monte Grande hacia 1878. En Grierson, C. (1925).

Contamos con un detalle de cuentas de ingresos y gastos de uno de los colonos, miembro de la familia Grierson. El siguiente cuadro ofrece un resumen.

76 Miller, G. (1829), t. II, p. 378. 77 Pellegrini, C. (1856), p. 76.

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Cuadro 12 Ingresos y gastos de una explotación tipo farmer en la colonia Monte Grande, 1828 (en pesos papel, sin ajustar por inflación) Debe Gastos de explotación Salarios Animales Construcciones Muebles y útiles Transportes y acarreos Trilla y molienda Semillas y plantas Impuestos Gastos personales y varios Gastos personales Pagos en efectivo y cheques Buena cuenta, ajustes y sin especificación Subproductos ganaderos Cueros Astas Sebo Animales en pie Manteca y queso Carne Subproductos agrícolas Maíz Harina Heno Varios Leña Pagos en efectivo y cheques Salarios Materiales de construcción Diversos y sin detallar

Haber

5.996 2.704 264 304 546 137 80 32 3.235 400 38 671 14 635 2.235 3.183 2.586 2.746 497 13

13.736

355 1.149 14 1.133 608 15.839

Fuente: elaboración propia con datos transcriptos por Grierson, C. (1925), pp. 45-55. Nota: Las cuentas corresponden al año calendario 1828; se han corregido errores de suma, aunque la transcripción podría adolecer de erratas no salvadas. La explotación es definida por Grierson como formando parte de “un grupo de ocho estancieros (farmers)” (p. 43). En 1828, el peso fuerte fluctuó entre 4,14 pesos papel (enero) y 2,30 (marzo y octubre), con un promedio anual de 2,92. Álvarez, J. (1929), p. 99.

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Si bien se trata sólo de un ejemplo, resulta claramente ilustrativo del esquema de vida y producción de un gentleman farmer en las pampas. Por lo que respecta a los ingresos, puede verse que los subproductos ganaderos concentraban casi el 60% del total, circunstancia que puede atribuirse quizá a limitaciones de mercado y no sólo al propio planteamiento de la explotación. La diferencia con las explotaciones criollas está dada sobre todo por un aprovechamiento al parecer más intensivo del animal: se venden vacunos y cerdos en pie, carne, manteca y queso, además de cueros, astas y sebo. La producción intensiva y diversificada propia de una granja de tipo europeo, ligada a una gran inversión en trabajo, se veía de todos modos limitada por las condiciones productivas locales, en las que el gasto en contratación de mano de obra resultaba considerable en función de los altos salarios existentes. Es decir, el aumento de la dimensión operativa de la explotación, con la incorporación de rubros más variados, implicaba también el necesario aumento en la inversión, tanto en capital como en trabajo; si este último no podía ser provisto por la propia familia, las onerosas condiciones de contratación podían poner muy pronto fuera de mercado a esas granjas con respecto a sus similares criollas, más ligadas a unos pocos rubros de mejor venta y con gastos operativos y personales mucho menores. Es justamente en los gastos donde más resaltan las diferencias. El intento de reproducir pautas de vida comunitarias y sociales del lugar de origen resulta evidente en el desagregado de los gastos personales: colegio con sistema de internado para los niños, viajes regulares a la ciudad, ropas, zapatos y alimentos de alguna sofisticación. El costo de mantener los frutos de una buena cultura intelectual y de un modo de vida europeo resultaba de ese modo también demasiado alto, en esencia porque pagar los imprescindibles sirvientes y servicios derivaba en más gastos sustantivos en salarios. No parece entonces que en una explotación de colonos como ésta se pudiera aprovechar consistentemente la diferencia de productividad que debió de haberla caracterizado con respecto a su entorno criollo, si admitimos que la incorporación de mejoras técnicas, organización más eficiente y maquinarias simples debieron de constituir elementos sustantivos de esa disparidad. Por el contrario, parecería que existieron limitaciones bastante fuertes a la rentabilidad de estas empresas agrarias: aunque no contamos con inventario, las ganancias no parecen haber sido

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muy altas. Esas limitaciones obedecían en buena medida tanto al ingreso en un amplio abanico de rubros, para los cuales había que prever una inversión mayor, y dispersar un costoso capital en emprendimientos que a veces fracasaban, como a lo atinente a los gastos, que incluían el sostén de un nivel de vida poco acorde con el medio. Por otra parte, es dudoso que la incorporación de mejoras técnicas pudiera, en esos años, establecer una diferencia de productividad demasiado grande. No existían todavía maquinarias de envergadura y eficiencia realmente significativas, y las que existían para aplicar a los procesos productivos, por otra parte, debían necesariamente ser adaptadas al ambiente, las condiciones, la disponibilidad de repuestos y técnicos, y aun a las pautas agrícolas locales, para poder resultar de utilidad. Recién en las colonias santafesinas fundadas a partir de la década de 1850 comenzaron a introducirse maquinarias modernas cuyo aporte realmente contribuyó a solucionar eficazmente algunos cuellos de botella de la producción agrícola. El ejemplo más consistente es el de las segadoras, cuya incorporación al proceso de cosecha redujo al menos el 40% la utilización de mano de obra en el cultivo del trigo entre 1850 y 1870.78 Parecen entonces haber existido razones más estructurales que la crisis económica o los destrozos de los gauchos para impedir que esta colonia prosperase. Entre otras cosas, a pesar de su vasta y antigua experiencia en el conocimiento del país y de sus complejas peculiaridades, los empresarios que la promovieron no habían sido capaces de calcular las múltiples complicaciones inherentes a un proyecto de esas características, dificultades no sólo económicas sino también culturales y sociales. En Europa, las instituciones e infraestructura de las que gozaban los productores en cualquier comunidad más o menos comparable en dimensión con ésta habían ido siendo construidos a lo largo de los siglos, amortizándose por ende su costo en un amplio período; en la pampa era menester crearlo todo de la nada y en pocos meses, para lo cual resultaba imperioso contar con un capital considerable, y estar dispuesto a resignar sus utilidades durante mucho tiempo, o se debía cargar a los colonos con esos gastos, lo que habría de redundar en dificultades para su afianzamiento. Estos fracasos sucesivos fueron mostrando con claridad a los empresarios que el proceso de valorización de la tierra mediante el cambio 78 Al respecto Frank, R. (1970), pp. 5-7; Frank, R. (1994).

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cualitativo provocado por la colonización agrícola no podría nunca lograrse tan sólo limitándose a favorecer, mediante inocuas leyes benignas y pasajes subsidiados, una adecuada complementación de la sobreoferta de determinados factores productivos a ambos lados del Atlántico (tierras en el Río de la Plata, mano de obra en Europa), a efectos de compensar la escasez inversa de éstos. Por el contrario, era necesario un cambio de magnitud en las condiciones operativas, en la vigencia efectiva de las instituciones y de las leyes, en la consolidación de los gobiernos, en la receptividad social del fenómeno inmigratorio en el ámbito local, en el grado de compromiso con él por parte de los grupos dirigentes, en el cálculo de costos y recursos, e incluso en las condiciones de demanda de la mano de obra rural, asociada por entonces a fuertes ciclos estacionales durante los cuales la presión de agentes interesados en el trabajo de los colonos era una tentación demasiado fuerte (y conveniente) como para que éstos pudieran resistirla, abandonando las tareas, las deudas contraídas y los contratos a los que se habían ligado. Por otra parte, la oposición de los pobladores locales a los colonos extranjeros, fenómeno del cual se encuentran en el Entre Ríos de esos años los más singulares y persistentes ejemplos, no debe ser tomada como algo tan sólo concerniente a los caudillos que dirimían espacios de poder; por el contrario, mientras que a esos pobladores locales se les exigían servicios militares por la esporádica situación de guerra, que debían cumplir a veces abandonando sus rebaños, sus familias y sus intereses, era lógicamente chocante que existiera la posibilidad de instalación de extranjeros exentos de ese servicio, que contaban con todas las ventajas (al menos a los ojos de los pobladores que debían partir) como para poder apropiarse del ganado que sus dueños ausentes no podían cuidar, o cuya producción agrícola habría de competir deslealmente con la de quienes no contaban con posibilidades de hacerse cargo de tareas de siembra o cosecha.79 Además, mientras la ocupación sin títulos era un fenómeno fuertemente extendido entre los pastores y labradores criollos, los colonos se instalaban cómodamente en tierras que algunos capitalistas porteños habían comprado a precio sin dudas muy bajo a fiscos exhaustos, manejados por otra parte por gobiernos siempre sospechados de complicidad, y que obtenían títulos perfectos luego 79 Véanse detalles de la rebelión entrerriana contra los proyectos colonizadores en Chianelli, T. D. (1980), pp. 44 a 65.

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de aportar pagos quizá no muy significativos durante algunos años. La animadversión de la población criolla contra los para ellos incomprensibles privilegios que se otorgaban a los extranjeros continuaría vigente largo tiempo en las provincias; en 1855, los proyectos iniciales de Aarón Castellanos para poblar de colonias el Chaco santafesino chocaron con esa sorda oposición; en palabras atribuidas por aquél a Nicasio Oroño, “en Santa Fe se levantó una grita entre el paisanaje de que ¿cómo era eso de que a los extranjeros se les iban a dar tantas cosas, y a ellos que habían servido a la patria tantos años nada se les daba?”.80 Así, no era posible que la colonización agrícola con extranjeros prosperara en provincias vapuleadas por la guerra como las del litoral, o que habían encontrado en la ganadería, como ocurría en Buenos Aires, una actividad más adaptada a un contexto de incertidumbre económica, inestabilidad institucional y lejanía de los centros de consumo y de comercialización. Planteados como un mero trasplante de comunidades europeas de trabajo intensivo, ese trasplante debía tener en cuenta elementos como la necesidad de dotar a esas comunidades de una infraestructura suficiente para actividades sociales, ya no sólo económicas. Por lo demás, ese trasplante de actividades muy intensivas en trabajo a un sitio donde justamente el trabajo era un bien notablemente escaso y de alto precio, llevaba todas las de perder en su confrontación con la economía real: a la inversa de lo que se intentará luego en Santa Fe, los fracasados proyectos de los años 1820 no estaban situados en áreas de frontera, sino en zonas de antigua ocupación, y por tanto convivían codo a codo con explotaciones criollas de muy distinta productividad pero con una inserción en la economía mercantil mucho más concreta y afianzada, sobre todo a través de la más rentable ganadería vacuna. La dimensión de los mercados locales a los que la producción agrícola intensiva de esas colonias debía dirigirse era todavía muy poco significativa; no había por tanto posibilidades de impedir que, ante el súbito aumento de la oferta, muchos rubros de consumo perdieran parte sustancial de sus precios. Jaqueadas no sólo por la inestabilidad política sino por la imposibilidad económica, era bastante utópico pensar que esas colonias pudieran sostenerse. No resulta extraño, de ese modo, que luego de la llegada de Rosas al poder, el 20 de agosto de 1830, fuera declarada extinguida la Comisión de Inmigración creada cinco 80 Castellanos, A. (1877), p. 26. Sobre el tema véase Alvarez, J. (1910), pp. 362-4.

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años antes y que el propio Rosas había integrado, con lo que se puso por el momento un simbólico fin a los proyectos de cambio social a través de la colonización agrícola con extranjeros, que deberían esperar varias décadas para volver a intentar concretarse.81

8. la evolución de la colonización criolla en el segundo cuarto del siglo xix

Si bien hemos reseñado los proyectos e intentos de colonización extranjera emprendidos a partir del apoyo e iniciativa de algunos miembros de la élite porteña, existieron otros emprendimientos de índole similar destinados a atraer y fijar migrantes locales, tanto en Buenos Aires como en otras provincias, en general todos ellos a mucho menor escala y bastante menos conocidos. En Santa Fe, a instancias de la circular que en febrero de 1814 el director supremo Posadas envió a las provincias para la presentación de proyectos tendientes al desarrollo de la agricultura en ellas, el teniente cura de Rosario, don Tomás Javier de Gomensoro, elevó un plan de fomento agrícola a través de una “Junta de Amigos del País” que él reuniría.82 Asimismo, Pedro Moreno envió otro plan, más concreto y amplio, en el cual se analizaban las causas del retraso agrícola en el área, proponiendo fijar tierras para labranza en un espacio de tres cuartos de legua sobre el Paraná, y dividir esa superficie en chacras de cuatro cuadras cuadradas, obligando a los propietarios a vender cuanto excediese de tales dimensiones. El director Posadas aprobó el plan con algunas modificaciones, estableciendo a la vez exenciones impositivas a quienes pusieran en producción agrícola esos lotes, pero esas medidas quedaron prácticamente sin efecto a causa de los subsiguientes problemas políticos.83 En 1826, algo aquietadas esas aguas, una sociedad se presentó al gobierno provincial solicitando ayuda para un gran emprendimiento agrícola; ese mismo año, el juez pedáneo del Rosario, Juan Antonio Esquivel,

81 Díaz, B. (1960); los miembros de la Comisión de Inmigración de 1824 en Alsina, J. (1910), p. 146. 82 Molinas, F. (1910), pp. 27-8. 83 Álvarez, J. (1943), pp. 230-233.

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enviaba a la Junta de Representantes un reglamento elaborado por los labradores de su jurisdicción para el buen orden de las chacras y defensa de las sementeras, que fue aprobado, y que obligaba a los dueños de animales a evitar perjuicios a los terrenos de labranza, estuvieran o no cercados, debiéndose abonar los daños.84 No parecen haber sido dadas a luz constancias acerca de los efectos prácticos de esos emprendimientos. En las décadas siguientes, aun cuando no hubiera en esa provincia avances sustantivos sobre la línea de fronteras, las autoridades intentarían fundar pueblos en las zonas ya ocupadas a fin de consolidarlas; así, fueron fundados por el gobierno provincial los pueblos de San José del Rincón en 1824 y Cayastacito en 1845, y por el pionero José Aragón, los de Barrancas (1820) y Puerto Aragón (1842).85 Estas y otras iniciativas estaban por otra parte explícitamente orientadas a favorecer la instalación de labradores; San José del Rincón fue creado como distrito agrícola, y el general Estanislao López acordó por otra parte ayudas a una sociedad particular que se proponía fundar un centro agrícola al sur de la ciudad capital, pero la empresa no prosperó.86 En Entre Ríos, por otra parte, si bien no existía ya frontera indígena, había sin embargo todavía áreas muy precariamente pobladas, sobre las que, durante la primera mitad del siglo XIX, se registraron avances concretos. El progreso de la ocupación queda pautado con la creación de pueblos, sobre todo en el noreste de la provincia, donde se fundaron Mandisoví (1810), Concordia (1831) y Federación (1845); en el centro de ésta, con la fundación de Villaguay (1821); en el noroeste, con la de La Paz (1835), y en el suroeste, con Victoria (1810) y Diamante (1836).87 Paralelamente, se dictaron algunas disposiciones a fin de reglar el régimen de la tierra y ordenar las tenencias. El 23 de octubre de 1823, el gobernador Lucio Mansilla emitió un llamamiento a todos los que habían debido emigrar por las anteriores guerras civiles, quienes tendrían que repoblar sus tierras abandonadas o venderlas para que éstas pasaran al fisco, el que a su vez las repartiría en suertes de estancias de dos por tres leguas y de chacras de doce cuadras cuadradas. Esta medida beneficiaba en realidad tan sólo a los emigrados de simpatías porteñistas, porque persistieron las prohibiciones

84 Cervera, M. (1907), t. II, pp. 968-9. 85 Fernández, A. R. (1896), pp. 155; 231; 294; 304. 86 Molinas, F. (1910), p. 29. 87 Ruiz Moreno, M. (1896-1897), t. II, p. 15 y ss.

las formas de la colonización 233

sobre quienes habían estado ligados a la administración de Francisco Ramírez. Posteriormente, el 27 de septiembre de 1824, se dispuso que todo poseedor u ocupante de campo debería presentar los documentos que atestiguaran su posesión en el término preciso de noventa días, o, de no tenerlos, acudir al gobierno para que esa tierra fuera delimitada. Como hemos visto, estas y otras medidas, dictadas por un gobierno proclive al de Buenos Aires, fueron muy resistidas por la población, aun cuando gracias a ellas algunos grandes terratenientes porteños de tiempos coloniales que habían perdido sus tierras en las guerras pudieran venderlas al Estado provincial o canjearlas por otras.88 Por el contrario, los personajes de arraigo local y muchos pastores y labradores de medianos o escasos recursos, que desde antes de 1810 sostenían con esos grandes terratenientes conflictos por linderos, se habían aprovechado de la confusión de tiempos revolucionarios para posesionarse de tierras y ganado de aquéllos, con lo que se hallaban ante la presión por desocuparlas y quizá perder sus animales. La oposición política fue finalmente creciendo, hasta finalizar con la expulsión del gobierno proclive a Buenos Aires. Posteriormente, los intrusos continuaron siendo tolerados e incluso favorecidos por las autoridades provinciales, embarcadas en guerras intermitentes que les imponían la necesidad de hacerlo como moneda de cambio para contar con soldados fieles y sufridos.89 En Córdoba se establecieron asimismo medidas tendientes al ordenamiento fundiario y al fomento de las poblaciones de frontera, y es interesante notar su persistencia, ya que éstas comenzaron bajo la administración del general José María Paz, unitario, y continuaron por sus sucesores y rivales políticos, federales. Un reglamento aprobado el 8 de mayo de 1827 establecía que los terrenos poseídos a título precario serían considerados realengos, debiendo ser comprados, mientras que los respaldados por contrato enfitéutico debían ser redimidos en un plazo de un mes, so pena de fuertes multas. Posteriormente se afectaron al pago de deudas los terrenos fiscales, y el 7 de octubre de 1829 se reafirmaba que esos terrenos no podían venderse hasta la extinción de la deuda, pudiéndose en cambio darlos en arrendamiento. Asimismo se determinaba que las mejoras hechas en ellos serían avaluadas al tiempo de su venta, quedando su valor en favor del arrendatario y 88 Véase al respecto Pérez Colman, C. B. (1936/7), t. III, pp. 295 y ss. 89 Schmit, R. (2004).

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no del Estado. Por ley del 1º de septiembre de 1830 se acordaron privilegios a pobladores de áreas de frontera, que incluían la exención de pago de impuestos ordinarios y extraordinarios, y el servicio militar únicamente en su área, definiéndose a la vez a esos pobladores como quienes tuvieran casa, residencia y haciendas hasta una distancia de diez leguas en torno al fuerte.90 Otras disposiciones de agosto y diciembre de 1830 autorizaban al gobierno provincial a ceder el uso de tierras a título gratuito a quienes las poblaran, y obligaban a los particulares a arrendarlas en su propio beneficio. El 16 de agosto de 1842, ya bajo una administración federal, se acordaron privilegios, adicionales a los usualmente otorgados a pobladores de frontera, a quienes fueran a avecindarse a la población de Achiras; se establecieron además exenciones impositivas a los comerciantes. Por último, existieron incluso subsidios en dinero a los vecinos de los departamentos de las fronteras sud, este y norte de la provincia, que cesaron el 10 de mayo de 1852.91 Bajo el gobierno de Juan Bautista Bustos se repobló el pueblo de Soto y se creó la villa de San Juan Bautista, actual Ballesteros Sur en el departamento de Unión, adjudicándose lotes a colonos.92 Entretanto, numerosa inmigración criolla espontánea continuó asentándose en los territorios de frontera en la provincia de Buenos Aires. Esa migración espontánea fue apoyada por las autoridades con medidas legales, como el decreto ofreciendo terrenos dictado el 19 de septiembre de 1829, durante la administración de Viamonte.93 Es sumamente interesante destacar que en su artículo 1º se indica que esa disposición estaba dirigida a “los vecinos de la campaña, hijos de la provincia, y los avecindados en ella, naturales de la república”, es decir que se excluía explícitamente a los extranjeros, con lo cual se pautaba una diferenciación muy clara con los proyectos destinados a favorecer la instalación de inmigrantes encarados en tiempos de Rivadavia.94 Los repartos de tierras reglados en ese decreto tuvieron aplicación concreta en el poblamiento de Azul, que analizaremos 90 Es decir, se reeditaban las viejas ordenanzas del servicio de milicias prestado por los “vecinos”. Véase Cansanello, O. (1995). 91 [Samper, S. y Funes, S.] (1888), t. I, pp. 39; 64; 78; 96-7; 156 y 227. 92 Ferrero, R. (1978), pp. 39 y ss. 93 [Angelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 985 y ss. 94 Molinas, F. T. (1910), p. 30.

las formas de la colonización 235

con algo de detalle porque constituye el caso más relevante de política colonizadora encarada en tiempos de Rosas. 95 La fundación del fuerte y pueblo de “San Serapio Mártir del Arroyo Azul” fue efectuada hacia fines de 1832 por parte de una expedición al mando de Pedro Burgos, compadre y amigo de Rosas, con el objetivo de asegurar la frontera mediante la instalación de pobladores que, por los considerandos del decreto de Viamonte, serían eximidos de servir militarmente en otros sitios. En el área se encontraban, además, algunas tribus de indios amigos, que fueron concentradas allí para constituir asimismo un centro de defensa. La población criolla del lugar aumentó rápidamente, a una tasa del 5,47% anual entre 1838 y 1854, favorecida por los desplazamientos de migrantes desde sitios relativamente cercanos. El gobierno estableció repartos de suertes de estancia, las cuales se plantearon con una extensión de media legua de frente por legua y media de fondo, es decir unas 2,025 hectáreas, superficie que por entonces y en esos lugares podía suplir apenas las necesidades de una familia típica de pastores y labradores.96 Para obtener los títulos de propiedad los pobladores debían cumplir con una serie de condiciones, entre ellas poblar la suerte con su familia o personas de faena, tener allí al cabo de un año posesiones por montos no menores al de cien cabezas de ganado vacuno o su equivalente en caballos o en capital agrícola, construir un rancho de paja y un pozo de balde, entre otras.97 Los otorgamientos, así como la delimitación y ubicación de los terrenos y las concesiones de los títulos de propiedad, estarían a cargo del comandante general de la Campaña, que en ese entonces era Juan Manuel de Rosas. Asimismo, el gobierno dictaminó que los títulos de propiedad serían extendidos una vez que los pobladores presentasen un documento concedido por el comandante, en el que constara el correcto cumplimiento de las condiciones impuestas y, asimismo, que los pobladores podrían disponer de sus terrenos con libertad luego de diez años de haberlos poblado.98 Sin embargo, aun luego de la caída de Rosas muy pocos títulos se habían otorgado. En 1859 un informe oficial indicaba que, de 309

95 Al respecto seguimos a Lanteri, M. S. (2002), pp. 11-42. 96 Véase Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 146 y ss; 153-4. 97 Detalladas en el decreto, [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 985 y ss. 98 Lanteri, M. S. (2002), pp. 11-42.

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donatarios, sólo tres habían conseguido escriturar efectivamente sus suertes de estancia durante el período rosista: Mariano Lara y Juan y Prudencio Rosas, estos dos últimos parientes muy cercanos del gobernador. El informante, el sargento mayor Juan Cornell, indica entre las razones de ello la ausencia de planificación del área para la distribución y ubicación de las suertes y la falta de deslindes, dado que las mediciones habían sido hechas por los alcaldes y vecinos, sin intervención profesional, lo cual no había impedido la activación de traspasos y cesiones entre los donatarios originales y otros interesados, en una situación que replica en gran medida la de las fundaciones de frontera de época borbónica.99 María Sol Lanteri, que analizó detalladamente el caso, destaca el hecho de que, aun cuando en las cercanías existían muy grandes estancias, sólo dos personas habían recibido tierras mediante el sistema de “premios”, forma tradicionalmente considerada por la historiografía como la vía principal utilizada por el gobierno para beneficiar a sus partidarios.100 Por el contrario, este tipo de adjudicaciones parece haber sido en realidad muy poco importante y, más interesante aún, sólo unos pocos receptores de premios lograron obtener sus títulos, cosa que se repite en lo que respecta a otras entregas de tierras durante el período rosista, fenómeno destacado para toda la provincia por Marta Valencia en un trabajo reciente.101 Por otro lado, para Lanteri los donatarios de Azul parecen haber sido fundamentalmente pequeños y medianos propietarios, con más de la mitad de ellos poseyendo, en 1839, un capital menor a quince mil pesos cada uno, cifra que, según los estudios de Jorge Gelman y Daniel Santilli, correspondería al capital de un pastor medio, que podía vivir de su ganado e incluso acumular.102 Apuntemos aquí que, según lo ha sugerido Ricardo Salvatore, era justamente entre esos sectores de propietarios medios de la campaña donde se encontraban los más fuertes apoyos al régimen de Rosas.103 En síntesis, todo parece indicar que, retomando y en cierto modo reinventando la práctica de tiempos tardocoloniales, el régimen rosista otorgó un papel importante a las autoridades locales en el reparto de 99 Djenderedjian, J. (2003a), pp. 166 y ss. 100 Lanteri, M. S. (2002). Un interesante análisis del sistema de premios en Infesta, M. E. y Valencia, M. E. (1987). 101 Valencia, M. (2005), pp. 15-44. 102 Gelman, J. y Santilli, D. (2003, 2006). 103 Salvatore, R, (1998), pp. 189 y ss.

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tierras, y mantuvo en la indefinición jurídica los derechos de los donatarios como medio de presión sobre ellos, en tiempos en que los enemigos políticos eran sujetos a la confiscación, y a efectos de conservar también elementos que asegurasen la fidelidad y obediencia a sus órdenes. Si bien no podemos dar crédito a la opinión posterior de Nicolás Avellaneda, para quien a partir de 1828 desaparece todo plan en el reparto de tierras, sí existieron, como vimos, modificaciones de importancia en el planeamiento de éstas.104 De esta forma, no sólo no hubo acuerdo político acerca del fomento a la inmigración extranjera sino que, además, ni los medios ni las condiciones existentes posibilitaron la sustentabilidad de proyectos colonizadores que la involucraran. Éstos terminaron siendo finalmente vistos cada vez más como emprendimientos, en todo caso, de algunos miembros de una sola facción ideológica, la de los unitarios, de la cual los federales trataron de diferenciarse en función de sus vínculos con la plebe urbana y rural, que podía ver como una discriminación agraviante esos intentos de favorecer a inmigrantes extranjeros. No sólo por la circunstancia de suponer en ellos mejores condiciones morales que en la población local; sino porque esa política de fomento a la instalación de extranjeros constituía un ataque demasiado directo a las antiguas tradiciones aún en vigor en la campaña, por las cuales el constituirse en “vecino” o “avecindado” por medio de la sanción de la población existente era condición previa al uso de los recursos y, por ende, a la obtención de tierras. Se explica así el carácter del decreto de reparto de tierras dictado durante la gobernación de Viamonte, con su manifiesta apelación a los “vecinos” y “avecindados”, “naturales de la república”, que ya hemos citado. Es altamente sugestivo que ese decreto fuera dictado durante un gobierno que era fruto de la transacción entre los caudillos de ambos partidos, Lavalle y Rosas, y no una administración netamente federal, lo que podría en cierta forma exteriorizar que la opinión pública se inclinaba por reconocer el fracaso de los intentos de colonización intentados previamente. Pero esa circunstancia, más allá de los resultados momentáneos de la lucha política, nos indica que el fuerte peso de aquellas tradiciones ligadas a la pertenencia a las comunidades locales para ejercer derechos a la tierra era aún demasiado importante como para pasarlo por alto, al menos en la forma en que lo habían hecho los rivadavianos. 104 Avellaneda, N. (1865).

238 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Entonces, no bastaba simplemente con que los recursos económicos para la instalación de inmigrantes extranjeros fueran provistos por una empresa, a falta de la acción estatal; era también necesario un medio capaz de lograr que esos inmigrantes prosperaran, y un apoyo social y político concreto y continuado a lo largo del tiempo, o cuando menos una tolerancia razonable a la acción privada. Asimismo, la situación de guerra y la escasez de brazos conspiraban fuertemente contra la estabilidad de los colonos y contra la posibilidad de que éstos cancelaran a plazos la deuda que habían contraído con quienes habían pagado sus pasajes y gastos de instalación. La conflictividad política irrumpió brutalmente en esos proyectos frustrados; entre las múltiples críticas de Beaumont figuraba la de que funcionarios del gobierno trataban de enganchar a los colonos como soldados, y el general Miller recordaba que muchos de ellos participaron en la flota de Brown que luchó contra el imperio del Brasil; en 1828 incluso se criticaba a los unitarios por haber hecho participar en elecciones a inmigrantes extranjeros que no contaban con derechos de ciudadanía, lo que, a los ojos de la plebe criolla, los constituía en un odioso instrumento político, factor que hubo de acrecentar la mala fama de los proyectos colonizadores entre aquélla.105 El cuidado con que se había tratado de evitar que los colonos desembarcaran en Buenos Aires, para impedir que fueran ganados por las atracciones de la ciudad y los altos salarios que allí se pagaban, no fue a la postre un impedimento para que muchos de ellos cancelaran sus contratos y se integraran a la economía productiva fuera de las colonias. En fin, todavía era muy conveniente desarrollar producciones extensivas, como la ganadería tradicional, dado que la productividad del trabajo en ellas era mayor que en la agricultura, limitada por la falta de medios de transporte y los todavía poco amplios mercados locales de consumo. Si los intentos de colonización agrícola buscaron revertir esos factores, su falibilidad demuestra que aún, al menos en la escala en que fueron emprendidos, no podían constituir competencia seria a la atracción que ejercía la producción ganadera para la mano de obra disponible. No existían tampoco los suficientes conocimientos técnicos como para expandir sustentablemente la oferta de actividades agrícolas intensivas en mano de obra, lo que por otra parte hubiera resultado absurdo en momentos en que ni siquiera se había terminado de ajustar la imprescindible 105 Artículo “Elecciones” en el periódico El Correo Político, nº 143 y ss., 1828.

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base técnica para una expansión sostenible de la más rentable, fácil y adecuada ganadería vacuna sobre esas áreas nuevas, y en los que recién comenzaba el proceso de incorporación de mejoras en torno al lanar, altamente demandante de trabajo calificado, cuya provisión por inmigrantes resultaba crucial en una época de escasez por efecto de levas y guerras. En las provincias, por otra parte, será recién en las décadas de 1850 y 1860, a partir de la expansión de las fronteras y la organización de los catastros, cuando cambien las condiciones de ocupación y puesta en valor de la tierra: esos hitos marcarían la posibilidad de contar con elementos fundamentales para la instalación de inmigrantes, como la seguridad física y el respeto a los derechos de propiedad. No es casual también que sea a partir de entonces que los empresarios privados comiencen a ver, con perspectivas más certeras, que la colonización podía ser un buen negocio y un expediente para aumentar el valor de la tierra. Entonces, durante el resto de la primera mitad del siglo XIX continuará predominando la ocupación de tierras por desplazamiento de poblaciones locales, en términos bastante similares a los experimentados durante el dominio hispánico, y será preciso que emerjan nuevas condiciones económicas y sociales en un largo y doloroso proceso que llevará todavía varias décadas hasta que se logre un cambio de mentalidad y sobre todo de posibilidades respecto de la colonización agraria con extranjeros.

9. los cambios a partir de la década de 1840

Sin dudas, el período de bonanza económica de la década de 1840, y la relativa paz que caracteriza su último tramo, fueron posibilitando la apertura de un nuevo campo a los proyectos de colonización y fomento agrícola. Como veremos en el capítulo V, en estos años comienzan a incorporarse ciertos avances técnicos, y existen diversos testimonios aislados acerca de la importancia que ciertos actores de la época otorgaban al desarrollo agrícola. El gobernador entrerriano Urquiza pudo implementar, hacia esos años, una serie de medidas al respecto que sus apologistas han rescatado minuciosamente.106 Sin embargo, esos trabajos 106 Por ejemplo Bosch, B. (1963).

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históricos no parecen haber captado que el factor principal en esas medidas de fomento agrícola no radicaba en un intento concreto y orgánico de cambio productivo y social, sino más que nada en objetivos ante todo estratégicos, al viejo estilo de la política tradicional de fronteras: uno de esos objetivos, por ejemplo, era eliminar la esporádica llegada de harinas y trigos desde otras provincias o incluso del exterior, que en caso de conflicto implicaría una temida carestía de alimentos. Sin embargo, en realidad esa llegada de productos del exterior no era sino fruto, por otra parte bastante lógico, de una economía provincial cada vez más próspera justamente por su apertura al mundo exterior: la década de 1840 estuvo marcada por un acelerado crecimiento económico con base en las exportaciones de origen ganadero, las cuales fueron crecientemente canalizadas desde puertos provinciales, con lo cual se evitaban los onerosos costos de intermediación del puerto de Buenos Aires. Ese fenómeno debió implicar necesariamente una contrapartida en la llegada de bienes de consumo importados y en su difusión en el ámbito rural, cosa que ha sido destacada con respecto a la campaña bonaerense de esos mismos años.107 Son justamente los cambios acarreados por ese acelerado crecimiento de la década de 1840 los que fueron fraguando la percepción, entre algunos de los actores de la época, de que las cosas debían y podían adoptar otro rumbo, y que en él la inmigración y la colonización podían tener un papel muy destacado como medios de dar valor a la tierra y lograr expandir la economía y la población. Se retomaban así algunas de las viejas líneas directrices del pensamiento ilustrado de fines del siglo XVIII y de la intelectualidad liberal del período rivadaviano, pero en un contexto que por primera vez podía ofrecer posibilidades concretas de realización. Los caudillos que sin dudas habían visto en esos experimentos de la década de 1820 cuando menos intentos demasiado prematuros, comenzaban ahora a aceptar que era momento de cambios y que entonces podían ser llevados a cabo con instrumentos similares a los que antaño habían fracasado. Por supuesto que la difusión de ese convencimiento fue un proceso lento y complejo, pero al menos en las provincias litorales hacia inicios de la década de 1850 parece haber llegado a ser un componente aceptado de la política. 107 Véase al respecto, entre otros, Mayo, C. (2003). Sobre el comercio entrerriano en la década de 1840, Schmit, R. (2005).

las formas de la colonización 241

Entre los emigrados, la organización futura del país pasaba también por la atención que prestaban a los pasos dados por naciones vecinas, menos sacudidas por las disensiones internas o que por lo menos habían podido remontarlas mejor. Uno de los más lúcidos de esos intelectuales, Juan María Gutiérrez, habría de ser, después de Caseros, ministro de la Confederación, y un apoyo e interlocutor de Aarón Castellanos, el empresario fundador de la primera colonia santafesina, Esperanza, en 1856. Gutiérrez había visitado en 1845 las colonias alemanas de la provincia de Río Grande del Sur en Brasil; su informe, publicado el año siguiente en la Biblioteca del Comercio del Plata, es bastante más que un simple relato de viajero. La prolija descripción de los rápidos adelantos de los colonos, del orden, limpieza y prosperidad que reinaba en su pueblo, constituyeron un insumo no despreciable para quienes comenzaban por entonces a pensar en replicar esos intentos en las llanuras del Plata: “Un patio limpio, una plantación de naranjos y un enjambre de niños son cosas que no faltan en casa alguna de la colonia. Muchas hay que tienen rosales, árboles de lima y otras plantas de adorno y recreo. Crían gallinas y puercos con mucho aseo y comodidad para estos animales. Tienen los caballos a pesebre, y leche y manteca les sobra para exportar. La conducción de los productos se hace hasta el puerto a lomo de caballo o en carros de excelente construcción, tirados por caballos”.108 Se trataba, para cualquier observador medianamente culto, de una deseable copia del paisaje rural europeo, un referente y un modelo cuya imitación era un deseo compartido por muchos. Esa realidad no sólo constituía un prolijo contraste con el usual paisaje pampeano, dominado por la explotación ganadera y con aislados y pobres bolsones agrícolas que se esforzaban por sobrevivir en medio de las adversidades; era además la inversa de los antiguos y fracasados proyectos rivadavianos, e incluso de los desordenados y también efímeros intentos de colonización encarados por entonces en la Banda Oriental, refugio de los emigrados que luchaban contra Rosas. Antes que un proyecto de cambio social y económico, la misma posibilidad de instalación de colonias de extranjeros era la muestra más evidente de que el Estado existía y funcionaba, y de que su papel político no se limitaba a armar ejércitos y a intentar sobrevivir como pudiera. El fuerte papel de la corona en el planeamiento

108 Gutiérrez, J. M. (1846), p. 226.

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y puesta en marcha de las colonias del Brasil constituía para los emigrados antirrosistas un ejemplo de lo que podía realizarse con instrumentos gubernamentales sólidos, sobre todo más allá de los caudillos. Esa realidad contrastaba singularmente incluso con el pequeño refugio que constituía la Banda Oriental, aun ante su acogedora receptividad a la gente con ideas avanzadas: allí, la situación de guerra y las dificultades para controlar institucionalmente la campaña continuaban conspirando duramente contra los intentos de instalación de inmigrantes al punto de hacerlos también fracasar. Un artículo del periódico antirrosista La Escoba analizaba críticamente en 1839 esas dificultades, y exponía los que a su juicio debían ser los fines últimos de la colonización, difícilmente asequibles en esas condiciones: “No hacemos consistir su utilidad en que vengan barcadas de familias miserables a ocuparse solamente de peones y de otros servicios que en verdad poco precisamos. No nos faltan corrupción ni vagos y mal entretenidos. Las colonias son útiles al país en cuanto se dedican a la labranza de la tierra, no a horadar la tierra como los puercos, sino a una labranza practicada en todos sus ramos (…) son útiles en cuanto enseñan las artes”.109 El control político de la situación y el compromiso de las instancias gubernamentales con el proceso aparecían así como claves parejamente ineludibles: las colonias del sur del Brasil no sólo eran la cristalización de un anhelo económico, sino también el fruto de condiciones políticas concretas, que en función o no de su compromiso con ese cambio contaban con la suficiente solidez como para permitirle prosperar, más allá de que pudieran ayudarlo o no. De ese modo, la conciencia acerca de las precondiciones necesarias para encarar proyectos de colonización iba extendiéndose lentamente; al mismo tiempo, la creciente presencia de los extranjeros en la producción y el comercio litorales mostraba a los dirigentes con crudeza un contraste significativo entre los recién llegados, que ocupaban de preferencia actividades innovadoras y labraban a menudo rápidas fortunas, y los tradicionales campesinos criollos, aparentemente sólo preocupados por seguir haciendo las cosas de siempre de la misma forma y con los mismos instrumentos, mientras trataban de cumplir, como podían, con las cargas y obligaciones de la guerra y el omnipresente servicio público.

109 La Escoba, nº 23, t. I, p. 2. Montevideo, 12 de diciembre de 1839.

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De todos modos, el férreo gobierno rosista había en cierta forma echado las bases de ese necesario cambio político: su insistencia en lograr la unanimidad, aun al precio de la fuerza, había ido logrando por fin, en sus últimos años, una relativa paz que permitió avances sustanciales de la economía. Así, al ser derrocado Rosas, sus sucesores se encontraron con una estructura política más firme, apoyada por los avances del Estado provincial sobre sus respectivas campañas. En la provincia de Buenos Aires, la expansión de las instancias de control fue muy significativa; no ocurrió lo mismo en el resto de las provincias, pero de todos modos la situación en ellas era más sólida que la existente en medio de los fragores de la década de 1820.110 Esa mayor dimensión del control estatal estaría entre los factores principales que habrían de posibilitar, en las décadas siguientes, avances sustanciales sobre las fronteras y la puesta en producción de esas regiones.

110 Sobre la expansión del Estado en la provincia de Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX véase Fradkin, M. y Barral, M. E. (2005).

Capítulo V Los cambios en la tecnología agrícola pampeana durante la primera mitad del siglo XIX

1. introducción

En el presente capítulo intentaremos presentar un esbozo de algunos significativos cambios en las técnicas agrícolas rioplatenses ocurridos desde finales de la etapa colonial hasta mediados del siglo XIX. Consideramos que esas innovaciones conformarán las bases del proceso de intenso cambio tecnológico en la producción cerealera pampeana que le permitirá a ésta, durante la segunda mitad de esa centuria, lograr primero desplazar al trigo y harinas importados del consumo local y, luego, conquistar un lugar cada vez más significativo en la oferta mundial de granos. Entendemos la técnica como la combinación óptima de factores con destino a la producción de un bien determinado, mientras que la tecnología será el proceso por el cual esas técnicas son formalizadas y luego modificadas hasta permitir sustituir factores o crear nuevas combinaciones de ellos en orden a producir nuevos productos.1 Según fuimos adelantando ya en el capítulo II, al menos desde fines del siglo XVIII la técnica agrícola rioplatense parece haber recorrido un largo proceso de adaptación pautado entre otros factores por sus avances sobre áreas nuevas. Esos cambios estuvieron marcados por innovaciones acumulativas de dimensión variada en los procesos de trabajo, particularmente evidentes entre algunos de los actores de mayor dimensión en la actividad. Hacia la década de 1840 esos procesos comienzan a hacerse más visibles y aun a acelerarse, constituyéndose en antecedentes de los procesos de innovación discontinua que posteriormente romperán incluso el círculo autosostenido de las pautas de eficiencia estática mantenidas desde tiempo atrás en la vieja agricultura periurbana, provocando la construcción y puesta en marcha de nuevos paradigmas tecnológicos. 1 Arguiri, E. (1982), pp. 14-6.

246 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Esos procesos de innovación primitivos tuvieron así lugar entre determinado tipo de actores y sobre todo en ciertas áreas. Es menester señalar, para el contexto agrícola rioplatense tardocolonial, la existencia de una íntima imbricación entre las diversas prácticas productivas y las condiciones sociales de la producción, toda vez que las explotaciones de tipo familiar, en regiones de frontera escasamente pobladas, gozaban de mayor productividad relativa en tanto que, para la implementación eficaz de las técnicas tradicionales, poseían un acceso privilegiado al recurso más necesario y a la vez más costoso: la mano de obra. En un contexto técnico en el cual la amplia mayoría de los procesos de trabajo se basaba en la fuerza humana, y sólo en mucho menor medida en la animal, se comprende que la dotación de aquel recurso en cantidad, en continuidad y en calidad, resultara clave para la aptitud competitiva de las explotaciones. Entre éstas, las domésticas contaban con una conveniente proporción de mano de obra fija y de bajo costo de oportunidad provista por los propios miembros del grupo familiar del titular: su esposa, hijos y agregados, si bien es cierto que esa proporción variaba ampliamente, dependiendo sobre todo de las edades relativas de los individuos varones. Esas técnicas agrícolas tradicionales, por otra parte, no requerían abundancia de inversión de capital en relación con el factor tierra, lo cual además favorecía a las unidades familiares ya que la disponibilidad de fondos era en ellas el flanco más débil. Esto, que ha sido señalado para la producción de bienes primarios exportables, es sustancialmente válido también para el contexto de la agricultura tradicional, entre otras razones porque una parte consistente del excedente mercantil cerealero se producía en esas unidades familiares,2 y es asimismo una de las razones para que el cambio tecnológico fuera en esas unidades familiares, en apariencia, bastante más lento y más difícil que en las grandes explotaciones. No se trataba de que aquéllas no contaran con la iniciativa empresarial o el know-how necesarios para implementarlo: es sabido que la racionalidad en la disposición de los factores es un hecho independiente de la dimensión del actor o de su dotación de capital. Por el contrario, en los términos productivos existentes, era justamente la ecuación económica que favorecía 2 Sobre la teoría del bien primario exportable y el papel de las explotaciones familiares en la elección de tecnología véase Geller, L. (1975), pp. 161 y ss.

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la competitividad de esas unidades familiares frente al resto de los actores de la producción agrícola la que impulsaba en ellas el mantenimiento del statu quo, mientras que los demás sí debían lograr incrementos en su productividad para poder sostener su lugar en el mercado. El problema aquí fue que quienes más capacitados estaban para ello en función de su dotación de capital, es decir, los propietarios de las medianas y grandes explotaciones agrarias, se fueron orientando decididamente hacia la producción ganadera a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, a causa de la mayor rentabilidad relativa que ésta podía ofrecer, como hemos visto antes. La agricultura, en esas condiciones, parece haber generado pocos incentivos para la introducción de cambios tecnológicos considerables, ya que, como negocio, otros la superaban ampliamente. Se cerraba así aparentemente el círculo vicioso del atraso tecnológico agrícola: mientras entre ciertos actores no existían incentivos para la introducción de innovaciones, para otros la tentación de ingresar en rubros diferentes de rentabilidad mayor implicaba una constante fuga de capitales hacia ellas, en detrimento de mayores inversiones en nuevas técnicas de producción cerealera. El resultado concreto al respecto, sin embargo, debe ser matizado, como veremos luego, tomando en consideración al menos dos fenómenos: el primero que algunas de las innovaciones introducidas en torno a la producción ganadera ovina, e incluso vacuna, en las áreas de frontera, no estaban lejos de ser útiles también para la producción agrícola, y en cierta medida ésta era necesaria al menos para la primera, incluso en este período temprano, todavía lejos de la necesidad de aportar raciones alimentarias adicionales para el ganado; el segundo, que la expansión de la frontera generó mejores condiciones competitivas para las grandes y medianas explotaciones, las cuales, al menos en algunos casos, parecen incluso haberlas aprovechado en la producción agrícola. De esta forma, y desde una perspectiva nomológica, planteamos que durante la primera mitad del siglo XIX y aun más allá, algunos actores tradicionales de la agricultura pampeana comenzaron a incorporar innovaciones como respuesta a las posibilidades que ofrecían los mercados locales ante coyunturas puntuales de altos precios. Esas innovaciones, combinadas con las ligadas a la ganadería lanar, fueron introduciendo cambios acumulativos que lograron incrementar la eficiencia

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relativa de esa producción agrícola tradicional frente a la competencia de las harinas importadas y de los trigos extranjeros, pero sin lograr todavía desplazarlos. Hacia la década de 1840 y sobre todo en la siguiente, se registra un cambio cualitativo en ese esquema: los procesos de innovación comienzan a potenciarse, y lo harán aún más con la expansión de los medios de transporte modernos, primero en el tráfico fluvial, y luego en el terrestre, con los ferrocarriles. Tales desarrollos, de esta forma, y en tanto constructores de demanda, coadyuvaron al cambio productivo en su papel de elementos esenciales en la constitución de mercados regionales, etapa previa en el proceso de creación de un mercado nacional. Comenzó así la construcción de un nuevo paradigma tecnoeconómico, cuya forma completa recién se alcanzaría mucho más adelante en el tiempo.3 En la práctica concreta, los tiempos de estos procesos, por otra parte, no parecen haber diferido demasiado de los obrantes en otras economías supuestamente más desarrolladas, toda vez que técnicas tradicionales, como la siembra al voleo, continuaron practicándose en el mundo agrario de los países industriales incluso hasta fines del siglo XIX. Esta paradojal convivencia de métodos antiguos y modernos se mantuvo durante toda esa centuria y aun después, a pesar de la presencia creciente de implementos, maquinarias y procesos productivos de avanzada, algunos de los cuales, incluso, podían encontrarse restringidos a los núcleos de innovación o a las zonas de mayor productividad agrícola.4 Como veremos enseguida con más detalle, la paradoja es sólo aparente: la diversidad de situaciones ambientales e históricas entre los nuevos espacios agrícolas de América, y entre éstos y los europeos, implicó un duro y continuo esfuerzo de experimentación y adaptación en el cual los métodos desarrollados para algunos ambientes, y que resultaban eficientes en ellos, no servían en otros, ya fuera por las diferentes características del suelo, los costos relativos de los factores, la existencia de técnicas más útiles desarrolladas localmente en ciertos segmentos, la disponibilidad de capital o muchas otras razones prácticas. De ese modo, la pervivencia de técnicas supuestamente arcaicas en ciertos segmentos de la producción, 3 Para la definición de paradigma tecnoeconómico véase Pérez, C. (1983), pp. 357-375. 4 Derry, T. K. y Williams, T. (2004), t. I, p. 107.

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mientras en otros se introducían innovaciones de avanzada, no constituía a menudo más que la evidencia de que la creación de una nueva tecnología agrícola moderna resultaba un proceso esencialmente local, siendo absurdo esperar un mero trasplante desde otras economías más avanzadas, dado que éste no hubiera nunca podido proveer un conjunto de respuestas completas a los desafíos de la puesta en producción de nuevos espacios agrícolas.

2. la dimensión, las causas y las formas de las innovaciones

Los procesos que hemos ido reseñando en los capítulos anteriores, y en especial el desplazamiento de los cereales hacia zonas cada vez más alejadas de los tradicionales núcleos de cultivo, debieron necesariamente acompañarse de modificaciones en la tecnología agrícola empleada. Y, si bien los elementos de juicio son todavía muy dispersos, puede afirmarse que durante la primera mitad del siglo XIX se registran transformaciones bastante significativas en los procesos productivos ligados a la agricultura triguera. Comienza a prestarse más atención a las características de las labores, se desarrollan formas de obtención y almacenamiento de agua, se introducen algunos métodos para acelerar el tratamiento del grano después de la cosecha y reducir así las pérdidas, se introducen y difunden nuevas semillas de mejor respuesta en terrenos llanos, más secos y más ampliamente batidos por los vientos. De esa manera, para mediados de la centuria, la tecnología agrícola rioplatense, y en especial la de algunas zonas de Buenos Aires, había cambiado sensiblemente con respecto a la de fines del período colonial. Por supuesto que esos cambios eran todavía relativos, en tanto la difusión de un número importante de las nuevas técnicas no había trascendido mucho más allá de algunas explotaciones de mayor tamaño. Sin embargo, otras aparecen ya ampliamente propagadas, por lo que es menester admitir que su impacto debió de ser mucho más consistente de lo que se había pensado hasta ahora. La falta de estudios de detalle en este punto ha otorgado dimensión exagerada a los juicios de los viajeros, que por lo común remiten esas técnicas a un universo homogéneamente retardatario; los publicistas posteriores, orgullosos de los rápidos

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avances de la agricultura durante la segunda mitad del siglo XIX, tendieron por lo general a reducir todo lo que los había antecedido al mismo oscuro cúmulo de tosquedad e ignorancia que suponían inmóvil desde el dominio hispánico. Algunos viajeros más agudos que la mayoría, o con mayor capacidad de evaluación, advirtieron sin embargo esos cambios; hacia 1857 Martin de Moussy reconocía que la técnica agrícola había “mejorado un poco” desde los días de Félix de Azara.5 Pero ninguno de ellos parece haber advertido la dimensión de los cambios, que aquí trataremos en parte de rescatar. Si bien esas transformaciones no son en modo alguno despreciables, podría preguntarse por qué, dadas las ventajas provistas por el avance sobre las fronteras, el desarrollo ganadero y la puesta en marcha de establecimientos de gran envergadura, la producción agrícola no logró captar en este período una parte más consistente de los capitales y del gerenciamiento capaces de generar en ella innovaciones cualitativas de aún mayor importancia. Sin dudas la respuesta está en las nuevas y difíciles condiciones operativas e institucionales de la etapa posrevolucionaria, la carestía del capital y las mejores perspectivas del rubro lanar para la introducción de innovaciones. La reconversión creciente hacia el ovino de buena parte de la superficie debió diseminar ciertos adelantos cuya eficacia también podía ser útil en la agricultura, como los cercamientos o los nuevos métodos de obtención y almacenamiento de agua. Pero, de todos modos, la ampliación de la frontera y la apertura de nuevas áreas productivas debieron de introducir factores mucho más fuertes para inducir a un cambio. La agricultura cerealera, cada vez más extraña en el área inmediata a la gran urbe porteña, sobre tierras que se fragmentaban y aumentaban de precio aceleradamente, y ante la presencia de mercados afectados por la oferta barata de cereales y harinas extranjeras, sólo podía prosperar si lograba conformar una ecuación que basara su eficacia y su competitividad en el uso más amplio posible del factor más abundante y barato, la tierra, tal como lo había hecho la ganadería. Atisbos concretos de este proceso tuvieron lugar en la primera mitad del siglo XIX; ellos muestran con claridad que en esos momentos eran las grandes unidades productivas las que podían llegar a lograr aquella difícil ecuación, o al menos las que estaban en mejores condiciones para alcanzarla. 5 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 472.

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Consecuentemente, hubiéramos debido esperar que se generaran en dichas unidades mejoras técnicas que apoyaran esos cambios. Es desgraciadamente muy poco aún lo que sabemos sobre ello, pero todo apunta a que esas innovaciones existieron, si bien su ritmo parece haber sido lento y su dimensión, al menos en algunos aspectos, en cierta forma acotada. Lo cual no debiera en principio extrañarnos, toda vez que es bastante característico que, en las etapas iniciales de todo proceso de expansión sobre tierras nuevas, la abundancia de este factor compense con exceso los restantes, incluso el escaso y costoso capital, y que sólo el continuo choque con nuevos desafíos y la acumulación de ensayos y de errores vayan lentamente generando el cúmulo de conocimientos y técnicas adecuados para enfrentar, con creciente eficacia, las condiciones de la producción en ellas. Eso es lo que ocurrió en los avances de la agricultura sobre las vastas planicies de los Estados Unidos, y no tendría por qué haber sido diferente en nuestro medio. De todos modos, la adaptación relativa de la tecnología agrícola rioplatense a las viejas tierras costeras era demasiado estrecha como para que pudiera extenderse al ámbito de las fronteras sin sufrir modificaciones de envergadura. Y, en efecto, aquí y allá aparecen indicios de que los métodos y técnicas aplicados fueron incorporando, durante la primera mitad del siglo XIX, ciertas innovaciones puntuales que, comenzadas a menudo en grandes explotaciones, fueron incluso pronto generalizándose. En este aspecto, podemos adelantar que esas innovaciones se encararon por dos vías regionalmente diferenciadas: en la primera, con centro todavía en los alrededores de los principales núcleos de población, la actividad no parece haber intentado compensar la menor disponibilidad de tierras a la que la sometió la competencia de otros rubros de mayor productividad por hectárea, sino que, a través de modificaciones en algunos de los procesos de trabajo más demandantes de mano de obra ligados a la cosecha y posterior tratamiento del cereal, fue logrando una mayor eficiencia en el control de las pérdidas de grano, tradicionalmente muy altas. Por otro lado, al adentrarse en tierras más lejanas de sus antiguos núcleos, la producción agrícola debió hacer frente a condiciones ambientales distintas y a determinadas demandas también puntuales, que no sólo tenían ya que ver con el ahorro de mano de obra, aunque lo comprendían, en tanto esa expansión buscaba justamente compensar con mayores superficies los altos costos de

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la fuerza de trabajo. Algunos productores comenzaron a estudiar más estrechamente la calidad y profundidad necesarios de las labranzas para lograr mejores rendimientos en tierras más secas y más rústicas, y se buscó también incorporar elementos de labor más avanzados; otros resultados evidentes se lograron integrando modificaciones multipropósito simples, como métodos de obtención y almacenamiento de agua que también resultaban útiles para la labor ganadera. Para mediados del siglo XIX, el interés por los métodos de manejo de humedad en suelos agrícolas se evidenciaba aquí y allá en artículos y discusiones periodísticas. Luego de transcribir un informe sobre nuevas formas de drenaje cuyo autor encontraba también útiles para el cultivo cerealero en tierras muy secas por su efecto de circulación de aire, Carlos Pellegrini se veía obligado a aclarar que no creía que tuviera aplicación “en el centro de nuestra campaña”, por el bajo valor de la tierra allí y el alto costo de los trabajos necesarios; sin embargo, el método podía ser provechosamente aplicado en pequeños terrenos inmediatos a la capital, cuyo valor y situación al parecer lo justificaban.6 No hubo, en consecuencia, ningún cambio radical; no hubiera quizá podido haberlo, no siendo la agricultura el rubro más dinámico de la época. Pero, en lo que respecta a sus técnicas, tampoco la agricultura de mediados del siglo XIX resultaba idéntica a la de fines del XVIII. Dos factores, sin embargo, podrían explicar adicionalmente, al menos en parte, el carácter limitado de las innovaciones en la agricultura: el primero, que la expansión sobre tierras nuevas podía usualmente ofrecer en los inicios altos rendimientos por hectárea, al menos mucho mayores que los propios de las cansadas tierras de labranza tradicionales; el otro, que de todos modos los costos de transporte sólo dejaban un margen limitado a la ampliación de la actividad en tierras demasiado lejanas de sus centros de consumo locales. De esa forma, el tamaño de esos centros determinaba el de las superficies sembradas; éstas, en áreas de frontera de reciente poblamiento, no podían consiguientemente ser todavía tan extensas como lo serían cada vez más luego de cruzada la mitad del siglo, y por tanto eran en esencia manejables apelando a buena parte de las técnicas simples de vieja tradición autóctona, 6 Nota de C. Pellegrini al “Informe sobre la utilidad del drainage” por el barón Joseph Jaquemod, en Revista del Plata, segunda época, nº 1, Buenos Aires, noviembre de 1860, p. 11.

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más aún si los rendimientos eran altos. Por lo demás, algunos adelantos significativos podían también ser excesivamente simples: por ejemplo, hubiera bastado en principio apenas aumentar la distancia entre hilera e hilera de siembra para lograr que los cultivos pudieran de todos modos prosperar bajo un régimen de lluvias un poco menos abundante o en tierras menos húmedas que en el norte bonaerense vecino al caudaloso Paraná. La competitividad del producto agrícola, al menos en su versión dominante, la producción de trigo, parece haber sido de ese modo sólo suficiente para aprovechar nichos específicos o momentos coyunturales, y no para justificar inversiones de largo plazo. El mismo hecho de que sus aumentos en volumen de producción no pudieran alcanzar el incremento poblacional es una muestra de lo difícil y complejo que resultó expandirla. Por lo demás, la actividad continuó, como antes, siendo vulnerable a graves factores de riesgo como lluvias, sequías o conflictos políticos, cuyo papel no debió de haber sido irrelevante en los problemas que parecen haberla afectado en el período. De esta forma, si bien en estos años comenzó secretamente a gestarse el lento proceso de aprendizaje y puesta a punto de la tecnología necesaria para una agricultura más alejada de las áreas costeras y de la dependencia de los centros poblados locales, ese proceso recién adquirió ritmo sólido luego de la ruptura cualitativa que significó la aparición de las colonias agrícolas en Santa Fe, y en especial después de su expansión hacia el interior de esa provincia y de la de Córdoba, logrando mostrar plenamente sus frutos en el último cuarto del siglo XIX, con el desarrollo de procesos radicalmente nuevos gracias a los cuales fue posible poner en producción superficies mucho más extensas que anteriormente. Para ello no bastó simplemente con incorporar, como se ha supuesto, la oferta extranjera disponible en cuanto a la tecnología moderna; fue necesario, por el contrario, partir de las peculiares condiciones productivas de cada región y de la ecuación económica predominante en cada una de ellas, adaptando y más aún creando los procesos de trabajo necesarios y la maquinaria útil para ellos, en una evolución dinámica cuyo método dominante parece haber sido el de ensayo y error, y en la cual el papel de los organismos de acumulación de información fue, a partir de cierto momento, sin dudas crucial. En efecto, para desarrollar nuevos métodos de cultivo en tierras bajo regímenes menos húmedos que los conocidos o bajo lluvias menos abundantes era necesario conocer con cierto grado de certeza el volumen

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concreto de las precipitaciones, para desarrollar máquinas de labranza perfeccionadas y útiles resultaba imprescindible contar con estudios de suelos más o menos confiables, y para lograr resolver con una eficacia duradera esos desafíos era necesario contar con medios de circulación de información y núcleos nodales de innovación, condiciones todas muy difíciles o imposibles de lograr en el incierto panorama político de la primera mitad del siglo XIX. Obviamente, los avances realizados en otras economías similares fueron una guía y un antecedente muy útil, pero ello de ningún modo nos autoriza a minimizar la adaptación de esos avances pensando que fue automática. De esta forma, sobre un sustrato todavía muy anclado en las técnicas tradicionales, se irán construyendo y poniendo en marcha nuevos paradigmas tecnológicos, los cuales serán la base de una cada vez más eficiente capacidad de aprovechamiento creativo de las condiciones naturales de la pampa, y por consiguiente de la posibilidad de brindar respuestas cada vez más certeras a los estímulos del mercado mundial.

3. avances sobre tierras nuevas, cambios de escala y necesidad de organizar más eficazmente la producción rural

Es necesario recordar ante todo que las fuertes transformaciones políticas y económicas que se registran en el período dieron cuenta de buena proporción de los productores agrícolas especializados, que desaparecieron o reconvirtieron al menos parte de sus unidades hacia la ganadería. Quienes sin embargo también aparecen o por lo menos comienzan a destacarse más son algunos grandes estancieros que integraban la producción agrícola entre sus actividades, en forma esporádica o continua y por supuesto a una escala menor comparada con la ganadería, pero no por ello menos significativa. Encarada en tierras de frontera, esa agricultura debía estar más estrechamente ligada a cambios de importancia en las técnicas empleadas ya que, por un lado, se efectuaba en condiciones bastante disímiles de las tradicionales y, por otro, la situación en que se encontraban sus impulsores les permitiá incorporar mejoras y quizá generar innovaciones en razón de su propia escala operativa y su disponibilidad de capital. Por lo demás, no se trataba de una producción tan sólo complementaria o esporádica.

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Pensada quizá en principio para satisfacer necesidades puntuales o consumos locales, en varios casos esa producción estaba explícitamente dirigida al gran mercado urbano. En esas condiciones, la nueva escala de los establecimientos implicó modificaciones en los procesos de trabajo que hicieran posible su producción y rentabilidad. Rosas es, al respecto, quizá el ejemplo más documentado y aun el más conspicuo, pero sin dudas no fue el único, al menos no en una cierta cantidad de adelantos. Como ha sido destacado por Carlos Mayo, muchas pautas de gestión que se atribuyen a Rosas formaban parte de las técnicas de dominio público entre los hacendados de su época, transmitiéndose a menudo en forma oral.7 En este aspecto, resulta relevante justamente el interés por organizar y sistematizar con meticulosidad las tareas rurales, incluso mediante un corpus escrito o manual, de modo que se contara con guías precisas y se evitaran equívocos o malas interpretaciones, conservando al mismo tiempo un saber acumulado cuya sofisticación y complicaciones crecían cada vez más. Es muy significativo que sea justamente con el inicio del siglo XIX que comienzan a producirse y a circular manuales operativos pensados tanto para establecimientos agrícolas como ganaderos, distintos de los instructivos previos, que conocemos sobre todo a través de los papeles de las estancias jesuíticas, en que son mucho más detallados y precisos que estos últimos. En los viejos establecimientos coloniales, incluso en los más grandes, la transmisión del conocimiento en las tareas rurales era mayormente oral; si el propietario no residía en la misma explotación, en todo caso sus instrucciones usualmente se limitaban a ciertas bases generales dispersas en el intercambio de correspondencia. Los establecimientos manejados por órdenes religiosas, y en especial los jesuitas, contaban aquí y allá con instructivos más detallados, pero la mayor parte de las veces éstos no pasaban de unas pocas páginas donde se mezclaban sin orden disposiciones relativas a la construcción de edificios, al trato que debía darse a los esclavos, a la conservación de frutas o al cultivo de determinadas especies.8 En cambio, los manuales del siglo XIX son mucho más metódicos y extensos, y tratan los temas relativos a la producción rural de manera 7 Mayo, C. (2004), pp. 213 y ss. 8 Ejemplos en el “Gobierno temporal” del p. Sepp, escrito en 1732; o las instrucciones de “visitas”, como las del p. Bernardo Nussdorfer para los establecimientos de Corrientes en 1745. Sepp, A. (1962); IEB-USP, Col. Lamego, códice 68, doc. 13; Memorial del P. Nussdorfer, AGN IX-7-1-2, Compañía de Jesús, sin foliar.

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más específica y profunda. En especial, a partir la etapa de significativo desarrollo ovino que se abre desde la década de 1830, los manuales del ramo arreciarán.9 El más famoso de todos esos manuales ganaderos de la primera mitad del siglo XIX, las Instrucciones para los mayordomos de estancias, de Juan Manuel de Rosas, y cuya primera versión data de 1819, constituye un ejemplo adecuado de ese nuevo interés por no dejar nada librado al azar: prescribe entre otras cosas la necesidad de recopilar y circular con rapidez la información necesaria para la toma de decisiones, el cumplimiento sin discusión de las órdenes dadas, el estricto control de los ritmos y tiempos de trabajo de la mano de obra, establece las bases de una línea jerárquica de mandos y define claramente las áreas de su competencia.10 Más allá del difícil grado de cumplimiento concreto de esas pautas entre una díscola población rural, empleada en procesos productivos para los cuales era todavía imprescindible el ejercicio de destrezas individuales que otorgaban gran poder de decisión a humildes peones, la explícita existencia de esas pautas es una clara innovación del siglo XIX con respecto a los mucho más difusos instructivos conocidos en tiempos anteriores. En el capítulo II hemos mencionado algunos de los tratados dedicados a la agricultura que comenzaron a generarse localmente a partir de los primeros años del siglo XIX, de los cuales el de Pérez Castellano es uno de los más antiguos de que se tenga noticia. El de Tomás Grigera, publicado en 1819, fue reeditado en 1831 y copiado varias veces, sirviendo también de base a diversos calendarios agrícolas que fueron reproducidos incluso en las revistas de mediados de la centuria, como El Labrador Argentino o el Almanaque Agrícola Industrial y Comercial editado en Buenos Aires a partir de 1860.11 Otro de los manuales agrícolas generados en esta etapa son las Instrucciones para los encargados de las chacras, de Juan Manuel de Rosas, escritas contemporáneamente a las dedicadas a los mayordomos de estancias, y editadas por Adolfo Saldías en la década de 1880. Su importancia es cardinal, puesto que si bien los manuales impresos que han llegado

9 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003), pp. 177-8. 10 Rosas, J. M. (1910), passim. 11 Un catálogo útil (a pesar de ciertos errores) de algunas publicaciones agrícolas de la primera mitad del siglo XIX en [Victorica, J. (1882)], pp. 160-1.

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hasta nosotros parecen haber estado todos ligados todavía en buena parte a la tradicional agricultura de las áreas húmedas de las costas, al menos estas Instrucciones fueron redactadas teniendo presentes condiciones ambientales diferentes. Es muy probable que, como ocurría asimismo con las técnicas relacionadas con el manejo del ganado, la transmisión oral fuera la norma en las áreas de frontera, de modo que las innovaciones generadas en esos ámbitos llegaban muy raramente a merecer los honores de la prensa, o incluso a quedar manuscritas. En todo caso, tanto unos como otros, esos tratados de nuevo cuño estaban destinados a facilitar la reorganización de una producción agraria sometida a fuertes cambios, pautados por el ocaso de la esclavitud, la apertura del mercado mundial y la incorporación de innovaciones. De ese modo, con el paso del tiempo los manuales para la producción rural se volverán cada vez más precisos y sofisticados, dando cuenta de una sistematización que estaba ausente antes de 1800 y que provocó que, muy lógicamente, un autor de algunos de esos manuales de finales del siglo XIX como Carlos Lemée juzgara desfavorablemente al elaborado por Rosas más de media centuria antes, debido justamente a que lo evaluó desde el estadio mucho más avanzado en el que se encontraba el rubro en su época.12 Sin embargo, sería falta de perspectiva histórica quitar el mérito de esos primeros ensayos en tanto que intentos de sistematizar un conocimiento cada vez más complejo en la medida en que la producción rural agregaba segmentos de transformación como el saladero, el refinamiento de razas en torno al ovino, y avances sobre tierras nuevas en las fronteras, con cambios apreciables en la escala media de los establecimientos, y la necesidad de enfrentar el fuerte desafío de condiciones ambientales y agroecológicas muy distintas de las conocidas con anterioridad.13 En ello también se detectan, aquí y allá, cambios significativos. Un artículo de Pedro Cerviño publicado en el Semanario de Agricultura llamaba la atención ya en 1802 acerca de la necesidad de tener en cuenta las condiciones de humedad y el carácter de los suelos para expandir la agricultura en zonas nuevas; este énfasis, respecto del cual probablemente 12 Véase Rosas, J. M. (1910). 13 Sobre el tema, algunas interesantes reflexiones en Giménez Zapiola, M. (2006).

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se trata aquí del primer testimonio impreso, es un indicio sugestivo de la repercusión de los problemas enfrentados en la producción rural por parte de una población que se extendía desde hacía décadas por espacios de frontera, chocando con condiciones agronómicas muy distintas de las existentes en los sitios de los que provenía, y debiendo por tanto experimentar empírica y quizá dolorosamente nuevos métodos de labranza, dado que aquellos que estaba acostumbrada a emplear ya no servían.14

4. la introducción de nuevas formas de labranza

Muchas otras novedades de la época están en línea con esos intentos de organizar y coordinar, de la manera, más eficiente posible los distintos elementos de producción. Una de las que aparece aquí y allá desde temprano en las nuevas zonas agrícolas de las fronteras es la introducción de instrumentos de labranza perfeccionados, o al menos importados y de mejor factura que los tradicionales. Según algunos testimonios, en su estancia de Los Cerrillos Rosas contaba ya a mediados de la década de 1820 con sesenta “arados ingleses” cuya operación a un mismo tiempo constituía el asombro de sus contemporáneos; todo indica que se trataba de arados simples perfeccionados con reguladores de profundidad, a juzgar por las explícitas referencias a ellos. Al parecer, Francisco Ramos Mejía poseía otro u otros en su lejana estancia de Kakel Huincul, y, en 1822, es inventariado en una gran estancia de Magdalena un arado de caballos, que Garavaglia juzga de tipo “carruca”, esto es, pesado y con ruedas, y posiblemente de origen francés.15 Lo importante en esta aparición de nuevos instrumentos es que pone en evidencia un reconocimiento muy claro de que las labranzas superficiales que se obtenían con los instrumentos tradicionales no eran ya suficientes, sino que se necesitaba lograr profundidades mayores, como veremos en breve con más detalle. 14 Cerviño, P. (1802), esp. pp. 109-111. 15 Sobre Rosas véase Eizykovicz, J. (2002), p. 24; arados de caballos en Kakel Huincul en Ramos Mejía, E. (1988), p. 98; Garavaglia, J. C. (1999a), p. 186; sobre el arado simple con regulador de profundidad véase Sinclair, J. (1825), t. II.

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Como es sabido, muchos testimonios indican que la roturación de tierras en el Río de la Plata tardocolonial se hacía descuidadamente, y que el arado apenas las rasguñaba. Esta actitud, muy adecuada para tierras mullidas y húmedas, no lo era para los terrenos más secos y duros de las áreas alejadas de las costas,16 además, la introducción y operación de un arado importado implicaba toda una serie de complejos encadenamientos que debieron modificar sustancialmente los procesos productivos:

Figura 19. Arado simple perfeccionado con regulador de profundidad. 1: visto del costado izquierdo, del lado de la tierra no trabajada; el regulador (M N O) permite dar a la reja una entrada más (o menos) profunda según se desee. 2: el mismo arado visto desde arriba. 3: ángulo que forman las tierras trabajadas con este arado. En Sinclair, J. (1825), t. II, lám. II, descr. en pp. 3-5.

16 Un ejemplo tardío de la escasa necesidad de roturación en tierras húmedas y mullidas en Sastre, M. (1881), t. II, pp. 179-180.

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Figura 20. Arado criollo mejorado propuesto por Pellegrini, con vertedera y reja de mayor longitud. En Pellegrini, C. (1856).

Figura 21. Gran arado europeo con ruedas y avantrén, conocido en la campaña rioplatense hacia 1850. En Pellegrini, C. (1856).

Figura 22. Arado norteamericano del tipo. utilizado en la campaña rioplatense hacia 1850. En Pellegrini, C. (1856)

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era necesario contar con una capacidad de tracción suficiente como para aprovecharlo en forma correcta, lo cual a su vez implicaba desarrollar planteles de caballos de tiro, algo completamente ajeno a los equinos tradicionales, sólo utilizados para silla. Si bien es probable que ante las dificultades de procurarse los caballos se haya optado por los tradicionales bueyes, los cuales, aun cuando mediante un paciente adiestramiento lograran una versatilidad similar a la de los caballos, tampoco poseían necesariamente la fuerza suficiente como para arrastrar esas máquinas que se introducían con mayor profundidad en la tierra, y ofrecían por tanto mayor resistencia. Ramos Mejía recomendaba a su mayordomo de Kakel Huincul “arar con caballos, porque es un progreso”; si en realidad lo logró, llegar a ello debió de haber sido una tarea muy compleja y muy difícil.17

Figura 23. Vista de Miraflores, la estancia y chacra de Francisco Ramos Mejía en Kakel Huincul, hacia la década de 1820. Nótese la presencia de abundantes plantaciones de árboles. En Ramos Mejía, E. (1988), e/pp. 96-7.

Podemos estudiar con cierto detalle las nuevas formas operativas y los procesos productivos que se desarrollaron a partir de esas innovaciones a través del ejemplo de Juan Manuel de Rosas. Darwin afirmó en 1833 que, además de sus 300.000 cabezas de ganado vacuno, Rosas cultivaba “mucho más trigo que todos los restantes propietarios del país”, lo cual, siendo una gran exageración, da cuenta de todos modos de la 17 Ramos Mejía, E. (1988), p. 98.

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importancia de la producción agrícola de éste.18 Conocemos que al menos parte importante de ésta se concentraba en la chacra Independencia, situada en Los Cerrillos, su estancia en Monte, más allá del Salado; como hemos visto anteriormente, ésta se ha estimado en alrededor de 10.000 fanegas de trigo anuales, lo cual era una cifra impresionante (poco más o menos un 5% del consumo urbano de Buenos Aires en 1820). Para ello Rosas debía tener en labor unas 700 hectáreas, según los cálculos de Eizykovicz; para la época y las condiciones, esas cifras nos indican que la escala operativa del empresario era realmente enorme. Una de las más significativas innovaciones que le permitieron lograr esos resultados fue la introducción de nueva maquinaria. Según Saldías, en su chacra Rosas poseía como hemos dicho sesenta arados ingleses con reguladores de profundidad, los cuales hacía funcionar a un tiempo, aunque, como lo indica en sus Instrucciones, nunca en grupos de más de cinco. Resultan muy significativos el detalle e interés con que se especifican las profundidades de la labranza, que indican claramente el carácter y la significación de los nuevos procesos productivos introducidos. En las instrucciones escritas para el manejo de su chacra, Rosas indicaba que la primera reja debía penetrar de 4 a 6 dedos, la segunda un geme (más o menos 15 centímetros), la tercera una tercia (o sea alrededor de 28 centímetros), y la cuarta “todo lo que se pueda”; es decir, se trataba de profundidades considerables, para implementar las cuales en los arados se contaba con un mecanismo que subía y bajaba la reja, lo que permitía al peón regular la hondura del surco.19 Tenemos aquí un significativo elemento de análisis. Como hemos dicho en su lugar, la agricultura tradicional de finales del siglo XVIII, o incluso sus reflejos en los manuales de inicios de la centuria siguiente, no se preocupaban mucho por graduar las profundidades a las que había que enterrar la semilla, limitándose a recomendar que no fueran sepultadas demasiado: “Ninguna semilla debe enterrarse a más de seis pulgadas, siendo suficientes tres, y aun menos para algunos”, decía Antonio Arias y Costa; traduciendo sus pulgadas al sistema métrico, encontramos 18 Darwin, Ch. (1951), p. 88. 19 Eizykovicz, J. (2002), p. 24. Véanse las equivalencias de medidas de época con las del sistema métrico en el cuadro 4 del Apéndice de este volumen.

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que la profundidad máxima debía entonces ser de 14 a 14,5 centímetros.20 Tomás Grigera, en las dos ediciones de su Manual de agricultura, publicadas en 1819 y 1831, gradúa profundidades de 7 y 14 centímetros para la primera y la segunda labranzas en tierras “duras”, y de 14 y 21 para las “blandas”, indicando que “en las demás sucesivas [la reja] irá entrando más proporcionalmente”. No nos indica sin embargo cuántas “rejas” habrán de darse, diciendo simplemente que “se repetirán cuantas veces pueda el labrador”; no parece que éstas pasaran usualmente de tres.21 Sin embargo, en la década de 1820, los tratadistas más avanzados habían ya comprendido que era necesario graduar las profundidades según fueran las características del suelo, el régimen de humedad, las labores o la necesidad de destruir más o menos malezas. Sir John Sinclair recomendaba en su manual que, todas las veces que el suelo lo permitiera, era conveniente trabajarlo a toda la profundidad que pudiera ejecutarlo un par de caballos, dándole, de tiempo en tiempo, una labor aún más profunda, con cuatro caballos. Graduaba las intermedias en unas 7 u 8 pulgadas, o sea de 16 a 19 centímetros, bastante más que Arias y Costa. En todo caso, las labores profundas resultaban imprescindibles para el manejo de la humedad, dado que con ellas se formaban reservas de ésta por debajo de las plantas, a la vez que limpiaban el suelo al destruir malezas, y enterraban los abonos animales y vegetales.22 No es casualidad, entonces, que Rosas siguiera en sus establecimientos de la frontera las recomendaciones de Sinclair y no los conocimientos empíricos propios de la antigua agricultura periurbana, cercana a cursos de agua y por tanto bajo un régimen de humedad mucho mayor; por lo demás, su uso de arados simples con reguladores de profundidad se ajusta también exactamente a los consejos de la agronomía inglesa más avanzada de su época. En todo caso, hacia finales de la década de 1850, aun manuales de labranza editados para uso escolar indicaban tanto la necesidad de atenerse a la variedad de situaciones como la conveniencia de arar profundo.23 Claro que las modificaciones en los arados no fueron las únicas. Hacia fines de la década de 1840 o inicios de la siguiente se introdujo la 20 Arias y Costa, S. (1818), t. I, pp. 276-7. 21 Grigera, T. (1819), p. xi; (1831), p. 9. Sobre la cantidad de araduras, véase Pellegrini, C. (1856), p. 59. 22 Sinclair, J. (1825), t. II, pp. 7-15. Compárense las figuras 8 y 19. 23 Un ejemplo en [Moll, Schlipf y otros] (1860), pp. 83 y ss.

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rastra de púas triangular, o de siete dientes; según un periódico del rubro, la “han introducido en este país los sembradores vascos: es sin duda muy superior a la antigua, de ramas de durazno (...). Penetra profundamente en la tierra, deshace los terrones, arranca las raíces nocivas y malezas (...). Felizmente, se ha generalizado mucho en la campaña esta útil herramienta de agricultura”.24 Su uso, de todos modos, ha de haber sido más intenso en áreas de agricultura tradicional y fragmentada y no tanto en las áreas nuevas de frontera, porque las irregularidades del terreno en estas últimas podrían haber constituido dificultades complejas a resolver, que sólo lograrían serlo con las gradas metálicas articuladas que comenzarán a difundirse un poco más tarde. De cualquier forma, hacia 1850 la oferta de arados importados, rastras y otros medios de producción modernos había alcanzado incluso las ciudades de la costa del Paraná, y según Martin de Moussy constituían ya “un material agrícola más conveniente y que prepara mejor el suelo”.25 Para mediados de la centuria las exportaciones de instrumentos agrícolas desde Gran Bretaña y los Estados Unidos hacia Buenos Aires eran ya bastante significativas.26 Otra innovación importante, constante al menos desde la década de 1820, es la difusión del maíz como cultivo antecesor: ya hemos visto que esta práctica era conocida desde mucho antes, así como sus beneficios, pero su expansión en el área pampeana parece de algún modo afirmarse desde que un artículo en El Argos de Buenos Aires la recomendó para combatir la plaga del polvillo. Bernardo Gutiérrez especificaba en 1856 que en Mercedes se acostumbraba sembrar el maíz en tierra virgen, “con el fin de dulcificarla y suavizarla, para el siguiente año echarle trigo”.27 Obviamente que esta renovación de métodos no incumbía a todos los productores por igual ni era constante en todas las áreas; Beck Bernard escribía resignado que aun hacia 1860 el gaucho continuaba con sus ancestrales maneras de cultivo, “labrando apenas con una viga munida de un gancho, rastrillando con 24 El Labrador Argentino, 1857, t. II, p. 20. 25 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 479. 26 Brown, J. (2002), pp. 254-5. 27 Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856, en Argentina. Estado de Buenos Aires (1854 y ss.), 2º semestre, nº 7 y 8, p. 35. Esta práctica continuaba en la década de 1880; véase artículo “Colonia Arteaga”, en Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, t. VI, p. 228.

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un haz de ramas espinosas, y mirando con desprecio todo ingenio más perfeccionado”.28 Sin embargo, Beck Bernard no parece haber advertido las modificaciones impuestas por la extensión de la agricultura de fronteras incluso hasta a los gauchos, supuestamente más refractarios al cambio. En los espacios abiertos de las pampas, y entre los labradores pobres, podría no haber arados ingleses como los de Rosas, pero de cualquier forma las adaptaciones e innovaciones también se difundieron. Las rejas de hierro se propagan con amplitud: suelen aparecer ya desde las primeras décadas del siglo XIX en los inventarios rurales santafesinos o entrerrianos, si bien sobre todo en algunas explotaciones más capitalizadas, aunque no exclusivamente en ellas.29 Pero además, una innovación muy importante aparece en los tradicionales arados criollos, replicando en cierta medida los cambios introducidos en las explotaciones más capitalizadas mediante los arados importados. Según lo registrado en un dibujo de Pellegrini, los arados criollos ya habían incorporado hacia 1850 instrumentos caseros para regular la profundidad, es decir, para subir y bajar a voluntad la reja, mediante una articulación movible entre el timón y el dental, y una clavija para mantener fija durante la labor la distancia deseada entre ambos. Esos instrumentos no existían en el siglo XVIII, como lo muestran claramente la iconografía y descripciones disponibles.30 Luego de detallar las formas en que debía buscarse el ángulo necesario para que el arado penetrara en la tierra regulando la al28 Beck Bernard, Ch. (1865), p. 93. 29 Sobre Santa Fe, Bidut, V.; Caula, E. y Liñán, N. (1996); arados americanos modernos en Paraná hacia 1850 en Burmeister, H. (1943-44), t. I.; los inventarios rurales entrerrianos de los años 1830 en adelante, conservados en el AHAER y el AIPOM, no detallan las características de los ararios, limitándose a consignar su existencia y su valor. De todos modos, el hecho de que figuren puede muy bien indicar que no se trataba de simples arados tradicionales sin partes metálicas, dado que en ese caso su valor hubiera sido demasiado escaso. El inventario de los bienes de chacra de Tomás González, levantado en 1853 en Gualeguaychú, registra por ejemplo “tres arados a veinte reales”, una cifra que al menos duplica el valor de cualquier otra herramienta metálica. AIPOM, I-57, doc. 1947, fs. 1 v. 30 Véase por ejemplo el dibujo de Paucke, F. (1943/4), t. III, e/pp. 172-3, lám. XXXVI; o el arado proyectado por Fernando Ulloa para los campos del Río de la Plata en 1778, reproducido en Álvarez, J. (1910), p. 174. En ambos, el timón aparece fijo en el dental. Comparar con el arado “del país” incluido en Pellegrini, C. (1856), e/pp. 41-42. En este libro se reproducen respectivamente en las figuras 12, 13 y 24.

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tura del timón, decía Pellegrini, con sus dotes de agudo observador: “En la práctica nuestros paisanos reglan a la vista lo que llaman el dentro del arado. La experiencia y el tanteo suplen la teoría. Raramente se equivocan”.31

Figura 24. Arado criollo simple, ampliamente difundido en la campaña bonaerense hacia mediados del siglo XIX. Obsérvese el regulador de profundidad, no presente en el arario registrado por Paucke (cfr. figura 11). En Pellegrini, C. (1856).

Muchos otros motivos recomendaban el uso de arados locales antes que importados, sobre todo entre los labradores de frontera que trabajaban casi exclusivamente con su familia, alcanzando a sembrar sólo hasta unas 10 fanegas de trigo, lo que significaría unas 20 o 30 hectáreas. Los animales rioplatenses, tanto bueyes como caballos, eran ariscos y bravos; uncidos a alguna máquina delicada, terminarían por arrastrarla a cualquier sitio y dañarla, y, lejos de los centros más densamente poblados, conseguir repuestos o un herrero hábil para repararlas podía llegar a ser imposible. Por lo demás, el propio trabajo del arado proveía otros beneficios al labrador criollo, transformando sus novillos en buenos bueyes para carreta, y el tiro más bajo del buey compensaba en cierta forma su falta relativa de fuerza en comparación con el caballo. De ese modo, las innovaciones introducidas en el arado simple criollo a lo largo de la primera mitad del siglo XIX permitieron adaptar el cultivo a nuevas condiciones ambientales, y a la vez resolvieron con eficacia los condicionamientos impuestos por los avances de la agricultura cerealera sobre tierras de frontera, sin necesitar por otra parte amplias inversiones de capital en instrumentos modernos. 31 Pellegrini, C. (1856), p. 50; también Revista del Plata, Buenos Aires, nº 2, octubre 1853, pp. 14-15.

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5. la renovación de semillas y la aparición del BARLETTA

Uno de los hechos más llamativos de la extensión de la agricultura de fronteras es la aparición de nuevas variedades de trigo, mucho mejor adaptadas a las nuevas condiciones que las antiguas. Si bien como hemos dicho en el capítulo II es bastante difícil detectar datos detallados y precisos acerca de la renovación de semillas en la pampa de la primera mitad del siglo XIX, existen documentados diversos intentos por introducir variedades mejoradas o de mayor rendimiento, lo que probaría un creciente interés en ello.32 Aun cuando se tratara de intentos aislados cuyos frutos pronto se perdían en la maraña de las cruzas, de todos modos es en ese período que se introducen, experimentan, desarrollan y difunden variedades de trigo mejor adaptadas a las condiciones de cultivo en llano, que significarán un hito perdurable en el dominio del nuevo paisaje productivo agrícola. La más interesante de ellas es sin ninguna duda el Barletta, que tendrá un desarrollo realmente espectacular en estos años, transformándose pronto en la variedad más popular de las pampas. Hacia inicios del siglo XX, su cultivo se extendía desde los 33 grados hasta los 45 de latitud sur, es decir, de un extremo a otro del área cerealera.33 Existen varias versiones acerca de su origen; un artículo publicado en los Anales de Agricultura en 1874 suponía que el Barletta probablemente había sido originado a partir de la variedad inglesa Barley Wheat.34 Sin embargo, la mayor parte de las fuentes coincide en considerar a la simiente primigenia traída de Italia. Según los datos recopilados por Dionisio Petriella y Sara Sosa Miatello, el trigo Barletta fue introducido por Jacinto Caprile, comerciante de origen genovés llegado a Buenos Aires en 1828, entre otras cosas iniciador en 1837 del primer servicio regular de 32 Entre otros, César H. Bacle y su socio Arthur Onslow intentaron en la década de 1820 crear un establecimiento de horticultura donde se aclimatarían al suelo pampeano diversas flores, frutas y legumbres europeas. Bartolomé Mitre menciona que en una caja de simientes venida de Italia se encontraron tres carozos que dieron origen a los “hermosos bosques de damasco” que para 1859 se extendían por los alrededores de Buenos Aires. Prólogo de Alejo González Garaño a [Bacle, C. H.] (1947), s/p.; Argentina. Estado de Buenos Aires, (1859), p. 12. 33 Algunos testimonios respecto del Barletta: Rutter, W. P. (1911), pp.90-92; Daireaux, G. (1901); Simois, D. (1893), p. 13. 34 Anales de Agricultura, Buenos Aires, t. II, nº 4, 15 de marzo de 1874, p. 53.

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carga, pasajeros y correspondencia entre el reino de Cerdeña y el Río de la Plata. Este pionero introdujo en 1844 varias bolsas de trigo Barletta, iniciando siembras experimentales con éste en tierras de su propiedad, al parecer en Chivilcoy, auspiciando al tiempo la llegada de agricultores desde su provincia natal, quienes tuvieron parte activa en esos ensayos y sin dudas también en la difusión posterior de la simiente.35 Es significativo que para esos años ya la presencia de italianos y en especial genoveses en la producción agrícola haya llegado a ser importante y creciente, a juzgar por los testimonios del cónsul sardo citados en el capítulo IV, y por la frecuencia de patronímicos de ese origen en los registros que se conservan.36 El trigo Barletta fue clasificado por Linneo como variedad del Triticum turgidum, es decir, es de caña llena y grano regordete, posee aristas, y hubo de evolucionar desde alguno de los trigos rústicos y productivos, aunque no de harina de máxima calidad, que se cultivaban en Europa meridional.37 De todos modos, lo que más nos interesa aquí, el desarrollo local de la variedad, es todavía bastante oscuro, aunque puede deducirse que debió de ser un proceso muy complejo. Agustín Vidal exponía en la muestra de la Sociedad Rural de 1875 un trigo Barletta para pan, cultivado en Chacabuco, con un rendimiento de 30 fanegas por cada una sembrada. Según el expositor, “este trigo es conocido en plaza por el Barletta antiguo, o sea trigo colorado de pan. Es de clase superior y muy apreciado”, lo que equivaldría a decir que ya para entonces existían distintas subvariedades.38 Lo anterior es confirmado por Simois hacia fines del siglo XIX, quien indica que por entonces se daba el mismo nombre a distintos trigos duros más o menos rojizos, muy rústicos, todos con aristas, lo que podría apuntar a la existencia de desarrollos paralelos a partir de diferentes tipos originarios, o a sucesivas difusiones a 35 Carlos Pellegrini describía a Chivilcoy en 1853 como un “centro fecundo de ensayos cerealeros, [donde] se cultivan con éxito sorprendente variedades de trigo italiano”. Pellegrini, C. (1856), p. V. 36 Su introducción por parte de Jacinto Caprile en Petriella, D. y Sosa Miatello, S. (2002), entrada Caprile, Jacinto. Sobre la importancia de los italianos y en especial de los sardos en la economía rioplatense de la primera mitad del siglo XIX, particularmente en su agricultura, véase Chiaramonte, J. C. (1991), pp. 91 y ss.; esp. pp. 93 y s. y 250-1. 37 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 107 y ss.; Boussingault, I. (1874), pp. 132-7; El Campo y el Sport, t. I, nº 127, 12 de diciembre de 1893, p. 1643, recuerda que los trigos poulard, también de la especie de los turgidum, estaban muy extendidos por los climas templados del centro y sur de Europa. 38 Anales de la Sociedad Rural Argentina, Buenos Aires, t. X, 1876, p. 336.

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partir de una misma semilla pero criada en distintas condiciones ambientales, aunque también esa situación podría deberse a mezclas o interpolaciones, así como a simple confusión de denominaciones.39 Lo realmente notable, en todo caso, es que el Barletta resolvió varios de los problemas que hubo de plantear la expansión del trigo hacia las tierras nuevas. Semejante al Turkey Red de Kansas a juicio de Rutter, constituía un trigo de muy alta calidad adaptable perfectamente a las condiciones del cultivo extensivo en áreas más secas que las tradicionales vecinas a los grandes ríos. En primer lugar, resultaba especialmente valioso para los agricultores dado que sus espigas podían permanecer enteras largo tiempo en la planta, incluso ya maduras, sin ser desgranadas a pesar de ser batidas por vientos muy intensos. El relieve muy plano y la carencia de árboles que aminoraran esas corrientes de aire eran factores que hacían muy difícil evitar grandes pérdidas de grano en los cultivos que avanzaban cada vez más hacia el interior de las pampas. Napp, contra Burmeister, opinaba que el problema de la región no era la calidad de la tierra sino justamente los vientos, en lo que probablemente estuviera haciéndose eco de las dificultades encontradas por los empresarios colonizadores de Santa Fe en sus avances sobre tierras nuevas durante los años previos.40 Pero ese problema estaba muy presente ya a mediados del siglo XIX; un artículo publicado en El Labrador Argentino en 1857 daba cuenta de estos inconvenientes, prescribiendo la atención a la consistencia del suelo para evitar, mediante labores adecuadas, que en aquellos en los que esa consistencia fuera muy débil las plantas terminaran siendo desarraigadas.41 Si Pérez Castellano, en 1813, en las amenas costas rioplatenses de su chacra del Miguelete, podía recomendar la plantación de ombúes para morigerar los efectos de los vientos que desgranaban el trigo en sazón, en la agricultura extensiva de las llanuras esa receta hubiera sonado ridícula ante la inmensidad abierta, batida noche y día por las fuertes 39 Simois, D. (1893), p. 13. 40 Napp, R. (1876), pp. 288-290. Un interesante indicio de las “exploraciones” de tierras nuevas efectuadas por los empresarios santafesinos de la colonización como paso previo a la instalación de nuevos emprendimientos durante la década de 1870 en Bianchi de Terragni, A. (1971), pp. 173-181. Como ejemplo de la experimentación de las condiciones productivas en tierras nuevas consúltese la descripción de Candelaria por Nicolorich, L. (1872), pp. 11-13. 41 El Labrador Argentino, t. I, p. 56. Sobre el tema véase también Napp, R. (1876); Garavaglia, J. C. (1999), p. 193.

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ráfagas de las pampas. El Barletta, en cambio, constituyó un factor de importancia capital para que los cultivos pudieran resistir a las rústicas condiciones de frontera porque sus espigas compactas y de aristas fuertes se mantenían mejor cohesionadas que cualquier otra variedad, pudiendo permanecer así incluso bastante tiempo después de madurar, lo que constituía una ventaja inapreciable en momentos en que resultaba difícil obtener y coordinar la mano de obra suficiente para la cosecha.

Figura 25. Espiga de trigo Barletta, fines del siglo XIX. En Daireaux, G. (1901), p. 388.

En segundo lugar, el Barletta se adaptaba con facilidad a las distintas condiciones ambientales sin degenerar como lo hacían otras variedades más delicadas; resistía mejor que cualquier otro los cambios de clima, las sequías, el excesivo calor o frío y los efectos de las heladas tardías y las neblinas, estas últimas causantes de enfermedades como el añublo (rouille), y crecientemente presentes a medida que la producción triguera se extendía hacia el sur bonaerense.42 En 1894 un artículo de La Agricultura lo llamaba “el tipo jefe de la agricultura triguera pampeana”: “Es el que resiste con más vigor los cambios atmosféricos y el que conserva de una manera permanente su tipo primitivo. Es también el que tiene más gluten”.43 Todavía a inicios del siglo XX, y a pesar de la introducción de variedades nuevas, el trigo Barletta continuaba siendo el preferido a causa de 42 Rutter, W. P. (1911), pp. 91-3; Daireaux, G. (1901), pp. 430-1; Simois, D. (1893); Scobie, J. R. (1982), p. 112, apud Rutter. 43 La Agricultura, Buenos Aires, año 2, nº 72, 1894, p. 290.

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su resistencia y adaptabilidad, habiendo sido entre otras cosas uno de los instrumentos fundamentales de la fenomenal expansión agrícola pampeana que por entonces acababa de consumarse. Pero incluso a mediados del XIX las repetidas experiencias con otras variedades no habían logrado desbancarlo de su posición ya hegemónica: Manuel Villarino exponía en 1859, en carta a Gervasio Antonio de Posadas, las ventajas del trigo Lombardo, cuya harina era de mayor calidad que la del Barletta y, a igual peso y volumen de grano, producía un 15% más; llegó a ser cultivado a la par del Barletta, pero los agricultores lo abandonaron progresivamente a pesar de sus ventajas dado que, por tratarse de un trigo sin aristas, debió de resistir mucho peor que aquél a las difíciles condiciones de cultivo de las tierras pampeanas.44 En todo caso, la introducción del Barletta constituyó un hito tecnológico de envergadura indiscutible: tal como ocurrió en los Estados Unidos con las variedades similares de trigos rojos que se difundieron allí en la misma época, su aporte fue crucial para superar los inconvenientes planteados por la expansión sobre áreas nuevas agroecológicamente muy distintas de aquellas en donde se había efectuado hasta entonces la agricultura tradicional. Su difusión fue extremadamente rápida; ya para inicios de la década de 1850 el Barletta era la variedad más intensamente cultivada en Buenos Aires, habiendo reemplazado al antiguo trigo de pan.45 En todo caso, el mayor interés por la introducción de variedades nuevas se refleja asimismo en los paralelos intentos por compilar rendimientos comparados. Si bien todavía las mediciones parciales diferían notablemente en métodos y criterios de observación, y consiguientemente en la calidad de los elementos de juicio que ofrecían, las efectuadas por Martin de Moussy, a mediados de la década de 1850 en distintas partes del litoral, fueron el primer intento comparativo orgánico que logró los honores de la prensa. Sus investigaciones proporcionaron rendimientos en línea con los constatados cuatro décadas antes por Pérez Castellano, aun cuando 44 Manuel Villarino al presidente de la Exposición Agrícola, Gervasio A. de Posadas, Chivilcoy, 28 de abril de 1859, en Argentina, Estado de Buenos Aires (1859), pp. 23 y ss. 45 Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856, en Registro Estadístico del Estado de Buenos Aires, 2º semestre de 1855, nos 7 y 8, 1856, pp. 35 y s.; también Garavaglia, J. C. (1999), p. 191. Villarino, que no apreciaba mucho al Barletta, opinaba que el de pan poseía ventajas sobre él. Villarino a Posadas, Chivilcoy, 28 de abril de 1859, en Argentina, Estado de Buenos Aires (1859), pp. 24-25.

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fueran más altos en lugares como Chivilcoy, verdadero centro de experimentación cerealero informal, donde ya por entonces (antes aún de las medidas de redistribución de la tierra impulsadas por Sarmiento) el desarrollo y adaptación de las nuevas variedades, así como la introducción de métodos de cultivo más perfeccionados, habían mejorado consistentemente la productividad agrícola.

Cuadro 13 Rendimientos estimados de trigo sembrado en distintos lugares del área pampeana, hacia mediados de la década de 1850 Lugar Banda Oriental Departamento de Montevideo Maldonado Paysandú Salto Entre Ríos Paraná

Naturaleza del suelo y métodos de cultivo Tierra medianamente arcillosa. Cultivo metódico, pero sin abonos. Tierra arenoarcillosa. Sistema de barbechos. Terrenos del todo nuevos, muy ondulados, suelos francos, un poco fuertes. Barbechos. Tierra muy ligera. Mucha conchilla. Verano a menudo lluvioso. Barbechos.

Rendimiento por grano

12 20 22 10?

Tierra arenoarcillosa ligera. Cultivo muy superficial, pero en tierra nueva. 20 Nogoyá Suelo arcilloso muy fuerte, parecido a las tierras del Brie. 18 Gualeguaychú Tierra arenoarcillosa, suelo vegetal profundo; pero alternativas de gran sequía y de gran humedad. 15 Concepción Tierra arenoarcillosa más ligera que del Uruguay la de Gualeguaychú. 13 Colonia San José Como la tierra de Concepción, pero cultivo más esmerado. 15 Buenos Aires Buenos Aires Tierra muy arcillosa. Cultivo metódico, (suburbios) pero ningún abono. 10 Chivilcoy Tierra arenoarcillosa ligera, muy 30 profunda. Cultivo bastante cuidadoso, se dice.

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Lugar Santa Fe Rosario

Naturaleza del suelo y métodos de cultivo

Rendimiento por grano

Tierra arenoarcillosa ligera, que se seca muy rápido. Cultivo muy restringido. Tierra arenosa, humus estrecho, subsuelo muy móvil. Cultivo metódico.

15? Colonia Esperanza 20 Córdoba Posta del Totoral Tierra arenoarcillosa un poco salina. En las pampas, campo del maestro de posta. 20 Fuente: Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5. Nota: Los signos de interrogación son originales de la fuente.

Entonces, si bien todavía los rendimientos medios no parecen haberse desprendido demasiado de los propios de tiempos coloniales, en todo caso comenzaba a quedar en evidencia la gran amplitud de las diferencias regionales a través de mediciones comparadas, menos empíricas y localizadas que antaño. La expansión horizontal de la superficie cultivada que se iría acelerando en las décadas siguientes ampliaría aún más la desproporción entre las regiones de cultivo intensivo cercanas a las ciudades y las tierras nuevas de frontera que se incorporaban a la producción agrícola.

6. los cambios en la superficie implantada por unidad y sus efectos

Otra de las consecuencias destacables de la expansión de los cereales por las tierras fronterizas fue que las superficies cultivadas por unidad, al menos en las más grandes, parecen haber sido mayores que antaño, si bien es difícil establecer parámetros certeros porque los indicios son escasos y dispersos. Esta extensividad, que buscaba compensar de alguna forma los mayores costos en trabajo y capital, se combinaba con una menor necesidad de semilla por hectárea, propia de tierras cuya humedad ambiente no era tan favorable al crecimiento de malezas. Las consecuencias de ello fueron a menudo rendimientos por hectárea similares o aun menores que en las áreas de antiguo cultivo, pero un aumento paralelo en los

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rendimientos por grano, lo cual rara vez aparece detallado en las mediciones de la época, sólo preocupadas por medir cuántas semillas se obtenían por cada una sembrada, y que no prestaban usualmente atención a las diferencias en la superficie implantada. Eduardo Costa criticaba a fines de la década de 1860 los intentos de establecer criterios de fertilidad relativa de las tierras a través de esos indicios, dando cuenta de casos donde se aumentaba la superficie sembrada sin un paralelo aumento en la cantidad de semilla, aunque sin advertir las consecuencias derivadas de ello.46 En todo caso, esto era una condición adjunta a las características propias de esos avances sobre tierras nuevas, y determinaba la conveniencia del cultivo en ellas mediante un uso extensivo del factor más abundante. Como hemos dicho antes, en el contexto técnico de entonces el uso de fuerza humana continuaba siendo crucial, y justamente la ampliación de la escala era lo que habría de permitir en parte amortizarla mejor. Es de ese modo que debiéramos esperar indicios de sistematización de las tareas con el propósito de obtener una mayor racionalidad que posibilitara más eficientes aprovechamientos de la escala, traducción al terreno práctico de las instrucciones de los manuales. Hemos visto que Pérez Castellano graduaba entre tres y tres y medio metros el ancho de las amelgas, a fin de que el sembrador se dirigiese por ellas para distribuir el grano con homogeneidad dentro de ambas líneas. Para Rosas, sin embargo, el ancho de las amelgas debía estar entre 3 y 5 varas, es decir, entre 2,6 y 4,3 metros, siendo preferible un ancho mayor “porque el melgador acaba más pronto, y lo mismo el derramador”.47 Aún estamos lejos de la difusión de la labor en llano, más práctica para el cultivo extensivo, y que reemplazaría en parte a la labor en tablones, propia del cultivo de superficies relativamente pequeñas, pero de una forma u otra el camino entre ambas había comenzado a ser recorrido, en forma sin dudas empírica y limitada, pero bien concreta.48 Sin embargo, donde más se habría de notar esta racionalización del uso del trabajo era en las tareas de la siega y posteriores, tradicionalmente las más dispendiosas en mano de obra de todo el ciclo productivo. Al respecto, una de las innovaciones que más parece haberse generalizado

46 Costa, E. (1871) pp. 109-10. 47 Rosas, J. M. (2002) 48 Sobre las diferencias entre la labor en llano y la labor en tablones o amelgas véase Daireaux, G. (1901), p. 146.

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durante la primera mitad del siglo XIX fue el reemplazo de los segadores “por día” por segadores “por tarea”. En tiempos coloniales, la cosecha siempre se trataba por día, ganando los trabajadores en esas circunstancias salarios astronómicamente más altos que los usuales; el reemplazo por normas de trabajo a destajo implicó, por un lado, la definición de una “tarea”, establecida ya a inicios de la década de 1820 en una superficie de 35 varas de largo por 15 de ancho. Las ventajas de pagar por tareas eran evidentes para el empresario: el costo de mantenimiento de los trabajadores era menor, se ahorraba el “contador”, es decir, el encargado de tantear al corte y vigilar que los peones no retrasaran el trabajo; y, por otra parte, “jamás los peones por día trabajan lo necesario para llenar unos con otros la tarea por hombre”.49 En una cuenta de gastos de cosecha de un productor de San Isidro, desgraciadamente sin fecha pero sin dudas posterior a 1825, se contabilizó el pago de 42 tareas a 28 pesos moneda corriente; los jornales de peones por alzar el trigo, aventarlo y zarandearlo eran de 30 pesos, lo cual muestra adicionalmente la diferencia monetaria que esto implicaba.50 La difusión de la siega por tareas fue rápida y amplia por toda la región pampeana y por todos los estratos de productores. En el remoto oriente entrerriano de 1854, las cuentas de la cosecha de unas pocas fanegas de trigo sembradas por un humilde soldado en el campamento de Calá incluyeron el pago de 17 tareas a un peso boliviano por cada una.51 Es evidente, por otra parte, que las siegas por tarea se articulaban mucho mejor con las mayores extensiones del cultivo propias de las zonas nuevas. Resulta interesante pensar cómo fue que, en un contexto de aguda escasez de mano de obra, pudo lograrse el establecimiento de estas prácticas. En todo caso, está fuera de duda que muchos intentos de restablecer el trabajo coactivo fueron un fracaso, como hemos visto más arriba; de todos modos, el reclutamiento militar y la construcción de redes de control estatal en la campaña fueron, al menos en Buenos Aires, una de las características más salientes de la primera mitad del siglo XIX, por lo que quizá pueda inferirse de ello una mayor presión efectiva tendiente hacia 49 Rosas, J. M. (2002), p. 59. 50 AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, “Cuenta de los gastos que se han hecho…”, firmada Andrés Sorondo. 51 AHAER, Expedientes judiciales, sin clasificar, “Pando, Andrea Figueroa de, con Mariano Pando. Arreglo sobre intereses guardados por fallecimiento del esposo de aquélla”. Sobre la extensión de la práctica por tareas en Buenos Aires véase Garavaglia, J. C. (1999a), p. 192.

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el disciplinamiento de la mano de obra.52 Sin embargo, dadas las muy fuertes limitaciones de esos factores de presión, es probable que se aplicaran de preferencia métodos menos directos, como el establecimiento de incentivos o premios. Aun cuando la clásica actitud de quienes manejaban grandes contingentes de trabajadores tendiera todavía en estos años más hacia la puesta en marcha de sistemas disciplinarios, métodos tradicionales de organizar eficazmente la labor, que a la construcción de una nueva cultura del trabajo a través de la práctica de estímulos y de un sistema de incentivos que incluyera la participación activa de los trabajadores en los objetivos a alcanzar –fenómenos todos de la segunda mitad de la centuria–, de todos modos la misma escasez de trabajadores idóneos y el alto precio de su labor debieron ser factores que limitaran en buena medida esos intentos disciplinarios vis à vis otros métodos de atracción y retención no coercitivos.

7. los comienzos de la introducción de maquinaria simple

En fin, más allá de los procesos, resulta singular la creciente introducción de maquinarias destinadas a acortar el tiempo insumido por las tareas de tratamiento del cereal posteriores a la cosecha, a simplificarlas y a obtener respuestas productivas más eficientes. Aunque lamentablemente no contamos con estadísticas ordenadas y fiables al respecto, al menos desde fines de la década de 1810 comienzan a aparecer máquinas –lógicamente no muy sofisticadas– para limpiar y trillar el trigo, justamente el segmento más difícil, largo, costoso y complejo de acuerdo con la tecnología de esos años.53 Ya hemos mencionado el aparato inventado por Arellano; en 1821 se anunció en venta un molino de viento “con (...) máquina de limpiar y trillar trigo (...) de construcción inglesa”, que existía allí al menos desde 1818.54 Durante los años treinta la introducción de maquinarias aventadoras parece haber continuado a buen ritmo, a juzgar por los avisos en los diarios; estas máquinas resultaron muy importantes para reducir las 52 Véase al respecto, por ejemplo, Salvatore, R. (1994). 53 Al respecto véanse las interesantes reflexiones de [Lemée, C. (1893)], p. 1533. 54 Boletín de la Industria, nº 2, 24 de agosto de 1821; Gazeta de Buenos Ayres, nº 75, 17 de junio de 1818, p. 218. Otras referencias en Garavaglia, J. C. (1999a), p. 193.

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grandes pérdidas que se experimentaban aventando el grano a mano, pudiendo ser incorporadas a los procesos productivos sin complicar la tradicional eficiencia de los segmentos previos y posteriores, lo que a menudo había dificultado la introducción de innovaciones. Además, permitían prescindir de la aleatoria conjunción de condiciones climáticas específicas, necesariamente ligadas al aventado a mano realizado al aire libre; y reducían los riesgos que eran consecuencia natural de la exposición del grano a la acción de los elementos. Con la llegada de la década de 1840 los problemas se agudizaron en función del aumento constante del consumo y de la producción. Esta situación parece haber llevado a una compleja encrucijada a los productores agrícolas: la coyuntura de altos precios que ya hemos analizado representó para ellos una ventaja importante, pero continuar operando en las condiciones de antaño parecía cada vez más difícil. Tenemos un indicio lateral de estos fenómenos en la proliferación de molinos de viento y en la aparición de los primeros a vapor; según los recuerdos de Berro, en Montevideo se instaló el primero de ellos en 1842, de propiedad de Guillermo Poujade; éste fue inducido a ello ante el aumento de las cosechas.55 En 1845 se instaló en Buenos Aires el primer molino a vapor, que funcionaba con máquinas perfeccionadas que le permitieron mejorar la calidad de sus productos con respecto a los demás establecidos en el país.56 A partir de entonces, los molinos a vapor arrecian, y no sólo en la ciudad de Buenos Aires: en 1847 se instala allí el de Blumstein y Larroche, de sistema francés, con diez pares de ruedas, y en 1854 el de Pablo Halbach, de sistema norteamericano; ese mismo año, en Tandil, el de Pedro Lescala; otros dos el año siguiente en Azul, y muchos más que van tachonando los distintos pueblos rurales. Para 1861, la capacidad de molienda diaria instalada de los molinos a vapor y a agua existentes en la provincia de Buenos Aires sumaba 2.535 fanegas, tanto como 35.000 hectolitros.57 Los molinos de viento continuaron en uso a pesar de la proliferación de los de vapor; en todo caso, con ellos se logró por fin superar las limitaciones de las antiguas atahonas, incorporando 55 Berro, M. (1914), p. 178. 56 De la Fuente, Diego G.; Carrasco, Gabriel y Martínez, Alberto B. (dirs.) (1898), t. III, pp. civ y ss. 57 Pellegrini, C. (1861), pp. 100 y s.; Melli, O. R. (1999), p. 21; conversión de fanegas en litros según equivalencias en el cuadro 4, Apéndice II.

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maquinarias capaces de ofrecer una tarea mucho más rápida y de mayor rendimiento.58

Figura 26. Corte del antiguo molino de viento utilizado en Paraná y luego trasladado a Chacabuco, provincia de Buenos Aires. En Melli, O. R. (1999).

Es así entonces que se fueron introduciendo innovaciones significativas en la producción agrícola de la primera mitad del siglo XIX. Mientras que, en Europa, la hoz era usada desde hacía miles de años para cosechar granos sembrados en superficies pequeñas, desde el siglo XVI la primitiva guadaña fue evolucionando con la incorporación de un mango que volvía más sencillo el corte de los tallos de manera que se los pudiera atar en gavillas. En el Río de la Plata, hacia la década de 1840, y quizá aún antes, aparece entonces la guadaña, cuyo uso habrá de ir cobrando importancia en las huertas. Se ensayó el reemplazo de la siega con hoz mediante la incorporación de guadañas, e incluso algunas de ellas ligadas al cereal aparecen en inventarios rurales. Según 58 Al respecto podría resultar un ejemplo el antiguo molino de Chacabuco que fue reconstruido en el Museo Colonial e Histórico de Luján. Véase figura 26.

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los cálculos de Marcelo Conti, esto permitió aumentar la capacidad de trabajo desde 0,10 a 0,15 hectáreas por día y por hombre, a 0,20 hasta 0,30, es decir que la duplicó. Frank coincide en el gran ahorro que significaba segar con guadañas; desde la labranza hasta la trilla, el insumo total de mano de obra en la producción de trigo insumía 196 horas hombre por hectárea efectuando la siega con hoces; tan sólo reemplazando éstas con guadañas ese tiempo total podría bajar a 156 horas.59

Figura 27. Corte de trigo con guadaña a garabato. En Anales de Agricultura, nº 17, 1 de septiembre de 1873, p. 135.

Sin embargo, la guadaña no resultó útil en el cultivo triguero extensivo. Dada la tradicional carestía de la mano de obra masculina en épocas de siega, la opción por la guadaña implicaba la necesidad de adiestrar en su uso a contingentes de cosechadores, que tradicionalmente incluían a menudo mujeres y niños, cuya fuerza o talla no resultaban suficientes para el manejo del instrumento. Además, la pérdida de grano era mayor que con la hoz.60 Pero no parecen haber sido ésos los únicos puntos que reducían su eficacia: por un lado, si bien el corte era mucho más rápido, quedaban todavía las tareas de engavillar y amontonar, para las cuales no existían sucedáneos de la fuerza humana; el mismo uso de guadañas podía en ciertos casos tender a aumentar esos contingentes, que debían operar simultánea59 Diversos testimonios sobre utilización de guadañas en las huertas: entre otros Sastre, M. (1881), t. II, p. 180; Garavaglia, J. C. (1999a), p. 187. La introducción de la guadaña en Beck Bernard, C. (1866), t. I, p. 212; cálculos de ahorro de tiempo en Conti, M. (1950), t. I, p. 103, y Frank, R. G. (1970), p. 4. Véanse asimismo los datos transcriptos en cuadro 6, Apéndice II. 60 Al respecto [Moll, Schlipf y otros] (1860), p. 128.

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mente y en poco tiempo, lo cual, y no sólo en superficies extensas, podía constituir una complicación. El engavillado no resultaba práctico ante el tradicional método de amontonar las espigas sobre un cuero que luego se arrastraba hasta la era; por el contrario, la permanencia de las gavillas en el campo las dejaba sometidas a los accidentes meteorológicos hasta tanto se pudiera trillar, lo que introducía factores de riesgo altamente significativos. Posteriormente se lograrían formas de emparvado que resistieran mejor el efecto de las lluvias y la humedad, pero de todos modos la difusión del engavillado estará necesariamente ligada a la de la trilla con máquinas, fenómeno que recién lograría afianzarse ya avanzada la segunda mitad del siglo XIX, y no en todas partes al mismo tiempo, dada la tradicional eficiencia y versatilidad de la trilla con yeguas.61 Por lo demás, la temprana introducción de segadoras resolvió el segmento de la cosecha en forma mucho más integral, como veremos en detalle en un próximo tomo de esta colección.

Figura 28. La trilla del trigo. Chile, hacia 1830. Dibujo de Claudio Gay, litografía de Becquet Frères. En Gay, C. (1854).

61 La trilla con yeguas resultaba más económica, sencilla y aun rápida que la trilla con máquinas, pero el producto era de menor calidad, por lo que al crecer la producción exportable debió reemplazársela por métodos mecánicos. Por otro lado, como hemos dicho antes, el gran problema de los sistemas tradicionales de trilla se encontraba en el aventado, que exigía esfuerzo y mucho tiempo, además de condiciones climáticas óptimas. [Lemée, C. (1893)], p. 1533.

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Durante la primera mitad del siglo XIX existieron otras innovaciones parciales, cuya importancia sin embargo debió ser grande, o lo sería con el tiempo. Comienza a difundirse el ensacado de los granos en bolsas de tela, más dúctiles y fáciles de manejar que los antiguos envoltorios de cuero, iniciándose así una práctica cuya vigencia se adentrará firmemente en el siglo XX. Otro ejemplo ilustrativo de cambios de significación lo encontramos en torno a la obtención y manejo del agua. Si bien en Buenos Aires el problema había estado muy presente en las condiciones productivas anteriores a 1810, es con la expansión de la frontera que comienza a plantearse en forma crucial. No sólo, como podría suponerse, porque al cruzar el Salado los cursos de agua son más escasos, sino sobre todo porque organizar su distribución hacia rebaños cada vez más grandes significaba también la adopción de cambios realmente cualitativos, que permitieran obtener mucha mayor cantidad en menos tiempo y distribuirla con máxima eficacia. No es de extrañar que a partir de la segunda mitad de la década de 1810 comiencen a registrarse artículos y debates en torno a este problema, y, más allá de su obvia utilidad para la cría de ovinos o incluso vacunos, resulta evidente que esos métodos también proporcionaban facilidades para la producción agrícola. Si bien la “gran cultura” continuó siendo en secano (y no podría haber sido de otra forma), la posibilidad de irrigar con comodidad superficies pequeñas de labor hortícola fue sin dudas un avance sustancial. Un artículo de Felipe Senillosa, publicado en 1816 en Los Amigos de la Patria y de la Juventud, indicaba la utilidad para la agricultura de encontrar un medio para extraer agua más barato que los usuales proponiendo el uso de tornos ingleses, e indicando ya la implementación práctica de uno de ellos.62 El periódico El Centinela también registró artículos al respecto.63 Incluso, durante el gobierno rivadaviano se efectuaron ensayos de perforación de pozos artesianos; si bien esos intentos fracasaron, para 1862 los retomaría con éxito el ingeniero Adolfo Sordeaux.64 Pero la innovación clave de la primera mitad del siglo fue sin dudas la del balde sin fondo, o balde volcador, como lo denominaron posteriormente algunos autores. En 1826, el español Vicente Lanuza se presentó al gobierno para patentar dos sistemas de extracción de agua. Uno de ellos,

62 Los Amigos de la Patria y de la Juventud, Buenos Aires, nº 3, 15 de enero de 1816, pp. 11-12. 63 El Centinela, Buenos Aires, nº 21, 15 de diciembre de 1822, p. 354. 64 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).

282 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

basado en bombas mecánicas, era menos práctico y más costoso que el segundo, el balde sin fondo. Este aparato (cuyo funcionamiento puede apreciarse en el dibujo de Carlos Pellegrini reproducido en este libro en la figura 29) consistía en un cilindro hecho con el cuero del cuello de un potro, con ambos extremos abiertos, sostenido verticalmente sobre un pozo, mediante una roldana. El cilindro era introducido en el agua; una vez lleno, el extremo que apuntaba hacia el fondo del pozo era jalado con una cuerda por un hombre a caballo, con lo que parte del líquido permanecía en el cuero, formando una bolsa. Al llegar al borde del pozo, el agua se derramaba en un conducto que la conducía al estanque. Aunque este implemento, construido con materiales frágiles, tenía una duración aproximada de unos quince días, el bajo valor de los cueros permitía su utilización masiva y su reemplazo sin demasiado costo. Una adaptación posterior de este sistema fue la manga, que era de mayor tamaño, y que con el correr de los años sería perfeccionada al ser construida en lona, más durable y fuerte. Estos avances permitieron la utilización de campos que carecían de aguadas permanentes, pudiendo llegar a manejarse rodeos de entre dos y tres mil cabezas de ganado ovino.65

Figura 29. El balde sin fondo, o balde volcador, inventado por Vicente Lanuza en 1826. Dibujo del ingeniero Carlos Pellegrini, en Revista del Plata, t. I, 1853-4.

65 Sbarra, N. (1973), pp. 45 y ss.

los cambios en la tecnología agrícola pampeana 283

El balde volcador se constituyó de esa manera en un elemento clave para el avance sobre tierras de régimen hídrico más pobre que las tradicionales áreas de vieja ocupación linderas a los ríos. Luego de largas y costosas pruebas, por fin se había logrado resolver un problema fundamental provocado por la apertura productiva de las nuevas tierras de las fronteras. Una carta de Juan Manuel de Rosas a Domingo Arévalo, fechada en diciembre de 1826 y referida a ese invento, da cuenta de los múltiples e infructuosos esfuerzos hechos al respecto en los años previos por los empresarios rurales: “Tiene Ud. que con tanto ingeniero, y tanto lujo y gastos en hidráulicos, etc., no hemos hecho más que dar motivos de risa y gastar lo que no tenemos, y este infeliz sin sonar nos ha dado lo que no hemos sacado de todo aquello, ni de cuantas máquinas y bombas nos han traído de Europa”.66 Esta mordaz autocrítica es sólo un indicio, pero su valor adquiere dimensión por todo lo que sugiere: la existencia de círculos de sociabilidad interesados en implementar innovaciones prácticas para la mejora de la producción agraria. Si no inferimos mal, durante esta primera mitad del siglo XIX surge o se afianza la discusión y experimentación de métodos más adecuados entre productores de cierta envergadura, sobre todo en torno a los desafíos planteados por las nuevas condiciones de la ganadería vacuna y luego ovina, pero también preocupados por los problemas que enfrentaban en su expansión sobre tierras nuevas, probablemente incluso al punto de conformar un grupo informal pero con ciertos caracteres comunes. Los avances que esa quizá limitada, pero sin dudas consistente, acción habrá de conseguir se irán difundiendo luego entre círculos de productores más amplios. Eso es lo único que podría explicar satisfactoriamente, entre otras cosas, la rápida difusión del Barletta, que aparece de improviso ocupando el lugar dominante como variedad cultivada. Si bien buena parte de las innovaciones debieron todavía hacerse puertas adentro de la explotación, es probable que también en este aspecto algo de lo que veremos más claramente en la segunda mitad del siglo XIX haya comenzado a gestarse en la primera.

66 Transcripta en La Agricultura, año IV, nº 157, 2 de enero de 1896, p. 7.

284 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

8. una agricultura paulatinamente renovada

Así, las innovaciones en la técnica agrícola puestas en marcha durante la primera mitad del siglo XIX iniciaron un lento pero consistente proceso de transformación del rubro. En todo caso, el complejo y largo aprendizaje de la puesta en marcha de una nueva tecnología agrícola de secano apropiada para tierras cada vez más alejadas de las costas habría de llevar todavía mucho tiempo, en tanto los desafíos se volvían cada vez más complejos en la medida misma en que se avanzaba. En esa evolución, como hemos dicho antes, la agricultura llevaba las de perder frente a una ganadería vacuna y ovina mucho más dinámicas, que tenían además la ventaja de contar con productos más fácilmente trasladables a través de las crecientes distancias de la pampa; de ese modo, no puede extrañar que la producción agrícola tendiera a crecer menos que la ganadera, e incluso menos que la población. El nicho que así se fue formando interesó no sólo a la producción agrícola ultramarina, sino que también fue aprovechado por la agricultura irrigada del interior, de alta productividad por hectárea y costos competitivos; como hemos visto antes, al menos en ciertos momentos a los comerciantes cordobeses o mendocinos les resultaba conveniente enviar trigo hacia Buenos Aires. Es de esta forma que puede entenderse el vuelco hacia el trigo que se observa en Mendoza durante la primera mitad del siglo XIX, que habrá de revertirse cuando a partir de la década de 1860 ganen allí lugar otros cultivos.67 Por lo demás, resulta obvio que los condicionantes y desafíos que iban apareciendo ante los productores a medida que se adentraban en las pampas no podían ser resueltos sólo con la introducción de máquinas y métodos europeos, al menos de ningún modo sin su adaptación previa a una situación ambiental y a una oferta relativa de factores que eran muy distintas de aquellas para las cuales esas máquinas y esos métodos habían sido creados. Hacia mediados de la década de 1820, el general William Miller efectuaba algunas útiles e intuitivas consideraciones acerca de la importancia de tener en cuenta los métodos del país para lograr introducir mejoras agrícolas de magnitud, que pudieran ser convenientes tanto a los nativos como a los extranjeros interesados en 67 Bragoni, B. (1999); Martínez, P. S. (2005); también Chiaramonte, J. C. (1991), p. 37.

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invertir aquí. “La forma de arar inglesa se ha ensayado en algunas partes del país; pero se ha hallado que no producía buen efecto. Con frecuencia los europeos así que llegan a América, manifiestan demasiado celo para introducir los métodos del país de su nacimiento; pero una corta experiencia pronto los convence de que el camino más sabio y prudente es adoptar el sistema de los naturales, el cual podrá sin dudas mejorarse, pero no suprimirse. Tanto en la agricultura como en minería y en otros ramos, deben introducirse gradualmente las mejoras para que produzcan un beneficio general; y los europeos deben aprender un poco de los naturales, si desean lograr enseñarles un mucho”.68 A fines de la década de 1850, otro lúcido viajero, Victor Martin de Moussy, se refería en términos prácticamente iguales al mismo tema: “Los hombres inteligentes y laboriosos dirigen ellos mismos sus cultivos, mejoran gradualmente sus procedimientos, instruyen a sus trabajadores, perfeccionan sus instrumentos, y saben corregir con prudencia lo que está mal, sin pretender hacer inmediatamente tabla rasa y chocar de frente con los hábitos locales, a los que sería torpe desechar desde un primer momento, antes de haber comprendido y experimentado con manos propias la utilidad de reemplazarlos por algo mejor. Es un defecto frecuente entre los cultivadores que llegan de Europa el querer, desde su arribo, implantar los usos y costumbres del cantón del que han partido, sin tener en cuenta la naturaleza del suelo, las particularidades del clima, los hábitos especiales de las gentes que están obligados a emplear como ayudantes. Esta imprudencia, en la agricultura, es bien pronto castigada con el fracaso”.69 Ambos estaban sin dudas dando cuenta de una realidad. El viajero Hermann Burmeister, hacia 1857-60, había experimentado en carne propia los problemas derivados de una confianza demasiado extensa en los métodos y en los trabajadores europeos. Si la creación de una nueva tecnología agrícola pampeana pareciera haber sido un proceso muy lento, sin dudas que la ansiedad de muchos publicistas y viajeros por introducir modificaciones radicales que le permitieran acelerarse no hubiera podido conducir a resultados mejores. Las innovaciones técnicas incorporadas en torno al manejo del ganado ovino fueron de cualquier modo mostrando las posibilidades de una agricultura renovada: en 68 Miller, J. (1829), t. II, p. 349. Destacado del original. 69 Martín de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 561.

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1866, Wilfrid Latham proponía un esquema combinado de agricultura y ganadería que incluía cultivos alternativos de forrajes, cuya implementación no debió de ser muy compleja, y que podría haber aumentado sustancialmente la productividad de las explotaciones; pero el alto costo de la inversión en mejoras y mano de obra que de todos modos suponía probablemente sólo se hubieran podido amortizar operando en una escala demasiado amplia para las superficies disponibles en las tierras más valorizadas y fragmentadas del área costera del norte bonaerense. Por lo demás, el mismo autor reconocía que podía ser considerado prematuro encarar producción agrícola para la alimentación del ganado, a menos que se dispusiera a producir buena carne para el consumo urbano o los saladeros; casi todos los productores, por entonces, criaban “a campo”, es decir, en pasturas naturales.70

Figura 30. Plano de una chacra mixta combinando agricultura y ganadería ovina. Hacia 1865. En Latham, W. (1866), p. 165.

En este sentido, como en otros, no se trataba únicamente de contar con el dinero y los conocimientos para poner en práctica las nuevas ideas; ciertas limitaciones estructurales sólo podrían ser resueltas incorporando innovaciones de mucho mayor alcance, fruto necesario de largos años de 70 Véase Latham, W. (1866), pp. 162 y ss.; esp. p. 170.

los cambios en la tecnología agrícola pampeana 287

experimentación y ensayos, los que a su vez requerían una mínima acumulación de información. Así, hasta la difusión de cercos más eficientes, y en especial del alambrado, no fue posible asegurar la producción agrícola ante el embate del ganado, y menos aún organizar racionalmente las explotaciones. Si bien ya desde la década de 1830 se contaba con mejores materiales para cercos, y el alambrado sería introducido a inicios de la siguiente, se trataba todavía de una etapa de experimentación, centrada en unidades agrícolas y ganaderas periurbanas. Sólo al avanzar las décadas de 1860 y 1870 el alambrado comenzaría a conquistar las pampas.71

71 Sbarra, N. (1964); Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).

Capítulo VI La situación agrícola de las distintas provincias pampeanas hacia 1850

1. introducción

En este capítulo intentaremos dar cuenta, muy apretadamente, del estado de la producción agrícola en las distintas provincias pampeanas hacia mediados del siglo XIX. Si bien la disparidad en los estudios al respecto resulta un límite particularmente consistente, en especial en lo que respecta a algunas de ellas, consideramos que es necesario ofrecer al menos una descripción más o menos ajustada de las características de los distintos actores, y un cálculo aproximado de la evolución de la superficie implantada, a fin de dimensionar con mayor claridad tanto el peso de las transformaciones producidas durante las primeras cinco décadas del siglo XIX como el escenario en el que se pondrá en práctica, durante la segunda mitad de esa centuria, el acelerado desarrollo de la agricultura moderna. El contraste, en consecuencia, será tanto más llamativo, y podrán visualizarse, al menos tentativamente, algunos de los difíciles problemas que esta última debió superar para lograr afianzarse. Comenzaremos por la más conocida, Buenos Aires, continuando con Santa Fe, que será sin dudas la provincia más radicalmente afectada por la transformación de la segunda mitad del siglo XIX, y terminaremos con las de Entre Ríos y Córdoba. Dado el objetivo de comprender mejor la historia agrícola pampeana, no incursionaremos en el estudio de casos notables de desarrollo cerealero durante la primera mitad del siglo XIX, como fue el de Mendoza, que habría de transformarse en el “granero de la Confederación” hasta que la imbatible producción de las colonias santafesinas la desbancara de su privilegiada posición en el abasto del gran mercado rioplatense, la ciudad de Buenos Aires.

290 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

2. buenos aires

Hemos hablado ya de los factores que derivaron, en Buenos Aires, en un crecimiento de la producción agrícola de menor magnitud que el ganadero, pero a la vez en un desplazamiento del cultivo triguero hacia áreas más alejadas de las que habían sido su ámbito tradicional. Más allá de su importancia en el producto global y de su papel en la economía, al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX la superficie cultivada en Buenos Aires, aun habiéndose quizá duplicado con respecto a la de inicios de esa centuria, era aún más reducida que entonces en comparación con la destinada a la ganadería. No resulta entonces extraño que hacia mediados del siglo la producción agrícola bonaerense no lograra suplir la totalidad de la demanda de granos de su población. Los datos recopilados por Justo Maeso para 1854 dan salidas de 103.147 fanegas de trigo, por lejos el cultivo principal, para diecisiete partidos de la campaña bonaerense. Lo anterior significaría alrededor de 12.600 hectáreas implantadas sobre una superficie total de casi 3.600.000 hectáreas. Si bien habría que agregar a esa cifra (calculada sólo sobre la producción exportada fuera de esos partidos) lo correspondiente al consumo local y a reserva de semilla para siembra, y considerar que esos partidos eran sólo una parte de los 52 entonces existentes, es de notar sin embargo que, de cualquier modo, la superficie cultivada era ínfima, ya que los datos dan cuenta de una proporción significativa del total cosechado, puesto que incluían algunos de los distritos más netamente agrícolas de la provincia, como San Isidro, San Pedro, Chivilcoy, Quilmes y San José de Flores.1 La situación del cultivo triguero en Buenos Aires hacia mediados del siglo XIX, comparada con las restantes provincias pampeanas, continuaba de cualquier manera siendo la mejor, al menos en lo que respecta a la proporción de la superficie sembrada por habitante. Los diecisiete partidos cuya producción de trigo nos provee Maeso, poseían, según el mismo autor, una población de 71.942 habitantes, lo cual significaría una relación aproximada de 1,43 hectáreas sembradas por habitante, mucho más que en Santa Fe, Entre Ríos o incluso Córdoba. Es 1 Datos en Parish, W. (1958), pp. 630-631; cálculo de superficie implantada a partir de considerar una siembra de 70 a 80 (promedio 75) kilogramos de semilla por hectárea y un rendimiento de 15 granos por cada uno sembrado.

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 291

de destacar el papel de los partidos de la zona oeste, encabezados por Chivilcoy, lo que evidencia la importancia del desplazamiento del cereal hacia esas áreas y el sur provincial. El panorama había así ido ganando en complejidad con respecto al existente a fines del dominio hispánico. Se habían diferenciado ahora claramente al menos dos zonas productivas, con actores y características muy distintos. En lo que respecta al área del norte provincial de ocupación más antigua y lindera al Río de la Plata, desde la cual provenía tradicionalmente el abasto de la ciudad de Buenos Aires, las explotaciones estaban representadas sobre todo por quintas y chacras situadas en zonas suburbanas y en los ejidos de los pueblos, con un buen porcentaje de propietarios, si bien de parcelas reducidas. Los arrendatarios parecen haber aumentado consistentemente, a la par de la fragmentación de las tenencias pero sobre todo por las bruscas oscilaciones en las alternativas del negocio agrícola, pautadas por factores de inestabilidad mayores aún que en períodos anteriores. El ritmo de los mercados de granos, que afectaba en especial a esas áreas, marcaba ahora pautas mucho más dinámicas que nunca, y la adaptación a ellas debió de haber afectado el planeamiento de muchas explotaciones. En las áreas más valorizadas cercanas a las urbes o en el norte bonaerense, tanto la productividad como la inversión agrícola debieron ser más altas que en las demás, cosa que se refleja en la diferente calidad de los granos provenientes de la zona; de todos modos, las cantidades cosechadas por productor parecen haber sido bastante limitadas. Un listado de las cosechas de trigo de los productores del cuartel tercero de San Isidro en enero de 1849 indica un promedio de poco más de 38 fanegas por cada uno, con un máximo de 130 y un mínimo de 10, lo que podría equivaler a superficies implantadas de entre 1,9 y 25 hectáreas, similares a las de medio siglo atrás.2 Pero, de la mano de un descenso de la especialización relativa, esas explotaciones poseían ahora un abanico de actividades bastante más variado que antaño, que aún podía incluir incursiones en los rubros de crecimiento más vigoroso, a fin de 2 Florencio Romero a Genaro E. Rua, San Isidro 19 de enero de 1849, en AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, 1-11; hay ejemplos similares para otros años y cuarteles. Se calculó un rendimiento de 10 granos por uno sembrado, según lo indicado para el área periurbana de Buenos Aires por Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 475; equivalencia en litros de la fanega en el cuadro 4, Apéndice II.

292 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

compensar con su mayor productividad los riesgos intrínsecos al cultivo cerealero. La rentabilidad del negocio agrícola era extremadamente variable según las condiciones de cada año, como se ha visto ya, a lo que además debe agregarse la concurrencia de harinas y trigos importados, que de todos modos no lograron equilibrar los mercados. De esa forma, los problemas que experimentó la producción agrícola habían ido minando las ganancias, a la par que determinaban alzas en el valor medio de la tierra y un vuelco relativo hacia actividades más seguras. De todos modos, las condiciones de rentabilidad de los productores eran sumamente heterogéneas, dependiendo de factores tan variables como la distancia del productor al mercado, la abundancia o no de las cosechas, la escala o el rendimiento de las tierras, la mayor o menor posibilidad de introducir ganadería. En todo caso, es obvio que no todos los productores agrícolas estaban en la misma situación, siendo quizá los del norte bonaerense quienes más ventajas gozaban al respecto, entre otras cosas porque, en tanto se hallaban en una zona ribereña al Río de la Plata, podían aprovecharse de los bajos costos relativos del transporte fluvial. Por lo demás, el círculo vicioso de baja inversión y baja rentabilidad continuaría afirmándose aun a pesar de la existencia de tarifas protectoras y de momentos puntuales de altos precios, que para ciertos productores debieron más que compensar las pérdidas de los años escasos. En este aspecto, hacia finales de la década de 1850 la combinación de inversiones insuficientes, productividad decreciente y tierras en fragmentación acelerada había llevado la situación a puntos críticos: en 1863, el secretario municipal de San Isidro, Francisco Fernández, informaba crudamente que “la industria del partido es de un chacarerío mezquino que no da mucho valor al terreno hasta que no se introduzcan medios más aventajados para trabajar la tierra (...) hasta las mayores explotaciones son improductivas”.3 En este sentido, los intentos de reservar el mercado bonaerense mediante leyes proteccionistas, en boga desde la década de 1830 y todavía defendidos por muchos productores durante la siguiente, habían ido perdiendo aceleradamente su prestigio en torno a la mitad del siglo. Aun un defensor de los productores contra los comercializadores como Manuel Villarino podía 3 Informe reproducido en Kröpfl, P. F. (2005), p. 144.

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 293

preguntarse en 1859 si no sería mejor establecer una sucursal del banco provincial o algo parecido a los montes de piedad en lugar de derechos proteccionistas para garantizar un fomento más eficiente a sus colegas, los cuales estaban sin dudas llamados a desaparecer: “Al fin la lógica de los principios aceptados de economía ha de borrar de nuestras leyes los altos derechos llamados protectores”.4 Por su parte, Amancio Alcorta podrá incluso afirmar con acritud hacia 1860 que “los labradores de San Isidro, San Fernando, Morón y Chivilcoy hace cuarenta años que necesitan protección. En los primeros tiempos se dictó una ley que imponía derechos fuertes a los granos y harinas extranjeros; más tarde se prohibió su introducción, y últimamente se cobra sobre ellos el 30% de derechos, pero aun esto mismo no lo consideran bastante. Así es que con estas leyes engañamos las esperanzas de los labradores, y cometemos una injusticia con la población, haciéndole comer caro el pan. Un cultivo que en cuarenta años no ha podido satisfacer las necesidades del consumo y llenar los costos de producción, debe abandonarse, según los consejos de la ciencia económica”.5

Figura 31. Plano de parte de la chacra de Antonio Sierra, 1838, que muestra la fragmentación entre sus herederos en porciones de 80 varas de frente y 1.008 de fondo. La propiedad original constituía una larga franja de 80 varas de frente y una legua de fondo (69,28 x 5.206,2 metros). En Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. II, e/pp. 270-1.

Una carta publicada en los Anales de la Sociedad Rural Argentina efectuaba un diagnóstico muy preciso acerca de cuál debía ser el camino a tomar, si bien aquél no sería recorrido tan linealmente: “Es de todo

4 Manuel Villarino al presidente de la Exposición Agrícola, Gervasio A. de Posadas, Chivilcoy, abril 28 de 1859, en Argentina, Estado de Buenos Aires (1859), pp. 26 y s. 5 Alcorta, A. (1862), pp. 89-90.

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punto evidente que la agricultura no es productiva en los alrededores de Buenos Aires, y que aun cuando gana en extensión no progresa verdaderamente... Los... productos... no tienen más mercado que el consumo que se hace allí mismo. Es tiempo ya de emprender la agricultura industrial, a fin de exportar sus productos, que serán entonces una fuente de riqueza tan importante, al menos, como la exportación de los cueros, del sebo, de los aceites animales y de las lanas que actualmente se exportan”.6 Si bien todavía faltaría bastante para lograr esos objetivos, resulta significativo que en el tercer cuarto del siglo comiencen a introducirse mejoras de diversos tipos e incluso pueda comenzar a advertirse en ciertas zonas un nuevo cambio, por el cual la agricultura comenzó a recuperar lentamente parte del terreno perdido con anterioridad a expensas de la ganadería. Esta nueva agricultura, más intensiva y rendidora que la tradicional, constituía la más adecuada forma posible de obtener beneficios de tierras cada vez más fragmentadas y cuyo precio crecía constantemente merced al aumento y sofisticación del consumo de las ciudades.7 La situación de los labradores de áreas más lejanas o de las zonas de frontera parece haber sido distinta. La mayor superficie promedio posibilitaba sin dudas una versatilidad también más amplia, y por consiguiente la incorporación de ganadería compensaba mejor la baja productividad relativa agrícola. Si bien las estadísticas de 1855 no permiten discriminar la situación de los labradores de cada uno de los siete partidos cuyos datos fueron recopilados, y en los que se mezclan algunos aledaños al Río de la Plata y otros más al interior de las pampas, es evidente que en Zárate, San Pedro, Rojas, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Ensenada y Mar Chiquita las superficies promedio de las explotaciones eran bastante mayores que en la muy fragmentada zona tradicionalmente triguera de San Isidro, y que eran justamente algunos labradores extranjeros quienes más amplias superficies poseían, al menos en proporción al resto. 6 “Carta del señor Duhamell”, en Anales de la Sociedad Rural Argentina, t. I, p. 22, 1866. 7 Ejemplos interesantes al respecto en el recorrido de la granja Victoria, de Enrique Victorica, en Moreno, y en la descripción de las chacras de Rodríguez, en Pilar. Véase El Campo y el Sport, Buenos Aires, t. I, nº 122, 25 de noviembre de 1893, p. 1571; ibidem, nº 130, 23 de diciembre de 1893, p. 1679.

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 295

Cuadro 14 Propiedades de labradores en los partidos de Zárate, San Pedro, Rojas, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Ensenada y Mar Chiquita en 1855 Nacionalidades

Porteños Argentinos Españoles Ingleses Franceses Alemanes Italianos De otros países

De más de 1 cuadra cuadrada 124 122 1 5 4 0 0 4 260

Extensiones De más de 5 cuadras cuadradas 51 54 19 7 4 0 18 0 153

De más de 10 cuadradas 207 138 41 12 20 3 29 4 454

Fuente: Argentina. Estado de Buenos Aires. Registro estadístico del Estado de Buenos Aires, tomo II (1855), p. 44. Nota: Téngase presente que una cuadra cuadrada representa aproximadamente 1,68 hectáreas.

No debe pensarse que esas cuadras cuadradas fueron totalmente cultivadas; por el contrario, todo parece indicar que la presencia de ganadería en estas unidades debió ser consistente, mucho más que la que podía existir en las explotaciones similares del área bonaerense de cultivo tradicional. De esta forma, a través de economías de escala, estos productores de áreas nuevas parecen haber podido compensar al menos parte de las desventajas a que los condenaba la falta de transportes eficientes y baratos a través de las pampas para llegar al gran mercado de la ciudad de Buenos Aires. La mayor distancia hasta el puerto principal del comercio exterior oficiaba por otra parte como una protección adicional para la reserva de los crecientes mercados locales para la producción local, a causa de los altos costos que tenía el envío de granos y harinas importados hasta esas áreas fronterizas. Por lo demás, la orientación al consumo local o regional de esa producción debió ser más marcada, si bien, como hemos dicho antes, los trigos de la frontera tenían parte a veces sustantiva en el mercado porteño. Es evidente en ese fenómeno que su competitividad dependía de la tierra más barata en la

296 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

cual se los producía, aun cuando debiera soportar muy altos costos de flete. De todos modos, las unidades agrícolas tienen en la apertura de esas áreas de frontera una presencia en los inicios creciente, que luego parece ir menguando. Ya en las décadas iniciales del siglo XIX son todavía más abundantes que las estancias; a lo largo de la primera mitad de esa centuria, sin embargo, es evidente la bastante rápida conversión hacia la ganadería, y, para 1854 aquellas unidades donde ésta predomina las han superado ya.8 Debe de cualquier manera tenerse presente el movimiento mismo del cultivo cerealero hacia áreas más lejanas, que si resulta oculto por la desbocada expansión de la ganadería, no debe de ningún modo despreciarse. Así, a medida que avance el siglo, la cantidad de productores y la importancia de las cosechas de trigo en el área del norte provincial tenderán a decrecer en beneficio primero de las del oeste y, luego de las del sur.

Cuadro 15 “Labradores” y producción de trigo en el estado de Buenos Aires, 1854-55 Labradores (N) Nacionales Extranjeros Total Partidos del norte Partidos del oeste Partidos del sur

Producción de trigo (fanegas) 1854 1855 (julio(enero- Total diciembre) junio)

510

33

543

6.093

20.817

26.910

2.706

518

3.224

11.645

60.294

71.939

1.724 4.940

429 980

2.153 5.920

10.706 28.444

5.121 86.232

15.827 114.676

Fuente: Censo de la campaña de Buenos Aires, 1854, y Movimiento de los productos agrícolas y pastoriles de los partidos de la campaña de Buenos Aires, ambos en Argentina. Estado de Buenos Aires. Registro estadístico del Estado de Buenos Aires, tomos I y II (1854 y 1855), vs. locs.

8 Véanse por ejemplo los análisis de Mateo, J. (2001), pp. 124-5 sobre Lobos, y de Banzato, G. (2005), pp. 94-95, para Chascomús, Monte y Ranchos.

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 297

Si bien el promedio de producción por labrador que muestran los datos del cuadro anterior indica aproximadamente 49,5 fanegas para los partidos del norte, 22,3 para los del oeste y 7,3 para los del sur, lo significativo es que la extensión del cultivo triguero en el oeste haya casi triplicado a la del norte, mientras que la del sur no está demasiado lejos de alcanzarla.

3. santa fe

Como hemos visto en el capítulo I, durante el período colonial y hasta la mitad del siglo XIX el dominio criollo en Santa Fe estuvo reducido a poco más que la ciudad de ese nombre, una franja costera del Paraná al sur de ésta y el área de los caminos que la conectaban con el interior. Cercada por los indígenas al sur y al norte de ese estrecho corredor, Santa Fe sobrevivió por momentos difícilmente a los ataques a que la sometían, lográndolo a menudo sólo merced a una compleja, múltiple y sorprendente diplomacia de fronteras en la que se tejieron alianzas de diversa duración y alcances entre los notables de la ciudad y las parcialidades aborígenes, pautadas por relaciones comerciales mutuamente beneficiosas, constituyéndose un espacio de intereses propio que colisionó incluso con los de las autoridades coloniales.9 Nudo de tránsito terrestre entre el puerto bonaerense y las economías del interior, Santa Fe tuvo tradicionalmente una importancia económica que sin embargo se tradujo en apariencia muy poco en su estructura productiva rural. Si bien las fortunas de los notables santafesinos habían sido labradas fundamentalmente en el comercio de intermediación, hacia finales de la época colonial muchos de ellos poseían inversiones en grandes estancias de mulares o de vacunos, tanto allí como en la vecina Entre Ríos, rubros en los que habían ingresado a fin de diversificar riesgos.10 La producción ganadera era de ese modo ya entonces bastante más notable que la agrícola, fundamentalmente destinada al autoconsumo y al abasto de los escasos centros poblados. Las luchas del período posterior a 1810 hicieron de Santa Fe un duro e intermitente campo de batalla. 9 Véase un interesante relato al respecto en Salaberry, J. F. (1926). 10 Tarragó, G. (1995/6, 1994); Djenderedjian, J. (2003).

298 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Se produjo una tremenda dislocación económica a causa de los muchos años de guerra, que trajeron asimismo la destrucción de muchas fortunas y una acrecida presión por parte de un fisco provincial siempre exhausto e imperiosamente necesitado de fondos. La evolución productiva no puede seguirse ya a través de los diezmos, pero las cifras de productos exportados indican suficientemente las tendencias. A la liquidación de stocks efectuada entre los años 1811-1816, siguió un largo momento de retracción comercial, signado por la devastación de los planteles ganaderos provinciales. Pero si bien durante las décadas de 1820 y 1830 los valores exportados claramente se estancan, ya en la primera de ellas se registran moderadas recomposiciones del stock ganadero e inversiones de capitalistas bonaerenses. La recuperación continuará durante la siguiente, a fines de la cual comenzará una etapa de crecimiento marcada nuevamente por la exportación de cueros vacunos, complementados en algunos momentos por los de nutria y una amplia variedad de maderas. Así, en parte gracias a una conflictividad menor y en parte por efectos de una renovada demanda de subproductos ganaderos, las fronteras pudieron en parte consolidarse y las áreas rurales retomaron la actividad con algo más de certidumbre.11 Esa evolución positiva se apoyaba en buena parte en la situación de nudo de tráfico que conservaba la región, articulando el comercio del interior a través del ascendente puerto de Rosario, y participando del movimiento fluvial por el Paraná, que la conectaba a menores costos con Corrientes y el Paraguay, así como con Buenos Aires. Ese renovado papel de centro articulador de un vasto espacio mercantil fue para Santa Fe un invalorable motor económico. No lo fue sólo en cuanto a la dimensión comercial: el hecho de poder contar con un centro en rápido crecimiento, que oficiara como concentrador y distribuidor de capitales, fue clave en el desarrollo provincial. De todos modos, ese crecimiento fue bastante menor que el entrerriano, en parte quizá por la persistencia de conflictos políticos. La recuperación de los planteles vacunos parece haberse asentado sobre todo en una utilización muy extensiva del medio, y en un lento proceso 11 Sobre los flujos comerciales, véase Rosal, M. y Schmit, R. (1995); un interesante estudio reciente sobre la evolución de la producción rural santafesina durante la primera mitad del siglo XIX en Frid, C. (2007).

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 299

de reorganización productiva basado en la sujeción de los rebaños a rodeo. Salvo en ciertas áreas del sur, cercanas a la provincia de Buenos Aires, los comienzos de la innovación ganadera en torno al lanar no parecen haber llegado a Santa Fe sino tardíamente, en parte por el peso de ciertas restricciones ambientales y, más probablemente, por dificultades en la formación de capital y en la acumulación de medios productivos modernos. Más allá de los stocks, que de todas formas no parecen haber sido muy significativos teniendo en cuenta la superficie disponible y la carga ganadera usual en las provincias vecinas, el valor medio de los ovinos era en Santa Fe para 1875, según los datos transcriptos por Ricardo Napp, alrededor de la mitad del correspondiente a los lanares bonaerenses, e incluso menos del 70% del de los entrerrianos.12 Cifras más o menos seguras de ganado ovino puro y mestizo existente en la provincia recién están disponibles para 1887; ese año, todavía el 33% del rebaño continuaba siendo criollo, contra el 18% en Buenos Aires.13 Hacia 1850 persistían así ciertos límites a la expansión económica. Las fronteras se encontraban en el mismo punto que medio siglo atrás, con el único agregado de algunos pueblos, sobre cuyas fundaciones veremos algo en el capítulo siguiente. La campaña rural se veía amenazada por la acción no sólo de los indígenas sino sobre todo también de un heterogéneo conjunto de bandoleros rurales, muchos de ellos desertores de los ejércitos en marcha; Perkins, con evidente exageración y sin embargo no demasiado lejos de la realidad cotidiana, podía decir hacia 1860: “La provincia de Santa Fe es un desierto habitado por cuatreros y gauchos malos, descendientes de los soldados”.14 En la década de 1850 sin embargo el cambio comenzó a hacerse cada vez más evidente. Los gobiernos provinciales hicieron esfuerzos denodados para expandir la frontera y acabar con las invasiones indígenas, logrando resultados hacia 1858, bajo el gobierno de Fraga, cuando la superficie provincial prácticamente se duplicó. En la década de 1860 los avances continuaron, hasta lograr confirmar, a fines

12 Napp, R. (1876), p. 311. 13 Carrasco, G. (dir. y comis. gral.) (1888), libro II, pp. xx-xxi; Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003). 14 Gallo, E. (1983); Iriondo, U. de (1871) y Lassaga, R. (1881).

300 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de ésta, conformar un territorio de alrededor de 57.000 kilómetros cuadrados bajo dominio criollo, más de cuatro veces la superficie de diez años atrás.15 Para esa fecha, las áreas de suelos más ricos del sur provincial podían ser ya entregadas a la producción, mientras que el norte recién sería terminado de conquistar a mediados de la década de 1880.

Figura 32. La bajada principal del puerto del Rosario. Copia de la acuarela hecha por Eudoro Carrasco el 7 de enero de 1854. En Carrasco, E. y Carrasco, G. (1897), e/pp. 282/3.

La aparición de las primeras colonias santafecinas, a partir de mediados de la década de 1850, se ubica así dentro de un proceso de expansión tanto económica como territorial. Un buen ejemplo de ello lo constituye el rápido proceso de crecimiento poblacional y comercial que caracterizó a la ciudad de Rosario; su transformación en centro financiero y de consumo tuvo un importante papel tanto en la generación de capitales de inversión como en la demanda de alimentos y materias primas provenientes de los nuevos centros coloniales.16 De ese modo, al inicio del proceso de colonización, Santa Fe comenzaba a adquirir un espacio de importancia en el ámbito del litoral, gozando de una relativa paz, con algunos de sus más importantes líderes políticos favorables a la inmigración, con creciente control sobre sus fronteras, un incipiente desarrollo y un centro comercial y financiero en pleno crecimiento.

15 Gallo, E. (1983), pp. 34 y ss. 16 Véase en el Apéndice II, cuadros 7 y 8, un detalle de la evolución poblacional de Rosario a partir de 1842, y datos sobre recaudación fiscal en sus aduanas.

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 301

Figura 33. Rosario en 1863: el puerto, aduana, barrancas y rancherías del bajo. En Carrasco, E. y Carrasco, G. (1897), e/pp. 570/1.

Pero el cambio que sobrevendría sería mucho más importante. Hacia 1856, la superficie cultivada en Santa Fe apenas alcanzó las 1.687 hectáreas, una proporción ínfima comparada con la dedicada a actividades ganaderas; la producción de trigo era insuficiente para abastecer el por cierto bastante limitado consumo local de pan. Según Carrasco, quizá con alguna exageración, sólo se amasaban dos o tres arrobas por día de harina en Rosario, la cual era principalmente importada de Mendoza, Córdoba e incluso de Chile y los Estados Unidos. En esos años, apenas existían ocho centros poblados en la provincia, algunos de ellos sólo con unos pocos cientos de habitantes. Para 1863, los cultivos abarcaban 8.437 hectáreas y, veinte años más tarde, habían pasado a más de 360.000. Ese último año, los centros poblados llegaban a más de un centenar, y la exportación de trigos y harinas se elevó a cien millones de kilogramos, marcando esos hechos la magnitud de la espectacular transformación lograda en muy breve tiempo.17

4. entre ríos

Entre Ríos, como Santa Fe, resultó una de las provincias más castigadas por la guerra durante la primera mitad del siglo XIX. Su riqueza ganadera fue destruida y vuelta a crear en el curso de esas luchas; en ese 17 Carrasco, G. (1884); Carrasco, G. (dir.) (1887-8), libro II, p. ix; Fernández, A. (1896), passim; Carrasco, G. (1893), p. 1714.

302 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

contexto, los productores intentaron continuar generando negocios en medio del caos, lográndolo con importante éxito, patente sobre todo en las décadas de 1830 y 1840. Ese éxito es tanto más sorprendente cuanto que el gran problema de esa economía, la escasez de mano de obra, se vio incluso acentuado con el fin de la esclavitud y con el reclutamiento de buena parte de los varones para servir en los ejércitos en marcha. Esta situación fue resuelta mediante la acentuación del uso de técnicas muy extensivas de manejo del ganado, que compensaban la escasez de unos factores con la abundancia de otros; y, sobre todo, mediante un cuidadoso y complejo sistema de disposición de la mano de obra, la cual fue disciplinada desde el Estado a través del esfuerzo de guerra, haciéndola partícipe al mismo tiempo de un ethos colectivo mediante el cual, por un lado, se afirmaba un vigoroso sentimiento de pertenencia a la “comunidad” de los habitantes de la provincia, y, por otro lado, se distribuían premios y castigos por esa participación en la guerra, los primeros en especial dosificando los permisos para acudir a la labor rural y otorgando autorizaciones para disponer del usufructo de parcelas de tierra a los soldados meritorios.18 De esta forma, durante esas décadas convulsas la prosperidad no estuvo precisamente ausente de la economía entrerriana; hacia 1850 ésta ya poseía la suficiente solidez como para pretender un lugar de privilegio en la constelación rioplatense, cediendo el primero sólo a Buenos Aires. Sin embargo, las peculiares características que le habían permitido crecer parecen haber estado luego entre los escollos que retrasaron la puesta a punto de esa economía a los dictados de la nueva época que se abre a partir de mediados del siglo XIX. La agricultura, tradicionalmente, había estado centrada en el abasto a los dispersos centros poblados y a una incierta pero sin dudas sustantiva producción de subsistencia. En varios casos, en especial en los pueblos de la vertiente del Uruguay (Gualeguay, Gualeguaychú y Concepción del Uruguay), la cercanía de grandes unidades productivas implicaba condiciones de acceso diferencial al mercado de cereales de éstas; esas grandes unidades participaban de la producción agrícola, utilizando probablemente un esquema que privilegiaba la extensividad a fin de competir más eficientemente con los costos de las unidades de explotación familiar. Pero la producción agrícola no parece haber logrado nunca una presencia significativa frente a 18 Schmit, R. (2004).

la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 303

una ganadería ampliamente dominante, si exceptuamos las zonas más especializadas cercanas a Paraná. Existieron, por lo que parece, incluso importaciones de granos o harinas, aun cuando también en ciertos momentos de precios altos, y desde las áreas más densamente pobladas de la provincia, pudieron efectuarse exportaciones.19 No es sorprendente entonces que hacia 1850 la agricultura ocupara un lugar muy menor en la economía provincial. Según Pedro Serrano, todos los hacendados eran a la vez “pastores y labradores”, y habían comenzado a “conocer las ventajas de tener el trigo en sus casas para su manutención, y para reducirlo a dinero”; pero, mientras existían cuatro millones de cabezas de ganado vacuno, un millón ochocientas mil de equinos y dos millones de lanares, la cosecha de trigo en los años 1848 y 1849 había promediado tan sólo unas 17.000 fanegas, lo cual, calculando un rendimiento de 13 granos por cada uno sembrado, y un promedio de 70 kilogramos de semilla por hectárea, daría aproximadamente una superficie implantada de apenas 1.800 hectáreas.20 Ciertas medidas proteccionistas con respecto a la entrada de granos sugieren que el sector, además, tenía serias dificultades de rentabilidad aun para suplir el corto y cercano consumo local. Es en ese contexto que se intentará encarar la formación de colonias agrícolas con motivaciones estratégicas: no sólo para asegurar el control del territorio y aumentar a largo plazo su población, sino también para apuntalar los abastos. Este proceso de cambio productivo fue de todas formas muy lento: según las estadísticas recopiladas en 1868 ese año sólo se habían sembrado unas 2.313 fanegas de trigo en toda la provincia, lo cual representaría unas 3.223 hectáreas de cultivo, o un crecimiento de poco más del 3% anual desde el dato de 1848-49 citado anteriormente. Se trata, en ese caso, de un índice considerablemente inferior al del aumento poblacional, pues entre 1856 y 1869 la población pasó de 79.282 a 132.474 personas, es decir que se produjo un aumento de alrededor del 4,3% anual.21 19 D’Orbigny, A. (1954), t. I, pp. 403; 489-496; Díaz, C. (1878), pp. 200-201. 20 Datos en Serrano, P. (1851). Se calculó un promedio de 70 kilos de semilla por hectárea sembrada, a partir de las estimaciones de Raña, E. S. (1904), p. 119. Se tomó la fanega de Concepción del Uruguay, que medía 210-215 libras con trigo (cuadro 4, Apéndice II). El rendimiento de 13 granos por cada uno sembrado se consideró a partir de las estimaciones de Martin de Moussy, V. (1860-64), v. I, pp. 473-475. 21 Estadística de Entre Ríos, año 1868, en AHAER, Gobierno VII, Estadística, Carpeta 11, leg. 1; censos de 1856 y 1869 en [Hudson, D. (dir.)] Rejistro estadístico..., t. I, pp. 115 y ss., y De la Fuente, D. (dir.) (1872).

304 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Si bien la estadística de 1868 no incluye el área sembrada en algunos distritos de Concordia y en el departamento de Gualeguay y, por otra parte, debe recordarse que el maíz era en esos años un cultivo tanto o más importante que el trigo, esa poco brillante evolución triguera contrasta con la de Santa Fe, donde para la misma época la superficie cultivada ya alcanzaba las 60.000 hectáreas, con un crecimiento de más del 25% anual continuado desde 1856. Es, también, un indicio de las fuertes dificultades que enfrentará en Entre Ríos el proceso colonizador, como veremos luego con más detalle.

5. córdoba

Hacia mediados del siglo XIX, Córdoba poseía una tradición agrícola larga y sólida, o al menos más larga y más sólida que la correspondiente a Santa Fe y Entre Ríos. Como hemos visto ya, en la zona ocupada desde tiempos coloniales el paisaje productivo era diversificado, con buena parte de explotaciones domésticas dedicadas en grados variables a un abanico de actividades, a veces y en ciertas regiones tendiendo hacia una especialización más o menos intensa, pero siempre con una importante presencia de la producción de autoconsumo. Las viejas estancias de los jesuitas resaltaban por su complejidad, así como por la diversidad de rubros que en ellas componían el esquema productivo; aunque siempre tal esquema estuviera claramente orientado hacia mercados externos y a menudo lejanos, y por tanto determinado en buena parte por éstos, la presencia de grandes rebaños de ganado se combinaba con cultivos, producción textil y fabricación de vinos, entre otras actividades.22 Este esquema continuaría esencialmente vigente a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, a pesar de las rupturas provocadas por la guerra, y de la dislocación de los tradicionales mercados del norte; en ello tuvo sin duda un buen papel la mayor densidad relativa de la población local. Los viajeros europeos que llegaban desde las despobladas soledades de la frontera bonaerense o santafesina notaban con claridad el cambio de ambiente al entrar en Córdoba; Woobdine Parish, viajando 22 Cushner, N. P. (1983), pp. 67 y ss.; esp. pp. 82 y ss.

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desde Buenos Aires hacia mediados de la década de 1820, escribió: “Después de pasar la posta del Fraile Muerto (...) el aspecto del país principia a cambiar: presenta ya sus ondulaciones, y al fin se encuentra término al monótono paisaje de las pampas”.23 Pero el cambio no se limitaba al paisaje: el malhumorado John Miers opinó que, luego de cruzar el río Cuarto, “la apariencia del país mejoraba continuamente (...). Me vi sorprendido por la limpieza y orden de la casa de postas (...) el carácter general de la gente difiere del de los habitantes de las pampas; son más bajos de estatura, más limpios, y de mejor semblante”. Esos habitantes lo proveyeron de huevos, queso y manteca, la primera que Miers veía desde que había salido de Buenos Aires.24 La superficie cultivada era más extensa que en la vecina Santa Fe; hacia 1847, la producción de trigo cordobesa alcanzaba a 10.286 fanegas, lo que podría equivaler a algo más de 3.500 hectáreas sembradas. Sin embargo, si consideramos la población existente en la provincia, que para esos años debía rebasar las 110.000 personas, la superficie sembrada por habitante resultaba aún más modesta que en Santa Fe.25 Si bien debemos agregar varios otros cultivos de importancia menor, y sobre todo el maíz, del cual se cosecharon ese año 10.695 fanegas y que constituía parte fundamental de la dieta local a un nivel más significativo que el trigo, de todos modos el área implantada parece haber sido enormemente más pequeña que la destinada a ganadería, aun cuando desde 1828 esta última actividad había sufrido una coyuntura bastante crítica hasta mediados del siglo, reduciéndose por consiguiente los rebaños.26 Aunque los alfalfares habían tenido desde antiguo presencia destacada en la superficie cultivada provincial, el ganado continuaba alimentándose fundamentalmente en prados naturales. Todavía entre 1872 y 1873 los cultivos de trigo ocupaban poco más de 13.100 hectáreas, y los de maíz unas 35.700, concentrados fundamentalmente en las áreas de antigua ocupación.27 Es de destacar que tanto los rendimientos como la superficie implantada podían variar mucho de año en año, pero no parece de todos modos que se alejaran demasiado de esas cifras. 23 Parish, W. (1958), p. 371. Algo muy similar relataba José de Amigorena para finales de la década de 1780. Amigorena, J. F. de (1988), p. 15. 24 Miers, J. (1826), t. I, pp. 71-75. 25 Población calculada a partir de De la Fuente, D. G. (1872), pp. 232-3. 26 Romano, S. (2002), pp. 70; 95-96. 27 Ferrero, R. (1978), pp. 34 y 51.

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Las explotaciones agrícolas, como es de imaginar, continuaban siendo a menudo de muy pequeñas dimensiones comparadas con sus similares bonaerenses, y empleaban técnicas primitivas de bajo rendimiento. La mayor parte de los productores trabajaba uno o dos lotes, que en todo caso pocas veces superaban las dos hectáreas cada uno; si bien la conexión con los mercados era constante y consistente, parecen predominar los cultivos destinados al consumo. Según los datos de 1847, de 1.405 productores de trigo, el cultivo más mercantil, alrededor de 1.100 habían cosechado entre menos de una y hasta 9 fanegas, y los que habían cosechado entre 10 y 19 sumaban menos de dos centenares, quedando sólo unos pocos productores con cifras superiores. Esto implicaría superficies implantadas abrumadoramente inferiores a las 3 o 4 hectáreas por productor. Algo muy similar puede decirse de los 2.443 productores de maíz; en el otro extremo, sólo unos pocos habían obtenido más de 100 fanegas de cada cereal. Si bien la diversificación productiva es la norma, con una larga serie de actividades artesanales y agrarias llevadas a cabo en cada explotación, en ese año sólo hubo 365 productores que habían sembrado a la vez ambas especies.28 La llanura cordobesa donde luego se expandirá con más fuerza la colonización era, hacia mediados del siglo XIX, una peligrosa zona de frontera, apoyada en dispersos fortines, donde sólo muy tímidamente se iniciaba la explotación agraria. De todos modos, al igual que en Santa Fe aunque quizá no con la misma rapidez, el avance sobre la tierra indígena fue desde esos años constante y consistente, liberando más y más superficies para el dominio criollo. Hacia 1852, las tierras dominadas por los indígenas lindaban con la villa de Río Cuarto; los avances posteriores fueron llevando la línea hacia las riberas del Río Quinto para mediados de la década de 1870. En 1869, ya Río Cuarto podía presentar un aspecto de concreto progreso edilicio y consistente tráfico de carretas y diligencias, constituyéndose en el activo centro económico del sur provincial, que se iba transformando en un área productiva de importancia. La campaña de Roca, con la incorporación de alrededor de 11.000 kilómetros cuadrados, culminó la conquista del territorio que actualmente forma la provincia, y posibilitó así el desarrollo agrícola que unos años más tarde la habría de transformar.29 28 Romano, S. (1999), pp. 98-9; 338. 29 Latzina, F. (1890), pp. 279 y ss.; Randle, P. (1981), pp. 24 y ss.; Ferrero, R. (1978), pp. 27 y ss.; Arcondo, A. (1996), pp. 19 y ss.

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6. en vísperas de grandes cambios

Como se vio en capítulos anteriores, hacia mediados del siglo XIX la producción agrícola en lo que luego sería conocido como región pampeana había ido experimentando la difícil construcción de las bases de un nuevo paradigma, que sólo habría de ponerse plenamente en evidencia un par de décadas más tarde. La expansión sobre tierras nuevas había implicado la necesaria puesta en experimentación de nuevas estrategias y técnicas aptas para condiciones ambientales cada vez más diversas, y en todo caso muy distintas de los núcleos de producción agrícola más afianzada y antigua. Las áreas cercanas a las vías de comunicación y a las ciudades, que eran justamente aquellas en las que la agricultura cerealera había contado con mayor arraigo, estaban siendo transformadas hacia actividades que ofrecían mayores retornos por hectárea, ya fuera por su grado de intensividad ligado a una demanda urbana creciente, o por su ligazón con un mercado mundial hacia el que la especialización en determinados rubros ganaderos aseguraba buenas ganancias. La inestabilidad institucional, los frecuentes períodos de conflicto bélico, la falta de algunos de los elementos más básicos para asegurar los factores principales de la producción, habían ido conspirando contra las inversiones agrícolas, sobre todo en las provincias de Santa Fe o Entre Ríos, donde, a diferencia de Buenos Aires, la expansión sobre las fronteras no logró resultados significativos, ya fuera porque faltaron los medios para ello, o porque la brutal destrucción de los planteles ganaderos durante las luchas de las primeras décadas del siglo había posibilitado la existencia de una producción muy extensiva aun sobre tierras de vieja ocupación. En Córdoba, una más sólida tradición agrícola tampoco podía ofrecer sin embargo demasiados signos de expansión, al hallarse diseminada en explotaciones muy pequeñas y desprovistas de capital, y limitada por un crecimiento poblacional mucho más lento que en las provincias de la vertiente atlántica. Así, por una multitud de causas, sólo era esperable una evolución más lenta de la producción agrícola con respecto a los rubros ganaderos de mayor dinamismo. El cambio hacia nuevas pautas sin dudas se había iniciado, y se habían experimentado y puesto en operación algunas de las bases necesarias para él; pero, para que ese lento movimiento expansivo se acelerara, y lograra saltos de magnitud, era necesario introducir

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elementos de ruptura cualitativa que tuvieran la entidad suficiente como para transformarse en puntas de lanza de nuevos avances de la producción agrícola sobre las tierras de las fronteras. En ese punto, para inicios de la década de 1850 comenzó nuevamente el experimento interrumpido unos veinte años antes: la colonización agrícola con inmigrantes. Pensada como factor de aprovechamiento de la escasez inversa de trabajo y tierras a ambos lados del Atlántico, una vez afianzada y probados los métodos más adecuados para la formación de colonias, éstas habrían de ir transformándose en un medio experimental por excelencia para el desbroce, prueba y puesta a punto de las nuevas pautas operativas de una agricultura cerealera de secano, radicalmente renovada con respecto a la antigua agricultura local: especializada y extensiva, se orientará primero a satisfacer los grandes mercados regionales y, luego, la creciente demanda internacional.

Conclusiones

Hemos intentado mostrar, en las páginas precedentes, la profundidad de las transformaciones sufridas por la agricultura cerealera rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX, y, también, hasta qué punto esas transformaciones resultaron un prolegómeno de las que sobrevendrían a partir de entonces, a la vez que un punto de ruptura con las pautas legadas a la actividad por el sólido mundo rural de tiempos del dominio hispánico. Tanto prolegómeno como punto de ruptura son sin dudas relativos: las mutaciones que experimentará el cultivo cerealero en las pampas serán durante la segunda mitad de la centuria realmente espectaculares, y aun en medio de esos tremendos cambios cualquier observador más o menos atento podrá encontrar todavía multitud de formas productivas cuyos antecedentes se remontaban aun antes del muy lejano siglo XVIII. El trabajo realizado hasta aquí es por otra parte insuficiente: aún falta mucho para que podamos conocer en detalle la historia económica del período, más aún para entender el difícil recorrido de la producción agraria, sobre todo en varios aspectos clave que reclaman investigaciones específicas de largo aliento. Pero de todos modos algunos puntos comienzan a quedar más claros, y es justamente en ellos que habremos de detenernos aquí. El primero es el impacto de las condiciones institucionales sobre la producción agraria durante la turbulenta primera mitad del siglo XIX. Entendemos aquí esas condiciones en un sentido amplio: no sólo referidas a los problemas políticos o a la conflictividad bélica sino también, y sobre todo, a la inestabilidad e incertidumbre transmitida a los actores económicos por fenómenos como el fuertemente errático ritmo de devaluación del papel moneda, el sustancial incremento de las tasas de interés, las súbitas carestías del factor trabajo, la todavía aleatoria o incluso inexistente conformación de registros de la propiedad fundiaria, o la compleja y contradictoria construcción de nuevos marcos jurídicos. Muchos otros factores, algunos de muy larga data, confluyeron con esos

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altos costos de transacción para volver todavía más difíciles las condiciones operativas: entre ellos podríamos mencionar, como parte de una lista mucho más larga, la discrepancia entre las unidades de medida de las distintas regiones, los crecientes costos del transporte o la falta de registros útiles y sistemáticos de fenómenos meteorológicos. No era posible de ese modo esperar un rápido desarrollo de la actividad, toda vez que le faltaban elementos fundamentales para ello. Así, la producción agrícola sufrió los efectos de un constante drenaje de los capitales disponibles para inversión hacia una ganadería primero vacuna y luego ovina que ofrecían mejores condiciones de rentabilidad y menos incertidumbre. Esa situación de crowding out persistió, con altibajos, durante los años que corren aproximadamente entre 1810 y 1840; sin embargo, en ciertos momentos los cambios de perspectiva posibilitaron vuelcos de corto plazo, manifiestos en aumentos de la producción cerealera, e incluso en exportaciones de trigo, y en todo caso incrementos evidentes en la superficie cultivada, aun cuando no existan estadísticas certeras o completas al respecto. Eso explica la ampliación de la oferta de implementos agrícolas más modernos, y la introducción, ensayo y adaptación de nuevos métodos para el tratamiento del grano, de los cuales los más evidentes son los generados en torno a diversas máquinas destinadas a facilitar el aventado, o los que están detrás de la proliferación de molinos de viento primero y luego de vapor. Pero en esas condiciones, y a pesar de la existencia de esos momentos de apuesta por la inversión de riesgo en la producción agrícola, no puede extrañar que ésta sufriera un estancamiento relativo durante ese período, aumentando su producto a un ritmo menor al incremento poblacional. A partir de la década de 1840 todo apunta sin embargo a mostrar que comenzaron cambios que desembocarían pronto en una nueva etapa expansiva para la agricultura pampeana. Esos cambios, entre otros factores de carácter secundario, fueron claramente motivados no sólo por el descenso de la conflictividad política sino sobre todo por la generación de un ciclo sostenido de altos precios de los cereales, debido tanto a factores internos como externos a la propia economía rioplatense. Ese nuevo ciclo expansivo, iniciado sin dudas con algo de lentitud, en las décadas siguientes habría de afianzarse plenamente, logrando recuperar en alrededor de tres décadas las porciones de mercado que habían sido abandonadas al cereal importado y a sus subproductos, generando luego incluso excedentes exportables con rapidez y magnitud cada vez mayores.

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A la vez, el rápido crecimiento de las ciudades y la retracción previa del cultivo cerealero en algunas de las áreas más cercanas a ellas, motivada entre otras cosas por la competencia de rubros más dinámicos como el lanar o la producción hortícola, forrajera y lechera, posibilitaron que lograran mantenerse precios remunerativos para el cereal proveniente de áreas productivas situadas a cierta distancia del centro de consumo. Por otra parte, el ciclo expansivo era apuntalado por un abanico aún mayor de factores: a causa de los avances sobre la frontera y la consiguiente fundación de pueblos, se iban creando nuevos núcleos de producción y consumo de cereales en las campañas. También, en las provincias litorales algunos caudillos intentaban fomentar el cultivo cerealero, para así dejar de depender de las aleatorias introducciones desde provincias con las que podían entrar en guerra de un momento a otro. Es decir, el movimiento hacia la actividad agrícola parece haber tomado a la vez intensidad en diversos puntos del área; si en buena parte de los casos la atención que a esa actividad comenzaron a prestar algunos de los líderes políticos de la época puede atribuirse a que ya no tenían que ocupar la totalidad de su tiempo guerreando con sus vecinos, en otros resulta claro que, por primera vez en mucho tiempo, las condiciones del cultivo cerealero ofrecían rentabilidad adecuada, y sobre todo una aleatoriedad menor, evidente en el logro de pisos de precios bastante más sustantivos que antaño. No es casualidad tampoco que sea justamente en esos años que comiencen a aparecer objetos cada vez más diversificados en los consumos de la población rural: indicio cierto de aumentos en el nivel de vida y en la circulación de bienes, la variedad en la oferta también se relacionaba con una presencia creciente de inmigrantes extranjeros, atraídos por las oportunidades ofrecidas por el medio y los inicios de modificaciones sustantivas en la producción agraria.1 A medida que en las ciudades aparecían teatros, cafés y periódicos, en el antiguo mundo rural pampeano la agricultura también incorporaba nuevos actores, nuevos procesos y nuevos elementos de trabajo: si hasta ahora bien poco se ha escrito al respecto, parece cada vez más evidente que las causas de ello están sobre todo en la relativa escasez de estudios profundos de utilidad, toda vez que no hay dudas de que esos fenómenos tuvieron dimensión elocuente.

1 Véase al respecto Mayo, C. y otros (2005).

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Cabe de todos modos preguntarse aquí por qué esos movimientos recién tomaron impulso a partir de la década de 1840 y no antes, más allá incluso de la existencia de indudables condicionantes institucionales. El problema, justamente, radica en que, por ejemplo, con anterioridad a esos años también podían existir coyunturas de altos precios para los cereales. Sin embargo, una diferencia fundamental está dada en que dichas coyunturas duraban en general relativamente poco tiempo, dado que respondían sobre todo a momentos también coyunturales: un bloqueo del puerto, períodos de mayor intensidad en el ritmo de devaluación del papel moneda, fuertes sequías o la conjunción de varios de esos problemas a la vez. Y, dado que las condiciones variaban con rapidez extrema, esas coyunturas de altos precios no lograron constituirse de ese modo en un impulso sostenido para la inversión en cultivos cerealeros. En todo caso, algunos productores ampliaban en esos momentos la superficie cultivada echando mano de expedientes transitorios como el arrendamiento, y algunos grandes comerciantes consideraban el ingreso a la actividad pero sólo para aprovechar la ocasión, retrayéndose apenas las condiciones favorables terminaban. No caben dudas acerca de la magnitud del desarrollo de otros rubros durante esas épocas inciertas: justamente en las décadas de 1820 y 1830 se fueron sentando las primeras bases del cambio productivo en torno al lanar, con la incorporación de reproductores de raza y la lenta difusión de mejoras en infraestructura y manejo de los planteles. Pero de todos modos faltaba bastante todavía para que la economía lograra pasar de experimentar momentos puntuales de crecimiento en algunos sectores a un desarrollo sostenido apuntalado por varios de ellos: las inversiones tendían a concentrarse en los pocos rubros más dinámicos, y la especulación que era consecuencia de las volátiles circunstancias monetarias y financieras impedía la conformación de una oferta de capitales de costos razonables para la producción. El segundo punto que queremos destacar es el avance de la agricultura cerealera sobre las fronteras y su impacto en la generación de nuevas condiciones productivas, a través de un lento y difícil proceso de búsqueda de técnicas más adecuadas para el cultivo en ambientes crecientemente distintos de las húmedas costas de los ríos. Más allá de la obvia circunstancia de que, durante toda la primera mitad del siglo XIX, la agricultura pampeana continuó como antaño fundamentalmente atada a la disponibilidad de mano de obra, sin posibilidades todavía

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de comenzar procesos sustantivos de reemplazo de ésta a través de la incorporación de maquinaria, de todos modos la introducción de instrumentos de labranza perfeccionados, e incluso la generación de modificaciones en ellos en el ámbito local, orientadas a maximizar su eficacia, marcaron un cambio de cierta magnitud en las formas de cultivo heredadas de la profundidad de la era colonial. Pero no sólo se trató de introducir aquí y allá algunos instrumentos mejores; por el contrario, también se ensayaron y pusieron en práctica diversas modificaciones en los procesos productivos, de las cuales las más destacadas parecen haber sido una mayor atención a la necesidad de profundizar las labranzas, la reorganización de las pautas de manejo de las tareas agrícolas, nuevos métodos de obtención de agua y formas más eficientes de tratar el cereal luego de la trilla. Esos cambios habrían de ser coronados con la introducción de semillas de mejor rendimiento y adaptación a las condiciones de las áreas de frontera, de las cuales el trigo Barletta ocupará sin dudas el lugar más destacado. A partir de su ingreso en la producción pampeana al menos desde 1844, esta variedad logrará una expansión muy rápida: antes de cumplirse una década desde ese año era ya la más cultivada en la provincia de Buenos Aires. A pesar de la llegada posterior de múltiples adelantos y la prueba de otras variedades, el Barletta continuará siendo hasta inicios del siglo XX la simiente preferida por los agricultores pampeanos, por su versátil adaptabilidad a las muy variables condiciones de las tierras que se abrían a la agricultura en los nuevos territorios de frontera. La inversión agrícola fue así poco a poco especializándose durante esa difícil primera mitad del siglo XIX y su impacto parece haber logrado ser significativo, aun cuando la magnitud de ese tipo de inversión fuera necesariamente mucho menor que la de la destinada a la ganadería. Es obvio que en ese proceso de expansión sobre las fronteras el cultivo cerealero buscaba ganar en competitividad, tal como lo hacía paralelamente y con evidente éxito la ganadería vacuna. Sin embargo, las limitaciones dadas por los costos del transporte sólo dejaban márgenes bastante estrechos para una comercialización ventajosa de cereales de las fronteras en los grandes mercados del área rioplatense, situados todos ellos en zonas de ocupación mucho más antigua, y en general sobre los ríos principales, es decir, en zonas tradicionalmente servidas por la agricultura periurbana, de la que constituían casi un mercado cautivo. Entonces, únicamente contando con cercanas vías de comunicación

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fluviales era posible rebajar esos onerosos costos de transporte y competir en condiciones razonables, y si bien la creación y desarrollo de puertos más cercanos a las zonas nuevas, como el de Ensenada en la provincia de Buenos Aires, ofrecieron puntos de desemboque que podían utilizarse también para la producción agrícola, en esencia toda la estructura de transportes favorecía mucho más el comercio de derivados vacunos, y se construía en función de éste. Ello explica también que sólo en algunos momentos el trigo de las fronteras pudiera ganar en proporciones significativas los mercados más importantes, y que en general no pudiera llegar sino en muy contados momentos a la oferta destinada a exportación. Ahora bien, esos cambios en las técnicas y en las formas productivas, cuya magnitud podrá sin dudas discutirse pero que de todas maneras significaron la emergencia de nuevas condiciones para la agricultura pampeana, debieron ser acompañados por cambios paralelos en el perfil de los actores. Como hemos tratado de mostrar, el rápido crecimiento de las grandes estancias ganaderas no parece haber inhibido la producción agrícola; tradicionalmente presente en ellas desde los viejos tiempos de la colonia, la agricultura de las grandes estancias parece haber también experimentado cambios de magnitud, presentes en la necesidad de adaptarse a las nuevas condiciones ofrecidas por las tierras de frontera y, sobre todo, a los condicionantes ligados al transporte. Pero de todos modos esa agricultura no parece haberse limitado tan sólo al muy modesto consumo de los propios establecimientos, sino que incursionó, quizá con alguna regularidad, en el abasto de los centros poblados cercanos y, al menos en algunos momentos, en la producción destinada a mercados más importantes. La capacidad de gestión de los nuevos empresarios ganaderos constituye así un elemento a tener en cuenta a la hora de evaluar sus incursiones en la producción agrícola, porque la introducción o generación de innovaciones en la ganadería, dictadas por la necesidad de adaptarla a las nuevas tierras de frontera, debió también de replicarse en la agricultura practicada en esos establecimientos, toda vez que ella también formaba parte del esquema productivo y debía por tanto cumplir en él un rol determinado. Se ha afirmado que la magnitud de las innovaciones introducidas en la producción ganadera vacuna durante la expansión hacia el sur de la primera mitad del siglo XIX fue poco significativa, al menos vis à vis el peso en aquélla de otros factores, como las ventajas de la extensividad

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posibilitada por la abundante oferta de tierras baratas.2 Parece sin embargo evidente que esas innovaciones no se limitaron a la introducción de instrumentos simples de provisión de agua, como el balde volcador, o a procesos destinados a aprovechar más eficazmente la carne y otros derivados, como los generados en torno al saladero. No podemos entrar aquí en detalles sobre este tema, pero creemos que debería prestarse más atención a factores como los cambios en las formas de organización del trabajo, la atención al régimen de lluvias, o aquella prestada a los diferentes tipos de pasto, sus propiedades nutritivas, las formas en que se debía alternar el ganado para favorecer el crecimiento de determinadas especies, y las modificaciones introducidas en su difusión por la acción animal.3 Todos esos hechos nos indican claramente que también en la ganadería surgieron procesos de creación de técnicas nuevas, en esencia ensayadas localmente, con el propósito de adaptar la actividad a las condiciones de las nuevas tierras de frontera, que ofrecían sustanciales diferencias con las áreas de antigua ocupación. Como hemos visto, algunos grandes actores de la expansión ganadera lo fueron también de la mucho más silenciosa expansión agrícola. Aunque con antecedentes en otros procesos de expansión pecuaria de tiempos tardocoloniales, la irrupción de esos nuevos productores que poseían el inmenso respaldo proveniente de la actividad ganadera debió de introducir importantes formas de diferenciación cualitativa con los demás. Lo anterior debido a que la escala operativa de los grandes ganaderos parece haberse trasladado también, de una forma u otra a sus

2 El trabajo pionero al respecto es el de Halperín Donghi, T. (1969). 3 Un ejemplo de recolección ordenada de observaciones meteorológicas de la década de 1840 en McCann, W. (1853), t. II, pp. 64-6. Un relato sobre el largo trabajo de transformar tierras vírgenes de pastos duros en áreas de pastos tiernos útiles para el ganado en Daireaux, E. (1888), t. II, pp. 182 y ss., pero esp. pp. 185 y ss. Ramos Mejía había ya advertido con agudeza la magnitud del acervo de saber empírico acumulado durante esa primera mitad del siglo XIX por parte de los estancieros y pastores en las fronteras, tanto respecto de las formas de manejo del ganado en grandes extensiones sin cercados y sin signos visibles que sirvieran de puntos de referencia, como en otros aspectos clave: las diversas variedades de pastos, sus propiedades o la acción de los fenómenos meteorológicos. Ramos Mejía, J. M. (1907), t. I, pp. 143-146. Otro ejemplo perfectamente ilustrativo de todo ello en Hernández, J. (1995), pp. 95 y ss. Sobre la significativa propagación del cardo por efecto de la acción humana y animal, véase Amaral, S. (1998), pp. 135 y ss., aunque este autor no considere que los cambios técnicos en la ganadería fueron importantes antes de 1850.

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incursiones en la agricultura, lo que implicó que su capacidad competitiva en el mercado fuera realmente importante. Pero ellos no fueron los únicos, sin duda: otro de los fenómenos de mayor interés en el tema lo constituyen las modificaciones en el perfil, las estrategias y las formas de gestión de los demás actores tradicionales de la producción agrícola. Éstos sufrieron el choque con las nuevas condiciones operativas, sufriendo en esos procesos cambios cuya diversidad e impacto habrán de ser, en buena parte de los casos, sustanciales. Así, las viejas chacras trigueras del norte bonaerense, situadas sobre tierras cada vez más subdivididas y de valor creciente, habrían de ir diversificando su producción a fin de incorporar rubros de mayor rentabilidad que el aleatorio cultivo cerealero. La adopción de estrategias orientadas a disminuir los riesgos de la gestión y el enorme costo del financiamiento fue también proporcionando más incentivos para el cambio: aun cuando no contemos todavía con estudios más o menos útiles sobre los rendimientos por hectárea y por actividad en esa época aciaga, la tendencia concreta en las áreas de vieja ocupación parece haber sido la emergencia de una diferenciación creciente entre los estratos de productores: por un lado, quienes intentaban lidiar con los nuevos desafíos entre recursos cada vez más escasos, por otro, los que ingresaban en los nuevos rubros más dinámicos y generaban una capacidad de inversión mayor. Hacia mediados del siglo esta diferenciación parece volverse más amplia, con el ingreso de nuevos actores dueños de capitales considerables, distribuidos por otra parte en una amplia variedad de rubros productivos. De todos modos, el esmerilamiento del antiguo perfil de los actores tradicionales de la agricultura rioplatense se manifestará también bajo otras formas. Una de las principales será sin dudas el crecimiento en la orientación mercantil de las explotaciones. Si bien ésta había sido siempre una característica de la amplia mayoría de ellas, a partir de las décadas iniciales del siglo XIX las explotaciones medianas y aun pequeñas van ingresando con creciente decisión en los rubros más dinámicos, en parte simplemente porque éstos constituían, a la vez, reservas de valor y formas de inversión menos arriesgadas, y no tan sólo más convenientes. Esto es particularmente evidente en la ganadería ovina: aquí y allá, a menudo en las áreas más ricas a lo largo de las costas de los grandes ríos, grandes y pequeñas explotaciones orientadas al lanar comienzan a convivir codo a codo. Si bien estas últimas estaban lejos del

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ritmo de incorporación de innovaciones que caracterizaba a las primeras, de todos modos los cambios habidos en unas iban tarde o temprano reflejándose en las otras. Así, los viejos “campesinos” rioplatenses de la época colonial, ya de por sí muy poco parecidos a sus homónimos europeos o del resto de Latinoamérica, fueron transformándose hasta diferenciarse aun mucho más netamente de ellos. El surgimiento de productores familiares cada vez más atentos a los pulsos de los grandes mercados del área o aun del internacional parece haber sido de ese modo un proceso propio de la compleja primera mitad del siglo XIX, que se reflejó de improviso en las estadísticas que comenzaron a relevarse en la década de 1850, y que se aceleró en los años posteriores. El reflejo de estos fenómenos en la producción agrícola fue menos evidente que en la ganadera, pero no por ello menos real: patente por ejemplo en un versátil uso de instrumentos eventuales para ampliar la capacidad productiva, como el arrendamiento de superficies adicionales para la labor cuando los precios de los cereales aumentaban, también fue manifestándose en la creciente incorporación de mejores instrumentos de trabajo y cambios en las formas de organización de las labores. En esos cambios también tuvo un impacto firme y progresivo la incorporación de inmigrantes extranjeros a la labor rural. Este fenómeno, advertido en sus consecuencias desde muy temprano por las nuevas élites dirigentes, habrá de ir afianzándose sobre todo a partir de la década de 1830. Los intentos de forzar los efectos de ese impacto a través de un cambio productivo más acelerado, mediante la fundación de colonias agrícolas, habrán de fracasar sin embargo por la misma inadecuación de éstas al contexto circundante, la escasa o nula experiencia al respecto y los desafíos de condiciones institucionales y operativas poco o nada estables. Pero fracasaron, además, porque no se trataba, simplemente, de trasplantar a las soledades pampeanas los frutos de siglos del trabajo europeo; para que lograran funcionar, las colonias debían constituirse como elementos completamente nuevos, formados al calor de las condiciones ambientales y operativas pampeanas, y no como utópicas replicaciones de granjas inglesas o alemanas rodeando bucólicos pueblitos montados en torno a una iglesia gótica. Los farmers de la pampa existían ya: versiones sin dudas toscas y montaraces de sus similares norteamericanos, estaban sin embargo mucho mejor capacitados que cualesquiera otros para generar allí oportunidades de inversión y

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acumular capitales, como se desprende con claridad de la multitud de estudios existentes, y como podrá seguramente comprobarse el día en que contemos con una masa crítica regionalmente más amplia y con estudios detallados de sus trayectorias. Resulta así patente hasta qué punto los grandes cambios que comenzará a experimentar la agricultura rioplatense durante la segunda mitad del siglo XIX debían buena parte de su impulso a los procesos llevados a cabo en la primera. La por momentos alocada aceleración del recorrido que adoptará la actividad posteriormente, y la pobreza, dispersión y desorden de las fuentes disponibles para un conocimiento más adecuado de las aciagas décadas que corren entre 1810 y 1850, no deberían hacernos perder de vista la dimensión, intensidad y valor de las transformaciones experimentadas en ellas. El énfasis que hemos puesto aquí en aspectos como la generación de modificaciones en la tecnología agrícola aplicada o en la errática evolución de los principales mercados de cereales no responde sino a la convicción de que esos aspectos tuvieron importancia fundamental en la emergencia de nuevas pautas para la agricultura, o fueron una evidencia bastante concreta de ellas. Esos aspectos, sobre todo, nos alertan acerca de la importancia de prestar atención a las modificaciones en las estrategias, perfiles y carácter de los actores de dichas transformaciones, quienes lograron ponerlas en práctica con un limitado cúmulo de recursos, y en medio de un contexto que poco o nada podía hacer por ayudarlos. Si la agricultura pampeana no avanzó durante la primera mitad del siglo XIX al ritmo de otras cuyos pasos ésta habría de seguir más tarde con notable éxito, ello no debe atribuirse a incompatibilidades estructurales: también para la agricultura extensiva norteamericana, con antecedentes más vastos y una capacidad experimental mucho mayor que la pampeana, la puesta a punto de técnicas adecuadas para la expansión sobre tierras nuevas habría de tomar un largo tiempo.

Bibliografía y fuentes

repositorios de fuentes manuscritas

AGN: Archivo General de la Nación, Buenos Aires. AGPSF: Archivo General de la Provincia de Santa Fe, Santa Fe. AHAER: Archivo Histórico y Administrativo de Entre Ríos, Paraná. AHMSI: Archivo Histórico Municipal de San Isidro, Buenos Aires. AIPOM: Archivo del Instituto Magnasco, Gualeguaychú. ANH: Archivo de la Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires. EJF: Colección Enrique Fitte. RLJ: Colección Ricardo López Jordán. DEEC: Archivo del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales, Santa Fe. IEB-USP: Instituto de Estudos Brasileiros, Universidade de São Paulo, Colecção Alberto Lamego.

fuentes impresas obras de referencia

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Apéndice I

datos numéricos de los gráficos

Datos del gráfico 1: Recaudación de diezmos de los curatos de Santa Fe, 1750-1809 (promedios quinquenales en pesos de plata). Incluye el área del Paraná, actualmente la vertiente occidental de Entre Ríos. Arroyos

Coronda

Paraná

Cuatropea Granos Verd. Cuatropea Granos Verd.

Cuatropea Granos Verd.

1750-54

825

266

-

-

62

-

224

130

-

1755-59

953

357

-

691

296

-

567

127

-

1760-64

1.130

200

-

1.588

97

-

775

100

-

1765-69

942

446

-

1.374

155

-

524

108

-

1770-74

769

638

-

731

203

-

414

151

-

1775-79

652

614

-

720

215

-

701

178

-

1780-84

405

287

-

586

90

-

998

254

-

1785-89

570

245

-

828

264

-

1.038

239

-

1790-94

611

286

-

779

292

-

500

136

-

1795-99

1.791

489

-

1.388

291

-

1.995

256

-

1800-04

1.785

333

-

2.194

315

-

2.315

259

-

1805-09

815

462

9

920

462

11

1.294

360

11

378 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Datos del gráfico 2: Precios anuales promedio del trigo en la campaña bonaerense y en la ciudad, 1776-1826, en reales por fanega. Año

Campo

1776

23,4

16

1802

1777

18

29

1803

39

72

1778

16

27

1804

26

71

1779

19,3

28

1805

42,7

70

1780

26

1806

32

71

1807

10

1781

Ciudad

40

Año

Campo

Ciudad 26

1782

17

1808

1783

16,3

1809

12

9,3 34

1784

16

1810

34

43 42

1785

32

40

1811

18,5

1786

42,6

40

1812

18,7

1787

11,8

1813

24

1788

10,3

14

1814

21,3

1789

20

14,5

1815

17,3

1790

43,9

1791

18

15

1817

48

1792

12,2

15

1818

53,3

1793

10,5

16

1819

33,8

1794

9,5

12

1820

22

1816

1795

26

22

1821

68

1796

27

28

1822

54,7

1797

17,5

25

1823

43,8

1798

15

21

1824

40

1799

16

21

1825

33,3

1800

20

28

1826

32

1801

19,3

34

48,3

apéndice i 379

Datos del gráfico 3: Comparación de índices de precios del trigo y de la harina importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos puntuales entre marzo de 1829 y diciembre de 1832. Valores (en pesos fuertes) Fecha

Trigo

Harina

(fanega)

(barril)

Números índice Trigo

Harina

marzo

1829

5,7

65,0

150

131

septiembre

1829

10,2

90,0

267

182

octubre

1829

8,8

93,5

231

189

noviembre

1829

7,9

85,0

208

172

octubre

1831

3,8

49,5

100

100

noviembre

1831

4,5

51,0

120

103

enero

1832

4,7

57,5

123

116

mayo

1832

6,3

58,0

165

117

junio

1832

6,4

58,0

168

117

julio

1832

6,3

50,0

165

101

agosto

1832

5,9

50,0

155

101

noviembre

1832

7,7

69,0

202

139

diciembre

1832

11,0

107,5

289

217

380 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Datos del gráfico 4: Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires; promedios anuales en números índice. Año

Índice

1835

100

1836

97

1837

118

1838

198

1839

188

1840

114

1841

302

1842

473

1843

570

1844

276

1845

290

1846

241

1847

326

1848

217

1849

125

1850

129

1851

201

apéndice i 381

Datos del gráfico 5: Índices de precios del trigo en diferentes países, 1820-1851. Estados Unidos

Alemania

Bélgica

Francia

1820

55

56

94

114

1821

48

48

65

98

1822

58

51

57

81

1823

53

52

72

96

1824

49

40

52

91

1825

54

41

56

98

1826

56

47

72

104

1827

52

55

83

107

1828

51

56

77

104

1829

54

56

84

113

1830

50

57

87

109

1831

56

68

95

100

1832

57

64

94

110

1833

64

53

79

107

1834

56

52

75

109

1835

73

53

68

106

1836

82

49

69

96

1837

83

51

70

107

1838

79

60

76

109

1839

77

63

83

112

Reino Unido

1840

57

63

85

138

1841

61

60

79

115

1842

55

63

82

124

1843

50

68

84

114

1844

48

65

69

105

1845

57

70

83

108

1846

61

84

102

135

136

1847

71

101

104

159

151

1848

64

67

80

111

121

1849

63

55

72

80

109

1850

71

55

68

91

108

1851

66

67

73

96

106

382 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Datos del gráfico 6: Producción bonaerense de trigo per capita, 1821-1882 (tendencia según años base). En fanegas de 7 arrobas. Año

Fanegas per capita

Año

Fanegas per capita

1821

1,08

1852

0,37

1822

1,05

1853

0,36

1823

1,02

1854

0,35

1824

0,99

1855

0,33

1825

0,96

1856

0,32

1826

0,93

1857

0,31

1827

0,90

1858

0,30

1828

0,87

1859

0,29

1829

0,84

1860

0,28

1830

0,81

1861

0,28

1831

0,79

1862

0,27

1832

0,76

1863

0,26

1833

0,74

1864

0,25

1834

0,71

1865

0,25

1835

0,69

1866

0,24

1836

0,67

1867

0,23

1837

0,64

1868

0,22

1838

0,62

1869

0,22

1839

0,60

1870

0,19

1840

0,58

1871

0,16

1841

0,56

1872

0,13

1842

0,54

1873

0,11

1843

0,52

1874

0,10

1844

0,50

1875

0,08

1845

0,48

1876

0,07

1846

0,47

1877

0,06

1847

0,45

1878

0,05

1848

0,43

1879

0,04

1849

0,42

1880

0,04

1850

0,40

1881

0,03

1851

0,39

1882

0,03

Apéndice II

cuadros adicionales Cuadro 1: Población de ciudades, villas, pueblos, reducciones y fortines dependientes de la jurisdicción del gobierno de Buenos Aires hacia 1797. Ciudades Buenos Aires Corrientes Maldonado Montevideo Santa Fe Pueblos, villas, reducciones y fortines a) Buenos Aires Baradero Quilm(e)s Magdalena San Vicente Morón San Isidro Conchas Luján Pilar La Cruz Areco San Pedro Arrecife Pergamino San Nicolás Chascomús

Habitantes 40.000 4.500 2.000 15.245 4.000 Habitantes 900 800 3.000 1.750 1.100 2.000 2.000 1.500 2.058 1.772 2.300 600 1.728 1.200 4.220 1.000

384 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix Ranchos Monte Luján (fuerte de) Salto Rojas Martín García Río Negro Malvinas b) Banda Oriental Colonia Santo Domingo Soriano Piedras Canelon(es) Santa Lucía San José (Rosario del) Colla Real San Carlos Vívoras Espinillo Mercedes Pando San Carlos Minas Rocha Santa Teresa San Miguel Melo Santa Tecla Batoví c) Corrientes Itatí Guacaras Santa Lucía San Jerónimo Las Garzas San Pedro [y San Pablo] Ynisipin o Jesús Nazareno Caacati Mburucuyá

800 750 2.000 750 740 200 300 600

300 1.700 800 3.500 460 350 300 200 1.500 1.300 850 300 400 450 350 120 40 820 130 [190] 948

712 60 192 482 218 643 600 600 356

apéndice ii 385 Saladas San Roque

1.200 1.390

d) Entre Ríos Arroyo de la China Gualeguaychú Gualeguay Bajada Nogoyá

3.500 2.000 1.600 3.000 1.500

e) Misiones San José San Carlos Apóstoles Concepción Mártires Santa María la Mayor San Javier San Nicolás San Luis San Lorenzo San Miguel San Juan San Ángel Santo Tomé San Borja La Cruz Yapeyú San [Francisco] Javier

1.352 1.280 1.821 1.104 937 911 1.379 3.667 3.500 1.275 1.973 2.388 1.986 1.500 1.800 2.500 5.500 1.308

f) Santa Fe Cayastá Melincué Coronda Rosario

67 400 2.000 3.500 Elaboración propia sobre la base de Azara, F. de (1809), t. II, e/pp. 338-9; se ha corregido la ortografía en algunos casos. Entre paréntesis, nombres completados de acuerdo con la toponimia real; entre corchetes, las adiciones o correcciones existentes en Azara, F. de (1847), t. I. Se han separado los pueblos, villas y fortines de acuerdo con el espacio geográfico al cual pertenecían.

386 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 2: Población de las provincias argentinas hacia 1857. Extranjeros

Argentinos

Total

Santa Fe

4.304

41.261

45.565

Córdoba

380

137.079

137.459

153

37.602

37.755

3.181

47.478

50.659

50.000

50.000

San Luis Mendoza San Juan La Rioja

34.000

Catamarca

60.000

Santiago del Estero Tucumán

80.000 278

84.044

84.322

Salta

70.000

Jujuy

33.000

Indios del Chaco

10.000

Indios de las Pampas

20.000

Buenos Aires

30.000

245.137

275.137

Entre Ríos

12.044

70.282

82.326

Corrientes

2.006

85.447

87.453

52.346

798.330

1.157.676

Elaboración propia sobre la base de Brougnes, A. (1861), apéndice de cuadros. Nota: en la fuente se atribuyen los datos al “Censo de 1857”, pero en realidad parece ser un cálculo aproximado según los distintos recensamientos del período 1854-1858.

apéndice ii 387

Cuadro 3: trigo ingresado al mercado de Buenos Aires entre el 25 de agosto y el 12 de septiembre del año 1828 y precios de venta.

Día

Cantidad

Precios promedio por fanega

Cotización

(fanegas)

(reales corrientes)

de la onza de

Valor nominal Deflactados a valor onza de oro

oro (pesos corrientes)

25-Ago

131

26,06

26,06

49 a 49,5

26-Ago

156

28,05

28,26

49,5 a 49,75

28-Ago

34

18,29

18,57

50

29-Ago

73

28,92

29,37

50

02-Sep

50

19,60

19,74

49,6

05-Sep

126

28,31

29,89

52

08-Sep

48

24,85

25,99

51,5

09-Sep

154

32,55

31,72

48

10-Sep

171

30,90

27,60

44

11-Sep

28

22,43

21,18

45 a 48

12-Sep

6

30,00

28,93

47 a 48

Fuente: elaboración propia con datos del Diario Comercial y Telégrafo Literario y Político, Buenos Aires, nos 2 a 17, 1828.

388 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 4: pesos y medidas en uso en el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX y sus equivalencias. Medidas de capacidad a) para cereales y derivados Provincia

Fanega

Almud

Cuartilla

(equivalencias en litros) Buenos Aires (1822, Registro Estadístico)

34,33

Buenos Aires (1835, Senillosa)

137,27

34,31

Buenos Aires (1876, Napp) *

137,20

Entre Ríos (costa del Uruguay)

137,64

Entre Ríos (costa del Paraná)

301,44

25,12

Santa Fe **

219,95

18,33

Corrientes

257,91

21,49

Santiago del Estero ***

347,19

28,93

Salta (fanega antigua de 10 almudes)

250,96

25,09

Salta (fanega nueva de 12 almudes)

377,19

31,43

Tucumán (fanega nueva, según Groussac)

376,23

31,35

Córdoba

216,98

18,08

San Juan

137,38

11,45

Mendoza

111,70

9,31

Catamarca

212,77

17,73

La Rioja

198,04

16,50

San Luis

201,15

16,76

34,41

* Napp indica que esta fanega tiene un peso de 210 a 215 libras con trigo. La fanega de maíz en espiga, en tanto, debía pesar 300 libras, y 400, la fanega de maíz en grano. ** Se utilizó también el tercio, de 3 o 4 almudes. Otras veces midió 100,48 litros. *** Se utilizó también la fanega doble de 24 almudes para el maíz en espiga.

apéndice ii 389

Equivalencias de medidas utilizadas para la harina importada Recipiente / medida

Kilogramos

Barrica

76,9

Bolsa

73,82

Quintal (4 arrobas)

45,94

b) para líquidos 1 frasco

4 cuartas; 2,37 litros

1 galón

3,80 litros

1 barril

20 galones; 76 litros

1 pipa

6 barriles; 456,026 litros

c) ponderales 1 grano

0,05 gramo

1 adarme

36 granos; 1,79 gramo

1 onza

16 adarmes; 28,71 gramos

1 libra

16 onzas; 0,46 kilogramo

1 arroba

25 libras; 11,48 kilogramos

1 quintal

4 arrobas; 45,94 kilogramos

1 tonelada

20 quintales; 918,80 kilogramos Medidas lineales

1 legua de Buenos Aires (1822) 1 legua de Buenos Aires (1876) 1 cuadra de Buenos Aires (1822) 1 cuadra de Buenos Aires (1876) 1 vara de Buenos Aires (1835) mitad cuarta octava diez y seis ava parte tercia sexma media sexma dedo 1 pie 1 pulgada 1 línea

5.206,20 5.208,33 130,16 129,90 86,60 43,30 21,65 10,83 5,41 28,87 14,43

metros metros metros metros metros metros metros metros centímetros centímetros centímetros

7,22 1,80 28,87 2,41 1,97

centímetros centímetro centímetros centímetros centímetro

390 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Medidas de superficie 1 legua cuadrada (española)

2.701,00

hectáreas

1 legua cuadrada (métrica)

2.500,00

hectáreas

1 cuadra cuadrada

1,68

hectárea

1 acre inglés

0,41

hectárea

1 suerte de estancia *

2.025,75

hectáreas

1 suerte de chacra **

26,85

hectáreas

* 3/4 de legua cuadrada. ** 16 cuadras cuadradas. Fuentes: Argentina, Provincia de Buenos Aires (1822-24); Senillosa, F. (1835); Napp, R. (1876); Groussac, P. y otros (1882); Álvarez, J. (1929); Míguez, E. (1986); Brown, J. (2002), p. 395.

Cuadro 5: valor de un peso fuerte en pesos papel. Buenos Aires, 1826-1863 (promedios anuales). Año

Valor

Año

1826

1,69

1845

Valor

1827

3,32

1846

21,3

1828

2,92

1847

20,63

1829

4,65

1848

20,29

14,82

1830

6,93

1849

17,5

1831

6,55

1850

14,26

1832

6,56

1851

17,6

1833

7,07

1852

16,13

1834

6,96

1853

18,31

1835

6,97

1854

18,89

1836

7,08

1855

19,97

1837

7,69

1856

20,41

1838

8,65

1857

19,8

1839

14,94

1858

21,39

1840

22

1859

20,73

1841

18,12

1860

20,09

1842

16,31

1861

22,7

1843

15,6

1862

23,98

1844

13,19

1863

27

Fuente: Álvarez, J. (1929), pp. 99/100 y 113.

apéndice ii 391

Cuadro 6: Insumo aproximado en mano de obra en el cultivo del trigo en el Río de la Plata hacia mediados del siglo XIX Días / hombre por ha. Dos aradas con arado de mancera tirado por bueyes

4,9

Dos rastrilladas, siembra a mano y rodillada

0,7

Siega con hoz

8

Emparvado

1,9

Trilla “a pata de yegua”

4,1

Total

19,6 Fuente: Frank, R. G. (1970), pp. 5-7

Cuadro 7: Ingresos de derechos de aduanas en Rosario, 1854-1862 (en pesos bolivianos). Año

Total recaudado

1854

435.424

1855

745.342

1856

837.435

1857

877.033

1858

1.030.141

1859

1.093.393

1860

1.100.115

1861

607.540

1862

837.884

Fuente: Hutchinson, Th. (1865), p. 77.

Cuadro 8: Población de la ciudad de Rosario, 1842-1895. Año

Habitantes

1842

1.500

1851

3.000

1858

9.785

1869

23.169

1887

50.914

1895

93.584

Fuente: Carrasco, E. y Carrasco, G. (1897), p. 80.

Índice de cuadros

1 Población de algunas ciudades del virreinato del Río de la Plata y sus campañas hacia 1778 2 Productores y producción en las áreas entrerrianas de Arroyo de la China y Guayquiraró, 1808-9 3 Evolución por rubros de la recaudación de diezmos en el área bonaerense al norte del Salado, 1766-1800 (en pesos) 4 Cifras estimativas de cereales producidos en la campaña bonaerense, 1788-1800 (en fanegas bonaerenses) 5 Productores y producción de trigo en el sur santafesino, 1758 6 Exportación de harina desde el puerto de Buenos Aires, 1810-1818 7 Exportaciones de trigo y maíz por el puerto de Buenos Aires, en fanegas 8 Distancias a las cuales el costo del transporte era igual a la mitad del precio de ciertos artículos en el mercado de Buenos Aires (en marzo de 1834) 9 Exportaciones cordobesas de harina y trigo (en sacos y arrobas respectivamente) 10 Evolución del porcentaje relativo de europeos no españoles sobre la población total en la ciudad de Buenos Aires, 1744-1836 11 Censo de la campaña de Buenos Aires, 1854. Cantidad de población total y de extranjeros en los partidos con datos 12 Ingresos y gastos de una explotación tipo farmer en la colonia Monte Grande, 1828 (en pesos papel, sin ajustar por inflación) 13 Rendimientos estimados de trigo sembrado en distintos lugares del área pampeana, hacia mediados de la década de 1850

38 48 55 57 86 147 161

165 176

208 213 226

272

394 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

14 Propiedades de labradores en los partidos de Zárate, San Pedro, Rojas, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Ensenada y Mar Chiquita en 1855 15 “Labradores” y producción de trigo en el estado de Buenos Aires, 1854-55

295 296

Índice de gráficos

1 Recaudación de diezmos de los curatos de Santa Fe, 1750-1809 (promedios quinquenales en pesos de plata). Incluye el área del Paraná, actualmente la vertiente occidental de Entre Ríos 2 Precios promedio del trigo en la campaña bonaerense y en la ciudad, 1776-1826, en reales por fanega 3 Comparación de índices de precios del trigo y de la harina importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos puntuales entre marzo de 1829 y diciembre de 1832 4 Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires (pesos fuertes), 1835-51, promedios anuales en números índice 5 Índices de precios del trigo en diferentes países, 1820-1851 6 Producción bonaerense de trigo per capita, 1821-1881 (tendencia según años base). En fanegas de 7 arrobas Escala logarítmica

49 146

160 173 174

177

Índice de ilustraciones

1 Una quinta suburbana en la orilla del Río de la Plata, al norte de Buenos Aires 2 Carreta tradicional de transporte. Inicios del siglo XIX 3 Plano topográfico de la costa bonaerense de San Isidro elaborado por Juan Alsina 4 Detalle del plano de San Isidro elaborado por Alsina en 1800. 5 Plano catastral de las suertes de chacras de la costa bonaerense elaborado por el coronel Pedro Andrés García, 1813 6 Otro detalle del plano catastral elaborado por Pedro Andrés García en 1813 7 Arado europeo primitivo (arario), en esencia bajo los mismos principios que los arados empleados en el Río de la Plata a mediados del siglo XVIII 8 Arado de vertedera de Regás, propuesto por Antonio Sandalio Arias y Costa 9 Arando con arado pesado, con ruedas y tracción equina; rastreo con rastra rígida trapezoidal de madera y clavos de hierro. Francia, hacia 1750 10 Trigo afectado por el carbón [ustilago carbo] 11 Trigo candeal. Fines del siglo XIX 12 Actividades ligadas al cultivo del trigo en Santa Fe, hacia 1750 13 Arado proyectado en 1778 por Fernando Ulloa para los campos del Río de la Plata 14 La plaza del mercado de Buenos Aires hacia fines de la década de 1810 15 El panadero. Litografía de César H. Bacle, 1834 16 Placeres y trabajos campestres. Francia, hacia 1830.

39 42 74 75 79 82

101 104

105 111 115 123 127 143 148 214

índice de ilustraciones 397

17 Plano de una de las colonias inglesas del Río de la Plata dirigidas por J. B. Beaumont 18 Edificio principal de la antigua colonia escocesa de Monte Grande hacia 1878 19 Arado simple perfeccionado con regulador de profundidad 20 Arado criollo mejorado propuesto por Pellegrini, con vertedera y reja de mayor longitud 21 Gran arado europeo con ruedas y avantrén, según modelo de Mathieu de Dombasle; conocido en la campaña rioplatense hacia 1850 22 Arado norteamericano del tipo utilizado en la campaña rioplatense hacia 1850 23 Vista de Miraflores, la estancia y chacra de Francisco Ramos Mejía en Kakel Huincul, hacia la década de 1820 24 Arado criollo simple, ampliamente difundido en la campaña bonaerense hacia mediados del siglo XIX. 25 Espiga de trigo Barletta, fines del siglo XIX 26 Corte del antiguo molino de viento utilizado en Paraná y luego trasladado a Chacabuco, provincia de Buenos Aires 27 Corte de trigo con guadaña a garabato 28 La trilla del trigo. Chile, hacia 1830 29 El balde sin fondo, o balde volcador, inventado por Vicente Lanuza en 1826 30 Plano de una chacra mixta combinando agricultura y ganadería ovina 31 Plano de parte de la chacra de Antonio Sierra, 1838, mostrando la fragmentación entre sus herederos 32 La bajada principal del puerto del Rosario. Copia de la acuarela hecha por Eudoro Carrasco el 7 de enero de 1854 33 Rosario en 1863: el puerto, aduana, barrancas y rancherías del bajo

219 225 259 260

260 260 261 266 270 278 279 280 282 286 293

300

301

Indice de cuadros de los apéndices

Apéndice I: Datos númericos de los gráficos Datos del gráfico 1: Recaudación de diezmos de los curatos de Santa Fe, 1750-1809 (promedios quinquenales en pesos de plata). Incluye el área del Paraná, actualmente la vertiente occidental de Entre Ríos Datos del gráfico 2: Precios promedio del trigo en la campaña bonaerense y en la ciudad, 1776-1826, en reales por fanega Datos del gráfico 3: Comparación de índices de precios del trigo y de la harina importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos puntuales entre marzo de 1829 y diciembre de 1832 Datos del gráfico 4: Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires; promedios anuales en números índice Datos del gráfico 5: Índices de precios del trigo en diferentes países, 1820-1851 Datos del gráfico 6: Producción bonaerense de trigo per capita, 1821-1881 (tendencia según años base). En fanegas de 7 arrobas.

Apéndice II: Cuadros adicionales Cuadro 1: Población de ciudades, villas, pueblos, reducciones y fortines dependientes de la jurisdicción del gobierno de Buenos Aires hacia 1797 Cuadro 2: Población de las provincias argentinas hacia 1857 Cuadro 3: Trigo ingresado al mercado de Buenos Aires entre el 25 de agosto y el 12 de septiembre del año 1828 y precios de venta Cuadro 4: Pesos y medidas en uso en el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX y sus equivalencias

377 378

379 380 381

382

383 386

387 388

índice de cuadros de los ápendices 399

Cuadro 5: Valor de un peso fuerte en pesos papel. Buenos Aires, 1826-1863 (promedios anuales) Cuadro 6: Insumo aproximado en mano de obra en el cultivo del trigo en el Río de la Plata hacia mediados del siglo XIX Cuadro 7: Ingresos de derechos de aduanas en Rosario, 1854-1862 (en pesos bolivianos) Cuadro 8: Población de la ciudad de Rosario, 1842-1895

390 391 391 391

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